De tal manera amó Dios al Mundo

De tal manera amó Dios al Mundo

por Joseph L. Wirthlin
obispo general
Un discurso dado en la conferencia general de la Iglesia
el 6 de abril de 1948


Es con una oración en mi corazón, mis hermanos y hermanas, que intento, esta tarde, expresar unos cuantos pensamientos.

Esta mañana mientras escuchábamos el hermoso número, rendido en manera tan inspiradora por el coro de Ricks College (Universidad de Ricks), «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna», mis pensamientos volvieron al estado preexistente, cuando Dios nuestro Padre Eterno se sentó en consejo con los grandes y potentes en un esfuerzo por fraguar un plan mediante el que sus hijos pudieran venir al mundo y tener todas las experiencias de la mortalidad, y al mismo tiempo, un plan que les permitiría regresar y morar con Él en las eternidades por venir. Se presentaron en aquel gran concilio dos planes: uno de Lucifer, hijo de la mañana. Su propuesta fué que todos los hijos de Dios debiesen ser salvos y devueltos a Él. Pero forzaría la salvación sobre ellos, y por ese logro debería recibir toda la gloria y honra. Aquel plan fué rechazado y otro hijo de Dios se presentó con el espíritu de «Heme aquí, Señor», proponiendo un plan por el cual todos los espíritus debieran tener su libre albedrío y, por un evangelio de amor, un evangelio que les llevaría a un conocimiento y testimonio de que les amaba Dios el Eterno Padre y por causa de Su gran amor para con ellos, ellos en turno amarían y obedecerían al Señor y así tendrían el privilegio de regresar a su presencia.

Estoy bastante seguro de que cuando nuestro Padre Celestial miraba aquella grande multitud de semblantes espirituales, Él sabía que no había ni dos exactamente iguales, en personalidad, o en dones y por lo tanto se tenía que adoptar un plan que se ajustaría a todas esas personalidades y sus talentos. Por ese motivo, aceptó el plan del Señor Jesucristo; y entonces de tal manera amó al mundo que dio su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.

En el meridiano del tiempo se apareció el Hijo de Dios entre los hombres, y lo hizo patente que había venido para servirle a Dios y para darle a Él toda la gloria y el crédito por sus logros.

Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, más la voluntad del que me envió. (Juan 6:38.)

También enseñó a la gente que había venido como pan vivo que había descendido del cielo.

…si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo. (Juan 6:51.)

Mientras contemplamos el ministerio del Salvador, recordaremos el tiempo cuando, en el jardín de Getsemaní, sufrió angustias espirituales y mentales en anticipación de la crucifixión que estaba próxima a realizarse, y en aquella hora llamó a su Padre en el cielo,

… Si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. (Mateo 26:42.)

Y el Salvador fué crucificado. Su cuerpo fué bajado de la cruz, sangrando y acribillado, consumando el plan de la gran expiación, como Pablo dijo:

Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. (1 Corintios 15:22.)

Había otro padre y su hijo, el padre Abraham, un hombre sin engaño, que fué privilegiado de andar y hablar con seres divinos. Abraham era un hombre viejo, un hombre de noventa y nueve años, y hasta ese tiempo no había sido bendecido con un hijo por su esposa Sara. Se le aparecieron tres mensajeros celestiales y le prometieron que él y Sara en su vejez tendrían la bendición de un hijo. Les nació un hijo, y fué nombrado Isaac, siendo él su posesión más preciosa. Abraham oyó llamar la voz del Señor y en contestación al Señor dijo: «Heme aquí», y el Señor le dijo:

…Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré. (Génesis 22:2.)

Abraham consiguió leña y un cuchillo y pidiendo a dos jóvenes que le acompañasen, hizo la jornada a la montaña señalada, y allí Abraham pidió a los dos jóvenes que se quedasen, y tomando a Isaac por la mano siguió hacia el colmo. Al llegar allí, construyó un altar y puso sobre él la leña. Se despertó la curiosidad del niño, y preguntó a su padre: «He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?» Y Abraham dijo: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío».

Tan implícita y profunda era la fe en Dios de Abraham que, aun en el momento de hacer sacrificio de su propio hijo, sentía que Dios proveería un cordero para el holocausto. Estaba extendido el brazo de Abraham para dar el golpe fatal cuando oyó la voz de un ángel llamándote del cielo, diciendo: «Abraham, Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada: que ya conozco que temes a Dios, pues no me rehusaste tu hijo, tu único. Entonces alzó Abraham sus ojos, y miró, y he aquí un carnero a sus espaldas trabado en un zarzal por sus cuernos; y fué Abraham, y tomó el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo». (Véase Génesis 22).

Completamente justificada fué la fe de Abraham en Dios, porque estando él para sacrificar a su propio hijo, Dios proveyó un carnero. Sin lugar a duda, la obediencia de Abraham en este caso es uno de los más grandes ejemplos de obediencia en la historia de toda la familia humana, y por su gran amor hacia Dios y por tener fe implícita en Dios, Dios le hizo un padre a todas las naciones, prometiéndole que sus descendientes serían tan numerosos como «la arena que está a la orilla del mar». De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, y de tal modo amó Abraham a Dios, que estaba dispuesto a sacrificar a su hijo si Dios así lo mandaba.

La ley de sacrificio fué terminada sobre la cruz y una nueva era inaugurada, la era del evangelio del Señor Jesucristo, el cual daría a los hombres la oportunidad de servirle a Dios en el espíritu del amor. Después de la crucifixión y resurrección del Salvador, sus apóstoles salieron y predicaron el evangelio del reino. Poco después, ellos también dieron sus vidas y desaparecieron; la organización de la Iglesia se desintegró; los hombres substituyeron sus propias doctrinas por las del Cristo; cambiándose la organización y las ordenanzas; y no pasó mucho tiempo antes de que la sombra de la gran apostasía estaba sobre el mundo. Por unos dos mil años una tiranía eclesiástica y política dictó a los hombres la clase de Dios a que debían adorar y la clase de principios que debían seguir y obedecer. Muchos había quienes tenían en su corazón la bendición inherente del libre albedrío, que se negaban a aceptar dioses hechos por hombres y doctrinas también hechas por hombres, y por consiguiente su castigo era la muerte. Pero el alba de un día nuevo estaba en el horizonte, el día cuando el evangelio del Señor Jesucristo sería restaurado; y en contestación a la súplica de un muchacho humilde en un despoblado en la parte occidental del Estado de Nueva York, el mismo Dios que presidió sobre el gran concilio de los espíritus, y su Hijo, Jesucristo, que había sido crucificado y resucitado se pararon delante de él. El Padre le presentó, diciéndole al joven: «¡Este es mi Hijo Amado: Escúchalo!»

Se restauró en su plenitud el evangelio del Señor Jesucristo, y hace nada más ciento dieciocho años, en esta misma fecha, se organizó oficialmente la Iglesia del Señor Jesucristo. Tiene una organización completa, con un profeta de Dios a la cabeza, doce apóstoles, y los dos sacerdocios, y con cada oficial que es necesario para que funcione tan perfectamente en bien de los hijos del Señor como lo hacía hace dos mil años.

Las gentes se unían a la Iglesia a centenares, los que buscaban luz y verdad. Los tempranos miembros de esta Iglesia fueron expulsados de Kírtland a Independencia, y de Independencia a Nauvoo, y de Nauvoo a estos valles prometidos. Quizás nunca sabremos lo que sufrieron ellos o lo que aguantaron. Mientras pensamos de ellos, con su permiso quisiera hablar de mi propio abuelo. El sintió en uno de los lejanos países de Europa el espíritu del recogimiento, e hizo la larga jornada al valle del Lago Salado. Al llegar aquí, tenía solamente la ropa que llevaba encima, un dólar de plata en el bolsillo, y un par de zapatos casi gastados, porque había hecho a pie el largo viaje desde las riberas del río Misisipí al valle del Lago Salado. Al poco tiempo se casó, y en un lugar que ahora es la esquina de la Calle Ocho Oriente y Calle Templo Sur, edificó una mansión, una vivienda de un cuarto cavada en la tierra. Prosperando un poco, después de dos años construyeron dos cuartos arriba de la tierra. Allí nacieron mi papá y otros hijos. Eran muy pobres, pero no importaba. Habían recibido la luz y la verdad del evangelio del Señor Jesucristo. Sentían que era una bendición no solamente para ellos, sino para su posteridad aún no nacida, hasta la cuarta y quinta generación. ¿No estaban ellos en la sombra del Templo de que Isaías habló, que lenta, pero seguramente estaba siendo construido? ¿No tenían ellos el privilegio de entrar en este edificio histórico, de oír la voz de profetas de Dios y de aceptar su consejo como si viniera directamente de Dios?

Dentro de poco el Señor sí les habló por medio de su profeta, siendo llamado mi abuelo a ir a una misión. Tomaron inventario de sus recursos y descubrieron que no tenían bastante para pagar los gastos del viaje al campo misionero. Decidieron vender la vaca que poseían. Sin vacilar la vendieron, tomando el dinero mi abuelo y yendo a Suiza. Mi abuela tenía la responsabilidad de mantener la familia y de ayudar tanto cuanto pudo a su esposo. Empezó a trabajar, cosiendo bolsas para sal por un dólar por mil bolsas.

Estoy bien seguro que muchos de nosotros dirían que aquello era un sacrificio grande; que era extremo; que era fanático. Quizá aun diríamos que era radical, pero quiero decir que si cualquiera de nosotros jamás hiciera tal acusación contra nuestros abuelos, quienes todo lo dieron por el evangelio del Señor Jesucristo, estaríamos olvidando que ellos amaban a Dios con toda su alma, corazón y fuerza. Olvidamos también que Dios les había bendecido con una revelación divina que llamamos testimonio por el poder y el don del Espíritu Santo, así que ellos sabían que Dios vive, sabían que él que fué crucificado en el Calvario era el Redentor del mundo, y que el humilde muchacho que suplicó a Dios en la arboleda en Nueva York era el siervo escogido de Dios en los últimos días, mediante el cual el evangelio del Señor Jesucristo fué restaurado.

Tacharles de fanáticos sería tacharle a Dios de fanático, porque El dio a su Único Hijo; y sería tacharle a Abraham de radical, porque él también estaba dispuesto a sacrificar a su único hijo por el mandamiento de Dios.

El espíritu de los peregrinos se refleja en estas palabras: «Trabajad no por la comida que perece, más por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del hombre os dará».

Al pensar de nuestros padres; nuestro Padre Celestial, nuestro padre Abraham, y nuestros padres peregrinos, me pregunto qué importa todo esto para ustedes y para mí. Me pregunto si aceptamos el evangelio del Señor Jesucristo y todas sus obligaciones como una oportunidad, o si aceptamos estas obligaciones con algo del espíritu de sacrificio. Les digo que hay dos clases de sacrificio: El sacrificio más grande fué hecho por Dios, el ofrecimiento de su Hijo para la expiación y salvación del género humano, y el sacrificio de Abraham en ofrecer a su hijo Isaac, por el amor puro de Dios y su entendimiento completo de la ley de obediencia. La otra clase de sacrificio tiene la atmósfera de egoísmo que hace que los hombres piensen que dan demasiado a esta gran causa, y esa clase de sacrificios, les digo, limita y restringe demasiado a los hombres en esta grande Iglesia, porque Dios espera que demos liberal y libremente de nuestros talentos, nuestros recursos y nuestro todo para la edificación de su reino, como lo hicieron nuestros antepasados peregrinos.

¿Desempeñan ustedes sus asignaciones en el espíritu de sacrificio, hacen la obra del templo en el espíritu de ser un salvador en el monte de Sión, o lo hacen en el espíritu de sacrificio? ¿Pagan sus contribuciones como un sacrificio, o las pagan porque quieren expresar gratitud ante Dios por las muchas bendiciones que les ha dado, y nada más le están devolviendo una parte de lo que a Él pertenece? Ustedes, que son llamados a salir y enseñar a la gente las doctrinas del reino, ¿lo hacen en el espíritu de sacrificar su tiempo, o lo hacen en el espíritu de liberalidad, con un deseo de contribuir cuanto pueden para la salvación de las almas de los hijos de nuestro Padre Celestial? Ustedes que mandan misioneros, ¿lo hacen en el espíritu de sacrificio, o lo hacen con el espíritu de promulgar mediante sus hijos el evangelio de Jesucristo como sus antepasados y los míos lo predicaron? Si seguimos adelante con el espíritu del evangelio, el cuál es el espíritu de oportunidad, servicio y amor, no cabe duda que Dios nos bendecirá y guardará sus promesas de proveernos de nuestras necesidades diarias. Debemos seguir la admonición del Salvador,

. . .buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas, (Mateo 6:33.) nunca olvidando que el primer y grande mandamiento es:

Amarás pues al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas; este es el principal mandamiento.

Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, lo que me trae otro pensamiento. Cuando pensamos de este gran plan de bienestar, ¿pueden ustedes pensar de otra oportunidad comparable para amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos? Si el Israel de nuestro día jamás recibió una revelación en estos tiempos con referencia a lo que debemos hacer para amar y ayudar al prójimo, déjenme decirles que esta oportunidad ha venido mediante el gran plan de bienestar de esta Iglesia. Los cien furgones de alimentos que hemos mandado (refiriéndose a los alimentos mandados a Europa después de la última guerra mundial) han sido una bendición a los necesitados; pero piensen en las bendiciones que vendrán a nosotros porque los recordamos, expresando nuestro amor en alimentos y ropa.

Amor para con Dios es algo que requiere acción, porque los hombres no pueden tener fe en Dios o amarle, a menos que estén actuando en su causa, de todo corazón constantemente pensando en El y dando de sus fuerzas físicas con amor.

… de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito. (Juan 3:16.)

Y de tal manera amó Abraham a Dios que estaba dispuesto a dar a su hijo, y de tal manera amaron a Dios sus padres y los míos que dieron todo para establecer el reino aquí en las cumbres de las montañas, donde ustedes y yo podemos gozar de cada bendición que será para nuestro bienestar temporal y espiritual. Recordemos también esto, que Dios llama a los hombres en este día exactamente como los llamaba en el día de Abraham, exactamente como los llamaba en el día del Salvador, y en el día de José Smith. Puede llamarles a ustedes, puede llamarme a mí, por medio de sus siervos, la Primera Presidencia de la Iglesia, el Concilio de los Doce, o por cualquiera otra de las Autoridades Generales. Puede llamarle a rendir algún servicio por la presidencia de la estaca o el obispo, y por favor, acuérdense de que cuando llaman, es la voz de Dios, hablando mediante ellos a nosotros, y no nos están llamando de su propia elección, sino porque son los siervos de Dios, dotado de la autoridad de llamarnos a rendir servicio doquier se necesite. Por lo tanto, en el espíritu de Jesús cuando viene aquel llamamiento, contestémoslo como contestó Abraham, y como contestó el Profeta, y como sus antepasados y los míos contestaron: «Heme aquí, Señor», nunca olvidando que de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna, lo que oro que será la bendición y destino de cada uno de nosotros, en el nombre del Salvador crucificado. Amén.

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