Conferencia General Octubre 1960
El sepulcro abierto

por Hugh B. Brown
del Consejo de los Doce Apóstoles
Estoy seguro que todos estamos agradecidos al Señor por la presencia en esta sesión del presidente Clark, por el privilegio de escuchar su fuerte testimonio inspirador, junto con su amonestación y consejos. Realmente me siento humilde en tener que seguirlo. No haré más que añadir mi testimonio al de él, que ésta es la Iglesia de Jesucristo. La frase calificativa “de los Santos de los Últimos Días” distingue a sus miembros de los que pertenecieron a la misma Iglesia en tiempos antiguos, y a quienes se designa con el nombre de santos en el Nuevo Testamento. Adoramos a Dios el Padre por conducto de su Hijo Jesucristo. El Salvador es Cabeza de la Iglesia, su gran Sumo Sacerdote, su fundador y su inspiración. Todos los demás, sean profetas, apóstoles, élderes o miembros, gustosamente se subordinan a Él. Estamos de acuerdo con el apóstol Pedro en que …“no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. (Hechos 4:12) Se nos informa que quizá, de los que nos escuchan, es mayor el número de no miembros que de miembros. A todos vosotros os extendemos una cordial bienvenida y deseamos incluiros en el saludo acostumbrado de los Santos de los Últimos Días: “Hermanos y hermanas.”
Tal vez muchos de vosotros os referiréis a la Iglesia como la iglesia “mormona”; y aunque no ponemos reparo a tal designación, posiblemente pueda desorientaros. Mormón fue un antiguo profeta americano, cuyo nombre fue dado a una historia sagrada que él recopiló; pero aun cuando ésta sea llamada la iglesia mormona, no es la iglesia de Mormón, ni es la iglesia de José Smith, ni de Brigham Young, ni de ningún otro nombre. Es la Iglesia de Jesucristo.
Ya se ha hecho referencia a la condición caótica del mundo con motivo del comunismo. Aunque no deseo extenderme mucho sobre este asunto, todos sabemos que nuestro mundo está dividido y rodeado de peligros; y aun cuando las naciones de Occidente creen en Dios—o así dicen—y en la libertad del hombre y en la dignidad del individuo, hay cientos de millones de nuestros semejantes, a quienes se está enseñando que Dios es un mito y que la religión no es sino un narcótico; a quienes se está doctrinando, a la vez que esclavizan sus mentes y cuerpos, a creer en la supremacía del estado totalitario.
Mientras nosotros “predicamos a Cristo y éste crucificado”, hay millones sobre esta tierra que no se atreven a pronunciar su nombre sino en son de burla y anatema. Los campos de batalla de esta guerra fría se dividen en sectores: sociales, económicos, científicos, geográficos, ideológicos; pero el frente donde el enemigo está reconcentrando sus fuerzas, que lo hace crujir los dientes con tan solo oírlo nombrar, es el frente que puede llamarse “Dios y religión”. La guerra —fría o activa—se librará entre los discípulos de Cristo v el anticristo.
Si esto es cierto, incumbe a todos los cristianos en todas partes, y nuevamente deseo incluiros a vosotros que nos escucháis, volver a examinar nuestros credos, nuestros conceptos fundamentales, nuestra fe básica y nuevamente preguntarnos sobre el significado de la palabra “Dios” en nuestra teología y el lugar que a Él damos en nuestra vida. Nuestra fidelidad debe ser inteligente y bien definida.
Cada hombre debe contestar para sí mismo la pregunta: “…¿Qué pensáis del Cristo?…” (Mateo 22:42) Quisiera dar mi testimonio de El e indicar brevemente la posición que ocupa en los pensamientos y corazones de todos los Santos de los Últimos Días; y como fondo e introducción, o como contraste—porque ningún otro, pese a lo grande que sea, puede compararse con Él— deseo llamar la atención por un momento a lo que el turista puede ver cuando viaja por Europa o el Cercano Oriente, visitando los sitios donde nacieron y donde ahora yacen los restos de los hombres notables de la tierra: los poetas, autores, soldados y estadistas.
Probablemente interesarán a los turistas las ruinas de ciudades antiguas y los monumentos y lápidas, hoy derrumbándose, de muchos que son llamados grandes. Algunos de los antiguos edificaron y adornaron sus propios sepulcros y engalanaron sus tumbas a fin de ostentar su riqueza e indicar su posición. El visitante se maravillará del Coliseo de Roma, la Acrópolis de Atenas y admirará las obras de los maestros de otro tiempo, las artes, literatura, filosofía y gobierno. Evocará la pompa de los faraones en Egipto al visitar las pirámides y podrá preguntar: “¿Cuál fue el objeto de tan enorme derroche de dinero, tiempo y vidas para construir una tumba?” Probablemente partirá de allí sin haber hallado respuesta a su pregunta y recordará solamente la inescrutable sonrisa de la Esfinge.
Por otra parte, si su gira lo conduce a la Tierra Santa, lo inspirará el pensamiento de que aun cuando Roma tuvo sus Césares, sus grandes artistas y sus genios; aunque Atenas tuvo sus conquistadores, sus estadistas y sus filósofos; y Egipto sus fastuosos dictadores e inflexibles faraones, tocó al pequeño pueblo de Belén, y más tarde a Nazaret y Galilea, dar a este mundo el personaje de mayor trascendencia.
En Jerusalén uno tiene el privilegio de encontrarse frente a un sepulcro abierto: el sepulcro a cuya entrada se colocó en otros tiempos una piedra grande con el sello de Roma y bajo el cuidado de soldados. Pero el ángel del Señor quitó la piedra, rompió el sello y venció a los guardias. Ese sepulcro prestado no estaba engalanado ni adornado, ni se halló en él tesoro de la tierra alguno, porque Aquel que lo ocupó provisionalmente, carecía de los bienes de este mundo. Mientras vivió no tuvo donde reposar la cabeza; cuando murió no hubo lugar para depositar su cuerpo, de no haber sido por la compasión de un amigo bondadoso.
Sin embargo, de esa humilde tumba ha salido un tesoro sin precio. Triunfando de la muerte, el cuerpo inanimado puesto allí por manos amorosas tres días antes, salió del sepulcro como un Personaje resucitado y glorificado, las primicias de los que durmieron. Y todos los hombres en todas partes compartirán esa victoria, pues como lo dice el apóstol S. Pablo:
Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos.
Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. (1 Corintios 15:21-22)
Hermanos y hermanas, este Niño de Belén, este Carpintero de Nazaret, este Varón de Galilea, jamás escribió un libro y, sin embargo, la historia de lo que dijo e hizo durante los tres cortos años de su ministerio, —historia escrita fiel aunque parcialmente por sus humildes discípulos—ha sido leída una y otra vez, por más gente, en más idiomas, que cualquier otro libro.
No dejó ninguna obra maestra sobre lienzo, y sin embargo, su vida y muerte han servido de inspiración a más artistas que cualquier otro tema. Ningún monumento dejó en piedra, bronce o mármol, y sin embargo, la imagen de su divina virilidad ha inspirado a millones por los siglos.
Mas nosotros no solamente testificamos y adoramos a uno que vivió y murió hace dos mil años—y esperamos que vosotros, nuestros amigos, reparéis en lo que ahora decimos, pues lo declaramos con autoridad y por mandamiento—testificamos a uno que también resucitó de los muertos y ahora vive: un Ser que es comprensible, que posee un cuerpo material aunque inmortal, como El mismo declaró cuando dijo a sus asombrados discípulos: “Palpad y ved.” Con ese mismo cuerpo ascendió a los cielos, cerca de Betania, cuando fue envuelto en una nube; y a sus asombrados discípulos que lo veían ascender les aparecieron dos seres en vestidos blancos los cuales les dijeron: “…Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido llevado de entre vosotros arriba al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.” (Hechos 1:11)
Otro de los apóstoles, Pedro, declaró que el cielo debía recibirlo “…hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempos antiguos.”(Hechos 3:21)
Sí; testificamos al Primogénito del Padre en el espíritu, el Unigénito Hijo de Dios en la carne, miembro de la Santa Trinidad, el Creador del mundo. Para comprobar que fue el Creador, citaremos las palabras de Juan el apóstol:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.
Este estaba en el principio con Dios.
Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho.” (Juan 1:1-3)
Palpablemente queda manifestado que el Verbo al cual se hace referencia aquí no es otro sino Cristo, cuando uno lee el versículo 14:
“Y el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. (Juan 1:14)
El apóstol Pablo también da testimonio de que fue el Creador:
“Porque por él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.
Y él es antes de todas las cosas, y por él todas las cosas subsisten.” (Colosenses 1:16-17)
Y en Hebreos leemos:
“Dios… en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien, asimismo, hizo el universo,
quien, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.” (Hebreos 1:1-3)
Nos estamos refiriendo a aquel de quien Isaías profetizó cuando dijo:
“…He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo y llamará su nombre Emanuel.” (Isaías 7:14)
En lo que el ángel dijo a José en medio de su confusión, cuando éste se enteró de que su amada María estaba a punto da dar a luz un hijo, hallamos evidencia de que el profeta estaba aludiendo al Niño de Belén. El ángel declaró a José:
“…José, hijo de David, no temas recibir a María, tu desposada, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es.
Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Todo esto aconteció para que se cumpliese lo que había hablado el Señor, por medio del profeta, diciendo:
He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo,y llamarán su nombre Emanuel, que interpretado es: Dios con nosotros. (Mateo 1:20-23)
Jesús mismo proclamó su divinidad y descendencia cuando fue impugnado por sus enemigos después de haberles dicho: “Yo y el Padre una cosa somos.
Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle.
Jesús les respondió: Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?
Le respondieron los judíos, diciendo: Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te crees Dios.” (Juan 10:30-33)
Entonces respondió Jesús, diciéndoles:
“¿a quien el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Soy Hijo de Dios?
Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis.” (Juan 10:36, 37)
En cuanto a la realidad de la resurrección de Cristo y su divinidad universal, escuchemos su propia declaración y leamos el testimonio de una multitud de personas del continente americano, a quienes se apareció poco después de su crucifixión.
Quizá estas Escrituras sean una novedad para muchos de vosotros, pero en América, igual que en Jerusalén, hubo hombres santos de Dios que hablaron bajo la inspiración del. Espíritu Santo. Tal vez recordaréis cómo se describe la crucifixión en S. Lucas:
“Y cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.
Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por en medio.” (Lucas 23:44-45)
Y según S. Mateo:
“Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló y las rocas se partieron;
y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido se levantaron.” (Mateo 27:51, 52)
Esta densa oscuridad que cubrió la tierra y los movimientos sísmicos que ocurrieron al tiempo de la crucifixión se extendieron a las Américas. Aquí las tinieblas duraron tres días, y eran tan espesas sobre la haz de la tierra que la gente podía sentir el vapor de ellas y no podían encender ninguna luz.
Al fin del período de tinieblas y terremotos, los que habían sobrevivido se reunieron cerca del Templo. Allí escucharon una voz que parecía venir del cielo. No la entendieron al principio, pero más tarde se dieron cuenta que les decía:
“He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd.
Y aconteció que al entender, dirigieron la vista hacia el cielo otra vez; y he aquí, vieron a un Hombre que descendía del cielo; y estaba vestido con una túnica blanca; y descendió y se puso en medio de ellos. Y los ojos de toda la multitud se fijaron en él, y no se atrevieron a abrir la boca, ni siquiera el uno al otro, y no sabían lo que significaba, porque suponían que era un ángel que se les había aparecido.
Y aconteció que extendió la mano, y habló al pueblo, diciendo:
He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo, con lo cual me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio.
Y sucedió que cuando Jesús hubo hablado estas palabras, toda la multitud cayó al suelo; pues recordaron que se había profetizado entre ellos que Cristo se les manifestaría después de su ascensión al cielo.
Y ocurrió que les habló el Señor, diciendo:
Levantaos y venid a mí, para que metáis vuestras manos en mi costado, y para que también palpéis las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies, a fin de que sepáis que soy el Dios de Israel, y el Dios de toda la tierra, y que he sido muerto por los pecados del mundo.
Y aconteció que los de la multitud se adelantaron y metieron las manos en su costado, y palparon las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies; y esto hicieron, yendo uno por uno, hasta que todos hubieron llegado; y vieron con los ojos y palparon con las manos, y supieron con certeza, y dieron testimonio de que era él, de quien habían escrito los profetas que había de venir.
Y cuando todos hubieron ido y comprobado por sí mismos, exclamaron a una voz, diciendo:
¡Hosanna! ¡Bendito sea el nombre del Más Alto Dios! Y cayeron a los pies de Jesús, y lo adoraron.” (3 Nefi 11:7-17)
De manera que tenemos el testimonio, procedente de testigos oculares en los dos continentes, de que Jesús es el Cristo. Nosotros añadimos el nuestro, no sólo de que vivió, sino que vive aún. Este hecho constituye la esperanza mayor de este mundo dividido y rodeado de peligros, porque si el Cristo vive, el anticristo tendrá que ser derrotado. No puede haber paz en un mundo sin Dios.
Sin embargo, nuestro testimonio no sería completo si no reafirmásemos nuestra fe en la segunda venida de Cristo, en el Milenio venidero, cuando reinará como Rey de reyes y Señor de señores. Este acontecimiento trascendental no está muy distante, pues vemos las indicaciones de las señales de los tiempos: las guerras y rumores de guerras, las asechanzas satánicas de hombres impíos que no sólo quieren esclavizar los cuerpos sino también los pensamientos de todos aquellos que osan negarse a aceptar las ideologías inventadas por el anticristo.
Ojalá llegue pronto el tiempo cuando nuestro Señor de nuevo pueda decir a este mundo turbado:
“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo.” (Juan 14:27)
Dios conceda que estemos preparados para ese día, y en el ínterin hagamos desaparecer el temor de entre nosotros, sabiendo que Cristo aun vive y que, como ha dicho de sí mismo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” (Mateo 28:18)
Dejo mi humilde testimonio de El en el nombre de Jesucristo. Amén.

























UN TESTIMONIO GRANDE COMO LOS LIDERES DEL SEÑOR LO HACEN ESPERO QUE SIEMPRE PUEDA ESTAR RODEADA DE HOMBRES SANTOS , EN EL NOMBRE DE JESUS EL HIJO DE DIOS, AMEN.
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