Conferencia General Octubre 1959
“Predicad la palabra”

por el presidente David O. McKay
“Requiero yo pues delante de Dios, y del Señor Jesucristo —escribió el apóstol Pablo a Timoteo—, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino,
que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina.
Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina; sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias,
y apartarán el oído de la verdad y se volverán a las fábulas.
Pero tú sé prudente en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.” (2 Timoteo 4:1-5)
Estas son de las últimas palabras que escribió Pablo a Timoteo, su hijo en la fe, que había sido ordenado obispo de los efesios. Cuando Pablo escribió estas palabras, era prisionero de Nerón. Lo acusaban de dos cosas: La primera, que había conspirado, según alegaban los partidarios de Nerón, para incendiar a Roma.
En segundo lugar, se le acusaba de haber introducido una religión nueva e ilícita. Era la segunda vez que Pablo se hallaba en la cárcel. Muchos de sus amigos se habían apartado de él. Demás, uno de sus coadjutores en la obra, lo había abandonado, y había vuelto a casa. Alejandro el calderero había apostatado y testificado en contra de él; solamente Lucas permanecía a su lado.
Evidentemente, Pedro, Pablo y otros misioneros de la Iglesia tuvieron dificultades en su época con grupos apóstatas, aun como las Autoridades Generales hoy día tienen que luchar con apóstatas que usurpan la autoridad, interpretan erróneamente las Escrituras y predican doctrinas falsas. Hablando más caritativamente, tal vez deberíamos decir, tienen que enfrentarse con apóstatas que padecen de una enfermedad mental. Parece que cada edad del mundo se ha visto afligida por esta clase de apóstatas y verdades pervertidas, así como por una juventud incorregible, grupos degenerados que dan a esa generación particular la apariencia de ser peor que todas las que la antecedieron. Por ejemplo, reparemos en esto:
El mundo está pasando por tiempos dificultosos. La juventud de hoy no piensa en nada más que en sí misma. No siente reverencia hacia los padres ni la vejez, y se impacienta por cualquier restricción que se procura imponérsele. Hablan como si solamente ellos supieran todo. Las mujeres jóvenes, son atrevidas, inmodestas y su manera de hablar, de portarse y vestirse es indigna de una mujer.
No; no se escribió esto acerca de nuestra época; se escribió en el año 1274: ¡hace 685 años!
Aquí tenemos otro ejemplo:
El presidente Federico C. Perry del Colegio de Hamilton, expresando su disgusto por los pesimistas que se alarman por la condición del mundo, ha citado estos escritos tomados de una tablilla de barro asiria, que data desde 2,800 años antes de Cristo, como prueba de que siempre han existido las profecías políticas que se refieren a un futuro lúgubre:
“La tierra se está degenerando en estos postreros días. Hay indicaciones de que el mundo se aproxima rápidamente a su fin. Abundan el cohecho y la corrupción. Los hijos ya no obedecen a sus padres. Todo hombre quiere escribir un libro y es palpable que el fin del mundo se acerca velozmente”.
¡Esto se escribió dos mil ochocientos años antes de Jesucristo!
Pues bien, la época por la que estamos pasando no es excepción. En la portada de su libro, “The Naked Communist” (El Comunista Desnudo), por W. Cleon Skousen, hallamos éstas palabras (y yo os amonestaría a que leyeseis esta excelente obra del hermano Skousen):
El conflicto entre el comunismo y la libertad es el problema principal de nuestra era. Sobrepuja a todos los demás problemas. Este conflicto es el reflejo de nuestra época, sus hechos, sus tensiones, sus dificultades y sus tareas. Del resultado de este conflicto depende el futuro del género humano.
Ampliando esta afirmación, quisiera decir que el problema más apremiante de nuestros días es el problema espiritual. Estoy de acuerdo con lo que dijo un destacado profesor:
A menos que se resuelva este problema espiritual, la civilización llegará al fracaso; por cierto, ya hemos previsto lo que es ese fracaso en muchas partes del mundo.
El credo de los nazis presenta un concepto nuevo de la civilización. Es la suposición, propuesta con celo fanático, de que la civilización se compone principalmente de logros materiales, y puede alcanzar esta meta sin tomar en consideración lo ético. Recalca la fuerza, la autoridad y la obediencia; niega la igualdad humana y el valor del individuo.
En sus enseñanzas falsas los comunistas aceptan la doctrina de Marx, la cual niega la existencia de Dios y repudia la inmortalidad del hombre. En segundo lugar, niegan la divinidad de Jesucristo y, por supuesto, su resurrección. Impugnan el libre albedrío del hombre.
En las palabras de San Pablo a Timoteo que leí, aquél declara la existencia de Dios, y veremos con cuánta claridad lo apoya. Afirma la divinidad de Jesucristo y la realidad de su resurrección. Deseo leer otra vez lo que escribió a Timoteo, que fue como su mensaje de despedida a este joven: “Yo te encargo solemnemente delante de Dios y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino.” (2 Timoteo 4:1)
Recientemente estuvo de visita en los Estados Unidos el hombre que está a la cabeza de la ideología que niega a Dios, a Jesucristo y el derecho del libre albedrío y la dignidad del hombre. Mientras aún estaba aquí, se podía oír el eco de sus propias palabras: “Somos los mismos ateos que siempre hemos sido; estamos haciendo todo esfuerzo posible para librar a la gente que todavía está bajo la influencia de éste narcótico religioso.”
Son sus propias palabras; y dijo además: “Los que creen que abandonaremos el comunismo tendrán que esperar hasta que el camarón aprenda a silbar.”
Hace algunos años, Lord Balfour, Primer Ministro de la Gran Bretaña, dio una conferencia en la Universidad de Edinburgo sobre el tema, “Las Cualidades Morales que unen a las naciones.” De una manera interesante y convincente, Lord Balfour presentó cuatro vínculos fundamentales que unen a las varias naciones del mundo:
- “Conocimiento común.
- “Intereses comerciales comunes.
- “Intercambio de relaciones diplomáticas.
- “Los lazos de la amistad humana”.
La asamblea correspondió a su elocuente discurso con estruendosos aplausos. Al ponerse de pie el presidente de la reunión para expresar su agradecimiento y el del público, un estudiante japonés que estaba cursando en la universidad, se puso de pie en el balcón e inclinándose hacia adelante, dijo: “Pero, Sr. Balfour, ¿y Jesucristo?”
El Señor Roberto E. Spear, a quién el profesor Lang relató este acontecimiento, escribió lo siguiente:
Reinó a tal grado él silencio, que si un alfiler hubiese caído al suelo, todos lo habrían oído. Cada uno de los concurrentes percibió inmediatamente la justicia de la reprensión. El estadista más destacado del imperio cristiano mayor del mundo se había estado refiriendo a los varios lazos que unían al género humano, y había omitido el vínculo fundamental y esencial. Y todos sintieron también el elemento dramático de la situación: que la observación a su olvido había venido de un estudiante japonés, de un lejano país no cristiano.
“Predica la palabra”—fue la amonestación de Pablo a Timoteo. ¿Cuál “palabra”? Que nuestro Salvador Jesucristo, “quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”. (2 Timoteo 1:10) Esa es la palabra a la que se hace referencia en la epístola. Tomémoslo en consideración.
“He aquí el hombre”, dijo Poncio Pilato, presidente romano de Judea, cuando Jesús—a quien por burla habían puesto un manto de grana y una corona de espinas sobre la cabeza—fue llevado delante de la muchedumbre que gritaba: “¡Crucifícale, crucifícale!”
Igual que en la ocasión de ese juicio histórico, en la misma manera los hombres juzgan a Cristo según distintos puntos de vista. Algunos de los que lo rechazan con tanto rencor como aquella muchedumbre, lo toman a Él y a sus discípulos por “inventores de un sistema cristiano moral que ha minado y socavado el vigor del mundo europeo”. Otros, de percepción más clara engendrada de la experiencia, ven en Él el originador de un sistema que “fomenta la industria, honradez, verdad, pureza y bondad; un sistema que sostiene la ley y favorece la libertad, la cual es esencial al sistema y procura unir a los hombres en una gran hermandad”.
Otros lo consideran como “la única persona perfecta: la personalidad incomparable de la historia”, pero niegan su divinidad. Millones lo aceptan como el Gran Maestro, cuyas enseñanzas, sin embargo, no se aplican a las condiciones sociales modernas. Otros pocos— ¡Oh cuán pocos!—de los aproximadamente dos billones de los habitantes del globo lo toman por lo que verdaderamente es: “El Unigénito del Padre. . . que vino al mundo, aun Jesús, para ser crucificado por él, y llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda injusticia”.
En la actualidad las naciones civilizadas se hallan sentadas sobre una montaña de explosivos, acumulados en contravención de las enseñanzas de Cristo. Si aumenta un poco más en intensidad la llama del odio, la desconfianza y la avaricia, habrá una explosión internacional tan enorme, que retardará en gran manera, y aun quizá ahuyente por la fuerza, la ansiada paz que anunciaron las huestes celestiales cuando Cristo nació en Belén.
Establezcámoslo como hecho—pues efectivamente lo es—que Cristo apareció después de su muerte como un ser resucitado y glorificado, y con ello tendremos la respuesta a la pregunta de las edades: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” Examinemos el profundo significado del testimonio de los discípulos de Jesús, el cual se puede entender mejor si nos damos cuenta de que con la muerte de Jesús, los apóstoles se llenaron de tristeza. Con su crucifixión casi desaparecieron todas sus esperanzas. Vemos en el intenso pesar de los discípulos, que la muerte de Jesús fue una realidad para ellos. Lo vemos en las palabras de Tomás, en la perplejidad moral de Pedro y en sus preparativos evidentes para sepultar en forma permanente a su Maestro. No obstante las afirmaciones de Cristo, repetidas frecuentemente durante los dos años y medio que estuvo con ellos, de que lo volverían a ver después de su muerte, los apóstoles parecen no haber aceptado, o por lo menos no haber comprendido como hecho literal esta afirmación.
¿Qué fue—preguntamos al mundo—lo que repentinamente cambió a sus discípulos en predicadores, intrépidos, valientes del evangelio de Jesucristo? Fue la revelación de que Él se había levantado de la tumba; había cumplido sus promesas; había consumado su misión mesiánica. “Se había puesto el sello final y absoluto de su autenticidad sobre todo lo que había afirmado, así como la marca indeleble de una autoridad divina sobre todas sus enseñanzas. La tristeza de la muerte fue desvanecida por la gloriosa luz de la presencia del Señor y Salvador, Resucitado y Glorificado.”
Sobre la evidencia de estos testigos imparciales, inesperados, incrédulos, la resurrección establece su fundamento inexpugnable. Había entre ellos un joven—no sé si conocemos los detalles de su vida, pero me gusta conceptuarlo como especie de libre pensador—que no ponía mucha atención a la religión de su madre. Ella se había unido a la iglesia cristiana, pero a él no le llamó mucho la atención hasta que una noche lo despertó la voz de su madre diciéndole que se levantara rápidamente, y, como no había tiempo para que se vistiera, se cubriese con una manta y fuera con toda prisa al Jardín de Getsemaní para avisarle a Jesús que Judas y los soldados se dirigían allá para aprehenderlo.
Parece que el joven que huyó desnudo de los hombres que le arrebataron la sábana con que estaba envuelto, era Juan Marcos, autor de uno de los cuatro Evangelios. Sabemos que se unió a la Iglesia posteriormente, y que trabajó en el ministerio con Pedro. También sabemos que Pablo, en su epístola a Timoteo, le dice: “Toma a Marcos, y tráelo contigo; porque me es útil para el ministerio.” Sabemos que cumplió una misión en el norte de África y que aquellos de vosotros que viajáis en la actualidad, podéis visitar las ruinas de monumentos erigidos en su memoria.
No tenemos evidencia de que Marcos se haya hecho miembro de la Iglesia mientras el Salvador estuvo en la tierra. Indudablemente, el Salvador visitó la casa de Marcos. Por lo menos, hay justificación para suponer que conocía al Maestro. El propio Marcos no relata ninguna aparición del Señor resucitado, pero testifica que prometió reunirse con sus discípulos más adelante. De los labios de Marcos oímos la proclamación gloriosa del primer sepulcro vacío en todo el mundo. Por la primera vez en la historia, las palabras, “Aquí yace”, fueron reemplazadas por el mensaje divino, “Resucitado ha”. Nadie puede dudar de que el alma de Marcos no se convenció de la realidad del sepulcro vacío y, si mi suposición es correcta, sabía acerca del juicio, la humillación de Jesús y su crucifixión, y se convirtió en ministro del evangelio. Dedicó su vida a la proclamación de esta verdad, y, según la tradición, selló su testimonio con su sangre.
Nuestro texto también dice que Lucas permaneció al lado de Pablo. No mucho después de escribir estas cosas, Pablo, según la tradición, fue degollado. Lucas era médico. Pasó muchos años de su vida estudiando acerca de este hombre, Jesús, que fue crucificado. Vio la obscuridad que cubrió la tierra cuando el Señor murió. De acuerdo con todo testimonio fidedigno, tenemos el evangelio según San Lucas tal como él lo escribió. En el capítulo 24, él da su testimonio del mensaje divino: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, más ha resucitado.” (Lucas 24: 5-6)
Con igual confianza, en lo que respecta a su fidelidad, podemos aceptar su afirmación y testimonio sobre lo que testificaron Pedro, Pablo y otros Apóstoles acerca de la resurrección, “a los cuales, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoles por cuarenta días, y hablándoles del reino de Dios”. (Hechos 1:3)
¿Quién puede dudar la confianza completa de Lucas en la realidad del Redentor resucitado? Hagamos un contraste de su testimonio y su vida, y los de los necios que niegan la existencia de Dios y se burlan de la declaración de Jesucristo como Redentor.
Es verdad que Marcos y Lucas no testifican haber visto personalmente al Señor resucitado, y por tanto, algunos insisten en que sus testimonios escritos no pueden aceptarse como evidencia directa. El hecho de que no hayan testificado de ello y sin embargo, estaban convencidos de que otros lo habían visto, es una indicación de lo incontrovertible que era, para los apóstoles y otros discípulos, la evidencia de que la resurrección era una realidad.
Afortunadamente existe un documento que da el testimonio personal de un testigo ocular, un testigo de la apariencia de Jesús después de su muerte y sepultura. Este testimonio personal también corrobora, no solamente el de estos dos hombres, Marcos y Lucas, sino también el de otros. Me estoy refiriendo a Saulo, judío de Tarso, educado a los pies de Gamaliel, y antes de su conversión perseguidor enconado de todos los que creían en Jesús de Nazaret. Y hallamos un pasaje, tomado del documento auténtico más antiguo en existencia, que refiere o testifica la resurrección de Cristo, en la cual hallamos las palabras de Saulo o Pablo escritas a los que se habían unido a la Iglesia, personas que amaba y por quienes era amado. Estas palabras dicen:
“Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras;
y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;
y que apareció a Cefas, y después a los doce.
Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen.
Después apareció a Jacobo, y después a todos los apóstoles.
Y al postrero de todos, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció a mí.
Porque yo soy el más insignificante de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios.” (1 Corintios 15:3-9)
Además de estos antiguos apóstoles, tenemos el testimonio del profeta José Smith, el cual nos da una descripción inequívoca de este testimonio emocionante relacionado con su primera visión:
Al reposar la luz sobre mí, vi a dos personajes… en el aire arriba de mí. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: ¡Este es mi Hijo Amado: Escúchalo! (Perla de Gran Precio, José Smith 2:17)
¡Estas palabras se pronunciaron dos mil años después de los acontecimientos a los cuales os acabo de llamar la atención!
De manera que, mis hermanos y mis amigos en el mundo, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días—así como Pedro y Pablo y Jacobo y todos los otros apóstoles—acepta la resurrección, no sólo como literalmente verdadera, sino también como la consumación de la divina misión de Cristo sobre la tierra.
Ha habido otros grandes religiosos entre las naciones del mundo, desde que comenzó la historia, que han enseñado la virtud, la templanza, el dominio sobre sí, el servicio, la obediencia a la justicia y el deber; algunos han enseñado la creencia en un rey supremo y en la vida futura; pero únicamente Cristo rompió el sello de la tumba y reveló que la muerte es la puerta que conduce a la inmortalidad y la vida eterna.
Si Cristo vivió después de la muerte, también vivirán los hombres; y cada cual ocupará el lugar en el otro mundo para el que mejor se haya preparado. En vista de que el amor es tan eterno como la vida, el mensaje de la resurrección es el más consolador, el más glorificante que jamás se ha dado al hombre; porque cuando la muerte nos arrebate a un ser querido, podremos mirar, llenos de confianza, la sepultura abierta, y decir: “No está aquí; volverá a vivir.”
Mis estimados coadjutores, me es tan fácil aceptar como verdad divina el hecho de que Cristo predicó a los espíritus encarcelados mientras su cuerpo yacía en la tumba, como me es poder veros desde este púlpito. ¡Es verdad! Y tan fácilmente me es entender—y fijaos bien en esto—que uno puede vivir de tal manera que se habilita para recibir impresiones y mensajes directos por medio de la inspiración divina. Es tenue el velo que separa a los que poseen el sacerdocio, de los mensajeros divinos del otro lado del velo.
Digamos hoy como Pablo escribió a Timoteo: “Predica la palabra. . . haz la obra de evangelista. . . cumple tu ministerio.” (2 Timoteo 4:2-5)
“…el Señor es Dios, y aparte de él no hay Salvador!
Grande es su sabiduría, maravillosas son sus vías, y la magnitud de sus obras nadie la puede saber.
Sus propósitos nunca fracasan, ni hay quien pueda detener su mano.
De eternidad en eternidad él es el mismo, y sus años nunca se acaban.
Porque así dice el Señor: Yo, el Señor, soy misericordioso y benigno para con los que me temen, y me deleito en honrar a los que me sirven en rectitud y en verdad hasta el fin.
Grande será su galardón y eterna será su gloria.” (Doctrinas y Convenios 76:1-6)
Dios nos ayude en esta edad, tan amenazada por la ideología de personas en error que no creen en Dios nuestro Padre ni en su Hijo Jesucristo ni en el evangelio restaurado por medio de esos Personajes divinos, a fin de que prediquemos la palabra y cumplamos nuestro ministerio, no importa qué o dónde sea, ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























