Una unión de amor y comprensión

Una unión de amor y comprensión

Élder Marlin K. Jensen
Del Quórum de los Setenta
Devocional BYU 28 de Marzo de 1993


Entre las muchas oportunidades de servicio que se me presentan a raíz de mi llamamiento, estimo que ninguna es de mayor privilegio que la de oficiar en una ceremonia de sellamiento en el templo del Señor. Cada vez que me encuentro en un salón de sellamientos bellamente adornado y me pongo de pie frente a una pareja íntegra y deseosa que está a punto de hacer los votos más sagrados con Dios y entre sí mismos, me invade el sentimiento de que no hay nada que les pueda decir que sea digno de una ocasión así de significativa en sus vidas.

En ocasiones como ésas, suelo recordar el día de mi propia boda, hace ya casi veintiséis años, y el amor profundo que sentía por mi esposa, así como tam­bién las grandes expectativas que teníamos por lo que nos deparara el futuro. Kathy y yo teníamos una idea en mente que no era característica solamente de nosotros: ¡juntos íbamos a dar inicio a una etapa de compañerismo sin par en toda la historia romántica del hemisferio occidental!

No obstante, y a pesar de nuestras buenas intencio­nes y esfuerzos, nuestra idea empezó a desmoronarse ante la realidad que nos sobrevino después de nues­tra breve y económica luna de miel. No sé si Kathy diría lo mismo, pero en lo personal empecé a experi­mentar una leve sensación de desilusión acompañada de la sospecha de que el matrimonio consistía en algo más, algo que yo no era capaz de lograr.

Un ejemplo breve de algo que pasó durante aque­llos primeros días de nuestra vida matrimonial ser­virá para ilustrar los desafíos que enfrentábamos. Vivíamos en Salt Lake City, ciudad en la que yo asis­tía a la Facultad de Derecho y Kathy enseñaba pri­mer año de escuela primaria. La presión de encontrarnos en un entorno nuevo por ser recién llegados a la ciudad, a la facultad y al trabajo, y de estar recién casados, hizo que nuestra relación se tornara algo tensa. Una noche a la hora de cenar, tuvimos una discusión que me hizo pensar que no iba a haber comida para mí en casa, así que salí de nuestro modesto apartamento, y me dirigí al restau­rante de comida rápida más cercano, que quedaba como a una cuadra. Cuando entré al local, miré para la derecha y, vaya sorpresa, ¡vi a Kathy entrar por la otra puerta! Nos miramos con enojo y nos dirigimos a cajas distintas para hacer nuestros pedi­dos. Después nos sentamos en lados opuestos del restaurante y cenamos malhumoradamente. Acto seguido, salimos del local por las mismas puertas que usamos para entrar, y nos dirigimos a casa por caminos distintos. Más tarde nos reconciliamos, y reímos juntos de la actitud infantil que habíamos exhibido.

Ahora me doy cuenta que esas pequeñas discusiones no son del todo inusuales en las primeras etapas de la mayoría de los matrimonios. Sin embargo, me parece que éstas representan los diversos obstáculos que con frecuencia interfieren con el grandioso potencial de lograr la realización y la felicidad en el matrimonio eterno, un potencial que muy a menudo no se realiza.

En la época en que la Restauración se desplegaba, el profeta José Smith no enseñó la doctrina del matrimonio eterno sino hasta varios años después de la organización de la Iglesia, y cuando empezó a hacerlo, fue de manera selectiva. El élder Parley P. Pratt, que llevaba trece años de matrimonio civil, escuchó en 1839 la enseñanza del matrimonio eterno por primera vez, de labios del profeta, en Filadelfia. Reaccionó de un modo, según nos cuenta en su autobiografía, que nos puede resultar difícil de entender a quienes nos hemos criado con el anhelo de casarnos en el templo por el tiempo y la eternidad. Para el élder Pratt el concepto era completa­mente nuevo, y se sintió sobrecogido al escucharlo:

«[José] me presentó por primera vez la idea de que existe la familia eterna y la unión eterna de los sexos en relaciones indeciblemente enternecedoras, del tipo que sólo saben apreciar quienes son muy intelectuales, refinados y puros de corazón, relacio­nes que forman parte de los cimientos de todo lo que abarca la felicidad.

«Hasta ese entonces, yo sólo sabía apreciar las rela­ciones y los afectos que tenía para con mis parientes como algo que pertenecía únicamente a este estado mortal, como algo que debía ser depurado del corazón a fin de ser digno del estado celestial.

«José Smith fue quien me enseñó a valorar las pre­ciadas relaciones entre padres, entre marido y mujer, entre hermanos, entre padres e hijos.

«De él aprendí que es posible asegurarme, por esta vida y toda la eternidad, la compañía de la esposa de mi corazón; que las simpatías y el cariño que nos atrajeron brotaron de la fuente del divino amor eterno; y de él aprendí que podemos cultivar esos sentimientos y progresar y hacerlos crecer por toda la eternidad, y que el resultado de nuestra unión perpetua será una progenie tan numerosa como las estrellas del cielo o las arenas de la playa.

«Yo había amado antes, pero no sabía el porqué.

Más entonces amé con una pureza e intensidad propias de sentimientos más nobles que elevaban mi alma por encima de todo lo bajo de este mundo sufrido y la engrandecían hasta los confines del océano. Sentí que Dios era en realidad mi Padre Celestial, que Jesús era mi hermano, y que la esposa de mi corazón era una compañera eterna e inmor­tal, un bondadoso ángel ministrante que se me había concedido para darme consuelo y una corona de gloria para siempre jamás. En resumen, me era posible amar con el espíritu y también con el enten­dimiento» (Autobiography of Parley P. Pratt, 1979, págs. 297-298).

En todos los escritos de los Santos de los Últimos Días, no conozco ningún pasaje que sea más bello y poderoso que éste referente al potencial de lograr la realización y la felicidad cuando emprendemos la vida matrimonial a la manera del Señor. En su momento, todos los que sean dignos de tal compa­ñerismo tendrán la oportunidad de él. Piensen en lo que significa poder amar «con el espíritu y también con el entendimiento». Contemplen el poder de la idea de que en toda la tierra, los Santos de los Últi­mos Días somos los que más sabemos acerca del verdadero amor romántico y, consecuentemente, tenemos la mayor oportunidad de lograr que nues­tros matrimonios sean realmente felices y durade­ros. ¿Acaso no será grande el día en que como pueblo se nos conozca no sólo por tener familias grandes, sino también por tener matrimonios verda­deramente excepcionales?

¿Qué principios del Evangelio nos permiten corte­jarnos y, a la larga, lograr matrimonios felices, duraderos y llenos de realización? Hablaré acerca de algunas verdades que me parecen las más esenciales, todas relacionadas estrechamente con el Salvador, Sus enseñanzas y la función principal que Él desempeña en el plan de salvación. De hecho, si lo que nos interesa es convertirnos en dignos compañeros eternos, primero nos debemos enfocar en convertir­nos en firmes discípulos del Maestro.

Cultivemos nuestra capacidad de amar

Las enseñanzas de Cristo dan a entender que al comenzar nuestra búsqueda de un compañero eterno debemos preocuparnos más por nuestra capacidad de dar amor que por nuestra necesidad de recibirlo. Juan escribió lo siguiente sobre el Salvador: «Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero» (1 Juan 4:19).

Es más, lo que nos puede hacer más dignos de ser amados es nuestra propia capacidad de amar. Cuanto mayor sea nuestra esencia personal y cuanto más amplias sean nuestras reservas mentales, emocionales y espirituales, mayor será nuestra capacidad de nutrir y amar a los demás, en particular a nuestro compañero. El presidente Marion G. Romney, miembro de la Primera Presidencia, presentó una interrogante que coloca en la perspectiva adecuada a nuestra facultad de amar a los demás: «¿Cómo podemos dar algo que no existe? Los alimentos para los hambrientos no pueden provenir de estantes vacíos; el dinero para asistir a los necesitados no puede salir de bolsillos vacíos; el apoyo y la comprensión no pueden surgir de quien tiene escasez emocional; la enseñanza no puede ser impartida por quien nada sabe, y lo más importante de todo, la guía espiritual no puede provenir del que es débil en este aspecto» (véase Liahona, enero de 1983, pág. 179).

Poco amor es el que puede ofrecer la persona que no está en paz consigo misma ni con Dios. Tal como aprendió Enós, nadie puede preocuparse por el bienestar de otro y darle amor sin antes encar­garse de su propia alma, por lo que, nuestra prepa­ración para el matrimonio eterno debe incluir el arrepentirse, aprender, obtener fe y cimentar la seguridad que viene como resultado de percibir nuestro potencial como hijos del Padre Celestial. Sólo al amar a Dios por sobre todos los demás, como enseñó el Salvador (véase Mateo 22:34-40), tendremos la capacidad de dar a nuestro compañero un amor puro y cristiano por toda la eternidad.

La virtud ama a la virtud

El siguiente pasaje describe una consecuencia por demás natural y maravillosa de convertirse en una persona con mayor capacidad de amar: «Porque la inteligencia se allega a la inteligencia; la sabiduría recibe a la sabiduría; la verdad abraza a la verdad; la virtud ama a la virtud; la luz se allega a la luz» (D. y C. 88:40).

Si con pureza y con nuestra mente y nuestro corazón procuramos lograr la meta de un matrimonio eterno, creo que en la mayoría de los casos llegará el momento en que se nos premiará con un comp­ñero que sea, cuanto menos, igual a nosotros en su fortaleza espiritual, que se allegará a la inteligencia y a la luz igual que nosotros, que recibirá sabiduría igual que nosotros y que amará la virtud así como nosotros la amamos. Una de las experiencias más satisfactorias para el alma que ofrece el verdadero amor romántico es pasar las eternidades junto a un compañero que comparta con nosotros los valores más fundamentales, que hable de ellos, que los viva y que nos ayude a enseñarlos a los hijos. Da mucho consuelo el saber que hay alguien que sigue el mismo sendero de bondad y crecimiento a nuestro lado, anheloso de cumplir con los mismos valores eternos y recibir la misma felicidad.

Hace poco fui testigo de un ejemplo poderoso de este principio al sellar a una pareja joven en el Templo de Salt Lake. Al terminar de oficiar en la ceremonia de sellamiento y una vez que la pareja hubo intercambiado anillos y abrazos, les pedí a los jóvenes que compartieran lo que sentían el uno por el otro y por el Señor. Primero habló la novia, expresando en pocas palabras agradecimiento y emoción al relatar que desde su tierna infancia deseó mantener su virtud y encontrar a un compa­ñero que tuviera los mismos valores y las mismas aspiraciones justas. Dio fe de la bondad de su nuevo marido al testificar que él representaba todo lo que ella había anhelado.

Luego, con los ojos llenos de lágrimas, habló el joven esposo que contó que a los catorce años empezó a orarle al Señor para pedirle que su futura esposa, fuera quien fuera, contara con la protección del cielo y que ella guardara su virtud mientras se preparaba para el matrimonio eterno. También contó que una y otra vez, con el correr de los años, él se había comprometido a seguir el mismo sen­dero de virtud. Después reveló sentirse lleno de gozo por haber conocido a la esposa de sus oracio­nes, y mencionó que tenía la gran expectativa de un matrimonio excepcional.

El Padre Celestial desea que todos Sus hijos tengamos una relación de ese tipo, y ninguno de Sus hijos fieles se quedará sin la oportunidad de tener un matrimonio eterno al lado de una per­sona igualmente preparada para la vida eterna. ¡La virtud ama a la virtud! ¡La luz se allega a la luz!

Refrenemos las pasiones

Las semillas de una plena realización del amor romántico se siembran durante el cortejo, periodo en el cual debemos recordar y apreciar la verdad y el nivel de entendimiento evidenciado en el consejo inmortal que Alma dio a su hijo Shiblón: «.pro­cura también refrenar todas tus pasiones para que estés lleno de amor.» (Alma 38:12).

Los que se han criado entre caballos, monturas y frenos percibirán que Alma no le sugería a Shiblón que erradicara sus pasiones sino que las controlara y que las encauzara hacia el propósito digno de estar lleno de amor. Durante el cortejo, dicho control supone postergar las relaciones sexuales hasta que puedan florecer adecuadamente dentro de los lími­tes del matrimonio, y aun dentro del matrimonio, se debe aplicar disciplina y moderación, puesto que el Evangelio enseña que «.a cada reino se le ha dado una ley; y para cada ley también hay ciertos límites y condiciones» (D. y C. 88:38).

Los Santos de los Últimos Días casados deben acor­darse de que no todo lo que el mundo aprueba y alienta como forma de expresión de amor romántico puede existir en un matrimonio eterno. Como dijo el élder Boyd K. Packer: «El mayor engaño que en nuestros días se ha inculcado en el género humano es la importancia exagerada que se le da a la satisfac­ción física en lo que respecta al amor romántico. Se trata sencillamente de una repetición del mismo delirio que se ha imbuido en cada generación pasada. Cuando aprendemos que la satisfacción física es un efecto secundario del amor, y no su fuerza motriz, hacemos un descubrimiento superla­tivo» (Eternal Love, 1973, pág. 15).

A medida que la pareja se quiere más y más y madura en amor, llega a saber que esa exquisita mezcla de lo espiritual y lo físico en la relación esta­blece un fundamento sólido para su unión eterna.

El matrimonio es una prioridad

Dado que el Evangelio restaurado revela que la vida eterna junto al Padre Celestial se vivirá en familia, sería sensato darle prioridad en esta vida a la prepara­ción y al desarrollo de relaciones matrimoniales satis­factorias así como a nuestro desempeño eficaz en calidad de padres. Si no hemos dado la importancia suficiente a los consejos inspirados de los profetas acerca del matrimonio, nos convendrá replantear nuestras ideas al respecto. Todos los profetas en años recientes han afirmado categóricamente que todos los que tengan la oportunidad de hacerlo deben esme­rarse por lograr un matrimonio y una familia eternos.

Sin embargo, Satanás procurará que hagamos lo contrario, y habrá voces seductoras que nos habla­rán de logros mundanos y posesiones que nos pue­den llevar por desvíos peligrosos hacia lugares de los cuales no será fácil volver. Las decisiones pequeñas y aparentemente insignificantes que se tomen por el camino tendrán importantes consecuencias que acabarán por determinar nuestro destino final.

En el primer año de nuestro matrimonio, cuando yo batallaba como estudiante de primer año de la Facultad de Derecho y mi esposa se sentía abrumada por su primer empleo como maestra, tomamos una decisión importante. Con todas nuestras idas y venidas, casi no nos veíamos, lo que estaba debili­tando de forma obvia nuestra relación.

Incluso los domingos resultaban abrumadores por­que tratábamos de cumplir con nuestros llamamien­tos mientras intentábamos ponernos al día en los estudios y prepararnos para la escuela. Finalmente, una noche nos sentamos y decidimos que si nuestro matrimonio nos importaba, más valía que empezá­ramos a actuar de forma correspondiente. Nos pusi­mos de acuerdo en santificar el día de reposo plenamente al abstenernos de trabajar y estudiar, y al dedicarnos con devoción a fortalecer nuestro matrimonio. De inmediato experimentamos un aumento en la intensidad de nuestros sentimientos del uno para con el otro y también observamos marcadas mejoras en otros aspectos, entre ellos mis calificaciones y las clases de Kathy. Han pasado veintiséis años y seguimos enfrentando muchas elecciones y muchos asuntos parecidos. Es mi espe­ranza y oración que los estemos resolviendo a favor de las cosas que más importan.

A la perfección se llega gradualmente

El Salvador logró la perfección del siguiente modo: «.no recibió de la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud» (D. y C. 93:13).

El reconocer que la perfección del Salvador vino gradualmente puede dar consuelo a dos seres imperfectos que están tratando de llevar un matrimonio perfecto. En mi propio caso, hace poco me atreví a preguntarle algo muy riesgoso a mi señora: «¿Qué piensas de mi progreso en nuestro matrimonio?».

Su respuesta fue alentadora: «Bueno, me parece que eres más amable que antes».

Yo creo que los que se pasan la vida con una lista de atributos perfectos que quieren en su futuro compañero se van a quedar con las manos vacías. Algunos de esos atributos se harán presentes en embrión durante el cortejo y llevará toda una vida perfeccionarlos.

Tengamos una entrega total

Otro principio del Evangelio que aporta mucho al desarrollo del matrimonio eterno es tener una entrega total a nuestros compañeros, así como dice este pasaje de las Escrituras: «Amarás a tu esposa con todo tu corazón, y te allegarás a ella y a nin­guna otra» (D. y C. 42:22).

Obviamente, este pasaje también implica que «ama­rás a tu esposo con todo tu corazón, y te allegarás a él y a ningún otro». Ninguno sabe al casarse lo que la vida le depara en lo referente a problemas de salud, desafíos económicos e incluso transgresiones.

El entregarse a la otra persona en los lazos del matri­monio eterno quiere decir que uno se entrega totalmente y sin condiciones para la travesía entera.

Hace poco visité a un viudo. Lo encontré valiente­mente de pie junto al ataúd de su esposa, rodeado de varios hijos guapos y robustos. Este hombre y su señora habían estado casados por cincuenta y tres años, de los cuales los últimos seis fueron marcados por la mortal enfermedad renal que ella sufrió. Él se encargó de darle atención las veinticuatro horas, cuidado que ella necesitaba y que él brindó hasta que su propia salud se perjudicó. Le expresé la admiración que sentía por él, por el gran amor y cuidado que había dado a su esposa. Me sentí impulsado a preguntarle: «¿Cómo lo lograste?».

Me contestó que le resultó fácil al recordar que cincuenta y tres años antes, él se había puesto de rodillas junto al altar del templo para contraer un convenio con el Señor y con su novia. «Quería cum­plir con el convenio», me dijo.

Sencillamente, no hay cabida en el matrimonio eterno para pensar en acabar con lo que comenzó con un convenio entre Dios y la pareja. Cuando llegan los desafíos y se revelan las flaquezas indivi­duales, el remedio es arrepentirse, mejorar y pedir disculpas, en vez de separarse o divorciarse.

Cuando contraemos convenios con el Señor y con nuestro compañero eterno, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para cumplir con los tér­minos del convenio.

La amorosa bondad

Una última verdad del Evangelio que aportará a nuestro entendimiento y por lo tanto a la calidad de nuestro matrimonio tiene que ver con el grado al cual invitemos al Salvador a formar parte de nuestra relación entre marido y mujer. El Padre Celestial ha diseñado el matrimonio de manera tal que primero entramos en una relación de convenio con Cristo y después con el cónyuge. Tanto Él como Sus enseñanzas deben estar en el centro de nuestra unión.

A medida que nos parecemos más a Él y nos acerca­mos a Él, de forma natural nos volveremos más amorosos y nos acercaremos más el uno al otro.

He experimentado en carne propia la influencia moderadora del ejemplo de Cristo y de Su enseñanzas en mi propio matrimonio. Recuerdo claramente lo fácil que era acusar y juzgar y encon­trar defectos en los primeros años de mi matrimo­nio. Cuando llegaba a casa después de, según yo, arreglar el mundo, solía preguntarme por qué Kathy lidiaba tanto con cuidar a los niños y prepa­rar la cena. Hasta que un día un maestro sabio me mostró la enternecedora descripción que hizo Nefi del Salvador:

«Y el mundo, a causa de su iniquidad, lo juzgará como cosa de ningún valor; por tanto, lo azotan, y él lo soporta; lo hieren y él lo soporta. Sí, escupen sobre él, y él lo soporta, por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para con los hijos de los hombres» (1 Nefi 19:9).

Supongo que la frase «amorosa bondad» es sinó­nimo de caridad, el amor puro de Cristo. Sé que es un ingrediente absolutamente esencial del matrimo­nio eterno y que no se la puede desligar del amor romántico o esperar que éste florezca sin ella. La amorosa bondad es un atributo que todos los matrimonios excepcionales que conozco tienen en común, y es el remedio para casi todos los proble­mas matrimoniales.

Apenas he empezado a explorar este tema, sin hacer más que breve mención del sacrificio, el perdón, el albedrío y los hijos, que también son elementos esenciales para lograr un matrimonio eterno exi­toso. No puedo pretender exponer de forma merito­ria las doctrinas y verdades que, si se siguen, harán que «.los ángeles y los dioses que están allí [dejen a los esposos y a las esposas] pasar a su exaltación y gloria en todas las cosas, según lo que haya sido sellado sobre su cabeza, y esta gloria será una pleni­tud y continuación de las simientes por siempre jamás» (D. y C. 132:19).

Si nos esforzamos por amar con entendimiento, el Espíritu nos enseñará «.todas las cosas que [debe­mos] hacer» (2 Nefi 32:5) a fin de lograr un matri­monio eterno que agrade al Señor. Al estar bajo la influencia del Espíritu, aumentarán el aprecio y el amor por nuestro compañero eterno, y llegaremos a experimentar un gozo y una alegría en el matri­monio que el mundo desconoce.

Sin importar las experiencias que hemos vivido o la calidad del matrimonio de nuestros abuelos o padres, con el tiempo y la ayuda del Señor podemos lograr el ideal anhelado. Si nuestro legado incluye una familia de fortaleza espiritual caracterizada por matrimonios sanos y relaciones estrechas, podremos valernos de ese fundamento e incluso superarlo. Si nuestro legado no es tan fuerte, podemos tomar la resolución de dar a nuestros hijos un legado más pleno.

Ante todo, espero que prometamos jamás sentirnos satisfechos con un matrimonio mediocre. Hace poco un amigo me dijo que uno de sus hijos le pre­guntó: «¿Piensas que alguna vez el abuelo besa a la abuela?». Francamente, espero que mi esposa y yo estemos tan enamorados, y que sea tan obvio, que nuestros nietos no tengan que hacerse esa pregunta Nunca podemos darnos el lujo de dejar que nuestra relación se deteriore al punto de ser nada más que tolerancia mutua o conveniencia.

El matrimonio eterno es un matrimonio de divini­dad. El vocablo eterno se refiere tanto a la calidad del matrimonio como a su duración.

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