Pero sólo una cosa es necesaria:
Cómo convertirse en mujeres con mayor fe en Cristo

Hermana Patricia T. Holland
Ex Presidenta General de las Mujeres Jóvenes
Ensign, octubre de 1987.
Debemos tenernos paciencia a nosotras mismas al vencer la debilidad, y debemos acordarnos de sentir gozo por todo lo bueno que llevamos dentro.
Sé que Dios nos ama individual y colectivamente como mujeres, y que tiene una misión para cada una de nosotras.
Poco después de que me relevaran de la presidencia general de las Mujeres Jóvenes en abril de 1986, tuve la oportunidad de pasar una semana en Israel. Los dos años previos habían sido muy difíciles y requirieron mucho de mi parte. El ser una buena madre, dedicando el tiempo necesario para lograr el éxito como tal siempre ha sido mi prioridad, así que intenté ser una madre de jornada completa para un hijo en la escuela primaria, otro en la secundaria y otro que se preparaba para la misión. También intenté ser una esposa de jornada completa de un rector universitario que siempre estaba increíblemente ocupado. A su vez trataba de ser una consejera de jornada completa en la presidencia general, hasta donde me era posible dado que vivía a ochenta kilómetros de la oficina; fue una época importante en la que se formaron principios y se dio inicio a varios programas, por lo cual mi preocupación era no estar haciendo lo suficiente, así que me esforzaba en ir un poco más a prisa.
Hacia el final del segundo año de mi llamamiento, mi salud se había deteriorado. Perdía peso constantemente y no dormía bien. Mi marido y mis hijos trataron de cuidarme a la vez que yo trataba de cuidarlos a ellos. Nos sentíamos exhaustos, pero aún así, seguía pensando en qué podía hacer para cumplir mejor con mis obligaciones. La Primera Presidencia y los Doce Apóstoles, siempre llenos de compasión, observaron la situación y me extendieron un relevo amoroso. Por más agradecida que se sintiera mi familia al ver que se acababa mi periodo de servicio, sentí que perdía el vínculo con las hermanas que tanto había llegado a querer y, debo confesar, también un poco de mi identidad. ¿Quién era yo? ¿Qué lugar debía ocupar entre tanto requisito entreverado? ¿Debía la vida ser así de difícil? ¿Cuánto éxito había tenido en mis distintas asignaciones que a veces parecían crear conflicto entre sí? ¿Acaso había fracasado en todas ellas? Los días que siguieron a mi relevo fueron tan difíciles como las semanas anteriores. Me sentía desprovista de toda energía, como sin combustible y sin siquiera vislumbrar dónde llenar el tanque.
Apenas unas semanas más tarde, mi esposo recibió la asignación que ya mencioné de ir a Jerusalén, y las Autoridades Generales que también viajaban para allá me pidieron que lo acompañara. «Vamos», me dijo. «Te puedes recuperar en la tierra de agua viva y del pan de la vida del Salvador». Aunque estaba cansadísima, empaqué las maletas creyendo ―o por lo menos esperando― que el tiempo que íbamos a estar allá se convertiría en una tregua sanadora.
Era un hermoso día claro y brillante cuando me senté frente al mar de Galilea y leí una vez más el décimo capítulo de Lucas. Pero en lugar de las palabras impresas en la página que tenía delante de mí, sentí que con mi mente veía y con mi corazón escuchaba las siguientes palabras: «[Pati, Pati, Pati], afanada y turbada estás con muchas cosas». Luego sentí el poder de la revelación pura y personal al leer: «Pero sólo una cosa es [verdaderamente] necesaria» (vers. 40-41).
En el mes de mayo, el sol es tan brillante en Israel que uno siente que está sentado en la cima del mundo. Yo había visitado recientemente el valle de Ajalón donde el sol se detuvo para Josué (véase Jos. 10:12), y casualmente, en ese día, me parecía que el sol también se había detenido para mí. Al estar allí sentada meditando sobre mis problemas, sentí que los reconfortantes rayos del sol bañaban mi corazón con una calidez que daba solaz, calma y consuelo a mi alma perturbada.
Nuestro amoroso Padre que está en los cielos parecía susurrarme: «No tienes por qué preocuparte por tantas cosas. Sólo una cosa es necesaria, la única realmente necesaria, la de mantener la vista fija en el sol, mi Hijo». Súbitamente, experimenté la paz verdadera, y supe que mi vida siempre, desde el principio, ¡había estado en Sus manos! El mar frente a mis ojos se había encrespado y vuelto peligroso en muchísimas ocasiones, pero bastaba con que yo renovara mi fe y me aferrara firmemente a Su mano para que juntos camináramos sobre el agua.
Me gustaría plantear una pregunta para que la meditemos. ¿De qué forma, como mujeres, damos ese salto gigantesco que nos lleva de estar perturbadas y preocupadas a ser mujeres de más fe? Parece ser cierto que una de esas dos actitudes no permite que exista la otra ya que la fe y el miedo no pueden ocupar el mismo espacio por mucho tiempo. Consideremos algunas de las cosas que nos preocupan.
He prestado servicio en calidad de presidenta de la Sociedad de Socorro en cuatro barrios distintos, dos veces en barrios de solteras y dos veces en barrios con muchas madres jóvenes. Cuando me sentaba en consejo con las hermanas solteras, se me solía partir el corazón al escucharlas relatarme sus sentimientos de soledad y decepción. Pensaban que sus vidas no tenían sentido o propósito en una iglesia que con toda razón recalca tanto el matrimonio y la vida familiar. Lo más doloroso era que de vez en cuando surgía la idea de que estaban solteras por su propia culpa o, lo que es peor, por egoísmo. Con anhelo procuraban hallar paz y propósito, hallar algo de valor real a lo cual pudieran dedicar sus vidas.
No obstante me parecía que las madres jóvenes tenían la misma cantidad de inquietudes o aún más. Me describían las luchas que supone el tratar de criar hijos en un mundo cada vez más dificultoso y de no tener ni el tiempo, ni la forma, ni la libertad de sentirse como personas de valía, porque siempre se encontraban sobreviviendo a duras penas. Encima, tenían muy pocas evidencias tangibles de que lo que estaban haciendo realmente iba a convertirse en un éxito: nadie les iba a dar un aumento de sueldo y ―salvo sus maridos (que a veces lo recordaban y a veces no) ― nadie las iba a felicitar por su buen trabajo. ¡Además siempre estaban cansadas! Lo que recuerdo como si fuera hoy es que estas madres jóvenes siempre estaban muy cansadas.
Y también había mujeres que, sin tener la culpa, se vieron en una situación que les requirió convertirse en la única persona que abastecía las necesidades financieras, espirituales, emocionales, etc., del hogar.
Yo ni siquiera lograba comprender los retos que estas mujeres enfrentaban. Es obvio que de cierto modo, ellas se encontraban en circunstancias de lo más exigentes. La perspectiva que he logrado tras tantos años de escuchar a las mujeres expresar sus preocupaciones es que no hay mujer alguna ―o grupo de mujeres ya sean solteras, casadas, divorciadas, viudas, amas de casa o profesionales― que tenga acaparado el mercado de preocupaciones. Parece ser que los retos sobran, aunque me apresuro a agregar que también se presentan extraordinarias bendiciones.
Cada uno de nosotros tiene privilegios y bendiciones así como cada uno tiene sus miedos y pruebas. Parece una exageración, pero el sentido común dicta que nunca antes en la historia del mundo, las mujeres, entre ellas las Santo de los Últimos Días, han enfrentado tanta complejidad de inquietudes.
Me siento agradecida porque el movimiento en pro de la mujer ha hecho que se le preste más atención a un principio del Evangelio que ha existido desde los días de nuestra madre Eva e incluso desde antes, el principio del albedrío, del derecho de elección.
Pero uno de los efectos secundarios más lamentables con el que tenemos que lidiar en lo que se refiere al albedrío es que, debido a la cantidad cada vez mayor de estilos de vida que se ofrecen a la mujer hoy en día, parece que nos sentimos cada vez más inseguras unas con otras. No nos estamos integrando más sino que estamos alejándonos cada vez más de ese sentido comunitario de hermandad que nos ha sustentado y fortalecido por generaciones. Parece que hay mayor competitividad y menos generosidad de unas para con las otras.
Quienes tienen el tiempo y la fuerza para envasar frutas y verduras aprenden una técnica que les servirá de mucho en los tiempos de necesidad que se pueden presentar en cualquier momento debido a nuestra inestable economía. No por ello deben mirar con desprecio a quienes prefieren comprar el durazno o a quienes no les gusta el zapallito en cualquiera de sus treinta y cinco formas de prepararlo o a quienes han optado por dedicar su tiempo y fuerza a otro propósito.
¿Dónde encajo yo en todo esto? Por tres cuartas partes de mi vida me sentí amenazada porque no me gustaba coser. El caso es que sé coser, y si se trata de una necesidad absoluta, voy a coser, pero lo detesto. ¿Se imaginan lo abrumada que me sentí durante los últimos veinticinco o treinta años aparentando que me gustaba coser en las sesiones de la Sociedad de Socorro y al tratar de sonreír cuando seis nenitas entraban por la puerta de la capilla luciendo sus vestiditos, encajes, cintas y visos idénticos al atuendo que la madre también se cosió a mano para sí misma y que luce junto con ellas? No creo que mi actitud sea precisamente virtuosa, bella, de buena reputación o digna de alabanza, pero soy franca en mi desagrado por la costura.
Desde aquellos días he madurado un poco, por lo menos en dos aspectos: ahora siento una admiración sincera por la madre que puede hacer algo así por sus hijos, y he dejado de sentirme culpable porque coser no sea de mi agrado. A lo que quiero llegar es a que no podemos considerarnos cristianas y seguir siendo tan duras al juzgar a los demás o a nosotras mismas. Ningún envasado de cerezas vale lo suficiente como para que entremos en un conflicto que nos quite la compasión y la hermandad.
Obviamente, el Señor nos ha creado con personalidades diferentes y también con distintos niveles de energía, interés, salud, talento y oportunidad. Siempre y cuando tengamos el cometido de la justicia y llevemos vidas de fiel devoción, deberíamos celebrar estas diferencias divinas, con el conocimiento de que son un don de Dios. No debemos sentirnos tan atemorizadas, amenazadas e inseguras; no debemos toparnos con dobles exactos de nosotras mismas para sentir que somos mujeres de valía. Hay muchas cosas que nos pueden dividir, pero sólo una cosa es necesaria para que seamos unidas: la empatía y compasión del Hijo viviente de Dios.
Me casé en 1963, el mismo año en que Betty Friedan publicó un libro que conmovió a la sociedad: The Feminine Mystique. Así que como adulta no puedo hacer más que recordar mi infancia en las décadas del 40 y del 50, días más suaves que éstos, días en los cuales debe de haber sido más cómodo vivir un estilo de vida preparado de antemano junto a vecinos cuyas vidas servían de modelos a seguir. Sin embargo, seguramente fueron días más duros para quienes, por circunstancias fuera de su control, eran solteras o tenían que trabajar o lidiaban con una familia destrozada. Hoy en día, en este mundo cada vez más complejo, parece que nos sentimos menos seguras de quiénes somos y de hacia dónde vamos.
De cierto no ha habido otra época de la historia en la cual la mujer cuestionó su propio valor con tanta severidad y espíritu crítico como durante la segunda mitad del siglo XX. Hay muchas mujeres que procuran, casi con frenesí y como nunca antes, hallar un propósito y sentido personal, y hay muchas mujeres Santo de los Últimos Días que también procuran hallar una visión y sentido eterno de su femineidad.
Si yo fuera Satanás y quisiera destruir la sociedad, organizaría una masiva arremetida frontal y sin cuartel contra las mujeres. Las tendría tan abrumadas y distraídas que jamás encontrarían la fortaleza calmante y la serenidad que siempre ha caracterizado a las de su sexo.
En efecto, Satanás ha logrado hacerlo atrapándonos en la encrucijada de tratar de ser seres sobrehumanos en lugar de que nos esmeremos por lograr nuestro potencial único que Dios nos ha dado dentro de la diversidad. Se burla de nosotras diciéndonos que si no tenemos fama, fortuna, familia y diversión en todo momento, se nos ha estafado y pasamos a ser ciudadanas de segunda clase en la carrera de la vida. Como sexo, estamos en apuros, y también lo están nuestras familias y la sociedad. Las drogas, las adolescentes embarazadas, el divorcio, la violencia doméstica y el suicidio son algunos de los efectos secundarios cada vez más frecuentes como resultado de que todas vivimos a mil por hora.
Hay demasiadas mujeres que luchan y sufren, que corren más a prisa de lo que pueden, que esperan demasiado de sí mismas. Como resultado, estamos sufriendo de enfermedades nuevas y sin diagnosticar que tienen que ver con el estrés. El virus Epstein-Barr, por ejemplo, pasó a formar parte de nuestra jerga médica popular como la enfermedad de la década del 80. «[Las víctimas] se ven acosadas por fiebres bajas, dolores en las articulaciones y, a veces, dolor de garganta, pero no tienen gripe. Experimentan un cansancio agotador y una debilidad abrumadora, pero no han contraído el SIDA. A menudo se confunden y se olvidan de las cosas, pero no sufren de la enfermedad de Alzheimer. Muchos pacientes tienen tendencias suicidas, pero no por causa de depresión clínica. Las víctimas que son mujeres superan a las que son hombres en un 3 a 1, y en muchos casos se trata de personas inteligentes y muy capaces que llevan vidas agobiantes» (Newsweek, 27 de octubre de 1986, pág. 105).
Debemos tener el valor de ser imperfectas mientras nos esmeramos por llegar a la perfección. No debemos permitir que nuestros sentimientos de culpa, los libros feministas, los presentadores de televisión y la cultura de los medios de comunicación nos engañen.
El riesgo es distraernos tanto en nuestra búsqueda obsesiva de identidad y autoestima que lleguemos a creer que para hallar lo que buscamos debemos tener la figura perfecta o un título académico o una posición privilegiada en nuestra profesión o incluso ser una madre netamente exitosa. Corremos el peligro de que al buscar por afuera, se nos desprenda nuestro verdadero ser interior y eterno. A veces nos preocupamos tanto por agradar a los demás y desempeñarnos bien frente a ellos que perdemos lo que nos hace únicas, esa aceptación completa y relajada de una misma como persona de valía e individualidad. Nos dejamos llevar a tal punto por el miedo y la inseguridad que se nos imposibilita tener una actitud generosa para con la diversidad, la individualidad y, sí, los problemas del prójimo. Hay demasiadas mujeres que sufren por causa de estas angustias y observan sin poder hacer nada cómo la vida se les desliga del núcleo mismo que las centra y sustenta. Son demasiadas las que, cual navío perdido en el mar sin vela y sin timón, se ven llevadas «por doquiera» como dijo el apóstol Pablo (véase Ef. 4:14), hasta que llega el momento en que cada vez hay más mujeres con debilitantes mareos.
¿Dónde está la seguridad que nos permite navegar en nuestra barca, sin importar qué vientos soplen, a la par del grito airoso del experto marinero que dice: «Adelante con el mismo rumbo»? ¿Dónde está esa calma interior que tanto valoramos y por la cual se ha reconocido tradicionalmente a nuestro sexo?
Creo que podemos hallar un curso seguro y también calma para el alma al dejar de preocuparnos por el aspecto físico, por tener logros sobrehumanos y por ganar los interminables certámenes de popularidad, y así regresamos a la integridad del alma, a la unidad en nuestro ser que nos permite equilibrar las exigencias y las inevitables diversidades de la vida.
Me encantan los escritos de Anne Morrow Lindbergh, una mujer que no comparte nuestra fe. A propósito de la desesperación de las mujeres y el tormento generalizado de nuestros días, ha dicho:
«Las feministas no miraron… [lo suficiente] hacia lo futuro; no establecieron normas de conducta. Les bastó con exigir los privilegios… y [como resultado] la mujer de hoy día se encuentra todavía en búsqueda. Estamos al tanto de nuestros apetitos y necesidades, pero carecemos del conocimiento de cómo satisfacerlos. Con el tiempo libre que hemos cosechado, tenemos más inclinación por agotar nuestras vertientes creativas que por renovarlas. Con jarra [en mano] tratamos de… regar un campo [en lugar de] un jardín. Nos entregamos de forma indiscriminada a diferentes causas y comités, sin saber cómo nutrir el espíritu, por lo que con distracciones escondemos sus exigencias. En lugar de calmar el centro, el eje de la rueda, agregamos más fuerza centrífuga a las actividades de nuestra vida, lo cual resulta en que perdamos [aun más] el equilibrio.
«La última generación nos ha visto avanzar terreno en lo referente a lo tangible, pero en lo que a lo espiritual se refiere hemos… retrocedido».
La autora agrega que sin importar el período histórico, «el problema [de las mujeres] sigue siendo cómo alimentar el alma» (Gift from the Sea, 1975, págs. 51-52).
He meditado seria y detenidamente acerca de la forma de alimentar nuestro verdadero yo en medio de tantos factores inquietantes. No es por coincidencia que se habla de alimentar el espíritu del mismo modo en que se habla de alimentar el cuerpo. Hace poco, el presidente Benson dijo: «No hay ninguna duda de que la salud del cuerpo afecta al espíritu; de lo contrario, el Señor jamás hubiera revelado la Palabra de Sabiduría. Dios nunca ha dado ningún mandamiento temporal… lo que afecta a nuestro cuerpo también afecta a nuestro espíritu». Es mucho lo que necesitamos para que el cuerpo, la mente y el espíritu se unifiquen en un alma saludable y estable.
De cierto Dios es un ser equilibrado, así que quizá nos acercamos más a Él cuando nosotras también lo somos. Lograr un sentido de unidad dentro de nuestra alma -aquietar el centro- sin importar las diversas circunstancias en que nos encontramos, vale cualquier esfuerzo.
A menudo olvidamos dar consideración a las gloriosas posibilidades que llevamos dentro del alma. Debemos recordar la promesa divina que «el reino de Dios está entre vosotros» (Lucas 17:21). Tal vez la razón por la que olvidamos que el reino de Dios está entre nosotros es porque dedicamos tanto tiempo a cuidar de la cáscara del alma, este cuerpo humano que tenemos, y del mundo frágil y poco sólido en que mora el cuerpo.
Permítanme compartir con ustedes una analogía que derivé de algo que hace muchos años leí y que me sirvió en ese momento -e incluso me sirve todavía- al examinar mi fuerza interior y crecimiento espiritual.
La analogía presenta a un alma ―un alma humana en todo su esplendor― que se coloca dentro de una caja de fina talla, muy ajustada y cerrada con llave. Reinando en majestuosidad e iluminando a nuestra alma en el interior de esta caja vemos a nuestro Señor y Redentor Jesucristo, el Hijo viviente del Dios viviente. Esta caja a su vez se coloca bajo llave dentro de otra caja de hermosa talla que es un poquito más grande, y así sucesivamente hasta que quedan cinco bellísimas cajas bien cerradas a la espera de la mujer que tenga la suficiente habilidad y sabiduría para abrirlas. A fin de poder comunicarse libremente con el Señor, dicha mujer debe hallar la llave y liberar el contenido de las cinco cajas. El éxito en tal emprendimiento le descubrirá la hermosura y divinidad de su propia alma y también los dones y la gracia que le pertenecen en calidad de hija de Dios.
Para mí, la llave de la primera caja es la oración. Nos arrodillamos para pedir ayuda con nuestras tareas, y al ponernos de pie, descubrimos que la primera cerradura se ha abierto. Pero no debe parecernos esto un milagro conveniente o artificioso porque si hemos de buscar la luz verdadera y las certezas eternas, debemos orar como lo hicieron los de la antigüedad. Ahora que somos mujeres y no niñas se espera que oremos con madurez. Para referirnos a obrar con oración y urgencia, las palabras que se usan con más frecuencia son luchar, rogar, clamar y hambre. En cierto sentido, la oración es la obra más dificultosa que jamás se emprende, y quizá así debe de ser. Es una protección clave para evitar que las posesiones, los honores y las posiciones del mundo nos hagan perder el deseo de buscar las cosas del alma.
Las personas que, al igual que Enós, oran con fe y logran entrar a una nueva dimensión de potencial divino llegan a la segunda caja. En este nivel, no parece bastar con tan sólo orar, sino que debemos acudir a las Escrituras que tratan de las enseñanzas antiguas sobre nuestra alma.
Debemos aprender. Sin duda, toda mujer de esta iglesia tiene la obligación de aprender, crecer y desarrollarse.
Tenemos distintos talentos sin pulir que Dios nos ha dado, y no debemos enterrar tales dones o esconder nuestra luz.
Si la gloria de Dios es la inteligencia, el aprendizaje, en particular el que proviene de las Escrituras, nos lleva hacia Él.
Él se vale de muchas metáforas para describir la influencia divina, como cuando habla de «agua viva» y «el pan de la vida». He descubierto que si mi progreso se estanca es por causa de la malnutrición que sufro al no comer y beber a diario de los escritos santos. Ha habido retos en mi vida que me hubieran destruido por completo de no ser porque tuve las Escrituras en la mesita de luz y en la cartera para poder acudir a ellas en todo instante, tanto de día como de noche. El encontrarme con Dios en las Escrituras ha sido como recibir alimento intravenoso, como una especie de suero celestial al que mi hijo una vez llamó cordón angelical. Por lo cual la segunda caja se abre al aprender de las Escrituras.
He descubierto que al estudiarlas, puedo tener repetidos y estimulantes encuentros con Dios.
Sin embargo, al comenzar a experimentar el éxito en nuestros esfuerzos para emancipar el alma, Lucifer se inquieta más, en especial cuando nos acercamos a la tercera caja, porque él sabe que estamos a punto de aprender un principio muy importante y fundamental -que para encontrarse a una misma en verdad, es necesario perderse a sí misma-así que comienza a colocar obstáculos para impedir nuestros esfuerzos cada vez mayores de amar a Dios, al prójimo y a nosotras mismas. A lo largo de la última década, Satanás ha convencido a la humanidad entera a que dediquen casi todas sus fuerzas en la búsqueda del amor romántico, del amor por las cosas o del amor por uno mismo. Al actuar de ese modo, nos olvidamos que el amor por uno mismo apropiado y la autoestima son las recompensas prometidas a quienes den el primer lugar a los demás. «Todo el que procure salvar su vida la perderá; y todo el que la pierda, la salvará» (Lucas 17:33). Sólo la llave de la caridad puede abrir la tercera caja.
Al tener caridad, comienzan el crecimiento real y la visión genuina, pero la tapa de la cuarta caja parece imposible de abrir. Lamentablemente, los de corazón débil y temeroso suelen darse la vuelta al llegar a este punto en que el camino parece dificultarse demasiado y la cerradura parece imposible de abrir. Ha llegado el momento de hacerse una autoevaluación. A menudo causa dolor el vernos como realmente somos, pero es solamente por medio de la humildad, el arrepentimiento y la renovación que podemos llegar a conocer a Dios. «…aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…» dijo. Debemos tenernos paciencia a nosotras mismas al vencer la debilidad, y debemos acordarnos de sentir gozo por todo lo bueno que llevamos dentro, lo cual fortalecerá nuestro ser interior y nos hará menos dependientes de la apariencia exterior. Cuando nuestras almas le hacen menos caso a los elogios del público, también les hacen menos caso a sus críticas. La competencia, los celos y la envidia comienzan a carecer de significado. Imagínense el poderoso espíritu que reinaría en la sociedad femenina si por fin llegáramos al punto de tener, al igual que el Salvador, el deseo real de que se nos considerara la más pequeña entre nuestras hermanas. El galardón a este nivel se refleja en una fe tan profunda y poderosa con un triunfo tan callado que se nos lleva a una esfera más llena de luz. Así que a diferencia de las otras, la cuarta caja se abre al quebrarla, del mismo modo en que el corazón contrito se vuelve quebrantado. Volvemos a nacer, igual que una flor quiebra la superficie de la tierra para crecer y florecer.
A fin de compartir con ustedes lo que siento en cuanto a cómo abrir la quinta caja, debo comparar a nuestras almas con la santidad de nuestros templos. En ese sitio, en un entorno que no es de este mundo, en un lugar donde la moda y la posición social y la profesión no tienen validez, tenemos la oportunidad de hallar la paz, la serenidad y la quietud que anclarán nuestra alma por siempre, ya que en ese lugar podemos hallar a Dios. Quienes tengamos el valor que tuvo el hermano de Jared de penetrar el velo y presenciar el centro de la existencia (véase Éter 3:6-19), descubriremos que el resplandor de la última caja es más brillante que el sol al medio día. Allí encontramos la plenitud que es santidad. La tapa de la quinta caja tiene inscritas las siguientes palabras: Santidad al Señor. «¿No sabéis que sois templo de Dios?» (1 Co. 3:16). Les testifico que ustedes son santas y que llevan la divinidad por dentro a la espera de que se la descubra para que se la desencadene, magnifique y demuestre.
Me enteré que se ha dicho que la razón por la cual a las mujeres de la Iglesia les cuesta saber quiénes son realmente es porque no tienen un modelo ejemplar femenino a quien seguir. ¡Sí lo tenemos! Creemos en la existencia de una madre celestial. Permítanme citar lo que dijo el presidente Spencer W. Kimball en una conferencia general:
«…cuando cantamos ese himno doctrinal. ‘Oh, mi Padre’, percibimos [la máxima expresión] de la modestia materna, de la suprema y restringida majestad de nuestra Madre Celestial, y comprendiendo cuán profundamente nos ha moldeado nuestra madre mortal, ¿habremos de suponer que sea menor la influencia de nuestra Madre Celestial sobre nosotros como individuos? (Liahona, agosto de 1978, pág. 6).
Debido a que creo que el Señor tiene Sus razones para revelarnos muy poco al respecto, jamás he puesto en tela de juicio el por qué parece que se nos esconde a nuestra madre en los cielos. Es más, creo que sabemos mucho más sobre nuestra naturaleza divina de lo que creemos saber, y tenemos la obligación sagrada de expresar nuestro conocimiento, de enseñarlo a nuestras hermanas más jóvenes y a nuestras hijas, y cuando lo hagamos, les fortaleceremos la fe y las ayudaremos a navegar por entre las confusiones y falsificaciones de estos dificultosos últimos días. Permítanme ilustrarlo con algunos ejemplos.
El Señor no nos ha mandado a este mundo solitario y hostil sin darnos indicaciones de cómo llevar la vida. En Doctrina y Convenios 52 encontramos las palabras del Señor: «…os daré una norma en todas las cosas, para que no seáis engañados.» (vers. 14, cursiva agregada). Nos ha dado normas en la Biblia, el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y la Perla de Gran Precio; así como también en la ceremonia del templo. Al estudiar estas normas, debemos preguntarnos una y otra vez: «¿Por qué el Señor decidió usar estas palabras específicas y presentarlas de este modo?». Sabemos que para enseñarnos Sus senderos eternos, el Señor se vale de metáforas, símbolos, parábolas y alegorías. Todas nos hemos dado cuenta que la relación entre Abraham e Isaac es paralela a la angustia de Dios al sacrificar a Su Hijo Jesucristo, pero como mujeres, ¿nos esforzamos en indagar al respecto de las pruebas de Sara en esta experiencia? De esa forma debemos buscar, siempre tratando de hallar el significado más profundo. Debemos buscar paralelos y símbolos. Del mismo modo que lo haríamos con una composición de Bach o de Mozart, debemos buscar temas, motivos y patrones.
Un patrón que se repite marcadamente tanto en la Biblia como en el Libro de Mormón es el tema de la familia y el conflicto familiar. Siempre ha sido mi parecer que eso representa algo sobre la naturaleza eterna de la familia, más allá del relato en sí de ciertos padres en particular con ciertos hijos en particular. Sin duda, todos ―casados o solteros, con hijos o sin ellos― vemos a diario un poquito de Adán y Eva y un poquito de Caín y Abel en nuestras experiencias de la vida cotidiana. Estemos casados o no, tengamos hijos o no, todos experimentamos hasta cierto punto algo de lo que sintieron Lehi, Saríah, Lamán, Nefi, Rut, Noemí, Ester, los hijos de Helamán y las hijas de Ismael.
Tales relatos son tipo y sombra de nuestras propias alegrías y angustias terrenales, del mismo modo en que José y María fueron, de cierta manera, tipo y sombra de la devoción paternal al cuidar del Hijo de Dios. Me parece que todos estos casos son símbolos de principios y normas más elevados, símbolos escogidos con mucho cuidado para indicarnos el camino, ya sea que estemos casados o solteros, jóvenes o ancianos, con familia o sin ella.
Y, claro está, el templo tiene mucho de simbólico. ¿Me permiten compartir una experiencia que tuve hace algunos meses concerniente a la selección cuidadosa de palabras y símbolos? He escogido con cuidado las palabras que usaré para evitar compartir algo que no se deba fuera del templo. Las citas las tomo de las Escrituras publicadas.
Tal vez fue por coincidencia (alguien dijo: «Una coincidencia es un pequeño milagro en el cual Dios prefiere quedar anónimo»), pero sea como sea, mientras esperaba en la capilla, me senté junto a un hombre entrado en años que repentina y dulcemente se tornó a mí y me dijo: «Si quieres tener una idea bien definida de la creación, lee Abraham 4». Al buscar el Libro de Abraham, justo pasé por Moisés 3:5: «…Porque yo, Dios el Señor, creé espiritualmente todas las cosas de que he hablado, antes que existiesen físicamente sobre la faz de la tierra…». Otro mensaje de tipos y sombras: un patrón espiritual que le da significado a las creaciones mortales. Después leí Abraham 4 con detenimiento y aproveché la oportunidad de ir a una sesión de iniciatorias. Al concluir sentí un aumento en la luz reveladora que iluminaba algo que siempre supe de todo corazón que era verdad: los hombres y las mujeres son coherederos de las bendiciones del sacerdocio, y aunque son los hombres quienes tienen la mayor responsabilidad de administrarlo, las mujeres también tienen responsabilidades relacionadas con el sacerdocio.
Después, al asistir a una sesión de investiduras, me pregunté: Si yo fuera el Señor y pudiera darles a Mis hijos en la tierra un ejemplo sencillo pero lleno de poderoso simbolismo sobre sus funciones y misiones, ¿qué tanto les daría y por dónde comenzaría? Escuché cada palabra y busqué patrones y prototipos.
Les presento una cita tomada de Abraham 4:27:
«De modo que los Dioses descendieron para organizar al hombre a su propia imagen, para formarlo a imagen de los Dioses, para formarlos varón y hembra» (cursiva agregada). Los formaron varón y hembra a la imagen de los Dioses, a Su propia imagen.
Más adelante, en una conmovedora conversación con Dios, Adán dice que llamará a la mujer Eva. ¿Y por qué la llamará así? «…por cuanto ella [es] la madre de todos los vivientes» (Génesis 3:20; Moisés 4:26)
Con ternura reconozco el dolor muy real de muchas solteras y muchas casadas que no tienen hijos cuando se habla de ser madre, y me pregunto si podremos reflexionar sobre una posibilidad referente a nuestra naturaleza eterna de mujeres, lo que nos une a pesar de nuestras diferencias. A Eva se la identificó como «la madre de todos los vivientes» muchos años o décadas o tal vez siglos antes de tener siquiera un hijo. Parece ser que su naturaleza de madre existió antes de que se convirtiera en madre, así como la perfección del Huerto existió antes de las dificultades de la vida terrenal. Me parece que la palabra madre es una de esas palabras que se escogió con mucho cuidado por ser una palabra tan rica y llena de significados.
No debemos permitir, cueste lo que cueste, que esa palabra sea causa de división entre nosotros. Creo que ante todo y primero que nada, la palabra describe nuestra naturaleza y no la cantidad de hijos que tengamos.
Sólo tengo tres hijos, y he derramado lágrimas porque no puedo tener más. Sé que algunas de ustedes también han derramado lágrimas, y también son demasiadas las que sencillamente se enfadan por el tema en sí. Por el bien de nuestra condición eterna de madre, les ruego que esta situación no se prolongue. Hay mujeres que dan a luz y crían a sus hijos sin jamás ser «madres» de ellos. Hay otras, a quienes amo con todo mi corazón, que son «madres» toda la vida pero que nunca han dado a luz. Y todas somos hijas de Eva, casadas o solteras, con hijos o sin ellos. Hemos sido creados a imagen de los Dioses para llegar a ser dioses y diosas. Estamos en condición de brindar algo de ese patrón divino, de ese prototipo maternal, a las demás y a las que vendrán. Sin importar en qué circunstancias nos encontremos, todas podemos extender una mano, hacer contacto, sostener, edificar y nutrir, pero no podemos hacerlo aisladas.
Necesitamos de una comunidad de hermanas que calmen el alma y sanen las heridas de la división.
Sé que Dios nos ama individual y colectivamente como mujeres, y que tiene una misión para cada una de nosotras. Como descubrí en mi colina galilea, testifico que si nuestros deseos son justos Dios rige para nuestro bien y que tenemos amorosos padres celestiales que con cariño satisfarán nuestras necesidades. Tanto por lo diferente como por lo individuales que somos, mi ruego es que estemos unidas, unidas en procurar hallar nuestra misión específica y preordenada, unidas en no preguntar «¿Qué puede hacer el reino por mí?» sino en preguntar «¿Qué puedo hacer por el reino? ¿Cómo puedo cumplir con la medida de mi creación? En mis circunstancias y con mis retos y mi fe, ¿dónde radica mi completa conciencia de cuál es la imagen divina a la que fui creada?»
Con fe en Dios, en Sus profetas, en Su Iglesia, en nosotras mismas y en nuestra creación divina, ruego que hallemos la paz, desprendiéndonos de nuestros cuidados y preocupaciones por tantas cosas. Ruego que creamos, sin dudar, en la luz que resplandece incluso en los lugares oscuros.
























