La fuente de vida

La fuente de vida

President Boyd K. Packer

Élder Boyd K. Packer
Del Quórum de los Doce Apóstoles
Del libro Things of the Soul


El saber que somos hijos de Dios es tener conocimiento de una verdad que refine e incluso exalta.


Comencemos desde un principio: «…los Dioses descendieron para organizar al hombre a su propia imagen, para formarlo a imagen de los Dioses, para formarlos varón y hembra. Y dijeron los Dioses: Los bendeciremos. Y los Dioses dijeron: Haremos que fructifiquen y se multipliquen, y llenen la tierra y la sojuzguen» (Abraham 4:27-28).

De modo tal que el ciclo de la vida humana se inició en la tierra cuando «…Adán conoció a su esposa, y de ella le nacieron hijos e hijas, y empezaron a multiplicarse y a henchir la tierra. Y… los hijos e hijas de Adán empezaron a separarse de dos en dos en la tierra, y a cultivarla y a cuidar rebaños; y también ellos engendraron hijos e hijas» (Moisés 5:2-3).

El mandamiento no ha dejado de tener vigencia

El mandamiento de multiplicarse y henchir la tierra nunca ha dejado de tener vigencia, puesto que es esencial como parte del plan de redención y es la fuente de la felicidad humana. Más que por cualquier otro medio, el ejercitar ese poder con justicia nos permite acercarnos a nuestro Padre en los cielos y experimentar una plenitud de gozo, ¡incluso nos permite llegar a ser dioses! El poder de procrear no es una parte innecesaria del plan de felicidad; de hecho, es la clave misma del plan.

A medida que el varón y la mujer se desarrollan y maduran, el poder generador de vida surge dentro del cuerpo, facultando al hombre para convertirse en padre y a la mujer, en madre.

Una constante de los seres humanos

El deseo de reproducirse es constante y sumamente fuerte en los seres humanos. Nuestra felicidad en la vida terrenal, nuestro gozo y nuestra exaltación, dependen de cómo reaccionemos ante esos deseos físicos que nos impulsan con persistencia.

A medida que el poder de procrear madura durante las primeras etapas del período en que se desarrollan el hombre y la mujer como tales, de manera natural brotan sentimientos muy personales que no se asemejan a ninguna otra experiencia física. Es relevante que el proceso mediante el cual se concibe vaya acompañado de sentimientos de tal magnitud y atracción que impulsan al individuo a procurar experimentarlos en repetidas ocasiones.

Lo ideal es que el proceso de reproducción tenga sus raíces en el romance. A pesar de que las costumbres no son iguales en todos lados, el romance florece con sentimientos propios de los cuentos clásicos, esos que se caracterizan por el entusiasmo, el anhelo y, a veces, el rechazo.

Llegan los paseos a la luz de la luna, las rosas, las cartas y canciones de amor, la poesía, el tomarse de la mano y otras expresiones dignas de afecto entre un jovencito y una jovencita. Para la pareja, el mundo deja de existir. Experimenta gozo al punto de que toda pareja enamorada está convencida de que no ha habido pareja desde Adán y Eva que sienta lo que ellos dos sienten.

También hay otras expresiones de romance que parecen ser muy discretas y calladas al punto de aparentar no tener gracia. No obstante, tales expresiones encierran un afecto tan profundo y un amor tan romántico que sólo al madurar lo experimentarán los que están locos de amor o andan en las nubes.

El amor maduro

Y si ustedes suponen que el entusiasmo del amor romántico entre jóvenes es la expresión máxima de las posibilidades que emanan de las fuentes de vida, no han vivido lo suficiente como para experimentar la devoción y confortabilidad del amor duradero entre casados. Las parejas casadas son probadas por la tentación, los malentendidos, la separación, los problemas financieros, las crisis familiares, las enfermedades, y al cursar esas pruebas su amor se fortalece; el amor maduro goza de una felicidad que los recién casados ni siquiera logran imaginar.

El amor verdadero requiere respeto mutuo y también que la pareja espere hasta el matrimonio para compartir el afecto que libera los poderes sagrados de la fuente de la vida. Tal amor conlleva evitar encontrarse en situaciones que antes del matrimonio puedan causar que el deseo físico pase a dominarlos. El cortejo es un período para medir la integridad, la fortaleza moral y la dignidad. Así que si alguien dice:

«Si me amas, me lo permitirás», esa persona evidencia una falta importante de carácter, haciéndose merecedora de la siguiente respuesta: «Si realmente me amaras, jamás me pedirías caer en transgresión. Si entendieras el Evangelio, ¡no podrías hacerlo!».

El amor verdadero supone que sólo tras haber prometido fidelidad eterna y haber efectuado una ceremonia legal e, idealmente, haber recibido la ordenanza selladora en el templo, sólo entonces se deben liberar los poderes de procreación para expresar plenamente el amor. Éstos se deben compartir sola y únicamente con la pareja con quien se está casado.

El ser partícipe del proceso de reproducción representa una experiencia sin par en la vida. Cuando se llega a dicho proceso dignamente, combina los sentimientos físicos, emocionales y espirituales más altos y exquisitos que se asocian con la palabra amor. Tales sentimientos y la necesidad de toda la vida que se tienen el marido y la mujer sirven para unir a la pareja en un matrimonio en el que todos los atributos de la masculinidad adulta se ven complementados por las virtudes inestimables de la mujer.

Ese componente de la vida no tiene par ni comparación en toda la experiencia humana. Si se hacen y cumplen los convenios, durará por la eternidad: «porque en ella se confieren las llaves del santo sacerdocio, a fin de que recibáis honra y gloria» (D. y C. 124:34), «…y esta gloria será una plenitud y continuación de las simientes por siempre jamás» (D. y C. 132:19).

Sin embargo, el amor romántico no es el todo sino que es un preludio, ya que el amor se nutre con la llegada de los hijos, quienes provienen de esa fuente de vida y se confían a las parejas en matrimonio. La concepción ocurre en la unión matrimonial entre marido y mujer, causando que un diminuto cuerpecito comience a formarse tras un proceso de magnífica complejidad. Mediante el milagro del nacimiento, sale a la luz un niño creado a la imagen de sus padres terrenales, con la capacidad de ver y oír y percibir por medio de los sentidos físicos. Dentro de su cuerpo terrenal, el niño tiene un espíritu capaz de sentir y percibir lo espiritual. El poder de engendrar hijos e hijas a su propia imagen yace latente en el cuerpo mortal del niño.

«…el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre» (D. y C. 88:15); por tanto, para lograr la felicidad se deben obedecer leyes espirituales y leyes físicas.

Las leyes morales y las naturales

Existen leyes eternas, entre las que se incluyen las leyes referentes a este poder de dar vida, «irrevocablemente [decretadas] en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre [las cuales] todas las bendiciones se basan» (D. y C. 130:20). Existen leyes espirituales que definen las normas morales para la humanidad (véase TJS Romanos 7:14-15; 2 Nefi 2:5; D. y C. 29:34; D. y C. 134:6). Existen convenios que atan, sellan, protegen y prometen bendiciones eternas, así como también existen leyes físicas o naturales que rigen la atracción que impulsa a reproducirse, el amor a los hijos e hijas y el instinto que lleva a protegerlos.

No matarás

Cada vez que se cumple con los requisitos físicos, ocurre la concepción, ya sea dentro o fuera del matrimonio. Una vez concebida, destruir la vida que se forma como resultado, así sea antes del nacimiento, es una transgresión grave, a menos que la concepción haya ocurrido como resultado de una violación, que la vida de la madre peligre o que se certifique que el niño por nacer no logrará sobrevivir. No sabemos en qué momento el espíritu entra al cuerpo, pero lo que sí sabemos es que la vida, en cualquier forma, es preciada, y que si bien se nos ha dado el poder y el mandamiento de generar vida, no tenemos el derecho de destruirla «porque el Señor… lo ha prohibido en todas las cosas, desde el principio del hombre» (Éter 8:19). El mandamiento que se dio en el Sinaí ha sido nuevamente expresado en esta dispensación: «No matarás» (Éxodo 20:13; véase también 2 Nefi 9:35), «…ni harás ninguna cosa semejante» (D. y C. 59:6).

Se debe controlar

Las leyes eternas del Evangelio de Jesucristo no prohíben que respondamos a los instintos naturales que Dios nos ha dado para reproducirnos. Alma aconsejó a su hijo Shiblón con estas palabras: «…procura también refrenar todas tus pasiones para que estés lleno de amor» (Alma 38:12). El freno sirve para guiar y dirigir. Nuestra pasión se debe controlar, pero no mediante el exterminio, como si se tratara de una plaga de insectos, ni mediante la erradicación, como si se tratara de una enfermedad. Se debe controlar del mismo modo que se controla la electricidad con el fin de generar energía y vida. Cuando se usa de manera legítima, el poder de procrear bendice y santifica (véase Joseph F. Smith, Doctrina del Evangelio, págs. 302-303).

El Evangelio nos indica cuándo y con quién se pueden compartir sin peligro estos poderes sagrados. Al igual que con todo, las Escrituras no detallan en una página tras otra cada posible aplicación de la ley de la vida, sino que esbozan términos generales, para que nos quede a nosotros la libertad de aplicar los principios del Evangelio según la infinita variedad de situaciones en la vida.

Tenemos la libertad de ignorar los consejos y los mandamientos que aparecen en las Escrituras, pero cuando las revelaciones se expresan de manera terminante —como cuando dicen «no harás tal cosa»— nos conviene prestar atención.

Al obedecer, podemos gozar de estos poderes dadores de vida dentro del convenio del matrimonio, y como resultado, surgirán de nuestras fuentes de vida nuestros hijos, ¡nuestra familia! El amor que existe entre marido y mujer puede ser constante y darles realización y alegría por todos sus días de vida.

Somos hijos de Dios

No se ha revelado ideal más sublime que la verdad divina de que somos hijos de Dios, y que somos diferentes, por virtud de nuestra creación, de todas las demás criaturas vivientes (véase Moisés 6:8-10, 22, 59). Las Escrituras enseñan que «No toda carne es la misma carne, sino que una carne es la de los hombres, otra la de las bestias.» (1 Corintios 15:39).

Los hombres y las mujeres comparten una responsabilidad única al engendrar vida. Las Escrituras nos dicen que «…los hombres son suficientemente instruidos para discernir el bien del mal; y la ley es dada a los hombres» (2 Nefi 2:5). Como seres inteligentes que somos, se nos tiene por responsables de nuestras acciones, incluso de nuestros pensamientos (véase Alma 12:14).

Los animales pertenecientes al reino animal se acercan por temporadas al ser compelidos por el instinto reproductor. Una vez que la hembra queda preñada, la pareja se separa, por lo general dejando a la madre sola en lo que atañe a proteger y nutrir a su progenie. Tal es la manera de proceder de los animales, pero no de los humanos. La vida familiar entre los animales es muy inusual, y en la mayoría de los casos es de carácter temporal. Con muy pocas excepciones, como ocurre entre las aves, el vínculo entre los progenitores animales es pasajero; entre los progenitores y su progenie, casi inexistente.

A los animales no se los puede a tener las mismas normas por las que se juzgará a los seres humanos puesto que aquéllos se rigen por las leyes físicas de la naturaleza. Por lo general son promiscuos cuando responden a sus instintos de reproducción, aunque sus ritos de apareamiento están establecidos y tiene límites precisos. Por ejemplo, los animales no se aparean con su propio sexo para satisfacer sus instintos de acoplamiento. Ni tampoco expresan esos instintos violando a su propia progenie.

Los hijos de Dios se pueden entregar intencionalmente a su naturaleza carnal y, aparentemente sin remordimiento alguno, desafiar las leyes de la moralidad y degradarse a sí mismos a un nivel más bajo que los animales.

El tentador

Las tentaciones son omnipresentes en la vida terrenal. El adversario tiene celos de todos los que tienen el poder de procrear. Él no puede engendrar vida: es impotente. Él, así como todos aquellos que lo siguieron, fueron expulsados y perdieron el derecho de tener un cuerpo mortal, por lo que él, si se le permite, se apoderará del cuerpo de ustedes y regirá el uso que le dan. Sus ángeles incluso imploraron poder habitar los cuerpos de los cerdos (véase Mateo 8:31). Él conoce el excelso valor de nuestro poder de procreación y desea gobernar celosamente a los que lo poseen. Y, según la revelación, lo que él quiere «es que todos los hombres sean miserables como él» (2 Nefi 2:27). Si puede, él los tentará a ustedes para que degraden, corrompan y, si es posible, destruyan el don por el cual podemos, si somos dignos, tener progenie (véase D. y C. 132:28-31).

La obsesión

La rápida y extensa deterioración de los valores morales se caracteriza por una preocupación —incluso una obsesión— con el acto procreativo. La abstinencia antes del matrimonio y la fidelidad dentro de él se ridiculizan abiertamente; el matrimonio y la paternidad se ridiculizan como algo opresivo e innecesario. El recato, una virtud de personas o sociedades refinadas, prácticamente ha dejado de existir.

En lo que se refiere a las figuras que los jóvenes tienen para emular —políticos, atletas, artistas— la moralidad ha dejado de ser una medida de carácter. Cada vez con menos excepciones, lo que vemos, leemos y oímos tiene como tema principal el acto sexual. Cualquier tipo de censura es tildada de ser una violación a la libertad del individuo. Lo que debería ser absolutamente privado se expone y se representa abiertamente, mientras que, cada vez con mayor frecuencia, en las sombras hay drogas, pornografía, perversión, infidelidad, aborto y el pecado más horripilante de todos: el incesto y el abuso sexual. A todo esto se suma ahora una peste que, al igual que una plaga bíblica, amenaza a las razas humanas, e incluso, a toda la humanidad.

Todas estas filosofías convergen ahora con un elemento en común: ya sea implícita o explícitamente, todas rechazan a Dios como nuestro creador, Padre y regidor.

La idea malvada

El saber que somos hijos de Dios es tener conocimiento de una verdad que refine e incluso exalta. Por su parte, ninguna idea ha destruido más la felicidad, ninguna filosofía ha ocasionado más dolor, más aflicción y más daño; ninguna idea ha hecho más por destruir la familia que la idea que no somos progenie de Dios, sólo animales avanzados.

De esa idea sale la percepción bastante clara de que estamos compelidos a ceder a todo deseo carnal, estando sujetos sólo a la ley física y no a la moral.

La teoría de que el hombre viene del animal ha sido diseminada lo suficiente como para que se la considere correcta debido a su aceptación general. Por causa de que parece ofrecer explicaciones lógicas a algunas cosas, se enseña mucho y se suele aceptar como la respuesta al misterio de la vida.

Sé que hay dos versiones sobre el tema, pero no es lo mismo examinar la teoría ajustándose a normas puramente intelectuales o académicas que examinarla ajustándose a normas morales, espirituales o doctrinales.

Cuando se meta en la cabeza de los niños que el hombre es progenie de los animales, tal enseñanza debería ir acompañada de instrucciones claras de dejar la idea de lado en el jardín de la mente hasta que la fe eche raíces. De otro modo, las semillas de la duda pueden germinar y asfixiar la fe incipiente, dando como resultado una cosecha de fruto amargo, y la persona que haya enseñado la teoría acabará habiendo prestado servicio al maestro errado.

La libertad de elección

Lehi enseñó que los hombres son libres y que deben ser libres «para actuar por sí mismos, y no para que se actúe sobre ellos, a menos que sea por el castigo de la ley en el grande y último día» (2 Nefi 2:26).

La sociedad actual se desliga de cualquier responsabilidad por la alta incidencia de inmoralidad sexual evidente entre los jóvenes, excepto la de enseñar a los niños el proceso físico de la reproducción humana con el fin de prevenir embarazos y enfermedades o la de dar anticonceptivos a los adolescentes, los cuales supuestamente han de protegerlos de ambas cosas. Cuando se hace esfuerzo alguno por incluir en las asignaturas valores universales — no únicamente valores de la Iglesia, sino de la civilización y la sociedad misma— se escucha la protesta: «Nos imponen la religión, lo cual es una violación de nuestra libertad».

Es interesante cómo una virtud, cuando se le da un énfasis exagerado o fanático, puede usarse para derribar otra virtud. ¡Cuánta sagacidad hay en el engaño que apela a la libertad como virtud para justificar el vicio!

Los partidarios de desmoronar toda barrera presumen no tener responsabilidad al decir: «No tengo intención de hacer nada de lo que ellos hacen, pero soy del parecer que todos deben tener la libertad de elegir lo que quieren hacer sin que se les coloquen trabas morales o legales». Con ese mismo razonamiento, uno podría insistir que todas las señales o barreras de tránsito, que protegen la vida del descuidado, deberían abolirse siguiendo la teoría de que cada cual tiene el derecho moral de escoger cuánto acercarse al precipicio.

Hay leyes superiores

Cualquiera que haya recibido la enseñanza del plan de salvación comprende que apoyar la liberación de todas las restricciones es predicar algo que va contra la voluntad de Dios. La frase «libre albedrío» no aparece en las Escrituras. El único albedrío del que se habla es el albedrío moral, «.que yo he dado», dijo el Señor, «para que todo hombre responda por sus propios pecados en el día del juicio» (D. y C. 101:78).

Civilizaciones pasadas, como por ejemplo Sodoma y Gomorra, se han destruido a sí mismas mediante la desobediencia a las leyes de la moralidad. «Porque el Espíritu del Señor no siempre luchará con el hombre. Y cuando el Espíritu cesa de luchar con el hombre, entonces viene una presta destrucción» (2 Nefi 26:11; véase también Génesis 6:3; Éter 2:15; D. y C. 1:33; Moisés 8:17).

Si contaminamos nuestras fuentes de vida, o llevamos a otras personas a transgredir de esa forma, habrá castigos más «dolorosos» y «difíciles de aguantar» (véase D. y C. 19:15) de lo que pudieran valer todos los placeres físicos. Alma dijo lo siguiente a su hijo Coriantón: «¿No sabes tú, hijo mío, que estas cosas son una abominación a los ojos del Señor; sí, más abominables que todos los pecados, salvo el derramar sangre inocente o el negar al Espíritu Santo?» (Alma 39:5). No escapamos las consecuencias de transgredir.

El único uso legítimo del poder de procrear se lleva a cabo entre marido y mujer que están legal y lícitamente casados. Cualquier otra cosa constituye una violación de los mandamientos de Dios mismo. En las palabras de Alma: «Os digo que si habláis en contra de ello, nada importa; porque la palabra de Dios debe cumplirse» (Alma 5:58).

Ustedes que están casados seguramente sienten el gozo de ser padres y la responsabilidad que da la vida familiar. Siempre tengan presente, y como parte central de sus vidas, el criar a sus hijos en verdad y luz, brindando a esas preciadas almas lo mejor de lo que ustedes aprenden de la vida. Y acepten esta exhortación. La pareja casada puede ser tentada para que introduzca a la relación cosas que no son dignas. A decir de las Escrituras, no cambien «el uso natural por el que es contra naturaleza» (Romanos 1:26). Si lo hacen, el tentador los dividirá como pareja. Si algo indigno ya se ha convertido en parte de la relación, tengan la sensatez de no volver a hacerlo nunca más.

Las excepciones

Al hablar del matrimonio y la vida familiar, inevitablemente se piensa: «¿Y qué de las excepciones? ¡Siempre las hay!». Algunos nacen con limitaciones que les impiden engendrar hijos, otros son inocentes de que su matrimonio se desmorone por causa de la infidelidad de sus cónyuges, otros no se casan y llevan vidas de soltera dignidad, mientras que a la vez, los descarriados y los inicuos parecen gozar de todo.

De momento, les ofrezco el siguiente consuelo: ¡Dios es nuestro Padre! Todo el amor y la generosidad que pudiera manifestar el padre terrenal ideal se multiplican, más allá de nuestra comprensión humana, en la persona de nuestro Padre y Dios. Sus juicios son justos, Su misericordia sin límites, Su poder de compensación excede toda comparación terrenal.

Recuerden que la vida terrenal es un momento breve, porque viviremos eternamente. Allá tendremos —casi uso la palabra tiempo, pero el tiempo no se aplica allá— amplias oportunidades para remendar todas las injusticias y desigualdades, para compensar todas las soledades y privaciones, para galardonar toda la dignidad de guardar la fe. «Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Corintios 15:19). Al llegar la muerte terrenal, no acaba todo, sino que apenas comienza.

El arrepentimiento

Ya les he advertido que el adversario se valdrá de sus extraordinarios poderes para incitar a todo el género humano a usar pecaminosamente los sacros poderes de la procreación. No cedan, porque toda deuda de transgresión se ha de pagar «hasta que pagues el último cuadrante» (Mateo 5:26). La ley de la justicia así lo exige, y serán «tus padecimientos dolorosos; cuán dolorosos no lo sabes; cuán intensos no lo sabes; sí, cuán difíciles de aguantar no lo sabes» (D. y C. 19:15).

En la batalla universal que tiene como premio las almas humanas, el adversario se lleva a un gran número de prisioneros. Muchos no saben cómo escapar y no ven más opción que la de estar en su servicio. Toda alma aprisionada en un campo de pecado y culpabilidad tiene una llave de la puerta. Dicha llave tiene un rótulo: Arrepentimiento. El adversario no puede detenerlos si ellos saben cómo usarla. Juntos, los principios del arrepentimiento y del perdón exceden en fortaleza al asombroso poder del tentador.

Dada la condición del mundo, es comprensible el que ustedes ya hayan cometido algún error. Ante la ley no se puede justificar, aunque ciertamente se entiende, así que lo que deben hacer es dejar de lado la conducta inmoral. ¡Deben dejarla de lado en este instante!

De ninguna forma se manifiesta mejor la generosidad y la bondad de Dios que mediante el arrepentimiento. ¿Logran comprender el supremo poder purificador de la Expiación efectuada por el Hijo de Dios, nuestro Salvador, nuestro Redentor, el que dijo: «…yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten» (D. y C. 19:16)? No sé de ningún pecado relacionado con las normas morales por el que no podamos ser perdonados, suponiendo, claro está, un total y completo arrepentimiento. No hago excepción del aborto.

La fórmula se expresa en menos de cuarenta palabras: «He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más. Por esto sabréis si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará» (D. y C. 58:42-43). No conozco en todas las revelaciones palabras más hermosas que éstas: «…es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más».

La confesión al obispo

La fórmula del arrepentimiento requiere que hagamos confesión, primero al Señor en oración. En los casos en que nuestros errores no sean graves y que sean de carácter personal, puede que sólo se requiera eso a modo de confesión.

Si nuestro pecado incluye el perjudicar a otra persona, ya sea hombre o mujer, en el uso de sus poderes de procreación, es necesario que se haga más que confesar en oración. El Señor ha designado al obispo, de entre los poseedores de Su sacerdocio, como juez común. Si han transgredido de manera seria —y será la conciencia la que dirá si lo han hecho o no—, busquen al obispo.

El obispo representa al Señor a la hora de extender perdón por parte de la Iglesia, y a veces debe recetar medicamentos amargos. Alma dijo a Coriantón: «Mas el arrepentimiento no podía llegar a los hombres a menos que se fijara un castigo» (Alma 42:16). No desearía yo vivir en un mundo sin arrepentimiento, y si la condición que lo hace posible es el castigo, con gusto la aceptaré. En ciertos lugares existe la noción que basta con decir una oración telegráfica y como resultado se recibirá el perdón total, con lo cual se puede de inmediato salir a la misión o casarse en el templo. Eso no es verdad. Se deben efectuar pagos. Si el obispo solamente procura consolar y, con errada bondad, intenta eliminar el doloroso proceso de curación que acompaña al arrepentimiento, él no está prestando el servicio debido.

El perdón del Señor se logra mediante mucho esfuerzo personal. Requiere valor enfrentar la realidad del pecado, aceptar el castigo requerido y dejar que pase el tiempo suficiente para que el proceso surta efecto, mas cuando hagan ustedes todo eso, serán nuevamente inocentes. El Señor ha declarado: «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados» (Isaías 43:25).

Nunca más se acordará de nuestros pecados

«Este es el pacto que haré con ellos. Pondré mis leyes en sus corazones, Y en sus mentes las escribiré. Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones» (Hebreos 10:16-17).

Alma, que en su juventud exhibió un espíritu rebelde, habló por experiencia propia cuando comentó acerca del gran alivio que el arrepentimiento causa: «Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte! Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados. Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor» (Alma 36:18-20).

En ocasiones la parte más difícil del arrepentimiento, incluso después de haberse confesado y de haber recibido los castigos, es perdonarse a uno mismo.

El presidente Joseph Fielding Smith relató la historia de una mujer que se había arrepentido de una conducta inmoral y se esmeraba por seguir el camino acertado. Ella le preguntó al Presidente qué debía hacer ahora, a lo que él le indicó que le leyera el pasaje en el Antiguo Testamento sobre Sodoma y Gomorra, y sobre Lot y su esposa, la que se volvió estatua de sal (véase Génesis 19:26). Luego le preguntó qué lección encerraban esos versículos para ella. Ella respondió:

«El Señor destruirá a los inicuos».

«No», dijo el presidente Smith a la mujer arrepentida. «La lección para usted es no mirar atrás».

El templo

Uso la palabra templo con reverencia, y al hacerlo recuerdo las palabras: «.quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es» (Éxodo 3:5). Me imagino un salón de sellamientos con una pareja arrodillada ante el altar, o tal vez con una pareja ya mayor que hace un año se unió a la Iglesia. Esa ordenanza sagrada del templo es más, muchísimo más, que una boda, puesto que el matrimonio así efectuado es sellado por el Santo Espíritu de la promesa, y las Escrituras prometen a los contrayentes que si se guardan dignos, heredarán «tronos, reinos, principados, potestades y dominios» (D. y C. 132:19).

Recuerdo las palabras de la ordenanza selladora, las cuales no se pueden escribir acá, y en pequeña medida comprendo la naturaleza sagrada de la fuente de vida que llevamos dentro. Asimismo veo el gozo que está a la espera de quienes aceptan este don divino y lo usan dignamente.

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