Viviendo según el Evangelio

Capítulo 11
LA OBSERVANCIA
DE LOS MANDAMIENTOS DE DIOS


“Digo a todos los santos de los últimos días: Guardadlos mandamientos de Dios. Ese es el tema principal de mi discurso; solamente estas cinco palabras: Guardadlos mandamientos de Dios”. Así se expresó el presidente Heber J. Grant en la Conferencia General de la Iglesia de octubre de 1920.

A través de todas las edades los profetas han proclamado la voluntad de Dios a sus hijos, exhortándolos a guardar los mandamientos que él les ha dado. Nunca ha sido tarea fácil para los directores religiosos convencer a los hijos de Dios de que la observancia de los mandamientos contribuiría a su felicidad, y esto a pesar de los varios casos, citados por la historia sagrada y profana, en que por no guardarse los mandamientos del Señor sobrevenía la desdicha y el desastre. En general, el hombre siempre ha seguido y continúa siguiendo obstinadamente su propio camino, el cual a menudo se opone a cualquier clase de ley o regla y no sin frecuencia impugna directamente aun la ley divina. Parece que la humanidad posee una aversión innata a tener que “guardar mandamientos” y “obedecer leyes”, o que se le impongan ciertos “deberes” y “obligaciones”. Probablemente es por causa de esta aversión que el hombre trata de manifestar su independencia oponiéndose a todos los mandamientos, incluso aquellos que le han sido dados por Dios.

¿Cuáles son estos “mandamientos” de Dios al hombre, estas “leyes” que el hombre debe guardar, estos “deberes” y “obligaciones” que el hombre tiene con respecto a su Padre Celestial, de acuerdo con los profetas de las épocas pasadas y presentes? ¿Cuál es la naturaleza de esta “obediencia” que se espera que el hombre preste a su Hacedor? ¿Son los mandamientos de Dios imposiciones arbitrarias de un Dios caprichoso, que deben ser obedecidas sólo para cumplir con su obstinado placer? Nadie puede dejar de ver que esta sugerencia es ridícula. Todas las personas de experiencia han aprendido desde hace mucho, que todos los mandamientos y leyes dados por Dios al hombre, toda obediencia requerida, todos los deberes y obligaciones impuestos, son dados sin excepción para un propósito notable: la fomentación de la felicidad y bienestar del hombre. Naturalmente, es cierto que cuando los hijos de Dios aumentan su propia felicidad por guardar sus mandamientos, también aumenta el gozo y la felicidad del Señor; pero ésta no es la razón por la cual fueron dados los mandamientos en primer lugar. La razón principal por la cual se ha formulado y declarado cualquier mandamiento divino que se debe guardar, o cualquier ley divina que debe ser obedecida, ha sido siempre porque Dios desea ayudar a sus hijos a lograr la felicidad mayor. Y así es en la actualidad.

¿Cómo puede el hombre lograr su salvación? O en otras palabras, ¿cómo puede un hijo de Dios obtener la felicidad máxima y duradera? La respuesta, reducida a su fórmula más sencilla es la siguiente: Haciendo dos cosas: primero, adquirir un conocimiento del evangelio de Jesucristo, y segundo, prestar obediencia a las leyes de Dios. Porque el evangelio es el poder de Dios para la salvación, y no hay otro nombre debajo del cielo, más que el de Jesucristo, por el cual la humanidad puede salvarse. En otras palabras, la salvación viene al hombre cuando se aparta del pecado y aprende a hacer el bien. Este curso inevitablemente le trae al hombre esa felicidad por la que siempre ha estado trabajando consciente o inconscientemente. De hecho, son términos sinónimos la felicidad del hombre y la salvación del hombre, que es el propósito de la vida.

El hombre fue colocado en la tierra para este mismo objeto de darle la oportunidad de adquirir gozo y felicidad. El profeta Lehi del Libro de Mormón debe haber comprendido en esa forma el propósito de la vida, porque dijo: “Existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25). El profeta por medio del cual fue restaurado el evangelio en estos últimos días debe haber sido de la misma opinión, porque dijo lo siguiente: “La felicidad es el objeto y propósito de nuestra existencia; y también será el fin de ella, si seguimos el camino que nos conduce a la felicidad y este camino es virtud, justicia, fidelidad, santidad y obediencia a todos los mandamientos de Dios” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 312).

Todos los padres terrenales que comprenden plenamente sus deberes como padres, aconsejan a sus hijos con regularidad y diligencia qué es lo que deben o no deben hacer; en una palabra, la clase de vida que deben seguir. Todos los hijos que comprenden debidamente el significado de la relación que existe entre sus padres y ellos mismos, siguen regularmente estos consejos. Por regla general los hijos comprenden que sus padres no los “gobiernan” simplemente para ejercer una autoridad arbitraria. También se dan cuenta de que los padres no les exigen la obediencia y el cumplimiento de ciertas reglas que tienen que ver con la conducta de los hijos, sólo por capricho o para su propio placer y satisfacción mental.

Los padres ayudan a formar las normas de conducta de sus hijos porque su preocupación principal es la felicidad de ellos. Los hijos buenos aprecian y aceptan gustosamente cualquier consejo o dirección que reciben de sus padres; les parece prudente seguir los consejos de los que tienen más experiencia que ellos y tienen un interés vital en su felicidad.

¿Por qué ha de ser más difícil que los hijos de Dios desarrollen una actitud sensata similar con respecto a la ayuda y dirección que reciben de su Padre Celestial? ¡Oh, si pudiéramos ser igualmente sensatos en la observancia de las leyes y mandamientos que nos ha dado nuestro Padre Celestial! Quizá lo haríamos si considerásemos en su aspecto verdadero las direcciones que recibimos; es decir, como buenos consejos cuyo objeto es impulsar nuestro bienestar y felicidad, consejos que vienen de un padre amoroso y considerado, en lugar de considerarlas como mandamientos, deberes, obligaciones o leyes.

Nunca somos obligados en forma alguna a guardar los mandamientos de Dios. Cuando los guardamos es porque en alguna forma hemos aprendido que el obedecer las leyes de Dios es una oportunidad que debemos buscar y no una obligación que debemos esquivar cuando sea posible. Con cuanto agradecimiento cantó David: “. . .Por eso he amado tus mandamientos más que el oro, y más que oro muy puro. . . tus mandamientos fueron mis deleites” (Salmo 119:127, 143). S. Juan también se regocijó por la oportunidad de guardarlos mandamientos y explicó: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Porque éste es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son penosos” (1 Juan 5: 2, 3).

Brigham Young, excepcionalmente dorado para explicar la naturaleza del evangelio, enseñó que aquellos que aman la ley del Señor y cumplen sus mandamientos reciben gran paz. “Si deseáis recibir y gozar del favor de nuestro Padre Celestial -dijo- haced su voluntad”. Advirtió a la gente de la Iglesia que no podrían ser realmente santos hasta que observasen todo consejo que les era dado e hiciesen con todo su poder las cosas que eran requeridas de ellos.

Ningún profeta ha comprendido mejor lo que se beneficiaría el pueblo por guardar los mandamientos de Dios, ni recomendado más fervientemente su cumplimiento, que el presidente Heber J. Grant. He aquí algunas de sus palabras sobre este asunto: “Sabiendo que es lo mejor para vosotros, y para mí y para todo individuo, el Señor nos ha dado leyes que, si las obedecemos, nos harán más semejantes a Dios, nos acondicionarán y calificarán y prepararán para volver a morar en la presencia de nuestro Padre Celestial y recibir el encomio: ‘Bien, buen siervo y fiel’. Es eso por lo que estamos trabajando.

“Estamos en una escuela acondicionándonos, calificándonos y preparándonos para poder ser merecedores y capaces de volver y morar en la presencia de nuestro Padre Celestial, y el hombre que afirma que sabe que el evangelio es verdadero y luego no cumple con él, no está guardando los mandamientos de Dios. Tal hombre nunca logrará esa fortaleza, ese poder, esa eminencia y esa capacidad en la Iglesia y Reino de Dios que obtendría si obedeciera las leyes de Dios. . .

“Mucha gente de la Iglesia cree que la presidencia de la Iglesia o la presidencia de los distritos o de la rama están obligados para con ella si obedece la Palabra de Sabiduría o si obedece la ley que nos fue dada con respecto a los diezmos. Les parece que han hecho algo que obliga a los directores locales de la Iglesia o a las Autoridades Generales para con ellos. Toda ley que nos ha sido dada en la Iglesia es para nuestro propio beneficio individual.

“Nuestros hijos sienten a menudo que estamos obligados para con ellos si aprenden sus lecciones en la escuela; creen que han hecho algo que coloca a sus padres bajo una obligación, mientras que, en realidad, si han aprendido sus lecciones han hecho algo que los beneficiará individualmente en esta vida y en la eternidad. . .

“Como siervo del Dios viviente os prometo que todo hombre y mujer que obedezca los mandamientos prosperará, que toda promesa hecha por Dios será cumplida sobre su cabeza, y que crecerán y aumentarán en sabiduría, luz, conocimiento, inteligencia y, sobre todo, en el testimonio del Señor Jesucristo. Dios ayude a todos y a cada uno de los que tengamos un conocimiento del evangelio a cumplir con él, para que nuestras vidas puedan predicar su verdad” (Improvement Era, tomo 42, págs. 713,585).

Mucho antes el presidente Grant razonó con los santos en la siguiente forma: “¿De qué valen nuestra fe, arrepentimiento, nuestro bautismo y todas las ordenanzas sagradas del evangelio por medio de las cuales hemos quedado listos para recibir las bendiciones del Señor si por nuestra parte fallamos en guardar los mandamientos? Todo lo que esperamos o todo lo que se nos ha prometido depende de nuestras propias acciones, y si no hacemos la obra que Dios requiere de nosotros, no somos mejores que aquellos que no han recibido los principios y ordenanzas del evangelio. Solo hemos comenzado, y cuando no vamos más adelante, no estamos siguiendo nuestra fe con nuestras obras, y estamos bajo condenación; no se logra nuestra salvación (Improvement Era, tomo 24, pág. 259).

Nuestra determinación de guardar los mandamientos de Dios se fortalecerá más si consideramos seriamente las palabras que expresó el presidente Grant durante las reuniones de las Conferencias Generales de los años 1899 y 1900: “Cuando miro a mi alrededor y veo las faltas que he cometido y las que cometen mis hermanos de cuando en cuando, al darme cuenta de tantos, maravillosamente bendecidos por el Señor, que han caído por el camino, me lleno de humildad. Me hace llenarme del espíritu de mansedumbre y con un de seo ardiente de tratar siempre de conocer los designios y voluntad de Dios y de guardar sus mandamientos en lugar de seguir mis propios deseos”.

“Con la ayuda de nuestro Padre Celestial no hay obligación, ni ley en la Iglesia que no podamos cumplir. El Señor nos dará la fortaleza y habilidad para cumplir con todo deber y tarea que esté a nuestro cargo en una forma aceptable ante su vista. La única cosa es: ¿estamos nosotros dispuestos?

En las reuniones de la Conferencia General de octubre de 1911, el presidente George Albert Smith, entonces miembro del Consejo de los Doce, expresó su gratitud por el hecho de que el Señor hubiera hablado y nos hubiera dado mandamientos. Estas fueron sus palabras: “Para mí no es difícil cumplir con los requisitos que mi Padre Celestial estableció y me doy cuenta de que sus enseñanzas vienen a mí por medio de los que él ha elegido. Cuando era niño reconocía, o me parecía reconocer, que los mandamientos del Señor eran sus leyes y reglas para guiarme. Creía entender que el castigo vendría por desobedecer estas leyes, y presumo que, como niño, debo haber pensado que el Señor había ordenado los asuntos y arreglado todo en esta vida en forma tal que yo debía obedecer ciertas leyes o vendría sobre mí una retribución inmediata.

“Pero al crecer aprendí la lección desde otro punto de vista, y ahora para mí las leyes del Señor, los consejos contenidos en las Santas Escrituras, las revelaciones del Señor para nosotros en este día y época del mundo, son sólo la dulce música de la voz de nuestro Padre Celestial, que en su misericordia nos dirige. No son sino advertencias y consejos de un padre amoroso que se preocupa más por nuestro bienestar de lo que pueden hacerlo nuestros padres terrenales. En consecuencia, aquello que una vez parecía llevar el duro nombre de la ley ahora es para mí el consejo amoroso y tierno de un Padre Celestial cariñosa Y así digo que para mí no es difícil creer que es mejor guardar los mandamientos de Dios”.

Notemos la confianza implícita de que nos irá bien si guardamos los mandamientos de Dios, en el siguiente pasaje de la oración dedicatoria que ofreció el presidente Smith en la inauguración del monumento “Este es el Lugar”, el 24 de julio de 1947: “Oh Padre, en medio de la confusión y la incertidumbre que reina en todas partes, bendícenos a nosotros en este país para que nos arrepintamos de nuestras vanidades, nuestra ligereza y nuestras malas acciones, dándonos cuenta, tal como deberíamos, que todas las bendiciones que son valiosas sólo pueden venir como resultado de honrarte y guardar tus mandamientos. El sendero de la rectitud es el sendero de la paz y la felicidad. Ayúdanos, oh Señor, a caminar por esa senda.

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