Capítulo 21
LA LEY SUPREMA DE CRISTO
Amarás a tu prójimo.
“Si alguno dice, Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano al cual ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?
“Y nosotros tenemos este mandamiento de él: Que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4:20-21),
¿Cómo podemos mostrar nuestro amor hacia Dios sin mostrar amor por los hombres? Tal vez algunas personas, movidas por un sentimiento ético o moral algo extremado y restringido, podrían amar a sus semejantes sin sentir ningún amor verdadero hacia Dios, Pero es inconcebible que uno que ama a Dios no pueda amar a su prójimo.
El estar interesados en nuestros semejantes al grado de estar dispuestos a ayudarlos no es una doctrina que empezó en los tiempos del Nuevo Testamento, Abunda en el Antiguo Testamento esa misma enseñanza, Moisés, Isaías, Amós, Miqueas, Jeremías y otros aconsejaron que tuviésemos tal interés en nuestro prójimo. Además, otras religiones, aparte de la judía y la cristiana enseñan como doctrina el amor por sus hermanos.
Sin embargo, fue Jesús quien dio nuevo vigor a la ley antigua y mostró que los hombres no habían entendido su importancia por completo ni le habían dado una interpretación práctica suficientemente profunda. Insistió en que amáramos a nuestros prójimos como a nosotros mismos. La mayor parte de las personas que citan o repiten este gran mandamiento fundamental pasan por alto el aspecto cuantitativo que lo acompaña, es decir, hemos de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Aun en la actualidad muchas personas opinan que el amar uno a su prójimo significa no sentir enemistad contra él. Sin embargo, Jesús enseñó que el amar al prójimo no consiste únicamente en refrenarse de perjudicar u obstruir a nuestros semejantes, sino en prestarles servició y hacerles bien.
“Así que, todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos: porque esta es la ley y los profetas” (Mateo 7:12).
S. Pablo explicó claramente en su epístola a los Romanos cuáles son las cosas que no debe hacer aquel que ama a sus hermanos:
“No debáis a nadie nada, sino amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, cumplió la ley.
“Porque: No adularás; no matarás; no hurtarás; no dirás falso testimonio; no codiciarás; y si hay algún otro mandamiento, en esta sentencia se comprende sumariamente: Amarás a tu prójimo como a tí mismo.
“La caridad no hace mal al prójimo: así que, el cumplimiento de la ley es la caridad” (Rom. 13:8-10).
El Salvador hizo hincapié en el aspecto positivo del mandamiento, y añadió que debemos amar al prójimo sin consideración a ningún interés personal o esperanza de recompensa alguna.
“Entonces el Rey dirá a los que estarán a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo:
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí.
“Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos? ¿O sediento, y te dimos de beber?
“¿Y cuándo te vimos huésped, y te recogimos? ¿O desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a tí?
“Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis” (Mat. 25:34-40).
En teoría, todo esto es fácil. La gente de buena gana acepta que un cristiano debe amar a su prójimo. Sin embargo, le es más difícil a la persona resolverse a poner por obra la palabra. Muchas personas no pueden distinguir entre el sentimiento de amor puro por sus semejantes dentro de sus corazones, y el amor que Jesús enseñó. Antes que nuestro amor por el prójimo pueda llegar a ese grado o sea de esa clase, tiene que ser activado. Sin ambas cosas, a saber, el sentimiento correcto dentro del corazón y la obra eficaz manifestada por atender a las necesidades de nuestros hermanos, sean éstas las que fueren, el amor cristiano por el prójimo quedaría incompleto. El verdadero amor hacia nuestros semejantes, como el que nos mostró el Hijo de Dios, produce fruto bueno en la vida de nuestros prójimos. Sólo cuando convirtamos nuestras emociones sinceras de amor en actividades prácticas y benéficas a favor de nuestros semejantes, podremos decir que estamos cumpliendo con la ley.
Hay un método infalible que tienen los santos de los últimos días para asegurarse que no solamente están soñando acerca de ideales cristianos, sino poniéndolos en sus vidas de una manera práctica. Esto es por participar activamente en toda la obra organizada de la Iglesia que les fuera ofrecida. Así están seguros que todos aquellos que necesitan nuestra manifestación de amor serán atendidos. Hay todavía algunos miembros de la Iglesia que dicen que prefieren extender su amor y caridad a quienes ellos prefieren y cuando les venga el deseo. Su corazón obra rectamente, pero sus hechos usualmente contradicen sus intenciones. Estas demostraciones individuales, espontáneas, sin organización, hacia el prójimo son demasiado infrecuentes, inadecuadas y eventuales. La organización de nuestra Iglesia con sus quórumes de sacerdocio y programas auxiliares son adecuados, imparciales y constantes. Por supuesto, esta suplementación perfecta del programa de actividad de la Iglesia se realizará solamente cuando todos nosotros hallemos nuestro lugar y cumplamos cabalmente con nuestro deber en las actividades de la Iglesia.
¿Quién es mi prójimo?
Ha habido muchas discusiones, el objeto de las cuales es aclarar el asunto de quién es y quién no es mi prójimo. En las Escrituras, donde se nos manda amar a nuestro prójimo, leemos frecuentemente que hemos de amar a nuestro hermano. Cuanto más estudiamos estos textos, tanto más estamos propensos a concluir que la palabra «prójimo» así como «hermano» se usan en forma genérica para indicar a nuestros semejantes. Todo lo que hacemos, todo lo que pensamos afecta nuestra felicidad, la de nuestros queridos, la de nuestros amigos y conocidos y en un grado menor la felicidad de todos los hijos de Dios que están más retirados de nosotros, ya sea geográficamente o en cuanto a parentesco.
Cuando alguien que es de nuestra comunidad pierde la vida en un accidente, el periódico local dedica gran parte de sus páginas más importante a una descripción detallada del accidente y fotografías de la víctima. Cuando mil personas pierden la vida en una inundación o terremoto en algún lugar distante del mundo, la reseña completa se concreta a uno o dos breves párrafos en una de las planas interiores. ¿Representan verdaderamente estas dos noticias diferentes nuestro interés proporcional en las dos desgracias? No debemos perder el interés en el bienestar de nuestros hermanos, de nuestros prójimos, aun cuando no sean parientes cercanos o estén lejos de nosotros.
Por medio de la parábola del Buen Samaritano, el doctor de la ley aprendió que aquel que mostró misericordia fue el prójimo. (Véase Lucas 10:25-37).
Debemos ser considerados con otros.
Si deseamos seriamente que haya paz en la tierra y buena voluntad para con los hombres, y la difusión de la hermandad genuina entre los hombres, debemos procurar no ofender.
“Porque todos ofendemos en muchas cosas. Si alguno no ofende en palabra, éste es un varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo” (Sant. 3:2)
El número de personas que ofenden intencional mente probable mente es pequeño. Sin embargo, un gran número de nosotros, ofendemos porque no hemos aprendido a ser considerados con nuestros semejantes. En la mayor parte de los asuntos que tienen que ver con nuestro prójimo somos descuidados, desconsiderados, egoístas.
Recordemos estas demostraciones frecuentes de nuestra falta de consideración:
Cuando buscamos asiento en alguna reunión de la Iglesia, preferimos sentarnos acerca del pasillo, olvidándonos que seis u ocho personas más que quieran sentarse en la misma fila casi tendrán que brincarnos para poder sentarse.
El llegar tarde a los servicios o reuniones de la Iglesia se ha convertido en un hábito bastante malo en muchos de nosotros. Parece que no podemos entender cuánto tiempo desperdiciamos, no nuestro sino de otros, cuando hacemos esto.
Se podría contestar que todas estas cosas son “insignificantes”. Pero toda nuestra vida consta principalmente de cosas pequeñas, al parecer insignificantes. No muchos de nosotros ofenderíamos intencionalmente, pero ninguno de nosotros se halla completamente libre de ofender por causa de nuestro descuido. Aquellos de nosotros que somos mayores de edad deberíamos procurar diligentemente enseñar la cortesía y consideración a los jóvenes tanto por el precepto como por un ejemplo convincente.
























