Viviendo según el Evangelio

Capítulo 6
VIRTUDES
SOCIALES QUE SON IDEALES


“El hombre es un ser social, Dios le formó para lo que fuera. Desde la infancia hasta la vejez depende de otros para su desarrollo, educación y felicidad. En la debida clase de grupos sociales, cuanto más da el hombre, más recibe: cuanto más enseña, más aprende; cuánta más felicidad proporciona, más feliz se vuelve. Todo grupo tiene sus leyes y normas de conducta, la sociedad humana especialmente” (Gospel Ideals, del presidente David O. McKay, pág. 197).

Deberíamos amar.

En la época en que Jesús caminó entre los israelitas, ellos estaban tratando de conformar su vida religiosa de acuerdo con “la Ley y los Profetas”. Jesús les señaló el concepto fundamental sobre el cual estaban basadas todas estas escrituras, “amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos”. Cualquier nueva doctrina que dio el Salvador a la humanidad en “cumplimiento de la Ley”, estaba también basada en estos principios básicos.

“Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente. Este es el primero y el grande mandamiento.
Y el segundo es semejante a éste; Amarás a tu prójimo como a tí mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40).

Cuando estudiemos el capítulo 20: “Resumen de Cristo”, tendremos una discusión más completa de este ideal social.

Deberíamos ser misericordiosos.

Jesús clasificó a la misericordia entre los asuntos principales de la ley. Es una de las manifestaciones principales del profundo amor cristiano que Jesús quería que sintiésemos hacia Dios y nuestro prójimo.

La misericordia es mayor que el sacrificio. Deberíamos trabajar y entrenarnos constantemente hasta que podamos ser misericordiosos con todos aquellos con quienes nos asociamos en cualquier capacidad. Que viviésemos en forma tal que nuestros pensamientos, palabras y actos de la vida colocasen este principio religioso por encima y adelante de toda fase ritual o ceremonial de nuestra vida religiosa, es lo que debe haber pensado Jesús cuando dijo: “Misericordia quiero y no sacrificio: porque no he venido a llamar justos, sino pecadores a arrepentimiento” (Mateo 9:13).

Nuestras formas de vida, nuestras asociaciones con cualquiera de los hijos de Dios, nuestros verdaderos hermanos y hermanas, deberán caracterizarse por la bondad de palabra y acción, consideración y cortesía sinceras, prontitud para perdonar las faltas de los otros, incluyendo sus ofensas contra nosotros, benevolencia en toda forma, y una ausencia completa de todo deseo de herirlos sentimientos de los demás.

Cuán a menudo leemos en las escrituras que Jesús se movió a compasión por los que le seguían. Esta compasión no quedó sólo como un sentimiento. Invariablemente le llevó a extender su amor o misericordia hacia sus adherentes en actos que les beneficiaron física o espiritualmente.

Para ser realmente misericordiosos debemos evitar juzgar a los demás. Por juzgar queremos decir criticar negativamente.

No tenemos el derecho de juzgar al hombre porque no sabemos lo suficiente acerca de él. No podemos conocer sus motivos interiores. Además, nunca hemos hecho tanto por nuestros semejantes como para ponerlos en suficiente deuda con nosotros como para darnos el derecho de ser sus jueces.

“Y ¿por qué miras la mota que está en el ojo de tu hermano, y no echar de ver la viga que está en tu ojo?
“O ¿cómo dirás a tu hermano: Espera, echaré de tu ojo la mota, y he aquí la viga en tu ojo?
“¡Hipócrita! Echa primero la viga de tu ojo, y entonces mirarás de echar la mota del ojo de tu hermano” (Mateo 7:3-5).

Condenar a la gente por detrás de su espalda es una forma cobarde de juzgarla. Una persona que es misericordiosa nunca se ocupa de habladurías. No olvidemos que el juicio que expresamos sobre una persona puede afectar su desarrollo a favor o en contra.

La bendición que cosechamos al mostrar misericordia por los demás consiste lógicamente en que recibimos misericordia de las manos de nuestro Padre Celestial y su Hijo Jesucristo. ¿Qué recompensa más deseable podría habernos prometido? “Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5:7).

Deberíamos ser puros de corazón.

No sabemos específicamente qué es lo que pensaba el Salvador cuando se refirió a la pureza de corazón. Muchas de las virtudes sociales cuyo desarrollo se invoca en las Bienaventuranzas son difíciles de delimitar. Pero parece imposible tener pureza de corazón a menos que tengamos sinceridad, amor, honestidad completa, misericordia, y quizá otras virtudes mencionadas en las enseñanzas del Salvador. Debemos dedicar nuestra vida entera a Cristo y su causa si queremos ser puros de corazón. Entre otras virtudes, para los puros de corazón es necesaria la absoluta castidad de pensamiento y acciones.

Moisés y otros patriarcas y profetas del Antiguo Testamento amonestaron contra el adulterio. Jesús extendió la, ley para incluir no solo la limpieza de nuestras acciones sino también quitar de nuestras mentes y corazones hasta el mero pensamiento impuro.
«Oísteis que fue dicho: No adulterarás; más yo os digo, que cual quiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con “ella en su corazón” (Mateo 5:27-28).

La psicología moderna ha hallado que esa clase de afirmación ayuda mucho a cualquiera que desee hacer algo bueno de su vida. Deberíamos trabajar persistentemente para la eliminación total de cualquier indecencia, vulgaridad o ligereza en nuestra conducta y aun en nuestro pensamiento. La lujuria y licencia ni pueden tener lugar en un corazón puro, porque ellas son expresiones de egoísmo. Cada persona es un hijo de Dios y, como tal, sagrada. Cada uno de nosotros debería hacer todo lo posible por apartar el mal o del daño de cualquier otra persona o de sí mismo.

La recompensa más grande que esperamos recibir en el fin es la vida eterna en el reino celestial. Esto implica vivir en la presencia santa del Padre y su Hijo Jesucristo, Es inconcebible que se nos dé tal recompensa a menos que estemos preparados para recibirla. Tal recompensa no puede sernos dada a menos que previamente purifiquemos nuestros corazones para poder soportar la presencia de seres santos. No hay mejor forma de lograr tal purificación, de corazón que estar ocupados constantemente en buenas causas, manifestando siempre nuestro amor a Dios y a nuestro prójimo. Así, y solamente de esta manera seremos llevados a la compañía de Cristo. Cuanto más dignos vivamos del compañerismo de nuestro Salvador, más pureza de corazón gozaremos. Y la impureza y mal que puedan estar arraigados aun en nosotros, deben ser arrancados y substituidos por el bien. La promesa de que los que son bendecidos con un corazón puro verán a Dios sólo puede significar que heredarán la vida eterna con su Hacedor. “Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8).

Deberíamos perdonar.

“Sufriéndoos los unos a los otros, y perdonándoos los unos a los otros sí alguno tuviere queja de otro: de la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Colos. 3:13).

En las Doctrinas y Convenios aprendemos que al no perdonar al pecador sus deudas, quedamos como pecadores más grandes que él. Esta explicación muestra claramente cuán importante considera el Señor al perdón verdadero.

“Mis discípulos en los días antiguos, buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron los unos a los otros en sus corazones; y por este mal fueron gravemente afligidos y castigados.
“Por lo tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; porque el que no perdona las ofensas de su hermano, que da condenado ante el Señor; porque en él permanece el mayor pecado.
“Yo, el Señor, perdonaré al que quisiere perdonar, más a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (Doc. y Con. 64:8-10).

Al principio parece difícil darse cuenta que el perdón puede ser tan importante en el desarrollo de una vida similar a la de Cristo. Sin embargo» al hacer un análisis, resulta claro que si nos rehusamos perdonar a nuestro hermano en sus ofensas no poseemos ese a mor a Dios y amor por nuestro prójimo que sabemos es tan necesario para lograr nuestra salvación.

La persona que perdona realmente, no sólo está dando algo; también gana. Se libra del descontento, amargura y odio que se hallaban en su corazón, y gana libertad y la oportunidad de poner nuevamente en práctica ese amor completo que Pablo llamó la más grande de todas las virtudes cristianas…Empero, la mayor de ellas es la caridad (el amor)».

Cuando no perdonamos las ofensas contra nosotros, nuestra actitud permanece negativa y no produce bien alguno, Tal sentimiento y actitud sólo puede conducir a la frustración y, en último término, a la destrucción. Perdonar libremente a aquellos que nos ofenden, restaura a nuestra visión fundamental de la vida su carácter positivo. Tal sentimiento y actitud nos permite crear, edificar, y bendecir nuestra hermandad en Cristo.

“Bienaventurados los pacificadores; porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9).

“Entonces Pedro, llegándose a él, dijo; Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que pecare contra mí? ¿Hasta siete?
“Jesús le dice; No te digo hasta siete, más aun hasta setenta veces siete” (Mateo 18:21,22).

Deberíamos tener paciencia.

«Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando cayereis en diversas tentaciones; sabiendo que la prueba de vuestra fe obra paciencia.
“Más tenga la paciencia perfecta su obra, para que seáis perfectos y cabales, sin faltar en alguna cosa” (Santiago 1:2-4).

Todos los que hemos decidido vivir de acuerdo con las enseñanzas del evangelio de Jesucristo y hacer algo con respecto a la predicación de sus principios a los honestos de corazón, podemos esperar no sólo resistencia y oposición sino también a veces tener que sufrir vejámenes y persecución. Esto fue predicho por el Salvador a aquellos que estuviesen listos para seguirlo. El mismo no escapo a ello. Sus apóstoles tuvieron la misma experiencia. La Iglesia restaurada, comenzando con José Smith, fue tratada en forma similar.

El peligro más grande para nosotros mismos es que bajo tales circunstancias podemos desanimarnos en nuestras tentativas de hacer algo por adelantar la causa del Señor, y cesar de trabajar en los negocios de nuestro Padre. Sigamos el consejo de Pablo en esta materia, pues él dijo que continuásemos en las cosas que hemos aprendido y de las cuales nos hemos asegurado.

Aquellos de nosotros que podemos testificar de la divinidad del plan que nos ha sido dado por el evangelio, a veces nos sentimos impacientes e intolerantes con los que no pueden ver la luz, y especialmente con aquellos que se oponen a nuestros puntos de vista y al progreso de la obra de Dios, Leamos otra vez de Pablo:

“No dando a nadie ningún escándalo porque el ministerio nuestro no sea vituperado: Antes habiéndonos en todas las cosas como ministros de Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias. . . En castidad, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en Espíritu Santo, en amor no fingido; en palabra de verdad, en potencia de Dios, en armas de justicia” (1 Corintios 6:3, 4, 6, 7).

Si no nos ponemos impacientes cuando las cosas salen mal, podemos hacer mucho bien y al final cosechar mucha felicidad. Si perdemos nuestra paciencia, aun sufrirá la misma causa que tratamos de promover, ya sea la causa de Cristo o cualquier otra causa buena. Al desequilibrarnos en esta forma ya no podemos hacer nuestra mejor contribución a la causa que representamos. Cuando sentimos que no nos comprenden o nos maltratan, o que nos ofenden o hieren, deberíamos decidir que no vamos a sentir lástima por nosotros mismos ni odiar a los que no nos comprenden. Podríamos aprender de Pablo, el apóstol, quien al ser echado en la prisión convirtió al carcelero y a su casa.

Daniel y sus compañeros hicieron mucho bien a su causa aun cuando eran prisioneros de un poder extranjero. Esta generación debe algunas de las mejores expresiones de la obra del Señor en estos últimos días al espíritu indomable de José Smith en su prisión.

“Y seréis aborrecidos de todos por mi nombre; más el que perseverare hasta el fin, éste será salvo” (Marcos 13:13).

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