El Otro lado del Cielo
Las memorias de John H. Groberg

John H. Groberg tenía sólo veinte años cuando fue llamado a prestar servicio como misionero de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en las lejanas islas de Tonga, un llamamiento que iba a cambiar su vida.
Debido a los peligros con que se enfrentó— estar a punto de ahogarse, viajes durante la noche, un huracán, hambruna— este misionero de Idaho sin experiencia encontró fe y amistad verdaderas entre las personas a quienes había sido llamado a servir. Tras haber pasado momentos de curación y fe milagrosos e incluso experiencias inolvidables de humor y perseverancia, los tres años que el élder Groberg pasó en el Pacífico Sur sellaron su testimonio a su alma.
Llamado como misionero, protegido por Dios, el joven élder Groberg encontró el paraíso en el otro extremo del mundo, un mundo que para él se convirtió en el otro lado del cielo.
Agradecimientos
Qusiera agradecer a mi esposa, Jean, el ánimo que me ha dado, y su apoyo y sabiduría al ayudarme a crear este libro; y también quisiera agradecer el aliento y la ayuda de mis padres, D. V y Jennie H. Groberg, y de nuestros hijos: Nancy, Elizabeth, Marilyn, Jane, Gayle, John E., Susan, Thomas, Jennie, Viki y Emily Susan, Viki y Emily han contribuido en forma particular para digitalizar el libro y hacer la corrección del texto.
También quiero reconocer a la maravillosa gente de Tonga, muchos de los cuales ya se han ido al otro lado del velo pero aun así han dejado un legado de fe que resulta difícil explicar.
Expreso gratitud especial a Richard Romney y a Jennifer Scott, quienes han donado muchas horas de su tiempo para leer, corregir, reescribir y pulir el manuscrito. También agradezco a las muchas otras personas que han proporcionado su valiosa ayuda de diversas maneras.
Agradezco el apoyo y el ánimo de varios de mis colegas. Sin su aliento, este libro no se hubiera escrito. Ellos saben quiénes son y por eso, sin nombrarlos, sencillamente les digo: ¡gracias!
Esta no es una publicación oficial de la Iglesia. Si bien me han ayudado durante el proceso, soy el único responsable de los puntos de vista que se expresan en el libro.
Introducción
Ya han pasado casi cuarenta años desde que comencé mi primera misión en Tonga. Tras la insistencia de muchas personas a quienes admiro he intentado describir algunas de las experiencias y los sentimientos con los que me encontré tantos años atrás. El propósito principal de este libro es recalcar cuán indispensable es la fe en nuestra existencia.
Soy consciente de que, en cierto modo, estoy describiendo una época, un lugar y circunstancias que ya no existen. Sin embargo, en otro sentido, describo sentimientos y desafíos que han existido siempre y que siguen siendo tan reales como el sol de la mañana. Estoy convencido de que, sea cual sea nuestro entorno físico o la época en que tengan lugar las experiencias que vivamos, la necesidad del amor y de la fe que den significado a nuestra vida y justifiquen nuestras decisiones sigue siendo la misma.
No me disculpo por la época, el lugar ni las circunstancias que describo, ya que así eran en realidad. Me imagino que la mayoría de las personas que han pasado por el planeta Tierra han vivido y han muerto rodeadas de circunstancias más parecidas a las que se describen aquí que al frenético estilo de vida actual de los Estados Unidos. Todos necesitamos más fe y sé que podemos aprender de otras personas.
He tratado de describir lo que sentía en aquella época y, para hacerlo, recurrí a mis recuerdos y a las cartas y otros escritos de aquellos tiempos. No pensé que fuera a enfrentarme con ninguna situación particularmente difícil ni que las experiencias iban a ser arduas; no pretendía hacer nada fuera de lo común, sino que sencillamente deseaba poner el mayor empeño por salir adelante día a día haciendo todo el bien que pudiera y causando el menor daño posible.
No he intentado analizar a fondo lo que pensaban otras personas ni tampoco realizar un estudio sociológico o psicológico; lo que he tratado de hacer es relatar los hechos de acuerdo con el punto de vista de un joven de veinte años. Me imagino que un caballo puede parecerle a un niñito tan grande y temible como un monstruo gigante a un adulto. Todos vemos y sentimos lo que nos pasa de acuerdo con nuestro entorno y la manera en que hayamos sido criados, de acuerdo con la forma en que percibamos los lugares y las personas y según los intereses de la época. Me doy cuenta de que es posible que haya exagerado algunas de las emociones que experimentaba o bien que les haya restado importancia, y quizá difieran de la forma en que otra persona podría percibirlas; a pesar de eso, en aquel tiempo, así era la realidad para mí.
He escuchado a algunas personas decir: «Esa gente llevaba una vida tan simple y tenía una fe tan sencilla que en realidad eso no se aplica a nosotros hoy en día». No estoy de acuerdo con ellas.
En primer lugar, su vida no era tan simple. Al principio pensaba que lo era, pero en seguida me di cuenta de que era tan compleja como la nuestra, no en el contexto físico en el que todos andan a las corridas sino en el contexto de las relaciones interpersonales, en lo que respecta a encontrar el lugar que uno ocupa en la sociedad y a llegar a estar en paz con Dios y con la función que le haya tocado cumplir a cada uno en esta existencia. En ese sentido, su vida no tenía ninguna diferencia con la nuestra—no era ni más simple ni más compleja—la única diferencia era el entorno. Ciertos inventos físicos quizá hagan que algunos aspectos de nuestro diario vivir sean más convenientes en la actualidad; de todos modos, la necesidad de tener fe y amor jamás ha cambiado ni tampoco cambiará.
En segundo lugar, no usaría la palabra sencilla para definir su fe, sino más bien la palabra profunda. Si existe la «fe sencilla», entonces de eso se deduce que hay una fe más compleja o sofisticada y que una podría ser superior a la otra. No creo que esto sea cierto. No creo que existan varios tipos de fe, como sencilla o superior, compleja o sofisticada. Considero que la fe existe o no existe; tenemos fe o no la tenemos. Lo que sí es cierto es que la de algunas personas es más firme que la de otras.
Para mí la fe es como una llama que puede ser tan pequeña como la de una diminuta vela o tan grande como la de una inmensa fogata. Según cómo alimentemos el fuego, una pequeña vela puede convertirse en una gran fogata o ésta puede ir apagándose hasta no ser más que una vela insignificante. Ambas son llamas naturales que tienen el poder de aumentar o reducirse, de extinguirse o arder, a diferencia de una linterna u otro dispositivo mecánico que puede iluminar de manera provisoria pero que no supera la luz que su fuente de energía original le permita emitir.
En este mundo, no todos tienen acceso a dispositivos mecánicos de luz, pero todas las personas de todos los tiempos, sean ricas o pobres, jóvenes o viejas, hombres o mujeres, tienen acceso al fuego. La intensidad de nuestra llama personal depende de nuestra fe, no de nuestra riqueza ni de factores mundanos.
La llama purifica en gran manera. Me intrigan las palabras de Malaquías que hablan de afinar y refinar por medio del fuego: «¿Y quién podrá soportar el día de su venida?, o, ¿quién podrá estar cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores. Y se sentará para refinar y purificar la plata … Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen
maldad serán estopa; y aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama» (Malaquías 3:2-3; 4:1).
Aquellos que confían únicamente en el intelecto pueden aclarar mecánicamente diferentes asuntos y hacerlo bastante bien, pero sólo la llama de la fe, a la cual tienen acceso todos los hombres y las mujeres y que se alimenta del poder de Dios, puede aumentar ilimitadamente y proporcionarnos la luz suficiente para que, con el tiempo, seamos capaces de comprender todas las cosas. Hay dos versículos del libro de Doctrina y Convenios que explican bien este principio: «Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto» (D. y C. 50:24). «Y si vuestra mira está puesta únicamente en mi gloria, vuestro cuerpo entero será lleno de luz y no habrá tinieblas en vosotros; y el cuerpo lleno de luz comprende todas las cosas» (D. y C. 88:67).
Si aumentamos nuestra fe en el Señor Jesucristo, que es la luz y la vida del mundo, ¿será esa la manera de aumentar la intensidad de nuestra luz interior para que al fin lleguemos a comprender todas las cosas?
Todos nacemos con algo de luz. El Señor dijo: «Yo soy la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo» (D. y C. 93:2). Todos tenemos la oportunidad de desarrollar una fe firme y de tener una luz brillante en nuestra vida. ¡Espero que no usemos las fuentes de luz mecánica y provisoria como sustitutos de la luz eterna de la fe!
En este libro, he optado por usar la frase je en Dios de tal manera que incluya fe en nuestro Padre Celestial, fe en el Señor Jesucristo y fe en toda la Trinidad y en Sus mandamientos y representantes.
Durante la misión, aprendí que la fe realmente tiene poder e incluso está compuesta por materia, y que Dios actúa con los hombres de acuerdo con la que ellos tengan, tal como se expresa en el Libro de Mormón: «Porque he aquí, yo soy Dios; y soy un Dios de milagros; y manifestaré al mundo que soy el mismo ayer, hoy y para siempre; y no obro entre los hijos de los hombres sino de conformidad con su fe» (2 Nefi 27:23). «Porque él ha cumplido los fines de la ley, y reclama a todos los que tienen fe en él; y los que tienen fe en él se allegarán a todo lo bueno; por tanto, él aboga por la causa de los hijos de los hombres; y mora eternamente en los cielos» (Moroni 7:28).
No me parecía tener mucha fe; de hecho, tal como digo en la página 53: «…me sentía más como espectador que como participante activo. Sentía como si estuviera de pie en la orilla de un imponente río mirando pasar la poderosa corriente de fe. Ese río de fe era como un torrente incomprensible que veía y sentía, pero que no podía llegar a comprender de dónde venía ni hacia dónde se dirigía; de todos modos, cada parte de mi ser sentía su fuerza, belleza y poder. ¡Era grandioso!».
El objetivo principal de la fe en Dios se encuentra resumido muy bien en Éter 12:4: «De modo que los que creen en Dios pueden tener la firme esperanza de un mundo mejor, sí, aun un lugar a la diestra de Dios; y esta esperanza viene por la fe, proporciona un ancla a las almas de los hombres y los hace seguros y firmes, abundando siempre en buenas obras, siendo impulsados a glorificar a Dios».
Muchos han preguntado: «¿Cómo se logra la fe?». Mi respuesta es: «Se llega a tener fe haciendo aquello para lo cual se necesita fe». Me doy cuenta de que este es un don que proviene de Dios pero que, tal como sucede con muchos de Sus dones, es necesario que nos esforcemos por recibirlo. He aprendido que algunas de las experiencias más dulces de la vida resultan de hacer cosas que quizá no parezcan lógicas pero que, por la fe, sabemos que son correctas; y luego, con el tiempo, vemos que nos inundan las razones y las bendiciones.
He tenido el privilegio de prestar servicio como misionero, como obispo, como presidente de misión, en todo tipo de llamamientos de barrio y de estaca, como Representante Regional y como Autoridad General. Si bien he aprendido mucho de cada llamamiento, incluso hoy en día siento que es probable que lo que aprendí durante mi primera misión en Tonga sea más importante que todo lo demás que he llegado a aprender en el resto de los llamamientos; se convirtió en la base de todo lo demás y todavía recurro al recuerdo de experiencias y sentimientos de aquellos días para que me guíen en muchas de las decisiones que tengo que tomar en esta época. ¡Qué gran experiencia puede ser la misión!
Aprendí que para vivir el Evangelio no es necesario hablar el mismo idioma ni tener los mismos hábitos alimenticios de la cultura en la que crecí. Aprendí que el Evangelio es verdaderamente universal y que uno no tiene por qué transigir en los principios por causa de otro idioma u otra cultura.
En ocasiones, recuerdo con nostalgia aquellos días despreocupados, cuando lo único que me inquietaba era que el mar fuera peligroso, que las sogas se rompieran o las velas se rasgaran, que me ahogara, que chocáramos contra un coral filoso, que me golpeara la gente enfadada, que me mareara navegando por el mar; o aprender otro idioma, encontrar un lugar donde dormir, conseguir suficiente comida y otras cosas.
Pero aquellas eran más que nada preocupaciones físicas y no constituyen un verdadero problema si uno se concentra en lo espiritual y ve claramente su deber como el de predicar a «Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Corintios 2:2), y a Él resucitado y a Él como cabeza de Su Iglesia en la tierra, y a Él que pronto vendrá y juzgará a toda la tierra de acuerdo con Sus leyes y llevará a los fieles de regreso al gozo de la presencia del Padre.
Espero que disfruten del espíritu del mensaje y que sientan consuelo, tal como yo lo sentí al releer y recordar y escribir aquellas experiencias de tantos años atrás.
Sé que Dios vive y que nos ama y nos ayuda, y que este conocimiento está al alcance de todo ser humano por medio de la fe en Él. ¡Que lo disfruten!
























