El Otro lado del Cielo

Tangí lalau


A esa altura, ya podía comunicarme un tanto en tongano, aunque no en conversaciones profundas. A las pocas semanas de habernos mudado a nuestra casa, llegó una delegación de la aldea Falehau y nos preguntó si podríamos acompañarlos a fin de ayudar a un hombre que estaba muy enfermo; como sabíamos que en ese momento no había un doctor ni tampoco un hospital en la isla, dijimos que sí y de inmediato fuimos a Falehau. Cuando llegamos, noté que había muchas personas en los alrededores que nos miraban con escepticismo y, a la vez, expectación.

El hombre que estaba enfermo tenía alrededor de cincuenta años; le había salido en el cuello un forúnculo que había crecido hacia adentro y le estaba obstruyendo el conducto de la garganta; no podía comer ni beber y le costaba respirar. Parecía estar muriendo de hambre y era piel y huesos. A diferencia de la familia y los amigos que se habían reunido cuando se accidentó el niño miembro de la Iglesia, a aquel grupo no lo unía la fe. Yo estaba asustado; no tenía ni la menor idea de qué hacer pero me daba cuenta de que esperaban que hiciera algo.

El contacto principal que los tonganos de esta isla habían tenido con la gente blanca databa de la época de la Segunda Guerra Mundial, cuando algunos soldados de los Aliados pusieron una estación de rastreo en la cima de la montaña; unos meses más tarde, llevaron la estación de rastreo más hacia el oeste, a las Islas Salomón. A pesar de que los soldados sólo habían estado allí poco tiempo, se hicieron famosos por tres cosas: primero, por ser mujeriegos; segundo, por enseñarles a los jóvenes del lugar a usar la piña para hacer «cerveza de monte» o «casera» (que en ocasiones resultó ser mortal); y tercero, por repartir píldoras y medicinas. Calculo que esta gente pensaba que, como yo era blanco, seguramente tendría algunas píldoras o pociones que ayudaran a curar a aquel hombre.

Cuando les dije que no tenía ninguna píldora, sus semblantes decayeron y me asusté aún más. Le pedí a Feki que les explicara que, aunque no tenía píldoras, estaba dispuesto a orar por él, pero se burlaron cuando mencionamos la oración y siguieron insistiendo en que probara con algo diferente.

Cerca de la casa habían encendido una fogata de la cual salía mucho humo para espantar a los mosquitos, y eso hacía que me costara respirar; también me pareció que ese humo no podía ser bueno para el hombre enfermo, que ya tenía dificultades para respirar, y se lo dije a Feki; a pesar de eso, él me dijo que no mencionara nada al respecto y me instó a probar alguna otra cosa.

Aunque oraba y me esforzaba porque se me ocurriera algo, no recibí ninguna impresión de lo que debía hacer. Me pidieron que examinara al hombre más detenidamente, y esa fue una experiencia horrible; estaba seguro de que estaba muy cerca de la muerte: apenas podía moverse y respirar, y a su alrededor había un olor nauseabundo. Me preguntaba si podrían cortarle la garganta con un cuchillo para abrirle el forúnculo y si eso le haría algún bien; pero no podía explicarles cómo hacerlo y tampoco sabía si era lo que debía hacerse, así que lo descarté.

Nos quedamos varias horas, hasta que empezó a anochecer y en ningún momento se me ocurrió qué hacer. Al fin, una vez que se dieron cuenta de que yo no podía o no iba a hacer nada, nos dejaron ir. Cuando nos íbamos, sentí que la expresión que veía en la cara de los familiares y amigos era oscura y con un dejo de ira en sus ojos.

Llegamos a casa ya entrada la noche. Después de realizar las faenas diarias de recoger agua, juntar leña para hacer fuego, barrer la casa y el patio y bañarnos, leimos las Escrituras, hicimos nuestras oraciones y dimos el día por terminado.

Yo no me podía dormir; me perseguían los recuerdos del hombre en agonía, el olor espantoso, el humo y la mirada enojada de su familia y amigos; la combinación de todo eso se convirtió en una pesadilla. Oré pidiendo ayuda para sentirme mejor y le expliqué a Dios que había hecho mi mejor esfuerzo pero que no me había dado cuenta de lo que podía hacer. De a ratos lograba dormirme por un instante y luego me despertaba bruscamente con un sentimiento de temor.

En algún momento de aquella larga y aterradora noche, me desperté sobresaltado con un sonido espeluznante que parecía emanar de las paredes, del piso, del cielo y de todo lo que se encontraba a mi alrededor. Al principio, más que oírlo, lo sentí: un sonido horripilante y casi sobrenatural, y era cada vez más fuerte. No estaba soñando… ¡era real!

¡Qué alaridos y quejidos y llantos! Parecían precipitarse desde los árboles, llenar la isla e invadir nuestra casa y envolverme en el más negro de los temores. Noté que Feki se movía. Frenéticamente, le pregunté:

—¡¿Qué es eso?!

—Es un tangi lau lau (duelo por los muertos) —respondió él. Sentí escalofríos, y me pregunté qué significaría.

El sonido aumentaba y se acercaba cada vez más. Debido al miedo que tenía, me imaginaba que la familia y los amigos del hombre muerto me estaban buscando. Pero ¿por qué y cómo? ¿Qué van a hacer? ¿Qué puedo hacer yo? No podía esconderme; no tenía ningún lugar adonde ir. Además, estaban ya casi llegando a nuestra casa.

Temblaba de miedo. No tenía dudas de que, como les había fallado, querrían asegurarse de que las pagara. Pero ¿en qué forma terrible? Había dado rienda suelta a mi miedo e imaginación. Casi en estado de histeria, me aferré de Feki. «¡Ayúdame, ayúdame, están llegando! ¡Escucha esos alaridos y llantos! ¡¿Qué haremos?!».

Con tranquilidad, Feki se puso el tupenu, abrió la puerta y salió a la espesa oscuridad de donde en ese momento venían llantos y alaridos como yo jamás había oído; pensé en lo valiente que era Feki al introducirse en la mismísima garganta oscura y tumultuosa del infierno, pues eso era lo que me parecía aquel alboroto.

Oí unas voces más bajas, unos susurros, un par de preguntas y algunas respuestas, pero no pude entender la mayor parte de la conversación. Cuando Feki regresó a la habitación, empezaron de nuevo los alaridos. ¿Me habría traicionado? ¿Qué pasaría? Feki no sería capaz de hacer eso. ¿O sí? Quizá lo hubieran hecho víctima de algún hechizo. ¿Qué debía hacer yo?

Tenía una expresión sombría. Se sentó y se quedó mirándome por un largo rato. Yo transpiraba; se me cortaba la respiración y el corazón me latía despiadadamente. Entonces, tranquilamente y con gravedad, me dijo: «El hombre que fuimos a ver esta tarde acaba de morir. Hubo algunas discusiones entre ellos; unos dicen que deberían habernos permitido quedarnos allí y orar; otros dicen que nuestra visita aceleró su muerte; e incluso hay otros que dicen que su muerte era inevitable y que nosotros no tuvimos nada que ver con ella. Finalmente, el jefe de familia les dijo que nosotros hicimos lo mejor que pudimos para ayudarles, pero que la voluntad de Dios era que el hombre muriera y que debían invitarnos al velatorio y al funeral. Por eso, enviaron una delegación para pedirnos que vayamos ahora mismo».

Feki continuó: «Vístete y sígueme. No te preocupes, ellos entienden y no te pasará nada malo. Todo saldrá bien».

No estaba del todo convencido, pero confiaba en Feki. Después de las cosas terribles que me había imaginado, estaba listo para aferrarme a cualquier indicio de esperanza. El cielo comenzaba a iluminarse mientras me vestí y, temblando, seguí a Feki por el camino que conducía a Falehau. En la penumbra del amanecer, las sombras y los sonidos se hacían más pronunciados y parecía que literalmente se nos venían encima. Al no haber absolutamente nada mecánico que interfiriera con el silencio de la mañana, podía oír casi todo e imaginarme el resto. El llanto y los lamentos hacia los cuales nos dirigíamos parecían más fuertes e intensos que nunca. Seguí a Feki. Tenía que confiar en él. No tenía otra salida.

Cuando llegamos al funeral, ya había una gran multitud reunida; estaba completamente claro y había comenzado un nuevo día.

Nos pidieron que nos sentáramos cerca del ataúd del muerto, que estaba cubierto con esteras y tela de tapa. Entre los familiares y amigos eran muchísimas personas; todos estaban despeinados, con el cabello alborotado, y con ropas viejas; llevaban esteras gastadas, andrajosas y sucias. Su vestimenta era negra, harapienta y estaba rota (más tarde aprendí que cuanto más vieja y sucia, más respeto se mostraba). Gemían y lanzaban polvo al aire y sobre su cabeza. Algunos se rasgaban la ropa y daban otras demostraciones de profunda emoción y tristeza.

El miedo que sentía se fue transformando en asombro. Aún no entendía bien lo que estaba ocurriendo pero se me iba contagiando la emoción de todo aquel acontecimiento; unos se acercaban y se echaban encima del cuerpo sin vida del hombre, mientras que otros se tiraban a sus pies y proferían alaridos que no pensé que los humanos fueran capaces de producir. Emocionalmente, me debatía entre dos sentimientos: estaba fascinado y asustado al mismo tiempo.

Llegó un grupo de cinco mujeres. Iban vestidas de negro, con esteras viejas, tenían el cabello erizado y sus rostros y ojos estaban sumidos en el pesar y la aflicción. ¡El llanto y los lamentos eran algo impresionante! Me imaginé que serían hermanas o tías o incluso hijas del difunto. ¡Cómo gemían y seguían con los lamentos, tan sinceros y desolados! «¡Oi, oi, ouuuiiii!», se lamentaban con todas sus fuerzas, sosteniendo el sonido final «iiii» tan alto que uno pensaría que los pulmones les iban a explotar; luego comenzaban a descender en la escala como un trombón hasta llegar a sonidos muy graves y suaves. A continuación, respiraban hondo unas cuantas veces y, con vigor renovado, volvían a prorrumpir en otro estallido de «¡Oi, oi, ouiiiii!» aún más agudos y fuertes que los de antes hasta que, finalmente, bajaban el sonido para respirar y volvían a intentar romper la marca de duración, agudización y volumen.

Me maravillaba aquello que, a mi modo de ver, eran la expresión más profunda de tristeza y dolor por el muerto. ¡Cuánto debían de extrañarlo! Empecé a sentirme un poco más tranquilo al darme cuenta de que las emociones de las personas se dirigían hacia el hombre que había fallecido y no hacia mí.

Jamás había presenciado «llantos y lamentos y el crujir de dientes» tan literales (Alma 40:13). La atmósfera de alaridos y cilicio y ceniza parecía salida del Antiguo Testamento y me hizo pensar en estos comentarios de Isaías: «aullad, moradores de la costa…» (Isaías 23:6); y en «Hijas de Israel, llorad» (2 Samuel 1:24).

Había estado leyendo el Antiguo Testamento en tongano y comparándolo con la versión en inglés; en medio de ese duelo, me dio la sensación de que muy bien podría haber estado en la época del rey David o de Abraham. Sentí que uno no puede comprender realmente a la gente de Tonga hasta llegar a entender el Antiguo Testamento; lo mismo es cierto en sentido contrario: uno no llega a comprender del todo el Antiguo Testamento hasta haber vivido con los polinesios y haberlos entendido. Ellos son verdaderamente de la casa de Israel. Cuando predican, cuando se lamentan, cuando cuentan historias y en su manera de actuar, se refieren mucho al Antiguo Testamento y parece que lo entienden por naturaleza.

Yo estaba cada vez más envuelto en aquel suceso y sentía que mis emociones pasaban del miedo al asombro y del asombro al dolor, hasta el punto de sentir que podía unirme a ellos en sus grandes lamentos por la pérdida de un ser querido. No podía olvidarme de las palabras de Isaías: «Aúlla, oh puerta; clama, oh ciudad» (Isaías 14:31). ¡Y eso era lo que hacían aquellas personas!

Me ofrecieron algo de comer, pero les dije: «No, he venido a consolarlos y a lamentarme con ustedes, no a comer». Me dijeron que el toupai (postre) estaba casi listo y que sabían que me gustaría. Todavía me preguntaba si todo aquello no sería una estratagema para llevarme hasta allí, dejar que entrara en confianza y lograr que me sintiera seguro para luego hacerme algo por no haber salvado al hombre, como quizá pensaran que debía haber hecho. Esperaba que no fuera así.

A medida que el entorno me envolvía emocionalmente, me fascinaba más y más la intensidad de los «¡Oi, oi, ouiiiiii!» de la mujer que estaba junto a mí. Cada lamentación iba aumentando progresivamente: más fuerte, más aguda y más histérica que la anterior. Nunca había oído nada parecido.

Durante uno de sus «ouiiiii» más fuertes y agudos, me dio la impresión de que no era posible que la voz humana pudiera sostenerse por tanto tiempo; después comenzó a descender y, gradualmente, se fue haciendo más grave y suave. Cuando llegó a la nota más baja, respiró hondo (para mi gran alivio), inesperadamente se volvió hacia mí y, expectante, susurró: «¿ Kuo moho ‘ae toupai?» («¿Está listo el postre?»).

Quedé atónito. No podía creer lo que acababa de escuchar. ¡¿Qué había dicho?! El estado de abstracción en el que yo mismo me había hundido comenzó a disolverse. La miré y respondí: «Te‘eki ai» («Todavía no»); inmediatamente ella comenzó con otro largo alarido, más agudo y más fuerte que los anteriores.

Más tarde me enteré de que la mujer no era de la familia sino una llorona profesional. La razón por la cual estaba absorta a tal grado en expresar dolor no era la pérdida de un ser querido, sino el esfuerzo que estaba haciendo por desempeñar bien su papel de llorona. A menudo bromeo con los tonganos y les digo que la mujer daba más alaridos porque el postre no estaba listo que porque alguien hubiera muerto.

Resultó ser que las cinco mujeres eran lloronas profesionales y todas eran muy buenas; estaban allí para ayudar a crear la atmósfera adecuada, para que las alimentaran y para estar ocupadas en algo.

Por supuesto, los integrantes de la familia y otras personas se lamentaban sinceramente por la pérdida de su hermano, padre y amigo. Sin embargo, yo me preguntaba si parte de sus lamentos no se deberían al hecho de que tenían que alimentar a tantas personas. En Tonga, lo  mejor que se puede llevar a un funeral es un saco de harina o azúcar o una docena de panes para ayudar a dar de comer a todos los amigos y familiares que van y se quedan días, semanas e incluso meses.

No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que esas personas eran básicamente iguales a cualesquiera otras de cualquier parte del mundo; están aquellas que son sinceras y aquellas que no lo son. Ellos necesitaban el Evangelio como cualquier otra persona para que les ayudara a entender la muerte como una transición y, además, para comprender que el propósito de la vida es prepararse para esa transición.

Me di cuenta también de que ellos iban, tal como los israelitas de la antigüedad, con llantos y lamentos y el crujir de dientes, vestidos de cilicio y de ceniza, pero necesitaban ayuda; debían recordar algunas cosas que habían quedado profundamente hundidas en su pasado. Volví a entender que el dilema eterno no consiste en la forma de actuar de la gente, en su apariencia, en su origen ni en dónde y cuándo haya vivido ni qué idioma hable, sino que siempre se ha basado y se basará en su manera de ser. ¿Son honestos? ¿Son serviciales? ¿Han venido para beneficiarse ellos mismos o para ayudar a otra persona? Recordé que Jesús habló acerca de levantar hijos de Abraham aun de las piedras y me di cuenta, una vez más, de la importancia de las decisiones personales.

Me quedé varias horas sentado allí, lo cual fue difícil ya que todavía no me había acostumbrado a sentarme con las piernas cruzadas y se me cortaba la circulación una y otra vez. Pensé que estaba aprendiendo algunas cosas importantes en cuanto a la naturaleza humana, tal como que la sinceridad no siempre es evidente, que a menudo le tememos a aquello que no comprendemos y que las personas no siempre son lo que parecen ser.

Recordé que el Salvador habló enérgicamente en contra de la hipocresía y dijo que debemos orar con «verdadera intención», lo cual interpreté como tener la mira puesta únicamente en la gloria de Dios y estar totalmente dispuestos a hacer Su voluntad, sea cual sea. Si tenemos verdadera intención, no tenemos planes ocultos.

Seguí escuchando e incluso comí un poco de toupaí mientras meditaba sobre estas ideas. Sentía que había un profundo vínculo entre la sociedad tongana y los tiempos del Antiguo Testamento en los que quizá se le diera más lugar a una expresión saludable de pesar que lo que permitimos en la cultura occidental de los tiempos que corren. Enterraron al hombre antes del mediodía; sin embargo, la parte principal del funeral todavía quedaba pendiente, ya que la familia seguía recibiendo a decenas de parientes y amigos. Charlamos con todas las personas que pudimos pero, antes de que se pusiera el sol, regresamos a nuestra casa en Vaipoa.

Aquel día había sido para mí como una montaña rusa emocional, lleno de altibajos. Primero, había temido lo que nunca ocurrió y lo que jamás fue la intención de nadie; segundo, supuse ingenuamente que todas las expresiones de dolor son genuinas, cuando en realidad algunas lo son y otras no; tercero, me di cuenta de que en cualquier grupo de personas, sean de donde sean, podemos encontrar diferentes grados en la escala de la sinceridad; y cuarto, aprendí que, por lo general, todo se resolverá si somos pacientes, sinceros y estamos dispuestos a correr algunos riesgos, escuchar más y ponernos en el lugar de otras personas en vez de pensar en nosotros mismos. Lo menos que puedo decir es que fueron veinticuatro horas que me resultaron muy educativas

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