¡Abandonen el bote!
Tres de nosotros regresábamos a nuestro puerto de origen en Pangai, después de haber pasado diez días predicando en algunas islas lejanas. Habíamos tenido éxito en el viaje; encontramos a la gente más receptiva que de costumbre, habíamos bautizado a una persona y la situación prometía que se bautizarían algunos más. Les habíamos expresado nuestros testimonios y enseñado la verdad, y los tres nos sentíamos de maravilla.
De ser como siempre, habríamos estado en el velero de la misión, pero esa vez usamos una lancha a motor; si bien ésta no era mucho más rápida que nuestro velero, parecía más confiable en cuanto a horarios. El capitán, quien también servía de mecánico, estaba bien alerta y sabía mucho del asunto, gracias a lo cual no habíamos tenido mayores problemas durante el viaje.
A pesar de que habíamos disfrutado de los viajes para predicar, siempre nos quedaba una dulce nostalgia cuando emprendíamos el regreso. Ya estábamos a sólo seis u ocho horas de Pangai.
El tiempo había estado tormentoso y amenazador, pero no era nada fuera de lo común, al menos no lo era para mí. Acabábamos de pasar una isla pequeña y nos acercábamos al último trecho de mar abierto que había antes de llegar a nuestra isla.
El capitán se mostró preocupado al notar las densas nubes de tormenta que teníamos por delante. Le dije que no se preocupara, ya que nos encontrábamos en la obra del Señor; le recordé que muchas personas habían escuchado nuestros testimonios y creído en ellos; y puesto que íbamos de regreso a casa, sin dudas, Él nos protegería durante el resto del camino. El capitán dijo que la tormenta estaba exactamente en nuestra ruta y parecía venir hacia nosotros, y propuso que volviéramos a la última isla. Una vez más, le dije que no se preocupara, pero algo muy dentro de mí me tenía inquieto. Y seguimos avanzando.
El mar se volvió más turbulento y el viento más tempestuoso; las olas se tornaron más bruscas y la marejada más profunda; en poco tiempo, ya estábamos rodeados por una furiosa borrasca tropical. Yo todavía confiaba en que todo saldría bien; después de todo, nos hallábamos en la obra del Señor y Él protegía a aquellos que lo servían, de eso estaba seguro; entonces ¿por qué me sentía tan intranquilo?
El bote subió trabajosamente las gigantes olas, y luego se hundió desde la cima. La hélice se aceleró cuando emergió del agua por unos breves momentos. Yo hubiera deseado estar en nuestro bote a vela, viejo pero fiel. Los botes a vela casi nunca se dan vuelta, ya que siguen el movimiento de las olas; por el contrario, los botes a motor tienden a luchar con las olas.
Subíamos, subíamos y subíamos sobre las olas amenazadoras; luego, parecía que no dejábamos de descender por valles cada vez más profundos. Cuando llegamos a lo más bajo de uno de esos valles, alcé la mirada y vi otra ola gigante que se nos venía encima. La situación estaba comenzando a asustarme. El capitán giró el bote para intentar pasar por el costado de la ola, en vez de darnos de frente contra ella.
El motor luchó con todas sus fuerzas para trepar la ola monstruosa. Yo seguía sintiendo que estaríamos a salvo, pero me daba cuenta de que nos esperaban momentos difíciles. Aquello era mucho peor que cualquier montaña rusa y los riesgos eran muchísimo más altos.
Estábamos a punto de alcanzar la cresta de esta ola enorme, cuando, inmediatamente detrás de ella, apareció otra aún más grande; al llegar a la cresta, el bote giró descontrolado y comenzó a descender. De repente, sin que lo advirtiéramos, la segunda ola volvió a levantarse rugiendo, pegó contra el frente del bote y nos lanzó por los aires, como si fuera un león al deshacerse de un ratón muerto.
No cabía duda de lo que estaba sucediendo. Los tres caímos uno sobre el otro e intentamos agarrarnos de lo que estuviera a nuestro alcance. Lo último que recuerdo son los chirridos desaforados de la hélice acelerada y los gritos del capitán: «¡Abandonen el bote!».
Me acuerdo de que, mientras volaba por los aires, pensaba: «¡Esto no puede sucedemos! ¡No está bien! ¿Dónde está nuestra protección?». En ese instante, me pareció como si toda mi vida pasara ante mis ojos. No era una sensación agradable, aunque tampoco desagradable; era una sensación pragmática; y entre mi confianza machucada y mis quejas pasajeras, sentía una vaga seguridad que me daba un poco de paz.
Recuerdo la sensación de caer y caer en medio del silbido del viento y de la espuma salada y pungente, y terminar en el caldero en ebullición de un mar embravecido. Al dar de nuevo contra el agua, me preguntaba dónde estarían los demás y dónde estaría el bote, y rogaba que no fuera a caerme encima. Todavía me parecía oír el quejido incontrolable de la frenética hélice acelerada.
Al hundirme en el agua, aún tenía la sensación de estar descendiendo, cayendo cada vez más en lo profundo. La presión era casi insoportable; sentía que mis pulmones estaban a punto de estallar. ¿Cuándo terminaría aquello? ¿Cómo terminaría? Pensé en las Escrituras, en los folletos y en las otras pocas cosas que llevábamos en el bote; pensé en el certificado del bautismo más reciente que, con mucho cuidado, había puesto en mis Escrituras. Es extraño lo que pasa por la mente de uno en momentos como ése.
Y entonces volví a salir a la superficie, fuera del alcance de esa terri- blepresión, pero todavía en el centro de un universo donde reinaba una increíble conmoción. No veía a nadie ni oía otra cosa aparte de los sonidos confusos de un mar arremolinado y fuera de sí.
Por un instante, volví a pensar: «¡Esto no puede ser! ¡No puede ser cierto! Soy misionero; ¡no se supone que me ocurran estas cosas! ¡Incluso, en la misión no debo nadar!». Sin embargo, era cierto y yo estaba allí, y sabía que lo mejor era que dejara de quejarme y comenzara a nadar.
Mientras esos pensamientos me ocupaban la mente, otra ola gigante rugió sobre mí y volví a hundirme. A medida que iba aumentando la presión, me daba cuenta de que no podía desperdiciar ni un poquito de esfuerzo en quejarme ni dudar; tenía que guardar toda mi energía para nadar y respirar, y para mantener la cabeza fuera del agua. Me di cuenta de que el mar me había arrancado las sandalias y que mi camisa se había rasgado, pero todavía conservaba la corbata y el cinturón, por lo cual estaba agradecido.
Cuando salí a la superficie por segunda vez, empecé a nadar. Parecía casi inútil, ya que la ira desenfrenada del mar me lanzaba de un lado a otro y me tiraba y arrastraba en cualquier dirección y parecía no conformarse con nada menos que hacerme añicos.
Empecé a perder un poco las esperanzas y, una vez más, me encontré bajo el agua. Entonces esa pizca de esperanza que había tenido por un breve momento logró entrar en mi conciencia; me pareció sentir que el Salvador calmaba las aguas turbulentas, y, en mi corazón, pedí a gritos: «Maestro, ¡ayúdame! ¡Oh, ayúdame, por favor!».
La pequeñísima luz de paz comenzó a expandirse y hacerse más profunda. Cuando salí a la superficie por tercera vez, me parecía más verosímil nadar e incluso mantenerme a flote; contaba con ayuda adicional y podía sentirla. Tuve la impresión de que, si me esforzaba al máximo, todo iba a estar bien. Comencé a nadar una vez más.
Era media tarde, y me acordé de que habíamos pasado una isla pequeña hacía no más de una hora. Mientras me encontraba en la cresta de la ola, miré en todas direcciones; justo antes de comenzar a bajar y quedar detrás de la ola, vi el contorno de la isla. Todavía estaba muy lejos pero se veía, y empecé a nadar en esa dirección.
En aquel momento lo único que me importaba era salir del mar tempestuoso y llegar a la orilla, donde podría pisar tierra firme. Miré a mi alrededor en busca de los demás, pero no veía ni oía a nadie. Al alzarme sobre la cresta de otra gran ola, me pareció ver la forma estropeada de nuestro pobre bote a motor, pero no estaba seguro.
Seguí nadando sin cesar; sabía que no tenía que entrar en pánico ni hacer demasiado esfuerzo. La tierra firme estaba muy lejos y lo que debía hacer era flotar tanto como fuera posible y esforzarme por nadar sólo para mantenerme a flote. La borrasca empezaba a calmarse y me dio la sensación de que las olas eran cada vez menos intensas y que el viento ya no era tan fuerte.
Nadaba, flotaba y miraba. Finalmente, sobre una ola, vi a uno de mis compañeros de bote. Parecía estar bien y le señalé en dirección a la isla; él también me hizo señas, pero hacia mi costado. Cuando miré, vi a nuestro otro compañero, que no parecía muy seguro de sí mismo. Seguimos avanzando en dirección a la isla y tratando de acercarnos más los unos a los otros.
Es difícil decir cuánto tiempo estuvimos en el agua; probablemente hayan sido algunas horas. La tormenta se alejó, pero las aguas todavía estaban agitadas. Aunque ya nos acercábamos al final de la tarde, estábamos bastante cerca uno del otro como para no perdernos de vista. A pesar de que había empezado a cansarme, me consolaba el saber que, si me daba un calambre o comenzaba a hundirme, los otros dos estaban suficientemente cerca para ayudarme.
A medida que nos íbamos acercando a la costa, las olas y el viento se hacían cada vez más débiles. Escuché gritar al compañero que tenía a mi derecha y entonces lo vi manteniéndose en pie con dificultad y saludando con las manos. ¡Se encontraba parado sobre una roca que estaba casi en la superficie! Plasta aquel momento, había estado preocupado principalmente por mantener la cabeza fuera del agua, pero, cuando lo vi, pensé en la agradable sensación de estar sobre una roca, aunque sólo fuera por un momento. Llegué hasta donde él estaba y, efectivamente, yo también pude estar de pie con la cabeza al menos sobre el agua. ¡Qué bien me sentí! Todavía estábamos lejos de la orilla pero ese breve momento de pisar algo sólido, como si fuera una palabra bondadosa de aliento, tuvo como resultado darme la confianza de que todo estaría bien.
Cuando comenzamos a nadar de nuevo, pensé: «Todos necesitamos que nos infundan seguridad de vez en cuando: una palabra de aliento, una demostración de cariño y de confianza o una roca sobre la cual descansar en medio de un mar de problemas. El escuchar o experimentar eso, aunque sólo sea por un momento, nos da ánimo para seguir, para avanzar». Me sentía agradecido por esa roca, sumergida, pero sólida; y pensé que debía mejorar y dar ánimo y expresar cariño a otras personas más a menudo.
Ya estábamos más cerca el uno del otro e incluso nos las arreglamos para sonreír un poco. Seguimos nadando lentamente por un rato largo. Justo antes de que se pusiera el sol, llegamos a tocar el fondo y las rocas y terminamos el recorrido hasta la arena nadando un poco y caminando otro poco. ¡Qué sensación maravillosa era tener tierra firme bajo nuestros pies! Cuando estuvimos bastante cerca de la orilla para mantenemos arrodillados fuera del agua, nos unimos en una oración sincera para dar gracias.
Algunas personas de la isla nos vieron cuando llegamos a tierra y nos invitaron a quedamos con ellos. Les explicamos lo que había sucedido y se ofrecieron a ayudamos de cualquier modo que les fuera posible. Fueron muy hospitalarios y nos quedamos con ellos varios días; finalmente, encontramos lo que quedaba del bote y, con abundante ayuda y un clima mucho más favorable, recuperamos la mayor parte de él. Un tiempo después, por aguas más tranquilas, llegamos a salvo a nuestro puerto de origen.
He pensado mucho acerca de esa experiencia. Dios estaba con nosotros. Él nos salvó. Aunque habría podido hacer que atravesáramos la tormenta sin sufrir daño alguno y depositarnos a salvo en nuestro puerto de Pangai, sin embargo, por alguna razón, quiso que fuera de otra manera. He escuchado decir que algunas veces el Señor calma las tormentas, y que otras deja que la tempestad ruja y calma a Sus hijos.
No sé por qué llegó la tormenta, por qué nos quedamos atrapados en medio de ella ni por qué sucedieron las cosas de esa manera; pero sí sé que, finalmente, llegamos a casa ilesos. No importa cuánto nos costó: llegamos sanos y salvos, y experimentamos Su gracia salvadora de primera mano.
A menudo, a lo largo de nuestra vida, pensamos que debido a que hemos actuado de determinada manera, obtendremos ciertos resultados como consecuencia; no obstante, la vida es como el océano: a veces, quedamos atrapados en medio de borrascas y tormentas y las cosas no salen como pensamos que deberían salir, incluso en ocasiones en que consideramos que hemos hecho lo correcto. Pero Dios puede encontramos en el ojo de la tormenta y darnos aliento para nadar en aguas agitadas. Gracias a las tormentas, aprendemos lecciones que no podemos aprender en aguas tranquilas.
Con más certeza que nunca, sentía que realmente se aplicaban a mí las palabras que el Señor nos dirigió a todos nosotros: «Si eres echado en el foso o en manos de homicidas, y eres condenado a muerte; si eres arrojado al abismo; si las bravas olas conspiran contra ti; si el viento huracanado se hace tu enemigo; si los cielos se ennegrecen y todos los elementos se combinan para obstruir la vía; y sobre todo, si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte, entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien» (D. y C. 122:7).
Pensé en José cuando estaba en la prisión en Egipto y en José Smith mientras estaba en la prisión en Misuri; y recordé que el Señor le dijo que sobrellevara con paciencia todas las cosas. Pensé en Job y en personas de esta época que sufren grandes aflicciones que, aparente y probablemente, no son las consecuencias que merecen por sus acciones. Pensé en las personas que quedan lisiadas por causa de accidentes o enfermedades, y pensé en las familias buenas que llevan a cabo la noche de hogar y hacen todo lo que deben hacer y, aun así, algunos integrantes de su familia no hacen lo correcto. Me di cuenta de que las tormentas y las borrascas de la vida se nos presentan a todos.
Comprendí mejor que nunca que lo que el Señor nos promete a todos nosotros es que, si hacemos lo correcto, Él nos dará paz donde sea que nos encontremos. Yo sé que eso es cierto. Esa paz quizá no venga de la procedencia que esperamos, ni de la manera, ni en el lugar, ni en el momento en que pensamos; pero, si miramos ese período en una
perspectiva eterna, llegará de la manera que sea mejor para nosotros e igualmente honraremos Su nombre por cosas que ahora no entendemos.
Durante los años que pasé en las islas, me recordaba a mí mismo que tendría que atravesar otras borrascas; no obstante, a partir de aquella experiencia, sabía perfectamente que podíamos llegar a salvo, y fue por eso que me hice la siguiente amonestación: «Cuando nos encontremos con estas borrascas y tormentas, debemos recordar que no contamos con suficiente energía como para quejarnos y, aun así, seguir manteniéndonos a flote. Nuestro deber es nadar, y no dudar ni quejarnos. Lo que tenemos que hacer es llegar a la costa y, para eso, debemos dejar la explicación de la tormenta en manos del Señor. Si todas las energías que dedicamos a preguntar “por qué” las usáramos para nadar, con Su ayuda, muchos más de nosotros llegaríamos a la orilla».
Se podría decir que este episodio particular es un ejemplo típico de las muchas experiencias de aprendizaje que recuerdo de mi primera misión en Tonga.
Creo que si aprendí algo en la misión fue que, si tratamos sinceramente de cumplir con nuestro deber y trabajamos arduamente y somos pacientes y dedicados a la oración y, sobre todo, si tenemos una fe inquebrantable en Dios, podemos lograr cualquier cosa que Él desee, porque Dios siempre cumple con sus promesas.
Pero permítanme comenzar por el principio.
























