El Otro lado del Cielo

«Ese hombre me da lástima»


Amedida que pasaba el tiempo y conocía cada vez mejor a los isleños, su idioma, su comida y sus costumbres, también me daba cada vez más cuenta de la pobreza material en la que vivían. Pensaba en todas las comodidades que tenía en mi país y me preguntaba por qué tendríamos tanto nosotros en los Estados Unidos y ellos tenían tan poco allí; parecía algo imposible de conciliar. Aún no percibía claramente las grandes bendiciones espirituales que tenía aquella gente.

Cuando los recuerdos de muertes, enfermedades y huracanes se fueron borrando, volvió la monotonía que surge de vivir la rutina diaria de una pequeña isla; un día largo y sin sucesos daba paso a otro con muy pocos cambios en la vida de aldea. A veces llovía ferozmente y luego el sol brillaba con todo su furor. La dieta de pescado y fruto del árbol del pan se mantenía casi sin alteraciones día tras día. La armonía del sol y el mar, la laguna y la suave risa de aquellas hermosas personas de piel morena parecían fundirse formando un manto de paz y tranquilidad.

Y entonces, un día ¡emoción renovada! un barco desconocido estaba intentando entrar al puerto. ¡Qué alegría la de ver algo diferente! En seguida toda la isla bajó hasta la costa para contemplar uno de los veleros más hermosos que he visto en mi vida.

Muy tranquilamente, como si fuera en cámara lenta, uno de los tripulantes echó el ancla en la laguna; no pareció haber salpicado nada, como si no hubiera querido perturbar la belleza de aquella escena. Ya casi estaba anocheciendo. La luz del sol poniente marcaba la silueta del elegante velero, las velas recogidas y plegadas contra el telón de fondo de las aguas de color azul oscuro y los islotes verde esmeralda. Rayos dorados de luz pintaban todo de tonos increíblemente intensos, como si estuvieran enmarcando aquella imagen para la eternidad.

En silencio, la tripulación desenrolló alfombras de color rojo oscuro sobre la cubierta recién restregada y luego el capitán salió vestido con su blanca ropa para el trópico, limpia y almidonada, para estudiar la situación. A esa altura, ya había canoas por todas partes, puesto que los isleños curiosos deseaban ser parte de esa experiencia, ese cambio.

Nuestros miembros estaban cautivados por la emoción. En seguida volvieron con informes y, aunque yo era joven y sin experiencia, no me llevó mucho darme cuenta de lo que estaba sucediendo.

El hombre era un millonario extranjero que andaba recorriendo el mundo; quería comprar alimentos y agua, y conseguir mujeres jóvenes. Había bebidas alcohólicas a bordo y se les prometía verdadera “diversión” a quienes aceptaran su imitación.

Les aconsejé a los miembros que no se acercaran; la mayoría no lo hizo, pero otros sí. El aventurero adinerado se quedó algunos días hasta terminar de obtener lo que quería, y anunció que se iría antes del mediodía del día siguiente. Algunos de los miembros fieles rogaron: «¿Podemos salir antes de que se vaya, sólo para ver el barco?». Acordamos que a las diez en punto de la mañana siguiente iríamos a ver el velero por unos breves momentos.

Cuando llegamos, vi que era mucho más elegante de lo que me había imaginado. Todavía estaban deshaciéndose de la evidencia de las actividades que habían tenido la noche anterior y haciendo los preparativos para levar anclas y hacerse a la mar. Durante un rato nos quedamos maravillados y sobrecogidos, asombrados ante la belleza del revestimiento color caoba intenso, las lujosas instalaciones de bronce, el lustre de las superficies recién pintadas y el blanco resplandeciente del casco que besaba silenciosamente la laguna de color azul oscuro.

Nos subimos a las canoas. El dueño del barco, casi sobrio, se despidió con la mano y nosotros regresamos a la orilla. Al empujar nuestras piraguas hacia la playa de arena, me di vuelta una vez más para observar aquella forma blanca y elegante que avanzaba hacia el horizonte; pensé en el millonario, vestido con su ropa blanca para el trópico, habiendo ya obtenido lo que quería, cómodo y con sus alacenas bien abastecidas y su tripulación experta, con su dinero y su poder. Parecía tener todo lo que deseaba.

Y luego miré a los hombres que me habían llevado hasta la orilla: descalzos, con camisas harapientas, valas (polleras) andrajosas sujetadas a la cintura con sogas trenzadas; luego miré más allá de ellos observando la aldea. Vi el humo proveniente de la comida que cocinaban para la mañana, el cual serpenteaba perezosamente en el aire; oí el sonido monótono que se producía al batir tapa y sentí en la cabeza la pesadez del sol que se filtraba a través de las palmeras. Observé a los hombres caminando lentamente hacia sus huertos y oí la risa de los niños que perseguían desnudos a perros esqueléticos.

De repente, sentí que la agobiante vida en una isla, con tan pocas oportunidades de cambio, era terriblemente injusta. Me volví una vez más para mirar el velero, que ya se estaba hundiendo en la distancia. El contraste era tan grande que me resultaba difícil de creer. Mi corazón exclamó: «¡Qué injusticia! ¡Qué injusticia! Esta pobre gente: míralos. Y tú: ¡mírate!».

Regresé con el grupo y, lentamente llegamos hasta la orilla y nos dirigimos hacia la aldea. Entonces un hombre mayor se volvió hacia mí y me dijo en voz baja, en su lengua materna:

—Estoy muy triste. Me da mucha lástima.

—Sí —lo interrumpí—, yo también estoy muy triste y me da mucha lástima. Sencillamente, no es justo ¿verdad?

—No —continuó—, realmente no es justo. Ese hombre me da lástima porque nunca será feliz.

Me quedé atónito, sin saber qué contestar.

«¿A usted le da lástima ese hombre? ¿Él no va a ser feliz? ¿Qué está diciendo?».

En mi asombro trataba de entender lo que acababa de escuchar. ¡Aquel hombre que no tenía nada me decía que sentía lástima por el que lo tenía todo! Mi mente inmadura daba vueltas y vueltas intentando interpretar palabras, sentimientos y relaciones.

El isleño continuó:

—Me da lástima. Él nunca será feliz, ya que busca solamente su propio placer y no ayuda a otros; pero nosotros sabemos que la felicidad proviene de ayudar a otras personas. Lo único que él hará será navegar por el mundo buscando felicidad y esperando que los demás se la provean, pero otros no pueden hacerlo. Y nunca la encontrará, porque no ha aprendido a ayudar a sus semejantes. Tiene demasiado dinero, demasiados lujos, demasiado poder. Cuánta lástima siento por él.

Observé el cuerpo moreno y arrugado del anciano; ya no le quedaban dientes, tenía el cabello blanco y su piel parecía cuero apergaminado. Sin embargo, sus ojos eran mansos, la voz tranquila y el rostro puro. Sus poderosas palabras me enseñaron una gran lección.

Los años han pasado pero, de vez en cuando, al ver personas orgu- llosas viajando en sus autos nuevos y lujosos o cuando siento mi propia falta de voluntad para ayudar a los demás, cierro los ojos, veo un hermoso velero avanzando hacia el horizonte y luego contemplo a un anciano de cuerpo moreno y arrugado, cabello blanco y piel apergaminada; y lo escucho mientras sus ojos mansos penetran los míos. Su boca desdentada se mueve y su espíritu me explica: «Me da lástima. Él nunca será feliz. No ha aprendido a ayudar a sus semejantes».

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