El Otro lado del Cielo

¡Adiós, Niuatoputapu!


Estábamos ocupados y felices y seguíamos trabajando arduamente,

enseñando a varias familias con miras a más bautismos, cuando un día recibí este telegrama del nuevo presidente de la misión: Élder Groberg, Niuatoputapu. Si está allí, por favor responda. Era la primera notificación que recibía en la que se me avisaba que teníamos un nuevo presidente.

Respondí que estaba allí y él me contestó con otro telegrama: Nueva asignación: Tome el próximo barco a Nuku‘alofa con Feki.

¡Me tomó completamente de sorpresa! Nuevo presidente de la misión, nueva asignación y tener que irme de Niuatoputapu: ¡todo en un solo telegrama! No estaba seguro de poder lidiar con tanta información, pero sabía que tenía que hacerlo. ¿Irme de Niuatoputapu? No podía creerlo. Y lo peor era que la llegada del barco estaba programada para las próximas semanas. ¿Cómo era posible que llegara a hacer todo lo que sentía que debía hacer antes de irme?

Una vez que caí en la cuenta de que todo eso era realidad, me puse bastante filosófico; sabía que no podía terminar todo, así que simplemente haría todo lo que estaba a mi alcance y les dejaría el resto a otras personas. Reflexioné sobre lo que había sucedido durante el último año.

Había llegado sin conocer ni el idioma ni a nadie de Niuatoputapu, pero me iba hablando el idioma y conociendo a todos. Al llegar, sentía miedo y me parecía que los lugareños tenían malas intenciones; en el momento de irme, me sentía como en casa y sabía que las personas tenían buenas intenciones y eran maravillosamente serviciales. Había llegado a una pequeña rama con muchísimos problemas; al irme, dejaba una rama relativamente fuerte y al menos con problemas reducidos.

Durante aquel año habíamos bautizado solamente a siete personas, pero nos esforzamos mucho e hicimos lo mejor que sabíamos hacer. Era muy gratificante saber que esas siete personas seguían siendo miembros activos y que su conversión a la Iglesia había sido de muchísimo valor. Por lo general, los que se unen a la Iglesia a pesar de enfrentar mucha oposición tienden a permanecer activos.

Años más tarde hice un cálculo rápido y descubrí que, con el tiempo, de aquellos siete bautismos surgieron seis familias con más de cincuenta miembros, entre los cuales se cuentan esposas e hijos, o sea, una rama de tamaño normal. Todos formaron núcleos familiares grandes y fieles. Por ejemplo, una de las familias que bautizamos tuvo un total de doce hijos: nueve varones y tres mujeres; los doce prestaron servicio en misiones. De acuerdo con el promedio de bautismos por misionero en Tonga, los integrantes de esas seis familias que cumplieron misiones dejaron tras de sí más de cuatrocientos cincuenta miembros nuevos, es decir, un barrio de tamaño considerable. Los hijos después se casaron y muchos de ellos volvieron a salir a la misión como matrimonios; casi todos sus hijos fueron misioneros también. Una vez más, en promedio, este grupo de misioneros habría bautizado más de tres mil miembros nuevos, o sea, una estaca de tamaño normal.

Sin dejar volar demasiado la imaginación, es muy posible que haya habido más de tres mil nuevos miembros en el Evangelio gracias a aquellos siete primeros bautismos de personas que permanecieron fieles, incluso hasta la tercera generación y más allá.

Cuando actuamos de acuerdo con el Espíritu, el poder de Dios se hace cargo, el Espíritu justifica lo que hayamos hecho y el Señor hace los arreglos necesarios a fin de que en futuros sucesos aquello que haya comenzado espiritualmente se concrete con éxito, tanto espiritual como temporalmente. Cuando el apóstol Pablo escribió: «La letra mata, mas el espíritu vivifica» (2 Corintios 3:6), expresó palabras verdaderas. Siete personas no es mucho, pero el Espíritu dio vida. Con el tiempo, se formaron ramas, barrios y estacas, y el final todavía no ha llegado. Si hacemos nuestra parte, si nos comprometemos y cumplimos con esos compromisos, siempre bajo la influencia del Espíritu, ¡suceden cosas maravillosas! Estoy convencido de que lo único que tenemos que hacer es afanarnos lo más que podamos esforzándonos y teniendo gran fe en Dios, y Él en efecto aumentará nuestros esfuerzos.

Esas últimas semanas pasaron volando como una nube fugaz. Cuando quise acordar, ya había llegado el barco en el cual tenía que irme. ¡Ya era hora de partir! La profunda emoción que sentí al darme cuenta de que aquel era mi último día en Niuatoputapu es inexplicable. El barco estaba allí, ya se había comprado el pasaje e íbamos a volver a Tongatapu durante la mañana, dejando atrás Niuatoputapu y su maravillosa gente.

Me costaba creerlo y, sin embargo, era cierto. Me había acostumbrado tanto a la isla y su gente que no quería irme. Un año no parece ser mucho tiempo, pero, desde un punto de vista emocional y espiritual, los meses que pasé en Niuatoputapu parecían ser más importantes que los últimos veinte años de mi vida. Había aprendido mucho. Sabía que Niuatoputapu siempre sería un lugar sagrado para mí, el lugar donde había visto manifestarse el poder de Dios entre Sus hijos.

Había aprendido las lecciones más importantes que una persona pueda aprender en esta tierra: que Dios vive, que Él es nuestro Padre, que nos ama y que toma parte en nuestra vida y se preocupa por lo que nos sucede; que Jesús es Su hijo, nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Redentor, quien, debido a Su infinito amor por nosotros, pagó un precio altísimo para que pudiéramos volver a nuestro verdadero hogar con el Padre Celestial y tener gozo, amor, oportunidades de servir y habilidades indescriptibles. Aprendí que José Smith es un Profeta de Dios y que por medio de él, el Libro de Mormón, otras Escrituras y el sacerdocio de Dios con sus ordenanzas sagradas se encuentran de nuevo sobre la tierra; que el reino de Dios, con profetas vivientes, es real y se encuentra aquí y ahora, con el poder para sellar por toda la eternidad y atar en la tierra y en los cielos; había visto y sentido su poder y sabía de su eficacia.

Yo sabía todo eso y tenía un sentimiento muy profundo por ese conocimiento pero, aunque parezca mentira, aquel día mis pensamientos no se centraban tanto en estos conceptos como en las personas; quería verlos a todos y hablar con todos; los conocía bien, o al menos pensaba que así era. Estaba seguro de poder llamar por su nombre a los setecientos habitantes, decir con quiénes estaban emparentados y en qué casa vivían y cuántos cerdos tenían y cuán a menudo nos daban de comer. El recorrer el lugar y visitar a las personas fue una experiencia que me desgarró el corazón.

A pesar de que no dormimos en toda la noche, la mañana siguiente llegó demasiado rápido. Lentamente, caminamos hacia el barco, donde una gran multitud se había reunido para despedir a los que partíamos. La nave iba a llegar a Nuku‘alofa justo antes de que comenzaran las clases, así que estaba lleno de estudiantes, sobre todo en edad de escuela secundaria, que se iban a estudiar a la «gran» isla de Tongatapu (de treinta y tres kilómetros de largo).

Feki y yo nos despedimos y abrazamos a casi todos. Amábamos a nuestro pequeño rebaño y esperábamos dejarlos mejor de lo que los habíamos encontrado. Amábamos a quienes habíamos bautizado y a los que no habíamos bautizado. Teníamos grandes esperanzas para todos ellos. Todos nos expresaron su amor, tanto los miembros como los que no lo eran. El oficial representante del gobierno nos ofreció una cálida despedida; era un hombre excelente y un gran amigo.

Al subirnos al barco, los santos se reunieron y cantaron el hermoso himno de despedida: «Oka Tau Ka Mavae» («Para siempre Dios esté con vos») como solo los tonganos saben cantar. ¡Si se nos habrá desgarrado el corazón! Las lágrimas corrían libremente y era difícil controlar las emociones. Me imagino que la mayoría de los misioneros se sienten así cuando se van de una región y dejan a las personas a quienes han prestado servicio y llegado a amar. Para mí, fue un día de asombro y cumplimiento. El primer presidente de la misión me había pedido que aprendiera el idioma y edificara el reino. Sentía que había cumplido con los dos encargos, al menos hasta cierto punto, ¡y qué asombroso todo lo que aprendí en el trayecto!

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