La escuela
Los asuntos relacionados con los miembros y los misioneros comenzaban a avanzar en la dirección correcta, por lo cual sentía que debía dirigir mi atención a organizar la escuela; éste era un grandísimo desafío, ya que se trataba de terreno desconocido para mí. Los miembros estaban entusiasmados por ayudar hasta que se dieron cuenta de lo poco que sabía yo sobre el funcionamiento de una escuela. Debe de haber sido difícil para ellos; si sacaban a sus hijos de las escuelas a las que asistían, los enviaban a la «mía» y luego yo me iba o la escuela fracasaba, ¿qué harían?
A pesar de todos los problemas y las reservas que tenían, muchos de los miembros dijeron que tenían fe en el presidente de la misión (no necesariamente en mí): si él había dicho que yo debía abrir una escuela, mandarían a sus hijos allí.
En Niuatoputapu había enseñado a un pequeño grupo en la capilla durante un tiempo, pero era más que nada para los hijos de los miembros e iban después del horario escolar normal. Según había entendido, el presidente de la misión quería que abriera una escuela regular en Ha’apai; y a pesar de que ni yo ni mis consejeros sabíamos cómo abrirla, sentíamos que debíamos hacer algo al respecto pues el presidente nos había enviado un telegrama en el cual nos preguntaba cómo íbamos con ese proyecto.
Los únicos lugares suficientemente grandes para que funcionara una escuela eran la capilla y la galería del frente de nuestra casa. Algunos de los miembros habían ido a la escuela de Liahona y sabían que los colores de los colegios mormones eran el verde y el blanco. Anunciamos que el lunes por la mañana tendríamos una reunión en la galería para todos los que estuvieran interesados en asistir a nuestra escuela y que pudieran costearse una falda verde con rayas blancas, o blanca con rayas verdes. Para nuestra sorpresa, asistieron a la reunión alrededor de veinte niños con sus padres.
Entonces empezaron las preguntas: cuánto habría que pagar, qué asignaturas se dictarían, cuándo y a cargo de quién estarían, a qué hora comenzarían y terminarían las clases, cuánto durarían, qué programa íbamos a usar, cuándo serían las vacaciones, si teníamos permiso del gobierno, si les pagábamos a nuestros maestros y si éstos estaban capacitados.
Lamentablemente, no podíamos responder y no contábamos con el permiso oficial del gobierno, ya que me había imaginado que lo único que necesitaba era la autorización del presidente de la misión. Tampoco teníamos maestros; al menos no teníamos ninguno que supiera lo que tenía que hacer. Lo menos que se puede decir es que el comienzo fue muy dificultoso.
Las otras escuelas de la zona se opusieron a nuestra labor y consiguieron una orden del gobierno local que nos prohibía dictar clases hasta que tuviéramos la autorización oficial del Ministerio de Educación, que se encontraba en Nuku’alofa, el cual exigía que tuviéramos maestros capacitados. Algunos de los miembros comenzaron a discutir con los funcionarios del gobierno y otros empezaron a preguntarse si yo sabría lo que estaba haciendo; en realidad, no lo sabía. Todo era un gran lío pero al menos nos estábamos esforzando.
Ahora me doy cuenta de que fui extremadamente ingenuo: para abrir una escuela se necesitaba todo tipo de autorizaciones del gobierno, y ni el presidente de la misión ni yo nos habíamos informado lo suficiente en cuanto a dónde comenzar ni cómo conseguir el permiso que se nos exigía. Creo que fui tan iluso que pensé que la autoridad que me había dado el presidente sobrepasaba a cualquier otra.
Dado que fueron por lo menos veinte los niños que se mostraron interesados, arremetí y anuncié que comenzaríamos las clases al día siguiente. El resto del día y de la noche lo pasé intentando desesperadamente conseguir la ayuda de personas con experiencia y tratando de resolver qué habríamos de hacer.
A pesar de que hicimos lo mejor que pudimos, cuando comenzamos las clases la confusión era grande. No estábamos bien preparados y la oposición a la escuela era intensa. El director de educación de Ha‘apai fue en varias ocasiones y dijo que teníamos que cerrar la escuela hasta que su superior, que se encontraba en Nuku’alofa, nos avisara que nos habían otorgado la autorización. Yo le contesté: «Dígales usted a los niños que no pueden seguir viniendo. Yo no lo haré». El tampoco lo hizo, así que continuamos las clases. La batalla se extendió durante varias semanas, mientras iban y venían los telegramas que intercambiábamos con el presidente de la misión, con el funcionario local encargado de la educación y con la oficina gubernamental principal de Nuku’alofa.
Después de unas cuantas semanas, todavía no nos iba muy bien y parecía que no obtendríamos el permiso que necesitábamos del gobierno. Cuando la situación ya no daba para más, el presidente de la misión me envió un telegrama en el cual decía que consideraba que los funcionarios de Nuku’alofa le estaban dando largas al asunto, por lo cual me sugería que cerrara la escuela por un tiempo y fuera a Nuku‘alofa para ver cómo podíamos solucionarlo.
El telegrama fue un golpe duro para mí y mis consejeros, los que me suplicaron: «Hagamos un ayuno especial antes de decirles a los miembros; es mucho lo que ellos han sacrificado. Sentimos que sería mejor que no cerráramos la escuela y pensamos que el Señor estará de acuerdo; de todos modos, primero debemos comunicarnos con Él».
Al día siguiente, todos ayunamos y oramos, y tuvimos la impresión de que debíamos seguir con la escuela. Le envié un telegrama al presidente diciéndole que sentíamos que debíamos intentar mantener la escuela abierta y preguntándole si le parecía bien que me quedara en Ha‘apai y no fuera a Nuku’alofa. Como no recibí respuesta, me quedé y continué las clases escolares. Unos días más tarde, el director de educación local apareció por el camino que conducía a la escuela agitando el telegrama que llevaba en una mano.
Ya había ido muchas veces antes con telegramas de sus superiores. Por la forma extraña en que sonreía, pensé que tendría malas noticias; me pidió para hablar conmigo a solas; me sentía acongojado; todavía no había logrado tener toda la fe que tenían los tonganos. Una vez que estuvimos solos, abrió el telegrama y, con la misma sonrisa extraña, leyó:
Hoy hemos otorgado permiso oficial a la Iglesia mormona para abrir una escuela en Pangai, Ha’apai, con el señor John H. Groberg como director. Asegúrense de que sigan el programa establecido por el gobierno y tengan un lugar adecuado para las clases.
Director de Educación
Nuku’alofa, Tonga
Me informó que tendría que reunirme con él inmediatamente para ver el programa. Me dijo que iba a revisar las instalaciones y que supervisaría las clases semanalmente y me advirtió que si no cumplíamos con las normas, tendría que cerrar la escuela. En realidad no parecía estar muy enojado, sino más bien resignado; sin embargo, se le notaba un poco de molestia por haber perdido el primer «encuentro». En ese momento ya me di cuenta de que habría otros.
Me quedé tan feliz que podría haber gritado de alegría, y probablemente lo haya hecho. Fui corriendo a contar las buenas noticias a mis consejeros; ellos asintieron como si ya lo supieran, por lo que les pregunté si no estaban emocionados; su respuesta fue que sí, lo estaban, pero tuve la clara impresión de que se preguntaban: «¿Y qué otra cosa esperaba?».
La escuela, a la cual dimos el nombre de Deseret, comenzó con veinte alumnos, pero siguió creciendo, sobre todo después que obtuvimos la autorización oficial del gobierno. Pasamos de veinte a treinta, de treinta a cuarenta y de cuarenta a cincuenta, hasta llegar a los ciento veinte y luego a los doscientos.
Debido a eso, escribí al presidente de la misión diciéndole que necesitaba más ayuda. Las responsabilidades que tenía (ser presidente del distrito, con todo lo que eso implicaba, y también tener que salir a golpear puertas, visitar las islas más alejadas, trabajar con los misioneros y dar clases en la escuela, todo al mismo tiempo) eran más de lo que mis posibilidades físicas me permitían hacer. Él se alegró por nuestro éxito y me envió tres misioneras y dos élderes locales, todos los cuales eran maestros de profesión. Con esos cinco maestros, además de mí y otros dos que había encontrado allí mismo, tuvimos un buen cuerpo docente.
Los cinco maestros nuevos vivían con los miembros, al igual que todos los misioneros; daban clases en la escuela durante el día y luego golpeaban puertas y enseñaban las charlas durante la noche. Eran buenos maestros: llevaron disciplina y orden a la escuela y ayudaron a que tuviera mucho éxito.
Cuando me fui de Ha’apai, era tanta la unidad y la concordia entre los misioneros que prestaban servicio como maestros que indudablemente tenían una estrecha semejanza con la sociedad que se describe en 4 Nefi, en la cual todos eran uno de corazón y no había contención entre ellos (véase 4 Nefi 1:17). ¡Qué dichosa experiencia fue la escuela! Aunque no puedo decir que existía la misma unidad entre todos los miembros, ya que éstos eran un poco más individualistas, también estaban sentando las bases de una gran unidad.
























