El viento del Señor
Encontrar a alguien que estuviera dispuesto a escuchar las charlas era como hallar una pepita de oro, sobre todo si había sido un miembro quien había dado la referencia. Un día recibimos una de esas referencias: nos dijeron que si el día siguiente estábamos en cierto puerto de una isla determinada, a la puesta del sol, nos estaría esperando una familia que iba a escuchar las charlas.
¡Qué gozo producen esas noticias en los misioneros! En seguida fui a buscar a cuatro miembros que eran navegantes experimentados y me llevarían a la isla.
Temprano a la mañana siguiente, después de orar, los cinco partimos en nuestro velero. La brisa era buena; avanzamos con rapidez por la costa, atravesamos el paso del arrecife y salimos hacia la amplia extensión del mar abierto. Adelantamos bastante durante unas horas, pero luego, a medida que el sol ascendía y el velero se alejaba cada vez más de la tierra firme, el viento empezó a amainar y poco después desapareció por completo y nos dejó balanceándonos sin rumbo en la mar tranquila.
Los que tienen mucho conocimiento de navegación saben que, a fin de llegar a cualquier parte, se necesita viento. A veces hay brisas muy buenas sin que haya tormentas ni grandes olas; pero, por lo general, todo eso ocurre al mismo tiempo. Un navegante experimentado no les teme a las tormentas ni a las grandes olas, que contienen el elemento vital de la navegación: el viento. A lo que sí temen es a la ausencia de viento, o sea, a quedar inmóviles.
El tiempo pasaba; el sol estaba cada vez más alto y el mar más calmo. Nada se movía. No nos llevó mucho tiempo darnos cuenta de que, a menos que algo cambiara, no llegaríamos a nuestra cita a la hora de la puesta del sol. Propuse que oráramos y le rogáramos al Señor que enviara un poco de viento para que pudiéramos llegar hasta el puerto. ¿Acaso puede un grupo de hombres tener un deseo más justo que ése? ¡Queríamos llegar a encontrarnos con una familia para enseñarles el Evangelio! Ofrecí una oración y, cuando terminé, todo estaba más tranquilo que antes. Cuando fue obvio que no sucedía nada, dije a mis compañeros: «Bueno, ¿cuál de ustedes es como Jonás? ¿A quién le falta fe? A quien sea que le falte lo echaremos por la borda para que el Señor pueda mandar el viento que necesitamos y podamos continuar con nuestro viaje». Nadie quería admitir que era como Jonás, así que seguimos a la deriva.
Entonces uno de los hombres de más edad sugirió que todos nos arrodilláramos y uniéramos nuestra fe y nuestras oraciones, pero que cada uno ofreciera su oración en silencio al mismo tiempo que el resto; y asi lo hicimos. Nos esforzamos mucho en el espíritu; no obstante, cuando el último de nosotros abrió los ojos, ¡nada! Ni el más mínimo movimiento. Las velas se veían lánguidas y sin energías; hasta las ondas más insignificantes que daban contra el costado del velero habían cesado. El océano parecía un mar de vidrio.
El tiempo seguía pasando y comenzábamos a desesperarnos. El mismo hombre mayor propuso que todos nos volviéramos a arrodillar para orar y que nos turnáramos para ofrecer una oración en voz alta para el resto del grupo. Muchas hermosas oraciones de súplica ascendieron al cielo; sin embargo, cuando la última llegó a su fin y todos abrimos los ojos, el calor abrasador del sol era más intenso que antes; el océano parecía un espejo gigante y nos daba la impresión de que Satanás estaba riéndose y diciéndonos: «¿Ven? No pueden ir a ninguna parte. No hay viento. Los tengo en mi poder».
Yo pensé: «Hay una familia en el puerto que desea escuchar el Evangelio. Nosotros estamos aquí y queremos enseñarles. El Señor controla los elementos. Lo único que nos impide llegar hasta esa familia es un poquito de viento. ¿Por qué no lo envía el Señor? Es un deseo justo».
Mientras así pensaba, noté que aquel fiel hombre mayor se dirigía a la parte trasera del velero. Lo observé desamarrar el pequeñísimo bote salvavidas, colocar los dos remos en su lugar y, con cuidado, bajarlo por el costado del velero.
Luego me miró y, con voz suave, me dijo:
—Suba.
—¿Qué está haciendo? —exclamé— ¡A duras penas hay lugar para dos personas en eso tan pequeño!
—No pierda tiempo ni esfuerzo —me contestó—. Lo llevaré remando hasta la costa y debemos irnos ya mismo si queremos llegar para el atardecer.
—¿Llevarme remando a dónde? —le pregunté mirándolo incrédulamente.
—Hasta donde estará la familia que quiere escuchar el Evangelio. El Señor nos ha dado una asignación. Suba al bote.
Quedé estupefacto. La costa se encontraba a muchos kilómetros de distancia; el sol calentaba muchísimo y él era un hombre ya entrado en años. A pesar de eso, al fijar la mirada en el rostro de aquel hermano fiel, percibí una intensa expresión en sus ojos, una voluntad de hierro en su ser y una firme determinación en su voz cuando me dijo:
—Antes de que se ponga el sol este mismo día, estará enseñando el Evangelio y expresando su testimonio a una familia que desea escuchar.
—Mire —protesté—, usted tiene tres veces mi edad. Si vamos a
hacer eso, está bien, pero déjeme remar a mí.
Con esa misma mirada de determinación y fe, él me contestó:
—No, déjeme a mí. Suba al bote. No pierda tiempo hablando o moviéndose más de lo necesario. ¡Vamos!
Se subió al bote conmigo; yo iba en la parte delantera y él en el medio, con los pies estirados hacia la parte trasera del bote, dándome la espalda.
El movimiento del pequeño bote perturbó la superficie cristalina del océano, que parecía quejarse: «Este es mi territorio. ¡Salgan de aquí!». No había ni una mínima brisa ni tampoco se oía sonido alguno, a excepción del crujir de los remos y el repiqueteo de las clavijas a medida que la pequeña embarcación comenzaba a alejarse del costado del velero.
El hombre dobló la espalda y comenzó a remar: sumergir, tirar, levantar los remos; sumergir, tirar, levantar. Cada vez que sumergía los remos parecía que se debilitaba la resolución de aquel océano que se asemejaba a un espejo; cada vez que los levantaba, el botecito avanzaba y separaba las aguas cristalinas para abrir paso al mensajero del Señor.
Sumergir, tirar, levantar los remos. El hombre, a pesar de su edad, no levantó la vista, no descansó ni habló, sino que, hora tras hora, remó, remó y remó. Los músculos de la espalda y de los brazos, fortalecidos por la fe y movidos por una determinación inquebrantable, se flexiona- ban con una cadencia maravillosa que se asemejaba a un reloj finamente calibrado. Nos movíamos serenamente pero sin cesar hacia un destino ineludible. El anciano concentraba sus esfuerzos y energías en cumplir el llamamiento que había recibido del Señor: llevar al misionero hasta la familia que quería escuchar el Evangelio. Aquel día, él fue el viento del Señor.
Justo cuando el sol se hundía en el océano, el bote tocó la orilla del puerto. Una familia nos esperaba allí. El hombre habló por primera vez en horas, diciéndome: «Vaya. Enséñeles la verdad. Yo estaré esperándolo aquí».
Caminé hasta la orilla, me encontré con la familia, fui hasta la casa de ellos y les enseñé el Evangelio. Mientras les daba mi testimonio acerca del poder de Dios en esta Iglesia, me parecía ver con la imaginación a aquel hombre entrado en años remando hacia un puerto lejano y luego esperando allí. Testifiqué, con un fervor tan grande como he sentido pocas veces, que Dios realmente da poder a los hombres para que hagan Su voluntad si tienen fe en Él, y les dije: «Cuando ejercemos fe en el Señor Jesucristo, tenemos la capacidad de hacer cosas que no podríamos lograr de otro modo. Si nuestro corazón está decidido a hacer lo correcto, el Señor nos da el poder para hacerlo».
La familia creyó y, con el tiempo, se bautizó.
En los anales de la historia de la Iglesia, pocos llegarán al conocimiento de este pequeño incidente; casi nadie sabrá de aquella diminuta isla, de la familia que esperó ni del desconocido de edad avanzada que ni una sola vez se quejó de estar fatigado ni de que le dolieran los brazos, la espalda o el cuerpo. Aquel día, mientras remaba hora tras hora incansablemente y sin quejarse, jamás habló de tener sed, del sol abrasador ni del calor; únicamente se refirió al privilegio de ser un agente de Dios que llevaba a un misionero para que enseñara la verdad a aquellos que deseaban escucharla. Pero ¡Dios lo sabe todo! Él le dio la fortaleza para que fuera Su viento aquel día y Él nos la dará a nosotros para que seamos Su viento en el momento preciso.
¿Cuántas veces no hacemos más porque pedimos un viento que no llega? Oramos pidiendo lo bueno pero nos parece que no sucede nada, así que nos quedamos sentamos esperando y no hacemos nada más. Siempre debemos orar pidiendo ayuda, pero en nuestras oraciones debemos pedir constantemente inspiración e impresiones para actuar de un modo diferente de lo que se nos haya ocurrido. Dios escucha nuestras oraciones y sabe más que nosotros; Su experiencia es infinitamente más amplia que la nuestra. Nunca debemos detenernos por pensar que el camino que tenemos por delante está obstruido ni porque la única puerta por la que podemos pasar esté aparentemente cerrada.
Sean cuales sean las pruebas que tengamos, nunca debemos decir: «Lo que he hecho es suficiente». Sólo Dios tiene derecho a decirlo. Nuestra responsabilidad, si somos fieles, es preguntar: «¿Qué más puedo hacer?»; y luego prestar atención a la respuesta y ¡poner manos a la obra!
Nunca olvidaré el ejemplo de aquel hombre ya entrado en años.
























