Con dolor en la espalda
Teníamos muchas oportunidades de predicar el Evangelio y efec-tuábamos bautismos regularmente; todos los de Ha’apai se realizaban en el océano. Al bautizar más personas y formar más ramas, las casas de reuniones empezaban a quedarles chicas; cuando esto sucedía, les sugeríamos a los miembros que construyeran sus propias capillas. En todos los casos, ayudaban y mostraban entusiasmo. No se usaban los fondos de la Iglesia, sino que les pedíamos que proporcionaran todos los materiales, la mano de obra y un terreno en el cual pudiéramos edificar; los de la presidencia del distrito llevábamos un control de quiénes ayudaban, evaluábamos el futuro, decidíamos cuál sería el tamaño de la capilla que se iba a construir, sometíamos la decisión a voto y luego dábamos nuestra autorización oficial. Por lo general, trabajábamos con los miembros cuando empezaban las edificaciones que, normalmente, eran pequeñas Jales (casas) con techo de paja.
Lo corriente era que llevara varias semanas terminar una buena capilla de aproximadamente nueve metros de largo por cuatro y medio de ancho. Casi siempre las construían en el terreno de algún miembro y nunca se necesitaba nada de dinero, ya que todo provenía de donaciones. La construcción de capillas era una experiencia positiva para los miembros de las ramas; los que se esforzaban más en el trabajo de construcción siempre eran los que más asistían y los miembros más activos. Además, varias personas que no habían sido muy activas participaban en la construcción y, en muchos casos, se reactivaban; también había una cantidad de gente que no eran miembros de la Iglesia y colaboraban; algunos se unieron a la Iglesia, pero no muchos.
En una ocasión, fui a una rama pequeña para ayudarles a comenzar la construcción de su capilla. Con anticipación, habíamos acordado que ésta tendría un determinado tamaño. Cuando llegué, ya habían colocado los cuatro postes de las esquinas y estaban empezando a construir la estructura del techo; me percaté de que uno de los postes era demasiado pequeño para el tamaño del edificio que habíamos aprobado.
Me molesté un poco y les dije: «Escuchen: habíamos acordado construir esta capilla de una medida determinada y este poste no soportará ese tamaño, así que hay que quitarlo y colocar uno más grande». No quedaron contentos con la sugerencia, porque ya habían colocado y rellenado todos los postes; además, decían que los otros tres eran más grandes y serían suficientemente fuertes para sostener el techo. «¡De ninguna manera!», insistí. «Hay que sacar ese poste y poner uno más grande en su lugar».
Todos rehusaron hacerlo y se sentaron. A esa altura ya estaba muy fastidiado, así que tomé una pala y comencé a cavar para quitar el poste más pequeño. Una o dos personas se unieron para ayudarme, pero la mayoría se negó, diciendo: «Si no quiere ese poste, sáquelo usted mismo». No demostraban enojo pero sí que estaban en total desacuerdo conmigo.
Yo estaba decidido a sacar aquel poste; no era una tarea sencilla y parecía que la tierra húmeda no quería soltarlo. Cavábamos un rato de un lado y luego girábamos y tirábamos para aflojarlo, pero era difícil lograr que se moviera ni siquiera un poquito. Mientras tirábamos de aquel poste tan firmemente clavado, sentí que algo me sonaba en la espalda y caí al suelo retorciéndome de dolor; inmediatamente me di cuenta de que estaba en aprietos. Los otros se acercaron para ver qué había sucedido; al verme, me llevaron hasta unas esteras y se disculparon diciendo que lo lamentaban; me preguntaron qué podían hacer para ayudarme.
«Si quieren ayudar, saquen el poste», les dije. Rápidamente se juntaron y, en un abrir y cerrar de ojos, lo sacaron; me daba cuenta de que estaban asustados, y yo también lo estaba; el dolor físico que sentía era muy intenso y ellos pensaron que mi sufrimiento era consecuencia de su desobediencia y esperaban que al sacar el poste, el dolor desapareciera; pero no fue así.
Me dieron una bendición en la que me dijeron que debía ir a Ton- gatapu. Yo tenía miedo de desmayarme porque comenzaba a perder la noción de lo que me estaba sucediendo. Era consciente de su gran preocupación y de que querían ayudarme; me daba cuenta de que me miraban y escuché que alguien decía que había un pequeño velero que estaba por salir hacia Tongatapu. Hicieron señas a la embarcación y cuando ésta se acercó a la costa, le explicaron al capitán lo que había sucedido y le preguntaron si me podía llevar hasta Tongatapu; él dijo que sí y ellos me llevaron en brazos, se metieron en el agua y me pusieron en el velero; me dijeron que no me moviera, que recordara la bendición que me habían dado y que todo saldría bien. En cuanto a mí, no me hallaba en condiciones de oponerme a nada.
Aunque ya había unas diez personas apiñadas en el pequeño velero, en seguida se movieron y me hicieron lugar; incluso sacaron unas lindas esteras y algo de tela de tapa y me armaron un lugar lo más cómodo que les fue posible; ninguno de ellos era miembro de la Iglesia, pero todos fueron amables y estuvieron dispuestos a ayudarme. Uno de los hombres mayores tenía una botella de aceite especial tongano y me preguntó si podía usarlo para frotarme el lugar de la espalda que me dolía; me dijo que estaba seguro de que me haría sentir mejor. Como consideraba que no tenía nada que perder, le dije que lo hiciera. Sus hábiles manos comenzaron a producir un milagro y, poco después, empecé a sentir que el intenso dolor iba aliviándose y a pensar que al menos no me desmayaría.
Si bien todavía seguía con mucho dolor, parte de lo que sentía era aprensión y la incertidumbre de lo que me había sucedido; sabía que tenía la espalda en mal estado, pero no qué era ni cuán grave sería, y me encontraba imposibilitado para hacer algo al respecto. Cuando estaba en la secundaria, me había quebrado huesos y sabía lo que se sentía al tener alguno fracturado; pero esa vez era diferente: no sabía qué era lo que estaba mal.
Era media tarde y la mar estaba bastante agitada pero el viento era bueno y me daba cuenta de que llegaríamos a una hora apropiada. El movimiento ondulante del velero, sumado al calorcito del sol de la tarde y al sentimiento cálido de saber que todos se preocupaban por mí terminaron por arrullarme hasta que me quedé dormido, estado en el que permanecí unas horas.
De repente, me desperté salpicado por la espuma fría del océano procedente de una ola que había chocado contra la proa del barco. Intenté incorporarme, pero manos firmes me sostuvieron y voces amables me aseguraron que todo estaba bien; me dijeron que lamentaban que el mar se estuviera poniendo más picado, pero que no debía preocuparme. «Trate de descansar», me aconsejaron, y lo intenté, pero me di cuenta de que ya estaba completamente despierto. La espalda seguía doliéndome, aunque no tanto como antes.
Ya estaba por ponerse el sol y podía pensar con más claridad; empecé a darme cuenta de que estaba prácticamente solo en un pequeño bote, entre extraños, en medio del gran océano de Dios y sin tierra a la vista. Aunque confiaba en la experiencia del capitán, era consciente de que todos poníamos nuestra confianza en la bondad de Dios y en los vientos y las corrientes que Él controla; pensé en algo que había leído en el Libro de Mormón que habla de ser «peregrinos en una tierra extraña» (Alma 13:23).
Estaba un poco melancólico y no me sentía muy cómodo con el subir y bajar del bote, sus giros y vueltas mientras yo hacía lo posible por mantenerme firme. Todos eran muy serviciales, pero no era mucho lo que podían hacer; todavía estaba dolorido y me preguntaba qué estaría sucediendo.
Probablemente esa haya sido la primera vez en que pensé mucho sobre la buena salud; al igual que muchas personas jóvenes, era algo que daba por sentado; me parecía que podía hacer cualquier cosa; pensaba que mi cuerpo era fuerte y ágil y que siempre lo sería. Supongo que lo consideraba invulnerable a los problemas físicos; pero en aquel momento sentía mucho dolor y no podía hacer lo que quería. Fue muy duro estar consciente de eso y me vi obligado a pensar en el don de la buena salud, el don de un cuerpo fuerte y la responsabilidad que tenemos de tratar este don de Dios con más respeto y cuidado.
El sol casi se había puesto. Me incorporé un poco y miré los rostros amigables y preocupados de esas personas fieles que se preparaban para pasar la noche en el océano abierto, confiando su vida a las hábiles manos del capitán y a Dios; noté que tenían una profunda fe en Dios: fe en que el velero no se daría vuelta y en que las aguas no los arrastrarían durante la noche, y fe en que finalmente llegarían al destino deseado.
El capitán me dijo que en la travesía anterior tres personas habían sido arrastradas por la borda durante la noche y que solo habían podido recuperar a dos de ellas; la tercera, una jovencita, se encontraba en las «manos del Señor», según sus palabras.
Parecían contentos al percibir que me sentía un poco mejor. Sabían que yo era misionero y me preguntaron si estaría dispuesto a ofrecer una oración y encomendar nuestras almas en las manos del Señor durante las horas largas y oscuras que teníamos por delante. Les dije que sí.
Cantaron varios hermosos himnos de alabanza y súplica, como «Guíame, oh Salvador» y «Brillan rayos de clemencia». Pensé en todos los himnos cuyo tema son los viajes por agua y me vino a la memoria «Paz, cálmense», sobre todo la frase: «Mas todos ellos se domarán. ¡Paz, cálmense!» (Himnos, N° 54).
Me preguntaba si alguien que no haya estado en una «furiosa tempestad» en el mar podrá comprender completamente las palabras y las súplicas de estas canciones; y pensé que probablemente eso supere el entendimiento de la mayoría de las personas que nunca se hayan encontrado en un bote pequeño, durante una noche oscura, y que por eso no puedan comprender totalmente el gran valor de la luz de un faro cuando uno se encuentra en aguas peligrosas. No sé por qué pero sentí lástima, no de mí mismo, sino de aquellos que jamás hubieran estado en una pequeña embarcación, en aguas tempestuosas, donde pudieran sentir la verdad y la belleza del verso en el que se suplica: «Mi timón es Tu amor. Guíame, oh Salvador» (Himnos, N° 51).
Después de las canciones, ofrecí la oración. Fue una experiencia espiritual conmovedora; las palabras de agradecimiento acudieron a mi mente con facilidad y recordé muchos pasajes de las Escrituras, como «Elumillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte a su debido tiempo» (1 Pedro 5:6). Parecía que las palabras de alabanza y súplicas penetraban en mi corazón y llenaban aquella noche oscura con la fluida lengua tongana, rica en frases de loor y metáforas que expresan gratitud. Por un momento, tuve la sensación de elevarme por encima del pequeño bote y ver la mano de Dios cubriéndonos durante la noche con una sonrisa en Su rostro, y reconociendo nuestros sinceros himnos de adoración y nuestras oraciones de agradecimiento. Fue una clara confirmación espiritual de Su benevolencia para con todas las personas, así como también de la bondad de la gente honrada de todas partes del mundo que trata de ayudar a otros y que con humildad se somete a Dios. Sé que Él escucha las oraciones sinceras.
Al concluir ese tranquilo momento espiritual, hubo muchas lágrimas: lágrimas de gratitud, de súplica, de amor y lágrimas de simple emoción, por haber sentido profundamente aquel pequeño grupo de creyentes cuánto necesitaba la ayuda del Señor. Dios estuvo muy cerca de nosotros aquella noche.
Durante la larga jornada nocturna, el viento bramó, la espuma voló, el bote crujió y las velas y sogas gimieron mientras unas veces montábamos las crestas de las olas y otras nos zambullíamos en valles de oscuridad. A pesar de ello, nadie sentía pavor, porque todos sabíamos que estábamos en las manos de Dios. Muchas veces durante el correr de la noche oí que algunas personas susurraban: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (Salmos 23:4). La fe y el amor nos cobijaron aquella noche, y ¡qué abrigo tan cálido y maravilloso resultaron!
Estuve despierto la mayor parte de la noche, un poco por el dolor pero más que nada por sentirme sobrecogido, maravillado y deseoso de ayudar a los demás tal como ellos me habían ayudado a mí. Hablé con el capitán y con algunos otros e intenté expresarles el amor y el agradecimiento que sentía hacia ellos y hacia Dios; conversamos bastante sobre el Evangelio y puedo decir que estuve lleno del Espíritu.
Aunque había estado en muchos botes, en ninguno había tenido una experiencia como en aquél, en el que no me sentía entero físicamente. Se siente algo particular cuando uno sabe que no tiene mucha fortaleza física y que debe confiar completamente en otras personas y en Dios por el bienestar de su vida y su futuro; las circunstancias no son realidad placenteras, pero los sentimientos de amor y agradecimiento sí lo son.
En algún momento de la noche caí en la cuenta de que no había llevado nada conmigo; por lo general, cuando viajaba de una isla a otra, llevaba las Escrituras, algunos folletos, una muda de ropa, quizá un poco de comida y tenía por lo menos un compañero. En esas circunstancias no tenía nada: ni muda de ropa, ni Escrituras, ni reloj, ni comida, ni billetera, ni dinero, ni pasaporte… ni siquiera buena salud. No tenía nada más que la ropa que llevaba puesta.
Al principio me estremecí y me preguntaba qué haría; más tarde me di cuenta de que no importaba: el dinero, la ropa, los pasajes, los pasaportes, todas esas cosas del mundo no eran importantes; incluso la salud no era imprescindible. En cambio, tenía lo que era importante: tenía un testimonio; sabía que Dios era mi Padre; sabía que yo era misionero, un testigo de Su Hijo, Jesucristo; sabía que Él sabía quién era yo, dónde me encontraba, cuáles eran mis necesidades y a dónde debía ir; sabía con certeza que Él era el «Rey de los cielos y de la mar» y que por medio de
Él «todos ellos se domarán» hasta que llegue el cumplimiento: «¡Paz, cálmense!».
Pensé en Moisés cuando se encontraba en el desierto después de haber dejado atrás Egipto; seguramente no tenía pasaporte ni dinero, y quizá ni siquiera tuviera una muda de ropa. Pensé en Abraham y en otros que atravesaron desiertos y tierras desoladas, y también en los pioneros que anduvieron entre artemisas y arena. Probablemente sea más fácil encontrar a Dios en lugares y circunstancias como ésos; al menos en ellos no hay tantas distracciones de este mundo. Me sentí agradecido por aquella noche y también agradecí que hubiera terminado.
Cuando el cielo comenzó a aclararse por el oriente, todos volvieron a reunirse y entonamos otra vez canciones de alabanza y gratitud; una vez más me pidieron que ofreciera una oración para agradecer la protección que habíamos tenido durante la noche, el encontrarnos en el camino correcto y no haber perdido a nadie. En la oración, alabé a Dios, le agradecí Su ayuda y le pedí que siguiera brindándonos Su protección durante el día que comenzaba. Espontáneamente acudieron a mi memoria palabras de los Salmos y tanto el significado como el escenario parecían muy naturales; llegaban a lo profundo de cada corazón, incluso el de algunos que ya no se hallaban en esta tierra. Pensé en la dulce niña de la última travesía, que ya se encontraba en las «manos del Señor».
Las aguas estaban picadas, pero avanzábamos a buen ritmo. Fijándome en los que me rodeaban, reparé en el considerable tamaño de una mujer que se encontraba cerca de mí; recuerdo haber pensado con cierta desaprobación: «Es enorme». No mucho después intenté ponerme de pie y me invadió un repentino dolor en la espalda que me hizo caer justo cuando una ola grande daba contra el bote; perdí el equilibrio y fácilmente podría haber caído por la borda; pero sentí que algo fuerte me rodeaba y me encontré a salvo entre unos brazos fornidos. Entonces me di cuenta de que me encontraba en el regazo de aquella pesada mujer y de que todos los mares del mundo no habrían podido arrancarme de su firme abrazo ni lograr moverla de la cubierta del velero. Cuando pasó el peligro, me soltó y me advirtió que no debía volver a pararme sino quedarme sentado, andar a gatas o simplemente permanecer acostado. Lamenté haber tenido aunque fuera un mínimo pensamiento negativo hacia ella.
Durante el día, el hombre mayor volvió a masajearme la espalda por horas usando ungüentos especiales; gracias a eso me sentí mucho mejor. Otros compartieron conmigo bananas hervidas y cocos que sabían muy bien. ¡Qué solícitos fueron para atenderme! ¡Qué gente maravillosa!
Cerca del atardecer apareció tierra a la vista; momentos antes de caer la noche llegamos al puerto de Nuku’alofa. Me sentía tanto mejor que hasta cierto punto me daba vergüenza haber ido hasta allí. Cuando pisé la orilla, mi espíritu literalmente rebosaba de alegría y de un entendimiento que se había profundizado mucho. Habíamos llegado sanos y salvos y ya casi no me dolía la espalda.
Di las gracias a todos por su ayuda; se negaron a aceptar ningún tipo de pago, lo cual agradecí ya que no tenía nada de dinero. Les aseguré que serían enormemente recompensados por su bondad y ellos me dieron gracias por mis oraciones y afirmaron que habían sentido la protección del Señor al llevar un misionero a bordo. El hombre de las «manos mágicas» me aseguró que me iba a sentir bien; yo le di un abrazo sincero para expresar mi gratitud. Nos despedimos con lágrimas de gozo y agradecimiento mutuo; había sido una buena experiencia. Supe que dos personas que se encontraban en aquel grupo más tarde se unieron a la Iglesia.
Ya podía caminar sin sentir mucho dolor, así que me dirigí hacia el pueblo; tenía hambre y sed y estaba cansado; sin embargo, sentía un maravilloso bienestar. Todavía no sabía qué me había sucedido ni lo que iba a pasar, pero recordé que me habían dado una bendición y una promesa; reflexioné acerca de la bendición y también de la seguridad con que el hombre del velero me había dicho que estaría bien; aunque pensaba que así sería, estaba un tanto preocupado.
Finalmente encontré al presidente de la misión y le expliqué lo acontecido. Él me llevó al hospital; no era gran cosa, pero era mejor que lo que teníamos en Ha’apai.
Un médico tongano me revisó y me hizo algunas pruebas; estaba al tanto de que había viajado desde Ha’apai hasta allí en bote, en un mar tempestuoso, así que me preguntó si me había golpeado contra el costado de la embarcación o si algo me había pegado durante el viaje; le respondí que no pensaba que fuera así pero no recordaba bien.
Me dijo que tenía toda la espalda amoratada y que había sufrido un traumatismo grave; también se me habían desgarrado algunos músculos, pero no me había quebrado ningún hueso ni se me había dañado ningún disco. «Fuera lo que fuera, ahora está bien», me dijo. «Puede volver a su casa; simplemente cuídese y no levante nada pesado ni realice trabajos de mucho esfuerzo en las dos próximas semanas».
El presidente de la misión quería que me quedara unos días para cerciorarse de que todo marchaba bien, pero le aseguré que me sentía perfectamente y que quería regresar a Ha’apai lo antes posible. Él suspiró, pero al fin asintió. Pasé la noche en la casa de la misión y partí a la mañana siguiente. Desde aquel entonces no he tenido ningún problema con la espalda.
























