El Otro lado del Cielo

En la plancha de desembarco


Cuando el barco llegó a Suva, miré en todas direcciones, pero no había élderes. Pasó una hora, pasaron dos, pasaron tres y aún no había élderes a la vista. El capitán seguía diciéndome que bajara del barco, ya que no demorarían en irse. Le dije que iban a recibirme dos jóvenes, pero no apareció nadie.

Finalmente, llegó el mediodía y el capitán estaba listo para partir. «Bájese —me dijo—; usted sólo tiene un pasaje a Suva. Yo me voy y usted se queda aquí».

Muy asustado, comencé a descender por la plancha, donde me encontré con unos oficiales de inmigración. «Muéstrenos su visa, su pasaje para seguir y el dinero con el que cuenta para su estadía aquí», me exigieron.

No tenía visa, no tenía ningún otro pasaje y tampoco tenía dinero suficiente; les aseguré que dos jóvenes irían a buscarme en seguida con lo que fuera necesario. ¡Cuánto oré! Pero no llegaron.

—De vuelta al barco, entonces —insistieron.

—¡A mi barco no! —rugió el capitán.

Recuerdo estar de pie en medio de la plancha y levantar la vista hacia los brazos cruzados y la mirada fulminante del severo capitán; y luego, bajar la vista hacia los rostros severos, de mandíbulas apretadas, de los hombres de inmigración que expresaban la misma determinación.

Miré el agua del océano que se veía por debajo de la plancha pre-guntándome durante cuánto tiempo podría mantenerme a flote. Estaba bastante asustado.

Al final, el capitán probó ser el más obstinado. En medio de insultos y gritos y estrépitos de maletas, la plancha se elevó, el barco zarpó y yo me encontré en las manos nada amistosas de los oficiales de inmigración.

Tuvieron una larga charla entre ellos, la mayor parte en un idioma que me era desconocido. Finalmente, uno de los hombres más jóvenes, que parecía más amable, se acercó y me explicó que, por el momento, tendría que irme con mi equipaje al galpón de la aduana donde quedaban las cosas que no tenían permiso para estar en el país hasta que se pagara un impuesto por ellas. Me aseguró que pensaba que los dos jóvenes de los que yo había hablado llegarían pronto y que todo marcharía bien.

Se pasaba la tarde. Varias veces, intenté hallar la manera de contactar a los misioneros, pero fue en vano. Sé que se supone que los misioneros deben ser valientes, pero en ese preciso momento estaba asustado, cansado y hambriento. El sol cada vez bajaba más y parecía que cuanto más bajaba, más desanimado estaba yo. Sabía que no me encontraba realmente en peligro ni en prisión; sin embargo, para una persona que está acostumbrada a tener mucha libertad, eso era lo que me parecía.

El picante olor a curry, a copra (carne de coco seca), al pescado que colgaban para que se secara, y la inmensa cantidad de sonidos, olores y vistas que presentaba el puerto tropical y grasiento me resultaban sumamente ajenos a los aromas frescos y agradables de mi Idaho natal. Extrañaba mucho mi hogar. Tenía ganas de llorar, pero sabía que no serviría de nada.

Finalmente, cesaron el runrún de los tornos, el crujido de los bloques y los cables, los estruendos del cargamento y el ruido de las máquinas. Las personas que trabajaban en el puerto comenzaron a irse; los siguió la gente de inmigración, hasta que sólo quedaron la guardia y los supervisores.

Intenté recostarme en el sucio y desparejo piso de cemento. Oré para saber qué hacer, pero no parecía recibir respuesta. Observé los últimos rayos de luz penetrar las nubes y centellear en el océano y en los agujeros de metal del galpón de la aduana.

«¿Cuánto tiempo durará la luz?», pensé. Luego me pregunté: «¿Qué sucederá cuando desaparezcan esos últimos rayos de luz y den paso a la oscuridad de la noche? Si cierro los ojos, quizá desaparezca o, al menos, las circunstancias cambien». Cerré los ojos, pero no sucedió nada, así que los abrí y me dije: «Tengo que tener esperanza. Las cosas tienen que salirme bien».

Volví a cerrar los ojos, pero entonces para orar. De repente, sentí casi como si hubiera sido transportado; no vi ni oí nada en un sentido físico; sin embargo, en un sentido más real, vi a mi familia, en el lejano Idaho, arrodillada para dar la oración; y escuché que la persona que ofrecía la oración decía muy claramente: «Y bendice a John en su misión».

Cuando mi familia fiel invocó los poderes de los cielos para que bendijeran a su misionero de una manera que a ellos no les era físicamente posible, los poderes de los cielos descendieron, me elevaron y espiritual-mente me permitieron, por un breve momento, volver a unirme al círculo de oración de mis familiares. Era uno con ellos. Literalmente, me inundaron el amor y la preocupación de mi amorosa familia y sentí, por un momento, cómo sería que a uno lo llevaran al seno de Abraham (véase Lucas 16:22). Se me dio a entender también que hay otros círculos de amor, interés y compasión, en los cuales no existen los límites del tiempo ni del espacio, y a los que todos pertenecemos y de los que podemos obtener fortaleza. Dios no nos deja completamente solos, ¡nunca!

Lágrimas de gozo fluyeron libremente al haberme sido restaurada la calidez de la familia, la luz del amor y la fortaleza de la esperanza. Cuando volví a sentir el duro y desparejo cemento debajo de mí, no tenía temor, ni tristeza ni inquietud, solo profunda gratitud y confianza.

Esperé. Menos de media hora después, vi que el joven de inmigración que había sido tan amable se acercaba al galpón con dos élderes a su lado. ¡Qué feliz me quedé al verlos! Al parecer, mientras regresaba a su casa, simplemente «se había tropezado» con dos jóvenes estadounidenses que llevaban camisa blanca y corbata y les contó del otro igual a ellos que se encontraba en el puerto. No habían recibido ningún telegrama, pero le creyeron y lo siguieron hasta el galpón de la aduana. Poco tiempo después, todo quedó claro y me fui con los élderes a su apartamento en Lami, Fiji. Tenían otra cama para mí y estaban contentos de que los acompañara.

Me explicaron que su asignación en Fiji consistía en recorrer la isla y averiguar cuántos miembros había. Todos los días andábamos preguntando: «¿Usted es mormón o conoce a algún mormón?». De esa manera, encontramos a varios miembros; también hallamos bastantes familias en las que algunos de sus integrantes no eran miembros y pudimos enseñarles; además, dimos con otras personas que estaban interesadas en saber de la Iglesia. Aquélla era mi primera oportunidad de enseñar las charlas desde que había estado en California, y lo disfruté.

Recuerdo que los dos élderes me llevaron a un restaurante indio (aproximadamente la mitad de la población de Fiji tiene antepasados de la zona este de India) y me dijeron que la comida era insípida y que tenía que ponerle más curry para que quedara sabrosa. Debería haberme dado cuenta de que se trataba de una vieja broma de misioneros, pero no fue el caso, y cuando probé el primer bocado de comida con aquella cantidad impresionante de curry, pensé que tenía la boca literalmente en llamas. Por más agua que tomara, no era suficiente para sofocar el fuego; a ellos les dio un ataque de risa, pero seguimos siendo buenos amigos.

Trabajamos juntos un par de semanas; todos los días averiguábamos si había algún barco que fuera a Tonga. Finalmente, nos avisaron de un carguero que llegaba a los pocos días. No contaba con alojamiento para pasajeros pero dijeron que, si me alistaba como parte de la tripulación y trabajaba durante todo el viaje, podía ir. No dejé pasar la oportunidad.

El barco era tan viejo que resultaba evidente por qué les faltaba tripulación; llevaba una carga de madera y me asignaron a un compañero al que llamaban Swede [«sueco» en inglés], que hablaba un inglés chapurreado pero nos entendíamos lo suficiente.

Me contó que había nacido en el mar y que había vivido toda su vida en el mar. «Me gusta», dijo. Era bastante mayor que yo. Nuestro trabajo consistía en revisar las cuerdas con que estaban atadas las maderas; yo tenía una responsabilidad mínima, porque Swede era el que realmente hacía el trabajo. Estábamos aproximadamente seis horas de turno y durante las siguientes seis descansábamos. Había varias personas que hacían lo mismo que nosotros, pero en diferentes turnos. La mayor parte de la madera consistía en barrotes de 10×10 cm o 20×20 cm, y de unos 3,5 m hasta casi 5 m de largo. Era importante que nos encargáramos de que estuviera bien amarrada, ya que, si llegaba a soltarse en los momentos en que el mar estaba agitado, se convertiría en jabalinas gigantes que podían perforar el barco, sobre todo la superestructura, haciendo que se hundiera.

Swede y yo compartíamos la habitación y, por lo general, llevábamos a cabo nuestras labores juntos. Nos hicimos buenos amigos. No nos podíamos comunicar lo suficiente para que le diera las charlas misionales, pero, al poco tiempo, se dio cuenta de que yo tenía una Biblia y un Libro de Mormón y que era religioso. Intenté explicarle qué era el Libro de Mormón, pero él no estaba interesado.

Teníamos mucho tiempo para charlar y estar en mutua compañía. Al fin, un día me dijo:

—Ahora, explícame de nuevo, ¿eres misionero? ¿Vas a ser misionero?

—Sí —le contesté y traté de explicarle qué significaba eso; mientras lo hacía, me di cuenta de que se estaba enojando.

—Ven conmigo —dijo, después de un rato. Sacó un pequeño álbum de fotos de su cajón y agregó—: Tú no quieres ir a Tonga ni quieres ser misionero. Quédate conmigo. Sabes trabajar bien. Te conseguiré un trabajo de jornada completa en este barco. —Entonces abrió el álbum y me mostró fotos de todas «sus muchachas»; la mayoría de las fotografías no eran del tipo que deberían mirar los misioneros—. Ésta es de Ecuador, ésta de Perú, ésta de Tahití y ésta de Tonga. Puedo llevarte para que las conozcas, a ésta y ésta y ésta. ¡Disfrutarías mucho más esa vida que la de misionero!

Traté de explicarle que me había llevado tanto tiempo y esfuerzo llegar tan cerca de Tonga y que no pensaba cambiar de planes; le dije que su estilo de vida no le traería verdadero gozo ni felicidad, pero que el tipo de vida que yo llevaba podía brindar una felicidad eterna.

Cuando se dio cuenta de que no me iba a convencer, se puso casi violento y comenzó a recriminarme: «¡Ustedes, los misioneros! Ustedes y sus Biblias arruinan toda la diversión a los demás hombres. Vas a llegar a Tonga y les vas a enseñar a las muchachas todas esas sandeces y que no deben salir con hombres como yo. ¡Les vas a enseñar que se deben casar y bla-bla-blá!». Usó un lenguaje bastante descriptivo; no llegué a entenderle todo. Pero, al final, se calmó.

Ya estábamos muy cerca de Tonga; sin embargo, las últimas horas del viaje fueron un tanto deprimentes. No tenía miedo de que Swede me lastimara ni nada por el estilo, pero él estaba bastante fastidiado. La mañana siguiente, llegamos a Tonga.

Antes de bajarme del barco, Swede intentó una vez más convencerme de que me quedara; me dijo que había hablado con el capitán y que éste le había dicho que podía quedarme a trabajar, ya que siempre necesitaban más gente para la tripulación.

—No, yo me bajo aquí —le contesté.

—Bueno —me dijo, esa vez sin enojarse—, no estoy de acuerdo con nada de lo que estás haciendo. A mi modo de ver, en vez de mejorar el mundo, lo estás empeorando; pero te admiro por mantenerte firme y te deseo suerte.

Nos dimos un apretón de manos y le conté que mis bisabuelos se habían unido a la Iglesia en Suecia y que habían llegado a los Estados Unidos como conversos mormones; él se rió y exclamó: «¡Tendría que haberme dado cuenta! ¡Estos suecos cabeza dura!». Nos despedimos en buenos términos.

Al descender por la plancha, me fijé en la fecha: era 17 de noviembre. Me había llevado exactamente tres meses llegar hasta Tonga, contando desde el día en que me fui de mi casa. Me alegraba estar allí. Miré a mi alrededor pero, nuevamente, no había nadie esperándome. Los élderes de Fiji me habían dicho que iban a enviar un telegrama. No sabía qué habría sucedido, pero, por lo menos tenía permiso para estar en Tonga. Me bajé del barco y pasé por la aduana y por la oficina de inmigración.

Empecé a preguntar por la casa de la misión mormona. Allí fue mucho más fácil que en Fiji, porque todas las personas sabían dónde estaba. Fui hasta la tienda de un miembro que hablaba inglés y me dijo que esperara mientras él iba a buscar al presidente de la misión, que no vivía muy lejos.

Cuando llegó el presidente de la misión, en seguida me acerqué a él y me dijo: «Élder Groberg, lo esperaba hace dos meses. ¿Dónde se había metido?». Me dieron ganas de decirle: «Si tiene algunas horas, le contaré dónde me había metido». En cambio, me limité a decir que me alegraba estar allí y que esperaba cumplir una buena misión.

Me llevó con mi baúl a la casa de la misión. Después de una buena charla, me dijo: «He orado al respecto y tengo el lugar perfecto para usted; es una isla pequeña llamada Niuatoputapu; tiene alrededor de setecientos habitantes y es la isla de Tonga que queda más lejos de aquí. Por lo que sé, no hay gente blanca allí y nadie habla inglés». Recuerdo haberme preguntado: «¿Por qué razón es ése el lugar perfecto para mí?”; pero no dije nada. Confiaba en el presidente de la misión.

—El barco que lo llevará no demorará en salir. Le llevará siete u ocho días llegar, ya que hacen una parada en la isla Viuato’ou. Le asignaré un compañero que se llama Feki Po’uha; es un buen muchacho; está en una misión de construcción en este momento, pero no quiero que usted esté solo en su primera área. —Y, solemnemente, agregó—: Le daré dos asignaciones. En primer lugar, aprenda el idioma lo antes posible; y, segundo, edifique el reino. ¿Tiene alguna pregunta?

—No.

—Está bien; entonces lo llevaré a Liahona para que conozca a Feki.

Apenas lo conocí, supe que me caería bien. ¡Era una persona sumamente positiva! Según estaba previsto, el barco que nos llevaría a Niuatoputapu saldría aproximadamente una semana más tarde, así que, mientras tanto, los dos nos quedamos en la escuela de la Iglesia, que se llamaba Liahona. El presidente de la misión no quiso que yo enseñara en la escuela sino que predicara con Feki en la zona circundante; por ello, a pesar de que los misioneros de construcción aún estaban trabajando en Liahona, Feki y yo viajábamos todos los días a las aldeas de la periferia y predicábamos. Pienso que, dadas las experiencias que había tenido hasta el momento, no debería haberme sorprendido cuando postergaban una y otra vez la partida del barco. Tenía que aprender a ser más paciente.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario