El Otro lado del Cielo

Auhangamea


A diferencia de Niuatoputapu, en Ha’apai llegaban y salían muchos barcos. Dudo que pasara una semana sin que llegara algún tipo de embarcación; algunos transportaban correo, pero la mayoría de los botes pequeños no lo hacían. Después que llegaban los barcos que venían de Tongatapu, siempre pasaba por la casilla 6 de la oficina de correos para ver si había algo para mí; como cualquier otro misionero, me sentía muy feliz cuando recibía cartas. Allí la correspondencia salía y llegaba con mucho más frecuencia y estaba seguro de que mi familia se sentía un poco más tranquila.

Un día llegó una carta del presidente de la misión que decía que le habían dado permiso para construir varias capillas de ladrillos en Tonga, entre las cuales se encontraban dos para el distrito de Ha’apai: una en Pangai y otra en Uiha. ¡Qué emoción! La voz se corrió rápidamente. Tras años de reunimos en capillas más bien precarias, ¡al fin los mormones hacían algo de primera!

Circulaban rumores por todas partes, tanto entre los miembros como entre las personas que no lo eran: «He oído que los mormones compraron una lancha a motor y que vendrá para aquí». «He oído que van edificar con cemento, que es duro como el coral». «He oído que vendrán constructores de los Estados Unidos». Los rumores y las preguntas seguían corriendo, pero yo no podía decir mucho porque no era mucho lo que sabía.

En su carta, el presidente me decía que debíamos conseguir contratos de arrendamiento a largo plazo en Pangai y en Uiha antes de comenzar a construir; y agregaba que debíamos juntar una suma de dinero considerable (500 libras o alrededor de 2.500 dólares estadounidenses) y proporcionar varios hombres sanos que prestaran servicio como misioneros de construcción. Me pidió que le avisara cuando lográramos todo eso y entonces iría uno de los constructores de los Estados Unidos, llevaría a cabo una inspección y nos diría qué debíamos hacer a continuación.

Me preocupaba que alguien que no conocía el idioma ni entendía las costumbres del lugar fuera a Ha’apai para darnos órdenes; de todos modos, tenía fe en el presidente de la misión y traté de hacer todo lo que me había pedido.

Hicimos nuestra parte y poco después llegó el constructor: era un hombre amable y comprensivo; aunque se le exigía que hiciera ciertas cosas, también estaba dispuesto a escuchar y a cambiar lo necesario a fin de obtener mejores resultados en lo que se debía hacer. Fue así que se puso en funcionamiento el programa de construcción de la Iglesia en Ha’apai y al poco tiempo comenzamos a edificar las dos capillas de ladrillos. Para bien o para mal, nada volvería a ser lo mismo.

Es difícil imaginar el alcance que tuvieron los nuevos procedimientos. El choque más grande fue la presentación de nuevos métodos: se empezó el uso de lanchas a motor en vez de veleros; comenzaron a utilizarse la madera, el cemento, el techado de chapa y los clavos como materiales de construcción; se utilizó electricidad (obtenida por medio de generadores) que proporcionaba la energía para realizar tareas que antes se hacían a mano; se emplearon calendarios de trabajo, se les pagaba a las personas por su labor, se seguía un plan escrito, se llevaban registros, se esperaba que los obreros trabajaran una cantidad determinada de horas o que terminaran cierta cantidad de trabajo por día o por semana. Todos estos eran conceptos básicamente ajenos a la manera habitual de hacer las cosas en Ha’apai; sin embargo, comenzaron a ser de gran importancia y se aplicaron a casi todos los aspectos de nuestras actividades.

Era interesante ver aquel choque de dos culturas: mientras que la tongana tendía en gran medida a moverse junto con la naturaleza, la cultura occidental tendía en gran medida a moverse a pesar de los procesos naturales; mientras que la tongana se inclinaba a someterse a la voluntad de la naturaleza, la otra quería someter la naturaleza a su propia voluntad. Muchas veces era triste e incluso doloroso ver varias de las características de una cultura de siglos absorbidas por una más poderosa que se movía con el avance de la tecnología, ideas nuevas y maneras diferentes de llevarlas a cabo; una cultura que se llevaba por delante los mares, las tormentas, la oscuridad y, a veces, hasta los sentimientos de las personas.

Durante un tiempo, hubo un poco de confusión; hasta yo estaba confundido. Sin embargo, en seguida me di cuenta de que los principios básicos del Evangelio permanecían intactos. Aunque a partir de aquel momento a menudo viajábamos en lanchas a motor, en vez de veleros, todavía se necesitaba la fe; aunque a los trabajadores se les pagaba un sueldo, todavía se necesitaba la honradez; a pesar de que se daban asignaciones específicas a las personas, todavía existía la oportunidad de hacer más de lo que se requería y de ayudar a otros; y, a pesar de que se debía usar un cronograma, esto no le impedía a nadie realizar esos pequeños actos de bondad que forman parte de la cristiandad. Fueran cuales fueran las consecuencias que acarreara la nueva tecnología, la fe y la bondad seguirían siendo necesarias y nunca pasarían de moda.

Los constructores llevaron una lancha a motor a Ha’apai y nos avisaron que debíamos usarla «únicamente con fines de construcción», ya que el Departamento de Construcción era el que pagaba ese gasto (no tengo idea de quien lo administraba); dejaron bien claro que no se debía usar para la rama ni para la obra proselitista, pero aun así querían que yo estuviera a cargo de la lancha.

¡Qué confundido quedé! Pensaba que el trabajo de la rama, la obra proselitista y la labor de construcción eran todo lo mismo; sin embargo, aunque me parecía que no se podían separar, les dije que haría mi mejor esfuerzo.

Cuando el constructor se fue, me prometió que enviaría un mecánico para el mantenimiento de la lancha; yo no sabía nada de motores que funcionaran con gasóleo (gasoil). También dijo que, como el único embarcadero que había en Ha’apai se encontraba en Pangai, enviarían una carga doble de cemento allí y me preguntaron si yo podría llevar la mitad a Uiha, a lo cual les respondí que lo haría, pero ¡no sabía en qué lío me había metido!

Cuando llegó el envío de barriles de cemento a Pangai, era tan pesado que nadie sabía qué hacer; muy probablemente habrá sido la carga más pesada que había llegado hasta aquel momento. Nos dábamos cuenta de que, ya fuera que usáramos nuestro velero o la lancha a motor, nos iba a llevar una eternidad transportar hasta Uiha las decenas de pesados barriles de cemento a prueba de agua.

El mercado de copra (pulpa seca de coco) tenía una gran laja laja (barcaza) que utilizaban para transportar sus cargas hasta los monumentales navios ingleses, que eran demasiado grandes para entrar en el puerto. Tras negociar un poco, llegamos a un acuerdo para usar la barcaza a fin de transportar el cemento hasta Uiha.

El día que habíamos acordado, los miembros bajaron al embarcadero y cargaron los pesados barriles de cemento en la barcaza de madera. Una vez que estuvieron cargados, ésta estaba tan cerca del nivel del agua que pensé que se hundiría; pero se mantuvo a flote.

Compramos muchos metros de una soga bien fuerte (nos parecía un milagro que el Departamento de Construcción siempre tuviera dinero para comprar esas cosas; nosotros nunca podíamos comprar suficiente cuerda de buena calidad para nuestro viejo velero); enganchamos la barcaza a la lancha a motor con un trozo largo de la soga nueva y pesada. Luego encendimos la lancha y comenzamos a avanzar; cuando la soga se tensó y emergió del agua, la lancha intentó seguir adelante pero no pudo. Parecía que la vieja y pesada barcaza se quedaba allí plantada y riéndose, como si nos dijera: «¡A ver si pueden moverme!».

Fue terriblemente frustrante. Muchos de los miembros no dejaban de saltar del muelle a la barcaza y de la barcaza al muelle, gritando y riéndose y divirtiéndose en gran manera. Aunque me alegraba verlos disfrutar, incluso a costa nuestra, no pude evitar la idea de que quizás estuviéramos metiéndonos en algo que superaba nuestra capacidad. Éramos cinco en la lancha y la situación no me causaba nada de gracia.

Después de mucho esfuerzo, la barcaza comenzó a moverse a rega-ñadientes: primero unos cuantos centímetros, pero finalmente con un ritmo un poco más constante. Cuando me di cuenta de que ya estábamos en marcha, hice señas de que se bajaran de la barcaza y nadaran hasta la orilla todos, excepto los diez hombres que llevábamos para que nos ayudaran a descargar en Uiha; entre ellos había muchas risas y correteo jugando al gato y al ratón, y los muchachitos escapaban de los mayores que trataban de tirarlos al agua. Al final, solo quedaron diez hombres y, para ese entonces, ya estábamos cerca de la entrada del arrecife que nos separaba de la protección del puerto y de la mar abierta.

Una vez que nos adentramos en el océano, el oleaje comenzó a hacer subir y bajar la barcaza y la lancha, muchas veces no al mismo tiempo. A pesar de que habíamos sometido nuestra empresa a la oración, volví a sentir aquella sensación latente de que algo iba a suceder. De vez en cuando, una ola grande empujaba hacia atrás la barcaza y el resultado era que ésta hacía retroceder la lancha también, fuera cual fuera la velocidad con que marchara el motor. Daba miedo. La barcaza debía de pesar cien veces más que la lancha; me sentí agradecido de que la soga fuera tan larga. Poco a poco, aprendimos cuándo avanzar, cuándo aminorar la marcha y cómo usar las sogas y valernos de las olas para avanzar lo más que pudiéramos.

Habíamos partido temprano por la mañana, cuando el cielo estaba casi completamente cubierto de nubes; el mar se veía muy agitado y la espuma de las olas nos rodeaba por todas partes. La lancha había viajado hasta Uiha en una sola ocasión y había llegado en cuatro horas; pero con aquella carga tan pesada, preveíamos que nos llevaría casi todo el día llegar a destino.

Lo que más nos preocupaba era pasar por el auhangamea (el destructor); era un lugar donde diversas islas se encontraban unas muy cerca de las otras, por lo cual desviaban y encauzaban las corrientes y las oleadas con una fuerza multidireccional tan fuerte e impredecible que convertía ésa en una de las principales zonas de peligro.

En un viaje anterior, había tirado con todas mis fuerzas un palo largo como una lanza hacia el auhangamea; el palo descendió y descendió hasta que salió a la superficie a treinta metros de distancia. Un poco después, lancé otro y salió a la superficie a poco más de veinte metros de nosotros, en una dirección completamente diferente. Me imaginaba que allí abajo debía de librarse una batalla gigante entre las corrientes opuestas.

Llegamos al auhangamea durante las primeras horas de la tarde, lo cual significaba que ya habíamos recorrido las tres cuartas partes del camino hacia Uiha; sin embargo, todos sabíamos que el último tramo sería el más difícil. Hasta allí habíamos ido tranquilos y cantando; pero cuando nos íbamos acercando al auhangamea, la situación cambió y la tensión se apoderó de nosotros. ¿Sería fácil o nos encontraríamos con aguas revueltas? Y si era así, ¿qué efectos tendría en la lancha, las sogas y la barcaza que iba tan pesada? Todos sabíamos que aquel lugar era impredecible, ¿pero cómo sería ese día? Muchas oraciones sinceras se elevaron al cielo.

Cuando entramos en las aguas del destructor, tuvimos la extraña sensación de que las poderosas corrientes nos tironeaban violentamente. La lancha oscilaba hacia un lado y luego salía disparada hacia atrás como si la estuviera arrastrando una fuerza siniestra.

Al principio, avanzamos lentamente; pero cuando la pesada barcaza entró en el auhangamea, supimos que estábamos en dificultades. Las fuertes corrientes parecían agarrarla y moverla de costado alejándola de la lancha; la soga se ponía tirante y sentíamos que tiraba la lancha hacia atrás; entonces surgía otra corriente dominante y la barcaza se movía rápidamente hacia el otro lado hundiendo la soga en el agua; luego, cuando la lancha avanzaba y la volvía a tensar, la barcaza se movía en otra dirección y nos tiraba hacia atrás o hacia un costado. Era una locura y nos aterraba.

El conductor aceleró el motor pero dijo que éste no soportaría tanta presión durante mucho tiempo; trabajando en colaboración con el vigía intentó coordinar los diversos movimientos de ambas embarcaciones. De a ratos, todo parecía marchar mejor, pero entonces inesperadamente se producía un cambio que lanzaba la lancha bruscamente en una u otra dirección. Nos daba la impresión de que las olas se hacían cada vez más grandes; estábamos todos empapados, porque el océano rompía constantemente sobre nosotros. De todos modos, la peor parte era la imprevisibilidad de la situación.

Las fuertes corrientes nos obligaban a ir en una dirección que no era la que deseábamos y la barcaza se bamboleaba cada vez con más fuerza; de a momentos se hundía casi hasta desaparecer, pero luego se elevaba por encima de nosotros. ¡Parecía que no teníamos ningún control sobre ella! La lancha había quedado a merced de la barcaza pesada y sin rumbo, que varias veces estuvo a punto de sepultarnos bajo el agua.

Por lo general, los tonganos mantienen la calma en situaciones tensas; se necesita mucho para asustarlos, pero en aquella ocasión no pasó mucho tiempo hasta que empecé a percibir verdadero terror en los ojos y en las voces de los que me rodeaban; no cabía duda de que estábamos en grave peligro y ninguno de nosotros sabía qué hacer.

El oleaje era cada vez más fuerte y los vientos soplaban cada vez con más ferocidad. A veces no podíamos ver la barcaza, ¡pero sentíamos su fuerza! Sin previo aviso, nos sumergía parcialmente o nos volteaba para un lado o para el otro. El lanchero mantenía el motor tan acelerado como era posible previniéndome que, a esa velocidad, en poco tiempo se quemaría; cuando le bajábamos la aceleración, nos sacudíamos muchísimo más, así que parecía no haber otra alternativa que mantenerlo al máximo de su potencia.

Aunque no veía con claridad a los diez hombres que iban en la barcaza, percibía una profunda preocupación entre ellos. Las olas que rompían llenaban de agua el fondo plano de la embarcación y, dado que ésta iba tan cargada, les resultaba casi imposible achicar; por otra parte, el peso extra del agua de mar hacía que se hundiera cada vez más; achicaban lo más rápido que podían, pero diez hombres con baldes pequeños no contrarrestaban el efecto de las grandes olas. Parecía que aquel mar de terror estuviera tratando de hacernos añicos; sabíamos que si nos íbamos a salvar, algo tenía que cambiar, pero ¿qué podíamos hacer?

Hay momentos de la vida en los que parece que nada sale bien, que nada tiene sentido, en los que uno no sabe qué hacer. Quizá sintamos que nuestras oraciones no nos dan guía ni inspiración o que la confusión que hay a nuestro alrededor nos tragará en cualquier momento, y deseamos gritar de angustia. A pesar de eso, y aun cuando por lo general no sabemos cómo actuar, en la mayoría de los casos sabemos lo que no debemos hacer. Dios se ocupa de eso. Aquella fue una de esas ocasiones.

Veía pánico en los rostros de los que se encontraban a mi alrededor, sentía el temor en mi propio corazón y percibía que los que iban en la barcaza albergaban los mismos sentimientos. El motor comenzó a toser y a fallar un poco; a nosotros también nos estaba entrando demasiada agua y apenas podíamos sacar lo suficiente a toda velocidad; trabajábamos con todas nuestras energías. Finalmente, el capitán se encogió de hombros y dijo: «El motor ya no tiene más potencia y en cualquier momento se le acabará la poca fuerza que le queda. ¡Tenemos que hacer algo!». Me miró como si estuviera seguro de que yo sabía lo que debíamos hacer.

No supe qué responderle. Había orado con todas mis fuerzas pero no había recibido ninguna impresión, solo un miedo que iba en aumento. De repente, uno de los jóvenes que más pánico tenía gritó:

—La próxima vez que la soga se afloje, suéltela. Al menos de ese modo podremos escapar.

—¿Y qué les sucederá a los que van en la barcaza? —pregunté—. Sin la soga que la tira, no durará ni un minuto.

—Quizá puedan nadar cuando se hunda; después nosotros podríamos virar y recogerlos.

—¿Y el cemento?

—¡Olvídese del cemento! ¡Suelte la barcaza ya mismo!

Aquello no me parecía bien. En ese preciso momento la soga volvió a tensarse, y de un tirón quedamos completamente envueltos en una ola. Cuando el agua se retiró, el mismo hombre gritó: «¡Si ellos se hunden, nos arrastrarán a nosotros también! ¡Suelte la soga ahora!». Miré y vi que la soga estaba tirante y que no podíamos soltarla. El joven sacó el machete y dijo: «Yo la cortaré; sólo dígame que lo haga. ¡Tenemos que salvarnos nosotros para intentar salvarlos a ellos!».

Me había quedado inmóvil; no podía hablar, ni siquiera pensar. Permanecí allí de pie recorriendo con la mirada la soga, la barcaza y la lancha, una y otra vez. Todos estaban esperando.

Yo seguía mirando. ¿Por qué no hay respuesta a mis oraciones? ¿Por qué no recibo guía? Otra ola volvió a cubrirnos por completo. Miré hacia atrás: parecía que la barcaza se inclinaba hacia un costado por el peso y los hombres se habían agolpado del lado que se mantenía más alto sobre el nivel del agua. Percibía su miedo, que parecía hacer eco del mío.

El joven que tenía el machete volvió a gritar: «¡Corte la soga! ¡Corte la soga!». Con la imaginación, casi podía ver cómo se hundía la barcaza y nos arrastraba con ella. Sentí que si no me ponía en acción, bien podíamos perder la barcaza, el cemento, la lancha y nuestras vidas. Sabía que debía decir algo pero, inexplicablemente, no podía. Otro hombre me gritó frenético: «¡Usted es misionero y no puede ser un buen misionero ni trabajar en la obra misional si está muerto! ¡Corte la soga ahora mismo!».

Lo que me decían tenía sentido. Nadie se imagina cuánto deseaba decirles que cortaran la soga; sin embargo, el tiempo pasaba y yo no me movía. ¿Por qué no puedo responder?

Finalmente recibí una impresión; no fue una voz, ni una manifestación, ni tampoco se calmaron las aguas; solo sentí que debía hablar, e incluso llegué a sorprenderme por las palabras que salieron de mi boca, diciéndoles: «No puedo ser un buen misionero ni trabajar en la obra misional si considero que mi vida tiene más valor que la de otras personas. No corte la soga. Mantengan el motor a toda máquina».

Se produjo un silencio sepulcral. Todos quedaron estupefactos, incluso yo. Me miraron sin poder creerlo. Yo estaba paralizado. Me llevó unos momentos darme cuenta de lo que acababa de suceder: había recibido la respuesta a mis oraciones. No estaba precisamente tranquilo, pero sí seguro en cuanto a qué era lo correcto; sabía que no importaba si sobrevivíamos o moríamos; lo único que importaba era que fuéramos leales a Dios y a las otras personas de las cuales éramos responsables.

Lentamente, el joven bajó el machete; el vigía volvió a su puesto y el capitán comenzó a hacer pequeños ajustes en el motor. El encargado de la soga se ocupó de que todo estuviera bien asegurado. Yo permanecí de pie mirando la barcaza. Estaba hecho; aunque no tenía idea de cómo terminaría todo, la decisión ya se había tomado. La situación ya no estaba en mis manos, sino en otras mucho mejores.

Casi de manera imperceptible, comenzamos a avanzar. El miedo, el viento, las sacudidas y el mar que rompía contra nosotros aún no se cal-maban, pero a partir de aquel momento empezamos a tener la impresión de que la escena cambiaba levemente. Sabía que lo que tenía verdadera importancia no era si llegábamos o no a Uiha; ya habíamos tomado la decisión importante y todos habíamos sido obedientes.

Tendemos a preocupamos tanto por nuestra vida quizás porque sea lo natural o porque no nos hayamos arrepentido completamente, o porque nuestra existencia todavía no esté llena de amor, compasión y caridad, o porque no hayamos sido bastante altruistas al ayudar a los demás; o tal vez todavía no hayamos logrado toda la fe en Dios que debemos tener y por eso no nos damos cuenta aún de que, cuando nuestra vida está llena de estos y otros atributos cristianos, no importa realmente si continúa aquí o en otro lugar.

En medio de aquel mar embravecido medité estas cosas. La tensión que se reflejaba en mis ojos y que sentía en el corazón comenzó a ceder. Traté en lo posible de hacer señas a los hombres que iban en la barcaza para avisarles que estábamos avanzando, y vi varias manos juntas que se movían hacia atrás y hacia adelante como símbolo de aliento y gratitud e incluso me pareció ver sonrisas en algunos de aquellos rostros cansados. Todos redoblamos nuestros esfuerzos para achicar, lo cual nos mantuvo ocupados.

Al poco rato, no tuvimos dudas de que estábamos avanzando. El motor marchaba sin problemas y las corrientes parecían haberse tranquilizado un poco; la barcaza ya no giraba ni rebotaba tanto y poco después ya habíamos dejado atrás el auhangamea.

Uno podría explicar de muchas maneras aquel cambio físico de los acontecimientos: quizás hubiera pasado el tiempo suficiente para que las corrientes se neutralizaran entre sí o quizás alguna corriente errante hubiera ayudado a lograr un equilibrio entre la fuerza de las otras. Fuera cual fuera el modo en que Dios lo logró, la verdad es que fue Él quien nos permitió avanzar; Él hizo que las fuerzas destructoras aflojaran sus potentes garras. Él es todopoderoso, bondadoso y está lleno de amor. ¡Eso lo sé!

Lentamente, poco a poco nos movimos en dirección a Uiha. Entramos a la relativa tranquilidad del puerto justo cuando el sol se escondía en el mar. Después de asegurar la lancha y la barcaza, nadamos hasta la costa. Los miembros nos habían preparado un gran banquete. ¡Qué hermosa sensación la de estar en tierra firme y ver las sonrisas y sentir la felicidad de las personas que habían dado todo de sí para transportar el cemento del Señor hasta Uiha! En cuanto al viaje, no se dijo mucho; cuando la gente nos preguntaba, la respuesta era sencillamente: «Dios nos protegió. Él nos ayudó a traer a salvo Su cemento hasta aquí». En otras palabras, la respuesta podría haber sido: «¿Qué más queda por decir?».

Traté de estar tan tranquilo como el resto, pero mis nervios de palangi no me dejaban. Todos los hombres de la barcaza estaban riéndose, comiendo y pidiendo ayuda para descargar el cemento por la mañana y ninguno de ellos habló mucho de la traumática experiencia. Sin embargo, en un momento de tranquilidad que hubo antes de retirarnos, uno de los hombres mayores que había estado en la barcaza se acercó y me dijo en un susurro: «Gracias por no cortar la soga. Sabíamos que Dios nos ayudaría. Gracias por escucharlo».

Yo sabía que había sido el poder de esa fe lo que había permitido que Dios nos ayudara a llegar a salvo. Sentí que para Él la fe y la vida de ellos tenían la misma importancia. Esa noche descansé bien gracias a que tanto ellos como su fe habían llegado indemnes.

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