El gobernador
No hacía mucho que estaba en Ha’apai cuando la gente empezó a preguntarme si ya conocía al gobernador; todavía no nos habían presentado y la verdad era que tenía un poco de miedo de conocerlo. Me habían dicho que era un hombre bueno pero que, igual que otras personas, estaba muy en contra de la Iglesia. Lo había visto de lejos unas pocas veces y había reparado en que tenía algún defecto en una de las piernas, pues renqueaba al caminar.
Al poco tiempo, ya era más que obvio que en algún momento tendría que conocerlo personalmente y hablar con él, así que concerté una cita y decidí terminar con el asunto de una buena vez. Llegué vestido con lo mejor que tenía y, al encontrarme ante él, me di cuenta de cuánto me opacaba su brillante atuendo blanco con botones de bronce, su ta‘ovola tan finamente trabajada y sus muchos asistentes, todos muy bien vestidos y que se ponían en movimiento de inmediato ante su menor deseo.
Por supuesto, me quedé muy impresionado y algo intimidado por la finura del lugar en el que me encontraba y la formalidad de todo lo que allí ocurría. Afortunadamente, sobre todo tenía la sensación de que, en esencia, el hombre era una buena persona y que me caía bien; sabía que ese sentimiento provenía de Dios y me sentía agradecido por ello.
Me invitó a sentarme y en seguida ordenó a sus sirvientes que llevaran bizcochos y bebidas; entonces me dijo: «Yo tomaré té, pero será mejor que usted no tome lo mismo, ya que estoy seguro de que alguien lo delataría». Aunque lo dijo con naturalidad, percibí una leve sonrisa. Cuando les pidió a los sirvientes que me llevaran jugo de naranja, me di cuenta de que me llevaría bien con él; el hielo de la formalidad ya se había roto.
Charlamos con desenvoltura durante largo rato. Ese primer encuentro dio lugar a una serie ininterrumpida de conversaciones, durante las cuales sentía que había ganado un amigo. A pesar de que él no estaba de acuerdo con nuestra Iglesia y que incluso se le podría haber considerado anti mormón, era amable y servicial conmigo.
A menudo me llamaba «simplemente para charlar». Estaba muy a favor de la Iglesia Metodista y no tenía problemas en decir que se oponía al programa proselitista de la Iglesia Mormona; de todos modos, su oposición no tenía que ver con la doctrina, sino con la historia. Me explicó que los nativos habían matado a los primeros misioneros metodistas que llegaron a Tonga, que a los siguientes misioneros los habían expulsado y que otros habían sufrido muchísimo antes de ganarse la confianza de la gente. Él pensaba que «su» religión había pagado el precio y que debía obtener las recompensas de ello; consideraba que nosotros éramos una especie de intrusos y, según lo explicaba: «Ustedes llegan y se llevan nuestras ovejas; pero ¿qué precio han pagado por ellas?».
Yo le explicaba que muchos de nuestros misioneros habían muerto en Tonga, no porque los hubieran matado sino por haber contraído en-fermedades. Básicamente, trataba de hacerle comprender que en asuntos de religión no se trataba de quién tuviera más derechos sino más bien de donde estaba la verdad.
Casi cada vez que abordaba algún tema desde un punto de vista doctrinal o de las Escrituras, me respondía con hechos históricos, y, dado que él sabía tanto más que yo de historia, yo no llegaba muy lejos. Con frecuencia, le expresaba mi testimonio pero eso no parecía tener mucho efecto en él.
Era un buen maestro y, para mí, hablar con él era casi como estar tomando un curso avanzado de historia tongana. Durante una de nuestras conversaciones, sacó a colación un hecho histórico del cual yo no estaba al tanto; entonces, al ver que no sabía mucho al respecto, me dijo: «Si usted no sabe de historia, no es mucho lo que sabe ». Sin darme cuenta del porqué, eso me llevó a decirle: «¡Yo sé más acerca de la historia de sus antepasados que lo que usted jamás sabrá!».
Eso le llamó la atención y me preguntó a qué me refería y cómo sabía de sus antepasados. Hasta aquel momento, no era mucho lo que yo le había dicho, pues sabía poco en cuanto a la historia de los primeros reyes de Tonga o de los primeros misioneros, así como de lo interesante que había sido la interacción entre esos dos grupos, cosa que él me había explicado con sumo cuidado.
Le conté acerca de Libro de Mormón y le expliqué parte de la historia de los verdaderos «primeros reyes» de los tonganos. Resultó ser que alguien ya le había dado un ejemplar del Libro de Mormón años atrás, pero nunca lo había leído y no tenía ni idea de qué trataba porque lo consideraba un libro fino que había recibido de regalo y no quería ensuciarlo; por eso, le di un ejemplar para «uso diario» y empezamos a estudiarlo juntos.
Pasamos muchas noches, a veces hasta muy tarde, leyendo el Libro de Mormón y hablando sobre él. Sus asesores a veces se molestaban un poco y entraban y le decían: «Debemos repasar este caso (o esta cuenta o esta propuesta) con usted ahora. Tenemos cita en el tribunal mañana». Al oírlos, intentaba retirarme pero casi siempre él les respondía: «¿No se dan cuenta de que estoy hablando con el misionero mormón? Déjenme tranquilo. Me encargaré de esos asuntos cuando termine con esto».
No me tenía misericordia y me discutía algunas de las cosas que leíamos. Yo trataba de no llevarle la contra sino de expresarle mi testimonio y explicarle que el libro hablaba por sí solo. Él era un buen estudioso de cultura e historia, y de vez en cuando reconocía: «Sí, eso tiene sentido; probablemente sea así».
Si bien conmigo era amistoso, yo opinaba que era demasiado duro con la Iglesia; él definía esa oposición como «correcta» y no nos daba ningún privilegio extra. Por ejemplo: tenía un barco del gobierno pero no permitía que nosotros, los misioneros, nos subiéramos a él, ya que era para uso exclusivo del gobierno. Cuando le decía que había notado que algunos de los predicadores de su iglesia lo usaban, sencillamente cambiaba de tema.
El capitán también pensaba que era injusto que no nos permitieran usarlo así que, cuando se enteraba de que el barco del gobierno iba a un lugar adonde nosotros también queríamos ir, salía del muelle y mandaba a alguien que nos avisara que fuéramos a la isla más cercana; allí se arrimaba a la costa y nosotros remábamos hasta la embarcación en una canoa, nos subíamos a la lancha e íbamos con él. Al poco tiempo, la gente le contó al gobernador lo que estaba sucediendo; reprendieron al capitán con severidad y le advirtieron que no lo hiciera. El gobernador jamás me dijo nada al respecto, así que nosotros seguimos usando el barco de vez en cuando. Nuestros planes casi nunca coincidían con los del barco pero, cuando viajaban a islas lejanas, tratábamos de ir con ellos.
Como pasajeros no oficiales de esos viajes, teníamos muchas horas e incluso días para hablar con el capitán. Una vez nos preguntó: «¿Por qué los odian tanto?». Le respondí que no lo sabía pero que si le explicaba en qué creíamos, quizás él mismo podría darse cuenta de qué era lo que no les gustaba de nosotros; estuvo de acuerdo, así que le dimos todas las charlas y aprovechamos las horas de viaje para responder a sus preguntas. Con el tiempo, empezó a creer y nos pidió que fuéramos a visitarlos a él y a su familia en su casa; entonces volvió a correrse el rumor de que se llevaba muy bien con los mormones y le advirtieron otra vez que debía dejar de hablar con nosotros; a pesar de eso, nuestras charlas continuaron.
Un sábado bautizamos al capitán y a su familia y el domingo los confirmamos miembros de la Iglesia. El lunes, cuando fue a trabajar, se encontró con un paquete que contenía sus pertenencias personales y una nota que decía que estaba despedido y que no volviera a trabajar. Él me lo contó y me dijo que había presentido que eso iba a suceder pero que no le importaba, puesto que había encontrado la verdad y, con Dios de su lado, le iría bien.
Le dije al gobernador que consideraba que había sido muy injusto al despedir al capitán, pero él me dijo que no me metiera en lo que no era de mi incumbencia y no se habló más del asunto. En algunos aspectos, me parecía que el gobernador era un hombre muy duro pero como seguía sintiendo que en el fondo era una buena persona, mantuvimos nuestra amistad. En cuanto al capitán, a pesar de las dificultades por las que pasó durante un tiempo se mantuvo fiel y, finalmente, consiguió otro trabajo y todo comenzó a mejorar.
En aquella época, casi todas las personas que bautizábamos se mantenían fieles, principalmente porque la presión que había en contra de la Iglesia era tan grande que, una vez que se comprometían, no podían volverse atrás. En la actualidad, algunos creen que es muy bueno que ya no se persiga tanto a la Iglesia, y me imagino que es así; sin embargo, no dejo de ver las cosas desde otro punto de vista: ahora hay muchos «menos activos» mientras que antes casi no había ninguno. Tengo la sensación de que todos deben soportar algún tipo de pruebas o «persecución» en algún momento de su vida, ya sea antes de bautizarse, después de bautizarse o en ambos períodos. Solo quienes sean fieles lograrán superarlo, y supongo que no importa mucho en qué momento llegue esa persecución o prueba; lo que realmente importa es que permanezcamos fieles.
En aquellas épocas, cuando el gobierno aprobaba leyes, la manera de difundirlas era enviándolas a cada gobernador quien, a su vez, tomaba su barco y recorría las diversas islas para leer las nuevas leyes a la gente; parecía el sistema de pregoneros que se usaba en la antigüedad. Cada distrito y cada pequeña aldea tenía un pule fakavahe (oficial del distrito) y pule fakakolo (oficial del pueblo), que convocaba a la gente en nombre del gobernador y además tenía la obligación de hacer cumplir las leyes.
Poco después que el gobernador había echado al capitán, su barco se rompió; esto sucedió en muy mal momento, ya que acababa de recibir una serie de leyes nuevas del palacio y debía leerlas en seguida en las varias islas que se encontraban bajo su mando. Un día me citó y me preguntó si podía usar la lancha de la Iglesia para hacer el recorrido y leer las leyes; yo le recordé que él no nos había permitido usar su lancha, que había reprendido al capitán cuando supo que viajábamos con él y que lo había echado por haberse unido a la Iglesia. «Sí, lo sé y lo siento —me dijo—. Pero eso no fue obra mía; fueron instrucciones que recibí de más arriba».
Aunque me imaginaba que estaba diciendo la verdad y seguía teniendo buenos sentimientos hacia él, mi respuesta fue: «No, la lancha se usa estrictamente para el trabajo de la Iglesia; lo siento, pero esas son las instrucciones que me han dado», lo cual era cierto. Me fui de su oficina y regresé a casa sintiendo un poco de lástima de él, pero también pensando que, aunque solo fuera en pequeña medida, se había hecho justicia.
Esa noche me sentí incómodo. Al ofrecer la oración, me pregunté qué clase de pan estaba echando sobre las aguas. Me parecía escuchar al Salvador hablando de devolver bien por mal, pero pensaba: «¿Quién soy yo para cambiar las normas?». No podía entender por qué seguía sintiéndome inquieto. Aunque la situación tenía toda la apariencia de una justicia irónicamente apropiada, no dormí bien aquella noche.
Afortunadamente, al día siguiente volvió a llamarme y me dijo: «Escúcheme, estoy desesperado; tengo que dar a conocer estas leyes. Si no lo hago, perderé mi trabajo y si asignan a otra persona para que ocupe mi cargo, sería lo peor que podría pasarles a ustedes; al menos, nosotros somos amigos. Por favor, ¿no puede hacer una excepción? Le pagaré la suma de dinero que me pida».
No me parecía que debía hacer una excepción, pero pensé que lo mejor era que le diera alguna explicación. Cuando comencé a explicarle cuáles eran las normas, una corriente de luz me iluminó y supe exactamente lo que debía decirle: «Mire, su Señoría, podemos hacer un trato: El barco tiene que usarse para el trabajo de la Iglesia y no se puede alquilar; de todos modos, acabo de decidir que haré un recorrido para predicar precisamente por las islas a las que usted desea ir, y puede acompañarme. No puedo alquilarle el bote por dinero, así que esto es lo que me dará en alquiler: cuando lleguemos a las islas, reunirá a toda la gente y les dirá que hay muchos asuntos para tratar y que tienen que quedarse ahí dos horas en vez de una sola como generalmente es el caso. Dígales que durante la primera hora se llevará a cabo la faifono (lectura de las leyes nuevas), pero que luego deben quedarse una hora más para escuchar al misionero mormón, ya que usted viajó en el barco de él y debe cumplir con sus normas. Explíqueles que, si no se quedan a escuchar, yo no lo llevaré hasta la siguiente isla y usted estará en dificultades». Se atragantó un tanto al escucharme pero, supongo que debido a que no le quedaba otra opción y estaba desesperado por leer las leyes al pueblo, accedió.
La mañana siguiente salimos hacia la primera isla. Por medio del oficial del pueblo, el gobernador convocó a toda la gente y les dijo exactamente lo que habíamos acordado. Cuando terminó su hora, repitió: «Ahora tendremos una hora para el misionero mormón. Ninguno de ustedes se irá y yo tampoco lo haré». Me puse de pie y expliqué los principios del Evangelio que consideraba de mayor importancia. Testifiqué del Salvador, de José Smith, del Libro de Mormón y de los profetas vivientes y la autoridad del sacerdocio.
Me pareció que algunas personas se habían enojado y no estaban dispuestas a escuchar, pero se quedaron igual; en cambio, hubo otras que escucharon con atención. A pesar de que no bautizamos a nadie durante ese viaje, desde esa época muchos miembros me han dicho que probablemente jamás hubieran escuchado a los misioneros si no hubiera sido por aquella presentación. El Señor en verdad procede de manera misteriosa.
Continuamos con nuestro recorrido y, en todas las islas, el gobernador y la gente se quedaron durante toda la hora en que yo predicaba. Él fue un buen ejemplo y cumplió con su palabra. En cada isla terminábamos con un banquete; comíamos prácticamente el mismo tipo de comida una y otra vez, pero nunca nos cansábamos, ya que siempre teníamos hambre. Me di cuenta de que nosotros, y en esto incluyo al gobernador, también estábamos disfrutando de un banquete espiritual; y, a pesar de que escuchábamos los mismos principios y testimonios una vez tras otra, no nos cansábamos de oírlos porque cada vez sentíamos hambre espiritual.
A veces nos olvidamos de que el alimento espiritual básico que necesitamos está compuesto por los primeros principios y ordenanzas del Evangelio: fe en el Señor Jesucristo; arrepentimiento por medio de Él; bautismo por Su autoridad; el don del Espíritu Santo para testificar de Él; y el perseverar fielmente en Él hasta el fin de nuestra vida. Esto es lo más importante, del mismo modo que el taro, el arroz, las patatas o el pan nos brindan sustento y también nos permiten disfrutar de algunos postres, los cuales, aunque sabrosos, sin la nutrición de los alimentos básicos ningún poder tienen para sostener la vida por sí solos, ni física ni espiritualmente.
Cuando el gobierno envió otro barco a Nuku’alofa para poner a disposición del gobernador, solo habíamos visitado unas pocas islas; no sé si se enteraron de lo que estaba sucediendo o si sencillamente tenían un barco extra. Él no me comentó nada y yo nunca le pregunté nada tampoco. De todos modos, habíamos estado en varias de las islas más difíciles y yo sentía que habíamos podido hacer cosas que no hubiéramos logrado de otro modo.
Después de aquel viaje con el gobernador, noté que si bien nuestras conversaciones eran cada vez menos frecuentes se habían tornado un poco más profundas, Él ya había escuchado la verdad bastantes veces como para hacerse preguntas al respecto. Poco después, un día me dijo que tenía diabetes bastante avanzada, por lo cual sabía que estaba a punto de morir.
Una o dos veces estuvo cerca de reconocer que había entendido, pero nunca llegó a reconocerlo por completo; lo que sí me dijo fue que creía que el Libro de Mormón contenía la historia correcta de sus antepasados. Una vez comentó que, si llegaba a unirse a los mormones o incluso si demostraba demasiada simpatía hacia ellos, lo echarían de inmediato. Él sentía que por el bien de su salud y de su familia, e incluso por el bien de la tradición, debía permanecer en el lugar en el que se encontraba.
Fue muy interesante notar cómo cambiaron los papeles durante el año y medio que lo conocí. La primera vez, fui a su oficina asustado y sobrecogido por su solemnidad y poder; él era un oficial que podía otorgar o quitar privilegios, y yo era el extraño que se preguntaba qué debía hacer. Sin embargo, en esos días en que me preparaba para irme de Ha’apai, lo contaba entre mis buenos amigos, hablábamos abiertamente y con un grado de confianza que no dejaba ver la gran diferencia de edad que había entre los dos.
De hecho, a veces me pedía que le ayudara a entender sus sentimientos y a tener la fortaleza que necesitaba para hacer lo que debía. Yo le rogaba que actuara de acuerdo con lo que sabía que era verdad (y no dudaba de que él lo sabía), pero siempre fue el gobernador y por las venas le corría el orgullo de generaciones de feroces guerreros y gobernantes. Nunca dio un paso más de lo que consideró necesario pero cuando me fui de Ha’apai, tenía un sentimiento bueno y afectuoso hacia él. Creo que ese sentimiento era mutuo.
Murió poco después de mi partida de Ha’apai. Estoy seguro de que al menos tenía un testimonio del Libro de Mormón. Aunque nunca lo hubiera admitido en público, en más de una ocasión me dijo que los tonganos descendían de Israel y que ese era el registro de sus antepasados. No era sencillo para él reconocerlo públicamente, pero aun así era un buen hombre y un buen amigo. Ojalá hubiera podido ayudarlo más y quizá todavía pueda hacerlo; espero que alguien lo esté haciendo. A veces me pregunto cómo harán las cosas en el más allá. Me encantaría poder salir con él en algún momento y hacer otro recorrido de lectura de leyes y predicación.
























