El Otro lado del Cielo

De niñero y otras actividades


La reina de Tonga tenía dos hijos. El mayor, Tungi, era el principe heredero; él y su esposa, Mata’aho, de vez en cuando iban a Ha’apai y se quedaban en la casa real de verano que se encontraba junto al puerto. Por lo general, iban a pasar unas vacaciones y se quedaban alrededor de dos semanas.

Cuando se enteraron de que había un misionero palangi en Ha’apai, me invitaron a su casa. Fueron muy amables, serviciales y comprensivos, y disfruté mucho de charlar con ellos. Con el tiempo, llegamos a ser buenos amigos y muchas veces cenamos juntos y charlamos.

A veces me pedían que los ayudara con los niños; lo que yo hacía no era realmente cumplir la función de una niñera, como alimentarlos o prepararlos para que se acostaran, porque tenían sirvientes que se encargaban de eso; era jugar con ellos, leerles cuentos y, en general, mantenerlos entretenidos en muchas de las ocasiones en que sus padres tenían que salir para cumplir con diferentes obligaciones.

En broma, la princesa Mata’aho me decía que no existían los «almuerzos gratis», por lo cual el leerles historias a sus hijos era la forma en que yo les pagaba por las comidas que me daban. Me volví muy unido a sus hermosos hijos, especialmente a los dos mayores: Tupouto’a (el nuevo príncipe heredero) y Pilolevu (la hija mayor).

Nueve años más tarde, tras la muerte de su madre, Tungi se convirtió en el rey Taufa’ahau Tupou IV y, por supuesto, Mata’aho se convirtió en la reina. Tupouto’a y Pilolevu crecieron y Pilolevu ahora tiene cuatro hijos. Hemos mantenido una buena amistad a través de los años.

Recuerdo un día en que les conté la historia de «Ricitos de oro y los tres osos». Ya se la había contado muchas veces, pero en esa ocasión en particular Pilolevu me detuvo a cierta altura del cuento y dijo:

—Eso no es así.

—¿A qué te refieres con que no es así? ¡Soy yo el que está contándolo!

Sus palabras me sorprendieron:

—¡Sé que eso no es así, porque no coincide con el relato que nos contó ayer! —afirmó—. Esto es lo que usted debería haber dicho…

Entonces repitió casi con las mismas palabras lo que yo les había contado el día anterior.

Pensé: «¡Qué niña tan inteligente! ¡Todos son niños inteligentes! Mejor empiezo a escribir lo que les digo para contarles lo mismo cada vez». El tiempo que pasábamos juntos era divertido y, a lo largo de los años, en muchas ocasiones a todos nos resultó útil el habernos conocido. La bondad que me demostraron, tal como sucede con la que se demuestre a cualquier persona, jamás se pasará por alto ni dejará de recibir la recompensa de los poderes de los cielos.

En cierta ocasión el presidente de la misión me envió a un misionero local de quien se decía que era haragán; me pidió que lo pusiera a trabajar en la escuela o en algún lugar en donde no tuviera que hacer mucho y que viera si podía ayudarle a terminar la misión. El joven llegó a caerme bien: daba la impresión de que deseaba esforzarse, pero se cansaba fácilmente y perdía las energías; trabajaba tanto como le era posible y ayudaba un poco en la escuela.

Después de unos meses, recibí una nota en la que se me decía que debía trasladarlo a otro distrito. Él lloró y me dijo que no quería irse pero era fiel y obediente, y de todos modos partió hacia su nueva asignación. Jamás olvidaré la mirada de aquellos ojos amarillentos cuando, al despedirse, me dijo claramente: «Nos veremos en el cielo». Dos meses después de su partida de Ha’apai murió de ictericia. La atención médica no era muy avanzada en aquella época. ¡Qué alegría sentí porque, en su caso, el Señor nunca permitió que la palabra haragán me cruzara por la mente!

En Ha’apai contábamos con muy poco; aunque había tiendas, en la mayoría de los casos los estantes estaban vacíos. Cada vez que recibíamos un paquete de nuestra casa o de las oficinas de la misión, desatábamos el cordel, deshacíamos los nudos y formábamos un ovillo para volver a usarlo en otro momento; jamás se nos cruzaba por la mente la posibilidad de cortarlo ni de romper el envoltorio. Siempre sacábamos con sumo cuidado el papel, lo doblábamos y lo guardábamos para uso futuro. No había revistas ni periódicos; y guardábamos todo trocito de cualquier cosa que diera la impresión de que podría ser útil.

Recuerdo cuando miraba a los niños pequeños que se divertían muchísimo con un palo y algunas piedras o una cáscara de coco arrastrándolas por la tierra y la arena. Si llegaban a conseguir una lata o una botella para jugar, gritaban de alegría como si hubieran recibido el último juguete que estuviera de moda; se reían, corrían y empujaban el objeto sonriendo con un gozo tan sincero que me pregunto si nosotros, con nuestras casas de muñecas y juegos de computadora, podemos siquiera acercarnos a sentir esa felicidad.

En Ha’apai, gran parte de los diezmos y de las ofrendas de ayuno se pagaban «en especie», o sea, con cocos, gallinas o cerdos o u/i. Una parte la pagaban con monedas también y nosotros tratábamos de vender los productos que recibíamos a cambio de dinero. Llevaba bastante tiempo dar cuenta de todo lo que se entregaba como diezmo, ofrendas de ayuno, presupuesto y fondos de construcción; y, aunque no había muchos problemas con robos, generalmente llevábamos el dinero a la oficina de correos el primer lunes después de haberlo recibido.

Una noche, llegamos en silencio y a una hora inesperada y encontramos a uno de los alumnos mayores revolviendo los fondos de los diezmos y las ofrendas de ayuno. Me tomó completamente por sorpresa. Él volvió a poner todo donde estaba y yo asigné a uno de los buenos maestros de la escuela para que tratara de ayudarle; con el tiempo, llegó a ser un alumno ejemplar y, que yo sepa, superó aquel terrible problema de tomar cosas que no le pertenecían. Qué agradecido me sentí por aquel maestro que estuvo dispuesto a aceptar el desafío y salvó al jovencito.

Tuve muchas oportunidades de participar en actividades de diversos tipos: desde trabajo legal y bienes raíces hasta supervisor de construcción. Varias veces escribí a mí familia:

«El presidente de la misión no puede venir y me pidió que vaya el próximo martes a la ceremonia de la palada inicial, en representación de él. Será una gran ocasión, ya que la isla entera estará presente. También me ha dado el dinero y la autoridad para llegar a un acuerdo en la compra de otras tierras, así que obtendré un poco de experiencia práctica en el negocio de bienes raíces. Me gusta ese tipo de trabajo. La tierra tiene mucho valor, incluso en estas islas remotas, sobre todo si hay más de una persona que esté interesada en ella. Hay que tener en cuenta muchos factores, pero el principal es la equidad.

«Considero que aquí he tenido la bendición de ganar una experiencia que es de mucho valor y siento que los tiempos que no fueron muy placenteros se encuentran entre las épocas más valiosas.

«A medida que el trabajo se vuelve más arduo y más prolongado, las personas en las que yo confiaba van desapareciendo cada vez más y van quedando muy pocos de aquellos en los que realmente puedo confiar. Sin embargo, son los mejores. El asunto de ser líder en la Iglesia es a veces muy difícil».

Más adelante les escribí:

«Uno de los misioneros tonganos se subió a un viejo tractor Ford sin permiso y comenzó a llevar cosas desde el muelle hasta la Iglesia para el proyecto de construcción. El tractor tiene un elevador hidráulico con una pala en el frente a la cual alguien se subió y, una vez que la hubieron levantado, aprovechó para arrancar algunos cocos para beber. De repente, mientras estábamos comiendo, oímos un grito que provenía como de una cuadra de distancia; me puse de pie de un salto y fui corriendo hasta allí lo más rápido que pude. Efectivamente, había habido un accidente: la pala se había aflojado, había tirado al hombre que iba montado en ella y el tractor le había pasado por arriba; al intentar apartarse del hombre, el conductor chocó contra una tienda y rompió parte del porche, que cayó sobre él haciendo que perdiera el conocimiento. Él sólo estaba aturdido y sumamente trastornado, pero al otro hombre se lo veía en muy mal estado. No hay duda de que los accidentes son muy desagradables. Yo

pensé que el hombre al que le había pasado el tractor por arriba estaba muerto, ya que parecía tener todo el cuerpo lesionado y ensangrentado; pero lo llevamos en seguida al hospital y, una vez allí, volvió en sí y nos pidió que le diéramos una bendición de salud. Milagrosamente, después de revisarlo dijeron que no tenía ningún daño ni fractura grave, solo estaba muy magullado. Resulta que el conductor no tenía permiso para conducir así que tendrá que comparecer ante un tribunal de justicia. Por ser el representante oficial de la Iglesia en Ha’apai, tendré que encargarme del caso en representación de ésta. También he tenido que llegar a algunos acuerdos por los daños causados a la tienda y, realmente, la experiencia que he sacado de todo eso ha sido muy buena. Con los dos misioneros nuevos que acaban de llegar hemos alcanzado un total de cuarenta misioneros en el distrito; el cuidar de ellos es una labor de tiempo completo».

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