El Otro lado del Cielo

Mi océano


A esa altura ya me sentía tan cómodo con la gente y las islas que escribí lo siguiente a mi familia: «A veces, cuando navegamos sobre las ondulantes aguas, siento que esta parte del océano me pertenece porque puedo ir y venir por él según me plazca y, por lo general, el mar coopera; es para mí como un segundo hogar».

Sentía profundo respeto por el océano y sus diferentes estados de ánimo. Tal como tantos otros lo han hecho en diversas épocas, lo comparaba con una dama. Escribí esto a mi familia: «El mar es como una dama encantadora: hermoso, misterioso, determinado, profundo, temperamental, impredecible, cariñoso, servicial y dador de vida. Me doy cuenta de que a veces los dos pueden mostrarse feroces y encolerizados, pero en otras ocasiones son suaves y tiernos. Amo el océano. Espero llegar a amar a mi esposa con igual intensidad; seguramente así será».

En tongano, el término hala significa camino o sendero, pero el sig-nificado permanece incompleto a no ser que se le agregue un modificador, como hala uta (sendero por tierra) o hala tahi (sendero por mar). Llegué a convencerme de que muchos de aquellos viejos capitanes se sentían tan seguros en sus senderos del mar como nosotros nos sentimos en los nuestros de la tierra. El océano es su hogar y desarrollan una sensibilidad que a nosotros nos resulta difícil de comprender. Permítanme dar un ejemplo: Recuerdo una ocasión en que regresaba a casa después de un largo viaje con clima desfavorable: mar gruesa, vientos fuertes y cielo nublado y lluvioso. Pasamos toda la tarde, toda la noche y toda la mañana siguiente sin tierra a la vista; empecé a preocuparme un poco y le pregunté al capitán si estaba seguro de dónde nos encontrábamos.

Me miró sorprendido y luego observó atentamente la forma del sol a través de las nubes espesas, consideró el viento mientras movía la cabeza lentamente de atrás hacia adelante e introdujo una mano en el agua mientras que con la otra sostenía el timón; después de varios minutos, sacó la mano del agua, la movió señalando el cielo y anunció: «Cuando el sol esté allí, la isla de Lofanga aparecerá por allá».

Sus palabras fueron estrictamente fácticas y objetivas y, cuando vio que no las cuestioné, volvió a concentrarse en mover la vela y el timón con cuidado, percibir el movimiento de las corrientes y mirar atentamente el cielo.

Pasaron varias horas, pero cuando el sol se encontraba exactamente en el lugar que él había señalado, las cortinas de niebla que nos tapaban la visión se evaporaron casi como por arte de magia y la isla de Lofanga «na‘e kite mai» (apareció). Parecía como si se hubiese materializado de la nada para dar cumplimiento a sus palabras.

Dirigí la mirada a la isla y luego miré al viejo capitán; él se limitó a sonreír y asentir y continuó concentrándose en el cielo, el viento y la corriente.

Yo estaba maravillado y pensé: «Pasamos años yendo a la universidad, estudiando astronomía, el pronóstico del tiempo, ingeniería náutica o maniobras electrónicas de diferentes tipos y sólo entonces decimos que sabemos algo. Sin embargo, dentro de este hombre mayor hay más conocimiento sobre navegación cósmica que el que todos los títulos del mundo puedan aportar». Me di cuenta de que sus ojos, sus manos, su cara de frente al viento, sus sentidos de la vista, el oído, el olfato y su capacidad para percibir la temperatura eran tan refinados que sabía cuál era el lugar preciso en que nos encontrábamos y conocía la forma exacta en que debíamos colocar la vela, usar el viento y mover el timón para llegar sanos y salvos a destino.

Esa noche llegamos a nuestra isla y le agradecí al capitán por el viaje seguro. Le pregunté cómo había sabido dónde nos encontrábamos y él me habló de la temperatura y la fuerza de las corrientes, del sol, la luna y las estrellas y de cómo percibía el viento y las olas; de todos modos, básicamente lo que dijo fue: «Simplemente lo sabía». Él no pudo explicármelo o quizá se diera cuenta de que yo no lo iba a entender. Fuera como fuera, me alegraba tener a «mi capitán» para que me condujera por los senderos de «mi océano».

Pensé en cuánto honor rendimos a nuestros grandes científicos, ingenieros y matemáticos por su inteligencia y comprensión; aquel hombre ya mayor no tenía ningún título y, sin embargo, sabía mucho más de las corrientes y la dirección del océano que cualquier otra persona que yo haya conocido.

Poco antes de irme de Ha’apai, falleció y fue un día triste para mí. He visto más bien con nostalgia cómo sus compatriotas fueron dejando esta existencia, uno por uno; no sé de ninguno de los integrantes de aquel viejo grupo que quede con vida. Me imagino que estarán trazando hermosas rutas de navegación por entre los reinos sin fin del espacio y la eternidad. Tengo la seguridad de que el conocimiento verdadero que obtenemos aquí, especialmente aquel que empleamos para ayudar a otros, jamás se perderá y siempre seguirá siendo útil.

Recuerdo otra ocasión en que regresábamos a Pangai: el viento nos había abandonado por completo y estuvimos un par de días flotando sin avanzar. Éramos diez los que íbamos en el barco; hacía calor y no pasó mucho tiempo hasta que comenzamos a sentir sed y hambre. Uno de los hombres tenía un sedal y, con paciencia, lo dejaba flotando en el océano hora tras hora. Durante la tarde del segundo día, el sedal de pronto se tensó y todos dieron un salto de alegría y comenzaron a gritar para dar ánimo al pescador; el pez comenzó a nadar enganchado del sedal y llevó mucho tiempo lograr sacarlo del agua pues el atún, de tamaño considerable, ofreció mucha resistencia. Después de un buen rato, el hombre logró arrastrar al cansado pez hasta el costado de la embarcación y varias manos fuertes lo metieron rápidamente dentro del barco.

Los hombres tenían tanta hambre y tanta sed que, en vez de gastar tiempo para matar y limpiar el pescado como correspondía, le dieron un golpe fuerte en la cabeza que lo dejó suficientemente atontado para calmar un poco sus movimientos frenéticos y luego empezaron a comerlo crudo. Mientras se pasaban el pescado de mano en mano, alguien mencionó que debían dejar algo para mí, ya que probablemente yo también tuviera hambre y sed, a lo cual les contesté: «Corten un trozo para mí y luego sigan comiendo hasta terminarlo». Me dieron un buen trozo y lo comí y lo disfruté muchísimo; ellos siguieron comiendo el pescado hasta que no quedaron más que los huesos. No me chocó ni me asombró contemplarlos, simplemente me despertó el interés. Mientras observaba el proceso y veía las sonrisas que se dibujaban en sus rostros, recuerdo haber pensado en lo bueno de que hubieran atrapado un pez y se nutrieran un poco con él, y cuán maravillosamente bien podían funcionar juntos el hombre, la naturaleza y el océano. Aquella noche se levantó un buen viento y temprano a la mañana siguiente llegamos a Pangai.

Me acuerdo que uno de mis consejeros siempre llevaba consigo en nuestros viajes una lata cuadrada que medía aproximadamente 23 cm de lado y tenía unos 30 cm de profundidad; una vez le pregunté qué contenía y él me contestó que no tenía importancia. Después de un rato, me olvidé por completo de la lata, hasta que en un viaje en particular noté que la estaba escondiendo e insistí en que me dijera qué tenía adentro. Finalmente, me mostró una carta escrita en inglés e ingeniosamente sellada a uno de los costados del recipiente; al leerla, me enteré de que la lata estaba sellada herméticamente y contenía ropa del templo que debía ponérsele a cualquier misionero estadounidense que muriera por una enfermedad u otra causa y tuviera que ser enterrado en Ha’apai.

Sabía de algunos élderes que habían muerto en Ha’apai, ya que nuestra rama se encargaba del mantenimiento de los lugares donde se les había enterrado. Le pregunté si sabía qué tenía que hacer en caso de que me sucediera algo; él me contestó que no sabía leer en inglés, pero que no dudaba de que, llegado el momento, sabría qué hacer. Le pregunté entonces si en alguna ocasión había vestido a un muerto, a lo cual respondió que no; luego volví a preguntarle cómo sabría lo que tenía que hacer y me miró como diciendo: «¿Por qué se hace siempre ese tipo de preguntas? El Señor me diría por medio de un ángel o de alguna otra manera. ¿Por qué ustedes, los palangis, se preocupan continuamente por detalles tan insignificantes?».

Siempre aprendía algo al ver el grado de fe que tenía esa gente maravillosa y me sentí reconfortado cuando sonrió y me dijo: «No se preocupe; no va a morir aquí; de eso estoy seguro. Todavía tiene mucho trabajo que realizar». No supe si hablaba cualitativamente y se refería a que tenía mucho que aprender y debía enseñarme más o si estaba hablando cuantitativamente. Esperaba que se refiriera a las dos cosas.

Después que se dedicó el templo de Nueva Zelanda muchos tonganos fueron allí y la ropa para el templo empezó a ser más común, así que cada vez se necesitaban menos aquellas latas selladas herméticamente. Dudo de que sigan existiendo.

A veces no quería viajar en el velero, sobre todo cuando el viento y el mar estaban turbulentos; sin embargo, excepto en las peores situaciones, viajábamos de todos modos. En otras oportunidades, cuando navegábamos por esas hermosas aguas plateadas, sentía la brisa que llenaba las velas y nos impulsaba, percibía el movimiento ascendente y descendente de la madera sólida y curva sobre la que me encontraba, escuchaba el silbido del viento y me maravillaba ante la gran cantidad de hermosos matices de azul, verde y blanco que me rodeaban, me daba cuenta de que me estaba enamorando del mar. Para mí, en aquella época, realmente se trataba de «mi océano».

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario