Feki
Dudo que alguien pueda tener mejor compañero que el que yo encontré en Feki Po’uha; era paciente, amable, muy trabajador y obediente; tenía el oficio de presbítero en el Sacerdocio Aarónico; era digno de ser élder pero, en aquella época, en Tonga, no se ordenaba a los hombres de élderes hasta que se casaban. Él fue mi primer, último y único compañero de misión.
Llegué a querer la sonrisa contagiosa de Feki, sus ojos chispeantes y su actitud optimista. Aunque el tongano era su lengua materna, me maravillaba la habilidad que tenía para hablarlo. Y lo que me maravillaba aún más era su obediencia.
El presidente de la misión le había dicho que quería que yo aprendiera a hablar tongano y le pidió que sólo me hablara en ese idioma. Feki hablaba algo de inglés, pero, durante los trece meses que estuvimos juntos, sólo me habló en tongano.
En Tonga, el mes de diciembre es caluroso y lluvioso. A veces, mientras caminábamos de una aldea a otra, escuchábamos un sonido estruendoso que parecía una manada de caballos que avanzaba a todo galope detrás de nosotros. La lluvia aparecía tan rápido y en oleadas tan fuertes que no había manera de escapar, y a menudo terminábamos empapados.
En un principio, me molestaba mojarme tan seguido y me preguntaba por qué no usábamos paraguas. Pero, cuando vi los ojos picarescos de Feki y me percaté de su actitud despreocupada y alegre, no pude evitar el sentir lo mismo. Normalmente, después del diluvio aparecía un sol muy fuerte, así que, por lo general, ya estábamos bastante secos cuando llegábamos a la siguiente aldea. Feki se reía: «¿Por qué no disfrutar de ella? Los paraguas son un estorbo. ¡A los tonganos nos gusta divertimos en la lluvia! Es como una ducha gratis».
El barro y los insectos estaban por todas partes. Con las lluvias y el sol tan fuertes, en seguida aprendí por qué la ropa vieja y el calzado viejo (o andar descalzo) eran mejores que cualquier cosa que uno quisiera mantener limpia o seca.
A pesar de que entendía muy poco de lo que decían, sentía la alegría de estar con Feki y de llevar a cabo la obra misional. A la gente de Tonga le gusta mucho la música y se me había sugerido que llevara mi trompeta a la misión; a menudo, Feki me pedía que tocara en las reuniones que teníamos en las casas. Cuando tocaba la trompeta, siempre acudía mucha gente de los alrededores, aunque la mayoría se iba cuando dejaba de tocar y comenzaba la reunión, pero algunos se quedaban y escuchaban.
Como no había líneas telefónicas en Liahona, íbamos en bicicleta hasta Nuku‘alofa casi todos los días para averiguar por el barco; para hacer el viaje de ida y vuelta teníamos que recorrer aproximadamente veinticinco kilómetros; aun así, en seguida nos acostumbramos.
Mientras esperábamos el barco que nos llevaría hasta Niuatoputapu, el presidente de la misión recibió un telegrama que decía que dentro de una semana llegarían el presidente David O. McKay y su esposa y algunas otras personas en el barco 55 Tofua para visitar la Misión de Tonga. ¡Qué gran acontecimiento! Todos nos pusimos en marcha y trabajamos arduamente a fin de que todo estuviera perfecto para la visita del Profeta. Era magnífico ver qué unidos y felices estaban todos.
A Feki y a mí nos habían dado la asignación de ayudar a limpiar los jardines de la escuela y también algunos de los senderos de la hacienda de la Iglesia, que era donde estaba la escuela en la época en que el presidente McKay había visitado Tonga en el año 1921.
Pocos días después, llegaron el presidente y la hermana McKay. ¡Qué hombre espléndido y qué dama tan encantadora! A mis ojos, su cabello blanco, su presencia majestuosa y su mirada penetrante lo convertían en un modelo de profeta. ¿Cómo podía alguien dudar?
Los caminos estaban cubiertos con tela de tapa y, alineados a ambos lados, había niños de la escuela y misioneros. Mientras el Presidente y la hermana McKay caminaban por entre aquellos niños que los saludaban con palmas, sus ojos se llenaron de lágrimas.
El Presidente participó en una tradicional ceremonia de kava y tomó un poco de la bebida. (Mezclaban una especie de raíz de pimienta con agua y la servían de acuerdo con el rango.) De hecho, dijo: «Sírvame más. Algunas personas dicen que la kava está en contra de la Palabra de Sabiduría, pero no es así y yo seré el primero en demostrarlo». Era muy cortés y se mostraba muy agradecido por los alimentos y el entretenimiento que le proporcionaban.
Había pocos misioneros, así que siempre nos sentábamos muy cerca de él. Cuando me presentaron oficialmente al presidente McKay, él me dijo, sin dudar un segundo: «Yo conocí a su padre; no, a su abuelo, en Ogden; trabajamos juntos en la Escuela Dominical de la Estaca Weber. Era un gran hombre. Dele razón para estar orgulloso de usted». Quedé impactado.
Más tarde, me pidió que le sostuviera el sombrero mientras él revisaba las pezuñas de algunas vacas de la hacienda; le mencioné entonces que ya le había sostenido el sombrero antes, durante la ceremonia de la piedra angular del Templo de Idaho Falls. Me miró con una sonrisa de complicidad y me dijo: «Era muchísimo más pequeño en aquella época». ¡Su mirada era algo fuera de lo común!
Él le dijo al presidente de la misión que comenzara a ordenar a algunos hombres al Sacerdocio de Melquisedec y que solicitara permiso para la construcción de una capilla de ladrillos. Tuvo muchísimas reuniones con los santos y estrechó la mano a casi todo el mundo.
En una ocasión, tuvo una reunión aparte con los misioneros palangi (blancos), un grupo que constaba de tres misioneros proselitistas y alrededor de diez maestros de escuela. Recuerdo que estábamos todos sentados en el piso; mientras él hablaba, me sentía maravillado de tal manera que tenía escalofríos. Miraba a cada misionero en particular y, cuando sus ojos se encontraron con los míos y habló en cuanto a ser buenos misioneros, ¡sentí como si Dios mismo me hubiera dado una nueva responsabilidad! No podía hacer nada menos que ser un buen misionero.
Pasados algunos días, el presidente y la hermana McKay partieron hacia otras islas, ¡pero dejaron un gran legado de fe y amor y resolución entre nosotros! Alrededor de una semana después que se fueron, nos avisaron que, al día siguiente, salía el barco que iba a Niuatoputapu; eataba seguro de que la partida se había retrasado para que pudiéramos conocer y escuchar al presidente McKay.
El barco de copra en que navegaríamos era relativamente pequeño; llevaba un cargamento de cerdos y otros animales y la cubierta iba llena de pasajeros. El olor me causaba repulsión, pero estaba ansioso por llegar al área que nos habían asignado. Subimos a bordo y, en poco tiempo, ya estábamos en alta mar.
En los barcos grandes que me habían llevado a Tonga, me había mareado un poco, pero era tolerable; aquellos barcos eran relativamente grandes y tenían buenos lugares donde dormir; y el olor no era tan fuerte. En cambio, este otro era pequeño, el lugar para dormir era miserable y el olor sumamente peculiar: una mezcla de cerdos, gallinas, copra, combustible y gente que vomitaba.
En cuestión de un día, volví a aprender la definición típica de mareo: al principio, uno tiene miedo porque piensa que va a morir; luego, se siente tan mal que tiene miedo de seguir vivo. Cuando no quería o no podía comer solo, Feki iba con un integrante de la tripulación: uno me tapaba la nariz y el otro me echaba sopa garganta abajo. «No queremos un hombre muerto en nuestras manos», decía el capitán. Estoy seguro de que ellos sabían qué era lo mejor, aunque en aquel momento no supe apreciarlo.
Durante ocho días y ocho noches, dimos vueltas y nos zarandeamos por el océano; hicimos una sola parada breve en Niuafo’ou (Isla de Lata) antes de llegar a Niuatoputapu. Durante la mayor parte del viaje, estaba tan enfermo que pensaba que iba a morir; tomé la decisión de que, si llegaba a volver a pisar tierra firme, no me movería de allí nunca más.
Finalmente, el barco ancló a poca distancia de Niuatoputapu y llegamos a la costa en botes más pequeños. Me había imaginado que un grupo grande de santos agradecidos nos darían una cálida bienvenida y nos expresarían su gran agradecimiento por lo que habíamos tenido que pasar para llegar hasta allí; quizá hasta cantaran, nos pusieran collares de flores y nos llevaran algo para comer y beber.
Miré a mi alrededor. Nadie.
—¿Dónde están? —le pregunté a Feki.
—¿Quiénes? —contestó.
—¡Los santos con quienes vinimos a estar!
—No vendrá nadie. Estuve averiguando y no sabían que veníamos. El telégrafo está roto, así que el mensaje no llegó.
Dado que el telégrafo funcionaba con una batería de automóvil, cuando la batería se quedaba sin carga, no había telegramas hasta que llegara una nueva en el siguiente barco.
Con dificultad, llevamos nuestras cosas hasta la playa de arena, lejos del vaivén de las olas. «Tú quédate aquí y cuida nuestras cosas —me dijo Feki—; yo voy a buscar al presidente de la rama. Regresaremos con un salióte (un carro tirado por caballos) a buscarte y recoger nuestras cosas para ir donde sea que vayamos a vivir. No permitas que nadie se lleve nuestras cosas y no te alejes. ¡Quédate aquí!».
No tenía alternativa, así que me senté en la arena: cansado, con hambre, con sed y muy desilusionado. Mi sueño de un grupo que nos diera la bienvenida y nos expresara gratitud se había hecho trizas.
Las únicas personas que tenía cerca eran algunos niños; unos pocos de ellos se acercaron, me tocaron y, riéndose, dijeron: «¡Palangí, palangil». Algunos de los niños más pequeños se acercaron pero luego, comenzaron a llorar y salieron corriendo al oír la amenaza de sus respectivas madres que les gritaron: «¡Vengan acá o el palangi los atrapará!».
No entendía mucho, pero sí lo suficiente para saber que, lejos de lo que yo esperaba, no era muy bienvenido allí. Me daba cuenta de la mezcla de lástima, temor, curiosidad e indiferencia que sentía la mayor parte de la gente que se encontraba en los alrededores. Las pocas palabras que entendía de los pocos comentarios que escuchaba no me hacían sentir mejor en absoluto.
Algunas personas se acercaron y me hicieron algunas preguntas o me ofrecieron su ayuda, pero mis temores habían comenzado a aumentar e interpretaba a todos y todo como un intento de robar nuestras cosas o causarnos problemas. Recordaba las palabras de Feki, «Quédate aquí y no permitas que nadie se lleve nada», y me protegía de todo el mundo.
El tiempo pasaba; la muchedumbre que se hallaba en la costa disminuía; el sol estaba muy fuerte. Me preguntaba si Feki se habría ido para siempre. Volví a sentirme solo. Tenía ganas de llorar, pero sabía que no debía hacerlo.
Me había percatado de algunos mosquitos mientras iba de un lado a otro para proteger nuestras cosas. En ese momento en que estaba sentado más tranquilo, los mosquitos empezaron a aparecer en nubes: ¡cientos, miles, millones! Parecía como si estuvieran tratando de llevarme. Me imaginaba que el líder les estaba diciendo a sus tropas: «¡Ya hemos bebido muchísima sangre tongana, pero casi nunca tenemos la oportunidad de beber la sangre de un hombre blanco! ¡Démonos un banquete! ¡Ataquen, ataquen!».
Cuanto más intentaba espantarlos, más parecía que se me venían encima. Se estaba poniendo cada vez más caluroso y más desagradable. Feki no había vuelto, y ya había pasado más de una hora desde que se había ido. La mayor parte de las personas habían desaparecido. Me daba cuenta de que el barco ya estaba listo para zarpar otra vez.
De pronto, un verdadero pánico se apoderó de mí. ¿Y qué sucederá si Feki no regresa? Parece que no le caemos bien a la gente. ¿Qué sucederá si no hay santos aquí? ¿Y si todos se han apartado de la Iglesia? ¿Y si nos hemos equivocado de lugar? ¿Y si el barco se va y Feki no vuelve y nadie me ayuda y los mosquitos siguen atacándome y me quedo aquí sentado en la playa y me voy muriendo lentamente?
Satanás sabe cómo mezclar las ideas para sacar a la luz nuestros peores temores. En ese estado de pánico, me levanté de un salto y pensé: «Si corro rápido, puedo llegar hasta el barco antes de que se vaya. Al menos, conozco a algunos de los tripulantes y estoy seguro de que regresarán a Nuku’alofa. Le contaré al presidente de la misión lo que sucedió y se pondrá contento de que haya vuelto. No me quedaré aquí a morir de hambre y de sed y por los mosquitos y el calor».
Estaba casi listo para salir disparado, cuando me sacudió otro pensamiento: ¿Ocho días más de mareo? Recordé mi decisión de no volver a abandonar la tierra firme. Me sentía confundido a causa de la mezcla de mis miedos, del calor, los mosquitos y la incertidumbre; la combinación de todo eso arremetía a golpes contra los sentimientos que me causaban pánico. No sabía qué hacer. Quería correr, pero mi estómago todavía revuelto me decía: «¿Ocho días más de mareo? ¡Ni pensarlo!».
Volví a desplomarme sobre la arena. Debería haber orado; en cambio, lloré. Finalmente, entre sollozos, pregunté: «Padre, ¿qué debo hacer?». Parecía que no recibía ninguna respuesta, pero me quedé allí sentado, como estupefacto, mirando mientras se alejaba el barco.
Estaba completamente solo. ¿Qué he hecho? ¿Por qué estoy aquí? ¿En qué lío me he metido? ¿Dónde está Feki? Espanté algunos mosquitos más y, luego, me recosté y me resigné a lo que me deparara el destino. ¡Detestables mosquitos! ¡Adelante, disfruten de la sangre del hombre blanco! ¡Eh, madres! ¡Adelante, asusten a sus hijos diciéndoles que si no se portan bien el palangi los atrapará! ¡Y todos los demás! Adelante, tóquenme, golpéenme, búrlense de mí y roben nuestras cosas. ¡No me importa! ¡Ya no me importa nada!
Entonces pensé en mi hogar, en el hermoso Idaho. Allá no hace tanto calor. No hay tantos mosquitos. A mi familia le gusta tenerme cerca. Todos hablan inglés. Mamá tiene un pan integral que acaba de sacar del horno. Hay mantequilla y miel. Ellos parten el pan y observan el vapor que sale de él; huelen la frescura. Miran cómo se derrite la manteca. Saborean ese pan celestial con miel… ¡aja! Cerré los ojos al sentir que volvían a brotarme lágrimas de añoranza. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué no estoy allá?
Podía ver a mis padres, mis hermanos y hermanas, mi novia y otros amigos. Recordé mi despedida y, vagamente, me acordé de que alguien me había dicho: «Incluso cuando extrañes tu hogar, no te des por vencido. Haz lo correcto y Dios te protegerá. Estaremos orando por ti». Eso estaba bien para una despedida entre amigos, y quizá fuera cierto a veces; pero ¿cómo se sabe qué es lo correcto cuando uno se encuentra en estas circunstancias? ¿Es aquí donde debería estar? Cerré los ojos nuevamente, como si quisiera borrar mis miedos.
Alguien me dio un golpecito. Me levanté de un salto. Señaló hacia el final del camino, donde distinguí un carro que se acercaba; todavía estaba muy lejos. ¿Es Feki con otro hombre? Creo que sí. ¡Feki! Feki, ¡estás vivo! ¡Me has venido a buscar! ¡Sí, es él! ¡Esa es su sonrisa! Miré hacia el barco, que ya estaba lejos, en el canal. Estaba contento por haberme quedado.
























