Islas y más islas
Si bien los bautismos en Ha’apai nunca eran muchos, siguieron aumentando todos los meses. No pensaba en mi regreso a casa, pero sabía que en algún momento iba a suceder. Por esas fechas, el presidente de la misión me escribió y me preguntó cómo me sentiría si tuviera que quedarme en la misión unos cuantos meses más; muy entusiasmado, le respondí que me gustaría muchísimo. Entonces volvió a escribirme para decirme que sentía que sería bueno que me quedara para acompañar al primer grupo de miembros tonganos al Templo de Nueva Zelanda, el cual sería dedicado como en un año, añadiendo que les escribiría a las autoridades de Salt Lake City y haría la solicitud para que me permitieran quedarme. Yo di por hecho que me darían permiso para extender la misión, así que me hice a la idea de que me quedaría; incluso escribí algunas cartas a mi familia y seres queridos en las cuales les explicaba lo que el presidente de la misión y yo esperábamos que ocurriera, aunque todavía no sabía si era seguro.
Podrán imaginarse mi conmoción y asombro cuando, dos meses más tarde, recibí un telegrama del presidente en el cual me decía: Solicitud de extensión denegada. Debe presentarse ante junta de reclutamiento dentro de próximos dos meses. SS Tofua sale de Nuku’alofa en una semana. Esté en Nukualofa por lo menos un día antes. Si está de acuerdo, propongo a [élderX] como nuevo presidente del distrito. Envíe pronta respuesta y costos e información del regreso.
Quedé atónito y salí de la oficina del telégrafo moviendo la cabeza de un lado a otro. Si bien se suponía que los telegramas eran privados, ¡quien quiera que pensara eso no conocía Tonga ni a los tonganos! La noticia se extendió de inmediato y me inundaron todo tipo de reacciones: incredulidad, amor, lágrimas, felicitaciones, peticiones para banquetes, preguntas de los detalles y, seguramente, almo en el caso de algunas personas.
Pensé: ¿Eider X como presidente de distrito? ¡Qué chiste! Me alegra que el presidente me haya pedido mi opinión; le avisaré de inmediato, aunque quizá sea mejor que primero encuentre un barco que vaya a Tonga y así me ahorraré un telegrama. ¿Tengo que irme de Ha‘apai? ¿Cómo es posible?
Me invadió un sentimiento de melancolía. En parte se debía a lo repentino del anuncio, sobre todo porque estaba dispuesto a quedarme más tiempo y ansioso por hacerlo; sin embargo, también se debía a que me daba cuenta de que era algo definitivo; me era difícil aceptar que mi misión en Tonga realmente estaba llegando a su fin. Me estremecí al pensar que pronto tendría que dejar a esas personas, esas islas, ese idioma. ¿Cómo haría para dejar el viento, las aguas, la navegación, la escuela, los miembros, los niños, el amor, la fe, los desafíos y los testimonios?, en fin, todo aquello que era tan importante y preciado para mí.
Me llevó un día o dos admitir que no debía seguir haciéndome pre-guntas, sino más bien ser obediente y continuar con el resto de mi vida. A pesar de eso, durante varios días, cada vez que me parecía que había hecho frente a la realidad, tenía una recaída, retrocedía hacia la protección de lo conocido e intentaba posponer el futuro desconocido.
Empecé a averiguar si había algún barco que fuera a Tongatapu y me enteré de que no había ninguno disponible por el momento; pregunté a todas las personas, pero me dijeron que todos los barcos o bien acababan de partir o de llegar, y no había ningún viaje planeado para el futuro cercano. Parecía que no había forma de llegar a Tongatapu. Quizá esa sea mi respuesta, pensé. Jamás se me ocurriría ser abiertamente desobediente, pero si no aparecía porque no había conseguido barco, ¡eso era completamente distinto! La esperanza que sentí fue efímera, no duró más que unos pocos minutos, ya que me daba cuenta de que, en el peor de los casos, podría presionar a algunos de los buenos miembros de la Iglesia para que me llevaran hasta Tongatapu en nuestro viejo velero de la misión; aunque se le filtraba muchísima agua y las velas y las sogas se encontraban en un estado deplorable, sabía que, si realmente teníamos que hacerlo, el Señor nos bendeciría para que tuviéramos un viaje seguro.
Hablé con el mejor capitán que conocía y me sorprendí cuando me dijo que no era prudente siquiera pensar en llevar el velero de la misión.
—Ese velero está en muy malas condiciones y no deberíamos tentar al Señor cuando sabemos que las perspectivas no son buenas y tenemos otra alternativa —agregó.
—¿Qué otra alternativa?
—¿Alguna vez fue a Ha‘ano? Allí hay un buen barco.
Ya casi no me quedaba tiempo y tenía que conseguir un barco, así que él se ofreció a llevarme hasta Ha‘ano en el viejo velero de la misión para ver si encontraba uno mejor que me trasladara a Tongatapu. Ese último viaje en el velero fue lleno de nostalgia y al mismo tiempo fue revelador. El viento estuvo a nuestro favor y llegamos en muy buen tiempo a Ha’ano. También tuvimos que esforzarnos muchísimo por sacar del barco toda el agua que fuera posible, gracias a lo cual terminé de convencerme de que en ese estado el gastado velero no llegaría a Tongatapu.
En Ha’ano hablé con el capitán y dueño del único velero que había disponible. La noticia de mi partida inminente ya había llegado allí y él sabía que yo tenía que estar en Tongatapu en los próximos días. El capitán no era miembro y era pobre, como la mayoría de las personas que viven en Ha’apai, así que fue muy difícil llegar a un acuerdo como lo es negociar cuando la otra parte tiene la ventaja. De todos modos, acordamos algunas cosas, por ejemplo, usar el barco como chárter para esa travesía y otorgarme el derecho de recaudar el dinero que obtuviéramos de los pasajes y de la carga que se transportara y guardármelo. Aun así, cuando cerramos el trato con un apretón de manos, sentí que estaba pagando un precio demasiado alto pero, como no veía otra opción, decidí no exigir más, dejar contento al capitán y así asegurarme de que fuera a buscarme.
Acordamos que él iría a Pangai dos días más tarde y nos llevaría hasta Tongatapu antes de que terminara el cuarto día, el día anterior a que zarpara el SS Tofua. Al regreso, el viento siguió a nuestro favor y nos condujo rápidamente, con lo cual llegamos en buen tiempo a nuestra isla. A pesar de eso, cuando entramos en el puerto de Pangai, la vela se nos había rasgado en varios lugares, las sogas tenían algunos nudos más que al principio del viaje y había una cantidad considerable de agua sucia en el pantoque. «Qué bueno que no probemos al Señor intentando llevar este velero hasta Tongatapu», pensé.
A nuestro arribo a Pangai, encontré otro telegrama del presidente de la misión que decía: Envíe aprobación y planes ya. En cuatro días debe estar aquí. Pasaje en el Tofua confirmado. Me daba vergüenza decirle al presidente cuánto dinero iba a costar llegar a Tongatapu: 40 libras (casi 200 dólares estadounidenses); además estaba preocupado porque no sabía cómo decirle lo que realmente sentía en cuanto a llamar al élder X como presidente del distrito. Decidí que volvería a orar al respecto y que le enviaría un telegrama la mañana siguiente.
Con tantos banquetes, fiestas de despedida y visitas conmovedoras de todos los amigos, me di cuenta de que no podría hacer todo lo que quería y además dedicar algo de tiempo a dormir. «Ya podré dormir durante el viaje en barco», pensé; así que di comienzo a esa noche empacando, orando y pensando; también la pasé charlando hora tras hora.
Llegaba un grupo, luego otro y otro más; de repente, un golpe tímido y apareció una niña de la escuela con su familia, algunas bananas y una piña (ananá); tenían ganas de charlar un rato. «¿Sabe qué? Vamos a bautizarnos —me dijeron los padres—. Apenas nuestra hija vaya a la escuela Liahona, iremos a Tongatapu y nos bautizaremos. Gracias por enseñarle a ella y por lograr que entrara a Liahona, y gracias por enseñarnos el Evangelio». Las visitas siguieron una tras otra y, antes de que terminara la noche, tenía mucho más comida de la que podría comer en semanas; pero no me importaba pues los alimentos representaban amor y agradecimiento, y eso nunca se echa a perder.
Me quedaban dos días en Ha’apai y faltaban tres para llegar a Tongatapu. Momentos antes del amanecer, me dormí una hora más o menos. Sabía que debía mandar un telegrama al presidente de la misión esa misma mañana, pero todavía no estaba seguro de lo que iba a decirle; había orado sinceramente con respecto a mis sentimientos, pero no me sentía cómodo ante la idea de aconsejar al presidente.
Al despertar esa mañana, experimenté uno de los sentimientos hermosos y cálidos que todos tenemos cada tanto; el alma se me llenó de palabras y pensamientos que formaban una hermosísima e inexplicable sinfonía: «Escucha. Esta no es tu obra, es la mía. Yo me encargaré de que avance. Apoya a tus líderes. Apoya al presidente de la misión con todo tu corazón. No te preocupes por lo que saldrá el chárter; el dinero volverá. Sé obediente, sé comprensivo. Sé amoroso y amable. Perdona a los demás. Sé diligente. Bendice a estas personas. Esta es mi obra. Tú puedes ayudar, pero no te preocupes. Es mi obra». No fue ni una voz ni una revelación: fue un hermoso sentimiento de paz.
Fui corriendo hasta la oficina de telegramas y le mandé el siguiente mensaje al presidente de la misión: Élder X será un buen presidente del distrito. Envíe 40 libras para chárter. El dinero se repondrá. Llegaré a Nuku‘alofa jueves por la noche listo para el Tofua viernes. Élder Groberg.
En seguida hice los arreglos necesarios para que el élder X, que estaba trabajando en otra isla, fuera a Pangai. Repasé el cronograma de la escuela con él y le presenté a mis consejeros, junto a quienes trabajaría al menos hasta que el presidente de la misión fuera a Ha‘apai e hiciera el cambio oficial. Yo ya no estaría, pero eso no importaba. Lo llevé para presentarlo al jefe de la oficina de correos, al telegrafista, al gobernador y a otras personas que le resultaría útil conocer. Me sentía feliz, porque sabía que todo andaría bien.
El barco de Ha’ano llegó: era pequeño, pero resistente; tenía velas de lona gruesa y fuerte, sogas nuevas y casco sólido. ¡Qué placer viajar en un barco así! Aunque el mar y el viento estaban tranquilos, sabíamos que tendríamos que partir antes del mediodía del día siguiente para asegurarnos de llegar a Nukualofa de tarde o al anochecer; de no ser así, no estaría a tiempo para tomar el Tofua que salía al otro día.
Dado que no habían salido barcos para Tongatapu recientemente, pude vender bastantes pasajes y había conseguido bastante carga para transportar. Los veleros siempre viajan mejor cuando llevan algo de peso que cuando van muy livianos, así que el capitán estaba contento.
Eiice arreglos para que las personas cargaran sus cosas ese mismo día y, con el capitán, acordamos partir poco antes del mediodía del día siguiente. Como la gente ya había pagado sus pasajes y lo que llevarían con ellos, puse el dinero en una bolsita y no me preocupé por contarlo en ese momento.
Me quedaban sólo veinticuatro horas en Ha‘apai. ¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer? Ya había puesto las responsabilidades en manos del élder X; lo que tenía para empacar era muy poco, pues había regalado la mayor parte de las cosas y me había quedado apenas con lo indispensable para regresar a mi hogar. Hice algunas visitas, asistí a varios banquetes de despedida y me reuní con algunos investigadores y con miembros que se habían apartado para animarlos. A esa altura, ya estaba tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos, así que durante las primeras horas de la tarde, después de otro banquete, me escabullí hasta la parte trasera de la casa de un miembro y dormí durante un par de horas.
Cuando me desperté, regresé a casa. Unos cuantos miembros estaban llevando a cabo una ceremonia de kava y estuve con ellos unas horas. Algunos de los misioneros que daban clases en la escuela me habían escrito una canción de despedida y la cantaron de manera muy hermosa (hay una traducción en la siguiente página); hablaba de un pájaro blanco que se había ido, pero que un día regresó. Hubo muchas lágrimas. La gente iba y venía durante casi toda la noche. Finalmente, a eso de las dos de la madrugada, me disculpé y salí a caminar solo por la playa.
Había luna llena y la orilla estaba levemente iluminada de a ratos y en otros bastante oscura, ya que las nubes se morían, ocultaban a la luna durante largos períodos y sólo de vez en cuando permitían que brillara en todo su esplendor. Soplaba una brisa suave y cálida que alzaba y bajaba suavemente las hojas de los cocoteros, y cada tanto las agitaba con una rápida ráfaga. La arena estaba calentita y la escena en su totalidad propiciaba las emociones más básicas del hombre. Reflexioné: «En verdad estoy por irme de Ha’apai. Después que la luna, el viento y las nubes se hayan puesto en escena como todas las noches, una vez más el sol tomará el control y despachará a la luna, disipará el ligero manto de la frescura nocturna y entonces me iré de Ha’apai. Cuando el sol envíe sus rayos penetrantes y haga que vuelva a reinar la realidad, abordaré el barco, me despediré agitando la mano y poco después desapareceré tras el horizonte y ya no veré más a Ha’apai». Aceptaba esos pensamientos y al mismo tiempo luchaba contra ellos.
Todavía me quedaban unas horas para permanecer en ese mundo donde reinaban la suavidad, la luz de la luna y las sombras y estar a solas con mis pensamientos y sentimientos; podía pensar, orar, meditar e intentar comprender ese remolino de emociones.
Durante algún tiempo me había estado molestando el hecho de que sólo había llegado a visitar en persona dieciséis de las diecisiete islas con habitantes que había en Ha’apai. Las instrucciones de que debía irme llegaron con tan poco tiempo de anticipación y de manera tan inesperada que tuve que cancelar el viaje a esa última isla. Me sentía mal pensando que había fallado en ese aspecto; a pesar de haber sido presidente del distrito durante casi un año y medio, no había llegado a visitar las diecisiete islas. «Tendría que haberlo logrado —pensé—. ¿Cómo puede Dios estar contento conmigo? ¿Cómo puedo yo estar contento conmigo mismo? ¡Me faltó visitar una de las islas que estaba a mi cargo!».
Cada vez me sentía peor; fue como si todos los buenos sentimientos y las despedidas se hubiesen esfumado o quedado en suspenso mientras yo me preocupaba por esa parte de la asignación que había dejado incumplida. Me daba cuenta de que había fuerzas potentes que casi no podía controlar y que estaban apoderándose de mis emociones. ¿Por qué no había ido a aquella última isla? Oré pidiendo perdón; oré para recibir entendimiento; aunque sabía que no tenía excusas, de todos modos alegué: Tenía la intención de visitarla pero me quedé sin tiempo. ¿Realmente tuve yo la culpa? Entonces razoné: Por supuesto que fue culpa tuya. No intentes inventar excusas; no cumpliste con todo tu deber.
Se batían a duelo la luz y la oscuridad, la paz y la ausencia de ella, los buenos y los malos sentimientos. Tengo que encontrar algo de paz, pensé. No puedo irme sintiéndome de esta manera. Me había sentido tan bien hasta ahora. ¿Por qué descubrí mis errores a último momento? ¿Por qué tanto hincapié en una isla? ¡Ay!, ¡¿por qué no habré ido?!
Derramé mi alma en procura de paz. Lo había intentado y lo hubiera logrado si otros no hubieran tomado decisiones sobre las cuales yo no tenía ningún control. ¿Qué debía hacer? En medio de amargas lágrimas de remordimiento, supliqué recibir comprensión.
Entonces, dulcemente, un suave manto de paz comenzó a cubrirme el corazón; cada vez fue más claro y más intenso hasta que de pronto, como si se hubiera encendido una luz, prevaleció una fuerza nueva y conmovedora que disipó todo lo demás. Sentí una voz que me hablaba al corazón y me decía: «¡Mira!». Abrí los ojos y dirigí la mirada por encima de la bella costa arenosa, hacia la vasta y abierta extensión del océano magnífico y ondulante. Veía claramente el contorno de esa isla a la que no había ido; la reconocí sin lugar a dudas. Ese mismo sentimiento de calidez que había experimentado unos días antes volvió y continuaron las voces que resonaban en mi mente y las visiones que percibía mi alma.
Me quedé observando mientras una isla se levantaba detrás de la primera, y luego otra detrás de esa, y otras más, y aún otra más grande e impresionante que la anterior. Me encontré maravillándome y diciendo: «Se levanta una isla tras otra ».
La voz que resonaba en mi mente continuó: «Sí. Se levanta una isla tras otra, y otras detrás de ellas. ¡Mira!».
Volví a mirar y vi más islas, y detrás de ellas escenas más grandiosas, incluso mundos que se alzaban esplendorosos. A mi mente acudieron las palabras: «Se eleva un mundo tras otro, y tras esos otros más».
Estaba completamente absorto en la experiencia. Los sentimientos o palabras que me ocupaban la mente continuaban: «La meta física de visitar las diecisiete islas no es lo más importante; incluso si hubieras alcanzado esa meta, aún te quedaría mucho más por hacer. Lo importante es seguir al Espíritu, obedecer, amar, prestar servicio, bendecir, enseñar, sanar, testificar y explicar que Dios está sobre todas las cosas, que es omnipotente, que está lleno de amor y de bondad; que Jesús es el Salvador del mundo, que José Smith es el Profeta de esta última dispensación y que en esta época, sobre la tierra, hay profetas vivientes y autoridad del sacerdocio. Si esas verdades ocupan el lugar que les corresponde, no importa cuál sea la cantidad de islas, mundos o universos, puesto que son verdades eternas y controlan todas las islas y los mundos y mucho más».
Me sentí satisfecho. Si bien sé que se requerirá mucho más de nosotros, estoy seguro de que uno de los sentimientos más grandiosos que podemos experimentar en esta vida es el de saber que Dios está complacido con nuestra labor; nada se le puede comparar. Debemos esforzarnos por saber que nuestra labor es aceptable y que la fe, el amor, el testimonio y las acciones correctas siempre nos traerán bendiciones eternas. ¿Qué más podría desear una persona?
Además, aprendí otra gran lección: Sabía que podría haber hecho las cosas mucho mejor y el ser consciente de mis faltas era doloroso; sin embargo, nuestro bondadoso Padre Celestial me permitía irme con buenos recuerdos y con el sentimiento de Su aprobación por aquello que había logrado, en lugar de partir cargado con la culpa que yo mismo me había adjudicado por lo que no había podido hacer. Sabía que debía empeñarme y lograr más, y estaba decidido a hacerlo; pero en medio de aquel perdón y aprobación totales, percibía una vislumbre de sucesos por venir. Entendí que,, al tratar con otras personas, especialmente con mi familia y amigos, debía criticar mucho menos los fracasos y encomiar mucho más los logros. Esa era la manera en que lo haría Dios y yo lo sabía.
Esa meditación debe de haber ocupado el resto de la noche, porque de pronto me di cuenta de que el sol estaba, en realidad, ahuyentando a la luna. El día de mi partida había llegado. Regresé a casa, junté las pocas cosas que tenía y las llevé al barco. Había muchísimas personas en el muelle: algunos iban a viajar con nosotros, otros estaban allí para enviar cosas y muchos se habían reunido para despedirme.
No tengo palabras para describir esas últimas horas de abrazos, lágrimas y sentimientos profundos: sentimientos de gozo incomparable, de seguridad, de bendiciones y de un profundo entendimiento. Todo ello sencillamente supera la capacidad humana de descripción.
Finalmente, el barco partió. Hubo canciones, lágrimas y manos que se agitaban en señal de despedida; hubo sollozos sinceros y testimonios que expresaban la seguridad de que volveríamos a encontrarnos en algún momento, en algún lugar, fuera como fuera. Sabía que así sería. Sabía que el reencuentro con nuestros seres queridos, en algún momento y en algún lugar, inevitablemente nos tocará a todos; y si bien el momento de ese reencuentro no es algo que podamos controlar, lo que sintamos en esa reunión depende, en efecto, de nosotros; si hemos sido fieles, será un reencuentro glorioso; pero si no lo hemos sido, no nos resultará tan glorioso como hubiera podido ser. Conocía y amaba a aquellos fieles tonganos y sabía que ellos, mis hermanos y hermanas, eran fieles y lo seguirían siendo. ¡Qué gran incentivo es ese para mantenernos leales y devotos! Una vez más, tomé la decisión de mantenerme siempre fiel. Esperaba estar preparado para el siguiente paso.
Tenía la total seguridad de que lo más importante de esta vida es permanecer con devoción a Dios y a Su causa a fin de que, cuando nos reencontremos con nuestros seres queridos, podamos experimentar ese mismo tipo de gozo que sentí en aquel momento pero en toda su plenitud. Sabía que si permanecemos fieles, tendremos una reunión gloriosa y sabremos con mucho mayor seguridad que se alzará una isla tras otra, y sobre ellas otras más, ¡por siempre!
























