El pueblo del convenio de Dios
por el Élder Mark E. Petersen
del Quórum de los Doce Apóstoles
Devocional en la Universidad Brigham Young, el 28 de septiembre de 1980.
Al tomar sobre nosotros Su nombre en el bautismo, hicimos una promesa, tomamos una decisión—las Escrituras usan la palabra “determinación”—de servirle hasta el fin y manifestar verdaderamente mediante nuestras obras que hemos recibido el Espíritu de Cristo.
Me siento profundamente conmovido, mis jóvenes hermanos y hermanas, por el espíritu que hay aquí, por su presencia y por el propósito que los trae a este lugar. Estoy agradecido por la presencia del presidente Holland y su encantadora esposa. También estoy agradecido por el presidente Wheelwright, quien, como él mismo dijo, ha sido un amigo durante toda la vida. Mi esposa y yo nos encontramos casualmente con él y su esposa en Palestina en una ocasión, y él nos acompañó por Tierra Santa, haciéndolo con la destreza propia del experto que es. Amamos a los Wheelwright; los amamos a todos ustedes.
Quedé enormemente impresionado cuando el presidente Joe Christensen, presidente de nuestro Centro de Capacitación Misional, me comentó que esta noche están aquí 2,211 misioneros preparándose para salir a servir misiones—el mayor número de misioneros que jamás se haya reunido bajo un mismo techo. Presidente Wheelwright, ¿me permite pedir a estos misioneros que se pongan de pie para que podamos verlos? Estamos agradecidos por su maravillosa dedicación y por su respuesta a nuestro llamado para ir a diversas partes del mundo. Les deseamos que Dios los acompañe en toda la labor que tienen por delante. ¿Puedo pedir también que se ponga de pie el presidente Christensen? Quisiera expresar nuevamente la gran gratitud que sentimos por el presidente Joe Christensen, por su esposa y por todos aquellos que trabajan con ellos en esta escuela de capacitación misional.
Esta mañana a las siete en punto, el Consejo de los Doce se reunió en su sala de reuniones del cuarto piso en el Templo de Salt Lake. Estuvimos allí desde las siete hasta las doce en una reunión espiritual profundamente emotiva. Se repartió la Santa Cena y todos participamos de ella de una manera sumamente solemne, sintiéndonos agradecidos por ese privilegio. Nos alegró poder renovar nuevamente nuestros convenios con el Dios Todopoderoso y con Su Hijo amado, Jesucristo, para servirle y guardar Sus mandamientos; estábamos agradecidos por la maravillosa oportunidad de tener Su Espíritu con nosotros. Y tuvimos el Espíritu en abundancia.
Detrás del púlpito, en esa pequeña sala de reuniones, hay un hermoso mural que representa al Salvador en el Jardín de Getsemaní. Hablamos sobre Getsemaní y sobre el Salvador. El hermano Bruce R. McConkie habló extensamente acerca del inmenso sufrimiento que experimentó el Salvador. Lo hizo de una manera muy emotiva y con gran solemnidad, recordándonos cómo el Salvador entró en el Jardín de Getsemaní, llevó consigo a tres de sus discípulos y les pidió velar y orar, y luego se retiró un poco más lejos para orar solo.
La mayoría de las imágenes que muestran al Salvador en el Jardín de Getsemaní lo presentan arrodillado en oración. La que está en la sala en la que nos reunimos lo muestra arrodillado junto a un olivo. Fue pintada por Harry Anderson. (Ustedes han visto varias otras pinturas de Harry Anderson; él ha realizado una obra magnífica al pintar para nosotros una serie de murales sobre la vida de Cristo). En este mural, presenta al Salvador en posición de oración arrodillado. El hermano McConkie llamó nuestra atención al hecho de que el sufrimiento asociado con la expiación comenzó allí, en Getsemaní, y que el Salvador sufrió tan intensamente que gotas de sangre brotaron de sus poros.
Entonces el hermano McConkie nos dijo que el Salvador no estaba arrodillado durante aquella oración. El sufrimiento que padeció fue tan infinito, tan fuera de nuestro entendimiento, que incluso Él cayó postrado en el suelo. Ni siquiera intentó permanecer de rodillas, y mientras yacía postrado sobre la tierra clamó a su Padre que, si fuera posible, “pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).
Se hizo notar también que Él había orado tres veces de esta manera; y luego llegó Judas, el traidor, quien probablemente estaba poseído por un demonio y que, por treinta piezas de plata, estaba dispuesto a vender al Hijo de Dios. Judas se acercó y dio al Señor el beso del traidor. El hermano McConkie mencionó que, según la definición de los eruditos sobre el beso del traidor, no se trataba simplemente de un beso ordinario en la mejilla, sino de algo muy efusivo. Si Judas hubiera seguido la costumbre habitual, se habría acercado al Salvador, lo habría abrazado vigorosamente y luego lo habría besado con afecto.
Recordarán que Pedro, quien amaba tanto al Señor, alzó una espada. Parece extraño que alguno de los discípulos del Señor tuviera una espada, ¿verdad? Pero tenía una espada, la sacó y, en defensa del Salvador, atacó al siervo del sumo sacerdote, un hombre llamado Malco, y le cortó la oreja. Entonces el Salvador sanó a este hombre. Ese fue el último milagro de sanidad que realizó el Salvador. Luego se volvió hacia Pedro y le dijo que guardara su espada, porque quien a espada mata, a espada muere.
Entonces el Salvador, quien había orado con tanto fervor en el Jardín pidiendo que pasara de Él esa copa, si así fuera la voluntad del Padre, se dirigió a Pedro mientras lo reprendía por usar la espada y dijo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).
Esas palabras han quedado grabadas en mi mente durante toda mi vida al comprender lo que el Salvador estaba diciendo. Allí estaba Él, soportando el terrible sufrimiento de la Expiación. Había orado para ser librado, si fuera posible, pero la voluntad de Dios era que Él continuara adelante, porque la salvación de cada uno de nosotros depende de la Expiación del Salvador. Sin el Salvador, no hay Expiación. No hay salvación. Sin el Salvador no estaríamos vivos; ni siquiera existiríamos. Pero allí estaba Él, dispuesto a tomar sobre Sí el sufrimiento de toda la humanidad. En Su mente infinita sabía lo que implicaba un sufrimiento infinito; ya lo había experimentado en el Jardín, y ahora iba a enfrentar la cruz y sufrir aún más. Pero dijo, con humildad y aparente mansedumbre: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?”
Me gustaría leer la propia descripción que hizo el Salvador de Su sufrimiento, tal como aparece en una de las revelaciones dadas al profeta José Smith. Recordarán que en esta revelación el Salvador enseñó la gran doctrina del arrepentimiento y que Su sangre expiatoria nos libera de los terribles pecados que hemos cometido. También aprendemos que, si nos arrepentimos, el sufrimiento que normalmente tendríamos que padecer por nuestros pecados será pagado por la sangre del Salvador en la cruz. Por lo tanto, Él clamó diciendo: “Arrepentíos, no sea que os hiera con la vara de mi boca, y con mi ira y con mi enojo, y vuestros padecimientos sean dolorosos, ¡cuán dolorosos no lo sabéis!, ¡cuán intensos no lo sabéis!, sí, ¡cuán difíciles de soportar no lo sabéis!” (D. y C. 19:15).
Se nos enseña en la Biblia que toda ley tiene asignado un castigo. Si quebrantamos una ley divina, es requerido un castigo. Pero si realmente nos arrepentimos, servimos al Señor y guardamos sus mandamientos de ahí en adelante, el sufrimiento de Cristo paga esa deuda. Él tomó sobre sí nuestros pecados y así llegó a ser nuestro Salvador. El Señor continúa diciendo:
“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;
Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo; padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor, y sangrara por cada poro, y padeciera tanto en el cuerpo como en el espíritu; y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.
Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres”. (D. y C. 19:16–19)
Los perseguidores del Salvador lo llevaron a la cruz después de la experiencia en Getsemaní y lo clavaron en ella. Durante aproximadamente tres horas, según las Escrituras, estuvo suspendido en la cruz, sufriendo aún el dolor por los pecados de toda la humanidad, dolor que comenzó en Getsemaní y continuó hasta concluir en la cruz. Allí murió por todos, con la condición de que lo sirvan y guarden sus mandamientos.
Recordarán que esta doctrina también se nos enseñó cuando se nos dieron las oraciones sacramentales. Me gustaría leer una de estas oraciones, si puedo hacerlo con la debida solemnidad y reverencia:
“Oh Dios, Padre Eterno, te pedimos en el nombre de tu Hijo Jesucristo que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él; para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y testifiquen ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y a recordarle siempre, y guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre puedan tener su Espíritu consigo. Amén”. (D. y C. 20:77)
¿Leen ustedes esa oración en las Escrituras, la analizan y llegan a entender lo que significa para cada uno de nosotros?
Probablemente cada miembro de la Iglesia aquí presente ha participado hoy mismo de la Santa Cena. Han comido del pan que se partió en memoria del cuerpo quebrantado, y bebido de la copa en memoria de la sangre derramada en la cruz. ¿Qué pasó por sus mentes al hacerlo? ¿Escucharon cuidadosamente la oración del pan? ¿Qué dice esta oración? Dice que “testificamos ante ti, oh Dios, Padre Eterno”, que no solo tomamos sobre nosotros Su nombre, el nombre de Cristo, y realmente llegamos a ser suyos, sino que también hacemos una promesa solemne ante el cielo mismo, por la crucifixión, de que siempre lo recordaremos y guardaremos los mandamientos que Él nos ha dado. ¿Podría haber un convenio más solemne que ese?
Creo que las dos ordenanzas más sagradas en la Iglesia son la Santa Cena del Señor y el bautismo por inmersión para la remisión de pecados. La razón por la cual creo que son las más sagradas es porque ambas se relacionan directamente con la Expiación del Señor Jesucristo. La Santa Cena del Señor nos recuerda la terrible crucifixión y Su terrible muerte y sufrimiento, como lo describen las Escrituras.
El mundo en general tiene la idea de que el símbolo del cristianismo es la cruz, pero eso no es así. La cruz es el símbolo de la forma más cruel de tortura y ejecución que los romanos pudieron idear; para eso sirve la cruz. Cristo no nos dio la cruz como símbolo de Su gran Expiación. En lugar de ello, nos dio la Santa Cena del Señor y nos dijo que participáramos de ese pan y bebiéramos de esa copa en memoria de Su sangre y de Su cuerpo quebrantado. ¿Acaso no nos dio esa gran ordenanza que simboliza Su sufrimiento en la cruz? Claro que sí. No obtenemos eso de ningún otro lugar. Él no dijo que veneráramos la cruz, sino que participáramos de la Santa Cena y siempre lo recordáramos, comprometiéndonos solemnemente ante el cielo a que siempre guardaríamos los mandamientos del Dios Todopoderoso.
¿Cuál fue la otra parte de la Expiación? Fue romper las ligaduras de la muerte para traer consigo la resurrección. Después de Su muerte, el Señor Jesucristo fue a los espíritus encarcelados, pero Su cuerpo fue puesto en la tumba de José de Arimatea y permaneció allí hasta el tercer día. ¿Y qué ocurrió entonces? Resucitó. La plenitud de la vida regresó a Su cuerpo, tal como la plenitud de nuestra vida regresará a nuestros cuerpos.
En la resurrección, cada uno de nosotros será levantado y ya no estará sujeto a la muerte. Tendremos el mismo cuerpo que tenemos ahora; será una resurrección física, de carne y huesos; no seremos resucitados de otra forma. Ese es el tipo de resurrección que tendremos, y ese es el tipo de resurrección que tuvo Jesucristo.
¿Recuerdan lo que ocurrió cuando Cristo apareció a Sus discípulos después de la resurrección? Ellos pensaron que estaban viendo un espíritu o un fantasma. Él trató de convencerlos de que era real y físico, un ser corpóreo, diciendo: “Palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:39).
¿Recuerdan cuando vino al continente americano y se presentó ante 2,500 nefitas anunciando que era el Cristo resucitado? Había resucitado en Palestina; ahora vino y visitó las Américas. Está registrado en el Libro de Mormón que esas 2,500 personas hicieron fila, se acercaron a Él y Él permitió que tocaran las marcas de la crucifixión en Sus manos, pies y costado.
Esta resurrección fue una realidad. Y el bautismo por inmersión para la remisión de pecados, efectuado por alguien que tenga la debida autoridad, es el símbolo de esa resurrección. ¿Por qué el bautismo por inmersión? ¿Acaso no fue Él colocado en la tumba? ¿Y no salió después de ella? Somos sepultados con Él en el bautismo, como Pablo dijo a los romanos, y salimos de esa tumba de agua en el bautismo tal como Él salió de la tumba en Su resurrección (véase Romanos 6:3–4).
El bautismo siempre se efectúa por inmersión, y ninguna otra forma de bautismo es bautismo verdadero, porque la inmersión representa la sepultura de Cristo en la tumba y Su posterior resurrección al salir de ella. Por eso estas dos ordenanzas son tan significativas. Ambas están directamente relacionadas con la Expiación, y ambas tienen poder salvador.
También existe un convenio en el bautismo, y es un convenio sumamente serio. Esto es lo que leemos en Doctrina y Convenios:
“Todos aquellos que se humillen ante Dios y deseen bautizarse, y se presenten con corazones quebrantados y espíritus contritos, y testifiquen ante la Iglesia que verdaderamente se han arrepentido de todos sus pecados, y estén dispuestos a tomar sobre sí el nombre de Jesucristo, teniendo la determinación de servirle hasta el fin, y verdaderamente manifiesten por sus obras que han recibido del Espíritu de Cristo para la remisión de sus pecados, serán recibidos por el bautismo en su Iglesia”. (D. y C. 20:37)
Así que entramos en un convenio cuando nos bautizamos, ¿no es así? Y cada miembro de la Iglesia aquí presente ha entrado en ese convenio. Y en ese convenio tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo por primera vez, y más adelante lo tomamos nuevamente cada vez que participamos de la Santa Cena del Señor. Al tomar sobre nosotros Su nombre en el bautismo hicimos una promesa, tomamos una decisión—las Escrituras utilizan la palabra “determinación”—de servirle hasta el fin y verdaderamente manifestar mediante nuestras obras que hemos recibido del Espíritu de Cristo.
Mi punto es que los Santos de los Últimos Días son el pueblo del convenio de Dios. Con frecuencia decimos que los judíos son el pueblo del convenio de Dios, y en cierto sentido lo son. Son el pueblo del convenio porque son descendientes de Abraham, Isaac y Jacob por medio de Judá, uno de los doce hijos. Pero ellos no han hecho convenios personales con Dios, hasta donde sabemos. Su convenio es el convenio de Abraham, de que serían bendecidos a través de Abraham. En ese sentido, nosotros somos tan pueblo del convenio de Dios como lo son los judíos, porque descendemos por medio de José de Egipto.
Nuestros convenios con Dios son mayores que los de los judíos por dos razones. Primero, cuando Jacob impuso sus manos sobre José y sus dos hijos, les dio una bendición patriarcal que excedía cualquier bendición dada a Judá o a los demás hijos. Dio a José y a Efraín y Manasés una bendición patriarcal en la que les prometió que “crezcan en multitud en medio de la tierra” (Génesis 48:16).
A Efraín se le dio la primogenitura de las tribus de Israel; por eso somos hoy de Efraín. Somos descendientes de Efraín; hemos sido recogidos del mundo como hijos de Efraín, y poseemos el sacerdocio de Dios. Estamos a la cabeza de las doce tribus de Israel. Todavía no todas están recogidas; diez aún están perdidas, y los judíos apenas ahora comienzan a reunirse en Palestina. No sé si muchos más irán allí o no. Ahora mismo hay más judíos saliendo que llegando, y hay más judíos en la ciudad de Nueva York que en Jerusalén. Pero habrá un grupo numeroso de judíos en Jerusalén en la época de la segunda venida de Cristo.
Recordarán que cuando Él venga aparecerá en varios lugares, y uno de ellos será Palestina. Allí ocurrirá la gran batalla de Armagedón antes de la segunda venida de Cristo, y Jerusalén será sitiada por los ejércitos reunidos allí. Entonces el Dios Todopoderoso vendrá en su ayuda y derramará fuego y azufre sobre esos soldados que intenten destruir a los judíos y lanzarlos al mar. ¿Y qué ocurrirá después? Él descenderá y se parará sobre el Monte de los Olivos, y el monte se partirá en dos. Los judíos sitiados correrán hacia el valle que así se forme, y allí lo encontrarán. Se acercarán a Él y le dirán: “¿Qué heridas son éstas en tus manos y en tus pies?”. Y Él responderá: “Son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos” (D. y C. 45:51-52).
En segundo lugar, se nos ha dado la tarea de recibir el evangelio restaurado. En las Escrituras se declaró que no solamente habría una gran apostasía de la verdad, sino que, en la hora del juicio de Dios, la Iglesia sería restaurada. Esa es una razón por la que les hago notar que, si alguno de ustedes está buscando la verdadera Iglesia de Cristo, debe buscar una iglesia moderna. Ninguna de las antiguas sirve, porque ninguna de ellas es moderna. Y la razón por la que la Iglesia restaurada debe ser moderna es porque el ángel que debía volar en medio del cielo y restaurar el evangelio en la tierra iba a venir precisamente en la hora del juicio de Dios. Por tanto, la verdadera Iglesia no podía ser otra cosa que una iglesia moderna; ninguna de las iglesias tradicionales podía cumplir ese requisito.
Después de que el ángel restauró el evangelio del Señor Jesucristo, vinieron otros ángeles con el santo sacerdocio, el apostolado y el poder para organizar nuevamente la Iglesia. Luego vino la comisión del propio Salvador: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; pero el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:15–16).
Nosotros tenemos esa comisión. Somos de Efraín. Estamos al frente de la obra de Dios en estos últimos días porque Jacob bendijo a Efraín hace muchos siglos diciéndole que haría exactamente esto. La Iglesia está sobre la tierra, y nosotros estamos cumpliendo con la comisión de llevarla a todo el mundo. Pero los Santos de los Últimos Días que permanecemos aquí en casa jamás debemos permitirnos ser indiferentes con respecto a nuestra religión—jamás. Debemos reconocer que Dios espera de nosotros entusiasmo, apoyo entusiasta a Su programa, una gran determinación de llevarlo adelante, determinación de ser misioneros y determinación de vivir cada principio del evangelio aquí en casa. ¿Qué dijo el Señor? “Viviréis de toda palabra que sale de la boca de Dios”. ¿Lo estamos haciendo? Estamos bajo convenio de hacerlo.
Cada uno de nosotros está bajo convenio, por virtud de nuestro bautismo, de tener la determinación de hacer exactamente eso al tomar sobre nosotros el nombre de Cristo. Cada uno declara ante el cielo mismo que le servirá y guardará Sus mandamientos. Para sellar ese convenio, comemos del pan partido en memoria del cuerpo quebrantado del Salvador; bebemos de la copa en memoria de Su sangre salvadora. Pero hacerlo no nos servirá de nada a menos que guardemos los mandamientos. Lo repito: la sangre expiatoria de Cristo no nos salvará en nuestra maldad. La sangre salvadora de Cristo únicamente nos salvará en nuestra rectitud, en nuestro estado de arrepentimiento. Por eso el Señor nos coloca bajo convenio, para recordarnos esta gran verdad, para que cada vez que seamos tentados a pecar, recordemos la Santa Cena del Señor. Recordaremos nuestro bautismo, y eso nos recordará que estamos bajo convenio con el Dios Todopoderoso de apartarnos del pecado y vivir en rectitud.
¿Ven por qué el Señor dijo que debíamos estar en el mundo, pero no ser del mundo? ¿Cómo sabemos que Él espera entusiasmo de nuestra parte? ¿No dijo acaso que debemos amarlo con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas? ¿No es eso entusiasmo? Y cuando habló del amor a Dios, lo hizo en términos de servicio a Dios: “Oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día” (D. y C. 4:2).
Él también espera que pongamos en orden nuestras prioridades. ¿Qué debe ocupar el primer lugar en nuestra vida? ¿El placer? ¿Incluso el estudio en esta universidad? Recordarán lo que el Salvador dijo en el Sermón del Monte. Hablaba sobre la vivienda, la comida y el vestido—lo que yo llamo las bendiciones básicas de la vida cotidiana—pero no las puso en primer lugar. Él dijo: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).
¿Tenemos la fe y el valor para ser Santos de los Últimos Días primero, por encima de todo y siempre, y poner el evangelio de Jesucristo como prioridad en nuestras vidas, sabiendo que si lo hacemos, Dios nos bendecirá y prosperará en todas nuestras actividades rectas? Él nos da muchas ilustraciones, pero mencionaré solo una. ¿Qué dijo Malaquías que ocurriría si pagábamos nuestros diezmos y ofrendas? Que las ventanas del cielo se abrirían hasta tal punto que difícilmente podríamos recibir todas las bendiciones (véase Malaquías 3:8–10). ¿Creemos realmente en Dios Todopoderoso? ¿Aceptamos verdaderamente a Jesús como el Cristo? Él dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. […] El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama” (Juan 14:15, 21).
Ruego sinceramente que lo amemos, lo sirvamos y lo honremos con nuestras vidas rectas, en el sagrado nombre del Señor Jesucristo. Amén.

























