La Continua EXPIACIÓN
Cristo no sólo cubre la diferencia, Él es la diferencia.
Para Wendee quien una vez se refirió conmigo a este tema en una Conferencia para Mujeres en la Universidad Brigham Young y para Scott quien un día tuvo que recordar que “tenemos en Dios gran confianza”.
Esta edición en español está dedicada a Michelle Canals Corpuz y su increíble familia, cuya fe y confianza en el Señor sirven de inspiración a muchas personas.
No lo haré nunca más”, decimos, pero volvemos a hacerlo. En un mundo lleno de desafíos, tentaciones y aun adicciones, resulta fácil perder la esperanza en nosotros mismos y en aquellos a quienes amamos. En momentos de desaliento, debemos recordar que el propósito de la expiación de Jesucristo no es sólo liberar y consolar, sino también transformar, y eso requiere tiempo. Cristo no está esperando en la línea final cuando hayamos hecho “todo cuanto podamos”, sino que está a nuestro lado a lo largo de la carrera, y tendremos derecho a Su expiación mientras sigamos el proceso de perfeccionamiento continuamente.
Este libro ofrece valiosas pautas sobre Dios, Cristo y nuestra relación con ellos. Cada capítulo contiene ejemplos claros que servirán para elevar y motivar. Se explica doctrina profunda y se presentan conceptos complejos de formas tan sencillas que repetidamente el lector dirá: “Nunca lo había visto de este modo”. Ese tipo de cambio de enfoque producirá cambios de conducta.
La mayoría de los miembros de la Iglesia reconocen que la perfección es un proceso de largo alcance, pero pasan por alto la naturaleza continua de la expiación de Cristo que hace posible ese proceso. La paz no se halla al abandonar o eliminar la necesidad de cambiar, sino al volcarse al único Ser que hace posible el cambio y al comprender que recibimos muchas oportunidades de volver a empezar. Entonces, si en el primer intento no tenemos éxito—si tampoco lo tenemos en el segundo, el tercero o el cuarto, no busquemos atenuantes, busquemos al Salvador y las bendiciones de Su continua expiación.
SOBRE ELAUTOR
Brad Wilcox es un profesor asociado en el Departamento de Educación Pedagógica de la Universidad Brigham Young, institución en la que también trabaja con programas tales como Especialmente para Jóvenes y la Semana de Educación. De joven sirvió una misión para La Iglesia de Jesucristo de los Santos de Los Últimos Días en Chile, y fue llamado años después a ese mismo país para presidir la Misión Chile Santiago Este, entre 2003 y 2006. El año siguiente se le llamó para formar parte del Comité Asesor de Presidentes de Misión. En el momento de publicarse este libro en español, Hermano Wilcox sirve como miembro de la mesa directiva de la Escuela Dominical de la Iglesia. Brad y su esposa, Debi, son padres de cuatro hijos, y tienen tres nietos.
Prólogo
En los más de cuarenta años dedicados al ejercicio de mi profesión, y tras haber tenido el privilegio de traducir al idioma español una considerable cantidad de excelentes e inspiradores textos, nunca sentí que fuera mi lugar escribir cosa alguna a modo de aclaración o introducción sobre ninguno de ellos.
Este prólogo es diferente; es algo muy personal que escribo no solo con la autorización, sino también a pedido del autor, mi buen amigo Brad Wilcox, quien desea dedicar esta versión en español a mi hija, Michelle Canals Corpuz.
En 2007, a los 32 años de edad, casada y madre de dos hermosas niñas, a Michelle se le diagnosticó cáncer de seno, mal que, a pesar de diversos tratamientos y procedimientos, se le extendió primeramente a los huesos y, más tarde, al cerebro.
Por encima de las limitadas esperanzas ofrecidas por la ciencia médica, Michelle se amparó en la fe que había cultivado desde su tierna infancia, y en su firme confianza en el amor de nuestro Padre Celestial. No obstante ello, y pese a la continua motivación de seres queridos, múltiples bendiciones del sacerdocio (una de ellas de manos de un Apóstol del Señor), y regulares idas al templo, quedaban en el corazón de Michelle preguntas sin responder: si acaso sus angustiosas circunstancias eran el resultado de errores cometidos en su joven vida o consecuencia de no haber hecho todo cuanto se esperaba de una digna hija de Dios.
Un día domingo, tras una noche de hogar con nuestros hijos y nietos, Michelle me comentó, llena de ánimo, sobre un libro que acababa de leer, el cual respondía todas y cada una de las preguntas que por tanto tiempo la habían abrumado, explicando de una forma extraordinariamente clara el significado de la Expiación de Cristo —no solo su naturaleza, sino el profundo significado y valor que seguía teniendo en la vida de ella y en la de todos los hijos de Dios.
La profundidad y el entusiasmo de sus comentarios me llenaron de interés, y cuál no sería mi sorpresa cuando, a mi pregunta de quién era el autor de tan estupenda realización, ella me contestó que se trataba de Brad Wilcox.
“Yo conozco muy bien a Brad, servimos juntos en la mesa general de la Escuela Dominical”, le dije. “Cuando lo vea en unos días le haré saber cuánto te ayudó su libro”. “Tienes que leerlo, papá”, añadió Michelle.
Tras una reunión a la que los dos asistimos un par de semanas más tarde, en compañía de los demás miembros de la mesa general y la presidencia, junto a nuestras respectivas esposas, le comentamos a Brad sobre las circunstancias por las que atravesaba nuestra hija y el efecto tan notable que su libro, La continua Expiación, había tenido en ella. Con profunda ternura nos dijo que le gustaría visitar a Michelle y a su familia, lo cual se concretó a los pocos días.
La razón por la que me ofrecí para traducir esta obra de manera voluntaria no se debe a haber sentido la obligación moral por el “gesto” de mi amigo Brad Wilcox de visitar a nuestra hija en su hogar y hasta llevarle unos tiernos detalles a sus niñas. Mi ofrecimiento nace del puro convencimiento de que este libro fue escrito bajo divina inspiración y de que tiene el poder de cambiar no solo perspectivas, hábitos y disciplinas, sino vidas enteras, tal como cambió la de nuestra hija Michelle en un momento tan crucial para ella y para su familia.
Mi esperanza y ruego es que haya gozado yo de la capacidad y la inspiración necesarias para transmitir el mensaje en la traducción con la misma claridad y veracidad con que Brad Wilcox lo hizo en su obra original. El Espíritu Santo seguramente se encargará de cubrir cualquier diferencia para beneficio del lector.
Desde lo más profundo de mi corazón agradezco a Brad por haber escrito este libro, a mi hija Michelle por su constante ejemplo de valor y fe y por haberme invitado a leerlo, y al Señor por haberme inspirado a traducirlo.
Omar Canals
Reconocimientos
Ante todo, le reconozco a usted por decidir leer este libro. Cuando era presidente de misión, me parecía interesante que, después de recordar a los misioneros acerca de una regla o norma, eran los que no tenían el problema quienes se sentían culpables, se disculpaban y se comprometían a mejorar, mientras que aquellos a quienes la advertencia había sido dirigida, generalmente permanecían ajenos a la necesidad de cambiar.
Siempre se me ha dicho que el Evangelio existe para aligerarles la carga a los afligidos y para afligir a los ligeros. Recuerdo casos en mi vida en los que he hallado gran consuelo en las palabras del Salvador y las de Sus profetas. También me vienen a la mente momentos en los que, al igual que los misioneros ajenos a la realidad, tuve necesidad de un poco de aflicción. Uno siempre puede encontrar un buen número de escrituras y sermones relacionados con ambos casos.
El élder Dallin H. Oaks escribió: “Un llamado al arrepentimiento lo suficientemente claro como para instar una reforma en el indulgente puede producir un desaliento paralizante en el contencioso. La dosis de doctrina lo suficientemente potente como para penetrar la gruesa coraza de los indolentes, tal vez resulte ser una sobredosis masiva para los demasiado conscientes” (With Full Purpose of Heart, 129).
Tal vez haya quien malinterprete el mensaje lleno de esperanza de este libro como una razón para postergar la necesidad de efectuar cambios en su vida, pero mi mayor temor es que aquellos que están sinceramente tratando de mejorar se desanimen si nadie les transmite esperanza lisa y llanamente. Realmente dudo que demasiados de los “indulgentes” y de los “indolentes” dediquen tiempo a leer un libro como éste, ya que tal vez estén algo ocupados comiendo, bebiendo y divirtiéndose como para querer que se les recuerde acerca del Salvador. Más bien, pienso que quienes leerán estas palabras serán los sobrevivientes de muchas sobredosis doctrinales masivas centradas en lo que los mandamientos nos dicen que “debemos” y “no debemos” hacer. Dejemos la tarea de afligir para otro momento; el propósito de este libro es aligerar cargas.
Se dice que los autores no eligen temas, sino que éstos eligen a los autores. Ciertamente tal es el caso con los temas que se tratan en este libro, los cuales han ocupado mi mente por muchos años. Los conceptos aquí expresados han sido a menudo el punto de enfoque de mi estudio personal, de mis oraciones y de conversaciones en el salón celestial del templo. He escrito bosquejos en hojas sueltas, en el margen de libros y en mi mente mientras manejaba en largos trayectos, y allí habrían permanecido de no haber sido por la ayuda de muchas personas queridas.
De todo corazón expreso gratitud particular a cuatro amigos cuyo estímulo me ha mantenido en pie: Nancy Bayles, quien me oyó hablar sobre algunas de estas ideas y me dijo: “Tienes que escribir un libro”; Brett Sanders, quien fue de la misma idea tras también escucharme; Emily Watts, quien creyó en mí cuando presenté mi primer bosquejo; y Robert L. Millet, quien revisó mis borradores y comentó: “Brad, esto debe ser publicado como libro”.
Los miembros de mi familia son siempre mis primeros revisores. Gracias a mi esposa, Debi, por todo su apoyo, a nuestros hijos: Wendee y Gian, Russell y Trish, Whitney y David, así como a Val C. Wilcox y Leroy y Mary Lois Gunnell. Robert y Helen Wells, Sharla Nuttall, Kellie Harman, Lorna Stock, Carson Twitchell, Nate Sanders y Steven Edwards también hicieron contribuciones significativas. Vaya también un agradecimiento particular a mis amigos Sharon Black, quien me obligó a hacer aclaraciones de ciertos contenidos; Eula Ewing Monroe, cuya perspectiva resultó de enorme valor; Bobbi Redick, cuya ayuda con este manuscrito fue una verdadera obra de amor; y Rachael Ward y Suzanne Brady por sus respectivas contribuciones en la publicación de este libro en español.
Fue una verdadera dicha servir en la presidencia de la Estaca 4ta. de la Universidad Brigham Young junto a Tracy T. Ward, Bernard N. Madsen, William W. Bridges, Boyd J. Holdaway y Jeffrey G. Jones. Agradezco la dedicación de estos hombres maravillosos y de la magnífica juventud a la que servimos.
Por último, gracias a los profetas, líderes, maestros y autores que han escrito y hablado tan hermosamente sobre la Expiación. Cada explicación, ejemplo y presentación me ayuda a entender mejor y acercarme más a nuestro Padre Celestial y a Jesús. La preparación de este manuscrito ha cambiado mi forma de orar, de meditar, de participar de la Santa Cena y de hablar sobre el Salvador —todo ello evidencia de cómo la Expiación me está cambiando, lenta mas ciertamente.
Introducción
“No lo haré nunca más”, decimos, pero volvemos a hacerlo. “Ahora es en serio; nunca más lo haré”, pero lo hacemos nuevamente. “Esto no puede seguir así; juro que no lo haré otra vez”, pero lo hacemos. Cuando nosotros o un ser querido nos vemos atrapados en ciclos de conducta compulsiva, nos resulta fácil desanimarnos y sentir el deseo de darnos por vencidos. Ayunamos, oramos, buscamos bendiciones, pero seguimos preguntándonos si alguna vez produciremos los cambios necesarios. Cuando por fin lo logramos, nos preguntamos si esos cambios perdurarán. En momentos de desánimo pensamos en entregarnos, o lo que es peor, ya no nos importa nada. Ésos son los momentos en que debemos recordar que siempre hay esperanza. Como lo declaró el presidente Dieter F. Uchtdorf: “No importa cuán sombrío parezca ser el capítulo actual de nuestra vida, debido a la vida y al sacrificio de Jesucristo, podemos confiar en que el final del libro de nuestra existencia sobrepasará nuestras mayores expectativas” (“El poder infinito de la esperanza”).
No es necesario que, para no tener que cambiar, hagamos de cuenta que Dios no existe ni que tratemos desesperadamente de encontrar razones para afirmar que la Iglesia no es verdadera. No tenemos por qué señalar a otras personas que estén padeciendo dificultades a fin de sentirnos justificados, ni odiar a quienes no tengan problemas para así sentirnos mejor. No tenemos que rendirnos a la adicción y despreciarnos a nosotros mismos, a pesar de lo fácil que resulte hacerlo. Más bien, debemos permitir que la fe sea un ancla para nuestra alma (véase Éter 12:4).
En todos los casos, los cambios de creencias preceden a los cambios de conducta. La constancia y las buenas obras provienen de la esperanza, y ésta emerge de la fe, pero no cualquier fe. Muchas personas creen en Dios e incluso gustan de contar historias sobre Dios y ángeles por Internet. Aun así, para muchos, la fe que profesan tener no llega a afectarlos ni a producir ningún cambio en ellos y rara vez altera sus decisiones. Creen en un poder superior, pero al no conocerle, se ven limitados en su acceso a Él.
José Smith enseñó que esa verdadera fe va mucho más allá de saber que hay un Dios, de conocer Sus atributos y Su relación con nosotros. Requiere que sepamos que Él tiene un plan para nosotros y que vivamos conforme a ese plan (véase Lectures of Faith, 3:2-5).
En la Biblia leemos: “Quedaos tranquilos, y sabed que yo soy Dios” (Salmos 46:10). José Smith enseñó que si invertimos la frase, la declaración es también correcta: Conoced a Dios y quedaos tranquilos. Cuando llegamos a conocer a Dios, a Sus profetas, a Su plan y a Sus eternos propósitos para nosotros, por cierto que entonces podemos estar tranquilos.
Una cosa es seguir a Cristo y otra muy distinta es ser guiados por Él. Los Santos de los Últimos Días somos guiados por Cristo del mismo modo que Él siempre ha guiado a Su pueblo: por medio de profetas vivientes y apóstoles. Ese tipo de liderazgo es lo que hace a nuestra fe diferente a las demás.
Así como José Smith definió la fe verdadera en Dios, yo testifico que la fe verdadera en Cristo es más que apenas saber en cuanto a Él o hasta creer que es un ser divino. Implica el saber que Su Expiación es real, que Su propósito es transformarnos y que estará a nuestra disposición siempre y cuando ese proceso de perfeccionamiento surta buen efecto. Tenemos un Salvador que nos cubre y nos protege, un Redentor que nos cambia, y un Buen Pastor que está dispuesto a ir tras nosotros una y otra vez —continuamente.
Getsemaní, el Calvario, el sepulcro vacío —realmente no podemos llegar a reflexionar seriamente sobre los acontecimientos tan sagrados y magníficos que ocurrieron en esos lugares tan particulares, sin experimentar un profundo y sobrecogedor sentido de gratitud y humildad. Con gran reverencia leemos sobre qué sucedió, pero por más que lo intentemos, no podremos siquiera empezar a entender cómo aconteció. En este respecto, la Expiación es un hecho incomprensible. No obstante ello, sus efectos en nuestra vida no tienen por qué serlo.
Nosotros podemos y debemos entender cómo la Expiación ejerce una constante fuerza para bien; debemos reconocerla como un don de un amoroso Salvador que nunca se dará por vencido con nosotros. Como ha escrito mi amigo Kenneth Cope:
Habíame de un Dios que no claudicará,
Quien, hasta encontrarme, no descansará.
Habíame de Su corazón que nunca se aleja, y de Sus brazos, que cobijarme anhelan.
(“Tell Me”)
Verdaderamente, nuestro Padre Celestial y Jesucristo no descansarán hasta encontrarnos. Entonces, si en el primer intento no tenemos éxito —si tampoco lo tenemos en el segundo, el tercero o el cuarto, no busquemos atenuantes. Busquemos al Salvador y las bendiciones de Su continua Expiación.

























