La Continua EXPIACIÓN

La Continua EXPIACIÓN
Cristo no sólo cubre la diferencia,
Él es la diferencia.
Brad Wilcox


Capítulo 1

No importa cuánto lleve

La perfección es nuestra meta de largo plazo, pero, por el momento, nuestro objetivo es progresar en esa dirección —un progreso constante que sólo es posible gracias a la continua Expiación.


El joven de dieciséis años de edad se veía distinguido en su nuevo traje comprado para esa ocasión especial—la primera vez que bendeciría la Santa Cena. El presbítero intentaba mostrarse tranquilo, pero en realidad estaba muy nervioso.

La organista interpretó la introducción del himno y el director condujo a la congregación en el canto. Cuatro presbíteros se pusieron de pie ante la mesa de la Santa Cena y con cuidado doblaron el mantel, exponiendo las bandejas que contenían el pan. Silenciosamente, los jóvenes empezaron a partir el pan, mientras el nuevecito observaba nervioso las manos de los más experimentados, y con las suyas efectuaba la operación, aunque no con la misma rapidez.

Al concluir el himno, la organista continuó con un reverente interludio a fin de dar tiempo al nuevo presbítero para terminar. Los otros tres ya habían completado la tarea en sus propias bandejas y hasta habían ayudado con otras más. El joven sintió que los ojos de toda la congregación estaban puestos en él mientras intentaba apresurarse.

Por fin, se arrodilló para leer la oración: “Oh Dios, Padre Eterno”, comenzó. Su voz temblaba con marcada inseguridad. “Te pedimos en el nombre de Jesucristo…”, y entonces, silencio. Aun cuando unos pocos miembros de la congregación podían recitar las oraciones sacramentales de memoria, la mayoría estaba lo suficientemente familiarizada con ellas como para reconocer cuando algo no sonaba correcto. También lo reconocía el joven presbítero, al igual que sus compañeros. Del mismo modo lo advertía el obispo, a quien los muchachos miraban en busca de guía.

El obispo hizo al joven un discreto gesto con la cabeza indicándole que debía volver a empezar, y así lo hizo: “Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques esta agua…”, otra vez silencio; estaba bendiciendo el pan. Para ese momento, hasta los niños de la congregación se estaban dando cuenta de lo embarazoso de la situación. El joven miró nuevamente al obispo, quien le dio la indicación de que empezara una vez más.

Tras un nuevo intento fallido, el joven presbítero finalmente completó la oración debidamente. Se puso de pie y procedió a entregar bandejas a los diáconos, quienes ofrecieron los sagrados emblemas a los miembros. Algunos de ellos tal vez estaban impacientes y se sentían un tanto molestos; después de todo, ¿cuán difícil puede resultar leer un simple y breve texto? ¿Por qué motivo habría creado el joven tal situación, quitándoles tiempo a los oradores?

Pero la mayoría de los de la congregación probablemente no se sentían de ese modo; de hecho, muchos de los varones tal vez recordaban cuando ellos mismos habían cometido errores similares.

Realmente no sé qué fue lo que pensaron otras personas durante aquella prolongada oración sacramental, sin embargo, la experiencia me conmovió enormemente. Mi amigo Brett Sanders una vez me comentó que en momentos como ése aprendemos bastante en cuanto a la Expiación del Salvador. Las oraciones sacramentales deben ofrecerse palabra por palabra, y el obispo tiene la responsabilidad de verificar que el texto sea leído sin equivocaciones. ¿Qué sucedió, entonces, cuando ese joven se equivocó? ¿Fue suplantado, ridiculizado o rechazado? No, no es así como actúa el Salvador. ¿Pero acaso el obispo sencillamente desechó el problema? No, no podía hacerlo, ya que el Señor requiere que esas oraciones sean pronunciadas a la perfección.

Si la ley de la justicia fuera la única que se aplicara, el más mínimo tropiezo, apenas una equivocación en una palabra, descalificaría hasta al mejor intencionado poseedor del sacerdocio. Afortunadamente, la ley de la misericordia también se aplica. Aun cuando las oraciones sacramentales tenían que ser leídas de forma perfecta, y eso era algo para lo cual no había excepción alguna, al presbítero se le dio una segunda oportunidad y una tercera—tantas como fueran necesarias. No había una trampilla que se abriera y lo arrojara a una celda. El obispo sólo le hizo una seña con la cabeza y el joven poseedor del sacerdocio comenzó de nuevo hasta que leyó la oración debidamente. No importa cuántos errores hubiera cometido y corregido en el proceso, el resultado final fue perfecto y aceptable.

Dios, al igual que el obispo, no puede hacer excepciones a la norma de que un día lleguemos a ser perfectos (véase Mateo 5:48; 3 Nefi 12:48), pero sí puede darnos muchas oportunidades de volver a empezar. Así como al joven presbítero, a todos se nos concede el tiempo que necesitemos para corregir nuestros errores. La perfección es nuestra meta de largo plazo, pero, por el momento, el objetivo es progresar en esa dirección: un progreso constante que sólo es posible gracias a la continua Expiación.

Cristo nos mandó perdonarnos los unos a los otros setenta veces siete (véase Mateo 18:22); ¿por qué, entonces, nos es tan difícil creer que Él nos perdonaría más de una vez?

Una y otra vez Él salva;
mis errores Él tolera,
setenta veces siete,
o el número que sea.
(Steven Kapp Perry, “I Take His Name”)

Mientras servía como obispo de uno de los barrios de la Universidad Brigham Young, un joven fue a verme para hacer una confesión, una tamaña confesión. Descargó todo cuanto había hecho mal desde sus días de escuela primaria, y yo oí todo lo que él nunca había tenido el valor de contarle a otro obispo, presidente de estaca, presidente de misión ni a sus padres. Aun cuando los pecados no eran de mayor magnitud, tenían que ser confesados y tendrían que haber sido atendidos años antes. Cualquiera puede imaginar el alivio y la dicha de ese joven cuando finalmente se deshizo de la carga que tan innecesaria y privadamente había llevado sobre sí por tanto tiempo. Oramos y repasamos juntos algunos pasajes de las Escrituras; hablamos del papel que juega la confesión en el proceso del arrepentimiento y fijamos metas para el futuro. Cuando el joven salió de mi oficina, casi flotaba en el aire.

Llegado el domingo, lo busqué en la iglesia, pero no lo vi. A la siguiente semana tampoco asistió, así que lo llamé a su apartamento y le dejé un mensaje. Finalmente, decidí ir a visitarlo. El joven abrió la puerta, pero no me invitó a pasar. Su semblante era opaco, tenía la mirada perdida y sus comentarios eran negativos y sarcásticos, revelando su depresión.

Cuando le pregunté si podía entrar para conversar con él, me dijo: “¿En qué va a cambiar eso las cosas?” Sus palabras fueron frías y toscas. “Acéptelo, obispo, la Iglesia no es verdadera. Nadie puede siquiera probar que hay un Dios; todo es una burla, así que no pierda el tiempo”.

¡Vaya cambio! De total liberación a profunda desesperación, y todo eso en cuestión de días. Mi primera reacción fue sentir enojo; él no tenía ninguna razón para tratarme de ese modo tan grosero. Después pensé en defender la veracidad de la Iglesia y la existencia de Dios, sin embargo, me invadió el sentimiento proverbial de un obispo y supe qué era lo que le sucedía a ese joven. En vez de levantar la voz o citar alguna escritura, sencillamente le dije: “Volviste a caer, ¿no es cierto?”.

Su semblante opaco se transfiguró y ese ex misionero se echó a llorar. Entre sollozos me invitó a entrar en su modesto apartamento y nos sentamos en un sillón. Me dijo: “Lo siento mucho, obispo, no sabe cuánto. Finalmente me había arrepentido, por fin me sentía limpio y había dejado atrás todos mis errores. Finalmente había usado la Expiación y me sentía muy bien, pero volví a caer. Ahora mis pecados del pasado han regresado y me siento como el peor de todos los seres humanos”.

Le pregunté: “¿Entonces la Iglesia es verdadera y Dios existe, después de todo?”

“Claro que sí”, respondió avergonzado.

“Así que lo único que necesitas es otra oportunidad”.

“Bueno, ése es el problema. En Doctrina y Convenios 58:43 dice: ‘Por esto sabréis si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará’. Yo los confesé pero no los abandoné, así que, en realidad, no me arrepentí. No hay más nada que pueda hacer”.

“¿Qué papel juega la gracia del Salvador, entonces?”

Me contestó: “Bueno, como se explica en 2 Nefi 25:23: ‘es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos’. Uno hace lo que puede y después Cristo cubre la diferencia. Eso fue lo que yo hice, pero no funcionó, porque fui y volví a cometer el mismo tonto error. Lo eché a perder todo; nada cambió”.

“Aguarda un momento”, le dije, “¿qué quieres decir con eso de que Cristo cubre la diferencia?”, a lo que respondió: “Precisamente eso; uno hace todo lo que puede y después Cristo cubre la diferencia”.

“Cristo no sólo cubre la diferencia”, le dije, “Él es la diferencia. Él requiere que nos arrepintamos, pero no como parte de satisfacer la justicia, sino como parte de ayudarnos a cambiar”.

El joven dijo: “Yo pensé que era como comprar una bicicleta; uno aporta todo cuanto puede y después Jesús paga el resto”.

Le dije que a mí me encantaba la parábola de la bicicleta a la que él se refería, la cual el autor, Stephen Robinson, menciona en su libro Creámosle a Cristo. Esa comparación nos ayudó a todos cuantos la leímos a ver que hay dos partes esenciales que se deben completar a fin de que la Expiación resulte eficaz en nuestra vida. “Pero yo veo la Expiación de este modo”, le dije, “Jesús ya compró la bicicleta. Las pocas monedas que Él me pide no son tanto para pagar parte del precio de la bicicleta, sino para hacer que yo la valore y la use debidamente”.

El ex misionero respondió: “De todos modos no importa ya que acabo de estrellar la bicicleta, y la gracia perdió su efecto”.

“Espera”, le dije, “¿qué es eso de que la gracia perdió su efecto? ¿Cómo puedes darte por vencido tan fácilmente? ¿Acaso piensas que esto es asunto de una sola oportunidad? ¿No crees que Jesús cuenta con un depósito enorme lleno de bicicletas? Cristo marca toda la diferencia en todo momento. El milagro de la Expiación consiste en que Él perdonará nuestros pecados (plural). Eso no solamente abarca múltiples pecados, sino también múltiples veces que cometamos el mismo pecado”.

El joven me preguntó: “¿Quiere decir que está bien que peque y después me arrepienta tan a menudo como quiera?”

“Por supuesto que no; no justificamos el pecado. José Smith enseñó claramente: ‘El arrepentimiento es algo que no se puede tratar livianamente día tras día’ (Enseñanzas, 176). Pero el mismo Jesús que perdona a quienes ‘no saben lo que hacen’ (Lucas 23:34), también está pronto para perdonar a aquellos de nosotros que sabemos exactamente lo que hacemos pero no sabemos cómo detenernos (véase Romanos 3:23).”

En el rostro del joven comenzó a dibujarse una sonrisa: “Entonces usted cree que aún hay una esperanza para mí”.

“Ahora estás empezando a entender en qué consiste la gracia”.

Siempre hay esperanza en Cristo (véase 1 Corintios 15:19; D. y C. 38:14-15). Oímos muchos adjetivos con respecto a la Expiación: infinita, eterna, sempiterna, perfecta, suprema, divina, incomprensible, inexplicable, hasta personal e individual. Sin embargo, hay otro término que tiene que estar más directamente anexado a la Expiación si es que habremos de conservar la esperanza en un mundo lleno de adicciones, y ese término es continua —la continua Expiación.

En Predicad Mi Evangelio leemos: “Lo ideal es que el arrepentimiento de cierto pecado se necesite sólo una vez; sin embargo, si el pecado se repite, el arrepentimiento está disponible para ayudar a la persona a sanar (véase Mosíah 26:30; Moroni 6:8; D. y C. 1:31-32). El arrepentimiento tal vez implique un proceso emocional y físico… Por lo tanto, el arrepentimiento y la recuperación pueden tomar tiempo” (203).

Al reflexionar en cuanto a nuestra vida, tal vez resulte fácil convencernos a nosotros mismos de que hemos pecado demasiado a menudo y de que hemos hecho cosas demasiado graves como para merecer los efectos de la Expiación. Nos criticamos con aspereza y nos martirizamos sin piedad. Quizá sintamos que hemos traspasado el alcance de la Expiación al repetir a sabiendas un pecado que previamente habíamos abandonado. Comprendemos que Dios y Jesús estuvieron dispuestos a perdonar la primera vez, pero nos preguntamos cuántas veces más lo estarán al vernos tambalear y caer antes de decir: “¡Ya basta!”. Nos cuesta tanto perdonarnos a nosotros mismos que erróneamente damos por sentado que Dios debe sentirse del mismo modo.

Otro joven me escribió lo siguiente en un correo electrónico: “Detesto escribirle, pero sé que si no lo hago me sentiré mucho peor. Anoche volví a caer, pero esta vez fue mucho peor que ninguna otra, ya que ahora soy poseedor del sacerdocio mayor. Me había arrepentido; me sentía limpio y había jurado que cuando fuera ordenado nunca volvería a caer. En estos momentos me siento como que se me dio algo de gran valor y lo destrocé. Me siento atormentado; no tengo apetito; estoy cansado de luchar conmigo mismo. Sé que no debo despreciarme, pero al presente me resulta realmente difícil no sentirme de ese modo”.

Alguien más escribió: “Le aseguro que ya no quiero hacer estas cosas, y cada vez que caigo pienso: teniendo en cuenta cómo me siento en estos momentos, sé que nunca más volveré a hacerlo. Pero, con el tiempo, lo vuelvo a hacer. Es posible que haya pasado por ese proceso mil veces. Todos dicen que tengo que creerle a Cristo, no apenas creer en Él. Pues bien, yo le creo, pero sucede que seguramente Él no cree en mí. Con toda sinceridad y determinación prometo que ya he acabado de pecar, pero, en realidad, nunca lo logro. ¿Cuántas veces habrá Cristo de ser testigo de este ciclo y no sentir que estoy ridiculizando Su Expiación?”.

Cristo mismo responde esa pregunta: “… cuantas veces mi pueblo se arrepienta, le perdonaré sus transgresiones contra mí” (Mosíah 26:30; véase también Moroni 6:8). ¿Nos mandaría Cristo que continuáramos ministrando a los afligidos (véase 3 Nefi 18:32) si Él mismo no estuviera dispuesto a ministrarnos continuamente a nosotros en nuestras aflicciones?

Aun cuando no hayamos abandonado plenamente un pecado (véase D. y C. 58:42-43), cada vez que nos arrepentimos estamos un paso más cerca de ese objetivo, tal vez mucho más cerca de lo que pensemos. Pablo escribió: “… ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Romanos 13:11). Cuando nos sentimos tentados a darnos por vencidos, debemos recordar que Dios es paciente, que el cambio es un proceso y que el arrepentimiento es un modelo en nuestra vida.

DIOS ES PACIENTE

Al ser mortal, regido por el factor tiempo, le resulta difícil captar el atributo divino de la paciencia. Entendemos la bondad, el amor y el perdón porque conocemos a personas que demuestran esas cualidades divinas. Sin embargo, aun las personas más buenas tienen límites.

Dios y Cristo también tienen límites, pero esos juicios finales están todavía muy, muy lejos; no estamos ni siquiera cerca de ellos. Mientras tanto, Dios y Jesús, quienes no están sujetos a relojes ni calendarios, pueden ser realmente pacientes de un modo que no llegamos a comprender. Jesús dice que Su “mano aún está extendida” (2 Nefi 19:12, 17, 21; énfasis agregado), y también: “No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan 14:27). A quien alimentó a miles con unos pocos panes y peces (véase Juan 6:10-13), seguramente no le escaseará el deseo ni la capacidad de ayudarnos. Quien fue presto hasta Lázaro (véase Juan 12:2), no enlentecerá Sus esfuerzos por llegar hasta nosotros. Quien encontró muchas veces a Sus apóstoles dormidos (véase Marcos 14:37-40), no descansará hasta que también nosotros seamos revividos.

Al final de su misión, un élder escribió: “He aprendido que la lucha en esta vida no es con otras personas, sino con nosotros mismos. Aprendí que la Expiación no se agota, no se termina ni caduca. No hay ninguna indicación de una fecha límite para su consumo, sino que por siempre conservará su efecto en nuestra vida”.

Pedro advirtió en términos muy gráficos sobre el volver a pecados del pasado cuando se refirió al perro que vuelve a su vómito y a la puerca limpia que se revuelca en el cieno (véase 2 Pedro 2:22). No obstante ello, en el siguiente capítulo, Pedro nos recuerda que Dios mide el tiempo de un modo distinto al nuestro (véase 2 Pedro 3:8) y declara que si somos diligentes, seremos “hallados por él sin mácula, y sin represión, en paz”. Parece ser que aun los perros y las puercas sumidos en sus hábitos pueden considerar “como salvación la paciencia de nuestro Señor” (2 Pedro 3:14-15).

William Tyndale, quien tradujo la Biblia al inglés, dijo: “Si, debido a ser frágiles, caemos mil veces en un día pero una y otra vez nos arrepentimos, siempre nos aguardará la misericordia de Jesucristo, nuestro Señor” (en Wilcox, Fire in the Bones, 101). La paciencia del Señor se hace evidente en cuán regularmente los primeros apóstoles enviaron cartas a los santos, cuán a menudo José Smith fue visitado por mensajeros celestiales, y en la regularidad de las conferencias generales en nuestra época.

Tal vez no haya mejor ejemplo de la paciencia del Señor que el recordar cuán a menudo han sido enviados profetas a este mundo lúgubre y pecaminoso. En Moroni 10:3 leemos: “[Recordad] cuán misericordioso ha sido el Señor con los hijos de los hombres, desde la creación de Adán hasta el tiempo en que recibáis estas cosas”. A lo largo de toda la historia, cada vez que los hijos de Dios han caído en apostasía, les fueron enviados profetas. Ciertamente, el Señor nunca nos abandonará.

EL CAMBIO ES UN PROCESO

Hay quienes dicen que está mal pedir cambios en otras personas o en nosotros mismos, que debemos aceptar a cada uno simplemente como es. Aun cuando bondadosa y tolerante, esta forma de pensar se opone tanto a nuestro potencial interior como a las enseñanzas de Jesucristo. Entre las personas más amargadas que conozco se encuentran aquellas que se han “aceptado a sí mismas” tal como son y se rehúsan a cambiar. Han hallado consuelo en librarse de la necesidad de hacer cambios en su vida en vez de buscar la ayuda de los cielos y darse cuenta de que tienen muchas oportunidades de cambiar y volver a empezar.

Si comprendiéramos que el cambio es un proceso, la mayoría de nosotros nunca se enfadaría con la semilla por no ser una flor ni esperaría que un escultor transformara un bloque de mármol en una obra de arte de la noche a la mañana. En cada caso, reconocemos el potencial, pacientemente confiamos en la cristalización y la nutrimos.

Alma enseñó que el desarrollar fe en Cristo, el primer principio del Evangelio, es comparable al proceso de plantar una semilla y observar cómo crece. El segundo principio, el arrepentimiento, es igualmente un proceso. El padre del rey Lamoni proclamó: “Abandonaré todos mis pecados para conocerte” (Alma 22:18), y experimentó un cambio drástico. La mayoría de nosotros ve que el deshacernos de nuestros pecados lleva más tiempo.

El élder D. Todd Christofferson testificó: “Los magníficos ejemplos que hallamos en las Escrituras no son más que eso—magníficos, pero no típicos. Para casi todos nosotros, los cambios son paulatinos y se van produciendo con el paso del tiempo” (véase “Nacer de nuevo”). Debemos tener cuidado de no referirnos al tema de volver a nacer como si fuera algo que siempre se produce en un instante (véase 2 Corintios 5:17; Mosíah 27:25-29; Alma 7:14). ¿Por qué no habría de ser nuestro renacimiento espiritual el mismo tipo de proceso que nuestro nacimiento físico? Quienes asisten en un parto en el hospital registran la hora exacta de un nacimiento, pero pregunten a la madre que llevó al bebé en su vientre y pasó por el parto, cuánto tiempo llevó realmente ese proceso. Nuestro renacimiento espiritual es aún más prolongado.

Pese a que las Escrituras ofrecen advertencias a quienes postergan su arrepentimiento (véase Helamán 13:38; Alma 13:27), hay una gran diferencia entre postergar el día de nuestro arrepentimiento y pasar por el proceso de arrepentimiento, el cual frecuentemente lleva más de un día. Es la misma diferencia entre decir: “Me arrepentiré algún día” y de hecho pasar muchos días arrepintiéndose. No existe tal cosa como “el debido momento” por el cual esperar para arrepentirnos. Hay muchos momentos oportunos a lo largo del camino. El élder Neal A. Maxwell escribió: “Éste es un Evangelio de grandes expectativas, pero la gracia de Dios es suficiente para cada uno de nosotros si tenemos presente que no hay cristianos instantáneos” (Notwithstanding My Weakness, 11).

Los niños pequeños no aprenden a caminar en un día. Entre el momento en que es llevado en los brazos de su padre o madre y el día en que corre solo, hay muchos pequeños pasos de la mano, tropiezos y caídas. En el proceso de aprender a caminar, el caer seguramente no es algo deseable, pero las lecciones aprendidas de ello sí lo son.

Asimismo, antes de venir a este mundo, Dios sabía que habíamos progresado tanto como podíamos sin haber pasado por una experiencia terrenal. Ya no podríamos progresar si permanecíamos en Su presencia. Había llegado el momento de que Sus hijos aprendieran a caminar por sí mismos. Ésa es la razón por la que Él amorosamente nos puso aquí —al otro extremo de la sala, por así decirlo— y se alejó un tanto de nosotros mientras extendía Sus brazos invitándonos a ir hacia Él. Nuestro Padre Celestial sabía que perderíamos el equilibrio y nos caeríamos unas cuantas veces, razón por la cual planeó desde el principio enviarnos a nuestro hermano mayor para que nos tomara de la mano, nos ayudara a levantarnos y nos guiara a lo largo de la sala hasta llegar a esos brazos extendidos. Empezamos nuestro regreso gateando, pero podemos volver a Su lado corriendo.

La mayoría de nosotros está familiarizada con el pasaje que se halla en Éter 12:27, en el que se nos enseña que se nos dan debilidades para fomentar la humildad y que la gracia de Cristo es suficiente para hacer que las cosas débiles se vuelvan fuertes. Pero parecería que esperásemos que esa transición fuera instantánea. Cristo podría cambiarnos haciendo una simple seña con Su mano, pero Él sabe que la fortaleza fácilmente lograda no es valorada ni perdura. Ésa es la razón por la cual, al transformar debilidades en fortalezas, Él generalmente usa el mismo proceso natural del niño que aprende a caminar: un pie delante del otro y hasta una caída tras otra.

Sabemos que el Señor no puede “considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia” (Alma 45:16; D. y C. 1:31), y que todos pecamos (véase Romanos 3:23), entonces, ¿qué esperanza tenemos? La respuesta es una segunda oportunidad, una tercera oportunidad, una cuarta oportunidad y tantas como sean necesarias hasta que lo logremos. Dios, quien no puede considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia, sí puede aceptar al pecador arrepentido con enorme tolerancia y paciencia. Él sabe que el cambio es necesario, y mediante la Expiación de Cristo es posible, pero generalmente es más evolucionario que revolucionario.

Dios “no habita en templos impuros” (Alma 7:21), pero ¿no se siente acaso Su espíritu en templos que están aún en construcción o que están siendo remodelados? Edificar un templo lleva años. La tierra fue formada en seis períodos de creación (véase Moisés 2). La Sión de Enoc llegó a ser una sociedad perfecta “con el transcurso del tiempo” (Moisés 7:21). Moisés y Alma fueron trasladados después de años de santificación (véase Alma 45:19). Parece ser que hasta aquellos que heredarán el reino celestial seguirán tomando parte en el proceso de perfeccionamiento, ya que leemos en D. y C. 76:60 que “vencerán todas las cosas” (énfasis agregado) y no que ya lo habrán hecho. Esta vida es el tiempo para prepararse para presentarse ante Dios (véase Alma 12:24), pero todavía tendremos la eternidad para aprender a ser como Él.

EL ARREPENTIMIENTO ES UN MODELO

Los primeros relatos de la experiencia del joven José Smith en la Arboleda Sagrada recalcan que él había procurado y obtenido el perdón de sus pecados (véase Joseph Smith’s First Vision, Backman, 206-208). Pese a ello, durante los siguientes tres años, José sintió remordimiento por “muchas imprudencias”, “las debilidades de la juventud” y “las flaquezas de la naturaleza humana” (José Smith—Historia 1:28). Por consiguiente, José se retiró a su habitación y volcó su corazón a Dios en busca de perdón. Fue en esa ocasión que Moroni lo visitó por primera vez. Parece ser que aun en la vida del profeta, el pedir y obtener perdón no era cosa de sólo una vez. El ver a Dios, a Jesús y a ángeles no hizo a José inmune de “pecados y flaquezas”. A menudo las revelaciones contienen reprimendas y advertencias solemnes, pero cuán reconfortante le debe haber resultado también escuchar la frase: “Tus pecados te son perdonados”. Qué reconfortante es para nosotros ver cuán a menudo él y otros oyeron esa misma tranquilizadora frase con el paso de muchos años (véase D. y C. 29:3; 36:1; 50:36; 60:7; 62:3; 64:3; 84:61).

El presidente Boyd K. Packer definió al arrepentimiento sincero como un modelo en nuestra vida (véase “Brilliant Moment of Forgiveness”, 7). En otra ocasión, testificó que aun “un alma común y corriente que lucha contra la tentación, que cae, se arrepiente, vuelve a caer y se arrepiente otra vez, pero tiene siempre la determinación de guardar sus convenios”, puede aspirar a oír decir un día “bien, buen siervo y fiel” (Let Not Your Heart Be Troubled, 257).

En una conferencia para mujeres en la Universidad Brigham Young, Janet Lee dijo: “Cristo sanó cuerpos, mentes y almas. Pero después de sanar a los leprosos, ¿se vieron ellos librados de penurias? Después de devolver la vista a los ciegos, ¿dejaron ellos de temer? ¿Volvieron alguna vez a tener hambre los cinco mil que Cristo alimentó? ¿Se vieron las aguas que el Señor calmó con Sus manos, encrespadas por futuras tempestades? Claro que sí” (“Pieces of Peace”, 10). Nuestras necesidades —inclusive la necesidad de perdonar— son continuas, y también lo es la Expiación de Cristo en su capacidad de satisfacer esas necesidades.

Quizás la lección más increíble que debemos aprender de los muchos milagros de Cristo es que para Él no fueron milagros, sino acontecimientos normales de Su vida. A medida que el arrepentimiento llega a ser un modelo regular en nuestra vida, llegamos a valorar cada vez más que el ofrecer perdón es un modelo regular en la Suya.

Entonces, la próxima vez que un joven que esté leyendo la oración sacramental cometa un error, recordemos que ése es precisamente el propósito de la Santa Cena. En eso consiste la continua Expiación: concedemos la oportunidad de volver a empezar. ¿Cuántas veces? Setenta veces siete, o el número que sea.

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