
La Continua EXPIACIÓN
Cristo no sólo cubre la diferencia,
Él es la diferencia.
Brad Wilcox
Capítulo 6
“Después de hacer todo cuanto podamos”
Los requisitos de Cristo no existen para que podamos lograr lo más posible de la Expiación, sino para que —de acuerdo con Sus generosos términos— la Expiación logre lo mejor de nosotros.
Pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23). Éste es uno de los pasajes de las Escrituras más citados en la Iglesia y, al mismo tiempo, tal vez sea uno de los menos entendidos. Mientras no los comprendamos, pasajes como éste pueden, a veces, ser una fuente de desaliento en vez de esperanza.
El significado de la frase puede cambiar dependiendo de cuál palabra se recalque. Por ejemplo, si decimos: “ESA señora dijo bastante”, el significado es distinto a si decimos: “Esa SEÑORA dijo bastante”, “Esa señora DIJO bastante”, o “Esa señora dijo BASTANTE”. Del mismo modo, al variar el énfasis en el citado pasaje, vemos el versículo a través de un prisma diferente.
DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS
Yo solía creer que la palabra después, en este versículo, estaba relacionada con el orden del tiempo. Creía que yo tenía que hacer todo cuanto me fuera posible y entonces la gracia entraba en juego, como si fuera el broche final a todo lo que yo había logrado por mi cuenta. Entonces pensé en Pablo y Alma, hijo, quienes en ningún momento hicieron nada pero llegaron a recibir grandes bendiciones espirituales. Pensé en las muchas manifestaciones de gracia en mi propia vida, las cuales había recibido mucho antes de hacer “mi parte”.
Donald P. Mangum y Brenton G. Yorgason señalan que si vemos el versículo dentro del contexto de los capítulos que lo rodean, descubriremos que “Nefi no estaba centrándose en la importancia de nuestras obras, o sea, en ‘hacer todo cuanto podamos hacer’ primero. De hecho, muy por el contrario, él estaba enviando un mensaje concerniente a la importancia vital de la misión del Mesías … y a la magnitud de los grandes dones que vienen de Él” (Amazing Grace, 58).
Por ejemplo, en el capítulo siguiente (2 Nefi 26:25) Nefi extiende la invitación que dice: “Venid . . . comprad leche y miel sin dinero y sin precio”. No se menciona ninguna condición de tiempo. Tal vez ésta sea la razón por la que la palabra después también podría querer decir a pesar de. Somos salvos por la gracia a pesar de todo cuanto podamos hacer (véase Amazing Grace, 61).
Stephen E. Robinson escribió: “Interpreto el adverbio ‘después’ en el pasaje de 2 Nefi 25:23 como una indicación de separación más bien que de tiempo. Denota una separación lógica en vez de una secuencia temporal. Somos salvos por la gracia ‘aparte de todo cuanto podamos hacer’, o ‘por encima de todo cuanto podamos hacer’, o aun ‘sin tener en cuenta todo lo que podamos hacer’. Otra manera aceptable de parafrasear el sentido del versículo podría ser: ‘Somos salvos por medio de la gracia aún después de echar todas las cartas’” (Creámosle a Cristo, 103).
El poder de Cristo no es un generador de emergencia que se enciende una vez que nuestro abastecimiento se agota. No es un motor propulsor que hacemos funcionar a vapor. Más bien, es nuestra constante fuente de energía. Si pensamos que Cristo sólo cubre la diferencia después de que nosotros hacemos nuestra parte, no llegaremos a guardar la promesa que hacemos cada domingo de recordarle siempre. El élder Bruce C. Hafen confirmó: “El don de la gracia que nos otorga el Salvador no está siempre limitado en el tiempo hasta ‘después’ de hacer cuanto esté a nuestro alcance. Podemos recibir Su gracia antes, durante y después del momento en que agotamos nuestros esfuerzos propios” (Broken Heart,155).
Tales palabras le ofrecen consuelo al hombre que una vez me escribió lo siguiente: “A menudo se me dice que Cristo vendrá a mí sólo después de que yo haya salvado un interminable número de obstáculos. Si yo hago esto o aquello o si me porto muy bien, entonces yo también podré sentir el amor de Cristo. El problema es que yo lo necesito en mi vida en este momento y no en alguna fecha futura. Me beneficiaría muchísimo tener un poco del amor y de la gracia de Cristo hoy”.
Si creemos que tenemos que ser completamente dignos antes de acercarnos a Dios, nunca podremos hacerlo. Quienes se sienten fracasados por lo general no bregan por un asiento en la primera fila ante el trono de los cielos; por el contrario, nos distanciamos aún más de la fuente de virtud que buscamos. Es posible que lo hagamos como producto de la vergüenza, la falta de confianza, una estima propia deficiente o por muchos otros motivos. Sea cual sea la razón, rápidamente nos vemos atrapados en un ciclo sin fin de cambios dejados para más tarde y de felicidad postergada.
Consideremos estas palabras de un desanimado joven que acaba de regresar de su misión: “Recientemente leí un libro sobre cómo cambiar mi vida y en vez de sentirme motivado, me siento deprimido. Soy una paradoja ambulante; quiero cambiar y vivir debidamente a fin de ser perdonado, pero lo que yo necesito es ser perdonado a fin de vivir debidamente. Quiero hacer mi parte para recibir la gracia del Salvador, pero necesito esa gracia para hacer mi parte, y así es con todo lo demás. Lo mismo sucede con las chicas; quiero salir con buenas jóvenes mormonas, pero yo no me siento lo suficientemente bueno”.
Resulta fácil entender la lucha interna de ese joven, pero cuando comprenda que no tiene que esperar por la gracia, que no le corresponde a él hacer todo cuanto pueda primero, entonces reconocerá que Cristo lo ayudará en todo momento. De pronto ya no hay más paradoja (y tampoco excusas). Ya puede dejar de culpar a Dios por su falta de progreso, dejar de esperar para invitar a jóvenes mormonas a salir con él y ser la clase de persona de éxito sobre la cual alguien escribirá un libro.
DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS
Algunas personas ven una larga lista de tareas que se deben llevar a cabo antes de llegar a los cielos. En realidad, el estar dispuestos a lidiar aquí en la tierra no nos ayudará a acumular puntos en el cielo, pero nos ayuda a llegar a ser celestiales. No se nos llama hacer es humanos, sino seres humanos. El hacer es sólo un medio para ser.
Las Escrituras dejan bien en claro que nuestras obras son un factor importante para determinar nuestro destino final. Sin embargo, eso no se debe a lo que las obras nos compran, sino a la forma como nos moldean. Andrew C. Skinner escribió; “Nuestra condición en la eternidad no será determinada por lo que nos sucedió a nosotros, sino más bien por lo que sucederá en nosotros como resultado de la expiación del Salvador” (Garden Tomb, 56; énfasis en el texto original). En realidad no somos haceres humanos ni seres humanos, sino llegar-a-seres humanos (véase David A. Bednar, “Llegar a ser misioneros”, Conferencia General, octubre de 2005; Dallin H. Oaks, véase “El desafío de lo que debemos llegar a ser” ). Cristo dijo: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:19), pero de vez en cuando eliminemos algunas palabras y oigámosle decir: “Venid en pos de mí, y os haré”.
Cuando Naomi W. Randall escribió la letra de “Soy un hijo de Dios” (Himnos, N° 196), en inglés decía: “Enséñenme todo cuanto debo saber”. Más adelante el presidente Spencer W. Kimball sugirió que se le cambiara para que leyera: “Enséñenme todo cuanto debo hacer”, ya que el conocimiento es de relativo valor a menos que sepamos qué hacer con él. Tal vez un día todos cantaremos: “Enséñenme todo cuanto deba ser”. A fin de cuentas, no es lo que sabemos y ni siquiera lo que hacemos lo que realmente importa, si para entonces no hemos llegado a ser la clase de persona que algún día “con Él pueda vivir” (véase Black, Finding Christ, 49-50).
En una ocasión hablé con una misionera sobre sus sentimientos de ineptitud. Entre lágrimas dijo: “Nunca podré llegar al reino celestial. Tal vez mejor debiera tratar de alcanzar un reino menor y de ese modo mi vida sería mucho menos complicada”.
¿Acaso la vida realmente se vuelve menos complicada cuando reducimos el nivel de nuestras metas y nos conformamos con menos? Le sugerí que una solución mejor sería averiguar a qué poder recurrir por ayuda. Le dije a esa fiel hermana: “Imagine que está hablando con una de sus investigadoras; ¿qué le diría si ella se sintiera del mismo modo que usted?”.
La misionera respiró hondo y respondió: “Le diría que no se diera por vencida, que Dios aún no ha terminado de formarla”.
Los miembros de la Iglesia en todas partes del mundo cantan el conocido himno, “¡Oh, está todo bien!” (Himnos, N° 17), en el cual se formula la pregunta: “¿Por qué pensáis ganar gran galardón, si luchar evitáis?”. ¿Es eso lo que realmente estamos haciendo —ganando un gran galardón? La palabra ganar no aparece ni una sola vez en Doctrina y Convenios. Al enfrentarnos a la batalla, en vez de evitar luchar, aceptemos el hecho de que Dios nos transforma. Es posible que el destino final nos aguarde “do Dios lo preparó”, pero el desarrollo lo encontramos todo a lo largo del camino. El “gran galardón” no es apenas algo que vamos a recibir, sino lo que llegamos a ser por medio de la gracia de Jesucristo.
Como lo explicaba un reciente artículo de la revista Ensign: “¿Creemos nosotros que Su gracia es necesaria para nuestra salvación? Por supuesto que sí. Sin la gracia de Jesucristo, nadie podría salvarse ni recibir bendiciones eternas. Por medio de Su gracia, todos resucitarán y todos cuantos crean y le sigan podrán tener vida eterna. Lo que es más, mediante Su gracia, nuestras sagradas relaciones entre cónyuges y familias en general pueden continuar a lo largo de la eternidad. Tales bendiciones eternas son Sus dones para nosotros; no hay nada que podríamos hacer por nosotros mismos que nos haría acreedores a ellas. No obstante todo eso, las Escrituras dejan en claro que recibimos las bendiciones plenas de Su gracia por medio de nuestra fe y obediencia a Sus enseñanzas (Efesios 2:8-10; Santiago 2:17, 24)” (“We Believe”, 55-56). ¿En qué consisten las “bendiciones plenas” de Su gracia que no sea el cumplir la medida de nuestra creación al llegar a ser más como Dios y Jesús?
DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS
La palabra cuanto (implica todo cuanto) se vuelve complicada cuando la mayoría de nosotros siente que nunca se puede hacer todo cuanto es posible. Recuerdo haber leído en mi juventud la biografía del presidente Spencer W. Kimball. Me asombró cuánto ese profeta podía hacer en veinticuatro horas. Se levantaba temprano, se retiraba a descansar tarde, y colmaba sus días al máximo. Escribía cartas y tarjetas de agradecimiento mientras le conducían en automóvil. Programaba entrevistas entre reuniones y a menudo salía de ellas para llevarles un plato de comida a guardias de seguridad.
Cuando tengo una agenda diaria particularmente ocupada, la llamo un día presidente Kimball. Después me desanimo cuando no puedo mantener ese mismo ritmo continuamente. Algunas amistades bien intencionadas dicen: “Haz lo mejor que puedas”, pero yo rara vez oigo esas palabras como un consejo consolador, sino que me presentan el desafío de empujarme a mí mismo aún más.
Mis hijos se burlan de mí porque siempre estoy atrasado. Hasta me han comprado un marco para la placa del automóvil que dice: “Tarde en llegar, pero digno de esperar”. Al igual que mucha gente, no es que quiera llegar tarde, sino que siempre surge algo imprevisto a último momento —algo que hacer o alguien con quien hablar. Mi esposa y yo nos quedamos tan a menudo hablando con diferentes personas después de las reuniones de la iglesia que nuestros exasperados hijos están seguros de que debemos haber sido ordenados antes de nacer para ser los últimos en salir de todas las reuniones a las que asistimos.
En una ocasión, tras ayudar a limpiar después de una actividad de barrio, llegué a casa más tarde que de costumbre y muy cansado. Me desplomé en el sillón de la sala y dije: “Estoy molido. No creo que pueda hacer nada más por hoy”.
Mi hija dijo en tono de broma: “¿Papá ya no tiene más cuerda? Seguramente le queda tiempo para hornear pan para llevarle a las viudas”. Lo triste es que me fijé en la hora para ver si aún estaba a tiempo de hacer eso precisamente.
He oído decir que hacer “todo cuanto uno puede” es como pagar el diezmo. Tanto la persona que gana un millón de dólares como la que tiene ingresos mucho menores, pagan el mismo diez por ciento. Aun cuando las cantidades son distintas, es un diezmo íntegro para las dos. Sin embargo, eso no me hace dejar de pensar que si ganara más podría pagar más. Reconozco que esto quizás le sonará muy extraño a muchas personas, pero es así como me he sentido a veces y es un ejemplo de las muchas ocasiones en que no sentí que mi “todo” fuera suficiente.
Un discursante en la Iglesia dice: “Uno no puede hacerlo todo; no se puede correr más aprisa de lo que las fuerzas nos lo permitan” (véase D. y C. 10:4). El siguiente dice: “Esforcémonos; siempre se puede hacer más”. Una persona aconseja: “No se preocupen por las cosas que no puedan hacer”, mientras que otra dice: “Uno puede hacer todo lo que se proponga hacer”.
En este mundo de mensajes encontrados, yo nunca puedo dejar de pensar: “Si sólo pudiera ser más organizado o si sólo pusiera más esfuerzo”. Satanás tentó a Cristo con la palabra si (véase Mateo 4:3-11). A menudo me tienta a mí con las palabras si sólo.
“No te preocupes preguntándote si has hecho lo suficiente”, me aconseja un bien intencionado amigo. “Más bien pregunta si lo que has hecho es aceptable a Dios”. El problema de ese consejo es que no puedo llegar a comprender cómo cualquier cosa inferior a dar lo mejor de mí mismo puede ser aceptable. Me dicen que al sentir la compañía del Espíritu me daré cuenta de que he hecho mi parte. Sin embargo, si empiezo a castigarme por no ser un mejor maestro orientador o por no ayudar más con la historia familiar, alejaré al Espíritu en un instante.
En esos momentos de ansiedad, el mayor consuelo que he encontrado está en saber quecualquier esfuerzo es agradable a Dios, aun cuando Él y yo sepamos que no fue lo mejor que pude dar. Tal vez esté lejos de ser una ofrenda aceptable, pero Dios la acepta de todos modos ya que a la larga Él no está tan interesado en la ofrenda en sí, sino en quien la hace. El élder
Gerald N. Lund escribió: “Recordemos que una de las estrategias de Satanás, especialmente con buenas personas, es susurrar en sus oídos: ‘Si no eres perfecto, vas camino al fracaso’. Éste es uno de sus más eficaces engaños. . . . Tenemos que reconocer que Dios se siente complacido con todo esfuerzo que hagamos por mejorar, no importa cuán frágil sea” (“Are We Expected to Achieve Perfection in This Life?”, 207).
A menudo soy el primero en reconocer que mis esfuerzos son, como mucho, mediocres. Pero en vez de sentirme mal por no dar más, comprendo que es un paso en la debida dirección. Me recuerdo a mí mismo que la palabra mediocre proviene del latín mediocris, que quiere decir “a mitad de camino”. No describe cuán lejos puedo llegar, sino que indica cuán lejos he llegado. Si estoy a mitad de camino hacia la cima de la montaña, es mejor que estar al pie de ella y rehusar intentarlo. No importa dónde me encuentre en el trayecto, la motivación para seguir ascendiendo no está en tratar de impresionar a Dios y a Cristo con mis sacrificios, sino en ver que Sus sacrificios hayan causado una profunda impresión en mí.
DESPUÉS DE HACER CUANTO PODAMOS
Analizaremos la palabra podamos en las dos partes que la componen: nosotros y poder. Esenosotros que queda implícito, no se refiere a usted y a mí colectivamente, sino a nosotros individualmente con Jesús. Es esa relación la que constituye la clave para entender el pasaje de 2 Nefi 25:23. Es por medio de la gracia que nosotros (usted y yo) somos salvos, después de hacer todo cuanto nosotros (Cristo y cada persona) podamos hacer juntos.
En Doctrina y Convenios leemos un versículo similar: “Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance; y entonces podremos permanecer tranquilos . . . para ver la salvación de Dios” (D. y C. 123:17). Al principio ésta parece ser una repetición de la escritura de 2 Nefi, pero consideremos quién dio la revelación. Tal vez las palabras hagamos, nuestro y podremos no se están refiriendo a usted y a mí, sino a Cristo y nosotros. El autor C. S. Lewis lo explicó de esta forma: “Estamos tratando de entender y de separar en compartimentos herméticos, qué es exactamente lo que Dios hace y lo que el hombre hace cuando Dios y el hombre trabajan juntos” (Mere Christianity, 149).
Las Escrituras se refieren a la relación de Cristo con la Iglesia cual si fuera un matrimonio (Efesios 5:22-23). Sin embargo, los Santos de los Últimos Días sabemos que hay una diferencia entre un matrimonio y un sellamiento. Cristo no tiene apenas la intensión de “casarse” con nosotros, sino de sellarnos a Él (véase Mosíah 5:15). Uno de los nombres de Jesús, Emanuel, significa Dios con nosotros (véase Mateo 1:23-25). ¿Hay alguna definición de la gracia que sea mejor que ésta?
En el más importante de todos los compañerismos, la ofrenda de una de las partes no es apilada encima de la ofrenda de la otra parte como si se tuviera que reunir un requisito mínimo de altura demandado por la justicia. No se trata de altura sino de crecimiento. No alcanzamos el cielo al suplementar la gracia de Jesús con nuestras obras o nuestras obras con la gracia de Jesús (véase 2 Nefi 31:19; Moroni 6:4). No llegamos al cielo mediante suplementos, sino haciendo convenios; no definiendo una proporción, sino creando una relación; no por medio de negociaciones, sino mediante cooperación y unidad. En vez de ver dos partes, sería mejor que viéramos dos corazones trabajando al unísono y conformándose a la misma imagen (véase Romanos 8:29; Gálatas 4:19).
En la última pregunta de la entrevista para extender una recomendación para el templo, a cada persona se le pide que haga una evaluación de su propia dignidad personal. Esa pregunta nos da la oportunidad de hacer una pausa y meditar detenidamente. Una hermana a quien entrevisté cuando era miembro de la presidencia de estaca a la que ella pertenecía, no hizo la más mínima pausa. Con plena seguridad dijo: “Sola no soy digna, por encima de todas las preguntas que he respondido correctamente, pero no se inquiete, presidente, porque no estoy sola; estoy junto al Salvador, y juntos somos dignos”.
Robert L. Millet escribió: “En una palabra, somos incompletos o parciales, mientras que Cristo es entero o completo. Al venir a Cristo por convenio, nosotros (Cristo y yo) somos completos. Yo no estoy terminado aún; Cristo sí lo está. Al confiar sólo en los méritos del ‘autor y consumador de [mi] fe’ (Hebreos 12:2; comparar con Moroni 6:4), llego a estar terminado o plenamente formado. Soy profundamente imperfecto; Cristo es perfecto. Juntos somos perfectos, y quienes vienen a Cristo llegan a ser perfectos en Él (Moroni 10:32)” (Grace Works, 130; énfasis en el texto original).
En una ocasión hablé con una estudiante universitaria que trataba de llegar a entender mejor la Expiación. “Yo sé”, dijo, “que debo hacer mi parte y después Cristo hace el resto, pero el problema es que ni siquiera puedo hacer mi parte”. Entonces se puso a enumerar las muchas cosas que debía hacer, pero que no estaba haciendo. También se refirió a los malos sentimientos que no debía tener hacia otras personas, pero que sí tenía. Continuó diciendo: “Sé que Cristo puede llenar el vacío entre mis mejores esfuerzos y la perfección, pero ¿quién llena el espació entre cómo soy y mis mejores esfuerzos?”.
Tomé una hoja de papel y marqué dos puntos en ella, uno al pie y otro en la parte superior. “Aquí está Dios”, le dije, indicándolo junto al punto superior, “y aquí estamos nosotros”, indicándolo junto al punto al pie de la hoja. “¿Cuánto de esta distancia cubre Jesús y cuánto nos corresponde a nosotros cubrir?”, le pregunté. Empezó a hacer una marca en el punto medio y después, pensándolo mejor, la hizo mucho más abajo. “Está equivocada”, le dije.
“¿Debo hacer la marca más arriba?, me preguntó. “No”, respondí. “Lo cierto es que Cristo ya ha cubierto toda la distancia”.
“¡Claro!, como si yo no tuviera que hacer nada”.
“Ah, no, usted tiene mucho por hacer, pero no para cubrir este vacío. Jesús llenó el espacio que hay entre nosotros y Dios; eso ya está hecho. Todos vamos a regresar a la presencia de Dios. El asunto ahora es ver cuánto tiempo vamos a permanecer en ella. Eso es lo que determina nuestra obediencia a Jesús”.
Cristo nos pide que demostremos fe en Él, que nos arrepintamos, que hagamos y guardemos convenios, que recibamos el Espíritu Santo y que perseveremos hasta el fin. Al hacerlo, no estaremos saldando las demandas de la justicia —ni siquiera la más mínima parte. En cambio, demostramos agradecimiento por lo que Jesús hizo y nos esforzamos por vivir la vida de un discípulo y para seguir el modelo fijado por Cristo mismo —lo que José Smith llamó “la vida del justo” (History of the Church, 2:229). La justicia requiere perfección o un castigo cuando la perfección no es alcanzada. Jesús, quien cumplió con la demanda de la justicia (véase 2 Nefi 2:7), puede ahora perdonar lo que la justicia jamás podría. Al libramos de las demandas de la justicia, Él ahora puede llegar a todo un nuevo acuerdo con nosotros (véase 3 Nefi 28:35).
“Entonces, ¿cuál es la diferencia?”, preguntó la joven. “Ya sea que nuestros esfuerzos sean requeridos por la justicia o por Jesús, igual son requeridos”.
“Es cierto, pero son requeridos con diferentes propósitos, y eso es lo que marca la diferencia. Cumplir con los requisitos de Cristo es como pagar una hipoteca en vez de un arriendo, invertir en vez de saldar deudas, llegar a un cierto destino en vez de caminar en una máquina de ejercicios; en definitiva, lograr la perfección en vez de por siempre quedarnos cortos”.
“Pero como ya le he dicho, no puedo ser perfecta”.
“No es necesario que sea perfecta, puesto que la justicia ya no está a cargo. Jesús está a cargo, y El sólo pide que usted esté dispuesta a ser perfecta”.
Ahora veamos el segundo aspecto de nuestro análisis, el que implica poder, o sea, aquello de lo que somos capaces. ¿Qué es lo que uno, individualmente, puede hacer sin Dios? Cuanto mayores somos menos se nos tiene que recordar en cuanto a la “grandeza de Dios” y nuestra propia “nulidad” (Mosíah 4:11).
Nuestra dependencia en el poder habilitador de Cristo se vuelve más evidente cada día.
Tras el asombroso encuentro de Moisés con Dios, el profeta declaró: “Por esta causa, ahora sé que el hombre no es nada, cosa que yo nunca me había imaginado” (Moisés 1:10). “Dios retiró Su presencia de Moisés a fin de que Moisés llegara a entender que sus mismas energía y fortaleza como ser mortal provenían de Dios, y que sin Dios él no sería nada. Moisés cayó a tierra, y por el espacio de muchas horas experimentó el contraste de estar sin el sustento de Dios. … El término nada, en este contexto, no significa carente de valor, ya que el infinito valor de Moisés le había sido comunicado magníficamente de maneras que iban mucho más allá que cualquier cosa que él hubiera experimentado o visualizado. En este caso, nada significa impotencia” (Covey, Divine Center, 172-173; énfasis agregado).
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, dijo Pablo (Filipenses 4:13). El Libro de Mormón testifica que el Señor es el sustento mismo de nuestra vida (véase Mosíah 2:21). Isaías escribió: “Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro, y tú nuestro alfarero” (Isaías 64:8).
Cerca de un año después de la muerte de su esposo, a una viuda se le preguntó: “¿Cuándo sintió que Cristo intervino e hizo su carga más liviana?”.
La mujer respondió: “¿Acaso hubo algún momento en que Él no estuviera a mi lado compartiendo mi yugo? En mi caso nunca hubo dos huellas diferentes en la arena, sólo una, las de Él”.
¿Quién tiene la audacia de suponer que hubo alguna ocasión, por breve que fuera, cuando no hayamos sido sostenidos por Cristo? Tal vez no hayamos sido conscientes de Su gracia, pero estaba presente. El jactarse de lo contrario es como el jinete que asegura que podría ganar una carrera sin su caballo.
Hace unos años, algunas veces les decía a los jóvenes: “Den a Cristo un centímetro y Él los llevará por un kilómetro”. En aquel momento parecía ser un interesante juego de palabras, pero ahora me doy cuenta de que si apenas nos volvemos a Él, nos llevará tanto por el kilómetro como por el centímetro.
Muchos, tal vez, habrán escuchado una analogía en clases dominicales que dice más o menos así:
Un hombre en un caliente desierto ve una fuente en la cima de una colina. Con gran esfuerzo, sube por la colina y bebe el agua de vida. ¿Qué fue lo que lo salvó? ¿Subir la colina (sus obras) o el agua (la gracia)? La respuesta, por supuesto, es que las dos cosas son esenciales (véase Pearson, Know Your Religión, 92-93).
Aun cuando eficaz para enseñar la necesidad tanto de la gracia como de las obras, la analogía no llega realmente a ilustrar la relación que existe entre las dos ni hasta dónde el Señor está dispuesto a ir para ayudarnos. El agua puede estar en la cima de la colina, pero no es allí donde está Cristo. Él desciende hasta el pie de la colina para traemos el agua. Es eso lo que nos permite subir hasta la cima, lo cual Él requiere pues sabe que nos fortalecerá y será para nuestro bien. Cristo no está esperando en la línea final; Él está consumando nuestra fe (véase Hebreos 12:1-2). La gracia no es el premio al final de la subida, sino el poder que nos sostiene mientras subimos (véase “Gracia”, Guía para el Estudio de las Escrituras, 85).
En las Escrituras leemos de Moisés, Enoc, Gideón y Jonás— todos ellos grandes hombres que inicialmente no se creían capaces de hacer lo que Dios les había llamado a hacer. Sin embargo, como sabemos, con la ayuda del Señor ellos tuvieron éxito en sus respectivas misiones (véase Éxodo 4:10; Moisés 6:31; Jueces 6:15; Jonás 1-3). Esos hombres aprendieron, “porque Dios es el que en vosotros produce tanto el querer como el hacer” (Filipenses 2:13). Isaías prometió: “El Dios eterno, . . . da fuerzas al cansado y multiplica las fuerzas del que no tiene vigor” (Isaías 40:28-29).
La vida en la tierra es debidamente descrita como una escuela, pero tenemos un Padre y un hermano mayor que no sólo han pagado la matrícula sino que también nos ayudan con las tareas. Ya no digo: “El Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos”, sino, “El Señor nos ayuda a ayudarnos a nosotros mismos”.
LOS TÉRMINOS GENEROSOS DE CRISTO
El acuerdo de Cristo con nosotros es similar a una madre que ofrece clases de música a su hijo. La madre, quien paga por las clases, puede requerir que su hijo practique. Al hacerlo, ella no está tratando de recobrar el costo de las clases, sino de ayudar a su hijo a sacar el máximo provecho de esa oportunidad de refinar su talento. Su dicha no está en ver su inversión reintegrada sino en que sea bien empleada. Si el hijo, en su inmadurez, ve las expectativas de su madre innecesarias o demasiado onerosas, es porque aun no tiene la misma perspectiva de ella. Cuando las expectativas de Cristo en cuanto a fe, arrepentimiento, convenios, el don del Espíritu Santo y la perseverancia nos parecen difíciles, tal vez se deba a que, como lo dijo C. S. Lewis, “aún no tenemos la más mínima noción de la enorme visión que Él tiene para nosotros” (MereChristianity, 205). Nos ayuda en este descubrimiento de línea sobre línea el enfocamos menos en qué es lo que Jesús pide y más en por qué lo pide.
El élder Bruce C. Hafen escribió: “El gran Mediador pide que nos arrepintamos, NO porque debemos ‘pagarle’ por haber El saldado nuestra deuda con la justicia, sino porque el arrepentimiento echa a andar un proceso que, con la ayuda del Salvador, nos lleva por la senda hacia la santidad de carácter” (Broken Heart, 149).
De un modo similar, el élder Dallin H. Oaks enseñó: “El pecador arrepentido debe sufrir por sus pecados, pero ese sufrimiento tiene un fin distinto que el de un castigo o el de saldar un deuda. Su propósito es cambiar” (Lord’s Way, 223; énfasis en el texto original). Sin la fe y el arrepentimiento que requiere Cristo no habría redención ya que no habría deseo de mejorar. Sin los convenios y el don del Espíritu Santo no existirían los medios para mejorar, y sin la perseverancia que requiere Cristo no habría intemalización de la mejoría con el paso del tiempo. De la misma manera que Jesús obedeció la voluntad del Padre, nosotros debemos ahora obedecer la voluntad de Jesús. Los requisitos de Cristo no existen para que podamos lograr lo más posible de la Expiación sino para que —de acuerdo con Sus generosos términos— la Expiación logre lo mejor de nosotros.
El élder Melvin J. Ballard explicó la Expiación comparándola con un hombre que salda la deuda de la hipoteca de otro hombre. El nuevo propietario dice: “Yo sé que ésta era su casa, sé que usted siente mucho apego por ella, y sé que está muy apenado por perderla … Ahora es mía, pero le propongo devolvérsela con ciertas condiciones. … Es posible que usted las cumpla, y entonces, no sólo le devolveré su casa en su estado original, sino que se la glorificaré. La haré más espléndida y más magnífica que antes y se la daré por toda la eternidad” (Hinckley, Sermons and Missionary Service, 169).
El ejemplo del élder Ballard tuvo un significado adicional en mi vida cuando comprendí que Jesús, el nuevo dueño que saldó la deuda, desea mejorar no sólo la casa sino a su antiguo propietario. Se requieren “ciertas condiciones” a fin de remodelar a una persona al igual que a una casa. Nosotros somos aquellos a quienes Cristo desea “hacer más espléndidos y más magníficos que antes… por toda la eternidad”.
Tal continuo trabajo requiere un continuo poder facultativo. Requiere más gracia de la que jamás podría ser diagramada, diseñada, dibujada o hallada en una lista de responsabilidades contractuales. Ese poder se halla yendo más allá de la tarea de definir las partes; está en forjar una relación con Dios y Cristo que es mayor que la suma de las partes. Cuando finalmente pasamos al otro lado del velo que nos separa del reino celestial, no será como personas que hayamos hecho nuestra parte, sino de la mano con Jesús. En ese día sagrado no habrá Él ni yo, sólo habrá nosotros.
























