La Continua EXPIACIÓN

La Continua EXPIACIÓN
Cristo no sólo cubre la diferencia,
Él es la diferencia.
Brad Wilcox


Capítulo 8

El intercambio de
fuerza de voluntad por su poder

Dios no necesita nuestra confesión, pero nosotros sí tenemos necesidad de confesar. El pecado es malo, pero el encubrirlo lo hace peor ya que los únicos pecados que la Expiación no cubre son los que no se confiesan. … La confesión hace de los problemas un asunto del pasado, mientras que el mentir los hace parte de nuestro futuro.


Muchas personas afirman que con buena disposición todo es lograble en la vida. Sin embargo, la realidad muestra que, muchas veces, a pesar de sus mejores esfuerzos, hay quienes batallan por años para vencer malos hábitos. Lo que a esas personas aún les queda por aprender es que, al fin de cuentas, el éxito no se halla en la fuerza de voluntad personal, sino en el poder de Dios. Robert L. Millet escribió: “Existe una motivación más sublime… que sobrepasa la autodisciplina, la fuerza de voluntad propia y la pura determinación. Me refiero a la motivación que nace del Espíritu y que llega a nosotros como resultado de un cambio de corazón” (Grace Works, págs. 89-90). Tal cambio de corazón está íntimamente ligado a lo que José Smith llamó los primeros principios y ordenanzas del Evangelio. Esos primeros principios y ordenanzas del Evangelio son los medios por los cuales aceptamos y aplicamos la Expiación en nuestra vida continuamente —cada minuto de cada hora de cada día de cada año.

El presidente de misión de mi hijo mayor, Lindon J. Robinson, tuvo una influencia muy profunda en muchas personas cuando sirvió en España. Enseñó a sus misioneros los pasos hacia el arrepentimiento de una forma memorable —examinando sus opuestos. Amparándonos en sus ejemplos, consideremos lo que llamaremos los IN-principios del Evangelio:

IN-FE

En lugar de tener fe en Cristo, algunas personas prefieran la incredulidad. Cuando alguien dice: “Dios no existe”, o “la Iglesia no es verdadera”, sus palabras tal vez nos pongan en la defensiva. Sin embargo, tales comentarios algunas veces son hechos con la intención de justificar malas decisiones y evitar el cambio. Cuando escuchamos más allá de las palabras, el mensaje que realmente se comunica en tales casos es: “He pecado y no quiero arrepentirme”.

Un joven que nunca había leído demasiado las Escrituras ni las revistas de la Iglesia de pronto comenzó a sentir fascinación por la literatura anti mormona, Devoraba libros y todo cuanto apareciera en sitios de Internet que hablaban contra la religión mormona. No perdía oportunidad de venir a mostrarme declaraciones polémicas supuestamente hechas por José Smith o Brigham Young —generalmente tomadas fuera de contexto— que “probaban” que eran falsos profetas. No vaciló en aseverar que, de acuerdo con sus fuentes “imparciales”, “todos los mormones son prejuiciosos” y “todos los hombres mormones son dictatoriales”. Yo reconocí las declaraciones como generalizaciones carentes de respaldo, pero el joven oyó sólo lo que quería oír.

En una ocasión, después de hablar con él por largo rato sobre las exageraciones y las mentiras que él aceptaba tan dispuestamente, le dije: “La experiencia me lleva a pensar que cuando la gente se ve tan ansiosa de probar que la Iglesia está en error, a veces se debe a que tratan de encubrir sus pecados”. El joven me dijo airado que no podía creer que yo pensara tal cosa y me acusó de prejuicioso. No obstante ello, no había transcurrido una semana cuando confesó graves transgresiones morales.

En realidad, ese joven no tenía preguntas ni dudas en cuanto a la Iglesia, sus líderes ni su historia; sólo quería calmar su conciencia. Suponía que si los líderes o las normas de la Iglesia podían ser puestos en tela de juicio, él podría sentirse justificado. Pensaba que si convenientemente podía hacer desaparecer a Dios, él podría “tranquilamente” hacer lo que quisiera. Al igual que los inicuos nefitas en el Libro de Mormón, él buscó su propio “profeta” que le dijera “No hay mal. . . haced cuanto vuestro corazón desee” (Helamán 13:27). Con el paso del tiempo comprendió que le beneficiaría más si se esforzaba por cambiarse a sí mismo que tratar de alterar la verdad.

En otra ocasión una mujer preguntó: “¿Qué importancia tiene si decido no creer en Dios? Eso no afecta a nadie”. Aunque no directamente, su decisión sí afectaba a otras personas porque el no creer en Dios es una expresión de no creer en la gente. El rechazar a Dios y a Cristo es una declaración de que nuestro potencial es limitado. La capacidad de mejorar pasa a ser, en el mejor de los casos, un intento inútil o, en el peor de los casos, una imposibilidad. El escoger vivir sin fe en Cristo es admitir la derrota y renunciar a la esperanza. Vivir “sin Dios en el mundo” equivale a hallarse “en un estado que es contrario a la naturaleza de la felicidad” (Alma 41:11). Por otro lado, si escogemos tener fe en Cristo, no sólo reconocemos Su perfección sino también las posibilidades que descansan sobre cada uno de nosotros.

En una ocasión hablé en una institución de reclusión de menores con problemas de drogas, adicción sexual, conducta violenta y todo lo demás que uno pueda imaginar. Después de la presentación fui a saludar a los jóvenes y les miré en los ojos. Vi más esperanza en algunos de ellos que en otros. Cuando el director del programa me acompañaba hasta la salida del edificio, le pregunté en qué se basaba la diferencia. El hombre me explicó que algunos de los jóvenes habían estado en el programa por más tiempo que otros y después me dio algunas excelentes estadísticas que respaldaban el éxito del programa con el paso del tiempo.

“Resulta obvio que está ayudando a estos jóvenes de una manera excelente”, le dije. “Pero, ¿son esos cambios perdurables una vez que salen del programa?”.

El hombre sonrió, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba escuchando, y comentó en voz baja: “Los cambios perduran sólo si establecen una conexión con Dios”. Entonces explicó que algunos estudios efectuados después de terminado el programa demostraban que a quienes habían tenido experiencias espirituales les resultaba mucho más fácil efectuar cambios perdurables que a aquellos que no las habían tenido.

Amulek se refirió a quien forja una “conexión con Dios” diciendo que “tiene fe para arrepentimiento” (Alma 34:15-17). “. . . únicamente para aquel que tiene fe para arrepentimiento se realizará el gran y eterno plan de la redención” (Alma 34:16). La fe verdadera en Cristo es más que una declaración de creencia o esperanza; tal fe requiere acción.

IN-HUMUDAD

El primer paso en el proceso del arrepentimiento es la humildad, mientras que lo opuesto es el orgullo. Algunas personas manifiestan su orgullo al descartar la necesidad de cambiar, insistiendo en que Dios y Cristo deben tolerar sus pecados. La humildad sirve para reconocer cuán diferentes somos a Cristo y nos ayuda a querer hacer que esa diferencia sea menos aparente. El orgullo elimina la necesidad de cambiar magnificando la percepción de nosotros mismos reduciendo a Cristo al punto de no ver razón alguna para esforzarnos por mejorar. El orgullo ve el arrepentimiento como una humillación y un castigo que no merecemos. La humildad lo ve como una forma de alejarnos del pecado y acercarnos a Dios. No debería llamar la atención que las Escrituras se refieran a la constante necesidad de cultivar mansedumbre, humildad (véase Moroni 7:43) y un corazón quebrantado y un espíritu contrito (véase 2 Nefi 2:7). La Expiación se debe emplear para escapar del pecado y sentimos cómodos con Dios en vez de tratar de escapar de Dios y sentirnos cómodos con el pecado.

Truman G. Madsen hizo referencia al orgullo que encontró entre algunos de sus colegas al éstos examinar la Iglesia. “De renombradas figuras en el mundo”, escribió, “entre ellos algunos notoriamente versados y en muchos idiomas, he oído susurros de genuina envidia. Esto procedente de personas que conocen lo suficiente como para saber que los Santos de los Últimos Días están en posesión de algo, pero que no pueden ni pensar en pagar el precio de aceptar ese algo” (Man Against Darkness”, 42). Lastimosamente, aun los miembros de la Iglesia que saben muy bien que los Santos de los Últimos Días están “en posesión de algo” tampoco pueden ni pensar en el “precio de” aceptarlo. Y ¿cuál es el “precio” que parece estar frenando a tantas personas?, siempre comienza con despojarse del orgullo.

IN-RE CONOCIMIENTO

También esencial para el arrepentimiento es el reconocer nuestras debilidades. El in-reconocimiento declara que el pecado no es pecado y exige que todos nos acepten tal como somos. Es poco lo que Dios puede hacer con quienes no están dispuestos a cambiar y son rebeldes. Un proverbio japonés dice: “Un problema claramente identificado es la mitad de la solución”; el in-reconocimiento no nos permite identificar el problema. Al hablarle a un hombre sobre su problema de adicción a la pornografía, él respondió: “No es una adicción, sino apenas un entretenimiento inofensivo, no muy diferente a caminar por un museo de arte”. Dijo no sentir remordimiento por sus acciones —al menos eso era lo que declaraba públicamente. Sin embargo, años más tarde, vino a mí en forma privada y en lágrimas me pidió ayuda. Sabía que sus hechos no sólo lo habían afectado a él sino a todas las personas a quienes él amaba y que le amaban a él.

El llegar a entender tales cosas lleva tiempo. A menudo resulta difícil distinguir entre la verdad y los muchos puntos de vista y opiniones del mundo que constantemente nos bombardean. Hay una abundante cantidad de voces que presentan el bien como el mal y el mal como el bien. El egoísmo es descrito como una virtud y la abnegación como un vicio. Pese a ello, en lo más profundo de nuestro ser sabemos distinguir entre el bien y el mal.

El élder M. Russell Ballard declaró: “No nos quepa la menor duda de que todos sabemos cuándo no estamos haciendo lo que deberíamos hacer, ya que tenemos una conciencia. Nacemos con la luz de Cristo y sabemos por instinto lo que está bien y lo que está mal en lo que atañe a nuestra conducta personal” (When Thou Art Converted, 121-122).

La mayoría de nosotros trata de evitar tocar una hornada caliente, pero si sucede, reconocemos el problema y retiramos la mano rápidamente. El dolor provoca una reacción inmediata, la cual previene un daño mayor. ¿Quién dejaría la mano sobre la hornada y trataría de convencerse a sí mismo de que en realidad no siente dolor? El cometer un pecado es como tocar una hornada caliente. En casos normales, el dolor de la culpa nos lleva a reconocer, lo cual conduce a un rápido arrepentimiento (véase Packer, véase “El toque de la mano del Maestro”). Esto es exactamente lo que enseñó Alma cuando dijo: “… deja que te preocupen tus pecados, con esa zozobra que te conducirá al arrepentimiento” (Alma 42:29). El in-reconocimiento sólo conduce al enojo y a la rebeldía, lo cual, a su vez, lleva a la justificación, y en vez de buscar ayuda, buscamos excusas.

Dentro del contexto de tocar una hornada caliente, consideremos algunas de las más comunes excusas para pecar:

El hacerlo sólo una vez no me va a hacer nada.
Temo que si retiro la mano no podré mantenerla alejada
Yo merezco esto.
La única razón por la que siento dolor es por mi cultura mormona.
Yo nací con el deseo de tocar la hornalla.
Mis padres tienen la culpa. Ellos son los que compraron la cocina con hornadas.
Sólo debo ajustarme a la quemadura en vez de tratar de sobreponerme a ella.
Quiero que me excomulguen para que ya no me duela cuando toque la hornada.
Nadie me dijo que si tocaba la hornada caliente me iba a doler tanto.
Es posible que duela, pero por lo menos la estoy tocando con alguien a quien amo.
Esto no es completamente malo. Es algo indefinido.
Todos la tocan.
Si quiero tocarla la voy a tocar; tengo el derecho de hacerlo. Nadie me va a decir lo que debo o no debo hacer.
¿Una hornada?, ¿qué hornada? Yo no veo ninguna hornada. Ya no me importa. No siento nada.
Sé que está mal, pero mañana quitaré la mano.
Uno no puede pasar frente a la hornada sin tocarla al menos una vez.
Como ya fallé, no tiene objeto que no la siga tocando.
Las personas que no la tocan son completamente anticuadas.
Por lo menos es sólo la mano y no la cara.
¿Cómo voy a saber que duele si no la toco?
Por lo menos las otras personas que tocan la hornalla me aceptan sin juzgarme.
Hay otros que la tocan más que yo.
Si Dios no quisiera que tocara la hornalla, no me habría dado una mano.

Obviamente, resulta más fácil encontrar excusas que encontrar a Dios, pero las excusas no pueden sostenernos de la forma como Dios lo hace. No pueden ayudarnos como Él puede hacerlo y por cierto que no nos pueden amar. “No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados” (Alma 42:30).

IN-REMORDIMIENTO

Evitar el pecado no es siempre tan fácil como evitar una hornalla caliente ya que el pecado a menudo puede resultar apetecible a nuestra naturaleza carnal y transformarse en algo tan potente como el hambre, si no más potente aún. Esto hace la idea de cambiar prácticamente sobrecogedora.

Quienes aceptan responsabilidad por sus decisiones, generalmente sienten “tristeza según Dios” (véase 2 Corintios 7:10) por sus actos injustos. Como contraste, aquellos que no aceptan tal responsabilidad comúnmente se sienten mal sólo cuando piensan que los pueden descubrir.

Un joven que acababa de volver a su casa después de la misión cayó en viejos malos hábitos. Se sintió destrozado puesto que había tenido grandes expectativas para su vida. Al mirarse al espejo no sentía otra cosa que aversión por sí mismo. En cada reunión de la Iglesia a la que asistía se sentía cohibido y parecía que cada discurso y cada lección estaban dirigidos a él. En esos momentos tan desmoralizadores, escribió lo siguiente en su diario personal:

Cuando vas demasiado lejos y no haces ningún esfuerzo por controlar tu pasión; cuando te apartas de la gracia y pierdes la inocencia, la belleza se desvanece de tu rostro y te desplomas.
Cuán enorme la culpa, lo suficiente grande para organizar tu propia religión.
Reina el desánimo.
Tratas de recordar cuándo fue la última vez que te sentiste digno y haces racionalizaciones al querer conservar tu lugar en una sociedad que tiene poca tolerancia para con quienes transgreden, aun con aquellos que anhelan ser contados entre los creyentes.
Entonces decides dejar lo privado en privado puesto que ya has bajado la guardia y te has entregado,puesto que ya has cometido esos horribles crímenes contra las mismas creencias que supuestamente son la fibra de tu ser.
Puesto que ahora tienes una mancha nueva, mejor será que la disfrutes y sigas ensuciándote, dando paso a tus pasiones siendo que ya eres un criminal.
Tu progreso se ve interrumpido aunque aún no has sido atrapado por el sistema.
Pones esmero en que tu suciedad no sea descubierta.
Proteges tu pequeño secreto con un número de obstáculos llenos de verdades a medias.
Anhelas la normalidad; desearías ajustar tus hechos a las normas que te fueron enseñadas, pues ellas son tu verdad y tu testimonio.
Tu luz interior implora por tales cosas pues conoce tu propósito y desea que cumplas tu destino.
Tu espíritu ansia completar este trayecto con honor, mientras en todo momento batalla contra su peor enemigo
—aquello que está más próximo a él— tu cuerpo.
La constante lucha contra el hombre natural es feroz, al encontrarte con la peor de todas las enfermedades: la adicción.

Las palabras potentes y personales de ese ex misionero explican cómo se sentía, pero él sabía que no alcanzaban para justificar sus actos. El pecado —aún cuando esté atrapado en los tentáculos de la adicción— es siempre una elección personal. Ahora él tenía la determinación de permitir que su remordimiento lo guiara al camino de volver a tomar mejores decisiones. Aun cuando parecía imposible de lograr, él sabía que no lo era. El presidente Boyd K. Packer enseñó: “Es contrario al orden de los cielos que alma alguna se vea forzada a una conducta inmoral sin una salida” (véase “Los niños pequeños”).

Aquél joven ex misionero leyó Isaías 40:26-31 y Mateo 24. Los pasajes le dieron el valor de ir a hablar con su obispo para comenzar una vez más el proceso del arrepentimiento. Era consciente de que su recuperación le llevaría por un largo camino que ya había transitado antes, pero de alguna manera un tanto extraña, aun eso le daba esperanza. Por experiencia propia sabía que el remordimiento podía allanar el camino hacia la dicha. Si Cristo lo había ayudado una vez, podría ayudarlo de nuevo. Daba por sentado que ya se había despojado del “hombre natural” y se había hecho “santo” mediante la Expiación (Mosíah 3:19) al prepararse para servir una misión. Ahora comprendía que aun los santos deben seguir despojándose del hombre natural una y otra vez, un proceso hecho posible por medio de la Expiación. Si ese proceso había estado disponible para él en el pasado, volvería a estarlo ahora.

IN-CONFESIÓN

Lo opuesto a confesar es esconderse. Mark Twain escribió: “Una persona hace algo mezquino y después no quiere aceptar las consecuencias, pensando que mientras logre esconderse no caerá en el oprobio” (Adventures of Huckleberry Finn, 227).

El consejo de Satanás a Adán y a Eva cuando descubrieron su desnudez fue que se escondieran. Eso mismo nos dice a cada uno cuando comprendemos que hemos pecado. ¿Podían acaso los árboles esconder a Adán y a Eva? ¿Qué tal sus delantales de hojas de higuera? (véase Moisés 4:13-14). Tampoco pueden el callar, el tratar de eludir y el postergar, ocultar nuestros hechos y pensamientos de los ojos de Dios que todo lo ven.

Dios no necesita nuestra confesión, pero nosotros sí tenemos necesidad de confesar. El pecado es malo, pero el encubrirlo lo hace peor ya que los únicos pecados que la Expiación no cubre son los que no se confiesan. Cuando una mujer extendió su mano para tocar el manto de Cristo, Jesús preguntó: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (Marcos 5:25-30). Aun cuando el acto de la mujer no se puede considerar un pecado, ella tuvo temor de admitir la verdad y ser descubierta. No obstante ello, hizo frente a su temor, se adelantó, y recién entonces logró oír las palabras que en su corazón tanto ansiaba oír: “. . . ve en paz ..

“El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). Hablando en la dispensación actual, el Señor dijo: “yo… perdono los pecados de aquellos que los confiesan” (D. y C. 64:7). Además del perdón del Señor, esta demostración vital de tristeza según Dios nos permite obtener perdón de la Iglesia y recibir ayuda, consejo y guía para efectuar los cambios necesarios. La confesión hace de los problemas un asunto del pasado mientras que el mentir los hace parte de nuestro futuro.

La gente honrada no puede conformarse con una confesión parcial, diciendo que algo ha sucedido sólo una vez cuando, en realidad, ha acontecido con regularidad, o al decir que ha sucedido hace mucho tiempo cuando, ciertamente, fue más reciente. “¿. . . suponéis que podéis mentir al Señor. . .?” (Alma 5:17).

Poco logra el confesar sólo algunos de nuestros pecados— nuestros más recientes o socialmente aceptables pecados— o disfrazar la gravedad o la frecuencia de nuestros problemas.

Hay personas que no se consideran dignas de participar plenamente en el Evangelio debido a no estar completamente libres de malos hábitos. Aun cuando esa libertad constituye nuestra meta de largo plazo, por el momento nuestra dignidad se puede definir siendo completamente sinceros con nuestros líderes del sacerdocio y encaminando nuestros pasos en la debida dirección. En los cielos no hay lugar para el pecado, pero sí hay un lugar para los pecadores que estén dispuestos a confesar, a aprender de sus errores, a progresar mediante el proceso del arrepentimiento y a recibir el poder de la Expiación.

Un joven me escribió lo siguiente después de entrar en el Centro de Capacitación Misional: “Es increíble cómo Satanás seguía tratando de hacerme sentir culpable en cuanto a mi pasado. Me susurraba: ‘No eres digno de estar en este lugar’. Lo único que me mantuvo firme fue saber que había puesto todas las cartas sobre la mesa; mi confesión había sido completa. Yo pensaba: ‘Satanás, no hay NADA que mi líder del sacerdocio no sepa, y si él dice que soy digno, no hay duda alguna de que lo soy. EL es el juez en Israel, no TÚ’”.

Dos personas pueden cometer el mismo pecado y una ser hallada digna mientras que la otra no. La diferencia está en tener una actitud de arrepentimiento y en estar dispuesto a tratar de mejorar. Nuestro objetivo inmediato no es la perfección, sino el progresar. El élder Bruce C. Hafen dijo que el desarrollo de rasgos de carácter semejantes a los de Cristo “requiere paciencia y persistencia más que perfección” (Broken Heart, 186). El deseo sincero y el esfuerzo por mejorar —por más lento que sea nuestro progreso— puede hacernos merecedores de participar dignamente de la Santa Cena, sentados hombro a hombro con personas que nunca se vieron enfrentadas al mismo tipo de problemas que nosotros. Al fijar metas de corto plazo con líderes del sacerdocio, ellos nos ayudarán a alcanzar esas metas y a determinar pasos posteriores. Este proceso positivo nos permite celebrar pequeños logros intermedios y edificar sobre una serie de triunfos en vez de fracasos.

Toma tiempo enmarañar nuestra vida, así que no podemos esperar desenredarla en un solo día. Mark Twain también escribió: “Ningún hombre puede arrojar hábito alguno por una ventana, sino que debe ser deslizado con paciencia escaleras abajo; un peldaño a la vez” (Pudd’nhead Wilson,45). El presidente Spencer W. Kimball lo expresó más claramente cuando escribió: “Ciertamente el autodominio es un programa continuo, una jornada, no simplemente un comienzo” (El Milagro del Perdón, 210).

En un esfuerzo por recalcar mejor este concepto, cuando tratan de ayudar a los investigadores a conquistar sus adicciones, se insta a los misioneros a pensar en un hábito que ellos mismos tengan —algo que hagan con regularidad, sin pensar, como hacer crujir los nudillos, ajustarse los anteojos, comer más de la cuenta o dormir hasta tarde— y después pasar un día entero sin hacer esas cosas, después una semana y así sucesivamente (véase Predicad Mi Evangelio, 203-205). Este modelo de paso a paso puede ser productivo para misioneros, investigadores y para todos. Sin embargo, da mejores resultados cuando obispos y otras personas que nos apoyan pueden ayudarnos a ser responsables llevando la cuenta de nuestro progreso. Por esa razón es que resulta vital recurrir a ellos.

IN-RESTITUCIÓN

El arrepentimiento requiere que nos apersonemos a aquellos a quienes hayamos tal vez ofendido o traicionado, e intentemos reparar el daño causado. Lo opuesto a ello es buscar la manera de esquivar dicha restitución. Como profesor yo he recibido cartas de ex alumnos disculpándose por haber hecho trampas en algún examen o por alguna otra infracción por el estilo. También he recibido cartas de ex alumnos confesando haber tomado parte en travesuras en la infancia o adolescencia, todo ello con el deseo de averiguar cómo podían reparar esos daños. ¿Acaso tengo en menor estima a esos ex estudiantes? De ninguna manera, ni estoy avergonzado de ellos. Por el contrario, me alegra muchísimo que finalmente hayan alcanzado ese punto en su progreso espiritual en el que están más interesados en lo que Dios piensa de ellos que en lo que pensamos yo o cualquier otra persona.

En algunos casos, como cuando se comete una transgresión sexual, es imposible restaurar aquello que ha sido tomado. No obstante ello, hay increíble poder en expresar pesar por tal hecho. Nada contribuye más al progreso de quien la da y quien la recibe, que pedir una disculpa sincera. En tales situaciones no podemos dar marcha atrás y reparar el daño causado, de eso se encargará el Salvador. Pero una disculpa abre las puertas para que todos los involucrados de una u otra forma sientan la influencia sanadora del Señor.

En algunos casos, la restitución puede requerir un período de prueba informal o formal, suspensión de derechos o tal vez, en casos extremos y/o de naturaleza pública, la excomunión. Todas esas medidas implican la postergación, en mayor o menor grado, de ciertos privilegios en la condición de miembros de la Iglesia. No obstante ello, y en todos los casos, se adoptan todas esas acciones en un espíritu de amor e interés genuinos.

IN-CONVENIOS

“En un convenio —una promesa bilateral— el Señor acuerda hacer a nuestro favor lo que no podríamos jamás hacer por nosotros mismos, como ser: perdonar pecados, levantar nuestras cargas, renovar nuestras almas, volver a crear nuestra naturaleza, levantamos de entre los muertos y hacernos merece’ dores de la gloria eterna. Al mismo tiempo, nosotros prometemos … recibir las ordenanzas de salvación, amarnos y servirnos los unos a los otros, y hacer todo cuanto esté en nuestro poder para vencer al hombre natural y librarnos de toda impiedad” (Millet,Grace Works, 116).

Lo opuesto a convenios hechos con Dios son las promesas o los compromisos efectuados con nosotros mismos, los cuales son fácilmente violados, postergados u olvidados. Los compromisos hechos con otras personas tal vez sean más útiles, especialmente los contraídos con alguien que nos ama y se interesa profundamente en nosotros. Resulta bastante obvio que una persona que se compromete a salir a trotar por las mañanas en compañía de un buen amigo generalmente mantiene su compromiso por más tiempo que si no lo acompañara nadie. Cuando la alarma del despertador suena en la mañana, es fácil apagarla, damos vuelta y seguir durmiendo a menos que sepamos que alguien a quien valoramos —y que genuinamente nos valora a nosotros— nos está esperando. Pero hasta estos compromisos con otras personas a menudo pueden fallar cuando nos sentimos presionados.

Los convenios son algo distinto; eliminan cualquier ilusión que tengamos de nuestra propia capacidad y nos llevan a reconocer que dependemos de Dios. Nos dan acceso a los poderes divinos porque “las promesas que Él nos hace siempre otorgan el poder de crecer en nuestra capacidad de guardar convenios” (Henry B. Eyring, “Child of God”, 46). El hacer promesas a nosotros mismos o aun a otras personas es como poner agua en el tanque de la gasolina; por cierto que llena el tanque, pero no nos llevará a nuestro destino final. Sólo al hacer convenios podremos hallar el debido combustible —el poder— que marca la diferencia. Los convenios nos conectan con Cristo, quien dijo: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18).

Los convenios no son meramente contratos o un acuerdo condicional. “Quienes entran en los convenios del evangelio de Jesucristo también entran en una relación preciada y continua con el Salvador, mediante la cual Él los premia con sustento personal y espiritual” (Hafen and Hafen, Bebnging Heart, 113). “Nuestra fe y nuestro arrepentimiento nos permiten entrar en esa relación, así como la expiación del Salvador le permite a Él entrar en ella. . . . Esa relación pasa a ser el medio por el cual el ilimitado caudal de bendiciones ligadas a la Expiación comienzan a fluir sempiternamente” (Belonging Heart, 152).

Cuando hacemos convenios en el templo, Jesús simbólicamente nos toma de las manos con más y más firmeza hasta que finalmente resulta casi imposible zafarnos. Tales símbolos nos enseñan cómo tener acceso al poder de Cristo mediante convenios.

Patricia T. Holland, esposa del élder Jeffrey R. Holland, dice: “Lo que a menudo no llegamos a comprender es que al mismo tiempo que hacemos un convenio con Dios, El hace un convenio con nosotros, prometiendo bendiciones, privilegios y placeres que nuestros ojos aún no han visto y nuestros oídos todavía no han oído. Aun cuando nuestra parte en lo que concierne a fidelidad vaya a los tumbos y nuestro progreso ofrezca constantes altibajos, la parte que le corresponde a Dios es segura, firme y suprema. Nosotros tal vez tropecemos, pero Él nunca lo hace. Quizá nosotros fallemos, pero Él jamás lo hará. Es posible que nosotros perdamos el control, mas Él siempre lo tendrá. . . . Los convenios forjan un vínculo entre nuestras luchas telestiales y mortales y los poderes celestiales e inmortales de Dios (God’s Covenant of Peace”, 372-373).

Me llevó muchos años llegar a entender la hermosa perspectiva de la hermana Holland. Yo veía mi parte en la observancia de convenios como el medio de ganar la vida eterna; pensaba que la inmortalidad era una dádiva pero la vida eterna me la debía ganar. Ahora comprendo que las dos cosas son una dádiva (véase D. y C. 6:13; 14:7), pero la vida eterna se recibe al tener fe en Cristo, lo cual incluye hacer convenios y efectuar ordenanzas que den evidencia de tales convenios (D. y C. 88:33). Una persona que se está ahogando no se gana un salvavidas, sino que decide rechazarlo o aceptarlo (véase Bytheway, SOS, 62-63). En lo que concierne a la Expiación, Cristo no merecía lo que le sobrevino, y ciertamente nosotros no merecemos lo que Él dio.

El élder Jeffrey R. Holland escribió: “Obviamente las bendiciones incondicionales de la Expiación no se tienen que ganar, pero las condicionales tampoco son plenamente merecidas. Al vivir fielmente y guardar los mandamientos de Dios, uno puede recibir privilegios adicionales; pero esos no son técnicamente ganados, sino igualmente dados gratuitamente” (“Atonement of Jesús Christ”, 36).

El hacer convenios no es un modo de ganarse un obsequio, sino una forma de aprender cómo aceptar ese obsequio libremente y con gratitud. No guardamos los convenios a fin de demostrar que somos dignos de recibir gracia, sino para aumentar aquello que nos es dado (véase Mateo 25:20-23) y por consiguiente crecer en gracia (véase 2 Pedro 3:18). Cuando hablamos del componente humano de un convenio como algo que podemos hacer sin la ayuda de Dios, o de la parte divina de un convenio como algo que podemos volver a saldar, no sólo sobreestimamos grandemente nuestra capacidad sino también vemos el acuerdo como un trato único. Cuando llegamos a darnos cuenta plenamente de la naturaleza continua de la Expiación, la gratitud y la obediencia no son tanto una condición para recibirla sino, más bien, un producto natural de ella. Llegan a ser elementos tan continuos como la misma dádiva.

En ese momento comprendemos que la Expiación no se gana, sino que ella nos gana a nosotros.

IN-ESPÍRITU

Cuando disfrutamos del Espíritu Santo, disfrutamos luz, felicidad, paz, protección y todos los dones del Espíritu. Lo opuesto a ello es obscuridad, desaliento, frustración y miedo.

En una ocasión hablé con una mujer que se había alejado de la Iglesia y ya no cumplía con sus normas. Le pregunté cómo reconciliaba su estilo de vida de ese momento con su testimonio, a lo cual respondió: “No tengo un testimonio; nunca lo tuve”.

“O sea que al orar”, le dije, “al leer las Escrituras, al participar de charlas fogoneras, asistir a clases de seminario, a actividades especiales para la juventud y a campamentos de Mujeres Jóvenes durante su adolescencia, ¿nunca sintió el Espíritu?”.

Me contestó que lo que había sentido era emoción y que había ella misma creado todos aquellos sentimientos.

“Entonces vuelva a crearlos ahora”, le aconsejé. “No pierda tiempo. Si tiene el poder de crear sentimientos como esos, hágalo de nuevo”.

“No puedo”, respondió.

Estuve de acuerdo con ella. “No puede ahora ni tampoco podía hacerlo cuando joven. El Espíritu no puede ser manipulado de esa forma. Usted sintió el Espíritu y ahora sólo tiene que recordar y dejar que sus sentimientos la lleven de nuevo a Dios”.

Todos somos dependientes del Espíritu al tratar de romper malos hábitos y mejorar nuestras vidas. B. H. Roberts enseñó: “Aun después de ser perdonada de los pecados del pasado, la persona sin duda sentirá la pesada fuerza de hábitos pecaminosos sobre sus hombros. . . . Existe la más absoluta necesidad de recibir gracia santificadora adicional que fortalezca la deficiente naturaleza humana. . . . Los poderes naturales del hombre no son suficientes. … Tal fortaleza, tal poder, tal gracia santificadora le son conferidas al hombre al nacer del Espíritu —al recibir el Espíritu Santo” (Gospel and Man’s Relationship to Deity, 179-180).

Jesús da mandamiento a todos los “extremos de la tierra” de ser bautizados en agua para que seamos “santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día” nos presentemos ante El sin mancha (3 Nefi 27:20). Esa pureza no llega sólo en el momento del bautismo, sino al santificarnos el Espíritu Santo a lo largo de la vida. “La santificación es un proceso ininterrumpido, y obtenemos esa gloriosa condición en distintos grados al vencer al mundo y al llegar a ser santos en hechos así como en nombre” (McConkie, New Witness, 266).

IN-PERSEVERANCIA

Lo opuesto a perseverar “todo el resto de nuestros días” (Mosíah 5:5) y a “seguir adelante con firmeza en Cristo” (2 Nefi 31:20) es darnos por vencidos. Demasiadas personas se desaniman a causa del minuciosamente lento proceso de la santificación y deciden arrojar la toalla. En momentos tan deprimentes, nos sorprende cuán rápidamente podemos caer aun cuando hemos prometido a Dios, ángeles y testigos que no lo haríamos.

Sin embargo, no debería sorprendernos cuán prestamente Cristo viene a nuestra ayuda si lo buscamos. “Mas al ver [Pedro] el viento fuerte, tuvo miedo y, comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Y al momento Jesús, extendiendo la mano, le sujetó” (Mateo 14:30-31; énfasis agregado).

Dios, quien no será burlado, extiende una mano a quienes se burlan, si se arrepienten. El tratar y resbalar y volver a tratar no es burlarse de Dios sino honrarlo. Satanás dice tener a quienes rompen convenios bajo su poder, pero ¿qué poder tiene él de sí mismo? Sólo tiene poder si se lo otorgamos. Él no puede privamos de tomar la decisión de empezar de nuevo. El corazón quebrantado de Cristo tiene más poder que nuestras quebradas promesas y las vociferantes y vacías amenazas de Satanás.

Al resbalar, en vez de decir: “fracasé”, trato de decir: “aún no he logrado el éxito”. En vez de decir: “miren cuánto me falta por recorrer”, trato de decir: “miren cuánto he recorrido gracias a Dios y a Cristo”. En vez de decir: “no puedo guardar mis convenios”, trato de decir: “al momento no puedo hacerlo, pero con la ayuda del cielo puedo aprender”. En vez de decir: “No puedo caminar sobre el agua”, trato de decir: “por lo menos salí de la barca”. En las Escrituras aprendemos que aun Cristo “. . . no recibió de la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud” (D. y C. 93:13). ¿Podemos acaso esperar que nuestro progreso sea más rápido?

Hay un dicho que expresa: Sin prisa, pero sin pausa. En italiano hay otro que, traducido al español, dice: Poco a poco se llega lejos. No es necesario que alcancemos nuestras metas para el viernes. Tenemos hasta el domingo o hasta el siguiente o hasta el próximo —cada vez que tenemos la oportunidad de tomar la Santa Cena. Perseverar hasta el fin no quiere decir vivir exactamente sin cometer errores. Perseverar hasta el fin quiere decir permanecer firme en el convenio a pesar de los errores.

Cada vez que volvemos al templo, hacemos la obra por otra persona, pero cada vez que tomamos la Santa Cena, es siempre por nosotros. El participar repetidamente de esta ordenanza es una manera de progresar de gracia en gracia, o de una concesión de gracia en otra concesión de gracia. Algunas personas apropiadamente definen lo de “gracia en gracia” como progresar entre niveles, pero yo también lo defino como una expresión de la naturaleza continua de la gracia.

¿Podemos, en sagrados momentos sacramentales, realmente prometer que nunca vamos a volver a cometer un error? No cuando sabemos perfectamente que regresaremos la semana próxima con la misma necesidad de siempre de participar de la Santa Cena. En cambio, demostramos estar dispuestos a tomar Su nombre sobre nosotros, dispuestos a recordarle siempre, y dispuestos a guardar Sus mandamientos (véase Moroni 4:3; D. y C. 46:9). Al renovar convenios, no nos comprometemos a ser perfectos como Cristo inmediatamente sino a ser perfeccionados en Cristo con el transcurso del tiempo.

“He aquí, sois niños pequeños y no podéis soportar todas las cosas por ahora; debéis crecer en gracia” (D. y C. 50:40). Éste es el proceso de crecimiento al cual el rey Benjamín se refirió como retener la remisión de nuestros pecados “de día en día” (Mosíah 4:12, 26), o podríamos decir de domingo en domingo.

Perseverar hasta el fin no parece ser tan abrumador cuando dividimos décadas y años en períodos más pequeños y encaramos la vida una semana a la vez. La Santa Cena es nuestro más continuo catalizador en el proceso de perseverar.

Una mujer que estaba aprendiendo a hablar inglés como segundo idioma me hizo el cumplido supremo, me dijo que yo era un hombre “Christlike” (semejante a Cristo). Lamentablemente, lo que yo oí fue “cross-eyed” (bizco). No entendía por qué ella me diría tal cosa, pero finalmente salió a relucir su verdadera intención. Aún cuando me sentí humilde y profundamente honrado, también descubrí que mi primera impresión era más exacta. Es probable que la mayor parte del tiempo todos nos sintamos más bizcos que semejantes a Cristo. En esos momentos podemos hallar consuelo al recordar las palabras del presidente James E. Faust, cuando dijo: “Me siento agradecido por saber que nunca es demasiado tarde para cambiar, para corregir y para dejar atrás viejas actividades y hábitos reprochables” (véase “Las cosas que no nos gusta escuchar”). Gracias a la continua Expiación, nunca es demasiado tarde para intercambiar la fuerza de voluntad por el poder de Dios.

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