El Mesías Mortal
De Belén al Calvario
Libro 1
Bruce R. McConkie
Salt Lake City, Utah, 1979
Libro 2 El Mesías Mortal, Tomo 1 De Belén al Calvario
The Mortal Messiah: From Bethlehem to Calvary es una obra monumental de Bruce R. McConkie, uno de los teólogos más influyentes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Este libro es el primero de una serie que ofrece un estudio exhaustivo sobre la vida y el ministerio terrenal de Jesucristo, enfocándose en su experiencia como el Mesías mortal. El libri 1, McConkie se concentra en los eventos de la infancia y juventud de Jesús, comenzando con su nacimiento en Belén y explorando las primeras señales de su misión divina.
McConkie combina su amplio conocimiento de las escrituras, incluyendo el Nuevo Testamento, el Libro de Mormón y otros escritos sagrados, con profundas interpretaciones doctrinales. Su enfoque teológico revela aspectos de la vida de Cristo que iluminan su papel como el Salvador del mundo, no solo en el contexto histórico de su tiempo, sino en su relevancia para todos los tiempos. A través de este libro, McConkie invita a los lectores a reflexionar sobre el impacto eterno de la vida de Jesucristo y a acercarse a Él, entendiendo mejor los eventos que marcaron su ministerio en la tierra.
El autor contextualiza la vida de Cristo dentro de las tradiciones judías y las profecías del Antiguo Testamento, explorando cómo los acontecimientos de su vida no solo cumplieron estas profecías, sino que las completaron, ofreciendo un profundo entendimiento de su misión terrenal. Este libro es tanto una obra de erudición teológica como una invitación a la reflexión espiritual sobre el propósito de la vida y la exaltación que Cristo ofrece a todos sus seguidores.
Yo creo en Cristo, Él es mi Rey;
con todo el alma le cantaré.
Mi voz alzaré en loor y amor,
y amén diré con gran fervor.
Yo creo en Cristo, el Hijo de Dios;
su alma vino a la tierra en pos
de dar salud, la vida alzar;
su nombre santo vino a honrar.
Yo creo en Cristo, nombre sin par;
nació de María, vino a reinar
entre mortales, su propio clan,
para salvarlos del duro afán.
Yo creo en Cristo, que nos guió;
todo el poder del Padre ganó.
Dijo: “Seguidme, venid en pos,
para que estéis con Él, con Dios.”
Yo creo en Cristo, mi Salvador;
me asienta firme en Su redentor.
Le adoraré con gran poder,
Él es la luz, el amanecer.
Yo creo en Cristo, Él me redimió;
del mal me libra, me rescató.
Y viviré con gozo y paz
en sus mansiones celestiales.
Yo creo en Cristo, Él es Señor;
mi sueño anhelo de Él vendrá.
Y si padezco con gran dolor,
Él me asegura: “Lo obtendrás.”
Yo creo en Cristo, venga lo que venga,
con Él estaré en la gran contienda,
cuando regrese al mundo otra vez,
para reinar con gran poder.
— Bruce R. McConkie
Table des Contenido
— Sección 1: Una raíz de tierra seca
— Capítulo 1 “Venid… Aprended de Mí”
— Capítulo 3 El Mesías Prometido
— Capítulo 4 Cuatro Milenios de Adoración Verdadera
— Capítulo 6 Jerusalén—La Ciudad Santa
— Capítulo 7 Las Casas Santas de Jehová
— Capítulo 8 Los Sacrificios Mosaicos en la Época de Jesús
— Capítulo 9 Las Fiestas Judías en los Días de Jesús
— Capítulo 10 Las Sinagogas Judías en los Días de Jesús
— Capítulo 11 Los Días de Reposo Judíos en los Días de Jesús
— Capítulo 12 La Vida Familiar Judía en los Tiempos de Jesús
— Capítulo 13 La Apostasía Judía en los Días de Jesús
— Capítulo 14 Sectas y Creencias Judías en los Días de Jesús
— Capítulo 15 Las Escrituras Judías en los días De Jesús
— Capítulo 16 El Suelo en el que se Plantó la Raíz
— Sección 2: Años de preparación de jesús
— Capítulo 17 Gabriel vino a Zacarías
— Capítulo 18 La Anunciación a María
— Capítulo 19 La Anunciación a José
— Capítulo 21 De Belén a Egipto
— Capítulo 22 De la Infancia a la Adultez
— Capítulo 23 Juan Prepara el Camino
— Capítulo 24 Juan Bautiza a Jesús
— Capítulo 25 La Temptación de Jesús
— Seccion 3: El ministerio temprano de jesús en judea
— Capítulo 26 Juan Cumple Su Misión
— Capítulo 27 Jesús Comienza su Ministerio
— Capítulo 28 Jesús Comienza sus Milagros
— Capítulo 29 Jesús Ministra en la Pascua
— Capítulo 30 Nicodemo Visita a Jesús
— Capítulo 31 Juan (El Bautista) Y Jesús Ministran en Judea
— Capítulo 32 Jesús Lleva el Evangelio a Samaria
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Prólogo
Mi intención original, cuando esta obra y sus volúmenes complementarios tomaron forma en mi mente, era escribir dos tomos: uno sobre las profecías mesiánicas y la Primera Venida del Mesías; y el otro sobre las declaraciones proféticas y las realidades reveladas relacionadas con Su Segunda Venida. Ni siquiera me había atrevido a pensar en asumir la prerrogativa de escribir un relato de la vida de la Persona más grande que jamás haya caminado por los polvorientos senderos del planeta Tierra. Después de todo —razoné— ya tenía publicado un comentario doctrinal de casi novecientas páginas sobre los cuatro Evangelios, el cual, por su misma naturaleza, trataba principalmente de los hechos y palabras de Aquel que es eterno, mientras habitó entre los hombres con un cuerpo mortal.
Sabía, por supuesto, que ningún hombre ha escrito ni puede escribir una Vida de Cristo en el verdadero sentido de la expresión, por dos razones muy válidas y suficientes:
- No existen los datos para hacerlo.El material simplemente no está disponible. No sabemos cómo pasó su juventud, quiénes fueron sus amigos, qué papel desempeñó en los asuntos religiosos y cívicos, cómo se comportó dentro del sistema familiar judío, ni muchas otras cosas. Aunque sabemos bastante sobre las circunstancias históricas y sociales de su época, existe muy poca información auténtica sobre su vida real, ya sea de fuentes seculares o espirituales. Lo que Mateo, Marcos, Lucas y Juan incluyeron en sus relatos evangélicos fue escrito como su testimonio de una pequeña parte de sus actos divinos. Los detalles personales apenas se mencionan. Los Evangelios contienen únicamente esa porción de las palabras de nuestro Señor, y solo esos destellos de actos y hechos seleccionados, que el Espíritu sabía de antemano que debían ser preservados para presentarse a las masas incrédulas y escépticas en cuyas manos llegaría el Nuevo Testamento. Incluso Dios no derramará más conocimiento, luz, inteligencia y entendimiento en las almas humanas de lo que estén preparadas para recibir. Tal cosa sería —y es— contraria a todo Su plan para el progreso, crecimiento y perfección final de Sus hijos.
- Ningún hombre mortal, por muy dotado que esté en el arte literario, y por muy enriquecido que se halle con esa percepción espiritual que permite ver las palabras y actos humanos con una perspectiva eterna verdadera—ningún mortal, digo, puede escribir la biografía de un Dios. Una biografía no es más que la proyección, a través de los ojos del escritor, de lo que éste cree que fueron los actos, y de lo que siente que fueron los pensamientos y emociones de otro hombre que compartía sentimientos semejantes a los suyos. ¿Cómo, entonces, puede algún mortal sondear la profundidad de los sentimientos, o comprender plenamente los hechos, de un Ser Eterno? ¿Cómo puede alguien con talentos limitados relatar, con verdadera perspectiva, la historia completa de Aquel que posee todos los talentos, y hacerlo de tal modo que otros seres hechos del mismo polvo capten la visión y se regocijen en la descripción?
No es mera casualidad que los antiguos escritores inspirados no hayan escrito una Vida de Nuestro Señor. Ni siquiera ellos pudieron hacerlo; y si hubieran estado tan magnífica y gloriosamente dotados como para poder registrar y analizar el carácter infinitamente complejo de un Ser Infinito y Eterno, aun así, ninguno de nosotros —sus semejantes, criaturas hechas del polvo— habría estado calificado para comprender plenamente lo que se escribiera. De hecho, tal es la degeneración espiritual que se extiende sobre el hombre carnal y caído, que muchas cosas que podrían haberse escrito sobre Él habrían tenido un efecto adverso sobre las mentes de las almas vacilantes destinadas a habitar la tierra después de su tiempo.
Así como la porción sellada del Libro de Mormón no puede ser entendida por los hombres hasta que ejerzan una fe semejante a la del hermano de Jared, así también la verdadera Vida de Nuestro Señor no puede escribirse —y no podría ser comprendida aunque se escribiera— hasta que los hombres alcancen la estatura espiritual necesaria para soportar el fulgor resplandeciente que emanaría de tal obra, si todas las cosas relativas a Él y a sus hechos mortales se presentaran con perfección prístina. Todo esto significa que la verdadera Vida de Cristo debe escribirse por medio del espíritu de revelación y de profecía, y no podrá surgir hasta aquel día milenario en que los hombres, como el hermano de Jared, posean un conocimiento perfecto que les permita recibir de Dios todas las cosas. Sólo entonces serán capaces de creer y regocijarse en el relato celestial.
Para nuestro tiempo y nuestra dispensación de gracia, todo lo que podemos hacer es redactar un estudio relacionado con su vida. Podemos tomar esos fragmentos de conocimiento sobre Él que se nos han preservado, añadirles las verdades reveladas manifestadas mediante la revelación de los últimos días, utilizar nuestras mejores habilidades literarias y de organización, filtrar las invenciones especulativas de autores no inspirados, y así producir una casi-biografía que, con esperanza, honre su santo nombre. Nuestro presente estudio sobre la vida de Aquel que fue perfecto—un estudio basado en la mejor luz y conocimiento actualmente disponibles—estará lejos de ser perfecto. Pero cualquier deficiencia será del intelecto y no del corazón, pues en nuestro corazón sabemos que Él fue divino, y deseamos presentarlo de tal manera que le agrade a Él y a Su Padre.
Además de todo esto, tengo un profundo y sincero respeto por Jesús el Cristo, la obra erudita del élder James E. Talmage, uno de mis predecesores más prominentes. Pensé: ¿Por qué habría yo de adentrarme en el campo más difícil de todos los escritos del evangelio—el de componer algo semejante a una Vida de Cristo? Pero al meditar, orar y expresar con palabras, en el primer volumen de esta serie, el verdadero significado de los muchos mensajes mesiánicos; al adquirir un conocimiento funcional de lo que los fabricantes de palabras y forjadores de frases del mundo cristiano han presumido escribir sobre Él, de quien tan poco conocen; y al vislumbrar con mayor claridad la naturaleza incrédula y carente de inspiración de casi todo lo que los hombres del mundo han registrado acerca de las obras y el mensaje maravillosos de Aquel que nosotros conocemos por revelación, nació en mi corazón un deseo apremiante de poner en palabras, lo mejor que pueda y para que todos lo lean, lo que creemos y sabemos acerca de la vida más grande que jamás se haya vivido.
Además, yo sabía —como también lo saben todos los que han estudiado las fuentes y se han esforzado entre los voluminosos tomos de muchos autores— que mi amigo y colega, quien nos dio Jesús el Cristo, no intentó presentar una casi-biografía que contuviera tantos elementos de una Vida de Cristo como fuera posible. Su obra, al igual que mi Comentario Doctrinal del Nuevo Testamento: Los Evangelios, es en gran medida un comentario y una explicación de las enseñanzas del Maestro. Sigue el modelo de su época, entrelazando con palabras bien elegidas una perspectiva verdadera y sólida de aquellas cosas con las que tuvo el privilegio de tratar. Su obra es profunda y certera, y debería ser estudiada por todo miembro de la verdadera Iglesia. Pero creo escuchar su voz —clara y penetrante, por encima de todas las demás calificadas para hablar en este campo especializado— diciendo: “Ha llegado el momento de edificar sobre los cimientos que puse hace unos setenta años, utilizando el conocimiento adicional que ha llegado desde entonces por medio de la investigación y la revelación, y de escribir un volumen complementario al que tuve el privilegio de redactar.”
Tal es, en cualquier caso, la labor que he emprendido en esta obra: El Mesías Mortal: De Belén al Calvario. En cuanto a su valor, solo digo que es lo que es, y se sostendrá o caerá por su propio mérito; tampoco creo que lo aquí registrado sea el principio y el fin. También esto no es más que una puerta que se abre. Otros que vengan después encontrarán los errores y deficiencias que siempre —inevitablemente— acompañan a toda obra mortal, los corregirán, y, edificando sobre los cimientos existentes en ese momento, escribirán obras más grandes y mejores sobre el mismo tema. Pero si por ventura esta obra lleva a un alma —o, si el Señor lo permite, a muchas almas— a amar y seguir a Aquel de quien se habla aquí, habrá cumplido con los deseos y esperanzas del autor, quien por sí mismo sabe y testifica de la filiación divina y del ministerio perfecto del Mesías Mortal.
Estoy profundamente en deuda —más de lo que puedo expresar— con Velma Harvey, una secretaria sumamente capaz y eficiente, por su sabio consejo, por muchas sugerencias reflexivas y por encargarse de la infinidad de asuntos que surgen en una obra como esta.—
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Sección 1:
Una raíz de tierra seca
“Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca.” (Isaías 53:2)
Nuestro Señor, el Rey Mesías —nacido de María y engendrado por Elohim— creció delante de Su Padre como una Tierno Renuevo: como una Vid cuyo fruto puede ser comido por los hombres sin que jamás vuelvan a tener hambre; como un Árbol cuyos frutos pueden ser recogidos de sus ramas y dan vida eterna.
Pero también creció como una raíz en tierra seca: como una Vid en un terreno árido y estéril; como un Árbol para el cual había poco suelo, poca luz y escasa agua en el jardín seco donde Su Padre lo había plantado.
Nuestro Señor, el Rey Mesías, creció en el suelo árido de una sociedad espiritualmente degenerada—en una Ciudad Santa que se había convertido en algo semejante a Egipto y Sodoma; entre un pueblo que prefería las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas; y en medio de una gente que tenía apariencia de piedad, pero negaba el poder de ella.
Creció para ocupar un trono que solo se honraba en la memoria; como parte de un pueblo subyugado que llevaba un yugo romano y era gobernado por un déspota idumeo; como parte de la única nación bajo el cielo que crucificaría a su Rey.
Creció en el suelo árido y estéril de un judaísmo donde el sacerdocio se compraba y se vendía; donde la casa de su Padre se había convertido en cueva de ladrones; donde los sacrificios, las fiestas, los ayunos y los sábados todos testificaban de un Jehová entonces desconocido.
Como preludio para estudiar su desarrollo, debemos analizar el suelo en el que creció. Si alguna vez una planta divina y tierna creció en tierra seca, fue Él —quien un día diría: “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada.” (Mateo 15:13)
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Capítulo 1
“Venid… Aprended de Mí”
Venid, bebed de las aguas de vida;
Venid, comed de la buena palabra de Dios;
Venid, alimentaos del maná del cielo;
Venid, regocijaos en la luz del Señor.
Venid, escuchad cómo habla paz a la tormenta;
Venid, ved cómo da vista al ciego;
Venid, observad cómo sana piernas lisiadas;
Venid, contemplad cómo da vida al muerto.
Venid, sentid de nuevo su Espíritu;
Venid, oíd lo que dice a los hombres;
Venid, caminad en la senda que manda;
Venid, aprended del que es Dios.
— Bruce R. McConkie
El Padre manda: “¡A Él oíd!”
“Este es mi Hijo Amado, en quien me complazco; a él oíd.” (Mateo 17:5)
La Shejiná—una manifestación visible de la Presencia Divina, la nube brillante y resplandeciente—que descansó sobre Moisés en el monte santo, y desde la cual habló una Voz desde entre los querubines en el Lugar Santísimo, esa cobertura sagrada que rodeaba la Presencia de la Deidad, una vez más se manifestó en Israel. Una nube resplandeciente, enviada desde los cielos, cubrió a los mensajeros angélicos que ministraban a su Pariente mortal, y una voz habló—la misma voz que en la antigüedad había dicho: “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy.” (Salmos 2:7)
La gloria, el poder y el Espíritu que irradiaban de la nube divina habían vuelto, y el mandato fue: “A Él oíd.”
Era el día del Hijo, la dispensación de la crucifixión y el martirio, la hora de la expiación. Era el día en que la nube brillante y resplandeciente que ocultaba al Personaje ante los hombres sería levantada, y todos los hombres verían a Dios en la persona de su Hijo. Después de cuatro mil años de espera, tal como lo prometieron todos los santos profetas desde el principio del mundo, el rescate sería pagado por Uno sin pecado. El Mesías Prometido ahora ministraba como el Mesías Mortal, y Su Padre ordenaba a todos los hombres: “¡A Él oíd!”
Israel antiguo siguió la nube de día y la columna de fuego de noche. Enoc escuchó la voz desde los cielos: “Subid al monte Simeón.” Allí contempló los cielos abiertos, fue revestido de gloria y “vio al Señor.” (Moisés 7:1–4) Moisés pasó cuarenta días entre truenos, relámpagos y fuego en el Sinaí. Allí recibió la ley sagrada, escrita por el dedo de Dios sobre tablas de piedra. Moriáncumer habló con el Señor durante tres horas, y la voz salió de la nube. (Éter 2)
Siempre fue así en la antigüedad: la Shejiná reposaba donde se hallaba el pueblo escogido del Señor; el poder, la gloria y el Espíritu del Todopoderoso se manifestaban entre aquellos que Dios había elegido del mundo; la Voz hablaba desde la nube, declarando la verdad, testificando, señalando el camino. Y ahora, el mismo Hijo —presentado por la Voz desde la nube— habitaba entre los hombres, y se les mandó: “¡A Él oíd!”
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas”, así lo declaró el apóstol, “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo.” (Hebreos 1:1–2)
Dios habló por medio del Hijo. Las palabras del Padre salieron de los labios del Hijo. “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió,” dijo Jesús. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta.” (Juan 7:16–17)
Aquel Dios a quien conocer es vida eterna, se estaba revelando a sí mismo por medio de su Hijo. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9), fue la declaración divina. ¿Acaso es de extrañar, entonces, que cuando la Shejiná una vez más se manifestó en la tierra, la Voz —hablando desde la nube celestial de luz que rodeaba la Presencia Divina— proclamara el mensaje enviado del cielo: “¡A Él oíd!”
¿Quién es este Jesús de quien el Padre dice: “¡A Él oíd!”? ¿De dónde vino, y cuál es la importancia de su mensaje?
Jesús nuestro Señor—nacido en Belén, crucificado en el Calvario—vivió la única vida perfecta jamás conocida en el planeta Tierra, o, en verdad, en cualquiera de los mundos sin número creados por Él y Su Padre.
Fue y es el Primogénito, el primer hijo espiritual nacido del Padre Eterno. En aquel reino espiritual de luz y gloria, avanzó y progresó hasta llegar a ser como el Padre en poder, fuerza y dominio. Fue y es el gran Jehová. Bajo la dirección del Padre, fue y es el Creador de todas las cosas desde el principio, y fue escogido en los concilios de la eternidad para ser el Redentor y Salvador.
Cuando llegó el momento de recibir su cuerpo mortal y experimentar las pruebas propias de la mortalidad, nació en esta tierra. Vino a habitar aquí como un mortal, sujeto a las experiencias de prueba que son la herencia común de toda la humanidad. Vivió y respiró como todos los hombres; comió y bebió según lo requerían sus necesidades; manejó la sierra del carpintero, trabajó en los campos de grano y durmió sobre el suelo árido de Palestina. Sus experiencias fueron como las de sus parientes israelitas. Sobre Él cayeron las lluvias; alrededor suyo giraron las nieves. Tuvo hambre, sintió frío, se cansó, enfermó y padeció, como todos los hombres; y cuando murió, su espíritu eterno abandonó su cuerpo de barro, como sucede con toda la raza de Adán.
Fue un hombre, un hombre mortal, un hijo de Adán, y Dios, su Padre, consideró apropiado permitirle vivir como viven los hombres, experimentar como ellos experimentan, sufrir y afligirse como ellos lo hacen, y vencer como ellos deben hacerlo, si alguna vez han de regresar a la Presencia Divina donde abundan el gozo, la paz y la gloria eterna.
Pero vino de Dios y nació como Su Hijo, heredando de Su Padre el poder de la inmortalidad. Vino con los talentos, habilidades y dones espirituales que poseía en ese mundo eterno donde los hijos espirituales de un Padre misericordioso aguardan el día de su probación mortal. Vino con el talento espiritual de armonizar su alma con lo Infinito, de modo que pudiera pensar, hablar y actuar en completa conformidad con la mente y la voluntad de Aquel cuyo Hijo era. Había más que solo una chispa de divinidad en su cuerpo hecho del polvo de la tierra. Era el Hijo de Dios, el Unigénito en la carne.
Su capacidad innata excedía la de cualquier otra persona que haya vivido. No solo fue el único que pudo llevar a cabo la expiación infinita y eterna, porque poseía el poder de la inmortalidad, sino que también fue el único que pudo realizar las demás obras que efectuó durante su vida mortal—todo ello debido a su preeminente condición preexistente, a los talentos y capacidades que allí poseía, y que seguían siendo suyos mientras caminaba entre los hombres mortales.
Jesús nuestro Señor fue tanto un hombre mortal como un Hijo Divino. Todos los hombres eran sus hermanos, y se parecía a ellos en apariencia. Sus enfermedades y aflicciones eran como las suyas. Pero solo Él era el Hijo engendrado por Dios en la carne, y solo Él vino a la tierra con talentos e inspiraciones que superaban a las de Adán, Enoc, Noé y Abraham. Aunque era mortal, retuvo su divinidad. Fue el único Ser perfecto que jamás haya pisado este humilde orbe.
Este Jesús, de quien ahora hablamos y cuyas experiencias mortales escribiremos en esta obra, fue el hombre más grande que haya vivido jamás. Además de ser “el Señor Omnipotente, que reina, que fue y es desde toda la eternidad hasta toda la eternidad”, como lo describió el rey Benjamín (Mosíah 3:5), también es el Siervo Sufriente de Isaías (Isaías 53).
Nuestro desafío, al intentar pintar un retrato fiel del Mesías Mortal, es mostrarlo como hombre: como un peregrino alejado de su hogar celestial; como el Cristo terrenal, que vive, actúa y es como otros hombres. Nuestro desafío es contemplarlo como hombre, pero reconociendo que fue un hombre de talentos y habilidades superlativas, un hombre que reflejaba la luz del cielo en cada palabra y acción.
“Aunque era Hijo,” nos dice Pablo, al declarar y certificar que nuestro Señor es el Hijo del Altísimo, “por lo que padeció aprendió la obediencia.” Es decir, aunque Dios era su Padre, aun así fue un mortal que sufrió, luchó y obedeció. “Y habiendo sido perfeccionado,” continúa Pablo, “vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen.” (Hebreos 5:8–9)
Así, el Señor Jesús—habiendo guardado toda la ley, habiendo vivido una vida perfecta, una vida sin pecado—alcanzó la perfección eterna, un estado de gloria eterna como el de su Padre. Y por causa de su naturaleza dual, se convirtió en el Autor (o, más propiamente dicho, la Causa) de la salvación eterna, lo que significa tanto inmortalidad como vida eterna.
Respecto a Jesús nuestro Señor y el mensaje que proclama a todos los que quieran oír, esto sabemos, y de ello se nos manda enseñar y testificar:
- Que aquel que nació de María en Belén de Judea; que habitó y predicó en Palestina; que sanó a los enfermos, abrió los ojos de los ciegos y dio poder a los cojos para andar; que calmó las tormentas y caminó sobre las aguas; que ordenó a un cadáver envuelto en mortaja que saliera del sepulcro, y así fue; que fue condenado, azotado y crucificado; que murió entre dos ladrones en un lugar llamado Calvario; que salió de una tumba prestada al tercer día, en gloriosa inmortalidad—que este Jesús, que es tanto el Cristo como el Rey, es, de hecho, el Hijo del Dios viviente.
- Que Él, quien hizo todo esto, también, por virtud de Su filiación divina, efectuó la expiación infinita y eterna, mediante la cual todos los hombres serán resucitados en inmortalidad, mientras que aquellos que creen y obedecen resucitarán para heredar la vida eterna; y que Él, como el Verbo de Dios, el Portavoz del Padre, ha presentado y sigue presentando al mundo el mensaje de salvación, el plan de salvación, el evangelio de Cristo, mediante el cual se puede obtener esta vida eterna, el mayor de todos los dones de Dios.
Estas cosas las sabemos, porque el Espíritu Santo de Dios las ha revelado al espíritu que hay en nosotros. Somos testigos vivientes de Aquel a quien pertenecemos y por medio de quien viene la salvación. Y sentimos el impulso de hablar, con valentía, de Él y de sus leyes, y de todo lo que ha hecho por nosotros, y todo lo que espera de nosotros. Esta decisión no fue dejada a nuestro criterio: es Su voluntad, y nosotros simplemente actuamos como Sus representantes al enseñar y testificar a todos los hombres, en todas partes, las cosas que verdaderamente creemos y sabemos que son verdad.
El Hijo invita: “Venid… Aprended de Mí”
Jesús dijo: “Venid… aprended de mí” (Mateo 11:28–30), y debemos aprender de Él, si es que alguna vez hemos de llegar a ser como Él y alcanzar aquel reino donde Él y Su Padre habitan en esplendor celestial.
“¡Aprended de mí!” ¡Aprended del Señor Jesucristo! Aprended de Aquel que es el Primogénito del Padre, el gran Jehová, el Creador de mundos sin número. Aprended de Aquel que es el Dios de Israel, el Mesías Prometido, nuestro Salvador y Redentor. Aprended de Aquel que habitó en la mortalidad durante apenas treinta y cuatro años; que estableció un ejemplo perfecto para sus hermanos; que culminó su obra terrenal en Getsemaní, en el Gólgota y ante una tumba abierta.
¿De dónde, entonces, proviene nuestro conocimiento, y a qué fuentes recurrimos para aprender verdades sobre Aquel cuyo nombre es la Verdad?
Respecto a su existencia eterna, y a las cosas que ha hecho en edades pasadas y que hará en eones aún por venir, tenemos las Santas Escrituras y las declaraciones inspiradas de aquellos cuyas palabras, guiadas por el Espíritu, provienen de la fuente suprema de toda verdad.
En cuanto a su ministerio en la tierra, tenemos los cuatro Evangelios, los relatos en 3 Nefi, las secciones 45 y 93 de Doctrina y Convenios, y algunos fragmentos de información en otras partes de las Escrituras canónicas.
Respecto a todo lo que le concierne, debemos meditar y orar acerca de lo que ya se conoce, y entonces dar la bienvenida al espíritu de iluminación y entendimiento, el cual está dentro de nuestro poder recibir.
Por supuesto, no existe tal cosa como una biografía perfecta del Hombre Jesús, ni siquiera una biografía sólida, sensata y apropiada. Ni yo ni nadie más, con el conocimiento actualmente disponible y con las habilidades literarias con las que han sido bendecidos los escritores de nuestra generación, podríamos escribir una obra de esa magnitud. Los hechos conocidos sobre su vida mortal son tan fragmentarios; el silencio que cubre largos períodos de su vida terrenal es tan impenetrable; lo que Mateo, Marcos, Lucas y Juan eligieron registrar fue tan selectivo y parcial—que nadie puede siquiera bosquejar un relato cronológico de su vida, ni mucho menos mostrar cómo su carácter y atributos llegaron a ser lo que fueron. Los eruditos reconocidos ni siquiera han logrado ponerse de acuerdo en una armonía de los cuatro Evangelios, ni podemos esperar que lo hagan con los datos disponibles hoy en día.
Las biografías a menudo reflejan los sentimientos y emociones, a veces incluso los caprichos e idiosincrasias, de quienes las escriben. Los autores son propensos a plasmar sus propias inclinaciones y peculiaridades personales en los retratos que pintan de sus personajes. Las fuentes, particularmente en el caso de personas que partieron hace mucho tiempo a otros mundos, son con frecuencia poco precisas. La tradición y la especulación pronto eclipsan los fragmentos de realidad que se conocen. ¿Cómo podría un voluminoso tomo sobre la vida de Enoc o Esdras, sobre Melquisedec o Moriáncumer, ser otra cosa que una acumulación ficticia de las fantasías de una mente fértil y una pluma ágil? Los hechos conocidos sobre cualquiera de ellos—y también sobre Jetro y Josué, sobre José y Jeremías, sobre el propio Jesús, y sobre miles de otros que merecen un recuerdo inmortal en los corazones de las generaciones futuras—son tan escasos que cualquier biografía en el sentido tradicional debe, por necesidad, estar basada en gran parte en la imaginación.
A menos y hasta que se conozca más acerca de Jesús y de su vida, no solo sería imprudente, sino imposible escribir una disertación biográfica basada en la realidad sobre Él. Esta obra, por lo tanto, no es una biografía en el sentido tradicional: no es una “vida de nuestro Señor” como las que escriben los sectarios; no es un volumen que pone palabras en la boca divina, ni supone pensamientos que tal vez pasaron por su mente, ni registra con autoridad sinaitica emociones con las que pudo haber estado lleno en grandes ocasiones.
En la medida en que lo permiten las limitaciones de los mortales, esta obra no entrelaza los hechos preservados en las Escrituras con las tradiciones de los padres; no incorpora en el relato las palabras de autores no inspirados, cuyo deleite ha sido siempre especular sobre lo que ellos habrían hecho, y por ende, lo que suponen que hizo Jesús en los diversos eventos sobre los cuales tenemos conocimiento; no extrae del éter fantasías personales—todas las cuales, tomadas en conjunto, dan lugar a la gestación completa y al nacimiento prematuro de las diversas biografías hoy existentes sobre la vida más grandiosa jamás vivida.
Esta obra es más un comentario que una biografía, más un análisis de los acontecimientos conocidos de su vida que una exposición de sus sentimientos y personalidad. Ciertos datos biográficos y algunas suposiciones lógicas que encajan con su carácter conocido difícilmente pueden evitarse, ni hay intento alguno de hacerlo. Es inevitable que haya en esta obra—como en cualquier otra sobre cualquier hombre escrita por cualquier persona—elementos de especulación y opinión. Ninguna biografía, cuasi-biografía o escrito biográfico puede evitar completamente esto, y quienes lean composiciones de este tipo deben ser plenamente conscientes de ello. Tal conciencia debe ser especialmente aguda cuando una persona devota lee suposiciones o afirmaciones biográficas que tratan sobre Aquel que es nuestro Señor.
A mi juicio, los escritores de las Escrituras que han preservado para nosotros las verdades que de hecho conocemos sobre Él, han escrito sus relatos de manera deliberada y consciente para omitir casi todos los elementos personales que permitirían a biógrafos posteriores describir completamente su personalidad y su vida privada. Él es el Hijo de Dios: algunas cosas las tenía en común con sus semejantes mortales; otras características y habilidades eran solo suyas; ninguno de nosotros las posee, ni podemos imaginar completamente qué eran ni cómo se desarrollaron. Podemos suponer que un Padre omnisciente así lo dispuso, y que ha permitido que tengamos acceso solo a aquellas cosas con las que podemos identificarnos y que constituyen ejemplo y estímulo para nosotros.
No estamos tratando con un hombre mortal en el sentido pleno e irrestricto de la palabra cuando escribimos acerca de Aquel que heredó el poder de la inmortalidad de ese Varón de Santidad que es el Inmortal. Al acercarse al final de su propio relato evangélico, el Amado Juan dijo:
“Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro;
pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.” (Juan 20:30–31)
Nuestro enfoque y propósito será el mismo que el de nuestro antiguo colega.
En consecuencia, en esta obra hablaremos sobre:
- Relaciones familiares conocidas
- Rasgos de personalidad conocidos
- Lugares de labor conocidos y rutas de viaje
- Hechos conocidos sobre el carácter, las perfecciones y los atributos que poseía Jesús
Y más allá de estas limitaciones, no procuraremos ir.
Mucho de lo que se escriba será, por supuesto, de naturaleza comentarial; será similar a un comentario, no del tipo puramente doctrinal como el encontrado en mi obra Comentario Doctrinal del Nuevo Testamento: Los Evangelios, sino un comentario que enseñe doctrina en los entornos únicos en los que se pronunciaron las declaraciones.
No intentaremos presentar una imagen completa y acabada de cada doctrina expuesta, sino simplemente explicar y comprender las porciones de verdad eterna que Jesús entregó a los pueblos específicos que en ese tiempo y lugar fueron los oyentes de sus palabras llenas de gracia.
Las doctrinas y los principios son los mismos en todas las circunstancias. La verdad es eterna.
Los principios del evangelio eterno no cambian: son los mismos en todas las épocas y entre todos los pueblos. El Señor no anda por senderos torcidos, ni se desvía de lo que ha dicho, ni altera el camino que los hombres deben seguir para regresar a aquel hogar lejano de donde vinieron.
Todos los hombres, en todas las épocas y en todas las partes de nuestro planeta, deben creer y obedecer las mismas doctrinas y ordenanzas para alcanzar la salvación.
Pero un conocimiento de las circunstancias y condiciones bajo las cuales Jesús expuso estos principios de perfección a sus semejantes nos permitirá percibir con mayor claridad la naturaleza profunda de estas verdades.
¿Qué mejor escenario hay para proclamar: “Yo soy la luz del mundo”, que aquel en que los grandes candelabros dorados del templo arden con resplandor durante la Fiesta de los Tabernáculos? ¿De qué mejor manera podría enseñar que Él ofrece agua viva que sacia toda sed para siempre, y que por tanto es un manantial que brota para vida eterna, que cuando la mujer samaritana se inclina para sacar agua del pozo de Jacob?
¿Qué enseñanza sobre la naturaleza y el tipo de cuerpos que poseen los seres resucitados puede igualar aquella que dio en el aposento alto, cuando atraviesa una pared, come delante de sus discípulos y les permite tocar las marcas de los clavos en sus manos y pies, y meter la mano en la herida de su costado?
Ciertamente, conocer los acontecimientos de la vida de Jesús nos permite comprender más plenamente las doctrinas que enseñó.
Tenemos en nuestro poder solo unas pocas y breves palabras que salieron de los labios del Hijo de Dios mientras habitó en la mortalidad. El tiempo que se requiere para leerlas se mide en minutos. Y sin embargo, habló lo suficiente como para llenar bibliotecas, y para proporcionar una vida entera de estudio y aún más.
Sabemos, por los relatos evangélicos, algunos de sus viajes, aflicciones y pruebas, de Aquel que llevaba la imagen de su Padre y hacía todas las cosas bien. Sabemos lo suficiente sobre Él como para imaginar cómo debe ser un hombre perfecto, y para que la esperanza de la vida eterna se encienda en nuestras almas.
Pero, como dice su íntimo amigo y confidente, el Amado Juan:
“Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir.” (Juan 21:25)
¿Hipérbole? Quizás. Pero sea como fuere, lo que hemos escuchado de sus labios es apenas una estrofa de un evangelio poético cuyos versos no tienen fin; y lo que le hemos visto hacer es solo un destello de los actos y maravillas que ruedan sin cesar por la pantalla eterna donde se contemplan las obras de todos los seres.
Escribir una biografía cuando solo se tiene disponible una décima parte del uno por ciento de la información de fondo sería un acto temerario. Comentar y poner en perspectiva—en relación con nosotros— esas gemas preciosas y celestiales que sí poseemos, es una labor digna de la pluma más poderosa, de la mente más aguda, y de la visión espiritual más profunda que el ser humano conozca.
Algún día llegará una biografía perfecta, escrita, por supuesto, por medio del espíritu de revelación. Por ahora, debemos contentarnos con lo que tenemos y con lo que podemos vislumbrar, con la visión limitada que nos es propia. Quizás eso mismo sea una manifestación de la voluntad divina: tenemos lo que tenemos, y podemos comprender lo que podemos comprender. Si supiéramos más, sería para nuestro bien; pero quizá ya tenemos todo lo que se nos permite tener y todo lo que somos capaces de recibir.
No podemos sino suponer que una sabiduría omnipotente ha corrido un velo de discreto silencio sobre la niñez y juventud del hijo de María; sobre la juventud y las experiencias formativas de aquel que fue criado en Galilea y aprendió el oficio de carpintero en el taller de José; sobre sus relaciones familiares y las entrañables amistades que todo joven en desarrollo valora profundamente; sobre las relaciones sociales y familiares que constituían la base de aquella cultura judía en la cual un Padre omnisciente lo envió a habitar.
Quizá, después de todo, hemos recibido todo aquello para lo que, en nuestro estado actual de madurez espiritual, estamos preparados y calificados.
Quizá, al meditar en lo que se registra en esta obra, El Mesías Mortal: De Belén al Calvario, encontraremos lo suficiente para darnos la guía tan devotamente deseada y necesitada por aquellos que aman a su Señor y que buscan grabar su imagen en sus propios semblantes.
No poseemos todas las verdades del evangelio, pero sí poseemos la plenitud del evangelio eterno, lo que significa que tenemos todas las leyes, doctrinas, principios y ordenanzas necesarias para salvarnos y exaltarnos con una plenitud de gloria eterna en la vida venidera.
De igual manera, no conocemos todas las cosas acerca de la vida de nuestro Señor, ni todas las palabras de este vidente sin igual, ni todas las obras poderosas que realizó en Judea, Perea y Galilea.
Pero sabemos lo suficiente acerca de Él como para regocijarnos a la luz eterna que emana de Su presencia, para ver la divinidad grabada en cada uno de sus rasgos y manifestada en cada acto, y para saber que si escuchamos su llamado—”Sígueme” (2 Nefi 31:10)—podemos llegar a ser como Él y llegar a estar donde Él está.
Con esta seguridad, estamos preparados para lanzarnos con valentía al glorioso estudio que tenemos por delante.
Y al buscar aprender de nuestro Señor, necesitamos guía. Él dijo:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” (Mateo 11:28–30)
¡Aprended de Él, cuyas raíces se hunden tan profundamente como la eternidad!
Aprended cómo era Él cuando aún era un Hijo espiritual de un Padre exaltado.
Aprended de su valentía y progreso en la preexistencia, de sus empresas creativas, de los mundos sin número que surgieron a la existencia por su palabra.
Aprended de su poder, fuerza y dominio en aquel día en que fue escogido y se convirtió en el Cordero inmolado desde la fundación del mundo.
Aprended de su ministerio preordenado para redimir, rescatar y salvar.
¡Aprended de Él, de quien sabemos tan poco!
Aprended de la revelación de su santo evangelio a los hijos de los hombres.
Aprended que todos los hombres en todas partes, sean quienes sean, judíos o gentiles, esclavos o libres, negros o blancos, todos descendientes de aquel Adán que nos engendró, todos están llamados a invocar a Dios en el nombre del Hijo por los siglos de los siglos.
Aprended que desde Adán, los mortales justos, por las revelaciones del Espíritu Santo al espíritu dentro de ellos, han conocido su filiación divina.
Aprended que todos los ministros mesiánicos que le precedieron en la vida testificaron de su venida, y que todos los que vinieron después han llevado el testimonio de Jesús entretejido en las fibras y tendones mismos de sus almas.
Aprended que Él es quien se apareció a los patriarcas, quien es el Dios de Abraham e Israel, y quien es la fuente de verdad y luz para todos nosotros, criaturas humildes que habitamos aquí abajo.
¡Aprended de Él —el Hombre que nadie conoce!
Aprended que nació de María en la ciudad de David, llamada Belén.
Aprended que no recibió la plenitud al principio, sino que creció de gracia en gracia, experimentando, sintiendo y atravesando todas las probaciones necesarias de la mortalidad.
Aprended que fue tentado en todo, según nuestra semejanza, pero sin pecado alguno.
Aprended de las obras maravillosas que realizó, de cómo sanó a las almas enfermas por el pecado mediante el poder de su palabra eterna.
Aprended que sudó como grandes gotas de sangre por cada poro, tan grande fue su angustia y dolor por los pecados de su pueblo.
Aprended que fue levantado sobre la cruz, crucificado en el Calvario, para entregar su vida voluntariamente, en preparación para tomarla de nuevo en gloria inmortal.
Aprended que venció a la muerte, redimió a los fieles de su caída espiritual, y que ahora ha ascendido a lo alto, donde se sienta a la diestra del Padre, reinando con poder omnipotente.
Aprended que ha venido de nuevo en nuestros días a hombres que ha llamado como profetas, como en tiempos antiguos; que ha restaurado su reino, y que, en un día no muy lejano, regresará con toda la gloria del reino de su Padre, para reinar personalmente entre nosotros, los mortales, por mil años.
Todo este aprendizaje, este peso de maravillosa sabiduría, este conocimiento de verdades más allá de la comprensión carnal, todo está disponible para quienes estén dispuestos a pagar el precio del erudito.
Es cierto que la erudición en el evangelio rara vez es buscada en el mundo actual, y que incluso muchos de los pocos que sí la buscan tienen poco conocimiento de las fuentes disponibles o de cómo leer aquellos volúmenes cuyo contenido solo puede ser comprendido por el poder del Espíritu.
“¿Entiendes lo que lees?”, preguntó Felipe al eunuco de la corte de Candace. “¿Y cómo podré, si alguien no me enseña?”, fue la respuesta.
(Hechos 8:30–31)
Ciertas cosas los hombres pueden aprender por sí mismos, y es evidente que una providencia divina espera que así lo hagan. Pero después de que se ha aprendido el alfabeto, después de que se ha adquirido fluidez en la lectura, y después de que se han identificado los libros fuente por nombre y título, el buscador de verdades espirituales debe realizar su investigación sujeto a la ley eterna que dice:
“Nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios.” Y que “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.” (1 Corintios 2:11–14)
Jesús dice: “Venid a mí”
¡Aprended de Él! Pero hacedlo de la manera que Él ha establecido, y cumpliendo las leyes que permiten que el conocimiento deseado fluya hacia el alma que busca la verdad.
¿Cómo se logra esto? ¿Y de dónde proviene ese conocimiento seguro que es el testimonio de Aquel que es el Señor de todos?
“Venid a mí,” dice a todos los que trabajan en las bibliotecas del mundo. “Venid a mí” es su invitación para todos los que están cargados con el peso de la ignorancia y la intolerancia. “Venid a mí y yo abriré los libros; venid a mí y disiparé la oscuridad y la incertidumbre de vuestras mentes; venid a mí y quitaré el peso aplastante de la ignorancia y la duda, y hallaréis descanso para vuestras almas.”
“Venid a mí y tomad mi yugo sobre vosotros”— sed como yo soy, uníos a mi Iglesia, llevad las cargas de mi ministerio, guardad mis mandamientos.
“Venid a mí y la luz de mi palabra eterna iluminará vuestras almas; venid a mí y recibiréis el don del Espíritu Santo, y Él dará testimonio al alma de ti del Padre, de mí, y de todas las cosas que fueron, que son y que serán, porque Él es testigo y revelador de toda verdad.
“Venid a mí” y recibid mi Espíritu, y entonces tendréis poder para aprender de mí.
Esta es la gran y majestuosa verdad. Este es el camino provisto para nosotros y para todos los hombres, y está dispuesto en la sabiduría de Aquel que lo sabe todo. Ésta es la única manera de conocer a Cristo en todo el sentido y significado de su tierna y solícita invitación. “Nadie puede decir que Jesús es el Señor, sino por el Espíritu Santo.” (1 Corintios 12:3)
Pequeños destellos de verdad llegan a todos los que sinceramente buscan conocer;
ocasionales relámpagos iluminan brevemente las realidades eternas que están ocultas por las tinieblas y la sombra de la incredulidad. Pero para aprender y conocer esas verdades que revelan al Hijo del Hombre en su majestad y hermosura, y que preparan al buscador para llegar a ser uno con su Señor, esos rayos del sol de mediodía solo brillan sobre aquellos que han recibido la compañía iluminadora del Espíritu Santo.
Con esta comprensión, entonces, abrimos los registros eternos y, con corazones quebrantados y espíritus contritos, comenzamos a aprender de nuestro Señor.
Si estudiamos, oramos, meditamos y obedecemos, conforme a su ley eterna, quizá nos ocurra como a Lehi: veremos a Uno que desciende de en medio del cielo, cuyo resplandor es más brillante que el sol al mediodía. Tal vez nos entregue, como a Lehi, un libro, instándonos también a leer y aprender las maravillas de sus caminos. Y entonces, quizá al haber leído y contemplado por nosotros mismos, también nosotros exclamaremos muchas cosas grandiosas a Aquel a quien pertenecemos, como:
“¡Grandes y maravillosas son tus obras, oh Señor Dios Todopoderoso! ¡Tu trono está en lo alto de los cielos, y tu poder, y tu bondad, y tu misericordia están sobre todos los habitantes de la tierra; y porque tú eres misericordioso, no permitirás que perezcan los que a ti acuden!” (1 Nefi 1:14)
Jesús dice: “Sígueme”
Todos necesitamos héroes, modelos y guías.
Si escogemos malos ejemplos, nos volvemos malos nosotros mismos, porque adoptamos sus caminos. Todos imitamos a alguien; todos aprendemos lo que sabemos de otras personas.
Si toda instrucción y educación cesara, si se eliminaran todos los modelos de conducta, la civilización se extinguiría en una generación, y todos los habitantes de la tierra caerían en un estado de barbarie.
Providencialmente, un Padre bondadoso dota a todos sus hijos con la Luz de Cristo, ese poder e influencia justos que procede de la presencia de Dios y llena la inmensidad del espacio. Una parte de este espíritu iluminador es el don universal de la conciencia;
ella impulsa a personas sin instrucción ni enseñanza formal a hacer lo correcto por instinto.
Pero un Padre misericordioso también ha enviado espíritus nobles y hombres buenos entre todos los pueblos para enseñar la porción de verdad que están en capacidad de recibir, y para ser ejemplos que sus semejantes mortales puedan seguir.
Estos son los profetas y videntes, los poetas y filósofos, los sabios y hombres prudentes, los líderes e influyentes de todas las naciones y linajes.
Y un Padre misericordioso envió un Modelo Supremo, una guía perfecta, para ser luz y ejemplo para todos los hombres de todas las edades: envió a su Hijo.
Cristo es nuestro Modelo, nuestro Ejemplo, el gran Prototipo de todo lo bueno, justo y edificante.
“¿Qué clase de hombres habéis de ser?” Así preguntó nuestro gran Ejemplo a sus discípulos nefitas. Su propia respuesta: “De cierto os digo, así como yo soy.” (3 Nefi 27:27)
Manifiestamente, si lo imitamos de tal manera que su modo de vida se convierta en el nuestro, calificaremos para la misma gloria y exaltación que Él posee, porque:
“Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él.” (1 Juan 3:2)
En última instancia, nuestro propósito al aprender de nuestro Señor es obtener ese conocimiento, comprensión y deseo que nos llevará a llegar a ser como Él—todo ello en armonía con su promesa divina:
“Tendréis plenitud de gozo; y os sentaréis en el reino de mi Padre; sí, vuestro gozo será completo, así como el Padre me ha dado plenitud de gozo; y seréis aún como yo soy, y yo soy como el Padre; y el Padre y yo somos uno.” (3 Nefi 28:10)
—
Capítulo 2
Antes de Belén
Nuestro nacimiento no es sino un sueño y un olvido;
el Alma que con nosotros surge, la Estrella de nuestra vida,
ya tenía su ocaso en otro lugar,
y viene desde lejos:
no en completo olvido,
ni en absoluta desnudez,
sino que venimos con nubes de gloria
de Dios, que es nuestro hogar.
— William Wordsworth
El hombre —Desde el principio con Dios
Nuestro bendito Señor, que como hijo de María vivió entre nosotros durante un breve lapso, es verdaderamente el Hombre que nadie conoce.
Aquellos, en particular, cuyo conocimiento de Él se limita a Belén—donde nació—y a el Calvario—donde murió—no tienen manera inteligente de dar el contexto adecuado ni siquiera a esos pequeños destellos de luz y conocimiento que han sido preservados para nosotros por los autores de los Evangelios.
Antes siquiera de intentar contemplar y visualizar los eventos de su vida mortal, debemos tener una conciencia aguda de ciertas verdades eternas. Estas son:
- El Padre es un Ser exaltado
Es filosóficamente imposible creer que Jesús es el Hijo de Dios en el sentido literal y pleno del término si se supone que su Padre es una esencia espiritual o una fuerza que llena la inmensidad del espacio, que está en todas partes y en ninguna en particular, o si creemos que Dios es un ser inmaterial, no creado, sin cuerpo, sin partes ni pasiones, tal como recitan los credos de la cristiandad.
Para conocer y entender a Cristo, su misión y ministerio, debemos saber ciertas cosas fundamentales sobre ese Progenitor de quien Él provino.
Dios mismo es el Primer Hombre y el Padre de todos los hombres.
En el lenguaje puro, hablado por Adán, el nombre del Padre es Varón de Santidad, lo cual significa que Él es un Hombre santo.
Y cuando las Escrituras dicen que la Deidad creó al hombre a su propia imagen, deben entenderse como declaraciones literales de lo que realmente ocurrió.
“Dios mismo… es un hombre exaltado, y está entronizado en los cielos,”
enseñó el profeta José Smith.
“El Padre tiene un cuerpo de carne y huesos tan tangible como el del hombre” (DyC 130:22), declara la Escritura.
Cuando Pablo dice que el Hijo es “el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3), está certificando que el Señor Resucitado —quien comió y bebió con los apóstoles después de haber resucitado, y en cuyo costado herido metieron sus manos— poseía un cuerpo resucitado del mismo tipo y clase que el que posee el Padre exaltado.
- Cristo y todos los hombres son hijos espirituales del Padre
Dios vive en la unidad familiar. Él es nuestro Padre Celestial, el Padre literal y personal de los espíritus de todos los hombres. Él nos engendró; somos descendencia de Padres Celestiales; tenemos un Padre Eterno y una Madre Eterna.
Nacimos como espíritus, y habitábamos en la presencia de nuestros Padres Eternos; vivimos antes de nuestro nacimiento mortal. Como espíritus, éramos en todos los aspectos lo que somos ahora, salvo que no estábamos revestidos de cuerpos mortales, como lo estamos actualmente.
Cristo fue el Primogénito de toda la hueste celestial; Lucifer fue un hijo de la mañana; cada uno de nosotros llegó a la existencia como una identidad consciente, en el orden que se nos asignó; y Cristo es nuestro Hermano Mayor.
- Los hijos espirituales del Padre estaban sujetos a sus leyes
En su infinita sabiduría y bondad, el Padre Eterno instituyó leyes mediante cuya obediencia sus hijos espirituales podían avanzar y progresar y, eventualmente, obtener la gran recompensa de la vida eterna.
Estas leyes son las buenas nuevas comunicadas por Dios a sus hijos espirituales; son el plan de salvación, el evangelio del Padre. Pablo las llamó “el evangelio de Dios… acerca de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor” (Romanos 1:1–3).
Con referencia a esto, José Smith dijo:
“Dios mismo, al hallarse en medio de espíritus y gloria, y siendo más inteligente, consideró apropiado instituir leyes mediante las cuales los demás pudieran tener el privilegio de avanzar como Él.” [Enseñanzas del Profeta José Smith]
Manifiestamente, no había otras leyes más que las de Dios en ese mundo eterno; toda ley ordenada y establecida por Él era buena; y la obediencia y conformidad a cualquiera de sus leyes (Cristo incluido) conducía al obediente por el camino hacia la gloria y la exaltación.
De igual manera, el no obedecer una ley determinada privaba al transgresor de las bendiciones y el progreso que de otro modo habría recibido, y la desobediencia acarreaba las penas prescritas para una conducta rebelde.
- Todos los espíritus fueron investidos con albedrío en la preexistencia
Un Padre omnisciente dotó a sus hijos espirituales con el albedrío—la libertad y capacidad de escoger el bien o el mal—mientras aún moraban en su presencia.
A menos que existan opuestos—bien y mal, virtud y vicio, lo correcto y lo incorrecto—y a menos que los seres inteligentes sean libres de elegir: libres para obedecer o desobedecer, libres para hacer el bien y obrar justicia, o caminar por sendas de maldad—si esta libertad no existe, no puede haber progreso ni avance; no hay gozo en contraste con el dolor; no hay talentos de una clase u otra en contraste con su ausencia; no hay salvación eterna en contraste con la condenación eterna.
No puede haber luz si no hay oscuridad; ni calor si no hay frío; ni arriba si no hay abajo; ni derecha si no hay izquierda; ni vida si no hay muerte; y así sucesivamente en toda la esfera de las cosas creadas y existentes.
Los opuestos y el albedrío son esenciales para la existencia y para el progreso.
Sin ellos, no habría nada.
- Los espíritus desarrollaron una infinita variedad y grados de talentos durante la preexistencia
Sujetos a la ley y dotados de albedrío, todos los espíritus de los hombres, mientras aún estaban en la Presencia Eterna, desarrollaron aptitudes, talentos, capacidades y habilidades de todo tipo, clase y grado. Durante el largo periodo de existencia que entonces tuvieron, surgió una variedad infinita de talentos y habilidades. A medida que pasaban las eras, no hubo dos espíritus que permanecieran iguales.
Mozart se convirtió en músico; Einstein centró su interés en las matemáticas; Miguel Ángel dirigió su atención a la pintura. Caín fue un mentiroso, un intrigante, un rebelde que mantuvo una afinidad estrecha con Lucifer. Abraham, Moisés y todos los profetas buscaron y obtuvieron el talento para la espiritualidad. María y Eva fueron dos de las más grandes hijas espirituales del Padre. Toda la casa de Israel, conocida y separada de entre sus semejantes, se inclinaba hacia las cosas espirituales. Y así fue en todas las huestes del cielo, cada individuo desarrollando los talentos y habilidades que su alma deseaba.
El Señor nos dio a todos el albedrío; nos dio leyes que nos permitirían avanzar, progresar y llegar a ser como Él; y nos aconsejó y exhortó a seguir el camino que conduce a la gloria y la exaltación.
Él mismo era la encarnación y personificación de todo lo bueno. Cada característica y atributo deseable habitaba en Él en su plenitud eterna. Todos sus hijos obedientes comenzaron a llegar a ser como Él en un aspecto u otro. Había entonces tanta variedad y grado de talentos y habilidades entre nosotros como la hay ahora en esta vida. Algunos sobresalieron en una cosa, otros en otra. El Primogénito sobresalió sobre todos nosotros en todas las cosas.
- Los hijos espirituales tienen la capacidad de llegar a ser como su Padre Eterno
Somos miembros de la familia del Padre Eterno. Él es un Ser glorificado, exaltado y eterno, que posee un cuerpo resucitado de carne y huesos. Su nombre es Dios, y el tipo de vida que vive es la vida de Dios. Su nombre también es Eterno, y el nombre del tipo de vida que vive es vida eterna. La vida eterna es la vida de Dios, y la vida de Dios es vida eterna. Se nos manda ser perfectos como Él es perfecto y avanzar y progresar hasta llegar a ser como Él, es decir, hasta obtener la vida eterna.
Así enseñó José Smith: “Debéis aprender a ser dioses ustedes mismos, y a ser reyes y sacerdotes para Dios, como lo han hecho todos los dioses antes que ustedes; a saber, pasando de un pequeño grado a otro, y de una pequeña capacidad a una mayor; de gracia en gracia, de exaltación en exaltación, hasta que logren la resurrección de los muertos, y puedan habitar en fuegos eternos, y sentarse en gloria, como lo hacen aquellos que están entronizados en poder eterno.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 346–347) Cristo nuestro Señor alcanzó tal estado, lo cual le permite decir a los fieles: “Seréis aún como yo soy, y yo soy como el Padre.” (3 Nefi 28:10)
- La vida mortal es un paso esencial hacia la vida eterna
De acuerdo con los términos y condiciones del plan del Padre, sus hijos espirituales deben habitar en la tierra como mortales por dos razones:
(a). Para recibir cuerpos mortales, cuerpos de carne y huesos, cuerpos sujetos a enfermedad y muerte,
cuerpos que podrían y serían resucitados en inmortalidad mediante un sacrificio expiatorio infinito y eterno.
(b). Para pasar por una experiencia de prueba, una en la que se determinaría si cada uno de los hijos espirituales del Padre vencería al mundo, se elevaría por encima de las cosas carnales, y amaría y serviría a Aquel que lo creó,
o si, por el contrario, viviría según el estilo del mundo, como lo hace la mayoría de la humanidad, y por tanto fracasaría en obtener la vida eterna.
La mortalidad allana el camino hacia la inmortalidad, y la vida eterna está reservada para aquellos que creen y obedecen. ¿Es de extrañar, entonces, que cuando el gran plan nos fue presentado en los concilios de la eternidad, “las estrellas del alba alababan, y todos los hijos de Dios gritaban de gozo”? (Job 38:7).
Las estrellas del alba eran aquellos que fueron nobles y grandes en la preexistencia, siendo el Señor Jesucristo el principal entre ellos, llevando el título de “la brillante estrella de la mañana” (Apocalipsis 22:16). Esto nos lleva a la comprensión de que una probación mortal era tan esencial para el Primogénito como para todos los que posteriormente nacieron entre las huestes celestiales.
- La vida mortal es simplemente una proyección de la vida preexistente
El nacimiento y la muerte son simplemente eventos que ocurren dentro del curso de la vida continua. Nacemos, lo que significa que el espíritu pasa de la preexistencia a un cuerpo mortal, para habitar en él por un tiempo y una estación. Morimos, lo que significa que el espíritu sale de su morada de barro y entra en un mundo espiritual, donde esperará el día de la resurrección. Mientras tanto, el cuerpo regresa al polvo de donde vino, y también esperará ese mismo día, cuando la mortalidad se revista de inmortalidad y la corrupción se vista de incorrupción.
Cuando morimos, nuestros espíritus continúan viviendo. Nos llevamos con nosotros al mundo espiritual toda verdad, rasgo y característica que disfrutamos y poseímos como mortales. Y además: “Cualquiera que sea el principio de inteligencia que logremos en esta vida, se levantará con nosotros en la resurrección. Y si una persona adquiere más conocimiento e inteligencia en esta vida mediante su diligencia y obediencia que otra, tendrá tanta ventaja en el mundo venidero.” (Doctrina y Convenios 130:18–19)
De igual forma, cuando pasamos de la preexistencia a la mortalidad, traemos con nosotros los rasgos y talentos que allí desarrollamos. Es cierto que olvidamos lo que fue antes, porque aquí estamos siendo puestos a prueba, pero las capacidades y habilidades que entonces eran nuestras todavía residen dentro de nosotros. Mozart sigue siendo músico, Einstein conserva sus habilidades matemáticas, Miguel Ángel su talento artístico, Abraham, Moisés y los profetas, sus dones y habilidades espirituales. Caín aún miente y maquina. Y todos los hombres, con su infinita variedad de talentos y personalidades, retoman su curso de progresión donde lo dejaron al salir de las regiones celestiales.
Miguel el arcángel, ocupando el segundo lugar después de Cristo entre los espíritus destinados a habitar la tierra, llegó a los valles del Edén con todo el sentido, sabiduría y juicio que había adquirido en la preexistencia. Vino como un hijo de Dios, a un estado edénico del cual pronto cayó, trayendo consigo los deseos, inclinaciones, aptitudes y talentos desarrollados durante largos años de obediencia en la Presencia Divina. Llegó dotado de todo don y gracia que le correspondía legítimamente.
Su vida en la tierra no fue sino una proyección y una continuación de aquella vida que era suya antes de que se pusieran siquiera los cimientos de su futura morada.
Y así como con Adán, así es con todos los hombres: todos traen consigo lo que entonces les pertenecía; todos edifican en la mortalidad sobre el fundamento establecido en la premortalidad. Abraham, quien por su obediencia y devoción se convirtió en uno de los nobles y grandes en la preexistencia, vino a la mortalidad con todos los talentos y capacidades que entonces poseía. Fue preordenado a ser el padre de los fieles. “Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él.” (Génesis 18:19)
Jeremías fue elegido antes de nacer: Antes de salir del vientre, el Señor lo ordenó, lo santificó y lo llamó para ser profeta; antes de tomar su primer aliento mortal, su misión ya era conocida y preparada, todo a causa de los dones y poderes especiales que había adquirido mientras aún era un ser espiritual. (Jeremías 1:5)
Y Cristo nuestro Señor, Primogénito del Padre, el más poderoso de toda la hueste espiritual, un Hombre semejante a su Padre, también fue escogido, preordenado y ungido para venir a la mortalidad y realizar precisamente la obra que luego cumplió. Antes de tomar sobre sí carne y sangre, era el Gran Jehová, el Eterno, el Gran Yo Soy. Estaba junto al Padre y se convirtió, por decreto del Padre, en el Creador de todas las cosas desde el principio. Mundos sin número giraron en sus órbitas por su palabra. Era la Palabra del poder de Dios, el Mensajero de salvación, el Ejecutante de la voluntad divina en toda la inmensidad. Cuando una vida así se proyecta desde su hogar eterno a nuestra esfera mortal, ¿puede alguien suponer que podría ser otra cosa que la vida más grandiosa jamás vivida?
Jesús: Dios antes de que existiera el mundo
La vida mortal no se sostiene por sí sola. Solo puede entenderse cuando se relaciona con la premortalidad que la precedió y la inmortalidad que la seguirá. Si sabemos quiénes fueron Abraham y Jeremías en la preexistencia, podemos comprender la estatura espiritual que tuvieron mientras habitaban en la tierra, mientras vivían separados de sus compañeros celestiales. Y también podemos ver cómo es que ahora han entrado en su exaltación y, sentados sobre tronos, no son ángeles, sino dioses.
Y así sucede con la vida más grandiosa jamás vivida. Fue lo que fue porque el Espíritu alojado en el cuerpo provisto por María era el más grande de todas las huestes primigenias. Antes de Belén, antes de la Tierra Santa, antes de la tierra misma, antes del universo y de los cielos siderales, antes de todas las cosas, estaba Cristo nuestro Señor.
Aquel que habría de inhalar su primer aliento de vida mortal en una aldea poco conocida de Judea, era el Eterno, cuyas salidas han sido desde tiempos antiguos, desde la eternidad. Belén no fue el principio. Fue simplemente una estación de paso a lo largo de un curso eterno. Y aquel que halló descanso en un establo porque no había lugar en las posadas simplemente estaba descansando entre los animales por un momento, mientras reposaba de aquellas empresas creativas mediante las cuales hizo los mundos y todas las cosas que en ellos hay.
Un Ser Santo que fue Dios ayer, permanece como Dios hoy, y continuará en ese mismo estado exaltado mañana. El curso de los Dioses es una ronda eterna: no varía. Ellos son ahora como fueron entonces, y serán como siempre han sido. Si no fuera así, no serían exaltados, porque la exaltación consiste en ser el mismo ser inmutable desde la eternidad hasta la eternidad. Así lo dijo Pablo: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.” (Hebreos 13:8) Y Moroni, hablando del: “Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob; … ese mismo Dios que creó los cielos y la tierra y todas las cosas que en ellos hay”, enseñó la misma verdad. Él dijo: “Dios es el mismo ayer, hoy y siempre, y en él no hay mudanza ni sombra de variación.” (Mormón 9:11, 9) Este modo de vida inmutable, eterno, perpetuo, un modo de vida en el que el mismo carácter, perfecciones y atributos están siempre presentes, es el tipo de vida que viven tanto el Padre como el Hijo, pues son uno en poder y perfección.
¿Quién, entonces, era Jesús antes de nacer de María para comenzar su peregrinación mortal? Verdaderamente, era Dios en el pleno sentido de la palabra. Poseía todos los atributos de la divinidad en su plenitud y perfección. Era perfecto; era semejante a Dios. Como dijo el mensajero angelical al rey Benjamín, era “el Señor Omnipotente que reina, que fue, y es desde toda la eternidad hasta toda la eternidad”, respecto de quien el decreto eterno fue: “Viene el tiempo, y no está muy lejos, en que con poder descenderá del cielo entre los hijos de los hombres, y morará en un tabernáculo de barro.” (Mosíah 3:5)
“Estuve en el principio con el Padre, y soy el Primogénito,” dijo a José Smith. (D. y C. 93:21) Y acerca de su elevado y exaltado estado —desde el día de su nacimiento como el Primer Hijo de su Padre hasta el momento en que surgió en gloriosa inmortalidad— Pablo exalta lo siguiente: Él “es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación;
Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades;
todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten. Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia; él que es el principio, el primogénito de los muertos, para que en todo tenga la preeminencia. Porque agradó al Padre que en él habitase toda plenitud.” (Colosenses 1:15–19) Verdaderamente, “fue semejante a Dios.” (Abraham 3:24)
A Abraham y a los antiguos, se reveló mediante el nombre exaltado e inefable, Jehová —el Gran YO SOY, el YO SOY EL QUE SOY, el Eterno. Fue el Dios de Israel que realizó todas las obras poderosas entre ese pueblo escogido. Pero lo que, por encima de todo, cristaliza en nuestra mente su estado exaltado y los poderes infinitos que poseía, es el hecho de que fue el Creador de todas las cosas: esta tierra, todos los mundos, el universo, los cielos siderales, mundos sin número. Por todo esto queda perfectamente claro que nuestro Señor se preparó para su probación mortal realizando actos infinitamente grandes durante una eternidad de tiempo.
¿Cuánto tiempo pasaron Adán, Abraham y Jeremías (¡y todos los hombres!) preparándose para tomar la prueba de una probación mortal? ¿Qué edades, eones y eternidades transcurrieron mientras Cristo moraba en la Presencia Eterna y cumplía la obra entonces asignada? ¿Cómo podemos medir una duración infinita en términos finitos? Para tales preguntas no tenemos respuestas definitivas. Basta decir que el paso del tiempo fue infinito desde el punto de vista del hombre. Tenemos un relato auténtico, que puede aceptarse como verdadero, el cual dice que la vida ha estado en curso en este sistema durante casi 2.555.000.000 de años. Presumiblemente este sistema es el universo (o cualquier otro término científico aplicable) creado por el Padre por medio del Hijo.
Al intentar dar una idea del significado de la expresión “mundos sin número”, la escritura dice: “Si fuera posible que el hombre contara las partículas de la tierra, sí, millones de tierras como esta, ni aun eso sería el comienzo del número” de las creaciones del Señor.
(Moisés 7:30) En términos de tiempo, como hablamos del tiempo, la duración implicada en tales empresas creativas excede la comprensión finita. La preexistencia duró un periodo más allá de nuestra capacidad de entender, y durante todo ese tiempo, el Primogénito y todos los que vinieron después de él se preparaban para tomar las pruebas de esta probación mortal. Pero en el caso de Él, alcanzó el estado de Dios, ejerció poderes creativos, y fue semejante a su Padre antes de escoger a Belén como el lugar de su nacimiento.
Estas verdades reveladas sobre la vida premortal de nuestro Señor nos han sido dadas para que sepamos y comprendamos (entre otras cosas) que lo que Él hizo en poco más de tres décadas de vida mortal no fue simplemente por casualidad.
Él no fue un hombre común y corriente. Fue el gran Creador alojado en un tabernáculo de barro. Fue el Jehová Eterno ministrando entre los hombres. Fue el Hijo Todopoderoso de Dios haciendo las cosas que su Padre lo envió a hacer.
Heredó del Padre de su cuerpo mortal los poderes y características de su Padre Perfecto.
Fue colocado en una posición para superar a todos los hombres. Fue el Dios de Israel tomando su lugar y recibiendo su porción y herencia entre ese pueblo escogido. Fue el Unigénito del Padre, el único Hijo nacido en la mortalidad como Descendencia de un Ser Inmortal. Fue tanto Dios como Hijo de Dios. Fue el Mesías Prometido.
Ninguna norma ordinaria, ninguna vara de medir mortal puede establecer su estatura y grandeza mortales. Si sabemos y comprendemos todas estas cosas, entonces estamos en posición de aprender de Él como mortal, como un Hombre entre los hombres, como un Dios alojado en barro, como el Ciudadano Principal de la tierra trabajando en su propia salvación, y como el Hijo de Dios haciendo por sus semejantes lo que ningún otro podría jamás hacer.
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Capítulo 3
El Mesías Prometido
“He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; me deleito en hacer tu voluntad, oh Dios mío; sí, tu ley está en medio de mi corazón.” (Salmo 40:7–8)
Verdaderos conceptos mesiánicos
Nuestro Señor —bendito sea su nombre— fue el Mesías en épocas pasadas (“Yo soy el Mesías, el Rey de Sion, la Roca del Cielo”, dijo Él a Enoc [Moisés 7:53]). Ministrando entre los hombres como hijo de María, continuó actuando con toda la gloria y dignidad de su poder mesiánico; y aún sirve en ese mismo oficio, como lo testificó Juan el Bautista cuando confirió el Sacerdocio Aarónico sobre los mortales “en el nombre del Mesías” (D. y C. 13).
He escrito en otra parte, en El Mesías Prometido: La Primera Venida de Cristo, sobre las profecías mesiánicas. En un sentido muy real, ese libro es una introducción a esta vida de nuestro Señor: El Mesías Mortal: De Belén al Calvario. Saber quién fue una vez el Mesías Mortal; saber lo que hizo en épocas pasadas; saber lo que estaba destinado a hacer durante los días de su probación mortal; conocer su estado actual de gloria reentronizada y omnipotencia mientras se sienta con su Padre en el trono resplandeciente de Dios—una visión de todo esto nos pone en posición de entender lo que realmente hizo cuando habitó entre nosotros, los mortales humildes.
Los verdaderos conceptos mesiánicos pueden resumirse en tres encabezados:
- Quién fue Él antes de que se establecieran los cimientos de la tierra, y su posición y estatus en el esquema eterno de las cosas;
- Lo que estaba destinado a hacer como mortal para poner en plena operación los términos y condiciones del plan del Padre; y
- Diversas circunstancias y eventos que habrían de ocurrir como parte de, y durante el curso de, su peregrinaje mortal.
Respecto a su estatus, gloria y dominio en la eternidad, antes de que la tierra fuera creada o existieran hombres mortales, debemos llegar a saber:
— Que hay un Dios en los cielos que es infinito y eterno; que tiene un cuerpo de carne y huesos tan tangible como el del hombre, y que de hecho es un Hombre resucitado, glorificado, perfeccionado y exaltado; que tiene todo poder, toda fuerza y todo dominio, que sabe todas las cosas; y que en el sentido último y pleno es el Creador, Sustentador y Conservador de todas las cosas —tanto de esta tierra como de todos los mundos, los cielos siderales y todo lo que hay en ellos;
— Que el Gran Dios, por quien existen todas las cosas y para quien todas las cosas han sido creadas, es el Padre personal y literal de los espíritus de todos los hombres, entre los cuales el Mesías fue el Primogénito; y que nuestro Padre Primigenio ordenó y estableció el plan de salvación por medio del cual todos sus hijos espirituales, incluido Cristo, tuvieron poder para avanzar y progresar hasta llegar a ser como Él;
— Que en la esfera premortal, por su obediencia a la ley, el Primogénito avanzó y progresó hasta llegar a ser como el Padre en poder e inteligencia, y se convirtió, bajo la dirección del Padre, en el Creador de todas las cosas, lo cual significa que fue el Oficial Ejecutivo que llevó a cabo las obras creativas del Padre.
— Que el Mesías entonces era el Gran Jehová, el Eterno, el Señor Omnipotente, y era Dios por derecho propio;
— Que cuando el Padre presentó su plan para la salvación de sus hijos; cuando se dio a conocer la naturaleza y el propósito de nuestra probación mortal; cuando se supo que se necesitaría un Redentor para rescatar a los hombres de la muerte temporal y espiritual; y cuando se escuchó el clamor: “¿A quién enviaré?”, el futuro Mesías dio un paso al frente y dijo: “Heme aquí, envíame” (Abraham 3:24–27; Moisés 4:1–4);
— Que fue entonces elegido y preordenado para ser el Cordero inmolado desde la fundación del mundo; que fue entonces escogido para ser el Hijo de Dios, el Unigénito en la carne, la única Persona que vendría a la mortalidad con el poder de la inmortalidad, teniendo así poder para efectuar la expiación infinita y eterna;
— Que el evangelio de salvación recibió entonces su nombre en honor a Él, y Él se convirtió en el Salvador y Redentor, el Dios de Israel, el Santo de Israel, el Verbo de Dios, el gran Juez, el Legislador, el Padre de los justos de todas las épocas.
Si llegamos a conocer todas esas cosas que pertenecen a la vida y naturaleza premortal del Mesías—su posición en el plan eterno de las cosas—entonces su ministerio mortal adquiere una perspectiva completamente diferente. Lo que hizo y fue como Dios, antes de que existiera el mundo, constituye la base de lo que hizo y fue como mortal, muy alejado del trono y la gloria que una vez fueron suyos.
En cuanto al propósito supremo del ministerio mortal del segundo miembro de la Deidad Eterna, los creyentes antiguos estaban bien instruidos. Desde Adán, el primer hombre, hasta Juan, el último administrador legal del antiguo orden, en mayor o menor grado, según su fe y justicia, los santos antiguos sabían:
— Que Adán, acompañado por su encantadora consorte Eva, cayó de aquel estado de inmortalidad en el que vivían cuando fueron revestidos por primera vez de carne y huesos; que de ese modo se volvieron mortales y trajeron la muerte temporal y espiritual al mundo, tanto para ellos como para su posteridad; y que en su estado mortal fueron capaces de dar vida a las almas de los hombres, proveyendo así cuerpos para los hijos espirituales del Padre, y convirtiéndose ellos mismos en los padres de la raza humana;
— Que un Libertador, un Salvador, un Redentor—¡un Mesías! (que es Cristo)—debía venir para rescatar a los hombres de la muerte temporal y espiritual que les sobrevino por la caída de Adán; que la liberación, la salvación, la redención que Él efectuaría aboliría la muerte, traería inmortalidad a todos los hombres, y haría posible la vida eterna para todos los obedientes;
— Que mediante esta gran redención—esta expiación infinita y eterna—el Mesías reconciliaría al hombre caído y pecador con Dios; actuaría como mediador entre el hombre y su Hacedor; intercedería por los penitentes ante el trono del Padre; los justificaría, los adoptaría, los liberaría de la prisión y los haría coherederos con Él de toda la gloria y el dominio que están por venir.
Estas realidades en cuanto a nuestra condición como hijos del Padre; en cuanto a la posición de Cristo en el plan eterno de las cosas; en cuanto al sacrificio infinitamente maravilloso y eternamente eficaz que Él realizó—estas realidades son el corazón y el núcleo de la religión revelada. El Padre nos creó a nosotros y a todas las cosas, y ordenó y estableció su plan eterno, el evangelio de Dios, para que pudiéramos llegar a ser como Él es. Por esto lo adoramos y le servimos con todo nuestro poder. El Hijo nos redimió y puso en funcionamiento las disposiciones del plan del Padre. Y por esto también lo adoramos y le servimos con todo nuestro corazón.
No hay conceptos dentro de la religión revelada, ni doctrinas del evangelio eterno, ni ideas sobre ningún tema, que hayan entrado jamás en el corazón del hombre y que se comparen, ni siquiera en mínima medida, con estas verdades centradas en el Mesías. Estas verdades son la doctrina de que la salvación está en el Mesías; que por medio de Él viene la redención; y que Él es la resurrección y la vida. El nombre de su Padre es el Hombre de Santidad, y Él fue destinado a ser, y es, el Hijo del Hombre de Santidad, el gran Libertador, sin cuyo sacrificio expiatorio los mismos propósitos de la creación habrían desaparecido.
En cuanto a las diversas circunstancias y acontecimientos de su peregrinaje mortal, los cuales fueron conocidos y enseñados de antemano por los profetas que lo precedieron—en cuanto a estos, su número y alcance son suficientes para identificar sin duda alguna la única vida a la cual se aplican. Ha habido, hay y habrá otros mortales cuyas misiones terrenales fueron manifestadas en pequeñas porciones de verdad antes de su venida. José Smith y Moisés fueron identificados y conocidos por nombre siglos antes de que habitaran en la tierra. Colón y Ciro tuvieron su obra asignada mucho antes de sus probaciones mortales, y debido a que sus labores estaban destinadas a afectar al pueblo del Señor, fueron dados a conocer a los profetas con antelación. Pero el Hombre Jesús es el único cuya nacimiento, vida, ministerio, muerte y resurrección fueron enseñados con tal detalle por los testigos mesiánicos de la antigüedad que es casi como si su historia hubiera sido escrita de antemano.
Varias de estas declaraciones mesiánicas se analizan en El Mesías Prometido: La Primera Venida de Cristo, y aquellas que corresponden a esta obra presente serán consideradas en las páginas que siguen. Sin embargo, para que nuestro enfoque al estudiar la única vida perfecta que jamás se ha vivido sea el adecuado, mencionaremos aquí lo suficiente como para indicar el detalle, alcance e importancia de aquellas profecías mesiánicas que tratan sobre las experiencias mortales de nuestro Señor.
Hombres inspirados, cientos y miles de años antes de su nacimiento, hablando por el poder del Espíritu Santo, diciendo lo que Dios les había revelado, enseñaron y profetizaron cosas como estas:
— Un poderoso profeta prepararía el camino delante de Él. Como la voz de uno que clama en el desierto de la incredulidad, este precursor predicaría el arrepentimiento y administraría el bautismo en agua a las almas creyentes; y como el acto culminante de su vida, este profeta bautizaría al Hijo de Dios, vería al Espíritu Santo descender sobre Él como una paloma, y testificaría que Él era el Cordero de Dios que habría de salvar al mundo.
— El Mesías Prometido sería concebido por el poder del Espíritu Santo. Dios sería su Padre, y su madre se llamaría María. Ella sería una virgen, pura, escogida, favorecida sobre todas las mujeres.
Nacería en Belén. Una nueva estrella y muchas otras señales y maravillas en los cielos anunciarían el acontecimiento, y este tendría lugar seiscientos años después de que Lehi saliera de Jerusalén. Sería la simiente de Eva, descendiente de Noé, la simiente de Abraham, un retoño de Israel, el Hijo de David.
Habría de llevar los nombres de Emmanuel, Jesús, Cristo, Mesías, Rey, Señor y Dios. Sería el Redentor y Salvador, el Santo de Israel, quien viviría sin pecado. Se le conocería como Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el Creador de todas las cosas desde el principio.
Huiría a Egipto y sería llamado de regreso a su tierra natal. Moraría en Nazaret y sería llamado Nazareno. Sería bautizado para cumplir con toda justicia, y esa ordenanza tendría lugar en Betábara, al otro lado del Jordán, momento en el cual el Espíritu Santo descendería sobre Él en forma de paloma.
Descendería del cielo, habitaría en un tabernáculo de carne, haría grandes milagros, sanaría a los enfermos, resucitaría a los muertos, haría andar a los cojos y ver a los ciegos, curaría toda clase de enfermedades y expulsaría demonios. Sufriría tentaciones y dolor, hambre, sed y fatiga, y en su mayor prueba sudaría grandes gotas de sangre de cada poro.
Enseñaría el evangelio, llevaría en sus brazos a los corderos de su rebaño, hablaría en parábolas a los incrédulos, llamaría a doce apóstoles y a otros, y enviaría su mensaje a los gentiles. En una hora triunfal, entraría en Jerusalén montado en un asno, entre clamores de “¡Hosanna al Hijo de David!”
Sería perseguido por causa de la justicia; llevaría las dolencias del pueblo; sería varón de dolores y experimentado en quebranto; sería rechazado por su pueblo; sería traicionado por treinta piezas de plata por su propio amigo cercano; sería juzgado por los hombres, levantado en una cruz y crucificado por manos inicuas; moriría, estaría con los impíos en su muerte, sería sepultado en la tumba de una persona rica, resucitaría al tercer día y traería consigo la resurrección de todos los hombres. Ningún hueso de su cuerpo sería quebrado, aunque su carne sería traspasada y clavos serían clavados en sus manos y pies. Y así sucesivamente, una y otra y otra vez.
A quienes no están familiarizados con las profecías mesiánicas, les puede parecer que estas palabras son una enumeración hecha después de los acontecimientos, una narración de lo que ahora sabemos que ocurrió. Pero de hecho, esto es solo un resumen parcial de algunas de las cosas que los profetas predijeron acerca de Él. Este concepto de que su nacimiento, vida y ministerio fueron todos conocidos de antemano, preordenados y enseñados por anticipado es esencial para comprender las cosas que Él hizo. En verdad, no actuó por sí mismo solamente, sino que, guiado por el Espíritu, hizo siempre aquellas cosas que su Padre le indicó.
Conceptos Mesiánicos Judíos
¿Cuáles eran los conceptos judíos respecto a aquel profeta prometido, aquel profeta que sería levantado por el Señor y dotado de poder mesiánico, y que sería semejante a Moisés?
Debieron haber sido, en todos los aspectos y detalles, los mismos conceptos que tenían los santos que los precedieron; y lo habrían sido exactamente si no fuera por la maldad, la rebelión, la apostasía y la oscuridad espiritual que prevalecía casi por completo en la época del meridiano de los tiempos. Los hebreos judíos que entonces habitaban en Canaán tenían las Escrituras —”y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39).
Fue un salmista judío quien profetizó que el Hijo sería engendrado por Dios y adorado por el pueblo; que daría testimonio de su Padre en la congregación del pueblo; y que se sentaría a la diestra de su Padre, como sacerdote para siempre, hasta que todos sus enemigos fueran derrotados. Fue un profeta judío quien dijo que el Niño, nacido de una virgen, sería el Dios fuerte, el Padre eterno, el Príncipe de Paz, y que reinaría sobre el trono de David. Fue un profeta judío quien proclamó que el Señor Jehová, en quien está la fortaleza eterna, viviría y moriría, y que su cuerpo muerto saldría del sepulcro. De hecho, fue Moisés, el hombre de Dios a quien ellos reverenciaban, quien estableció todo el sistema de ofrendas sacrificiales, en el cual la sangre de animales —animales sin mancha ni defecto— era derramada en semejanza del sacrificio venidero del Cordero de Dios.
Fue un profeta judío quien habló del Siervo Sufriente que sería despreciado y rechazado; que sería varón de dolores y experimentado en quebranto; que llevaría nuestras enfermedades, cargaría nuestros dolores, y sería herido, golpeado y afligido por los hombres; que sería traspasado por nuestras rebeliones y cargaría con los pecados de muchos; que nos sanaría con sus heridas; que pondría su alma como ofrenda por el pecado y derramaría su alma hasta la muerte; que justificaría a muchos y haría intercesión por los transgresores. Y así sucesivamente, una y otra vez.
Todos los profetas judíos eran profetas mesiánicos; muchas de sus declaraciones proféticas fueron preservadas en las Escrituras entonces existentes; y si ese mismo Espíritu que reposaba sobre los profetas hubiera reposado también sobre los judíos de los días de Jesús, entonces el pueblo de ese tiempo habría conocido la verdad acerca de su Mesías. Habrían sabido que su reino no era de este mundo; que su misión era manifestar la vida y la inmortalidad por medio del evangelio; que vino para traer inmortalidad y vida eterna a los hombres; que Él era la resurrección y la vida; y que su sacrificio expiatorio era el fundamento de roca sobre el cual se edifica la casa de la salvación.
El hecho de que no conocieran estas cosas, y que no fuera así, nos lleva ahora a considerar qué era lo que realmente esperaban los contemporáneos de Jesús respecto a un Libertador, y por tanto, a entender por qué reaccionaron ante Jesús de la manera que describen los autores del Nuevo Testamento.
Israel se convirtió en un reino cuando Samuel ungió a Saúl, en el año 1095 a.C., para gobernar y reinar, con poder y autoridad, entre el pueblo escogido del Señor y sobre él. Tres décadas más tarde, David recibió la misma unción divina. Siguieron entonces diez años de lucha, intriga y guerra, que culminaron con la muerte de Saúl y Jonatán. Fue así que, en el año 1055 a.C.—cuarenta años después de que Saúl iniciara el proceso de imponer cargas reales sobre el pueblo cuyo único Rey hasta entonces había sido Jehová mismo—David ascendió al trono de Judá. Sin embargo, habrían de pasar otros siete años antes de que se convirtiera en rey y gobernante de todo Israel. Pero con la ascensión al trono de Israel del hijo de Isaí, el belenita, se inauguró un reinado de poder, autoridad, dominio y supremacía como casi no se conocía entre las grandes naciones de aquel tiempo. Los enemigos de Israel fueron derrotados, muertos, aprisionados y obligados a servir a sus amos hebreos. Durante cuarenta años, la palabra de David fue ley, y la sangre corrió cuando alguien se atrevía a oponerse a él. Durante otros cuarenta años, Salomón, su hijo, reinó con tal esplendor y supremacía que durante mil años la casa de Jacob miraría atrás con asombro y orgullo nacionalista al reino y la gloria de sus primeros gobernantes.
A medida que rey sucedía a rey, y la guerra y el derramamiento de sangre prevalecían por doquier; a medida que un rey hacía que Israel adorara a Jehová y el siguiente los obligaba a postrarse ante Baal; a medida que los profetas venían y se iban, y eran perseguidos y asesinados por el testimonio que daban en nombre de su Redentor; cuando el reino de Israel, compuesto por diez de las tribus, fue llevado al cautiverio asirio en los días de Salmanasar (alrededor del año 721 a.C.); cuando el pueblo de Judá, después de que Lehi saliera de Jerusalén, fue llevado cautivo a Babilonia por Nabucodonosor; cuando los judíos regresaron de Babilonia bajo Zorobabel en el año 536 a.C., y nuevamente bajo Esdras y Nehemías casi ochenta años después; cuando todas las guerras y pesares continuaban azotando al pueblo judío hasta los días de Jesús; cuando todas estas cosas, y otras incontables más, ocurrieron durante este largo milenio de su historia—aun así, la esperanza y la expectación del pueblo siempre miraban hacia adelante, hacia un día de liberación, hacia un Libertador, hacia un Mesías.
En gran medida, y en muchas épocas, especialmente desde los días de Malaquías, cuyas profecías se emitieron entre los años 397 y 317 a.C., prevaleció la oscuridad en Israel. Tenían las Escrituras; el sacerdocio permanecía; guardaban la ley de Moisés en cierta medida; pero su interés se centraba en la letra y no en el espíritu de la ley. No sorprende, por tanto, que todo Israel, en los días de Jesús, estuviera esperando a un Libertador temporal, a un Mesías nacido del linaje de Abraham y David, quien, sentado en el trono de su más grande rey, los liberaría de la esclavitud personal y nacional y vencería a sus enemigos. Esperaban a un gobernante prominente de Judá—pues el cetro no se apartaría de Judá, según David, hasta que viniera Siloh—quien echaría de encima el yugo romano y dispersaría las legiones de los Césares, como David había hecho huir a los filisteos cuando una pequeña piedra de su honda derribó al poderoso Goliat.
Un Libertador como ese, un Mesías como ellos lo imaginaban, no solo restauraría el reino a Israel, sino que también haría regresar a los dispersos de esa gran nación a su herencia original en la tierra prometida de Canaán. Todo Israel volvería a habitar el suelo que una vez fue suyo. Aún sería como cuando Josué expulsó a las razas malditas que adoraban a Baal, que quemaban a sus hijos en los fuegos de Moloc y que ofrecían sacrificios a los demonios. Este glorioso concepto del recogimiento de Israel, proclamado por todos los profetas, y atesorado por los abatidos y oprimidos de Jacob por generaciones, era verdaderamente parte de su esperanza mesiánica común. Tan arraigado estaba este concepto, y tan seguros estaban los escogidos de su cumplimiento en los días del Mesías, que, como observa Edersheim: “Todo judío devoto oraba, día tras día: ‘Proclama con Tu trompeta poderosa nuestra liberación, y levanta un estandarte para reunir a nuestros dispersos, y reúnenos desde los cuatro extremos de la tierra. ¡Bendito seas Tú, oh Señor, que reúnes a los desterrados de Tu pueblo Israel!’ Esa oración incluía también, en su sentido general, a las diez tribus perdidas. Así, por ejemplo, la profecía decía: ‘Se apresuran aquí, como ave desde Egipto’—refiriéndose al antiguo Israel—‘y como paloma desde la tierra de Asiria’—refiriéndose a las diez tribus. Y así, incluso estos errantes, perdidos por tanto tiempo, habrían de ser contados en el redil del Buen Pastor.”
Esta esperanza judía y expectativa plena de que su Mesías “recogería el resto de su pueblo que quedara, de Asiria, de Egipto, de Patros, de Cus, de Elam, de Sinar, de Hamat y de las islas del mar”; que Él “reuniría a los desterrados de Israel, y juntaría a los esparcidos de Judá desde los cuatro confines de la tierra”; y que “volarían sobre los hombros de los filisteos” al venir (Isaías 11), no era un mero sueño vaporoso de la noche. Era la esperanza nacionalista que los había mantenido con vida como un pueblo distinto a pesar de siglo tras siglo de esclavitud y matanza. Tan profundamente estaba integrada en su religión, su adoración y su modo de vida, que incluso los apóstoles del Cordero, después de saber con perfecto conocimiento que su Señor resucitado era en verdad el Mesías prometido; después de saber que su reino no era de este mundo; después de entender plenamente que Él no tenía intención de desechar el yugo romano ni de hacer todas las cosas que sus compañeros judíos suponían que el Mesías haría—aun después de todo esto, mientras estaban con Él en el monte de los Olivos, fuera de las murallas de Jerusalén, le hicieron la pregunta que aún predominaba en sus pensamientos, la gran preocupación que seguía pesando en ellos: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” Su respuesta puso fin para siempre a la esperanza mesiánica de que su época era la designada para el recogimiento de Israel, y de que el reino prometido se establecería en sus días. “No os toca a vosotros saber los tiempos ni las sazones que el Padre puso en su sola potestad”, respondió Él. Su labor sería mundial: tendría un alcance y una naturaleza que ni siquiera ellos habían imaginado aún: debían predicar el evangelio a toda criatura: y habría todavía un día futuro, un día milenario, cuando el Mesías Milenario—”este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo”—vendría de nuevo para cumplir todo lo que los profetas antiguos habían prometido (Hechos 1:6–11).
El reino del Mesías, en el sentido pleno y completo de la palabra, sería un reino milenario. Solo entonces “saldrán aguas vivas de Jerusalén”, conforme a la promesa; solo entonces “Jehová será rey sobre toda la tierra” (Zacarías 14:8–9). Porque el Mesías del meridiano de los tiempos debía ser el Siervo Sufriente; el Maestro sin igual; el Sin Pecado que redimiría, rescataría y salvaría; que aboliría la muerte, y traería “la vida y la inmortalidad a la luz mediante el evangelio” (2 Timoteo 1:10); que pondría su vida según la carne, y la tomaría de nuevo por el poder del Espíritu, para que todos los hombres “resuciten en inmortalidad para vida eterna, incluso todos los que crean” (D. y C. 29:43).
Él verdaderamente reinará aún como Rey de reyes y Señor de señores, y “los reinos de este mundo” llegarán a ser “los reinos de nuestro Señor y de su Cristo” (Apocalipsis 11:15). Pero todas las esperanzas de un gobierno temporal cuando vino por primera vez entre los hombres fueron falsas y sin fundamento. “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis siervos pelearían” (Juan 18:36), fue su declaración durante la mortalidad. El día en que Él reine sobre el trono de David, venza a los Goliat del mundo y expulse a los filisteos de las puertas de Israel está reservado para su segunda venida. Todas las esperanzas del Israel judío de que su Mesías prometido, como Moisés y David, liberaría sus tierras, por decirlo así, de los “cananeos modernos”, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos, estaban destinadas a desvanecerse. Ni la riqueza y sabiduría de Salomón, ni el poder y la gloria de David iban a ser restauradas en ese entonces, ni Israel sería recogido de su larga dispersión al estandarte que Él levantaría en aquella ocasión.
“¿Qué pensáis del Mesías?”, preguntó Jesús a ciertos fariseos. “¿De quién es hijo?” Su respuesta, utilizando palabras que no eran más que un resumen de lo que estaba en la mente del pueblo en general, proclamaba: “Es hijo de David; nos librará de nuestros captores; romperá el odiado yugo de los gentiles; recogerá a nuestros hermanos dispersos; volveremos a ser una gran nación.” Pero Jesús no hablaba del reino milenario, que aún estaba a milenios de distancia; su preocupación debió haberse centrado en su ministerio en el meridiano de los tiempos, que traía salvación para ellos. “¿De quién es hijo?” Si el Mesías Mortal iba a ser solo un gobernante temporal, ¿cómo era entonces Hijo de Dios, como incluso David lo atestiguó al proclamar que un Señor dijo a otro Señor: “Siéntate a mi diestra, hasta ese día futuro en que todas las cosas dichas por todos los profetas concernientes a ti y a todo Israel se cumplan”? ¿Es de extrañar que “nadie podía responderle palabra, ni osó ninguno desde aquel día preguntarle más”? (Mateo 22:41–46)
Y, sin embargo, no debemos generalizar hasta el punto de suponer que no hubo entre los judíos quienes conocieran y entendieran la misión y el ministerio del Ungido que habría de liberar y redimir. Nuestro Señor —llamado Cristo en griego, y Mesías o Messias en hebreo— fue conocido, reconocido y adorado por muchos de sus parientes judíos mientras aún habitaba entre ellos. No cabe duda de que “todo el pueblo” —gritando en un frenesí de odio y burla: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”, mientras Pilato intentaba liberar al Prisionero (Mateo 27:24–26)— representaba el pensamiento y sentimiento de una nación. Pero dentro de la nación, y entre los diversos partidos y sectas, había quienes amaban más la luz que las tinieblas, y que buscaban bendiciones de aquel de quien la multitud llena de odio clamaba: “¡Crucifícale, crucifícale!” (Lucas 23:21).
Había quienes poseían suficiente discernimiento espiritual para saber que el Mesías era el Gran Jehová, y que, nacido de mujer, libraría a los hombres caídos de su estado carnal y corrupto y los haría aptos candidatos para la salvación eterna. Elisabet, la esposa levita, mientras su vientre contenía al precursor del Mesías, proclamó a María como la madre del Señor (Lucas 1:41–45). Simeón, un judío justo y devoto que esperaba la Consolación de Israel, supo por el Espíritu Santo que no vería la muerte hasta haber visto al Mesías del Señor; y tuvo el bendito privilegio de tomar en sus brazos al niño Jesús, bendecirlo y profetizar sobre su misión en Israel (Lucas 2:25–35). Ana, la judía, profetisa poderosa en fe y en buenas obras, también vio, creyó y testificó (Lucas 2:36–38).
Juan el Bautista, el precursor judío de nuestro Señor, respondió a los sacerdotes y levitas que le preguntaban: “¿Quién eres tú?”, diciendo: “Yo no soy el Cristo”; y luego, respecto a ese Mesías cuya correa del calzado no se sentía digno de desatar, el Bautista testificó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:19–36).
Andrés, un judío, hermano de Simón Pedro, presentó a Pedro mismo al evangelio con la exclamación: “Hemos hallado al Mesías” (Juan 1:37–41). Felipe, también judío, dio un testimonio semejante; y Natanael, otro judío, hablando cara a cara con el Mesías, afirmó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (Juan 1:41–51). Pedro, judío hasta la médula —como lo eran los Doce— testificó ante sus compañeros apóstoles y ante el mismo Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente”; y después de ese testimonio, Jesús comenzó a enseñarles cómo debía sufrir, morir y resucitar al tercer día (Mateo 16:13–21). Marta, tan judía como puede ser una mujer mortal, quien junto a su hermana María sabía que si Jesús hubiese estado presente su hermano Lázaro no habría muerto, expresó por ella y por su hermana judía: “Yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:1–46).
Todos estos y muchos más son nombrados como testigos mesiánicos en las Santas Escrituras. Tales relatos son solo ejemplos e ilustraciones. Entre el pueblo judío hubo muchos que entendían las Escrituras, que conocían su verdadero significado y que creían en Aquel de quien testificaban. En verdad, fue “una gran multitud” de creyentes judíos, en la ocasión de la entrada triunfal del Señor a Jerusalén, la que clamó a su Mesías: “¡Sálvanos, te rogamos!”; “¡Hosanna al Hijo de David!”; y cuyo testimonio fue: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:1–11).
Y fueron conversos judíos quienes se convirtieron en antorchas vivientes sobre los muros de Roma; cuya carne fue desgarrada por bestias salvajes en orgías de matanza en las arenas romanas; cuyos cuerpos fueron despedazados por espadas de gladiadores; quienes dieron la bienvenida a la crucifixión y la muerte antes que deshonrar el nombre mesiánico que eligieron llevar como cristianos. Sea lo que sea que digamos sobre las esperanzas mesiánicas y el conocimiento del pueblo judío en general, permanece inalterable la realidad fundamental: hubo quienes creyeron, y todos los hombres tuvieron el poder de creer, y habrían creído, de no haber elegido las tinieblas en lugar de la luz, porque sus obras eran malas.
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Capítulo 4
Cuatro Milenios de Adoración Verdadera
“Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás.” (Lucas 4:8)
La adoración verdadera antes del diluvio
La adoración verdadera y enviada del cielo ha existido en la tierra desde el día del primer hombre hasta el momento presente, dondequiera y cuandoquiera que los hombres han estado dispuestos a escuchar a su Hacedor. El cristianismo no se originó en la llamada era cristiana. Nuestro Señor no lo trajo por primera vez cuando vino a morar en la tierra. La religión pura y la adoración aprobada han estado con nosotros desde el principio.
Desde el principio, ese Dios que creó al hombre, varón y hembra, a su propia imagen y semejanza; desde el principio, el Padre Eterno, por quien todas las cosas existen y quien colocó a su hijo, Adán, y a su hija, Eva, en el Edén; desde el principio, el gran Creador cuyo Hijo Amado y Escogido fue preordenado para ser el Redentor y Salvador; desde el principio, este Ser Santo, como era su derecho, mandó a todos los hombres “que lo amaran y le sirvieran, al único Dios viviente y verdadero, y que Él fuera el único ser a quien adoraran” (D. y C. 20:18–19).
El decreto divino —”Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, mente y fuerza; y en el nombre de Jesucristo le servirás” (D. y C. 59:5)— es tan antiguo como la raza humana. Un mensajero angélico, hablando por el poder del Espíritu Santo, entregó a Adán la palabra enviada del cielo: “Harás todo lo que hagas en el nombre del Hijo, y te arrepentirás y clamarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre” (Moisés 5:8). Línea sobre línea y precepto sobre precepto, nuestro primer padre fue instruido desde lo alto hasta que recibió la plenitud del evangelio eterno, el cual es el evangelio, la buena nueva, que todos los hombres pueden ser salvos si guardan los mandamientos del Señor.
La adoración verdadera consiste en obedecer las leyes y ordenanzas del evangelio. Consiste en creer en Cristo, en unirse a la verdadera Iglesia, en nacer de nuevo, en guardar los mandamientos después del bautismo, en adquirir los atributos de la divinidad, en hacer todas las cosas necesarias para obtener la vida eterna en el reino de nuestro Padre. La adoración verdadera consiste en emular los pensamientos, palabras y hechos del Santo Mesías, de modo que los hombres, al seguirlo y llegar a ser como Él, puedan reinar con Él en gloria eterna. La adoración verdadera es la principal y más importante preocupación del hombre. Dios habla, las revelaciones se manifiestan, los apóstoles y profetas trabajan durante todos sus días, los dones del Espíritu se derraman sobre los fieles, se hacen milagros, y la mano del Señor se ve en todas las cosas—todo con el fin de que los hombres adoren al Padre en espíritu y en verdad.
La adoración verdadera es siempre, y por siempre, la misma. La verdad no varía, y Dios no cambia. Hoy somos salvos por la obediencia a las mismas leyes eternas que han salvado a los hombres en todas las épocas pasadas y que los salvarán en todas las épocas futuras. El Autor y Consumador de nuestra fe es el mismo ayer, hoy y por los siglos. En Él no hay variación ni sombra de cambio. La salvación siempre viene por la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio eterno, el evangelio que ha existido con Dios desde toda la eternidad y que continuará coronando su inmutable bondad hacia sus criaturas para siempre.
Algunos han supuesto que Dios trató de manera diferente con los antiguos patriarcas que con los hombres de la era cristiana, o que requiere más de nosotros en esta época de supuesto esclarecimiento que de aquellos en las primeras edades de la vida humana en la tierra. Nada podría estar más lejos de la verdad. Algunos de los espíritus más poderosos y nobles de todas las huestes celestiales fueron enviados a la tierra durante las primeras dispensaciones del evangelio. Miguel, conocido en su ministerio mortal como Adán, ocupaba en la preexistencia el lugar justo detrás del Señor Jehová en poder, autoridad, dominio e inteligencia; y Gabriel, quien vivió entre los hombres como Noé, estaba apenas un paso detrás del primer hombre en cuanto a dones divinos. Apenas podemos concebir la elevada dotación espiritual de Enoc y de toda su ciudad, verdaderos santos que calificaron para escapar de los límites de esta tierra y habitar en un cielo designado sin probar la muerte.
Veamos a cada uno de los grandes patriarcas que presidieron como sumos sacerdotes sobre el pueblo del Señor durante los 1.656 años desde la caída de Adán hasta el diluvio de Noé. Estas almas nobles y grandes adoraron al Padre en espíritu y en verdad y, con las huestes de santos fieles de sus respectivos días, han pasado hace mucho a la gloria y exaltación en las mansiones que están preparadas. Por ejemplo:
- Adán, como sumo sacerdote presidente sobre toda la tierra por todas las épocas, ofrecía sacrificios de los primogénitos de sus rebaños en semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre.
- Set, que era semejante a Adán en todas las cosas y solo se le distinguía de él por la diferencia de edad, realizaba bautismos por inmersión para la remisión de los pecados.
- Enósimponía las manos para conferir el don del Espíritu Santo y confirmaba como miembros de la Iglesia de Jesucristo, tal como entonces estaba constituida, a las personas creyentes y obedientes.
- Cainánconfería el santo sacerdocio a sus semejantes y los ordenaba a oficios dentro de ese orden sagrado que no tiene principio de días ni fin de años.
- Mahalaleelingresó en ese orden del sacerdocio que se llama el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio, y enseñó a sus hijos a hacer lo mismo.
- Jaredpredicaba el evangelio, profetizaba acerca de la venida del Mesías, y testificaba que la salvación fue, es y será en y por medio de la sangre expiatoria de Cristo, el Señor Omnipotente.
- Enocrecibió revelaciones y visiones, vio al Señor y guardó la ley de Cristo tan plena y completamente que él y toda su ciudad fueron trasladados.
- Matusalénvio el futuro, profetizó por el poder del Espíritu Santo y vivió en rectitud sobre la tierra más años que cualquier otro descendiente de Adán del que tengamos registro.
- Lamecdisfrutó de los dones del Espíritu y se regocijó en ese testimonio de Jesús que es el espíritu de profecía.
- Noé, saliendo como administrador legal y poseyendo el mismo sacerdocio que tuvieron Enoc y sus antecesores, enseñó la fe en el Señor Jesucristo, el arrepentimiento, el bautismo y la recepción del Espíritu Santo, diciendo a su generación inicua y adúltera que, a menos que aceptaran el evangelio, vendría el diluvio sobre ellos y su destino sería la miseria.
Todos estos —que conforman la cadena patriarcal desde Adán hasta Noé— y los santos sobre los cuales presidieron en sus respectivos días, tuvieron la plenitud del evangelio eterno y vivieron en rectitud sobre la tierra todos los días de su probación asignada. Las almas eran tan preciosas en aquellos días como en cualquier otra época, y un Dios misericordioso dio sus leyes a todos los que estaban dispuestos a aceptarlas.
La adoración verdadera desde Noé hasta Moisés
Cuando el padre Noé entró en el arca, llevó consigo el santo sacerdocio. Cuando las lluvias descendieron y las aguas del diluvio llegaron; cuando las fuentes del gran abismo se abrieron, barriendo de la tierra a todos los seres vivientes excepto a los que estaban en el arca; cuando el Señor limpió y bautizó la misma tierra, el hombre Noé era un poderoso profeta, un predicador de justicia, un administrador legal que representaba a su Dios.
Noé entró en el arca como miembro de la Iglesia de Jesucristo, como un santo en la congregación de Sion, y cuando volvió a pisar tierra firme un año y diecisiete días después, no había cambio alguno en su condición. Seguía siendo el agente del Señor; seguía teniendo el sacerdocio; el evangelio aún estaba sobre la tierra. La adoración verdadera continuó.
Uno de los primeros actos de Noé después del diluvio fue edificar un altar y ofrecer sacrificios en semejanza del sacrificio venidero del Cordero de Dios. Después de su época, el evangelio continuó tal como lo había hecho después de los días de Adán. Cada uno fue el padre de todos los vivientes en su tiempo, y sus descendientes fieles escucharon sus palabras y continuaron adorando a Aquel que es eterno. Así, la religión pura se preservó a través del diluvio, y los hombres continuaron obrando su salvación tal como lo habían hecho antes de que los inicuos e impíos fueran destruidos en el gran diluvio de la tierra.
Nuestro conocimiento de los profetas y pueblos que tuvieron el evangelio entre Noé y Moisés es algo fragmentario. Según las mejores cronologías, desde el diluvio en el año 2348 a.C. hasta el éxodo de Egipto en 1491 a.C., transcurrieron 857 años. Sabemos que siempre que alguna persona o grupo de personas poseía el sacerdocio mayor, tenía la plenitud del evangelio y, por lo tanto, adoraba al Señor según el modelo aprobado. Sabemos que desde el diluvio hasta el nacimiento de Abraham pasaron 352 años, durante los cuales hubo diez generaciones de hombres. Estos fueron: Noé, Sem, Arfaxad, Sélah, Heber, Péleg, Reu, Serug, Nacor, Taré y Abram (quien llegó a ser Abraham). Cuántos de ellos permanecieron fieles al convenio de salvación hecho con sus padres, no lo sabemos. Taré, el padre de Abraham, vivía en condiciones apóstatas y adoraba dioses falsos. Después de Abraham vinieron Isaac, Jacob, José, Efraín y Manasés, y los hijos de Israel en general, quienes como nación fueron oprimidos bajo la esclavitud egipcia, y entre quienes nació Moisés en el año 1571 a.C.
Parece ser que el evangelio continuó operando en cierto grado, quizás solo en forma fragmentaria, entre los descendientes esclavizados de Jacob, a pesar de los atractivos de Egipto y del cruel dominio y persecuciones impuestos por sus gobernantes egipcios. Es cierto que Moisés recibió su sacerdocio de una fuente no israelita, pero cuando vino a liberar a su nación del faraón, el relato menciona a otros que eran ancianos de Israel, y bien pudieron haber sido portadores del sacerdocio. Se describe a un pueblo que, aunque en esclavitud, tenía una organización eficaz propia, y se relata cómo exigieron al faraón el privilegio de salir al desierto para ofrecer sacrificios a Jehová. Parece que habían conservado al menos parte de las enseñanzas de sus padres y que cierto grado de adoración verdadera permanecía entre ellos. En todo caso, había quienes en la tierra aún conservaban el sacerdocio y la verdadera adoración. Abraham recibió el sacerdocio de Melquisedec, “quien lo recibió por medio del linaje de sus padres, hasta Noé” (D. y C. 84:14). Así, hay una línea directa del sacerdocio desde Adán hasta Abraham sin interrupción.
También hubo en los días de Abraham otras naciones y pueblos de los cuales no sabemos nada, salvo que habitaban en la tierra y adoraban al Dios verdadero, y que también poseían el sacerdocio. A través de estas naciones descendió el sacerdocio hasta Jetro, quien lo confirió a su yerno Moisés. El relato revelado menciona a un tal Esaias, de cuyo ministerio nada sabemos, salvo que recibió el sacerdocio de manos de Dios (lo cual significa, aparentemente, por una dispensación especial); que vivió en los días de Abraham y fue bendecido por él; y que confirió el sacerdocio sobre Gad. De Gad descendió mediante conferencias sucesivas y autorizadas a Jeremías, Eliú, Caleb, y Jetro, y luego al gran legislador, Moisés (D. y C. 84:6–15).
A partir de los escritos inspirados que se han preservado para nosotros, se nos lleva a creer que los puntos culminantes de la adoración verdadera desde la mitigación del diluvio hasta el ministerio de Moisés ocurrieron bajo el liderazgo de Melquisedec y en los días de Abraham, Isaac, Jacob y José. Este hombre, Melquisedec, más grande que cualquiera de los antiguos, reinó como rey en Shiloam, que es Salem, y que suponemos era Jerusalén. Su pueblo se había desviado por completo, entregado a la injusticia y a toda forma de mal. Mediante la fe y poderosas obras, Melquisedec los rescató, los trajo de nuevo a la causa de Cristo, estableció la paz entre ellos, y fue llamado por ellos el príncipe de paz, el rey del cielo y el rey de paz. Siendo aún un niño temía a Dios, cerró las bocas de los leones y apagó la violencia del fuego. Su pueblo practicó la rectitud y buscó la bendición de la traslación y hallar herencia en la ciudad de Enoc. Él fue, como sacerdote del Dios Altísimo, quien confirió el sacerdocio sobre Abraham, quien bendijo al padre de los fieles, y quien recibió diezmos de él. Por ser un sumo sacerdote tan grande, la Iglesia en la antigüedad, para evitar repetir con demasiada frecuencia el nombre del Hijo divino, llamó al sacerdocio con su nombre: el Sacerdocio de Melquisedec. No puede haber duda de que pocos momentos en la historia pueden compararse con las cumbres de adoración pura alcanzadas en los días de Melquisedec.
Abraham es reverenciado en todas partes como el padre de los fieles y el amigo de Dios. Sean cuales fueran las líneas patriarcales durante los primeros 2.008 años de la vida del hombre en esta tierra, con la aparición de Abraham en el año 1996 a.C., el Señor centró todas las cosas en su amigo de Ur. Desde aquel día en adelante, mientras transcurriera el tiempo o existiera la tierra, el decreto fue que los espíritus fieles (en su mayoría), aquellos que creerían en Dios y practicarían la rectitud, vendrían a la tierra como descendencia de Abraham. Aquellos que no fueran de su linaje literal pero aceptaran el evangelio serían adoptados en su familia, se convertirían en su simiente y se levantarían para bendecirlo como su padre.
Con Abraham, y luego con Isaac, y luego con Jacob, el Señor hizo el convenio de que su descendencia continuaría, tanto en este mundo como en el venidero, tan numerosa como la arena del mar o como las estrellas del cielo por multitud. Esta es la promesa de aumento eterno que se hace en conexión con el matrimonio celestial, y que ha sido restaurada en tiempos modernos. Fue restaurada por Elías y por Elíjah: por Elías, “quien confirió la dispensación del evangelio de Abraham”, bajo cuya comisión todos los que entran en el matrimonio celestial reciben la promesa de que en ellos y en su descendencia después de ellos serán bendecidas todas las generaciones; y por Elíjah, quien trajo de vuelta el poder de sellamiento, de modo que los administradores legales pudieran nuevamente sellar en la tierra y que ese sello fuese válido en los cielos para la eternidad.
Estas son, en efecto, “las promesas hechas a los padres” que han sido plantadas “en el corazón de los hijos” (D. y C. 2:1–3). “Yo te doy una promesa”, dijo Jehová a Abraham, que “en tu descendencia después de ti (es decir, la simiente literal, o la simiente del cuerpo) serán bendecidas todas las familias de la tierra, aun con las bendiciones del Evangelio, que son las bendiciones de la salvación, incluso de la vida eterna” (Abraham 2:11).
La vida eterna surge del matrimonio celestial, de la continuación de la unidad familiar en la eternidad y de la herencia del aumento eterno. Y así, respecto a todos aquellos que entran en este orden de matrimonio, nuestra revelación declara: “Esta promesa”—la promesa del aumento eterno, la promesa de exaltación, la promesa hecha a Abraham, la promesa que ha sido plantada en el corazón de todos los miembros fieles de la Iglesia en esta época—”esta promesa también es vuestra, porque sois de Abraham, y la promesa fue hecha a Abraham.” En referencia a dicha promesa, el Señor añade: “Por esta ley se continúa la obra de mi Padre, mediante la cual él se glorifica a sí mismo”; y luego exhorta divinamente: “Entrad, pues, en mi ley y seréis salvos.” (D. y C. 132:31–32).
José, el hijo de Jacob, quien fue vendido por sus celosos y astutos hermanos a los ismaelitas por veinte piezas de plata (apropiadamente un precio menor que las treinta piezas de plata que recibió Judas por traicionar a Jesús), fue por ellos vendido en Egipto a Potifar, capitán de la guardia del faraón. Este José, que se describe como semejante a su homónimo de los últimos días—José Smith, hijo, quien encabeza nuestra dispensación—llegó a ser uno de los más grandes profetas. Sus profecías tratan principalmente sobre Moisés, quien habría de liberar a Israel de Egipto; sobre los nefitas y lamanitas, sus descendientes, quienes habitarían una tierra prometida en América; y sobre José Smith y la restauración del evangelio en los últimos días (2 Nefi 3–4; Traducción de José Smith, Génesis 50).
Por tanto, solo se puede llegar a una conclusión respecto al período que va de Noé a Moisés: la adoración enviada del cielo estaba sobre la tierra, y la religión pura reinaba en el corazón de los santos.
La adoración verdadera en el antiguo Israel
La adoración verdadera entre el pueblo escogido alcanzó alturas y descendió a profundidades durante los mil quinientos años de historia israelita que precedieron al ministerio del Mesías Mortal. Hubo tiempos en que la casa de Jacob subió al Sinaí y halló a Dios; tiempos en que fueron conquistados por el mundo en el valle de Meguido; tiempos en que vagaron por el desierto de Idumea en busca de la verdad; tiempos en que, sin agua viva que beber, perecieron en los desiertos de Edom.
Pero no todo Israel siempre caminó por un mismo sendero. La adoración entre ellos fue tan variada como la vida misma; se manifestaron todo tipo y grado de conducta en distintos momentos. Algunos de nuestros padres adoraron al Señor con corazón puro y espíritu contrito; otros se postraron ante Baal, quemaron a sus hijos en los fuegos de Moloc y encontraron más placer en los engaños de Jezabel que en las exhortaciones de Elías. Hubo doncellas fieles que lograron persuadir a un Naamán para que se sumergiera siete veces en el Jordán y saliera libre de la lepra, conforme a la palabra de Eliseo, el hombre de Dios; y también hubo Giezi egoístas y codiciosos que buscaron enriquecerse vendiendo los dones de Dios, y sobre quienes la lepra del pecado quedó permanentemente adherida.
Hubo profetas y también hombres malvados entre el pueblo del Señor. Moisés hablaba con el Señor cara a cara, como un hombre habla con su amigo, mientras que Coré, Datán y Abiram, prefiriendo las ollas de carne de Egipto a la austeridad del evangelio, encabezaron una rebelión contra el gran legislador. Y hubo oposición no solo desde dentro del redil, sino también desde fuera. Nehemías reconstruyó los muros de Jerusalén con una espada en una mano y una paleta en la otra, mientras Sanbalat y los árabes se burlaban y se oponían a cada paso. No era más fácil salir triunfante en la lucha de la vida en aquellos días que lo es en los nuestros; toda la historia de Israel fue una de prueba y de testeo. Cuando servían al Señor, prosperaban; cuando se rebelaban, les sobrevenían el mal, la desolación y la muerte.
Israel creció de un pequeño grupo de unas 70 almas a una gran nación mientras habitaban en Egipto. Cuando salieron de la esclavitud, había 600,000 hombres de guerra mayores de veinte años. Contando esposas, hijos y demás, los israelitas que pasaron por el Mar Rojo —mientras las aguas se congelaban como murallas a derecha e izquierda— sumaban millones. Suponemos que habían retenido fragmentos y porciones de su religión antigua, partes de lo que les había llegado desde los patriarcas, a pesar de su esclavitud bajo los faraones. Pero parece claro que la plenitud del evangelio, al menos en su belleza y perfección, les fue dada de nuevo bajo las manos de Moisés.
Como Moisés poseía el sacerdocio mayor o de Melquisedec, tenía la plenitud del evangelio: podía, por lo tanto, imponer las manos para conferir el don del Espíritu Santo y otorgar a los hombres el poder de santificar sus almas; podía realizar matrimonios celestiales, los cuales abren la puerta a la vida eterna; y podía sellar a las personas para vida eterna con llamamientos y elecciones hechas seguras, de modo que tuvieran una garantía absoluta de resucitar en gloria, honor, inmortalidad y vida eterna.
Cuando Israel, como pueblo y colectivamente, no vivió en armonía con la ley de Cristo tal como se contenía en la plenitud de su evangelio eterno, el Señor “en su ira” les retiró la plenitud de su ley. Porque “endurecieron sus corazones” y no quisieron “entrar en su reposo mientras estaban en el desierto, el cual reposo es la plenitud de su gloria,… tomó a Moisés de en medio de ellos, y también el Santo Sacerdocio.” (D. y C. 84:19–28). Es decir, el Sacerdocio de Melquisedec, que administra el evangelio, fue retirado de entre ellos en el sentido de que no continuó ni se transmitió de un poseedor del sacerdocio a otro de la manera normal y habitual. Las llaves del sacerdocio fueron retiradas junto con Moisés, de modo que cualquier ordenación posterior requería autorización divina especial.
Pero en lugar del sacerdocio mayor, el Señor dio un orden menor, y en lugar de la plenitud del evangelio, dio un evangelio preparatorio: la ley de los mandamientos carnales, la ley de Moisés—para que sirviera como ayo que los condujera, tras un largo día de prueba y preparación, de nuevo a la ley de Cristo en su plenitud.
Existe la plenitud del evangelio, y existe el evangelio preparatorio. Existe la ley completa de Cristo, y existe una ley parcial de Cristo. El sistema mosaico era esa ley parcial, una porción de la mente y voluntad de Jehová, un sistema estricto y severo de prueba que prepararía a quienes obedecieran sus términos y condiciones para recibir la plenitud eterna cuando el Mesías viniera para entregarla y restaurarla.
Siempre que algún individuo o algún grupo selecto dentro de Israel calificaba para recibir mayor luz y bendiciones superiores a las que se encontraban en la ley de Moisés, el Señor les otorgaba la ley de Cristo en su plenitud. Tal fue el caso entre los nefitas durante seiscientos años continuos. Ellos guardaban la ley de Moisés “por causa de los mandamientos”, aunque esta ya se había “vuelto muerta” para ellos. Pero también poseían el Sacerdocio de Melquisedec y la plenitud del evangelio. Creían en Cristo y estaban “reconciliados con Dios”, y todas las cosas les pertenecían (2 Nefi 25:23–27; Alma 13).
Sabemos que este mismo estado de iluminación superior existió en muchos otros momentos y lugares dentro de Israel. Hubo muchas veces —y puede que incluso siempre— profetas y hombres justos en Israel que poseían este orden superior del sacerdocio. José Smith dijo: “Todos los profetas poseían el Sacerdocio de Melquisedec y fueron ordenados por Dios mismo” (Teachings, pág. 181), lo que significa que recibieron ese orden sagrado mediante dispensación especial. Elías, por ejemplo, fue precisamente el profeta escogido para traer de nuevo las llaves del poder de sellamiento en nuestros días (Teachings, págs. 172, 330, 335–341).
Con la introducción de una ley menor en Israel, también vino un sacerdocio menor para administrar ese orden inferior. Aarón y sus hijos, y los levitas en general, recibieron el orden Aarónico o Levítico. Por el poder y autoridad de este sacerdocio preparatorio—este sacerdocio de Elías, que es un precursor para preparar el camino hacia el orden superior—todas las ordenanzas, ritos y ceremonias del sistema mosaico fueron administradas desde los días de Aarón hasta la venida de Juan. Este era el sacerdocio que gobernaba a Israel en lo temporal, siempre que estuvieran dispuestos a someterse al gobierno de la Deidad, y los sumos sacerdotes que presidían en los asuntos religiosos eran sumos sacerdotes del orden aarónico.
La venida del Mesías trajo de nuevo el Sacerdocio de Melquisedec y lo colocó sobre el reino, de modo que la dirección y el gobierno futuros vinieran de esa fuente. Con la restauración del sacerdocio mayor vino también la restauración de la ley mayor. Una vez más, los hombres tenían la plenitud eterna. Una vez más, podían perfeccionar sus almas y entrar en ese reposo que es la plenitud de la gloria del Señor.
Como Pablo declaró a sus hermanos hebreos—hermanos que conocían y practicaban las ordenanzas del sacerdocio y entendían la necesidad de tener autoridad apropiada en todo lo que hacían—: “Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo la ley), ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón?” Aquí está mostrando cómo Cristo, quien fue “llamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec”, trajo de nuevo el evangelio para reemplazar la ley de Moisés. “Porque cambiado el sacerdocio,” continúa, “necesario es que haya también cambio de ley” (Hebreos 5:10; 7:11–12).
Nuestra conclusión, entonces, es que durante toda su larga y fatigosa historia de peregrinaje, Israel (o al menos porciones de esa raza escogida) adoró al Señor en el sentido verdadero y apropiado del término, ya sea como poseedores de la plenitud del evangelio o estando sujetos al orden inferior y menor, el cual, sin embargo, provenía de Dios y se fundaba en tantos principios verdaderos como el pueblo estaba dispuesto a aceptar.
La adoración verdadera entre los judíos
Al evaluar tanto la presencia como la práctica de la adoración verdadera entre los judíos, debemos caminar con cautela y seguir caminos sinuosos, senderos poco marcados y difíciles de discernir, caminos que se cruzan en un laberinto de direcciones diversas y contradictorias. Muchos de los judíos de esa época seguían la forma externa de la adoración verdadera. Tenían ante ellos el modelo revelado y se adherían a él rígidamente, con una firmeza de propósito raras veces vista entre los pueblos. Algunos pocos también gozaban del verdadero espíritu que debe acompañar a la adoración verdadera. Pero entre sus líderes, y expandiéndose hacia la mayoría del pueblo, su adoración abrazaba solamente la forma de la piedad. Cumplían los rituales y ceremonias; sobrepasaban los límites en muchas cosas—la observancia del día de reposo siendo la más destacada—y pervirtieron y torcieron tantos principios básicos que el Espíritu del Señor no pudo hallar morada en sus almas.
Y sin embargo, la luz aún ardía en algunos rincones de Israel: los sacrificios seguían siendo ofrecidos por administradores legales sobre altares consagrados por Dios; el templo seguía siendo la casa del Padre, por más que lo hubieran convertido en cueva de ladrones; y había quienes estaban preparados para recibir a su Mesías cuando viniera, aunque las turbas vociferantes clamaran por su crucifixión.
La conversación de nuestro Señor con la mujer samaritana en el pozo de Jacob ofrece una visión clara de la calidad y naturaleza de la adoración vigente en ese tiempo. La mujer —que vivía en adulterio, carecía del verdadero espíritu de inspiración y estaba más preocupada por la forma que por el fondo, como ocurría con toda aquella sociedad adúltera de adoradores ritualistas, aunque percibió que Jesús era profeta—le dijo:
“Nuestros padres adoraron en este monte; y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.”
Sabiendo que no es el lugar, sino a quién y cómo adoramos lo que verdaderamente importa; sabiendo que todo el sistema de rituales centrado en Jerusalén pronto se cumpliría; sabiendo que sus compatriotas judíos pronto serían dispersados a los cuatro vientos, Jesús respondió:
“Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.”
Estas palabras comenzaron a reubicar el tema en su verdadera perspectiva: es al Padre a quien se centra la adoración verdadera. Luego vinieron las palabras proféticas:
“Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos.” (Juan 4:5–22)
Los samaritanos habían perdido el conocimiento de Dios, pero los judíos lo habían conservado. Ellos sabían que Dios era su Padre, y los dulces inciensos quemados en sus ordenanzas ascendían hacia Él.
Si un mormón inspirado de los últimos días, colocado en una situación similar, hablara hoy—no a una samaritana, sino a un sectario que creyera en los credos de la cristiandad, credos que convierten al verdadero Dios en una nada espiritual confusa que llena la inmensidad—las palabras que seguirían podrían ser:
“Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los Santos de los Últimos Días.”
“¡Nosotros sabemos lo que adoramos!” Un conocimiento verdadero de Dios es el fundamento verdadero sobre el cual descansan la adoración verdadera y la religión verdadera. Otros pueblos en la antigüedad adoraban dioses de madera y piedra, hechos por manos humanas. Los griegos colocaron una estatua de piedra de Diana en un majestuoso templo, sobre el Areópago, en su acrópolis ateniense. Ante esta estatua y en este templo pagano—que en sí mismo era una de las maravillas arquitectónicas del mundo—realizaban actos de adoración y generaban sentimientos de devoción semejantes a los que uno puede desarrollar hacia una obra de arte inanimada. En contraste, los judíos sabían que su Dios era un ser personal, un Hombre glorificado y exaltado, un Padre Eterno.
Muchos cristianos modernos adoran a una Trinidad definida como tres Dioses en uno: como una esencia espiritual que llena la inmensidad del espacio; como un poder o influencia que no tiene cuerpo, ni partes, ni pasiones; y que, de hecho, es tan impersonal como Diana y todas sus imágenes afines. Sin duda generan sentimientos de reverencia, asombro y adoración, en la medida en que uno pueda hacerlo ante tal nada impersonal. En contraste, los Santos de los Últimos Días adoran al Dios de los judíos.
Habiendo declarado que los judíos sabían lo que adoraban —es decir, que operaban dentro del marco de la adoración verdadera—, nuestro Señor dijo: “La salvación viene de los judíos.” Es decir, los judíos sabían que Dios era su Padre; esperaban a un Mesías y Libertador judío que reinaría para siempre en el trono del judío David; tenían las Escrituras sagradas, las palabras de los profetas, las señales que guían la vida de los hombres; y seguían la ley de Moisés, el más alto estándar revelado entonces disponible entre los hombres. La salvación estaba disponible solo para quienes vivieran de acuerdo con los estándares judíos puros y perfectos, los estándares establecidos por los profetas.
Entonces vino el consejo perfecto, necesario tanto en aquellos días como en los nuestros: “Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.” Y para una traducción más precisa de las palabras realmente pronunciadas, acudimos a la Traducción de José Smith: el relato dice: “Porque a tales ha prometido Dios su Espíritu. Y los que le adoran, deben adorar en espíritu y en verdad.” (Juan 4:23; TJS Juan 4:26.)
Y allí yacía el problema. Aunque la puerta estaba abierta para que pudieran adorar al Padre en espíritu y en verdad, y así recibir la influencia santificadora del Espíritu Santo en sus vidas, la mayoría de los judíos no lo hizo. Para ellos, el Mesías Mortal —y ningún hombre podía llegar al Padre sino por medio de Él— fue una piedra de tropiezo. Porque lo rechazaron a Él y a Su misión, la adoración verdadera cesó, y toda la nación, esparcida y despojada, medida y hollada, se convirtió en burla y refrán en todo lugar donde buscaron reposar sus cabezas.
Pero, para nuestros propósitos actuales, basta decir que la adoración verdadera se halló en la tierra durante todos los primeros cuatro milenios de esta mortalidad que comenzó con la caída de Adán.
Durante cuatro mil años —casi un millón y medio de días—, la mente y la voluntad del Señor se manifestaron entre los hombres. Más de doscientos mil sábados semanales pasaron, cada uno ofreciendo una ocasión y oportunidad para tratar más particularmente con las cosas espirituales. Profetas y predicadores de rectitud enseñaron tanto de la mente y voluntad del Señor como los hombres de sus respectivos días estuvieron dispuestos a recibir. Todo, desde el principio, apuntaba hacia un solo evento supremo y trascendente: la venida y el ministerio mortal del Mesías Eterno.
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Capítulo 5
La Ley De Moisés
Mi siervo Moisés… que es fiel en toda mi casa. Con él hablaré cara a cara, claramente, y no por figuras; y él verá la semejanza del Señor… (Números 12:7–8)
Y nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara. En todas las señales y prodigios que Jehová le envió a hacer… (Deuteronomio 34:10–11)
Jesús vivió la ley de Moisés
No podemos describir, con un grado razonable de sentido y sabiduría, las obras realizadas por el Mesías Mortal, ni podemos imaginar el verdadero significado de muchas de sus enseñanzas, a menos que sepamos lo que implicaba la ley y el sistema que se dio a los hombres para preparar el camino para su venida. Ese sistema fue la ley de Moisés: la ley que, por un lado, durante mil quinientos años agobiantes fue el látigo y el azote en manos del Todopoderoso para traer repetidamente al Israel rebelde de regreso a sus normas correctas; la ley que, por otro lado, había manifestado brillantes rayos de luz divina durante ese bendito milenio y medio en el que los hombres tuvieron el privilegio de vivir en armonía con sus normas elevadas.
Jesús nació entre un pueblo y en un hogar donde la ley de Moisés era la norma y el patrón con el cual se medían todas las cosas. Durante su niñez y sus años de maduración, fue instruido en sus preceptos; aprendió todo lo relativo a ella; y se conformó en todo respecto a sus rituales y disposiciones. A los ocho días de nacido fue circuncidado, conforme a la ley, para que la marca de Moisés, el hombre de Dios, y de Abraham, el amigo de Dios, estuviera desde entonces en su carne. Cuando se cumplieron los días de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al recién nacido al templo para presentarlo al Señor. A la edad de doce años se convirtió en hijo de la ley, asistió a las fiestas regulares y comenzó a asumir las responsabilidades de los varones maduros de la raza escogida. Fue a esa edad, en la Fiesta de la Pascua, cuando dejó perplejos a los sabios en el templo y le hizo a María la célebre declaración: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49), indicando que incluso entonces había recibido la verdad divina de que él era apartado de los demás porque Dios era su Padre.
Podemos tener la certeza de que nuestro Señor estuvo presente muchas veces cuando se ofrecían los sacrificios de la mañana y de la tarde; que subió a Jerusalén para celebrar la Fiesta de los Tabernáculos y para adorar en las santas convocaciones que eran tiempos recurrentes de regocijo bajo el sistema mosaico; que se regocijó con sus parientes en el Día de la Expiación y lo convirtió en una ocasión para acercarse a su Padre; que fue muchas veces al templo, que reverenciaba como la casa de su Padre, para meditar, orar y adorar. Para el niño en crecimiento, el joven ansioso e inquisitivo, el hombre en maduración y el Rabí maestro, la ley que durante tanto tiempo fue una luz para los caminos de sus antepasados también fue una luz para los suyos.
Debemos mirar hacia los días de Moisés y de Aarón; debemos considerar los actos y ordenanzas de la ley levítica durante los mil quinientos años en que estuvo en vigor en Israel; debemos oír las voces de los profetas y maestros que estaban sujetos al sistema mosaico; debemos conocer lo que los antiguos tenían y eran, todo esto si queremos captar la verdadera visión de lo que fue Jesús; si queremos aprender por qué enseñó como lo hizo; si queremos comprender por qué reaccionó como lo hizo tanto con amigos como con enemigos. Esto lo haremos al sentar las bases para el estudio de su vida.
La divinidad de la ley de Moisés
Es axiomático, una verdad obvia, que todas las cosas tienen sus opuestos y que nada puede entenderse o conocerse sino en relación con otras cosas similares o distintas. Las bellezas y bendiciones de un sistema de conducta o de una forma de vida solo pueden visualizarse plenamente al compararse y contrastarse con otros sistemas o caminos en el mismo campo. Debemos tanto comparar como contrastar la ley de Moisés con el evangelio de Cristo, y cada uno de ellos con otros sistemas de adoración menores, si queremos ver cómo encaja el sistema mosaico dentro del plan eterno de las cosas.
Para tener el panorama completo ante nosotros, podríamos dividir a los individuos, grupos, razas y naciones en cuatro clases o tipos:
- Están aquellos cuya conciencia está cauterizada con hierro candente, que se rebelan contra la luz y la decencia, que se deleitan en la injusticia y que buscan vivir y gobernar en abierta perversidad.
Tales son los ladrones Gadiantones entre los nefitas, las bandas merodeadoras de la antigua Palestina, y los ladrones y asaltantes de toda sociedad. Tales son los Gengis Kan, los Césares y los señores de la guerra de China y otras naciones, cuyas vidas consisten en saquear, devastar y destruir. Tales son las religiones de misterio de la antigüedad, el culto centrado en el sexo de Astoret, y la brujería, la necromancia, la astrología y la adoración abierta de Satanás tanto de pueblos antiguos como modernos.
Tales son también las naciones que han construido imperios a lo largo de la historia: egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos, bárbaros, muchos de los reinos y imperios de Europa y Asia, los anticristos entre los jareditas, y los lamanitas degenerados de ascendencia hebrea. Todos ellos son pueblos y naciones guiados por impíos sin Dios, cuyo objetivo es esclavizar y gobernar a sus semejantes. Todos estos están sin Dios en el mundo; su curso es carnal y malvado; no son neutrales en la guerra entre el bien y el mal: desafían activamente el bien y abrazan el mal. Su religión es la religión de Satanás: sirven en su obra y promueven sus propósitos. Son, en forma pura y simple, la oposición a todo lo bueno y decente entre los hombres. Para ponerlos en perspectiva, hablando teológicamente, podríamos decir que todos estos son los mortales telestiales entre nosotros.
- Hay quienes procuran hacer el bien y vivir conforme a normas de decencia e integridad; que escuchan la voz de la conciencia; que creen que la palabra de un hombre debe ser su compromiso; y que sostienen que los hombres deben organizarse y gobernarse de manera que mejoren sus circunstancias sociales y aseguren a cada persona la libertad de conciencia y los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Tales son, al menos en ideales, las grandes religiones del mundo —el cristianismo, el judaísmo, el islam, el budismo, el confucianismo, el sintoísmo o cualquiera que sea— todas procuran mejorar y elevar al hombre; todas buscan asegurarle lo que conciban como la salvación. Tales son también las sociedades de templanza, las organizaciones de bienestar, las fundaciones de libertad, las escuelas y universidades de los pueblos libres. Tales también son las dictaduras benevolentes, las monarquías bondadosas y las repúblicas del Viejo y del Nuevo Mundo.
Ninguna de estas representa la religión pura; ninguna incluye en su seno la adoración verdadera; pero todas están fundadas, en general, sobre principios correctos: todas operan para el mejoramiento y la elevación del hombre caído. Teológicamente hablando, podríamos decir que son de naturaleza terrestre. Son buenas para el hombre: lo hacen avanzar en la escala del progreso; ayudan al oprimido y mejoran la condición de los necesitados. Pero no pueden salvar ni exaltar el alma humana: no abrazan ni siguen un curso de adoración pura y perfecta.
- Por encima de estos pueblos y naciones están aquellos que tienen el evangelio preparatorio —¡la ley de Moisés!— los principios de verdad revelada que los colocan en el camino hacia la vida eterna en el reino de nuestro Padre.
Tales fueron los justos del pueblo de Israel desde los días de Moisés hasta la venida de Juan; tales fueron los justos entre los descendientes del padre Lehi en el continente americano. Cabe señalar que no todo Israel guardó la ley de Moisés. Hubo grupos, tribus e incluso naciones enteras que, por generaciones, cayeron en una apostasía grave y terrible y se negaron a sí mismos las bendiciones que podrían haber recibido. Y cabe también señalar que no todos los hijos del padre Lehi caminaron en el sendero trazado para ellos por su noble progenitor. Lamán y Lemuel y su descendencia (con algunas excepciones notables) buscaron lo que era malo y no guardaron la ley de Moisés.
Pero lo que debemos tener claro es que la ley de Moisés, como tal, era un orden de adoración más elevado y más perfecto que cualquier otro sistema de adoración, salvo la plenitud del evangelio eterno. Es decir, la ley de Moisés era un sistema de adoración más alto, mejor y más cercano a la perfección que el cristianismo moderno —católico o sectario—, sin mencionar el hecho de que superaba al islam, al budismo y a todas las demás formas de adoración. Esto es así porque quienes vivían la ley de Moisés tenían revelación, eran guiados por profetas, poseían el sacerdocio y hacían las cosas que los encaminaban hacia el reino celestial. Esta superioridad de la ley de Moisés se hará evidente al exponer los principios y prácticas sobre los que se basaba. Teológicamente hablando, podría decirse que quienes recibieron y vivieron la ley de Moisés caminaban en un curso celestial, daban algunos de los primeros pasos hacia la vida eterna, y se preparaban para aquella plenitud eterna de la cual emana la vida eterna.
- Finalmente, llegamos a aquellos que tienen la plenitud del evangelio eterno: quienes poseen la ley de Cristo en toda su belleza y perfección; quienes son los verdaderos santos, los santos del Dios viviente; quienes poseen el santo sacerdocio; quienes disfrutan del don del Espíritu Santo; quienes han nacido de nuevo y están en proceso de santificar sus almas; quienes tienen los dones del Espíritu; quienes reciben revelaciones y ven más allá del velo; quienes obran milagros, abren los ojos de los ciegos, destapan los oídos de los sordos y hacen saltar a los cojos; y quienes tienen el poder de sellar a las almas justas para vida eterna en los reinos perpetuos de Aquel que es Eterno.
Tales son los ciudadanos del verdadero reino, sea cual sea la época que se considere; tales son los miembros de la única iglesia verdadera y viviente sobre la tierra, en cualquier época; tales son los fieles entre los Santos de los Últimos Días. Teológicamente hablando, podría decirse que quienes creen y obedecen la plenitud eterna de la verdad salvadora son las almas celestiales de la tierra, almas que recibirán de nuevo en la resurrección el mismo cuerpo que fue cuerpo natural, el cual, ya perfeccionado, podrá soportar la gloria de un reino celestial.
Moisés y Cristo: Comparación de sus leyes
Ahora compararemos la ley de Moisés con la plenitud del evangelio. Al hacerlo, debemos tener presente que ambas provienen de Dios y son las leyes de Cristo.
Decimos, y nuestras escrituras así lo confirman, que hay dos evangelios, dos leyes, dos sistemas revelados que Jehová ha dado a su pueblo. Un evangelio se llama el evangelio eterno, la plenitud del evangelio, el evangelio de Cristo. Es el plan de salvación, por cuya conformidad el hombre puede obtener la plenitud de la recompensa en ese reino que es eterno. El otro evangelio es el evangelio preparatorio, el evangelio parcial, el evangelio menor. Es la ley de Moisés, por cuya obediencia los hombres se califican, ya sea en esta vida o en la venidera, para recibir esa plenitud eterna de la cual nace la vida eterna. Ambos evangelios son buenas nuevas de Dios (como significa la propia palabra “evangelio”), pero uno es mayor que el otro: uno contiene poder y conocimiento suficientes para salvar y exaltar aquí y ahora, mientras que el otro prepara a los hombres para recibir en el futuro esa plenitud que, y solo ella, garantiza la salvación.
También decimos, y nuestras escrituras lo confirman, que hay dos sacerdocios, dos sistemas que autorizan al hombre para representar a su Creador y actuar en su lugar y nombre al ministrar salvación a los mortales. Un sacerdocio es el sacerdocio según el orden del Hijo de Dios: es el Sacerdocio de Melquisedec, el sacerdocio mayor o superior, el orden santo, el sacerdocio que administra la plenitud del evangelio y tiene poder para sellar a los hombres para vida eterna. El otro sacerdocio es el Sacerdocio Aarónico, el sacerdocio levítico, el sacerdocio menor o inferior, el sacerdocio que administra la ley de Moisés.
A José Smith se le preguntó: “¿Se quitó el Sacerdocio de Melquisedec cuando Moisés murió?” Él respondió:
“Todo el sacerdocio es de Melquisedec, pero hay diferentes porciones o grados de él. La porción que permitió a Moisés hablar con Dios cara a cara fue quitada; pero aquella que trajo el ministerio de ángeles permaneció.” (Teachings, págs. 180–181)
En otras palabras, solo hay un sacerdocio, pero viene en grados: se otorga parcialmente o en su plenitud; viene como el orden de Aarón o como el orden de Melquisedec. En este mismo sentido, solo hay un evangelio, una ley, un sistema de salvación, y también viene en grados. Todo es la ley de Cristo. La salvación no proviene de ninguna otra fuente. Él da a los hombres tanto de su ley como ellos puedan soportar. Si solo pueden sobrellevar las cargas del sistema menor, el sistema de enseñanza, el evangelio preparatorio, eso es todo lo que reciben. Los hombres reciben según sus deseos y sus obras.
Incluso hoy, con la plenitud del evangelio, no hemos recibido toda la luz y el conocimiento que Enoc y muchos de los antiguos poseían. Por supuesto, tenemos todas las llaves y poderes que haya poseído cualquier pueblo, y por tanto somos capaces de asegurar a las personas dignas la plenitud de la recompensa en el reino de nuestro Padre.
Históricamente, la plenitud del evangelio y la plenitud del sacerdocio vinieron primero; la ley de Moisés y el sacerdocio parcial vinieron después. La ley de Moisés fue añadida al evangelio, y el sacerdocio menor fue añadido al mayor. Hay restricciones y limitaciones en el sistema menor que no están presentes en el evangelio mismo. Todos los santos desde Adán hasta Moisés tuvieron la plenitud del sacerdocio y la plenitud de la ley de Cristo. Aquellos desde Moisés hasta Juan tuvieron los órdenes menores, el sacerdocio menor y el evangelio menor, salvo cuando grupos o porciones del pueblo (como los nefitas) se calificaron para la ley y el poder superiores.
Para alcanzar el reino celestial, el Señor dice: “Debéis ser santificados mediante la ley que os he dado, la ley de Cristo”, la cual es la plenitud del evangelio. La palabra revelada especifica que aquellos que “permanecen en la ley de un reino terrestre” obtendrán una gloria terrestre, y que quienes “permanecen en la ley de un reino telestial” obtendrán una gloria telestial. No se establece un requisito similar para obtener una gloria celestial. En cambio, la revelación dice que quienes la obtienen deben ser “capaces de vivir la ley de un reino celestial” (DyC 88:21–24). En otras palabras, la salvación en el reino celestial vendrá a todos los que sean capaces de vivir la ley completa de Cristo, aunque no hayan tenido la oportunidad de hacerlo durante su probación mortal. Así, todos aquellos que guardaron la ley de Moisés, que vivieron la ley del evangelio preparatorio en su totalidad, estableciendo así que eran capaces de vivir la ley del Señor, en su debido momento recibirán una herencia celestial. Todas las grandes y eternas verdades que se hallan en la ley de Moisés también forman parte de la plenitud del evangelio, del mismo modo que todos los poderes del Sacerdocio Aarónico están comprendidos dentro del Sacerdocio de Melquisedec.
No debería sorprendernos saber que la ley de Moisés incluye verdades tan básicas y eternas como estas:
Bajo la ley, el pueblo tenía “el primero y gran mandamiento”, que es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”; también tenían el segundo gran mandamiento, que es “semejante” al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Así habló Jesús en respuesta a la pregunta: “¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?” Y habiéndolo declarado, nuestro Señor añadió: “De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” (Mateo 22:35–40).
Es decir, todo el evangelio de salvación, toda la antigua ley dada a Moisés, todo el consejo profético de todos los hombres inspirados de todas las edades—todo está anclado y fundamentado en estas dos verdades eternas: el amor al verdadero Dios y el amor al prójimo.
Las palabras usadas para codificar estos mandamientos no se originaron con el Señor Jesús durante su ministerio mortal.
Los dos mandamientos no fueron una manifestación espontánea de su sabiduría superior; no fueron un resumen nuevo y supremo de la mente y la voluntad del Señor; fueron, más bien, una cita directa de la ley de Moisés. Fue Moisés quien los dijo, y Jesús los citó. Fue Moisés quien declaró:
“Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas”; y, habiendo dicho esto, fue Moisés quien mandó a Israel que enseñaran diligentemente estas palabras a sus hijos, que hablaran de ellas cuando estuvieran en sus casas y cuando anduvieran por el camino, al acostarse y al levantarse; y también que las ataran como señal en sus manos, que las tuvieran continuamente delante de sus ojos, y que las escribieran en los postes de sus casas y en las puertas de sus moradas. (Deuteronomio 6:4–9)
Y fue Moisés quien dijo, en el nombre del Señor: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Levítico 19:18)
En verdad, es difícil concebir cómo podría haberse puesto un mayor énfasis sobre estas verdades fundamentales del que les dio Moisés, el hombre de Dios.
Hemos declarado que aquellos que guardaban la ley de Moisés eran herederos de la vida eterna, una verdad eterna que Jesús confirmó en esta conversación. Nuestro Señor fue preguntado:
“Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”
Él respondió: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” lo cual equivale a decir: ‘Si deseas la vida eterna, guarda la ley de Moisés.’ Su interlocutor respondió:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.”
Si había algo que todo Israel sabía acerca de la ley de Moisés y de las enseñanzas de todos los profetas, era que para alcanzar la salvación debían amar a Dios y a su prójimo. Y así lo afirmó Jesús:
“Bien has respondido; haz esto, y vivirás.” ‘Guarda estos mandamientos que vinieron por medio de Moisés, y tendrás vida eterna.’ Fue en ese momento cuando el tentador de nuestro Señor, queriendo justificarse, preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?” y el Maestro Maestro respondió con la parábola del buen samaritano. (Lucas 10:25–37)
Sobre el fundamento del primero y segundo mandamiento colocamos los Diez Mandamientos, ese código israelita de ley revelada que es tan altamente estimado que se ha convertido en el código legal básico para casi todos los que aceptan el estilo de vida cristiano. El Señor reveló los Diez Mandamientos a Moisés dos veces: la primera vez como parte del evangelio; la segunda, como parte de la ley de Moisés, siendo la única diferencia sustantiva entre las dos revelaciones la razón para guardar el día de reposo. Bajo el evangelio, el día de reposo conmemoraba la creación; bajo el sistema mosaico, la liberación de Egipto con mano poderosa y brazo extendido.
Los Diez Mandamientos —al ordenar que los santos no tengan otros dioses delante del Señor; que no hagan ni adoren imágenes talladas; que no tomen el nombre de Dios en vano; que santifiquen el día de reposo; que honren a su padre y a su madre; que no maten, no cometan adulterio, no roben, no den falso testimonio, ni codicien— todos estos forman parte tanto de la ley de Moisés como del evangelio. Y fue a estos mandamientos que Jesús recurrió para responder a la pregunta: “Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?”
Habiendo respondido: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.” y siendo preguntado: “¿Cuáles?”
Jesús especificó diciendo: “No matarás. No cometerás adulterio. No hurtarás. No dirás falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre; y: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 19:16–19)
Y así, una vez más, se da testimonio de que al guardar la ley de Moisés, los hombres avanzan por el camino trazado hacia la vida eterna.
Como parte integral de toda la ley de Moisés; como parte esencial de cada rito y práctica del sistema mosaico; como parte explícita o implícita de cada mandamiento dado a Israel; como hilo unificador tejido en todo el tapiz de su sociedad; como decreto divino que resuena como los truenos del Sinaí—se encuentra el gran mensaje mosaico: Guarda los mandamientos. Guarda los mandamientos y serás bendecido; desobedece y serás maldecido.
La declaración repetitiva de los nefitas— “En tanto que guardéis mis mandamientos, prosperaréis en la tierra; pero en cuanto no guardéis mis mandamientos, seréis desechados de mi presencia” (2 Nefi 1:20)—
no era más que un eco de lo que Moisés y los profetas venían enseñando a Israel por generaciones.
“Ahora pues, Israel,” proclamó Moisés, “¿qué pide de ti Jehová tu Dios, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma; que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy para tu bien?”
Luego Moisés exalta el poder y la gloria del Señor, narra algunas de sus obras maravillosas, y declara: “Amarás, pues, a Jehová tu Dios, y guardarás su ordenanza, sus estatutos, sus decretos y sus mandamientos, todos los días.”
Las bendiciones que se obtienen por la obediencia y las maldiciones que recaen por la desobediencia son entonces enumeradas en detalle gráfico. (Deuteronomio 10:12–22; 11:27; 28)
Quizás nada demuestra mejor la aprobación divina que disfrutó el antiguo Israel —y, por lo tanto, la naturaleza divina de su ley, mediante cuya obediencia alcanzaron cosas tan grandes— que los innumerables milagros y prodigios obrados entre ellos por el poder de Dios.
El Señor, por medio de su ángel, iba delante de los campamentos de Israel en una nube durante el día y una columna de fuego durante la noche, para que supieran que Él estaba cerca y tenía un interés personal en preservarlos. (Éxodo 13:20–22; 14:19–24; 23:20–25; Deuteronomio 1:33) Para que no perecieran en el desierto por falta de alimento, el Señor, durante cuarenta años, hizo llover pan del cielo sobre ellos. Este maná —con el cual ningún otro pueblo antes ni después ha sido alimentado, y que venía como resultado de que se abrían los cielos— testificaba a todos los que probaban su delicioso sabor que, así como el hombre no vive solo de pan, de igual manera su vida espiritual depende de recibir cada palabra que procede de la boca de Dios. El alimento temporal y el alimento espiritual provienen de la misma fuente, y ambos son esenciales para la vida plena y completa del alma. (Éxodo 16:1–36; Deuteronomio 8:1–4)
¿Qué indica más claramente la aprobación divina que la recepción de revelación personal y continua? Bajo el sistema mosaico, se daba revelación directa: se oía la voz de un Dios vivo, personal, que hablaba; los ángeles ministraban a los hombres. Dios no era, como lo es para muchos en el cristianismo actual, una esencia espiritual desconocida: Él era una realidad viviente. Muchas de estas revelaciones llegaban al sumo sacerdote del orden aarónico mediante el Urim y Tumim, que llevaba en el pectoral del juicio cuando entraba ante el Señor. (Éxodo 28:30)
Como resultado de los sacrificios ofrecidos por Aarón y sus hijos, y la consiguiente devoción y adoración del pueblo, el Señor Jehová prometió morar entre los hijos de Israel y ser su Dios, llevando así a una relación cercana y personal que existía entre el Señor y su pueblo cuando habitaba personalmente en Sion. (Éxodo 29:38–46; Moisés 7:16)
Todo esto —y mucho más que podría presentarse— demuestra la grandeza y dignidad de la ley de Moisés. Esta ley no era un sistema bajo o mediocre, ni en teología ni en ética. Que superaba lo que hoy existe entre los cristianos sectarios se demuestra por el hecho de que el Señor obró milagros y derramó maravillas sobre sus fieles seguidores. Lo que Moisés tenía era ennoblecedor y edificante. Era parte de la ley de Cristo. Su esencia y carácter se resumen perfectamente en las palabras de Miqueas: “¿Qué pide Jehová de ti, sino hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios?” (Miqueas 6:8)
Moisés y Cristo: Contraste entre sus leyes
Por la obediencia a su ley, por prestar oído a su voz, por guardar su convenio evangélico, Israel tenía el poder de convertirse en “un pueblo especial” para el Señor, por encima de todos los pueblos, en “un reino de sacerdotes y una nación santa.” (Éxodo 19:5–6; Deuteronomio 7:6; 14:1–2) Pero no lo lograron. El evangelio que se les ofreció no fue “mezclado con fe en los que lo oyeron.” (Hebreos 4:2) En su lugar vino la ley de Moisés, una ley que fue “añadida a causa de las transgresiones.” (Gálatas 3:19) Como lo expresó Abinadí:
“Eran un pueblo de dura cerviz, pronto para hacer iniquidad y tardío para acordarse del Señor su Dios; por tanto, se les dio una ley, sí, una ley de ritos y ordenanzas, una ley que debían observar estrictamente día tras día, para mantenerlos en el recuerdo de Dios y de su deber para con Él.” (Mosíah 13:29–30)
Como hemos visto, muchas de las grandes y eternas verdades del evangelio permanecieron y fueron la base sólida sobre la cual se construyó la ley.
Los hombres aún debían adorar y servir al Señor; aún debían amar a sus prójimos como a sí mismos; y los Diez Mandamientos conservaron su eficacia, virtud y fuerza. Pero bajo la ley de Moisés se añadieron severas penalidades por la desobediencia. El elemento del temor, además del amor, se volvió un incentivo dominante para hacer las cosas que debían hacerse si se quería obtener la salvación.
Bajo la ley del evangelio, se manda a los hombres honrar el día de reposo y santificarlo. Si guardan este mandamiento, son bendecidos; si no lo hacen, las bendiciones prometidas pasan de largo. Pero bajo la ley de Moisés se añadía una penalidad por profanar el día de reposo, y esa penalidad era la muerte. ¿Extremo? ¿Severo? Así nos podría parecer, pero el Señor estaba transformando una nación de siervos y esclavos en reyes y sacerdotes. Se requería estricta obediencia a sus leyes, y cuanto antes se eliminaran los rebeldes, antes caminaría toda la nación por senderos de rectitud.
De hecho, hay una gran cantidad de ofensas —enumeradas principalmente en Éxodo y Levítico— para las cuales la ley decretaba como castigo la excomunión o la muerte. Por ejemplo, se excomulgaba a los israelitas por comer grasa de bueyes, ovejas o cabras, o por comer sangre de aves o bestias. La pena de muerte se imponía por homicidio, adulterio y diversas perversiones sexuales; también por blasfemia, hechicería y sacrificios a dioses falsos; incluso a quienes maldecían o herían a su padre o a su madre, y a los hijos de Aarón que bebían vino o licor antes de entrar en el tabernáculo de reunión, se les condenaba a muerte.
Todo el tono y carácter del sistema mosaico puede resumirse en el decreto: “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.” (Éxodo 21:23–25)
Una ilustración de la severidad con que se aplicaban los decretos divinos en la antigüedad se encuentra en la muerte de Nadab y Abiú por mano del Señor. “Salió fuego de delante de Jehová y los consumió,” dice el relato, porque ofrecieron “fuego extraño” sobre el altar; es decir, estos hijos de Aarón realizaron una ordenanza sacrificial inventada por ellos mismos. (Levítico 10:1–2)
El contraste entre la influencia benevolente del cristianismo y la severa casi compulsión de la ley de Moisés no se ilustra mejor en ningún otro lugar que en las palabras de Jesús. Al venir para elevar a Israel desde el nivel de la ley hasta el alto estándar del evangelio, era habitual que nuestro Señor dijera: “Oísteis que fue dicho a los antiguos…” tal cosa, “Mas yo os digo…” tal otra.
De este modo, amplió la antigua definición de adulterio para incluir mirar a una mujer con lujuria; condenó la práctica antigua de dar “carta de divorcio”, y estableció un estándar matrimonial que es más alto incluso que el requerido hoy en la Iglesia, un estándar que califica como adulterio o fornicación el casarse con ciertas personas divorciadas. Revocó el poder de jurar y, en lugar de la antigua ley de “ojo por ojo y diente por diente”, aconsejó:
“No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.”
Y el estándar mosaico, “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo,” se convirtió en:
“Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen.” (Mateo 5)
Nuestra conclusión, entonces, es:
- Que la ley de Moisés es superior a toda ley, excepto al evangelio;
- Que los que vivieron según sus términos y condiciones trazaron un curso hacia la vida eterna;
- Que prepara a los hombres para recibir la plenitud de la verdad revelada; y
- Que el evangelio es mucho más grande que la antigua ley de Moisés.
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Capítulo 6
Jerusalén—La Ciudad Santa
Hermosa en su elevación, el gozo de toda la tierra, es el monte Sion,… la ciudad del gran Rey. Dios es conocido en sus palacios… Jerusalén… la ciudad del gran Rey. (Salmos 48:2-3; Mateo 5:35.)
La Sion de Enoc: la Ciudad de Santidad
Ciudades santas, sitios sagrados, lugares de morada apartados—símbolos del reposo celestial—tales son las ciudades capitales de los santos en todas las épocas. Siempre el Señor ha tenido una Sion, una Jerusalén, una Ciudad de Santidad, un lugar desde el cual su palabra y su ley puedan salir; un lugar al que todos los hombres puedan mirar para recibir guía de lo alto; un lugar donde los apóstoles y profetas aconsejan a sus semejantes; un lugar donde los oráculos vivientes se comunican con el Infinito, expresan su voluntad y anuncian sus designios. En cada época el Señor reúne a su pueblo; en cada época los santos se congregan para adorar al Padre en el nombre del Hijo; en cada época hay una ciudad capital, una ciudad de refugio, una Ciudad de Santidad, una Sion de Dios—un sitio sagrado desde el cual Él puede enviar su palabra y gobernar a su pueblo. Tal es Jerusalén—la Jerusalén Antigua, la Nueva Jerusalén, la Jerusalén de los siglos.
Hasta ahora, a través de todos los largos años de la tierra, ha habido una sola vez, una única ocasión, en la que el sistema del Señor de ciudades capitales funcionó a la perfección. Tal fue en los días de Enoc, el séptimo desde Adán. En ese día santo, los santos fueron tan fieles que el Señor, el Gran Jehová, “vino y habitó con su pueblo”, así como lo hará en la era milenaria que ha de venir. En ese día santo, los santos “habitaban en justicia”, así como lo harán cuando el Señor venga de nuevo a morar entre los mortales. “Y el Señor llamó a su pueblo SION, porque eran de un solo corazón y una sola mente, y vivían en justicia; y no había pobres entre ellos. Y Enoc… edificó una ciudad que fue llamada la Ciudad de Santidad, incluso Sion… Y Enoc y todo su pueblo caminaron con Dios, y él habitó en medio de Sion; y aconteció que Sion ya no estaba, porque Dios la recibió en su propio seno; y de allí se originó el dicho: SION HA HUIDO.” (Moisés 7:16–21, 69.)
¡Sion fue llevada al cielo! Y “esta es Sion—LOS PUROS DE CORAZÓN”, y los puros de corazón verán a Dios. (D. y C. 97:16–21.) El pueblo del Señor—y fue el pueblo el que recibió el nombre de Sion—fue adonde él estaba; los habitantes de la Ciudad de Santidad ascendieron a lo alto; su pureza y perfección los prepararon para la presencia divina.
Después de eso, desde el momento en que el pueblo que llevaba el nombre de Sion fue trasladado hasta el día del gran diluvio, los santos convertidos no tuvieron una ciudad terrenal a la cual pudieran congregarse. Así que, como lo relata el registro divino, por “generación tras generación” los santos fieles fueron trasladados y llevados al cielo para asociarse con otros de semejante calibre espiritual en aquella Sion que Dios había tomado en su propio seno. “El Espíritu Santo descendió sobre muchos”, dice el relato, “y fueron arrebatados por los poderes del cielo a Sion.” (Moisés 7:24–27.)
Los hombres justos, después del diluvio—sabiendo lo que les había sucedido a sus fieles contrapartes antes del diluvio; sabiendo que aquellos que poseían el santo sacerdocio tenían “poder, por la fe, … para estar en la presencia de Dios”; sabiendo que si Dios había reunido a algunos en un reino trasladado, también podría, si se le rogaba, reunir a otros—”hombres que tenían esta fe, y que se acercaban a esta orden de Dios, fueron trasladados y llevados al cielo.” (TJS, Génesis 14:25–32.)
Melquisedec crea su Sion—La Jerusalén antigua
Los hombres justos, después del diluvio, no solo buscaron una herencia en la Sion de Enoc, sino que también comenzaron el proceso de edificar su propia Ciudad de Santidad en la tierra; y esto nos lleva a la primera mención escritural de Salem, de Jeru-Salem, de Jerusalén. Al relatar lo que Enoc y su pueblo habían logrado por la fe y por el poder del sacerdocio, la escritura dice: “Y ahora bien, Melquisedec fue un sacerdote de esta orden; por tanto, obtuvo paz en Salem, y fue llamado el Príncipe de paz. Y su pueblo practicó la justicia, y alcanzó el cielo, y buscó la ciudad de Enoc que Dios había tomado anteriormente, separándola de la tierra, habiéndola reservado para los postreros días, o el fin del mundo. … Y este Melquisedec, habiendo establecido así la justicia, fue llamado el rey del cielo por su pueblo, o, en otras palabras, el Rey de paz.” (TJS, Génesis 14:33–36.)
Abraham, quien recibió su sacerdocio de Melquisedec, fue uno de aquellos que buscaban la ciudad celestial. “Porque esperaba la ciudad,” dice Pablo, “que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.” Isaac y Jacob, herederos de las promesas hechas a Abraham, también buscaron una herencia en la ciudad celestial. Pero no les fue concedido obtenerla en su tiempo.
La misión mortal de ellos era diferente; y aunque declararon “claramente” que buscaban tal recompensa, sabían que no la obtendrían entonces, y “confesaron que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra.” Su recompensa fue pospuesta para un día futuro, porque Dios “les ha preparado una ciudad”, así como lo ha hecho para todos los que le sirven con igual fe y celo. (Hebreos 11:8–16.)
En el sentido verdadero y pleno de la palabra, Sion y Jerusalén son probablemente términos sinónimos. Enoc edificó Sion, una Ciudad de Santidad, y Melquisedec, reinando como rey y ministrando como sacerdote del Dios Altísimo, procuró convertir Jerusalén, su ciudad capital, en otra Sion. Como ya hemos visto, el mismo Melquisedec fue llamado por su pueblo el Príncipe de Paz, el Rey de Paz y el Rey del Cielo, pues Jerusalén se había convertido en un cielo para ellos. Y, curiosamente, según los estudiosos y especialistas en lingüística, Salem significa paz, y Jerusalén significa ciudad de paz, o Salem sagrada, y la designación de Isaías de Jerusalén como la ciudad santa se dice que significa, traducido literalmente, la ciudad de santidad.
Que Jerusalén se acercó más en los días de Melquisedec a convertirse en verdad y de hecho en una Sion de Dios, más que en cualquier otro momento de su larga y tumultuosa historia, es algo perfectamente claro. De hecho, después de los días de Melquisedec perdemos el rastro de lo que sucedió en relación con este sitio sagrado, que había comenzado como una morada para los justos, y sabemos poco más de su historia hasta tiempos israelitas. Josué encontró la ciudad en manos de los jebuseos, y él y otros que lo sucedieron guerrearon contra sus habitantes, pero no fue sino hasta los días de David que se convirtió en una ciudad israelita. David la hizo su capital; Salomón construyó allí el templo; el arca de Dios reposó allí; la Shejiná residió en el Lugar Santísimo; todo el sistema de sacrificios levíticos se centraba en sus áreas sagradas; y fue llamada Sion, o el Monte Sion. Isaías la llamó la Ciudad Santa, y el salmista proclamó: “Dios es conocido en Judá; en Israel es grande su nombre. En Salem está su tabernáculo, y su habitación en Sion.” (Salmos 76:1–2). Jerusalén se había convertido, y desde entonces permanecería, como el centro del culto israelita y judío. Verdaderamente, como está escrito: “Ama Jehová las puertas de Sion más que todas las moradas de Jacob. Cosas gloriosas se han dicho de ti, ciudad de Dios… Y de Sion se dirá: Este y aquél nacieron en ella; y el Altísimo mismo la establecerá. Jehová contará al inscribir a los pueblos: Este nació allí.” (Salmo 87).
De todo esto surgió un concepto y un sentimiento generalizado, tanto en el Israel antiguo como en el Israel judío, de que el lugar de adoración era casi tan importante como el mismo Dios al que se ofrecía reverente adoración. El pueblo escogido llegó a sentir que el lugar donde se construyó el gran altar, la tierra donde se levantaba el templo, y la ciudad en que se encontraban esas estructuras sagradas eran tan esenciales para la verdadera adoración como la forma y el modo en que rendían devoción al Altísimo. Los descendientes de Jacob estaban casi tan preocupados por dónde adoraban como por a quién dirigían su adoración y cómo lo hacían. Jehová era el Dios de Jerusalén; Jerusalén, con su templo, era el punto focal de toda su devoción religiosa; fue el mismo Jehová quien así lo decretó; y siempre que Israel —ya sea el Israel antiguo o los judíos del tiempo de Jesús— andaban en rectitud, se volvían hacia su ciudad capital en busca de renovación espiritual.
No fue una expresión trivial cuando, cerca de Sicar, en el Pozo de Jacob, la mujer samaritana, al reconocer a Jesús como el judío que era, dijo: “Nuestros padres adoraron en este monte; y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.” Ni fue insignificante la respuesta del Jehová encarnado —quien una vez había centrado la adoración de su pueblo en la Ciudad Santa, pero que pronto cumpliría su ley antigua y mandaría a todos los hombres adorar al Padre en espíritu y en verdad en todo lugar—, ni su respuesta fue otra cosa que una confirmación de la práctica existente y un pronunciamiento profético respecto al futuro, cuando dijo: “Mujer, créeme, la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.” (Juan 4:5–25).
Esta ciudad donde los judíos adoraban en los días de Jesús, y desde cuyo lugar sagrado la verdadera adoración pronto habría de extenderse a todas las ciudades y tierras, no es una incógnita. Sabemos cómo era la vida dentro de sus límites. Nuestro conocimiento proviene de fuentes confiables, tanto seculares como religiosas. Existen numerosos y auténticos relatos escritos y hallazgos arqueológicos. Puede que no seamos capaces de pintar un cuadro tan completo y detallado como el que podemos hacer, por ejemplo, de Seúl en Corea, de Bangkok en Tailandia, o de Yakarta en Indonesia —ciudades muy distantes y culturalmente distintas de nuestra civilización occidental—, pero no tenemos dificultad en reunir suficientes datos para imaginar, con una certeza que raya en el conocimiento completo, cómo vivía la gente en aquella época, tanto en Jerusalén como en toda Palestina.
Conocemos su forma de adoración y su sistema de ritos religiosos; su estructura de gobierno y los nombres y funciones de sus oficiales legislativos, ejecutivos y judiciales; su estructura social, incluyendo sus costumbres, prácticas, normas morales, leyendas y folclore. Conocemos sus prácticas comerciales, sus costumbres mercantiles, su sistema monetario, los oficios que ejercían y los cultivos que sembraban. Sabemos qué tipo de casas habitaban, de dónde obtenían el agua, cómo desechaban la basura y los residuos, y el nivel de saneamiento que prevalecía entre ellos. Conocemos sus capacidades arquitectónicas, sus palacios y edificios públicos, los muros que rodeaban sus ciudades y las puertas por donde entraban y salían.
Sabemos lo suficiente sobre los caminos que construyeron como para imaginarnos viajando por ellos; lo suficiente sobre sus bestias de carga y modos de transporte como para poder reproducirlos; lo suficiente sobre sus armas y su sistema de guerra como para representarlos en pinturas y dramatizaciones. Conocemos las enfermedades que los aquejaban, el estado de sus artes curativas, sus normas de cuarentena, el estado general de su salud y cómo enterraban a sus muertos. Sabemos qué alimentos comían, qué bebidas consumían, cómo cocinaban, qué ropa vestían y con qué joyas se adornaban. Sabemos el idioma que hablaban, el grado de habilidad literaria que poseían, los niveles educativos de todas las clases sociales y el efecto que tuvieron sobre ellos las culturas griega, romana y otras culturas gentiles. Todos estos y muchos otros asuntos relacionados fueron preservados en los registros del pasado y han sido presentados ante nosotros por historiadores competentes y capacitados. Los consideraremos según lo requieran las circunstancias.
Canaán, tierra bendita, sitio sagrado, tierra de los antiguos santos, tiene como ciudad capital a Jerusalén, la ciudad del deleite judío: la Tierra Santa está coronada por la Ciudad Santa. Extendida como un jardín de tierra escogida, esta Canaán de antaño, esta Palestina de los hebreos, proporcionaba las rutas comerciales entre las grandes naciones de la antigüedad. Hacia el sur y el oeste se encontraba Egipto y el fértil valle del Nilo; hacia el norte y el este se extendían las ricas tierras de Mesopotamia y los ríos Tigris y Éufrates —el Nilo vertía sus fluidos vivificantes en el mar Mediterráneo, y los grandes ríos de Mesopotamia unían sus fuerzas para alimentar el golfo Pérsico. Palestina estaba anclada, por así decirlo, a toda la riqueza de Egipto y sus faraones, por un lado, y a los reinos que dominaban, de tiempo en tiempo, en Siria, Asiria y Babilonia, por el otro. Era de esperarse —más aún, era inevitable, siendo la codicia y la conquista lo que son— que los ejércitos de esas tierras y reinos invadieran los lugares donde Moisés había establecido la casa de Jacob.
Palestina era verdaderamente una tierra que fluía leche y miel. Lo había sido en los días de Abraham y Melquisedec; su riqueza había sido explotada por los amorreos, hititas y diversas tribus gentiles en los días anteriores a Israel; y aún se encontraba en abundancia cuando Josué, Caleb y sus compañeros espías cruzaron el Jordán para explorar la tierra. Durante toda la larga historia de Israel, diez mil pastores guiaron sus ovejas junto a aguas tranquilas en valles fértiles, mientras su ganado pastaba y se engordaba en mil colinas. Y fue por esos mismos valles y sobre esas mismas colinas que los ejércitos de Asiria, de Babilonia y de Egipto saquearon y devastaron de generación en generación, mientras los gentiles envidiosos codiciaban las riquezas y cosechas del pueblo de Jehová.
Era una tierra santificada por una lucha sacrificial en el monte Moriah; por una zarza que ardía y no se consumía; por una voz que ordenaba: “Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5); por la fe de una viuda en Sarepta, cuyo hijo resucitó de entre los muertos porque escuchó las palabras de un profeta tisbita. Era una tierra escogida y favorecida, una tierra prometida, una tierra seleccionada y preservada como morada para Israel. Y Jerusalén era su joya coronadora.
Jerusalén en sí es una ciudad montañosa, una ciudad fundada en medio y sobre las colinas de Judea, una ciudad edificada sobre los montes. Cuando, a su debido tiempo, los verdaderos santos edifiquen allí el templo prometido, entonces se cumplirá la escritura que dice que Judá “huirá a Jerusalén, a los montes de la casa del Señor.” (DyC 133:13.) Fue fundada sobre terreno que, por sorteo, se asignó a Benjamín, aunque la cercana Belén formaba parte de la herencia de Judá.
Profundos barrancos en tres de sus lados la hacían fácil de defender en tiempos antiguos. Al este se encuentra el valle de Cedrón, o valle de Josafat. Más allá del arroyo Cedrón están el Jardín de Getsemaní, el Monte de los Olivos y el camino hacia Betania y Jericó. Allí también se hallaba la antigua aldea de Siloé. Al sur se encuentra el valle de Hinón, uno de los lugares más perversos de una tierra que debió haber sido santa. Otro barranco, el valle de Tiropeón, se halla al oeste. El monte Sion es probablemente la colina justo al sur de la esquina suroeste del muro de la ciudad. Y el lugar de mayor interés dentro de esos muros sagrados fue el templo de Herodes.
En los días de Jesús, la parte amurallada de la ciudad abarcaba unas trescientas acres de casas, calles, mercados y tiendas. Tal vez entre 200,000 y 250,000 palestinos vivían dentro de sus muros y alrededores inmediatos. Tácito menciona una población de 600,000; en tiempos de la Pascua, este número aumentaba a entre 2,000,000 y 3,000,000. Eclesiásticamente hablando, las personas que vivían fuera de los muros eran contadas como habitantes de la ciudad, y en la época de la Pascua, grandes multitudes de judíos acampaban fuera de la ciudad propiamente dicha, pero dentro de los límites de la distancia permitida en sábado. Josefo afirma que 1,100,000 hombres perecieron en Jerusalén cuando Tito y las legiones de Roma ejecutaron su venganza sobre la nación que había crucificado a su Rey. Pero, cualquiera haya sido el número real de sus habitantes, la Jerusalén de los judíos, en los días de Jesús, era verdaderamente una ciudad de grandeza y magnificencia.
Entre sus ciudadanos había artesanos de todo tipo. En sus tiendas y bazares se podían comprar bienes de todas las naciones. Sus palacios, academias y sinagogas eran lugares de renombre, y los sabios y poderosos de todas las naciones podían recorrer sus calles con la misma satisfacción que en Roma o en cualquiera de las grandes metrópolis de la época. Pero además de todo lo que se hallaba en otros lugares, Jerusalén era el centro de la verdadera religión y de la adoración aprobada por el cielo que se encontraba entonces sobre la tierra.
Contrastando su estado en ese entonces con el que prevalecía mil años antes, cuando David y Salomón la hicieron por primera vez capital israelita, Edersheim dice:
“Si se hubiera podido quitar el polvo de diez siglos de los párpados de aquellos durmientes, y uno de los que recorrían Jerusalén en el apogeo de su gloria, durante el reinado del rey Salomón, hubiera regresado a sus calles, apenas habría reconocido la ciudad que antes le era familiar. Entonces, como ahora, reinaba un rey judío, que ejercía dominio indiviso sobre toda la tierra; entonces, como ahora, la ciudad estaba llena de riquezas y adornada con palacios y monumentos arquitectónicos; entonces, como ahora, Jerusalén estaba llena de extranjeros de todas partes. Salomón y Herodes fueron, cada uno, el último rey judío sobre la Tierra Prometida; Salomón y Herodes, cada uno, edificó el Templo. Pero con el hijo de David comenzó, y con el idumeo terminó, ‘el reino’; o más bien, habiendo cumplido su misión, dio paso al reino espiritual mundial del ‘Hijo mayor de David’. El cetro partió de Judá hacia donde las naciones habrían de congregarse bajo su dominio. Y el templo que edificó Salomón fue el primero. En él habitó visiblemente la Shejiná. El templo que levantó Herodes fue el último. Las ruinas de su incendio, que encendió la antorcha romana, nunca fueron restauradas. Herodes no fue el antitipo, fue el Barrabás del Hijo Real de David.” (Edersheim 1:111.)
Sin embargo, nuestras principales preocupaciones no se centran en las condiciones sociales, gubernamentales y culturales de la vida judía en la meridiana del tiempo, por importantes que sean para comprender la Vida que vamos a considerar. No son los palacios ni los mercados, ni los reyes ni los soldados, ni las escuelas ni la pedagogía lo que preparará el escenario para el ministerio del Mesías. Su obra tratará con las cosas del Espíritu. Nuestro principal interés, entonces, es el estado espiritual del pueblo, su vida religiosa, su comprensión del mensaje mesiánico transmitido por los antiguos profetas y —¡sobre todo!— su estatura espiritual personal y el grado en que guardaban los mandamientos y estaban en condición de recibir la guía del Espíritu Santo.
Que eran tardos para oír y lentos para percibir la verdad fue proclamado por el Señor Jesús cuando habló con ironía y con tristeza de la ciudad donde vino a reinar como Rey pero fue rechazado por los suyos. “No puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén”, dijo. “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí, vuestra casa os es dejada desierta.” (Lucas 13:31–35.)
Y nuevamente: “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.” (Lucas 19:41–45.)
La profundidad a la que Jerusalén había caído se ve en las palabras del amado Juan, quien, al identificarla como “la gran ciudad… donde también nuestro Señor fue crucificado”, dijo que “espiritualmente se llama Sodoma y Egipto.” (Apocalipsis 11:8.)
“La Jerusalén del futuro”
“Jerusalén será hollada por los gentiles,” dijo Jesús, “hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan.” (Lucas 21:24.) Jerusalén —gloriosa y perfecta en los días de Abraham y Melquisedec; Jerusalén semejante a la Sion de Enoc por un tiempo y estación hace unos cuatro mil años; Jerusalén —entonces perdida a nuestra vista por un milenio, hasta que David la tomó de los jebuseos; Jerusalén —en manos israelitas por otro milenio; Jerusalén —donde reyes reinaron y profetas predicaron durante mil años israelitas; Jerusalén —donde nuestro Señor ministró, fue rechazado por los suyos y halló la muerte en la cruz; Jerusalén —una ciudad de santos y una ciudad de demonios: esta Jerusalén, dice Jesús, “será hollada por los gentiles.”
Y así, por dos milenios los gentiles han tenido dominio sobre la Jerusalén de Jehová. Completamente destruida por Tito en el año 70 d.C., fue restaurada por Adriano en el año 135 d.C. y se convirtió en una colonia romana. Él erigió un templo a Júpiter Capitolino en el mismo sitio donde antes había estado el templo de Jehová. Dos siglos más tarde, en 336, el impío Constantino —un emperador malvado que hizo respetable la apostasía y la adoración falsa— construyó una supuesta iglesia cristiana en el sitio considerado como el santo sepulcro. Después de eso, el suelo sagrado pasó de las manos de cristianos apóstatas a las de paganos apóstatas; fue retomado por los cruzados en 1099, retomado por “no creyentes” en 1187, y pasó de un grupo a otro hasta 1917, cuando fue tomada por tropas británicas bajo el mando del general Allenby. Las murallas modernas fueron construidas en 1542; en el sitio del templo de Salomón ahora se alza el templo musulmán conocido como la Cúpula de la Roca. Cristianos, musulmanes y judíos habitan ahora juntos bajo una paz frágil y frecuentemente interrumpida, y la Ciudad Santa continúa siendo hollada por los gentiles. Y, cabe señalar, incluso los judíos son gentiles cuando no creen en la verdad.
Pero no será así para siempre. La oscuridad huye ante la luz. Un nuevo día está amaneciendo. Ya, en el lenguaje de Isaías de la antigüedad, se alza el clamor: “¡Despiértate, despiértate; vístete de poder, oh Sion! Vístete tu ropa hermosa, oh Jerusalén, ciudad santa.” ¿Qué significa que Sion se vista de poder, y a qué pueblo hacía referencia Isaías? José Smith responde: “Él hacía referencia a aquellos a quienes Dios llamaría en los últimos días, quienes poseerían el poder del sacerdocio para traer de nuevo a Sion y la redención de Israel; y vestirse de poder es revestirse de la autoridad del sacerdocio, la cual ella, Sion, tiene derecho por linaje; también es volver al poder que había perdido.” Y cuando llegue ese día, nuevamente en el lenguaje de Isaías, “nunca más vendrá a ti incircunciso ni inmundo”, porque será un día de rectitud, un día en que los hombres serán limpiados en las aguas del bautismo.
Dirigiéndose aún más a la ciudad que amaba, Isaías dice: “Sacúdete del polvo; levántate y siéntate, oh Jerusalén; suéltate de las ataduras de tu cuello, cautiva hija de Sion.” Pregunta: “¿Qué debemos entender por que Sion se libere de las ataduras de su cuello?” La respuesta del Profeta: “Debemos entender que los remanentes dispersos son exhortados a volver al Señor de quien se han apartado; y si lo hacen, la promesa del Señor es que les hablará o les dará revelación… Las ataduras de su cuello son las maldiciones de Dios sobre ella, o los remanentes de Israel en su condición dispersa entre los gentiles.”
En cuanto a lo que sucederá con respecto a Israel y Jerusalén en el prometido día de la restauración, Isaías dice en nombre del Señor: “Mi pueblo conocerá mi nombre; por tanto, sabrán en aquel día que yo soy el que habla: he aquí, soy yo.” Jehová será nuevamente conocido. La revelación comenzará de nuevo. “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae buenas nuevas, del que publica salvación, del que dice a Sion: ¡Tu Dios reina! ¡Voz de tus atalayas! Alzarán la voz, juntamente darán voces de júbilo; porque ojo a ojo verán cuando Jehová hiciere volver a Sion. ¡Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalén! Porque Jehová ha consolado a su pueblo, ha redimido a Jerusalén.” (Isaías 52:1–10; DyC 113:7–10.)
En el gran día de la restauración —un día que ya ha comenzado, aunque aún quedan muchas cosas por restaurarse— finalmente habrá dos capitales mundiales, ambas llamadas Sion, ambas llamadas Jerusalén. Una será la sede del gobierno; la otra, la capital espiritual del mundo. “Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová.” (Isaías 2:1–5.) Es decir, la Jerusalén antigua será restaurada, edificada de nuevo en gloria y belleza, conforme a las promesas, y también será establecida otra Jerusalén, una Nueva Jerusalén. Moroni nos habla “de la Nueva Jerusalén, que había de descender del cielo” y del “santuario santo del Señor”. Él dice que Éter escribió tanto sobre esta Nueva Jerusalén, que estaría en el continente americano, como sobre la restauración de la Jerusalén del Viejo Mundo, de donde vino Lehi. “Y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva”, dice el relato; “y serán como los antiguos, salvo que los antiguos habrán pasado, y todas las cosas se habrán hecho nuevas. Y entonces vendrá la Nueva Jerusalén; y bienaventurados son los que moran en ella, porque ellos son aquellos cuyas vestiduras están blancas mediante la sangre del Cordero… Y entonces también vendrá la Jerusalén antigua; y bienaventurados sus habitantes, porque han sido lavados en la sangre del Cordero; y ellos son los que fueron esparcidos y recogidos de los cuatro rincones de la tierra, y de las tierras del norte, y participan del cumplimiento del convenio que Dios hizo con su padre Abraham.” (Éter 13:1–12; 3 Nefi 20:22; 21:23–24.)
Que la Nueva Jerusalén, la Sion de los últimos días, la Sion a la cual Enoc y su ciudad regresarán, estará en el Condado de Jackson, Misuri, ha sido establecido claramente en la revelación de los últimos días. (DyC 84:1–4.) De esta Sion milenaria, el apóstol del Nuevo Testamento dice: “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí, el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” (Apocalipsis 21:1–4.)
Para completar nuestra visión del concepto de las ciudades santas, como lo registra el relato del Nuevo Testamento, también llegará un día —un día celestial— cuando esta tierra se convertirá en un cielo en el sentido pleno, completo y eterno, cuando la Nueva Jerusalén celestial estará con los hombres. Fue Juan, también, quien vio esta “santa Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, teniendo la gloria de Dios.” Esta es la ciudad con doce puertas y doce fundamentos, “y en ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero.” Esta es la ciudad con calles de oro puro, “como vidrio transparente.” De ella, Juan dice: “Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella. Sus puertas nunca se cerrarán de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella. No entrará en ella ninguna cosa impura, ni el que comete abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero.” (Apocalipsis 21:10–27.)
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Capítulo 7
Las Casas Santas de Jehová
“El Señor, a quien vosotros buscáis, vendrá súbitamente a su templo.” (Malaquías 3:1.)
La Ley de la Adoración en el Templo
¿Qué es un templo? Es una casa del Señor: una casa para la Deidad, construida en la tierra: una casa preparada por los santos como morada para el Altísimo, en el sentido más literal de la palabra: una casa donde un Dios personal viene personalmente. Es un santuario santo, apartado del mundo, donde los santos de Dios se preparan para encontrarse con su Señor; donde los puros de corazón verán a Dios, según las promesas; donde se imparten las enseñanzas y se realizan las ordenanzas que preparan a los santos para esa vida eterna que consiste en morar con el Padre y ser como Él y su Hijo. Las enseñanzas y ordenanzas aquí involucradas abarcan los misterios del reino y no han sido, ni lo son ahora, proclamadas al mundo, ni pueden ser comprendidas sino por aquellos que adoran al Padre en espíritu y en verdad, y que han alcanzado esa estatura espiritual que permite a los hombres conocer a Dios y a Jesucristo, a quien Él ha enviado.
Cuando el Señor viene del cielo a la tierra, como lo hace con más frecuencia de lo que se supone, ¿dónde realiza sus visitaciones? Aquellos a quienes Él visita conocen la respuesta: viene a una de sus casas. Siempre que el Gran Jehová visita a su pueblo, viene —repentinamente, por así decirlo— a su templo. Si tiene ocasión de venir cuando no tiene una casa sobre la tierra, su visita ocurre en una montaña, en un bosque, en una región desierta o en algún lugar apartado de los tumultos y contiendas de los hombres carnales; y en tal caso, el lugar de su aparición se convierte en un templo temporal, un sitio utilizado por Él en lugar de la casa que su pueblo normalmente habría preparado.
¿Por qué tener templos?
Son construidos mediante el diezmo y el sacrificio del pueblo del Señor; son dedicados y entregados a Él; se convierten en sus casas terrenales; en ellos se revelan los misterios del reino; en ellos los puros de corazón ven a Dios; en ellos los hombres son sellados para vida eterna—todo con el fin de que el hombre pueda llegar a ser como su Creador, y viva y reine para siempre en la Jerusalén celestial, como parte de la congregación general y la Iglesia de los Primogénitos, donde Dios y Cristo son los jueces de todos.
Sobre los templos, el Señor dice: “En ellos se han ordenado las llaves del santo sacerdocio, para que recibáis honra y gloria.” En ellos, dice, sus santos recibirán lavamientos, unciones, bautismos, revelaciones, oráculos, conversaciones, estatutos, juicios, investiduras y sellamientos. En ellos se celebran asambleas solemnes. En ellos se recibe la plenitud del sacerdocio y se confiere a los hombres el orden patriarcal. En ellos, la unidad familiar se hace eterna. Gracias a ellos, la vida eterna es accesible. Con templos, los hombres pueden ser exaltados; sin ellos, no hay exaltación. (DyC 124:28–40; 131:1–4; 132:1–33.)
¿Cuándo y dónde ha habido templos en la tierra?
Sabemos la respuesta a esta pregunta en principio, aunque no conocemos todos los tiempos y lugares específicos. Nuestra revelación sobre los templos nos dice que las bendiciones conferidas por medio de su uso son esenciales para el “fundamento de Sion,” es decir, para el establecimiento de congregaciones de santos que sean puros de corazón; que por medio de su uso, “gloria, honra e investidura” serán conferidas sobre todos los habitantes de Sion; y que estas bendiciones sólo vienen “por la ordenanza de mi casa santa, que mi pueblo siempre ha sido mandado edificar a mi santo nombre.” (DyC 124:39, cursivas añadidas). Es decir, siempre que el Señor ha tenido un pueblo sobre la tierra, desde los días de Adán hasta el momento presente, siempre les ha mandado construir templos para que pudieran ser enseñados en cuanto a cómo obtener la vida eterna, y para que todas las ordenanzas de salvación y exaltación pudieran ser efectuadas por y en su favor.
Los templos construidos antes del diluvio de Noé fueron, obviamente, destruidos en ese gran diluvio; los construidos por los jareditas y nefitas están enterrados en las selvas y perdidos en los desiertos de las Américas; versiones apóstatas de verdaderos templos están siendo descubiertas por arqueólogos en muchos lugares, tal vez incluyendo las pirámides de Egipto y de las Américas; pero los pocos fragmentos de verdad sobre templos antiguos que el mundo posee hoy se encuentran en los relatos relativos al tabernáculo de Israel y a las casas posteriores del Señor edificadas en Jerusalén. De ellas hablaremos ahora con mayor detalle.
Templos en el Israel antiguo
Una de las primeras cosas que Israel hizo al ser liberado de la esclavitud egipcia fue erigir una tienda o tabernáculo como casa o lugar donde Moisés, Aarón y los ancianos del pueblo pudieran comunicarse con Jehová. Este tabernáculo—en realidad, un templo portátil—se volvió más elaborado a medida que la descendencia de Jacob obtenía los recursos y el tiempo para perfeccionar su construcción. Moisés recibió instrucciones detalladas por revelación acerca de los materiales a usar, la ornamentación de sus cortinas y partes, y la manera y forma de adoración asociadas a su uso.
El complejo del tabernáculo consistía en un gran atrio rectangular en cuya parte occidental se encontraba un pequeño edificio o tabernáculo. En la parte oriental del atrio había un altar para las ofrendas y un lavacro para los lavamientos sacerdotales. Todo Israel tenía acceso al atrio, donde se realizaban los holocaustos. El tabernáculo propiamente dicho estaba dividido en dos partes: el lugar santo y el lugar santísimo, o el Santo de los Santos; y el Santo de los Santos estaba separado del lugar santo por el velo del templo. También colgaba una cortina o pantalla en la entrada del lugar santo. El tabernáculo mismo estaba hecho de delicados tapices decorados con querubines y sostenidos por marcos de madera recubiertos de oro. En el lugar santo se encontraba el altar del incienso, el candelabro de oro y la mesa del pan de la proposición. En el lugar santísimo se colocó el arca del convenio con su propiciatorio y los dos querubines de oro alados a los lados.
Todo lo que formaba parte del tabernáculo, lo que estaba colocado en él o lo que se realizaba en su interior, era simbólico de Cristo y de Su sacrificio expiatorio. Los sacrificios ofrecidos en el gran altar del atrio se realizaban como símbolo del sacrificio venidero del Cordero de Dios, y cada detalle en su ejecución daba testimonio, de una forma u otra, de algún aspecto del sacrificio infinito del Mesías prometido a Israel. La luz de los siete candeleros del candelabro de oro brillaba como recordatorio de Aquel que es la Luz del mundo; las nubes de incienso que se elevaban desde el altar representaban las oraciones de los santos ante el trono de Dios (“copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos”, dice Juan en Apocalipsis 5:8); y el pan de la proposición, el pan en exhibición, el pan de la Presencia, daba testimonio de que en el templo se encontraba la Presencia de Dios. Estos panes —doce en total, uno por cada tribu de Israel— colocados sobre “la mesa del pan de la Presencia”, eran tanto un reconocimiento de que Jehová daba vida y alimento a Israel como un testimonio de que Israel estaba agradecido por la bondad de su Dios hacia ellos.
Pero fue en el Lugar Santísimo donde se encontraba el simbolismo más perfecto. Allí se colocó el arca del convenio, un cofre de madera de acacia en el cual descansaban las tablas de piedra sobre las que estaban escritos los Diez Mandamientos. La presencia de estas piedras sagradas, con los mandamientos escritos por el dedo de Dios, era un recordatorio constante para Israel de su convenio de adorar y servir a Aquel que los había liberado de la esclavitud, y de que no debían tener otro Dios delante de Él. Sobre el arca reposaba el propiciatorio, una cubierta de oro puro, simbolizando que, gracias a la expiación que aún debía cumplirse, las almas arrepentidas encontrarían misericordia ante el trono eterno. El propiciatorio, que servía como trono de Dios, era un símbolo de su perdón, de su bondad y de su gracia al proveer misericordia mediante la expiación. Una vez al año, en el Día de la Expiación, el sumo sacerdote entraba en el Lugar Santísimo, testificando así nuevamente a todo el pueblo que la misericordia podía ser suya mediante el gran sacrificio propiciatorio que habría de venir. Y los dos querubines —que cubrían con sus alas el propiciatorio— daban testimonio de que el arca misma era el trono de Dios establecido entre su pueblo y que Jehová, en verdad, moraba en su casa y estaba entre ellos.
Una vez que el tabernáculo fue preparado según el plan divino; una vez que este santuario sagrado fue erigido como casa del Señor; una vez que un templo santo estuvo nuevamente disponible en Israel, entonces Jehová cumplió su palabra y usó el edificio sagrado, el lugar santo y el Lugar Santísimo como su propia casa terrenal. A ese lugar descendió para comunicarse con Moisés y dar mandamientos a su pueblo. Cuando Moisés, por ejemplo, se quejó diciendo: “Yo solo no puedo soportar a todo este pueblo, porque me es pesado en demasía”, el Señor respondió: “Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus oficiales; y tráelos al tabernáculo de reunión, y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo; y tomaré del espíritu que está en ti, y lo pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo.” Como era su costumbre, Moisés escuchó la voz de su Señor. “Y salió Moisés, y dijo al pueblo las palabras de Jehová, y reunió a los setenta varones de los ancianos del pueblo, y los colocó alrededor del tabernáculo. Entonces Jehová descendió en la nube, y le habló, y tomó del espíritu que estaba en él, y lo puso en los setenta varones ancianos; y aconteció que, cuando reposó sobre ellos el espíritu, profetizaron, y no cesaron.” (Números 11.)
Verdaderamente, en aquel día, la Shejiná reposaba en el Lugar Santísimo, y Dios estaba con su pueblo.
Hasta donde sabemos, todos los templos en Israel desde Moisés hasta Salomón eran del tipo tabernáculo portátil. Pero después de que David aseguró y estableció el reino temporal, con todo el poder y prestigio de una corte oriental, reunió los materiales para que su hijo Salomón pudiera edificar una casa para Jehová. Esa casa —el Templo de Salomón—, diseñada conforme al tabernáculo de reunión y usada con los mismos propósitos, fue uno de los edificios más magníficos y costosos de la tierra en su tiempo. El atrio contenía el altar de sacrificios, de unos nueve metros cuadrados y cuatro metros y medio de alto, y el mar de bronce, una gran pila de bronce de aproximadamente cuatro metros y medio de diámetro y dos metros de altura, sostenida por doce bueyes —uno por cada tribu— como también ocurre en todos los templos modernos. Que este mar era una fuente bautismal para los vivos está perfectamente claro, así como sus equivalentes modernos son fuentes o “mares” donde se realizan bautismos por los muertos.
El lugar santo y el lugar santísimo contenían los mismos elementos que antes se hallaban en los mismos lugares sagrados del tabernáculo, excepto que el Templo de Salomón tenía diez candelabros de oro en lugar de uno, como en el templo de Moisés. El Urim y Tumim se guardaba en el lugar santísimo del Templo de Salomón, lo cual también pudo haber sido el caso en el edificio anterior y menos ornamentado sobre el que se basó. Y, por supuesto, la presencia divina, la Shejiná, aún reposaba donde lo había hecho desde antiguo, tanto que “descendió fuego del cielo y consumió el holocausto y los sacrificios; y la gloria del Señor llenó la casa”, y el Señor se apareció a Salomón en un sueño. (2 Crónicas 7.)
El Templo de Salomón fue destruido por los babilonios bajo Nabucodonosor, poco después de que Lehi saliera de Jerusalén. Fue reconstruido unos setenta años después por Zorobabel y dedicado en el año 516 a.C. Sin embargo, nunca más hubo esa misma abundante y rica efusión de la gracia divina que una vez distinguió a Israel de todos los pueblos. El Templo de Zorobabel no contenía el arca del convenio ni las tablas del Decálogo; el propiciatorio ya no existía; y los querubines ya no daban testimonio visible de que el trono de Dios estaba en medio de su pueblo. Todas estas cosas se habían perdido; y el Urim y Tumim, el símbolo supremo de la gracia divina —pues por medio de él venían las revelaciones— había sido quitado. El espíritu de profecía, el fuego del cielo, la nube que rodeaba la Presencia Divina, rara vez se veían en esos días y en los posteriores.
Ordenanzas de la Casa del Señor
No poseemos un conocimiento completo de qué ordenanzas se realizaban en los templos antiguos, y si lo tuviéramos, no sería nuestro privilegio detallar con especificidad las acciones de nuestros hermanos antiguos. Ni, en ese sentido, podemos exponer las cosas que ocurren en los templos modernos. Las ordenanzas realizadas en los santuarios del Señor, aunque no son secretas, son de tal naturaleza sagrada que están reservadas solo para los ojos, oídos y corazones de aquellos cuya madurez espiritual alcanzada los prepara para recibir los misterios del reino. Las ordenanzas del templo, ya sean antiguas o modernas, no se publican al mundo; su carácter sagrado da testimonio de que no deben ser trivializadas por personas groseras; lo que es espiritual y sagrado no debe ser objeto de burla ni de escarnio por parte de los hombres carnales.
Sin embargo, sí podemos hablar en términos generales sobre lo que se hace en los templos; podemos nombrar las ordenanzas y explicar su propósito e intención; y podemos citar pasajes de las Escrituras que hablen en términos reservados y cuidadosos de esas cosas que están reservadas solo para los fieles. Y, basándonos en lo que se ha revelado y se ha preservado para nosotros, y en lo que sabemos sobre el propósito y uso de los templos de los últimos días, podemos llegar a algunas conclusiones razonables acerca de su uso en la antigüedad.
Sabemos que los templos mosaicos se usaban para la ofrenda de sacrificios y para diversas observancias relacionadas con la ley de los mandamientos carnales. Está claro que el mar de bronce se utilizaba para bautismos y que el lavacro era para lavamientos rituales. Al mandar a sus santos de los últimos días que le edificaran una casa, el Señor preguntó: “¿Cómo serán aceptables ante mí vuestros lavamientos, si no los realizáis en una casa que habéis edificado a mi nombre?” Luego dijo: “Porque por esta causa [para que los lavamientos de Israel fueran aceptables] mandé a Moisés que edificara un tabernáculo, para que lo llevaran con ellos en el desierto, y [por la misma razón] que edificaran una casa en la tierra prometida.” Luego el Señor habla de unciones, investiduras y otras ordenanzas del templo, todo en un contexto que muestra que lo que ahora tenemos está modelado conforme a los ritos y ceremonias de nuestros antepasados. (DyC 124:37–41.)
El llamamiento de Isaías al Israel antiguo —”Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; cesad de hacer lo malo. Aprended a hacer el bien”— era una invitación a participar y aplicar las ordenanzas purificadoras del templo. (Isaías 1:16–17.) La promesa del Señor al Israel reunido en los últimos días —”Entonces rociaré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados; de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos os limpiaré”— hace referencia a las mismas cosas que las palabras de revelación que dicen: “Limpiaos las manos y los pies delante de mí, para que yo os limpie: para que pueda testificar a vuestro Padre, y vuestro Dios, y mi Dios, que estáis limpios de la sangre de esta generación inicua.” (Ezequiel 36:25; DyC 88:74–75.)
José Smith nos enseña que “todas las cosas” relativas a nuestra dispensación “deben conducirse precisamente de acuerdo con las dispensaciones anteriores”, y que el Señor “estableció las ordenanzas para que fueran las mismas por los siglos de los siglos”. Él afirma que las mismas ordenanzas son reveladas de nuevo en una dispensación tras otra. (Teachings, p. 168.) Sabemos que el matrimonio celestial es hoy la ordenanza culminante de la casa del Señor, y suponemos que también lo fue en épocas pasadas. Por ejemplo, “las esposas y concubinas de David le fueron dadas por mí, por mano de Natán, mi siervo, y otros de los profetas que tenían las llaves de este poder”, dice el Señor. (DyC 132:39.) Esto mismo habría sido cierto en cuanto a la disciplina matrimonial entre todos los fieles de Israel. No podemos, por tanto, evitar la conclusión de que entonces, como ahora, los templos eran los lugares donde se realizaban aquellas ordenanzas superiores que conducen a la gloria y la honra eternas.
El Templo de Herodes
Este es el templo que Jesús conoció. Es aquel en el que Gabriel y Zacarías conversaron acerca de aquel que habría de preparar el camino delante del Señor. Es el templo al que fue llevado Jesús cuando era un infante. Aquí, a la edad de doce años, dejó asombrados a los sabios. De él expulsó a los cambistas, y en sus atrios alzó su voz día tras día al proclamar, tanto con palabras como con hechos, su propia filiación divina. Fue de esta casa que habló cuando dijo que no quedaría piedra sobre piedra. Fue parte integral de su vida y desempeñó un papel importante en su muerte. Falsos testigos juraron que había dicho que destruiría el templo y lo levantaría en tres días. Fue la sede del Gran Sanedrín que lo condenó a muerte, y su velo —el que separaba el lugar santo del Lugar Santísimo— fue el que se rasgó de arriba abajo cuando voluntariamente entregó su espíritu y fue a predicar a los espíritus encarcelados. Y a este templo recurrieron Pedro y Juan después de su partida, cuando mandaron al hombre cojo de nacimiento que se levantara y anduviera; y cuando él vio que podía hacerlo, saltó de gozo alabando a Dios.
Este templo —el último santuario divinamente aprobado de la dispensación judía— fue restaurado por Herodes el Grande a partir del año 20 a.C. Había sido construido en los días de Esdras, fue profanado y posteriormente purificado en los días de los macabeos, y fue elevado a nuevas alturas de grandeza. Su construcción seguía en curso cuando Jesús bendijo sus atrios con su presencia, y no se completó en todos sus aspectos sino hasta el año 64 d.C., apenas seis años antes de su destrucción. Edificado en una escala mayor y más majestuosa que cualquier cosa anterior, en cuanto al edificio mismo, nunca alcanzó, sin embargo, una fracción de la preeminencia espiritual de sus predecesores. La Shejiná —la manifestación visible de la presencia del Señor— nunca llenó su Lugar Santísimo, y la nube divina nunca cubrió sus atrios. Ángeles ministraron ante sus altares, algunos de sus sacerdotes vieron visiones, y el espíritu de profecía reposó sobre algunos que adoraban dentro de sus puertas. Pero la gran efusión divina de gracia, bondad y milagros que llenó las casas de Moisés y Salomón —y en menor grado, la de Zorobabel— estuvo ausente. El mismo Jesús predijo su destrucción, y sus palabras se cumplieron literalmente por el fuego y la furia de Roma en el año 70 d.C., poniendo así fin para siempre a los sacrificios judíos y a su forma de adoración en el templo.
El templo de Herodes —construido por uno de los tiranos más malvados y corruptos que jamás haya llevado una corona— fue una ampliación y perfeccionamiento de aquellas casas del Señor sobre las cuales se basó. El templo de Salomón, aunque magnífico y costoso, era pequeño en comparación; y el templo de Zorobabel, más grande pero menos elaborado que el de Salomón, quedaba muy lejos de la majestuosa obra maestra erigida por el idumeo judío que ostentaba el título de “rey de los judíos”. En su construcción —la cual llevaba cuarenta y seis años en curso al tiempo del ministerio de Jesús— mil carros transportaban la piedra, mil sacerdotes supervisaban la obra, y diez mil obreros expertos hacían maravillas con los materiales costosos. Construida de mármol y oro, la casa de adoración probablemente superaba a cualquier maravilla arquitectónica de su época o de cualquier otra. Ciertamente, Roma, Grecia y Egipto no tenían nada que se le comparara. Y un proverbio judío mantenía viva la tradición: “El que no ha visto el templo de Herodes, no sabe lo que es la belleza.”
A todo esto se le une una cierta congruencia, así como un matiz de ironía. Este fue el templo donde ministró el Hijo de Dios —¿y qué podría ser más apropiado que la edificación del templo alcanzara su punto culminante en el día en que su voz fue escuchada dentro de sus muros? Pero también fue un templo construido por un gobernante inicuo —un judío, sí, pero un judío idumeo, uno que era mitad idumeo y mitad samaritano, uno cuya genealogía era impura, uno que aparentemente descendía de Edom, es decir, de Esaú— cuyo interés no era servir a Jehová ni ver cumplidos los ritos verdaderos, sino ganarse el favor del pueblo y satisfacer un deseo casi lujurioso de erigir monumentos de esplendor y renombre. Y, sin embargo, quizá haya también una cierta conveniencia en esto, pues el mismo templo que él construyó en su impiedad, y que fue convertido en una cueva de ladrones por quienes lo usaban, fue, en su destrucción final —cuando no quedó piedra sobre piedra—, dejado como símbolo de la destrucción de todos los males de aquellos que crucificaron a su Señor.
Los templos, por supuesto, ya sean hechos por manos justas o inicuas, no establecen por sí solos la verdad o falsedad de los sistemas religiosos bajo los cuales florecen. El Partenón —el templo principal de Atenea en la Acrópolis de Atenas, donde antiguamente se alzaba su estatua de oro y marfil— fue también una de las maravillas arquitectónicas de los siglos. Pero fue precisamente este edificio al que Pablo aludió, refiriéndose al ídolo pagano que allí se alojaba, cuando en el Areópago dijo: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas; ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo, pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas.” (Hechos 17:22–31.)
Los templos, en sí mismos, no prueban la divinidad de un sistema religioso, pero sin ellos no hay verdadero orden de adoración. Cuando se edifican entre aquellos que poseen el sacerdocio y disfrutan del espíritu de revelación, son en verdad casas del Señor; y cuando tales pueblos son verdaderos y fieles —lo cual no fue el caso entre los judíos de los días de Jesús— la Presencia Divina reposa en ellas y la Persona del Señor se manifiesta dentro de estas casas santas.
El templo de Herodes fue un templo verdadero. Llevaba el sello de aprobación divina, y en sus atrios, sobre sus altares y en el Lugar Santísimo mismo se realizaban ordenanzas verdaderas, administradas por ministros legales que habían sido llamados por Dios como lo fue Aarón. Los sacerdotes que ministraban en esta casa del Señor poseían el sacerdocio Aarónico o Levítico, y en ocasiones especiales —como cuando Gabriel visitó a Zacarías— vieron dentro del velo. El problema de la adoración entre los judíos no era la falta de un templo; no era que se hubiesen apartado de las ordenanzas verdaderas; no era que el bautismo y los sacrificios les fueran desconocidos. Ellos tenían la forma y conocían el modo en que debían adorar. Su problema era de sustancia: tenían apariencia de piedad, pero negaban el poder de ella; se encontraban inmersos en rituales cuyo verdadero significado ya no comprendían. Aquella fe, esperanza, caridad y amor que prepara a los hombres para aceptar la verdad revelada ya no se hallaba en medida suficiente como para permitirles reconocer en Jesús a su verdadero Mesías, a pesar del hecho de que todas las ordenanzas del templo de Herodes daban testimonio de este Hombre de Galilea.
Pero el templo en sí —sus cimientos, muros, atrios, altares, fuegos y velos— estaban como debían estar. El arca del convenio con su propiciatorio, las tablas de piedra con el Decálogo, el Urim y Tumim, y los querubines que cubrían, por así decirlo, el trono de Dios, estaban ausentes. Pero también lo habían estado en el templo de Zorobabel, igualmente aprobado por Dios. Si existía un mar de bronce, o su equivalente, para los bautismos, no lo sabemos. Probablemente no lo había, como lo demuestra la necesidad de que el hijo de Zacarías bautizara en el Jordán, cerca de Betábara. Sin embargo, las ordenanzas sacrificiales sí podían llevarse a cabo, y de hecho se realizaban, como correspondía que así fuera; el incienso sagrado seguía ascendiendo al Señor, y las luces sagradas seguían brillando desde los candelabros en el lugar santo.
Los dibujos del templo, basados en los relatos registrados y en descubrimientos arqueológicos, coinciden en términos generales respecto a la disposición de muros, puertas, pórticos, atrios y altares. Sin embargo, todos los investigadores independientes han llegado a conclusiones diferentes en muchos puntos, y todos se enfrentan a problemas que no pueden resolver. Sin duda, esto debe ser así, y no hay razón para suponer que las cosas de Dios —los lavamientos, unciones, investiduras, sellamientos, matrimonios, “conversaciones” y demás, que nuestras revelaciones indican que se realizaban en los templos antiguos— llegarán alguna vez a descubrirse por la sabiduría de los hombres.
Según los mejores datos disponibles, el muro que rodeaba el recinto del templo —y el muro y todo lo que estaba dentro, en el sentido pleno, se consideraba el templo— medía 5,085 pies (aproximadamente 1.55 kilómetros), apenas 195 pies menos de una milla completa. Algunas piedras de estos muros medían entre 6 y 12 metros de largo y pesaban más de cien toneladas cada una. Dentro del espacio casi rectangular así delimitado, podían reunirse con facilidad y comodidad decenas y hasta cientos de miles de adoradores al mismo tiempo. El número de 210,000 personas ha sido citado como la cantidad de asistentes reunidos en el gran atrio en una sola ocasión. Las cuatro puertas principales al área del templo estaban en el muro oeste, donde se halla el valle del Tiropeón. También había una puerta al norte, otra al este, donde corre el valle de Cedrón, y dos más al sur.
Justo dentro de los cuatro muros había pórticos, es decir, galerías o corredores. Sobre esta área de pórticos había un techo plano, sostenido por tres filas de columnas corintias, cada una tallada en un solo bloque de mármol y de unos 11.5 metros de alto. El pórtico Real, en el lado sur, estaba sostenido por 160 columnas dispuestas en cuatro filas de 40 columnas cada una. El Pórtico de Salomón se hallaba en el lado este. En todos los pórticos era costumbre que la gente se reuniera para tener discusiones sobre el evangelio, e incluso es posible que hubiera bancos o asientos en ellos. En uno de ellos, el joven Jesús —cuando tenía solo doce años— fue hallado por José y María discutiendo con doctores y sabios; en todos ellos el Señor enseñó su doctrina en diversas ocasiones; y el Pórtico de Salomón es mencionado por nombre como el lugar, durante la Fiesta de la Dedicación, donde afirmó con claridad la doctrina de su filiación divina, diciendo: “Yo y el Padre uno somos.” (Juan 10:30.)
Fue en estos sagrados pórticos —galerías o salas, si se prefiere— donde los primeros santos se reunían “perseverando unánimes cada día en el templo… alabando a Dios” y procurando conocer y hacer su voluntad. (Hechos 2:46–47.) Los pórticos, desde el punto de vista arquitectónico, eran una de las características más notables del templo, y desde el punto de vista espiritual, eran los centros —pues el significado verdadero de las ordenanzas sacrificiales en gran parte se había perdido— donde se enseñaron muchas de las verdades del templo en los días de Jesús.
Dentro de los muros y sus pórticos se encontraba el atrio de los gentiles, un área pavimentada con mármol, a la cual todas las personas eran bienvenidas, tanto judíos como gentiles. Se esperaba de todos la debida reverencia y decoro, y había letreros, en griego y en latín, que advertían a los gentiles que no entraran al edificio del templo bajo pena de muerte. Fue en este atrio público donde se vendían bueyes, ovejas y palomas para los sacrificios, y de donde nuestro Señor, indignado, expulsó a quienes —según dijo— habían convertido la casa de su Padre en una cueva de ladrones.
En cuanto al edificio del templo propiamente dicho, contenía el atrio de las mujeres, con sus cofres para las ofrendas caritativas, lugar en el cual Jesús probablemente hizo su comentario sobre la ofrenda de la viuda. También contenía el atrio de Israel y el de los sacerdotes, en el cual se encontraba el gran altar de piedras sin labrar, que medía aproximadamente 14.6 metros cuadrados en la base, 11 metros en la parte superior y tenía una altura de 4.6 metros. En el templo también se hallaba el lugar santo, que contenía la mesa del pan de la proposición, el candelabro de oro y el altar del incienso. Y finalmente, con un velo que lo separaba del lugar santo, se hallaba el Lugar Santísimo, un santuario de unos 9 metros por lado, que ahora estaba vacío salvo por una gran piedra —ubicada en el lugar donde deberían haber estado el arca, el propiciatorio y los querubines— y sobre la cual el sumo sacerdote rociaba la sangre cada año en el Día de la Expiación.
En dimensiones generales, el templo propiamente dicho, incluyendo los escalones y un “pórtico” a cada lado, medía unos 46 metros por lado. Sus cimientos descansaban sobre inmensos bloques de mármol blanco recubiertos de oro; cada bloque, según Josefo, medía aproximadamente 20.5 por 2.7 metros. Los breves datos aquí ofrecidos, aunque suficientes para nuestros propósitos, no alcanzan a describir la grandeza, la magnificencia y la perfección arquitectónica de esta casa sagrada, una casa que fue verdaderamente uno de los mayores edificios de cualquier época y que también fue verdaderamente una casa del Señor.
Una cosa es tener un edificio de templo grandioso y arquitectónicamente perfecto, construido con los materiales más costosos que puedan producir las riquezas de los reinos; y otra muy distinta es tener uno en el que el Espíritu de Dios more en toda su plenitud. Aunque ambos pueden ser casas del y para el Altísimo, uno supera al otro infinitamente en valor y gloria eternos. Como tan acertadamente dice Edersheim:
“Para el judío devoto y sincero, el segundo templo debía parecer, en comparación con ‘la casa en su primera gloria’, como ‘nada’. Es cierto que, en esplendor arquitectónico, el segundo, tal como fue restaurado por Herodes, superó con creces al primer templo. Pero, a menos que la fe reconociera en Jesús de Nazaret al ‘Deseado de todas las naciones’, quien ‘llenaría esta casa de gloria’, habría sido difícil trazar otra comparación que no fuese triste. Es evidente que ya no existían los verdaderos elementos de la gloria del templo. El Lugar Santísimo estaba completamente vacío: el arca del pacto, con los querubines, las tablas de la ley, el libro del pacto, la vara de Aarón que reverdeció y la vasija del maná ya no estaban en el santuario. El fuego que había descendido del cielo sobre el altar se había extinguido. Lo más solemne aún: la presencia visible de Dios en la Shejiná faltaba. Tampoco podía conocerse la voluntad de Dios mediante el Urim y el Tumim, ni siquiera el sumo sacerdote podía ser ungido con el aceite sagrado, cuya composición era ya desconocida.” (The Temple, págs. 61–62.)
Y así sucede siempre que el pueblo del Señor no camina fielmente según la luz que ha recibido. Aunque siguen disfrutando de todo lo que su menguada capacidad espiritual les permite, aquello que una vez fue suyo —y que aún podría reposar sobre ellos con poder— les es retenido.
Durante mil quinientos años —mientras vagaban por el desierto cerca de las fronteras de su tierra prometida; mientras seguían el camino establecido por sus jueces inspirados; mientras llevaban el yugo forjado por sus reyes despóticos; mientras enfrentaban el dominio asirio o eran llevados cautivos a Babilonia; mientras eran liberados de la esclavitud y regresaban a las colinas de Jerusalén; mientras sufrían la tiranía de Antíoco Epífanes o padecían durante la era de los Macabeos; mientras eran saqueados por Roma o gobernados por Antípater, el idumeo, y todos los Herodes que descendieron de él; e incluso mientras el mismo Hijo de Dios ministraba entre ellos— durante todos esos largos años, el templo fue el centro de la religión judía.
Hacia el templo se dirigía todo aquel que buscaba refrigerio espiritual, y desde él fluían corrientes de agua viva. A él acudían las multitudes de Israel para celebrar sus grandes fiestas religiosas. En sus atrios se ofrecían sacrificios, se perdonaban pecados y se santificaban las almas. En sus pórticos se enseñaban las verdades de la salvación, y dentro de sus muros los fieles se congregaban para renovar sus convenios y ofrecer sus votos y sacrificios al Altísimo. En sus altares, administradores legítimos ofrecían los sacrificios que eran inmolados en similitud del sacrificio del Hijo de Dios. Detrás de su velo y en su Lugar Santísimo, una vez al año, el sumo sacerdote hacía expiación por los pecados del pueblo, y en ocasiones descendía fuego del cielo para consumir las ofrendas en sus altares, y la Presencia Divina, la Shejiná, moraba visiblemente entre los querubines. No hay manera de exagerar ni dramatizar en exceso el lugar y el poder del templo en la vida del pueblo judío.
“Dondequiera que un romano, un griego o un asiático pudiera vagar, podía llevar consigo a sus dioses, o encontrar ritos afines a los suyos. Era muy diferente para el judío.
Él tenía un solo Templo, el de Jerusalén; un solo Dios, Aquel que una vez había entronizado entre los querubines y que aún era Rey sobre Sion. Ese Templo era el único lugar donde un sacerdocio puro, designado por Dios, podía ofrecer sacrificios aceptables, ya fuera para el perdón de los pecados o para la comunión con Dios. Allí, en la oscuridad impenetrable del santuario más interno —al cual solo el sumo sacerdote podía entrar una vez al año para la expiación más solemne— había estado el Arca, guía del pueblo hacia la Tierra Prometida, y el estrado sobre el que reposaba la Shejiná. Desde aquel altar de oro se elevaba la dulce nube de incienso, símbolo de las oraciones aceptadas de Israel; aquel candelabro de siete brazos esparcía su luz perpetua, indicio del resplandor de la Presencia del Pacto de Dios; sobre aquella mesa, como ante el rostro de Jehová, se colocaba cada semana ‘el Pan de la Presencia’, una constante comida sacrificial que Israel ofrecía a Dios, y con la cual Dios, a su vez, alimentaba a su sacerdocio escogido. Sobre el gran altar de los sacrificios, rociado con sangre, ardían las ofrendas diarias y festivas, traídas por todo Israel y para todo Israel, estuviesen donde estuviesen; mientras que los vastos atrios del Templo se llenaban no solo de palestinos nativos, sino literalmente de ‘judíos de todas las naciones bajo el cielo’. Alrededor de ese Templo se reunían los recuerdos sagrados del pasado, y a él se aferraban las esperanzas aún más brillantes del futuro. La historia de Israel y todas sus perspectivas estaban entrelazadas con su religión, de modo que podría decirse que sin su religión no tenían historia, y sin su historia no tenían religión. Así, la historia, el patriotismo, la religión y la esperanza apuntaban por igual a Jerusalén y al Templo como el centro de la unidad de Israel.” (Edersheim, 1:3–4).
Pero todo esto estaba por terminar. Las verdaderas ordenanzas sacrificiales solo podían realizarse en similitud del Sacrificio Eterno que habría de venir. Cuando el Cordero de Dios —el Cordero Pascual Eterno— permitió que lo sacrificaran por los pecados del mundo, ya no fueron necesarias las similitudes sacrificiales que apuntaban y prefiguraban su sacrificio expiatorio. Y cuando cesó la necesidad de sacrificios, también cesó la necesidad de altares y lugares de sacrificio. Todos los templos de todas las épocas hasta entonces habían sido construidos como santuarios donde debían ofrecerse holocaustos. Eran los verdaderos centros de adoración para los santos antiguos, pero sus propósitos ya se habían cumplido y su utilidad como santuarios sacrificiales había llegado a su fin. Los templos del futuro, las casas del Señor que aún habrían de construirse, los santuarios santos a los que acudirían los santos del porvenir, serían edificados de acuerdo con las necesidades de la nueva dispensación.
Y así fue que el templo de Herodes murió—no en paz y serenidad, rodeado de hijos y seres queridos; no con la calma y la seguridad que acompaña el fallecimiento de los fieles; no con la esperanza de una vida mejor que vive en el corazón de los santos—sino que el templo de Herodes murió en agonía; murió de corrupción interna y sufrimiento; murió con una espada al cuello y siendo devastado por bestias salvajes; murió con la conciencia abrasadora que presagia los fuegos sulfurosos del infierno; murió aterrorizado bajo la mano de Tito. Y ni siquiera se le concedió una sepultura digna: en sus agonías finales sus santuarios fueron saqueados, su oro y sus tesoros se convirtieron en botín de guerra, y, conforme a las profecías, no quedó piedra sobre piedra. Si se hubiera colocado una estela de piedra en el terreno que una vez fue sagrado —el suelo donde la lucha por la vida solo trajo muerte— habría llevado una inscripción como esta: “Asesinado en el año 70 d.C., junto con 1.100.000 de los hombres de Israel, cuyo centro de adoración fue este—por gentiles romanos—como corresponde a una casa celestial que fue profanada y convertida en cueva de ladrones por quienes tenían su custodia”.
Los templos judíos del futuro
El templo judío—nombrado en honor al odiado Herodes, un judío idumeo, uno de los gobernantes más disolutos y malvados que jamás cometió iniquidad entre el pueblo escogido—fue totalmente destruido, como bien debió serlo, en aquel día en que Jerusalén comenzó a ser hollada por los gentiles. Pero cuando llegue la plenitud de los gentiles, y los judíos vuelvan a creer en el verdadero Mesías y adoren al Padre en su nombre, habrá de nuevo un templo en Jerusalén—un templo nombrado en honor a su amado Señor, Jesucristo de Nazaret, un judío galileo, el único Hombre perfecto de toda la raza escogida.
El templo de Herodes se convirtió en polvo porque la nación judía, cuyo centro de adoración era, rechazó a su Mesías y eligió seguir su propio camino desviado. Una casa del Señor —del Señor Jesucristo, el Mesías de los judíos—se levantará nuevamente en Jerusalén, quizás en el mismo sitio donde estuvo el antiguo templo sagrado, porque el remanente de Judá aceptará a su Rey, creerá en su evangelio y andará en sus caminos. Un templo santo, la casa del Señor—un santuario sagrado con su Lugar Santísimo, donde la Presencia Divina, la antigua Shejiná, volverá a manifestarse a Israel—será edificado en la antigua Jerusalén.
Será construido por judíos: judíos que creen en Cristo; judíos que se han convertido a la verdad; judíos que son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; judíos que nuevamente poseen los poderes y sacerdocios que tenían sus antepasados. Las llaves y poderes mediante los cuales se construyen templos residen en el Presidente de la Iglesia, el sumo sacerdote que preside entre el pueblo del Señor en los últimos días. Estas llaves, conferidas por ministrantes angélicos—Moisés, Elías, Elías el Profeta y otros—sobre José Smith y Oliver Cowdery, han sido transmitidas por sucesión directa y descansan sobre el profeta de Dios en la tierra, aquel que, por así decirlo, lleva el manto de José Smith. Y así será como los judíos edificarán su templo, y los judíos que lo hagan serán mormones: serán judíos que son santos convertidos y bautizados de los últimos días.
En un discurso sobre la Segunda Venida de Cristo, dado el 6 de abril de 1843, el profeta José Smith dijo:
“Judá debe regresar. Jerusalén debe ser reconstruida, y el templo también, y saldrá agua de debajo del templo, y las aguas del Mar Muerto serán sanadas. Tomará algún tiempo reconstruir los muros de la ciudad y el templo, etc.; y todo esto debe hacerse antes de que el Hijo del Hombre haga Su aparición.” (Teachings, pág. 286).
En una revelación dada a José Smith el 3 de noviembre de 1831, el Señor dijo:
“Que ellos… los que están entre los gentiles huyan a Sion”, la cual en ese entonces se estaba estableciendo en América. “Y que aquellos que sean de Judá huyan a Jerusalén, a los montes de la casa del Señor” (D. y C. 133:12–13). Es decir, que los judíos se reúnan en su propia Jerusalén, una ciudad edificada sobre cuatro colinas o montañas, una ciudad en cuyas montañas edificarán la casa del Señor a su debido tiempo.
Estas palabras proféticas modernas, sobre el regreso de Judá y la construcción de un templo en Jerusalén, hacen alusión a otras palabras proféticas antiguas que establecen con gran claridad que los judíos aún edificarán tal casa en la Jerusalén antigua. A continuación, observaremos lo que dijeron tres de los profetas de Judá —Malaquías, Zacarías y Ezequiel— al respecto.
Malaquías, al hablar de la Segunda Venida del Mesías, pregunta: “¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?”. Sobre ese día glorioso, este antiguo profeta dice del Señor: “Él se sentará como fundidor y purificador de plata; y purificará a los hijos de Leví, y los acrisolará como a oro y como a plata, y ofrecerán al Señor ofrenda con justicia. Y será grata al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados y como en los años antiguos” (Malaquías 3:1–6).
¿Ofrecerán los hijos de Leví, aquellos antiguos ministros levíticos, sacrificios nuevamente en la Segunda Venida, “como en los días pasados y como en los años antiguos”? Hablaremos de esto con más detalle en el próximo capítulo al analizar el sistema mosaico de sacrificios que operaba en los días de Jesús. Por ahora, basta con observar que cuando Juan el Bautista confirió nuevamente el Sacerdocio Aarónico a los mortales, aludió a estas mismas palabras de Malaquías al decir que este orden Aarónico restaurado “no será quitado de la tierra hasta que los hijos de Leví vuelvan a ofrecer al Señor una ofrenda en justicia” (D. y C. 13:1).
Zacarías, también al hablar del regreso de nuestro Señor con poder y gran gloria —”vendrá el Señor mi Dios, y con él todos los santos”— dijo: “Y acontecerá en aquel día que saldrán aguas vivas de Jerusalén, la mitad de ellas hacia el mar oriental [el Mar Muerto], y la otra mitad hacia el mar occidental [el Mediterráneo]; en verano y en invierno ocurrirá. Y el Señor será rey sobre toda la tierra; en aquel día habrá un solo Señor, y uno será su nombre”.
Este es el día milenario cuando el Señor reinará personalmente sobre la tierra y cuando, como dijo el Profeta, “saldrá agua de debajo del templo”.
Zacarías continúa: “Y acontecerá que todos los que queden de todas las naciones que vinieron contra Jerusalén [la mayoría de las personas habrán sido destruidas en las guerras y desolaciones relacionadas con la Segunda Venida] subirán de año en año para adorar al Rey, el Señor de los Ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos”, fiesta que antiguamente se centraba en el templo y sus ceremonias.
Zacarías también dice —y aquí se menciona tanto el templo como los sacrificios—:
“En aquel día estará grabado sobre las campanillas de los caballos: SANTIDAD A JEHOVÁ; y las ollas en la casa del Señor [el templo] serán como los tazones delante del altar. Y toda olla en Jerusalén y en Judá [habla de la Jerusalén antigua y de la tierra de Judá, no de la Nueva Jerusalén en América] será consagrada al Señor de los Ejércitos; y todos los que ofrezcan sacrificio [¿no son estos los hijos de Leví?] vendrán y tomarán de ellas y cocerán en ellas; y en aquel día no habrá más mercader cananeo en la casa del Señor de los Ejércitos” (Zacarías 14).
Con respecto a esta última restricción sobre quién puede entrar en la casa del Señor, conviene recordar que en la antigüedad cualquiera podía entrar en el atrio de los gentiles, un permiso que será revocado en ese día milenario cuando todos estén convertidos a la verdad.
Ezequiel tiene mucho más que decir sobre la casa de Judá en los últimos días que cualquiera de sus compañeros profetas, o quizá más que todos los otros profetas de Israel juntos. Doce de los cuarenta y ocho capítulos del libro de Ezequiel tratan del tema general aquí implicado. En el capítulo 37 se halla la gloriosa visión de la resurrección, en la cual los huesos secos de Israel salen de sus tumbas; el aliento entra en cada persona; tendones, carne y piel cobran una nueva vida; toda la casa de Israel vuelve a vivir; se levantan, se ponen en pie y marchan como un gran ejército; y entonces —en gloria resucitada— heredan la tierra prometida a Abraham y a su descendencia para siempre. Asociado a esto está la aparición del Palo de José —el Libro de Mormón— en manos del Efraín de los últimos días, para unirse al Palo de Judá —la Biblia—, siendo estos dos volúmenes de escritura sagrada destinados a llevar el mensaje de salvación a todo Israel.
Entonces, según registra Ezequiel, el Señor dice: “He aquí, yo tomaré a los hijos de Israel de entre las naciones a donde fueron, y los recogeré de todas partes, y los traeré a su propia tierra”. Volverán a su antigua Palestina, la misma tierra donde sus padres pusieron los pies.
“Y los haré una sola nación en la tierra, en los montes de Israel; y un rey será rey de todos ellos; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos”. Ya no reinará Roboam en Judá ni Jeroboam en Efraín. Tendrán un solo Rey, el Señor de los ejércitos, quien reinará personalmente sobre la tierra; el tiempo del reino dividido, de dos naciones del pueblo escogido, cesará. Israel será uno solo.
“Ni se contaminarán ya más con sus ídolos, ni con sus abominaciones, ni con ninguna de sus transgresiones; y los salvaré de todas sus rebeliones con que pecaron, y los limpiaré; y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios”. Por fin, después de adorar a dioses falsos, a los dioses de los credos; después de seguir prácticas malas y detestables de hombres carnales; después de estar en un estado apóstata y degenerado por siglos, su Señor antiguo los salvará. Serán limpiados por el bautismo: una vez más serán el pueblo del Señor, y Él será su Dios.
“Y mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos, y guardarán mis estatutos y los pondrán por obra. Y habitarán en la tierra que di a mi siervo Jacob, en la cual habitaron vuestros padres; en ella habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos para siempre; y mi siervo David será príncipe de ellos para siempre”. ¿Qué sucederá con Israel, tanto Judá como Efraín? Serán una sola nación y tendrán un solo Rey, incluso David, que es Cristo, y Él reinará sobre ellos para siempre. Él es el único Señor y el único Pastor sobre toda la tierra. Andarán en sus estatutos y en sus juicios: guardarán sus mandamientos y vivirán sus preceptos del evangelio. ¿Y dónde habitarán? En la tierra dada a Jacob, la antigua Canaán, la Palestina judía, la Tierra Santa donde también vivió nuestro Señor durante su vida mortal. ¿Y por cuánto tiempo habitarán allí? Ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos habitarán allí para siempre. Los mansos heredarán la tierra. Esto no significa que no haya otras tierras de promesa, y que la tierra americana de José no se convierta en herencia de los nefitas y de aquella porción de Israel de los últimos días que está, en su mayoría, en el reino restaurado; pero sí significa que el Israel de los días de Ezequiel, que era judío, habitará en la tierra de la antigua Jerusalén, donde se edificará su templo.
“Haré además con ellos un pacto de paz, pacto perpetuo será con ellos; y los estableceré y los multiplicaré, y pondré mi santuario entre ellos para siempre. Estará en medio de ellos mi tabernáculo; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y sabrán las naciones que yo, Jehová, santifico a Israel, estando mi santuario en medio de ellos para siempre”.
El pacto de paz, el pacto eterno, es el evangelio: el evangelio del Señor Jesucristo, el evangelio restaurado por medio de José Smith y sus asociados. Contiene ese plan de salvación que requiere la edificación de templos para que todas las ordenanzas de salvación y exaltación puedan efectuarse tanto para los vivos como para los muertos. Por su misma naturaleza, el santuario del Señor, su templo, estará en medio de sus congregaciones; de lo contrario, no serían su pueblo. Tenemos, entonces, una profecía expresa de la edificación del santuario del Señor, no solo en el Condado de Jackson donde se construirá la Nueva Jerusalén, sino también en la Jerusalén antigua, en la tierra de Judá, entre el pueblo descendiente de aquellos que adoraron allí en el Templo de Salomón, en el de Zorobabel y en el de Herodes.
Habiendo establecido este fundamento relativo a la conversión y la gloria de Israel en los últimos días, con particular énfasis en la parte judía de ese pueblo, Ezequiel, en los capítulos 38 y 39, habla de las guerras y desolaciones relacionadas con la Segunda Venida. Luego, en los capítulos 40 al 48, se dedica a detallar —y los detalles son sumamente específicos— lo que ha llegado a conocerse como el Templo de Ezequiel.
Los eruditos mundanos, al no conocer los propósitos del Señor con respecto a su pueblo, al no comprender la doctrina de la congregación de Israel en los últimos días, al no estar al tanto de que el evangelio iba a ser restaurado en los postreros días, al no saber que los templos son esenciales para la salvación de los hombres sin importar en qué época vivan, han asumido que el Templo de Ezequiel no fue ni será construido. La verdad es que su construcción está aún por venir. Sin duda, algunas de las declaraciones relacionadas con él son figurativas, aunque está claro que ciertas ordenanzas sacrificiales todavía han de llevarse a cabo.
Está claro que el Templo de Ezequiel, que será construido por los judíos en Jerusalén, está destinado para uso milenario. En el capítulo 43, por ejemplo, el Señor lo llama específicamente: “el lugar de mi trono, y el lugar donde posaré las plantas de mis pies, donde habitaré en medio de los hijos de Israel para siempre”. Es decir, será el lugar de su trono durante el Milenio, cuando habite entre la casa de Israel, y fue el lugar donde posaron las plantas de sus pies cuando moró en la tierra como mortal. En este mismo capítulo, dice que su casa será edificada “sobre la cima del monte”.
En el capítulo 47 hallamos las declaraciones a las que aludió el Profeta (José Smith) cuando dijo que “saldrían aguas de debajo del templo, y se sanarían las aguas del Mar Muerto”. El lenguaje de Ezequiel es el siguiente: “Salieron aguas de debajo del umbral de la casa hacia el oriente… Estas aguas salen hacia la región del oriente, y descendiendo al Arabá, entrarán en el mar; y al ser vertidas en el mar, las aguas serán sanadas.”
La expresión final de Ezequiel, en relación con la Jerusalén antigua donde estará el templo, es: “Y el nombre de la ciudad desde aquel día será: El Señor está allí.”
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Capítulo 8
Los Sacrificios Mosaicos en la Época de Jesús
¿Por qué ofreces sacrificios al Señor? (Moisés 5:6.)
Sacrificios del Evangelio — Pasado y Futuro
Todas las cosas dan testimonio de Cristo —las cosas que están en los cielos arriba, y en la tierra abajo, y en las aguas debajo de la tierra— todas dan testimonio del Señor: de su poder creador; de su gracia redentora; de su bondad y misericordia hacia nosotros. Desde el polvo muerto de los desiertos hasta la luz viviente de los luminarios celestiales; desde la ameba en su baba primordial hasta los hijos de Dios que reinan en gloria inmortal; desde lo más bajo hasta lo más alto, y desde el menor hasta el mayor—todas las cosas, tanto animadas como inanimadas, dan testimonio de Aquel a quien pertenecemos y por quien tenemos vida, aliento y todas las cosas.
Todas las ordenanzas del evangelio, todos los ritos religiosos revelados desde el cielo, todas las prácticas y formalismos de la ley de Moisés —todos dan testimonio de Cristo, todos están ordenados de tal manera, todos se ejecutan de tal forma que simbolizan algo sobre Él y su ministerio. Y aquellas ordenanzas y prácticas que enseñan las verdades relativas a su expiación infinita y eterna son las más importantes y perfectas de todas. Las tres ordenanzas que sobresalen en este aspecto son el bautismo, la Santa Cena y el sacrificio, siendo los ritos sacrificiales los que presentan las mejores similitudes entre las tres.
Los bautismos, en todas las épocas, se realizan por inmersión en el agua en similitud de la muerte, sepultura y resurrección de Cristo. Cuando las personas bautizadas son sepultadas con Cristo en el bautismo, mueren respecto a las cosas carnales de este mundo. Cuando salen de su tumba acuática, es con una nueva vida: son, por así decirlo, “resucitados” a una vida mortal continua de rectitud. Los elementos de agua, sangre y espíritu, que estuvieron presentes en la expiación, también están presentes en cada bautismo. Así, cada ordenanza bautismal centra la atención en la expiación, en la misma expiación en virtud de la cual la ordenanza del bautismo obtiene eficacia, virtud y fuerza.
Los emblemas sacramentales, el pan y el vino o agua, son administrados por autoridad aarónica en similitud y en recuerdo de la carne quebrantada y la sangre derramada de nuestro Redentor. Por medio de esta sagrada ordenanza los santos de Dios renuevan el convenio previamente hecho en las aguas del bautismo: mediante ella renuevan su convenio de guardar los mandamientos y se les promete, a cambio, la compañía del Espíritu Santo en esta vida y la vida eterna en los mundos venideros. Y, de manera similar, cuando se ofrecían sacrificios apropiados —y a lo largo de la historia israelita también se realizaban por autoridad aarónica y en similitud del sacrificio expiatorio del Hijo— estos también eran ocasiones para renovar el convenio de salvación que se había hecho en las aguas del bautismo. Los sacrificios antes de la venida del Mesías y la ordenanza sacramental después, servían ambos al mismo propósito en el gran y eterno plan de las cosas.
Los sacrificios se practicaron primero como ordenanzas del evangelio. Precedieron a Moisés y su ley: eran administrados por autoridad del sacerdocio de Melquisedec: y Adán fue el primer administrador legal que utilizó las similitudes involucradas. Él y Eva fueron mandados por el Señor “que adoraran al Señor su Dios, y que ofrecieran los primogénitos de sus rebaños, como ofrenda al Señor. Es evidente que este mandamiento contenía las instrucciones divinas respecto a cómo y de qué manera debían realizarse las ordenanzas recién reveladas; y cuando Adán, actuando conforme a la revelación, obedeció la voluntad divina, un ángel descendió y le preguntó: “¿Por qué ofreces sacrificios al Señor?” Adán respondió: “No lo sé, salvo que el Señor me lo mandó”. Entonces el ángel reveló el gran principio subyacente que rige todas las verdaderas ordenanzas sacrificiales: “Este sacrificio es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, que está lleno de gracia y de verdad. Por tanto, harás todas las cosas que hagas en el nombre del Hijo, y te arrepentirás y clamarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás.” (Moisés 5:5–8.)
Desde aquel día adámico hasta que nuestro Señor derramó su propia sangre en sacrificio por los pecados del mundo, el sistema sacrificial permaneció vigente entre su pueblo. Siempre que había administradores legales que poseían la verdad, se ofrecían sacrificios que prefiguraban el sacrificio venidero del Cordero de Dios. Estas ordenanzas eran tan fundamentales y esenciales para el verdadero sistema de adoración, y estaban tan arraigadas en todo devoto, que incluso continuaron entre grupos apóstatas. Aunque los hombres cambiaron las ordenanzas y quebrantaron el convenio eterno, la mayoría aún conservaba sacrificios y ofrendas quemadas en una u otra forma. Al no saber que el verdadero sistema sacrificial fue revelado al primer hombre; al no saber que continuó sin variación entre los fieles; y al no saber que luego fue imitado en una forma pervertida entre pueblos apóstatas, se ha supuesto —erróneamente— que es una práctica que cada nación en evolución ha desarrollado por sí misma.
Edersheim, curiosamente, no está muy lejos de la verdad cuando presenta la idea de que las prácticas sacrificiales llegaron instintivamente a la posteridad de Adán. “Podríamos argumentar, a partir de su universalidad”, dice, “que, junto con el reconocimiento de un poder Divino, el vago recuerdo de un pasado feliz y la esperanza de un futuro más dichoso, los sacrificios pertenecían a las tradiciones primordiales que la humanidad heredó del Paraíso. Sacrificar parece ser tan ‘natural’ para el hombre como orar: el uno indica lo que siente sobre sí mismo, el otro lo que siente acerca de Dios. El primero expresa una necesidad sentida de propiciación; el segundo un sentido percibido de dependencia.” (The Temple, págs. 106–107.)
Pero el hecho es que las ofrendas sacrificiales eran ordenanzas reveladas del evangelio. Durante más de dos mil quinientos años, desde Adán hasta Moisés, todos aquellos que poseían el evangelio también ofrecían sacrificios. Cuando se añadió la ley de Moisés al sistema del evangelio, entonces, durante casi mil quinientos años, estas ordenanzas —modificadas, ampliadas y detalladas minuciosamente— fueron practicadas como parte del sistema mosaico.
Cuando el Cordero de Dios, en Getsemaní y en el Gólgota, llevó a cabo la expiación infinita y eterna y permitió que se le diera muerte por los pecados del mundo, se tenía la intención de que las ordenanzas sacrificiales que prefiguraban ese acontecimiento trascendental cesaran. Nadie ha explicado con tanta claridad y sencillez por qué esto debía ser así como lo hizo el profeta Amulek. “Según el gran plan del Dios Eterno”, dijo, “es necesario que se haga una expiación; o de lo contrario, toda la humanidad necesariamente perecerá… Es conveniente que haya un gran y último sacrificio; sí, no un sacrificio de hombre, ni de bestia, ni de ninguna especie de ave; porque no ha de ser un sacrificio humano; sino que debe ser un sacrificio infinito y eterno… y entonces deberá cesar —o es conveniente que cese— el derramamiento de sangre: entonces se cumplirá la ley de Moisés; sí, se cumplirá toda, hasta la última jota y tilde, y no pasará ninguna parte de ella. Y he aquí, este es todo el significado de la ley, cada parte señalando a aquel gran y último sacrificio: y ese gran y último sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno.” (Alma 34:9–14.)
Apareciendo en gloria resucitada ante sus parientes nefitas, nuestro Señor afirmó el fin del antiguo orden y anunció el comienzo del nuevo. “Por mí viene la redención”, dijo, “y en mí se cumple la ley de Moisés… Y no me ofreceréis más el derramamiento de sangre.” Es el Señor Jesucristo quien habla, el mismo que es el Señor Jehová, lo cual significa que los sacrificios antiguos se ofrecían a Cristo. “Sí, vuestros sacrificios y vuestros holocaustos serán quitados; no aceptaré ninguno de vuestros sacrificios y holocaustos. Y me ofreceréis en sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito.” (3 Nefi 9:17–20).
Fue durante este ministerio en América que nuestro Señor instituyó en el Nuevo Mundo, tal como lo había hecho en Jerusalén y en el Viejo Mundo, la ordenanza sacramental en la cual se comía pan partido en recuerdo de su cuerpo y se bebía vino en recuerdo de su sangre. Desde aquel día bendito en adelante, el sacramento reemplazó a los sacrificios, excepto que, como parte de la restauración de todas las cosas —y entonces sólo de forma limitada— se volverán a ofrecer sacrificios de sangre. Fue sobre estas futuras ordenanzas sacrificiales que profetizó Malaquías, en un contexto descriptivo de la Segunda Venida del Hijo del Hombre, diciendo que el Señor que regresará “purificará a los hijos de Leví… para que ofrezcan al Señor ofrenda en justicia”. De esta ofrenda, que se realizará “en Judá y en Jerusalén”, la profecía afirma que será “agradable al Señor, como en los días antiguos, y como en los años pasados”. (Malaquías 3:1–5).
Fue a estos sacrificios a los que aludió Ezequiel al describir la naturaleza y el uso del templo que aún ha de construirse en Jerusalén. Y para que pudieran ser realizados por levitas que una vez más fueran administradores legales, Juan el Bautista —un levita, con el derecho antiguo de ofrecer sacrificios, y que fue de hecho el último sacerdote levítico que tuvo las llaves del ministerio— restauró el orden antiguo de Aarón al decir a José Smith y a Oliver Cowdery, al hacerlo: “esto nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Leví vuelvan a ofrecer al Señor una ofrenda en justicia”. (DyC 13:1
Los Sacrificios en el Templo de Herodes
En nuestra época —la que, en nuestra autocomplaciente presunción, nos complace designar como una era de iluminación y logros intelectuales— miramos con cierto desdén los ritos religiosos que requerían el sacrificio de corderos y aves, y la aspersión de su sangre de manera específica y ritual. En nuestra sofisticación moderna, suponemos que hemos superado la aparente barbarie de aquellas ordenanzas sacrificiales que exigían la muerte de bueyes, ovejas y novillas rojas; que pedían que un macho cabrío expiatorio llevara los pecados del pueblo al desierto; y que imponían el hedor, los excrementos y la suciedad de bestias moribundas sobre quienes buscaban comunicarse con la Deidad en lugares santos. Nos complace reemplazar los sacrificios diarios con las ordenanzas sacramentales semanales; participar de los emblemas de su carne rota y su sangre derramada, en lugar de quemar las primicias de nuestros rebaños sobre altares de piedra; renovar el convenio hecho en las aguas del bautismo al participar del pan y del agua en la quietud de una capilla, en lugar de quemar carne de animales en medio de ruidos de muerte y balidos que acompañaban a las ordenanzas sacrificiales.
Pero, independientemente de lo que nuestras sensibilidades excesivamente sofisticadas nos lleven a suponer, los hechos siguen siendo que los sacrificios fueron instituidos por el manso y misericordioso Jesús; que fueron establecidos, en forma y manera, para testificar de su sacrificio expiatorio; que fueron tan esenciales para la salvación de los hombres en la antigüedad como el sacramento lo es para la nuestra hoy; y que fueron realizados con autoridad divina, por administradores legales, durante todo ese período de cuatro mil años que se extendió desde el día en que el primer hombre fue expulsado de su hogar en el Edén hasta el día en que el precursor de nuestro Señor bautizó en el Jordán, cerca de Betábara. En contraste, sólo han pasado doscientos o trescientos años en los que administradores legales, investidos con poder desde lo alto, han realizado ordenanzas sacramentales que en verdad sean vinculantes en la tierra y selladas en los cielos.
A menos que tengamos más que un conocimiento superficial de lo que implicaban las ordenanzas sacrificiales; a menos que sepamos por qué y cómo el Señor trató con su pueblo por medio de este tipo de formalismo; a menos que captemos la visión de las similitudes del sacrificio —y en muchos aspectos, estas son incluso mejores que las que se encuentran en el sacramento—, nunca podremos comprender la vida y el ministerio del Hombre Jesús tan plenamente como deberíamos. Y no hablamos simplemente de una vaga y general conciencia de que los sacrificios se realizaban en similitud del sacrificio del Hijo de Dios, lleno de gracia y de verdad, sino de una conciencia de suficientes detalles y rituales como para visualizar cómo y de qué manera testificaban de Aquel cuya vida estudiamos.
No es necesario extraer de los escritos de Moisés, el hombre de Dios, todo lo que está establecido en relación con las prácticas sacrificiales. Podrían escribirse volúmenes exponiendo lo que el antiguo legislador registró, sin hablar siquiera de la manera en que su consejo fue seguido o pervertido, según el caso, tanto en Israel como entre aquellos que no conocían el sistema mosaico. En lugar de ello, nos referiremos a las ofrendas sacrificiales que los judíos ofrecían en el gran altar del santo templo en Jerusalén en los días de Jesús. Estas son las ordenanzas que Jesús aprendió mientras crecía en su hogar judío. Son las que deberían haber presentado a sus hermanos judíos a su Señor y Rey.
Desafortunadamente, para la mayoría de sus hermanos, habían perdido la comprensión verdadera y correcta de estos ritos sagrados. Aunque ejecutaban de manera mecánica y lo mejor que podían lo que habían recibido de sus padres; aunque eran estrictos y vigilantes al conformarse a la voluntad divina tal como la comprendían —y las ordenanzas en sí eran virtualmente idénticas a las de los días antiguos—, la triste realidad era que tenían sólo la forma, y no la sustancia. Tenían una forma de piedad, pero estaban muy lejos del poder eterno que debería haber estado presente; el verdadero significado e intención de los ritos no impactaba en sus corazones llenos de pecado.
Existen, por supuesto, muchos comentarios, además de estanterías llenas de libros áridos, que tratan sobre los antiguos sistemas de sacrificio. Limitaremos nuestras citas, sin embargo, a un solo autor: Alfred Edersheim, un sectario de fe y entendimiento que escribió hace un siglo y que tuvo la sensibilidad y la visión para reconocer a Jesús como el Mesías y procurar ensalzarlo por lo que en realidad era: el propio Hijo de Dios. En su obra erudita El Templo: Su Ministerio y Servicios tal como eran en la época de Cristo, exhibe una visión notablemente sólida de los principios y doctrinas subyacentes a la ley del sacrificio, una visión especialmente loable dado que no tenía el Libro de Mormón ni la revelación de los últimos días para mantenerlo en el curso correcto. En cuanto a los procedimientos y la mecánica intrincada de las prácticas rituales, pueden ser descifrados por cualquier estudioso competente que se sumerja en el sorprendentemente voluminoso material de fuentes judías.
Ahora hablaremos, de manera abreviada y condensada, tanto de la doctrina como de las prácticas; de la ley del sacrificio en sí misma y de los ritos sacrificiales basados en ella; de los principios que son eternos y de los procedimientos que cambian con las circunstancias variables. En cuanto a los procedimientos, los que mencionaremos son los que estaban vigentes en el Templo de Herodes en los días de Jesús. Con intención deliberada, no registraremos ni la centésima parte —no, ni la milésima parte— de los increíblemente complejos rituales y formalismos.
Primero, observaremos el orden y significado de aquellos ritos mosaicos que son de naturaleza sacrificial. Un principio básico se establece en estas palabras:
“Los sacrificios del Antiguo Testamento eran simbólicos y típicos. Una observancia externa sin ningún significado interno real es solo una ceremonia. Pero un rito que tiene un significado espiritual presente es un símbolo; y si, además, apunta a una realidad futura, transmitiendo al mismo tiempo, por anticipado, la bendición que aún ha de manifestarse, es un tipo. Así, los sacrificios del Antiguo Testamento no eran solo símbolos, ni tampoco meras predicciones mediante hechos (como la profecía es una predicción mediante palabras), sino que ya comunicaban al israelita creyente la bendición que habría de fluir de la realidad futura a la que apuntaban”. (Temple, p. 106. Cursivas añadidas.)
Es decir, el Israel creyente entonces sabía, y el Israel creyente de antaño siempre lo había sabido, que en las ordenanzas simbólicas y típicas realizadas por sus sacerdotes autorizados había perdón inmediato, mediación y esa unidad con Dios —ese “ser uno” con Él— que es parte del significado de la expiación.
Otro concepto básico se presenta así: “La idea fundamental del sacrificio en el Antiguo Testamento es la de sustitución, lo cual parece implicar todo lo demás: expiación y redención, castigo vicario y perdón”. (Temple, p. 107.)
Las ordenanzas sacrificiales eran realizadas por “un sacerdocio mediador”, una conclusión que concuerda con la palabra revelada a José Smith, que dice que Moisés “fue ordenado por mano de ángeles para ser mediador de este primer convenio (la ley)”. (JST Gálatas 3:19–20.)
“Todo esto era simbólico (de la necesidad del hombre, la misericordia de Dios y Su convenio), y típico, hasta que viniera Aquel a quien todo ello señalaba, y quien, desde el principio, le dio realidad; Aquel cuyo sacerdocio era perfecto, y quien en un altar perfecto ofreció un sacrificio perfecto, de una vez por todas: un Sustituto perfecto, y un Mediador perfecto.” (Temple, p. 108.)
Otro concepto básico debe ser señalado: Cuando Israel se convirtió en el pueblo del Señor, fue mediante convenio. El Señor reveló su mente y su voluntad a Moisés:
“Y Moisés vino y contó al pueblo todas las palabras del Señor, y todas las leyes; y todo el pueblo respondió a una voz, y dijo: Haremos todas las palabras que el Señor ha dicho.”
Entonces Moisés escribió todas las palabras en un libro, construyó un altar y ofreció sacrificios, tomó la sangre de los bueyes, y roció la mitad sobre el altar y la otra mitad sobre el pueblo. Luego dijo:
“He aquí la sangre del convenio que el Señor ha hecho con vosotros sobre todas estas palabras.” (Éxodo 24.)
Israel estaba así en comunión con su Dios: habían alcanzado unidad (at-one-ment). El sistema sacrificial se convirtió entonces en el medio por el cual este convenio podía ser renovado, y el pueblo escogido podía restablecerse en la gracia siempre que se apartaran de ella.
“Sobre la base de este sacrificio del convenio descansaban todos los demás. Estos eran, entonces, o sacrificios de comunión con Dios, o bien sacrificios destinados a restaurar esa comunión cuando había sido perturbada o debilitada por el pecado y la transgresión: sacrificios en comunión, o para comunión con Dios. Al primer grupo pertenecen los holocaustos y las ofrendas de paz; al segundo, las ofrendas por el pecado y por la culpa.” (Temple, p. 108.)
Los sacrificios eran de dos clases: con derramamiento de sangre y sin derramamiento de sangre. Este último grupo incluía las ofrendas de comida y bebida, la primera gavilla en la Pascua, los dos panes en Pentecostés y el pan de la proposición. Los sacrificios con sangre se hacían con bueyes, ovejas, cabras, tórtolas y pichones. Había once ocasiones para sacrificios públicos y cinco para sacrificios privados. Algunos se consideraban de santidad superior y otros de menor santidad. Siempre debían ofrecerse con algo que perteneciera al oferente. Todos los animales sacrificados debían estar libres de defectos, y siempre se añadía sal como símbolo de incorrupción. Los animales del sacrificio eran siempre sacrificados por los sacerdotes, y “la muerte del sacrificio era solo un medio hacia un fin, ese fin siendo el derramamiento y la aspersión de la sangre, por medio de lo cual realmente se efectuaba la expiación”.
Cuando los hombres ofrecían sacrificios privados, las formalidades incluían, en la mayoría de los casos, la imposición de manos sobre el animal mientras se confesaban los pecados y se ofrecía una oración. Las palabras de la oración eran de este tenor:
“Te ruego, oh Jehová: he pecado, he obrado perversamente, me he rebelado. He cometido (nombrando el pecado, transgresión o, en el caso de un holocausto, la infracción de un mandamiento positivo o negativo); pero vuelvo en arrepentimiento, y que esto sea para mi expiación.” (Temple, págs. 109–115.)
¿Sabían los adoradores judíos en la época de Jesús que sus ordenanzas sacrificiales eran parte de un proceso de expiación? ¿Que la sangre de los animales se derramaba para que pudieran obtener el perdón de los pecados? ¿Que el animal o ave—muerto por los pecados del hombre, por así decirlo—no era más que un sustituto, un símbolo, un tipo de aquel que habría de llevar los pecados de todos los hombres?
Las respuestas son afirmativas. Contrario a lo que se encuentra en algunas declaraciones amplias y superficiales, el hecho es que sí lo sabían y sí lo entendían: al menos ese conocimiento estaba presente en muchos de ellos, pues el judaísmo, como sucede con el cristianismo, estaba fragmentado y existían muchas opiniones divergentes sobre todas las doctrinas fundamentales. Sin embargo, el problema mesiánico en los días de Jesús era identificar a la Persona a quien apuntaban las similitudes, más que el hecho de que estas existieran.
En cuanto al hecho de que los principios en sí eran conocidos y entendidos por los espiritualmente instruidos entre ellos, hay muchas citas de fuentes rabínicas y afines que dicen cosas como:
- “El alma de toda criatura está ligada a su sangre; por eso la di para expiar por el alma del hombre—para que un alma viniera y expiara por la otra.”
- “Un alma es sustituta de la otra.”
- “Di el alma por ustedes sobre el altar, para que el alma del animal fuera una expiación por el alma del hombre.”
- “El oferente, por así decirlo, aparta sus pecados de sí mismo y los transfiere al animal vivo.”
- “Cada vez que alguien peca con su alma, sea por prisa o por malicia, aparta su pecado de sí mismo y lo pone sobre la cabeza de su sacrificio, y éste es una expiación por él.”
- “Después de la oración de confesión (relacionada con la imposición de manos), los pecados de los hijos de Israel yacían sobre el sacrificio (del Día de la Expiación).”
- “En realidad, la sangre del pecador debería haber sido derramada, y su cuerpo quemado, como los de los sacrificios. Pero el Santo—¡bendito sea Él!—aceptó nuestro sacrificio como redención y expiación. ¡He aquí la plena gracia que Jehová—¡bendito sea Él!—ha mostrado al hombre! En su compasión y en la plenitud de su gracia aceptó el alma del animal en lugar del alma del hombre, para que por medio de ella hubiera expiación.”
- “Quien traía un sacrificio [debía] llegar al conocimiento de que ese sacrificio era su redención.”
(Temple, págs. 119–120.)
Habiendo expuesto la doctrina de que los sacrificios se ofrecían— (1) como medio para mantener la comunión con la Deidad; como un sello renovado de la aceptación por parte del hombre del convenio que Dios hizo con Moisés; como una reafirmación por parte del pueblo del Señor de que guardarían sus estatutos y decretos (y los holocaustos y ofrendas de paz eran para estos propósitos); y (2) que estaban “destinados a restaurar esa comunión cuando había sido debilitada o perturbada”; que a través de ellos se hacía expiación por el pecado; que eran el medio recurrente de recibir libertad de las cargas de la iniquidad (y las ofrendas por el pecado y por la culpa eran para estos propósitos), llegamos ahora a una consideración de estos cuatro tipos de sacrificios:
- El holocausto
Esta ofrenda simbolizaba “la entrega total a Dios, ya fuera del individuo o de la congregación, y Su aceptación de ello”. Era un “sacrificio de devoción y servicio. Así, día tras día, constituía el servicio regular de la mañana y la tarde en el templo, mientras que en los días de reposo, las lunas nuevas y las festividades, se ofrecían holocaustos adicionales tras el culto ordinario. Allí el pueblo del convenio traía el sacrificio del convenio, y la multitud de ofrendas indicaba, por así decirlo, la plenitud, riqueza y alegría de su entrega total”. (Temple, págs. 126–127.)
- La ofrenda por el pecado
“Esta es la más importante de todas las ofrendas [desde el punto de vista individual]. Hacía expiación por la persona del ofensor, mientras que la ofrenda por la culpa solo expiaba una ofensa específica. Por tanto, las ofrendas por el pecado se ofrecían en ocasiones festivas para todo el pueblo, pero nunca las ofrendas por la culpa. De hecho, la ofrenda por la culpa puede considerarse como un rescate por una falta específica, mientras que la ofrenda por el pecado simbolizaba la redención general. Ambas ofrendas se aplicaban solo a pecados cometidos ‘por ignorancia’, en oposición a los cometidos ‘con soberbia’ (o ‘con mano alzada’). Para estos últimos la ley no preveía expiación, sino que anunciaba ‘una horrenda expectación de juicio y de hervor de fuego’… En relación con las ofrendas por el pecado y por la culpa, debe tenerse en cuenta el principio rabínico: que solo expiaban en caso de verdadero arrepentimiento… No se debía traer ni aceite ni incienso con una ofrenda por el pecado. No había nada de gozoso en ella. Representaba una necesidad terrible, para la cual Dios, en su maravillosa gracia, había hecho provisión.” (Temple, págs. 128–130.)
Una ofrenda por el pecado rara y excepcional debe ser destacada: la de una vaca roja, pura en color “sobre la cual nunca se había puesto yugo”, y que se utilizaba para purificar a cualquiera en Israel de “la impureza levítica”, de “la impureza por contacto con los muertos”. Lo que la distinguía de todos los demás sacrificios era “que era un sacrificio ofrecido una vez por todas (al menos mientras duraran sus cenizas); que su sangre se rociaba, no sobre el altar, sino fuera del campamento hacia el santuario; y que se quemaba por completo, junto con madera de cedro (símbolo de existencia imperecedera), hisopo (símbolo de purificación de la corrupción), y ‘escarlata’ (emblema de la vida por su color). Así, el sacrificio de la vida más elevada, ofrecido como ofrenda por el pecado, y en lo posible, una vez por todas, se acompañaba a su vez de los símbolos de existencia imperecedera, pureza de corrupción y plenitud de vida, intensificando aún más su significado. Pero eso no es todo. Las cenizas recogidas con agua corriente se rociaban en el tercer y séptimo día sobre lo que debía purificarse. Seguramente, si la muerte significaba ‘el salario del pecado’, esta purificación señalaba, en todos sus detalles, ‘el don de Dios’, que es ‘vida eterna’, mediante el sacrificio de Aquel en quien está la plenitud de la vida.” (Temple, pág. 349.)
- La ofrenda por la culpa
Esta se ofrecía para liberar a una persona de casos específicos de falta: “por ciertas transgresiones cometidas por ignorancia, o bien, según la tradición judía, cuando un hombre después se confesaba voluntariamente culpable.” (Temple, pág. 133.)
- La ofrenda de paz
“La más gozosa de todas las ofrendas era la ofrenda de paz, o, como puede también traducirse de su derivación, la ofrenda de cumplimiento. Era, en verdad, una ocasión de feliz comunión con el Dios del Convenio, en la que Él condescendía a convertirse en el Huésped de Israel en la comida sacrificial, así como siempre era su Anfitrión… Esta es la ofrenda a la que con tanta frecuencia se hace referencia en el Libro de los Salmos como el homenaje agradecido de un alma justificada y aceptada ante Dios.” (Temple, pág. 134.)
De manera apropiada, por ejemplo, Salomón, en la dedicación del templo, ofreció 22,000 bueyes y 120,000 ovejas como ofrenda de paz. (1 Reyes 8:63.)
Hay mucho que decir sobre los sacrificios desde Moisés hasta Zacarías, el padre de Juan, casi todo lo cual está más allá del alcance y la necesidad de esta obra. Sin embargo, no podemos dejar esta parte de nuestro estudio sin hacer referencia al Día de la Expiación: el día en que se mandó a todo Israel mirar al Señor para la remisión de los pecados; el día en que el sumo sacerdote, quien ocupaba el lugar de Aarón, mediaba entre Israel y su Rey, todo conforme a las instrucciones dadas por Moisés, el hombre de Dios. “Los sacrificios más solemnes de todos eran los del Día de la Expiación, cuando el sumo sacerdote, vestido con sus ropas de lino, se presentaba ante el mismo Señor en el Lugar Santísimo para hacer expiación.” (Temple, pág. 132). En este día, una vez al año, el sumo sacerdote entraba en el Lugar Santísimo, pronunciaba el nombre inefable, rociaba la sangre del convenio y realizaba los ritos expiatorios mediante los cuales el pueblo del Señor era limpiado del pecado.
Sin entrar en todos los preparativos y complejidades de las ceremonias realizadas en el Día de la Expiación —y ciertamente eran complejas, numerosas y pesadas—, sino simplemente como un medio para captar el sentimiento relacionado con el sacrificio como tal, expongamos una parte de lo que sucedía en este día de días. “De Números 29:7–11 se desprende que las ofrendas del Día de la Expiación eran en realidad de tres clases: ‘la ofrenda quemada continua’, es decir, los sacrificios diarios de la mañana y la tarde, con sus ofrendas de alimento y bebida; los sacrificios festivos del día, consistentes en —para el sumo sacerdote y el sacerdocio— ‘un carnero como holocausto’, y para el pueblo un becerro joven, un carnero y siete corderos de un año (con sus ofrendas de alimentos) como holocausto, y un macho cabrío para la ofrenda por el pecado; y, en tercer lugar, y principalmente, los peculiares sacrificios expiatorios del día, que eran un becerro joven como ofrenda por el pecado para el sumo sacerdote, su casa y los hijos de Aarón, y otra ofrenda por el pecado para el pueblo, compuesta por dos machos cabríos, uno de los cuales debía ser sacrificado y su sangre rociada según lo indicado, mientras que el otro debía ser enviado al desierto, llevando ‘todas las iniquidades de los hijos de Israel y todas sus transgresiones en todos sus pecados’, las cuales habían sido confesadas ‘sobre él’ y colocadas sobre él por el sumo sacerdote.” (Temple, pág. 306).
Respecto a la ofrenda por el pecado ofrecida por sí mismo, y la pronunciación del nombre inefable, Edersheim dice del sumo sacerdote: “Entonces ponía ambas manos sobre la cabeza del becerro, y confesaba lo siguiente: —‘¡Ah, JEHOVÁ! He cometido iniquidad; he transgredido; he pecado—yo y mi casa. Oh, pues, JEHOVÁ, te ruego, cubre (haz expiación, que haya expiación por) las iniquidades, las transgresiones y los pecados que he cometido, transgredido y pecado delante de Ti, yo y mi casa—aun como está escrito en la ley de Moisés, tu siervo: “Porque en ese día Él hará expiación por vosotros para limpiaros; de todos vuestros pecados delante de JEHOVÁ seréis limpios”.
Se notará que en esta solemne confesión el nombre de JEHOVÁ se pronunció tres veces. Otras tres veces se pronunció en la confesión que el sumo sacerdote hizo sobre el mismo becerro por el sacerdocio; una séptima vez se pronunció cuando echó suertes para decidir cuál de los dos machos cabríos sería ‘para JEHOVÁ’; y una vez más lo dijo tres veces en la confesión sobre el llamado ‘chivo expiatorio’ que llevaba los pecados del pueblo. Todas estas diez veces el sumo sacerdote pronunció el verdadero nombre de JEHOVÁ, y, al hablarlo, quienes estaban cerca se postraban con el rostro en tierra, mientras la multitud respondía: ‘Bendito sea el Nombre; la gloria de su reino es por los siglos de los siglos.’
Después se presentaban los dos machos cabríos, se echaban suertes, y uno era escogido para llevar la inscripción “la-JEHOVÁ”, es decir, para Jehová, y el otro “la-Azazel”, para Azazel (una expresión traducida como “chivo expiatorio” en nuestra Biblia). El macho cabrío que llevaba el nombre de Jehová era sacrificado; el que era escogido como chivo expiatorio, después de que se colocaban sobre él todos los pecados del pueblo, debía ser liberado en un lugar del desierto para llevarse los pecados e iniquidades del pueblo del Señor. Durante el curso de los diversos sacrificios, el sumo sacerdote rociaba la sangre del becerro y del macho cabrío según el patrón ritual. (Temple, págs. 310–316.)
“Mediante estas aspersiones expiatorias el sumo sacerdote había limpiado el santuario en todas sus partes de la impureza del sacerdocio y de los adoradores. El Lugar Santísimo, el velo, el Lugar Santo, el altar del incienso y el altar del holocausto estaban ahora igualmente limpios, tanto en lo que respecta al sacerdocio como al pueblo; y en su relación con el santuario, tanto sacerdotes como adoradores habían sido expiados. En la medida en que la ley podía otorgarlo, ahora había de nuevo libre acceso para todos; o, dicho de otra forma, la continuidad de la comunión sacrificial típica con Dios había sido una vez más restaurada y asegurada. De no haber sido por estos servicios, habría sido imposible para sacerdotes y pueblo ofrecer sacrificios y así obtener el perdón de los pecados o tener comunión con Dios. Pero las conciencias aún no estaban libres del sentido de culpa y pecado personal. Eso quedaba por hacerse a través del ‘chivo expiatorio’…”
“Tan solemnes como habían sido los servicios hasta este momento, los adoradores pensarían principalmente con temor reverente en el sumo sacerdote entrando en la presencia inmediata de Dios, saliendo de allí con vida, y asegurando para ellos, mediante la sangre, la continuación de los privilegios del Antiguo Testamento: los sacrificios y el acceso a Dios a través de ellos. Lo que sucedía ahora los concernía, si acaso, aún más directamente. Su propia culpa y pecados personales iban ahora a ser quitados de ellos, y eso mediante un rito simbólico, que era al mismo tiempo el más misterioso y el más significativo de todos. Durante todo ese tiempo, el ‘chivo expiatorio’, con la ‘lengua escarlata’ que hablaba de la culpa que iba a llevar, había estado mirando hacia el oriente, enfrentando al pueblo, y esperando la terrible carga que debía llevar ‘a una tierra no habitada’.
Poniendo ambas manos sobre la cabeza de ese macho cabrío, el sumo sacerdote entonces confesaba y suplicaba: ‘¡Ah, JEHOVÁ! Han cometido iniquidad; han transgredido; han pecado Tu pueblo, la casa de Israel. Oh, pues, JEHOVÁ, te ruego, cubre (haz expiación) por sus iniquidades, sus transgresiones y sus pecados, los cuales han cometido, transgredido y pecado impíamente delante de Ti — Tu pueblo, la casa de Israel. Como está escrito en la ley de Moisés, tu siervo, diciendo: “Porque en ese día se hará expiación por vosotros, para limpiaros; de todos vuestros pecados delante de JEHOVÁ seréis limpios.”’ Y mientras la multitud postrada adoraba al oír el nombre de Jehová, el sumo sacerdote volvía su rostro hacia ellos al pronunciar las últimas palabras: ‘¡Seréis limpios!’, como si declarara a ellos la absolución y remisión de sus pecados.” (Temple, págs. 316–318)
Sacrificios — Tanto Mortales como Eternos
Nuestro Señor nació para morir. Vino al mundo para morir en la cruz por los pecados del mundo. El Cordero de Dios vino para ser sacrificado. Vino a derramar su sangre en un altar eterno no hecho por manos humanas. Vino a rociar su sangre redentora sobre sus santos para que pudieran estar puros y sin mancha ante él.
¿Se arrodilló junto a una roca —un altar natural— mientras sudaba grandes gotas de sangre en Getsemaní? ¿Fue la sangre del Cordero de Dios rociada sobre un altar terrenal y en un Lugar Santísimo, por así decirlo? Tal vez. Pero sea como fuere, la realidad eterna es que vino para morir; vino como un Cordero inmolado desde la fundación del mundo, por así decirlo, para derramar su sangre por sus hermanos. Vino para llevar sus pecados, para cargarlos como Azazel a una tierra apartada. Vino como el gran y Eterno Sumo Sacerdote para rasgar el velo del templo, para que todos los hombres pudieran entrar en el Lugar Santísimo y morar eternamente en la Presencia Divina.
Vino como el Cordero Pascual viviente para poner un sello divino sobre todos los sacrificios, todos los holocaustos, todas las ofrendas por el pecado, todas las ofrendas por la culpa, todas las ofrendas de paz ofrecidas alguna vez bajo autoridad de Melquisedec o de Aarón desde que el mundo comenzó. Vino para cumplir la ley que él mismo había dado a Moisés, para traer redención, para expiar los pecados del mundo. Vino como el Cordero de Dios. Fue designado para la muerte, y todo lo demás relacionado con su probación mortal fue verdaderamente incidental.
¿Habló como nunca antes ni después ha hablado hombre alguno? ¿Fue el Maestro por excelencia, el más grande de todos los rabinos? ¿Saltaban los cojos cuando él hablaba? ¿Veían los ciegos cuando él lo deseaba? ¿Oían los sordos con solo un susurro de su voz? ¿Vivió de nuevo el cuerpo descompuesto y hediondo de su amigo en Betania porque él dijo: “¡Lázaro, ven fuera”? ¿Fluyeron de él palabras y obras maravillosas como un torrente? ¿Fue su vida perfecta en todos los aspectos como corresponde al Santo de Israel? Así sea. Todo esto, y más, es como es. Nunca hubo un hombre como este hombre.
Pero debajo de todo ello, como un gran cimiento sobre el que se construye un Santo Templo, está la realidad eterna de que el principal y más grandioso logro en la vida del Hijo de Dios fue su muerte —su muerte como sacrificio por el pecado, la muerte en la cual hizo de su alma una ofrenda por el pecado.
Seguiremos sus viajes en la medida en que podamos. Escucharemos sus palabras en la medida en que nuestros oídos estén abiertos. Nos regocijaremos con las almas enfermas que se levantan sanas de sus lechos de dolor. Compartiremos sus sentimientos cuando es glorificado por su Padre en el Monte Santo, y cuando se aflige por los pecados de su pueblo. Lloraremos con él sobre la condenada Jerusalén. Procuraremos pensar lo que él pensaba, hablar como él hablaba, actuar como él actuaba, sentir lo que él sentía — tal debe ser necesariamente el enfoque al estudiar su vida. Pero debajo de todo esto estará el mensaje dicho y no dicho:
Él vino a morir; tenía que subir a Jerusalén, y padecer muchas cosas, y ser muerto, y resucitar al tercer día; tenía que entregar su vida voluntariamente porque su Padre así lo quería; y tenía que hacer de su alma una ofrenda por el pecado, porque él es el Cordero de Dios.
Todo lo demás que hizo fue muy bueno. Preparó a los hombres para el acto supremo de su vida. Porque habló y vivió como lo hizo, los hombres pueden creer que era el Hijo de Dios; y porque era el Hijo de Dios, su sacrificio expiatorio tiene eficacia, virtud y poder tanto en el tiempo como en la eternidad.
Para que ahora podamos tener una aguda conciencia de cómo el sacrificio eterno de nuestro Señor coronó todos los sacrificios del pasado; para que sepamos cómo los símbolos y sombras del sistema mosaico tomaron forma y sustancia en Cristo; para que veamos cómo terminó la obra del mediador del antiguo convenio, y cómo comenzó la del Mediador del nuevo convenio, nos dirigiremos a nuestro amigo teólogo, Pablo.
Él escribió a los Hebreos. Su mensaje fue que Cristo vino en cumplimiento del sistema sacrificial mosaico; que el antiguo convenio ya se había cumplido; y que todo Israel y todos los hombres deben ahora mirar al gran y Eterno Sumo Sacerdote si desean entrar al eterno Lugar Santísimo y morar con Dios, con Cristo y con los profetas y apóstoles de todas las edades.
La epístola de Pablo a los Hebreos adquiere un significado completamente nuevo cuando se lee y estudia con entendimiento del sistema sacrificial y los ritos del templo que prevalecían en los días de Jesús.
Nuestro amigo apostólico comienza su epístola —como es la naturaleza y disposición de un verdadero apóstol— anunciando que el Gran Elohim, el Dios a quien los hebreos oraban en tiempos pasados, envió a su Hijo al mundo; que el Hijo era la imagen misma de la persona del Padre; y que vino según lo prometido en las santas escrituras. El Hijo es identificado por nombre como el Hombre Jesús —el Capitán de su salvación— que vino para destruir la muerte, que “tomó sobre sí simiente de Abraham”, de modo que “en todo” siendo “hecho semejante a sus hermanos… pudiera ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, para hacer reconciliación por los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados.” (Hebreos 2:16–18).
Como hemos visto, los sumos sacerdotes en Israel, en el Día de la Expiación y en otras ocasiones, mediante sus ofrendas sacrificiales hacían “reconciliación por los pecados del pueblo”. Es decir, mediante el derramamiento y la aspersión de la sangre de toros y machos cabríos se efectuaba una expiación y los pecados del pueblo eran perdonados. Ese mismo privilegio es el que Pablo ahora está reclamando para otro descendiente de Abraham.
Con esta introducción, Pablo hace esta invitación a sus hermanos hebreos:
“Considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús.” (Hebreos 3:1).
Es decir, así como los sumos sacerdotes en Israel hacían expiación por los pecados del pueblo, consideremos ahora al Sumo Sacerdote del evangelio, de nuestra fe, del nuevo convenio, y veamos cómo también Él hizo la reconciliación por medio de su sangre por los pecados de los hombres.
Pablo luego expone cómo y por qué la posición de Cristo era superior a la de Moisés, el hombre de Dios, y cuenta cómo los antepasados de ellos, por falta de fe, rechazaron el evangelio de Jehová y no pudieron, bajo la ley, entrar en el reposo del Señor, ese reposo que es la plenitud de su gloria.
Habiendo mostrado con las Escrituras que Israel no entró ni podía entrar en el reposo del Señor bajo la ley, Pablo luego se vuelve hacia Cristo como el medio para lograrlo.
“Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión.” Aferrémonos a Cristo y a su evangelio, porque Él ha entrado en los cielos y puede guiarnos en ese camino, algo que los sumos sacerdotes del orden aarónico no podían hacer. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.” Nuestro Sumo Sacerdote, el del evangelio, habiendo padecido, habiendo sentido debilidades, habiendo sido tentado en todo como nosotros, entenderá nuestra situación y hará intercesión por nosotros. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia,” así como los antiguos sumos sacerdotes se acercaban al Lugar Santísimo donde estaba el trono de Dios con su propiciatorio, “para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.” (Hebreos 4:14–16).
Habiendo establecido el principio de que el nuevo convenio del evangelio —”nuestra profesión”— también tiene su Sumo Sacerdote; que la nueva religión ha venido a reemplazar la antigua, la cual era una figura y sombra de las cosas venideras; que el Sumo Sacerdote del nuevo orden es Cristo Jesús, quien ha ascendido al cielo — Pablo hace una comparación directa entre las ofrendas mortales de los sumos sacerdotes aarónicos y la ofrenda eterna del Sumo Sacerdote que vino según el orden de Melquisedec.
“Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres,” dice Pablo, refiriéndose a los sumos sacerdotes del orden aarónico que servían en el Día de la Expiación y en otras ocasiones, “es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados.” Los sacrificios ofrecidos por los antiguos administradores legales eran para la remisión de pecados. Como el bautismo y la Santa Cena, tenían poder purificador; el pecado y la iniquidad eran consumidos en los altares donde se ofrecían. Si no hubiera sido así, ¡en qué estado terrible y calamitoso habría estado Israel rebelde y pecador!
Pero ese era el sistema misericordioso de Dios; y de un sumo sacerdote con tal investidura de autoridad, Pablo continúa diciendo que ese “puede mostrarse paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidades.” Las transgresiones cometidas por ignorancia y aquellas por las que hubo verdadero arrepentimiento eran perdonadas mediante los sacrificios. “Y por causa de ella debe, tanto por sí mismo como también por el pueblo, ofrecer sacrificios por los pecados.” Hemos visto que el sumo sacerdote entraba primero al Lugar Santísimo para purificarse a sí mismo, y luego para purificar al pueblo, de modo que sería, como con el sacerdote, así con el pueblo.
“Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón.”
Ningún hombre puede perdonar pecados por sí mismo; cualquier hombre que intente realizar esa elevada labor espiritual por cuenta propia fracasa. O Dios lo hace, o autoriza a alguien para que actúe en su nombre. Antiguamente, el autorizado era Aarón, y después, aquellos investidos con ese poder sacerdotal eran los llamados como lo fue su digno antecesor.
De allí la necesidad de Pablo de establecer la autoridad del mismo Hijo de Dios para actuar en esta capacidad de remisión de pecados. “Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote;” No asumió por sí mismo la prerrogativa de ministrar en ese alto y exaltado estado; el poder de hacer reconciliación y perdonar pecados no se originó en Él; le fue conferido por su Padre, como lo muestra Pablo citando estas palabras del Padre al Cristo: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.” Y también: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.”
Y así tenemos un Sumo Sacerdote Eterno, uno cuyo sacerdocio y servicio continúan para siempre. Los antiguos sumos sacerdotes del orden aarónico servían, cada uno en su turno, por un tiempo y una temporada. Cada uno entraba al Lugar Santísimo una vez al año durante su mandato en el alto y santo oficio que les correspondía. Pero ahora hay un Sumo Sacerdote Eterno, que vino según el orden de Melquisedec; permanece para siempre. De Él testifica el relato: “En los días de su carne,” mientras vivía en la mortalidad y antes de llegar a ser inmortal, “habiendo ofrecido ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte,” cuando, como Intercesor, oró por sus hermanos; cuando, en su propio favor, rogó que, si fuera posible, no bebiera la copa amarga, al tomar sobre sí los pecados del mundo—”fue oído a causa de su temor reverente.” Es decir, el Padre escuchó la oración y decidió no quitarle la copa. La respuesta fue: “Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.” Aunque era Hijo, aprendió el terrible costo y la gloriosa recompensa de la obediencia por medio de lo que padeció, pues sabía cómo obedecer. En agonía bebió hasta las heces la copa amarga, sudó grandes gotas de sangre que corrían hasta el suelo, sufrió más de lo que es posible para cualquier hombre, salvo hasta la muerte, y así realizó la labor expiatoria que le fue asignada. “Y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor (causa) de eterna salvación para todos los que le obedecen,” y se cumplió en Él la promesa mesiánica al ser “llamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec.” (Hebreos 5:1–10).
En este punto de su epístola inspirada por el Espíritu a los Hebreos —a aquellos que practicaban las ordenanzas sacrificiales y que conocían o debían conocer su significado— Pablo dice que hay muchas cosas que desearía enseñarles sobre el Sumo Sacerdote Eterno si no fueran “tardos para oír.” (Hebreos 5:11). Exhorta a los santos hebreos a “seguir adelante hacia la perfección” y a no retroceder de su nueva profesión, no sea que “crucifiquen para sí mismos al Hijo de Dios de nuevo, y le expongan a vituperio,” convirtiéndose así en hijos de perdición. Les asegura que Dios no es injusto para olvidar su “trabajo de amor” mientras han “ministrado a los santos,” y los exhorta a perseverar “hasta el fin.”
Luego regresa a la historia antigua del pueblo hebreo: habla de Abraham, a quien ellos veneraban, y de las promesas que el Señor le hizo; cuenta cómo Abraham recibió la promesa, con juramento, de que él y su descendencia —incluyendo a todos los que llegaran a ser su simiente mediante la fe, el arrepentimiento y el bautismo— serían bendecidos para siempre, “aun con las bendiciones del Evangelio, que son las bendiciones de salvación, incluso la vida eterna” (Abraham 2:10–11). Entonces exhorta a los hebreos a “aferrarse a la esperanza puesta delante de nosotros; la cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo; donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.” (Hebreos 6:1–20).
La exhortación de Pablo es que los hebreos se aferren a la esperanza de vida eterna que les fue prometida como simiente de Abraham. Esta esperanza, dice él, será un ancla para sus almas y los preparará para entrar dentro del velo —para pasar por el velo del templo, como ocurre en los templos hoy en día, en semejanza de entrar a la presencia de Dios— lo cual es posible gracias al sacrificio del Sumo Sacerdote Eterno, Jesús nuestro Precursor, quien como sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec ya ha pasado por el velo.
En este contexto, mientras los lectores hebreos pensaban en Abraham —su patriarca, progenitor y amigo— Pablo dirige sus pensamientos hacia alguien que presidió sobre el padre de la fe y a quien su gran antepasado estuvo sujeto. Habla del hombre Melquisedec, “que encontró a Abraham cuando volvía de la derrota de los reyes, y le bendijo.” Habla del sacerdocio del hombre Melquisedec, un sacerdocio que ese poderoso varón confirió a Abraham, y que antecedía y era mayor que los poderes sacerdotales dados más tarde a Aarón y a su descendencia. “Porque este Melquisedec fue ordenado sacerdote según el orden del Hijo de Dios, orden que no tiene padre, ni madre, ni genealogía, no tiene principio de días ni fin de vida. Y todos los que son ordenados a este sacerdocio son hechos semejantes al Hijo de Dios, permaneciendo como sacerdotes para siempre.” (Traducción de José Smith, Hebreos 7:1–3).
Luego sigue un argumento que no se puede refutar. Es que Melquisedec y Abraham poseían un sacerdocio eterno que no estaba limitado a una sola línea de descendencia y que no se obtenía por medio del linaje levítico. Este sacerdocio es el poder mediante el cual los hombres obtienen vida eterna, que es la exaltación dentro del velo. Este sacerdocio precedió al orden levítico, el cual surgió por causa del padre y la madre, y fue conferido únicamente a aquellos que descendían de Aarón y Leví. En contraste con el orden superior, como ya lo había demostrado, este sacerdocio menor no preparaba a los hombres para entrar en el reposo del Señor. Además, mientras este sacerdocio levítico estaba en operación activa, se hacían profecías mesiánicas que anunciaban que otro Sacerdote se levantaría según el orden de Melquisedec.
El argumento de Pablo es que, puesto que la perfección no vino por medio del sacerdocio levítico —el cual administraba la ley de Moisés— y puesto que habría de venir otro Sacerdote según el orden superior de Melquisedec, se sigue que, con el cambio de sacerdocio, también habría un cambio en la ley, y que la nueva ley sería el evangelio. Pablo señala que Cristo, quien vino “según la semejanza de Melquisedec,” no era de la tribu de Leví sino de Judá; que recibió su sacerdocio con un juramento, lo cual no fue el caso con los sacerdotes levíticos; y que el juramento fue una declaración en nombre del Señor de que Él, Jesús, sería sacerdote para siempre, es decir, que su sacerdocio continuaría en el tiempo y en la eternidad.
“Por tanto, Jesús fue hecho fiador de un mejor testamento,” dice Pablo.
Luego nuestro autor apostólico regresa al asunto de los sacrificios y las ordenanzas del templo: “Y ciertamente fueron muchos los sacerdotes (los sumos sacerdotes aarónicos de linaje levítico), debido a que por la muerte no podían continuar.” Nacían y morían, venían y se iban, unos sucedían a otros, como es la suerte común de los mortales con respecto a todos los cargos que se deben ocupar en esta vida. “Pero este hombre (Jesús, quien recibió el Sacerdocio de Melquisedec, el cual no está limitado a los de la línea de Leví), debido a que permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable. Por lo cual, puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.”
Y aun en este tiempo, continúan ascendiendo al Padre las oraciones intercesoras, mientras el Sumo Sacerdote Eterno suplica:
“Padre, he aquí los padecimientos y la muerte de aquel que no cometió pecado, en quien tú te complaciste; he aquí la sangre de tu Hijo que fue derramada, la sangre de aquel que tú diste para que tú mismo fueras glorificado;
Por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y tengan la vida eterna.” (Doctrina y Convenios 45:4–5)
Pablo continúa: “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios, primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una sola vez, ofreciéndose a sí mismo. Porque la ley constituye sumos sacerdotes a hombres con debilidades; pero la palabra del juramento, posterior a la ley, constituye al Hijo, hecho perfecto para siempre.” (Hebreos 7)
Hasta este punto, Pablo ha enseñado los principios involucrados. Ha mostrado que Israel no logró entrar en la gloria eterna mediante la ley solamente. Ha demostrado que la salvación no vino únicamente por medio de la ley de Moisés. Ha mostrado que se necesitaba al Sumo Sacerdote Mesiánico para sacrificarse por los pecados del pueblo. Ahora está preparado para mostrar cómo cada acto del sistema sacrificial mosaico daba testimonio y señalaba al gran y eterno sacrificio del Sumo Sacerdote prometido. “Tenemos tal sumo sacerdote,” dice, “el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos.” Él es “ministro del santuario, y del verdadero tabernáculo, que levantó el Señor, y no el hombre.” Existe, por así decirlo, un santuario eterno, un tabernáculo eterno en los cielos, según el cual se modeló el tabernáculo de Moisés: uno era temporal, el otro espiritual. “Porque todo sumo sacerdote es constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también éste tenga algo que ofrecer. Pues si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote [porque no era de la casa de Leví], habiendo aún sacerdotes que presentan ofrendas según la ley.” Pero debe notarse que estos sacerdotes levíticos, estos hijos de Aarón, estos ministros mortales que recibían su sacerdocio por linaje, que obtenían su poder por ser hijos de padre y madre, por así decirlo, “sirven a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el tabernáculo: Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que te fue mostrado en el monte.” Todo lo que Moisés ordenó en cuanto a los sacrificios; todo lo que se había hecho en Israel durante mil quinientos años en este respecto; todos los bueyes, ovejas y cabras que se habían ofrecido como dones al Señor para ser sacrificados en sus altares; todas las ofrendas quemadas sobre esos altares; toda la sangre derramada y rociada en los rituales de la ley: todo eso no era sino una sombra de lo que vendría; todo ello tipificaba y daba testimonio del Sumo Sacerdote Eterno. Es evidente que los tabernáculos y templos en los que se realizaban tales ritos debían construirse conforme al modelo celestial.
Y ahora, porque el Sumo Sacerdote Eterno ha hecho su sacrificio, él ha “obtenido un ministerio tanto más excelente, cuanto es mediador de un mejor pacto [el evangelio], establecido sobre mejores promesas. Porque si aquel primer pacto [la ley de Moisés] hubiera sido sin defecto, ciertamente no se habría procurado lugar para el segundo.”
En este punto, nuestro autor inspirado cita la seguridad profética de Jeremías de que el Señor haría un nuevo pacto con la casa de Israel —un pacto evangélico para reemplazar la ley— y que parte de este nuevo pacto sería la promesa: “Tendré misericordia de su injusticia, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades.” (Hebreos 8)
Acerca del pacto mosaico, cuyos términos y condiciones eran mantenidos por los hijos sacerdotales de Aarón, está escrito: “Ciertamente aún el primer pacto tenía ordenanzas de culto y un santuario terrenal.”
La mano del Señor estaba en lo que llegó a Moisés; su ley tenía origen divino. Y este pacto también tenía “un santuario terrenal. Porque se preparó el tabernáculo, el primero, en el cual estaban el candelabro, la mesa y los panes de la proposición, lo que se llama el Lugar Santo.” Este era el Lugar Santo, separado de los atrios por un velo; y esta misma disposición existía en el templo en los días de Jesús. “Y tras el segundo velo [que era en realidad el velo del templo], estaba la parte del tabernáculo llamada el Lugar Santísimo [el Lugar Santísimo de todos]; el cual tenía el incensario de oro, y el arca del pacto cubierta de oro por todas partes, en la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto.” El arca, el maná, la vara de Aarón, las tablas en las que estaba escrito el Decálogo, y el Urim y Tumim —ninguno de estos elementos permanecía ya en el Templo de Herodes; el Lugar Santísimo solo contenía una roca sobre la cual el sumo sacerdote rociaba la sangre en el Día de la Expiación. “Y sobre ella [el arca] estaban los querubines de gloria que cubrían el propiciatorio; de las cuales cosas no se puede ahora hablar en detalle.” (Pablo aquí está limitando lo que escribirá abiertamente sobre esas cosas sagradas que ocurren en los templos.)
“Ahora bien, cuando estas cosas estaban así ordenadas”, es decir, cuando todo esto estaba dispuesto, “los sacerdotes entraban siempre [continuamente, día tras día] en el primer tabernáculo [el Lugar Santo], para cumplir los oficios del culto. Pero en el segundo [el Lugar Santísimo] entraba solo el sumo sacerdote una vez al año [en el Día de la Expiación], no sin sangre, la cual ofrecía por sí mismo y por los pecados del pueblo cometidos en ignorancia.” La sangre del becerro y del macho cabrío era rociada en el Lugar Santísimo mientras el sumo sacerdote terrenal hacía expiación por los pecados del pueblo.
Con los servicios sacrificiales del templo así resumidos, y con mención específica de la aspersión de la sangre en el Lugar Santísimo en el Día de la Expiación, Pablo ahora dice:
“Dando en esto a entender el Espíritu Santo, que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie; lo cual es símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto. Ya que consiste solo de comidas y bebidas, y de diversos lavamientos, y ordenanzas carnales, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas.” Es decir: el Espíritu Santo testificaba—a Pablo, a Moisés, a todos los que quisieran oír—que todas estas prácticas mosaicas no eran sino una figura, un tipo y sombra, una semejanza de lo que habría de venir. Por sí mismas, y consideradas de forma aislada, no admitían a Israel en el Lugar Santísimo, que representa el cielo mismo. El servicio sacrificial no se perfeccionaría sino hasta que se cumpliera la expiación de Cristo, y todas las ofrendas, lavamientos y diversas ordenanzas simplemente señalaban hacia el tiempo de la reforma, es decir, el tiempo en que Cristo vendría con el nuevo convenio, y en ese momento estos sacrificios y ritos quedarían abolidos. (Hebreos 9:1–10)
Ahora nuestro amigo apostólico pasa de lo que ocurría en los días de Moisés a lo que hizo Jesús para cumplir la ley e inaugurar el “tiempo de la reforma.” “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros,” dice, “por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación; y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención.” Así como los sumos sacerdotes terrenales, una vez al año, entraban en el Lugar Santísimo para purificar al pueblo con sangre sacrificial, así también Cristo, una vez y para siempre, entró en el Lugar Santísimo eterno, y mediante el derramamiento de su propia sangre hizo posible el perdón de los pecados para toda la humanidad. “Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas sobre los inmundos, santifican para la purificación de la carne [esto se refiere a la vaca roja cuyas cenizas se usaban para purificar a quienes habían tocado la muerte]; ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestra conciencia de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?”
“Y por esto”, es decir, a causa de la expiación de nuestro Señor, “él es el mediador del nuevo testamento [o convenio], para que interviniendo muerte [la suya], para la redención de las transgresiones que había bajo el primer testamento [convenio]” —es decir, la muerte de Cristo dio eficacia y validez a los sacrificios realizados bajo el sistema mosaico: si Él no hubiera sido sacrificado por los pecados del mundo, no habría habido perdón alguno como resultado de las ordenanzas realizadas por los sumos sacerdotes del orden aarónico; y, por tanto, por medio de su expiación, “los llamados”, tanto en los días de Moisés como en los de Cristo, “reciban la promesa de la herencia eterna.” Todos los hombres, en todas las épocas, son salvos mediante la sangre expiatoria de Cristo, el Señor Omnipotente; cualquier ordenanza, en cualquier época —pasada, presente o futura— solo es eficaz a causa de esa expiación, y de ninguna otra forma.
“Porque donde hay testamento [o convenio], es necesario que intervenga muerte del testador. Porque el testamento [el convenio] con la muerte se confirma; pues no es válido entre tanto que el testador vive.” El convenio del evangelio no fue ni pudo ser puesto en vigor sin la muerte de Cristo. Sin su sacrificio expiatorio no habría ni inmortalidad ni vida eterna. Si no hubiera expiación, no habría perdón de pecados, ni reconciliación con Dios, ni validez en el bautismo, ni matrimonios eternos, ni almas santificadas. Sin la expiación, el propósito mismo de la creación habría fracasado. El convenio del evangelio no tendría “ninguna fuerza” sin la muerte del testador.
“De donde ni aun el primer testamento [el antiguo convenio hecho con Moisés] fue instituido sin sangre. Porque habiendo anunciado Moisés todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos, con agua, lana escarlata e hisopo, y roció el libro mismo y también a todo el pueblo, diciendo: Esta es la sangre del testamento que Dios os ha mandado. Y además roció con la sangre el tabernáculo y todos los vasos del ministerio. Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.” ¡Qué perfectamente instituyó Jehová los sacrificios de sangre como símbolo del sacrificio que Él mismo haría para limpiar y purificar a los que creyeran en Él!
“Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos.” Es decir: el tabernáculo y todos sus elementos, que fueron hechos conforme al modelo celestial, fueron purificados por la aspersión de sangre; pero los que habitarán en el cielo deben ser purificados con un sacrificio eterno, el de Cristo. “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios.” Nuestro Señor no entró al Lugar Santo ni al Lugar Santísimo del templo terrenal al ofrecer su sacrificio—esos lugares eran solo figuras del verdadero tabernáculo celestial; sino que entró al cielo mismo, para hacer intercesión perpetua por nosotros.
“Y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena; de otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.” “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan.” “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan.” Nuevamente se anuncia que la perfección no viene por medio del sacerdocio levítico, porque sus ordenanzas eran solo una sombra de lo que habría de venir.
“De otra manera cesarían de ofrecerse; pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado. Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados.” (Hebreos 9:11–10:2)
En este punto, Pablo cita una profecía mesiánica que contrasta los sacrificios de la ley con el sacrificio del “cuerpo” preparado para el Mesías, y explica que el Señor quita los sacrificios antiguos “para establecer el segundo”. “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. Y todo sacerdote está en pie cada día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, los cuales nunca pueden quitar los pecados; pero este, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies. Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.”
Para que ningún lector piense que el apóstol estaba simplemente haciendo analogías interesantes o comparando sistemas que por casualidad tenían patrones similares, Pablo declara que el Espíritu Santo fue testigo de la veracidad de sus interpretaciones.
Vuelve a referirse a la profecía de Jeremías sobre el nuevo convenio, mediante el cual los pecados e iniquidades ya no serían recordados, y entonces declara: “Pues donde hay remisión de estos, no hay más ofrenda por el pecado.” (Hebreos 10:3–18)
Después de todas estas explicaciones —no pocas de ellas de carácter repetitivo— el autor de la epístola a los Hebreos aplica la doctrina enseñada a sus oyentes con estas palabras de exhortación:
“Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo —esto es, de su carne— y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza.”
Junto con esta exhortación viene una advertencia solemne: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la ley de Moisés por el testimonio de dos o tres testigos muere irremisiblemente: ¿cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?” (Hebreos 10:19–29)
A continuación, se presenta el gran discurso sobre la fe (capítulo 11), seguido de más exhortaciones y promesas de recompensa eterna, y finalmente el autor vuelve al propósito central de la epístola: demostrar a los hebreos, mediante sus propias prácticas sacrificiales, que Jesús es el Cordero de Dios cuyo sacrificio expiatorio quita los pecados del mundo.
“Tenemos un altar, del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo. Porque los cuerpos de aquellos animales, cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio. Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir. Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesen su nombre. Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios.” (Hebreos 11–13)
Puede parecer, en una vida de Cristo, que hemos sido innecesariamente prolijos y que hemos entrado en demasiado detalle respecto a los sacrificios en los días de Jesús, así como en cuanto a su propósito y significado. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: esta misma omisión es una de las grandes deficiencias de la mayoría de los escritos modernos sobre nuestro Señor. Pablo consideró que el tema era lo suficientemente importante como para expresar las declaraciones que hemos citado, y la realidad es que nadie puede entender realmente la vida y las enseñanzas de nuestro Señor sin un conocimiento del sistema religioso en el que fue criado y que fue diseñado para presentarlo al mundo y dar testimonio de su ministerio. La ley del sacrificio es la presentación del Señor Jesucristo al mundo.
Fue un día desolador cuando el Templo de Herodes fue destruido. Fue un día triste y doloroso para los judíos cuando cesaron los sacrificios, porque con su desaparición también se extinguió el último vestigio de las verdaderas ordenanzas religiosas que habían prevalecido entre ellos. Sin estas, les quedó menos que una apariencia de piedad. Si hubieran vuelto su corazón hacia el Templo Eterno y el Sacrificio Eterno, todo habría estado bien para ellos; pero, tal como está la situación, solo podemos decir, con Pedro:
“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio; y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo.” (Hechos 3:19–21)
Los tiempos de la restauración comenzaron en la primavera de 1820, y los tiempos de refrigerio, cuando la tierra será renovada y recibirá su gloria paradisíaca, no están muy lejanos.
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Capítulo 9
Las Fiestas Judías en los Días de Jesús
“Cuando vino a Galilea, los galileos le recibieron, habiendo visto todas las cosas que había hecho en Jerusalén en la fiesta; porque ellos también habían ido a la fiesta… Después de esto, hubo una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.” (Juan 4:45; 5:1)
La naturaleza de las fiestas judías
Jesús usó las fiestas judías como las ocasiones ideales y perfectas para proclamar su filiación divina, para dramatizar las grandes y eternas verdades acerca de sí mismo de tal manera que nunca fueran olvidadas, y para realizar milagros y bendecir a sus semejantes. También podemos suponer que las usó como oportunidades para adorar y tener comunión personal con su Padre, ya que para ese propósito habían sido establecidas, y era su costumbre, como judío, guardar su propia ley hasta el momento en que él mismo la cumpliera y revocara.
Muchos episodios dulces y hermosos de su vida ocurrieron durante las fiestas. Parte de su doctrina más profunda fue enseñada a las multitudes devotas que se reunían para celebrar las fiestas; y milagros, incomparables, fueron realizados por sus manos en esos momentos solemnes y sagrados. Las fiestas judías formaban parte de la vida de Jesús.
Lo vemos en la Fiesta de la Pascua, cuando tenía apenas doce años, dejando perplejos a los sabios y entendidos. Estaba allí porque “sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la pascua.” (Lucas 2:41-52). Lo oímos decir a Pedro y a Juan que preparen la Pascua para que él y los Doce pudieran comerla. Escuchamos a sus hermanos —los otros hijos de María, que entonces no creían— desafiarlo para que fuera a la Fiesta de los Tabernáculos y realizara más milagros, y oímos su respuesta de que ellos debían ir ahora y que él iría después.
Vemos a los judíos, asombrados por su ausencia, buscándolo en la fiesta. Hacia la mitad de la fiesta, lo encontramos enseñando en el templo; y luego, “en el último y gran día de la fiesta”, mientras el sacerdote toma agua del arroyo de Siloé en un vaso de oro y la vierte sobre el altar, escuchamos su solemne proclamación:
“Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva.” (Juan 7:1–39)
A medida que situamos a Jesús en el contexto de las fiestas judías—donde tan lógicamente se le encuentra y tan naturalmente encaja—y al imaginar que estas fiestas eran parte del gran sistema educativo, parte del modo de adoración de los judíos devotos, y que, por tanto, le fueron impuestas a Jesús por sus tutores y por la presión social de su época; al darnos cuenta de que las conocía y participaba en sus rituales, debemos tener siempre en mente las acciones centrales que se realizaban en ellas.
Todas las fiestas eran ocasiones para la ofrenda de sacrificios: sacrificios públicos para el bienestar espiritual y la salvación de toda la congregación, y sacrificios privados para el perdón de pecados personales y la reconciliación de los verdaderos adoradores con su Dios. Ofrendas sacrificiales: ofrendas realizadas sobre el gran altar, de nueve metros por lado en su parte superior; sacrificios en los que se derramaba sangre como símbolo de reconciliación; sacrificios hechos en semejanza de Aquel que se mezclaba con las multitudes festivas en esas mismas fiestas, buscando hacerles bien, mientras que sus gobernantes buscaban hacerle mal… estas eran el centro de la adoración religiosa judía. Eran ordenanzas de salvación, y sin ellas, en lo que respecta a aquella época, los hombres no podían obtener una herencia con Aquel que habita más allá del velo.
Había tres grandes fiestas: la Fiesta de la Pascua, la Fiesta de Pentecostés y la Fiesta de los Tabernáculos. A todos los varones israelitas se les mandaba que se presentaran tres veces al año ante el Señor en su santuario, lo que significaba que la asistencia a estas tres fiestas era obligatoria, y todos debían subir a Jerusalén para adorar al Rey, al Señor de los Ejércitos, para purificarse delante de Él y llevar de regreso a sus diversas ciudades y campos el espíritu de adoración festiva en el cual habían participado. Las mujeres eran bienvenidas —y vemos a María acompañando a José, al menos cuando su hijo de doce años enseñó en el templo— aunque no estaban obligadas a asistir.
Estas fiestas, en la antigüedad, tenían un gran efecto unificador sobre el pueblo, tanto en lo religioso, como en lo político y lo social. Sin ellas, las tribus voluntariosas podrían haberse dividido en una docena de reinos, cada uno siguiendo su propio camino, para la destrucción de Israel como pueblo y como nación. Para la época de Jesús, sin embargo, ya no era posible que todos los varones —dispersos entre muchas naciones, como estaban— subieran tres veces al año a la Ciudad de Dios. En su lugar, se designaron veinticuatro grupos de asistentes laicos para estar de pie en el templo como representantes de todo el pueblo; la asistencia a las fiestas se volvió, por así decirlo, algo delegable.
Estas grandes fiestas eran tiempos para ofrendas festivas, una forma de sacrificios privados, en contraste con los sacrificios públicos por toda la congregación. Eran ocasiones para hacer ofrendas voluntarias para los pobres y para los levitas. En ellas y en otras fiestas había una santa convocación, o reunión con fines sagrados; había descanso, ya fuera de todo trabajo o de todo trabajo servil, según fuera el caso; y se ofrecían ciertos sacrificios especiales, dependiendo de la ocasión, por toda la congregación.
Ahora haremos referencia, según sea necesario, a las fiestas aquí mencionadas y a otras más —la Fiesta de Ester o Purim, y la Fiesta de la Dedicación del Templo— que también jugaron un papel vital en la adoración judía.
La Fiesta de la Pascua
Por Fiesta de la Pascua entendemos tanto la Pascua en sí misma, que se celebraba el día 14 de Nisán, como la Fiesta de los Panes sin Levadura, que duraba del 15 al 21 de Nisán. Aunque eran fiestas distintas, se consideraban una sola, y ambas conmemoraban el Éxodo de la esclavitud egipcia. Nuestro principal interés en ellas, al estudiar la vida de nuestro Señor, es comprender por qué, cómo y de qué manera eran observadas por los judíos en los días de Jesús, y en ese sentido, cómo el propio Señor Jesús guardó esta mayor de todas las fiestas judías. Esto último lo expondremos con mayor detalle cuando nos recostemos con Jesús y los Doce, en un lugar apartado de las multitudes, para comer la Cena Pascual, y veamos cuán natural y fácilmente surgió de ella el sacramento de la Santa Cena del Señor.
Pero en cuanto a la Pascua propiamente dicha, y en cuanto a la Fiesta de los Panes sin Levadura, que era parte integral del festival general: ¿qué eran, de dónde vinieron y qué propósito cumplían?
Sin duda alguna, la época de la Pascua era el tiempo más alegre y glorioso de la adoración judía e israelita. Israel nació cuando el nombre de Jacob fue cambiado y cuando ese patriarca fiel comenzó a tener descendencia. Su número era apenas de setenta cuando se salvó del hambre descendiendo a Egipto. Allí prosperó hasta que se levantó un nuevo rey que no conocía a José. Entonces vino la esclavitud, la servidumbre, el trabajo forzado. Entonces fueron asesinados sus hijos varones y azotados sus jóvenes. Entonces tuvieron que buscar su propia paja para fabricar los ladrillos de los palacios y ciudades de Faraón. Entonces fueron oprimidos física, social, cultural y espiritualmente. Y ahora, después de cuatro siglos, contando más de dos millones de almas, clamaron con fuerza al Señor pidiendo liberación. Y el Gran YO SOY, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, sus padres, les envió un Moisés.
Se realizaron milagros; se derramaron plagas; Faraón endureció su corazón; aumentaron las cargas sobre la descendencia de Jacob; hasta que finalmente, en su extrema aflicción, el Señor, en su ira, decidió matar al primogénito de Faraón que se sentaba en su trono, al primogénito de los gobernantes que odiaban a su pueblo, al primogénito de los capataces cuyos látigos desgarraban la carne de la simiente escogida, al primogénito de cada familia egipcia en toda la tierra, y al primogénito de todo su ganado. “Que estas huestes mueran”, decretó, y así murieron, pues habían desafiado a Dios y dicho por boca de Faraón: “¿Quién es Jehová para que yo y mi pueblo le obedezcamos?”
Entonces, en su misericordia y bondad, para que el ángel destructor no matara a ninguno de la simiente escogida, el Señor proveyó una Pascua, una vía de escape para su pueblo. Más tarde, en el desierto, cuando se perfeccionaron sus rituales sacerdotales, añadió a esto la Fiesta de los Panes sin Levadura. Para que todo Israel supiera, recordara y meditara que Jehová, quien los libró de la esclavitud egipcia, era su Mesías, su Cristo y Aquel que derramaría su sangre por los pecados del mundo, se ordenó al ángel de la muerte que pasara de largo las casas cuyas puertas y dinteles estuvieran rociados con la sangre de un cordero sacrificado. Israel sería salvado por la sangre del cordero.
En cada casa israelita se seleccionaba y sacrificaba un cordero o cabrito joven, macho de un año y sin defecto. El jefe del hogar, usando un manojo de hisopo, rociaba la sangre sobre los postes y el dintel de la puerta; el cordero o cabrito se asaba entero; no se le rompía ni un solo hueso; y se comía apresuradamente junto con pan sin levadura y hierbas amargas.
Ningún varón incircunciso, ninguno en cuya carne no se hallara el símbolo del convenio abrahámico, debía participar; pero todo varón que sí participara debía estar de pie, con los lomos ceñidos, el báculo en la mano y las sandalias en los pies. Cualquier carne no consumida debía ser quemada. En generaciones posteriores, esta Pascua egipcia se convirtió en una Pascua permanente, con tales cambios y perfeccionamientos en las disposiciones rituales como mejor se adaptaban al orden acostumbrado y establecido del culto religioso.
Israel fue un pueblo, el pueblo del Señor, desde el día en que Jacob y Lea tuvieron a Rubén. Se convirtió en una nación, una nación dependiente, mientras habitaba en Gosén y vivía bajo la soberanía egipcia, y cayó en esclavitud cuando las circunstancias de la guerra pusieron a Egipto en manos hostiles. Pero nació como una nación libre cuando Jehová quitó la pesada mano de Egipto, y fue redimida de un estado de esclavitud cuando el Gran Jehová la condujo por el Mar Rojo—primero al desierto, y luego a una tierra fértil que fluía leche y miel.
Israel se convirtió en un pueblo libre, en una nación libre, en un nuevo reino, en aquella primera noche de Pascua. Y desde entonces, las festividades de la Pascua fueron una celebración de cumpleaños, pero —y esto era el centro y corazón de la ocasión— una celebración en la que Cristo y su ministerio redentor eran recordados una y otra vez por todos aquellos que se sometían a los rituales de esta principal fiesta.
En los días de Jesús, se realizaban tanto sacrificios públicos como privados, y los corderos pascuales eran sacrificados para cada familia o grupo, compuesto cada uno por entre diez y veinte personas. Jesús y los Doce formaban un grupo de trece, que se redujo a doce justos cuando el malvado Judas se retiró. Cuando Nerón se sentaba en el trono de César, se hizo un recuento del número de corderos sacrificados en Jerusalén durante una Pascua: el total fue de 256,000. Con un mínimo de diez personas por grupo, esto significaba una población pascual en la ciudad santa de 2,560,000 personas. Josefo la estimó ese año en 2,700,200, y hubo ocasiones en que las multitudes reunidas llegaban a no menos de 3,000,000.
El rabino Gamaliel, maestro de Pablo, decía: “Todo aquel que no explica tres cosas en la Pascua no ha cumplido con el deber que le incumbe. Estas tres cosas son: el cordero pascual, el pan sin levadura y las hierbas amargas. El cordero pascual significa que Dios pasó de largo sobre las casas de nuestros padres en Egipto que estaban rociadas con sangre; el pan sin levadura significa que nuestros padres fueron liberados de Egipto (con prisa); y las hierbas amargas significan que los egipcios amargaron la vida de nuestros padres en Egipto.” (Temple, p. 237)
Pablo, quien fue instruido desde lo alto además de haber sido discípulo de Gamaliel, sabía más sobre la Pascua que su propio instructor rabínico. Al reprender severamente a los santos pecadores de Corinto, el apóstol dice: “No es buena vuestra jactancia.” Luego pregunta: “¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa?” Es decir, si en vuestro corazón tenéis el espíritu del evangelio, éste os impulsará a seguir un camino de rectitud; pero si aún tenéis en el corazón el espíritu del mundo, vuestra conducta será como la del mundo. “Limpiaos, pues, de la vieja levadura” — abandonad el mundo y desechad las malas inclinaciones de vuestra alma— “para que seáis nueva masa” — para que nazcáis de nuevo, seáis una nueva criatura por medio del Espíritu Santo, y viváis en novedad de vida— “como sois sin levadura” — es decir, vivid en rectitud porque ya no estáis leudados con la injusticia del mundo. “Porque nuestra Pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros.” Es decir, todo esto es posible porque el Cordero Pascual eterno realizó el sacrificio expiatorio por nosotros. “Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura de sinceridad y de verdad.” (1 Corintios 5:6–8)
Con la ofrenda del Sacrificio Eterno, la Pascua cesa, excepto en el sentido de que los verdaderos santos adoptan los principios verdaderos sobre los cuales se basaba, y así limpian de sus almas la levadura de la maldad y comen para siempre del pan sin levadura de verdad y justicia.
La Fiesta de los Panes sin Levadura era una ocasión de gozo y regocijo en Israel. El pan mismo era llamado “el pan de aflicción”, para recordar a Israel las penas y sufrimientos de su esclavitud en Egipto (Deut. 12:1–8), pero el énfasis no estaba en las aflicciones del pasado, sino en los gozos del presente y del futuro. Israel había sido liberado de la esclavitud mediante la Pascua, y el comer pan sin levadura durante siete días les recordaba más bien que la abundancia de la tierra ahora les pertenecía, más que subrayar en exceso las aflicciones que una vez habían sufrido.
En el primer día de la fiesta (el segundo día de la Pascua) había una santa convocación, y la primera gavilla madura de grano se presentaba al Señor. Era la fiesta de la primavera, con todo el gozo y renacimiento que acompañan a la estación. En cada día de la fiesta, después del sacrificio matutino habitual, se ofrecían holocaustos en los cuales el pueblo rendía su voluntad a la voluntad del Señor, y se ofrecían sacrificios por el pecado como expiación por sus faltas. En el día final había una asamblea solemne. En conjunto, es difícil imaginar cómo podría haberse ideado, bajo el sistema mosaico, un período festivo que hiciera más por traer espiritualidad y bendiciones a la vida del pueblo que las prácticas y la adoración del tiempo de Pascua. Y el hecho de que el Señor participara plenamente en ellas lo expondremos a su debido tiempo.
Todo lo relacionado con el período de la Pascua, desde el 14 hasta el 21 de Nisán, es tan dramático, tan lleno de simbolismo, tan diseñado para centrar la atención del pueblo del Señor en las grandes y eternas verdades de la salvación, que incluso hoy, cuando la Pascua ha pasado y ya no necesitamos, en la medida en que lo hicieron nuestros antepasados, meditar sobre su lugar en el plan de salvación, seguimos propensos a usar sus acontecimientos para enseñar diversas verdades y principios relacionados. Los cristianos reflexivos pueden muy bien razonar, como muchos lo han hecho, en líneas como estas:
La Pascua es un símbolo de liberación de la esclavitud del pecado; de la esclavitud del mundo; de los faraones de la codicia, el poder y la lujuria. Es el pasar por alto del ángel de la muerte espiritual, de modo que la oscuridad de la incredulidad sea reemplazada por la luz del evangelio. Es una liberación de la condena que merecemos por nuestros pecados; de la muerte espiritual que espera a los inicuos; de las tinieblas exteriores de Egipto, Sodoma y el Seol, porque la sangre de Cristo ha sido aplicada a nosotros mediante la fe.
Al rociar la sangre de nuestro Señor sobre los postes de las puertas de nuestros corazones y sobre los dinteles de nuestras almas, apartamos nuestras moradas del mundo; hacemos una confesión abierta y visible de nuestra lealtad a Aquel cuya sangre tiene poder eterno para salvar; nos separamos de los egipcios, los sodomitas y los buscadores del Seol; y nos colocamos entre la parte creyente de la humanidad. Así como cada grupo familiar comía su cordero pascual y bebía de la copa de bendición, así también debemos comer la carne y beber la sangre del Señor Jesús. Así como la Pascua era inútil si no se comía, así también debemos vivir vidas piadosas en Cristo, y testificar abiertamente nuestro amor por él guardando sus mandamientos. Así como se comía con hierbas amargas, así debemos comer nuestra Pascua con las hierbas amargas de confesión y arrepentimiento. Así como el Israel antiguo comía su Pascua ceñido para el viaje, calzado con sandalias y con un báculo en la mano, así también el Israel moderno debe vestirse para su jornada; deben revestirse con las vestiduras de justicia mientras avanzan desde Idumea hacia Sion, desde Babilonia hacia Palestina.
Así como ellos, enfrentando todo el poder e influencia de Egipto, se prepararon para seguir a Moisés dondequiera que él los guiara, así también nosotros debemos seguir a nuestro Moisés moderno a través del Mar Rojo de la duda, hacia el desierto de pruebas, y finalmente cruzar el Jordán hacia aquella Tierra Prometida donde Abraham, Isaac, Jacob y todos los santos moran ahora, para allí descansar en gloria.
Verdaderamente, los santos de hoy pueden sacrificar sus propios corderos pascuales, comer su propio pan sin levadura, guardar su propia Pascua y servir a Aquel a quien sirvieron sus antepasados durante aquel milenio y medio en que la Pascua original fue observada con gozo y regocijo.
La Fiesta de Pentecostés
Pentecostés tuvo su comienzo en la Pascua, y la Pascua tuvo su culminación, siete semanas después, en Pentecostés: ambas fiestas están conectadas, y una surge de la otra. En la Pascua, en el primer día de la Fiesta de los Panes sin Levadura, Israel presentaba al Señor la gavilla pascual.
Con ceremonia ritual, se cosechaba lo primero de la cosecha de cebada, se trillaban las espigas, se tostaba el grano y se molía hasta obtener harina fina. Se elegía un ómer (algo más de cinco pintas) de harina fina, al que se le añadían aceite e incienso; luego se mecía la mezcla delante del Señor, y una porción se quemaba en el altar. Este era el inicio de la cosecha, que culminaría cincuenta días después en Pentecostés. La Pascua comenzaba el 14 de Nisán (a principios de abril) con el inicio de la cosecha de cebada, y Pentecostés se celebraba el 6 de Siván (alrededor de finales de mayo), con el comienzo de la cosecha de trigo. Eran las fiestas de la cosecha de Israel.
En el día de Pentecostés —llamado también la Fiesta de la Cosecha, el Día de las Primicias, y la Fiesta de las Semanas— Israel debía celebrar una santa convocación y no realizar ningún trabajo servil. Todos los varones debían presentarse ante el Señor en su santuario, y se debían ofrecer los sacrificios y ofrendas designadas. Se acepta generalmente que el orden de adoración y las ceremonias correspondientes eran las siguientes:
- En los días previos a la fiesta, las bandas de peregrinos —”judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo” (Hechos 2:5)— se reunían con gozo en Jerusalén, la Ciudad Santa, la Ciudad del Gran Rey, el sitio de la Casa del Señor. ¡Cuán glorioso es para los fieles subir a Sion, la ciudad de su Dios!
- También antes del día señalado, y acompañado de las recitaciones y actuaciones ceremoniales correspondientes, se cosechaban gavillas de trigo; el grano era recolectado, tostado, molido hasta obtener harina y tamizado a través de doce cedazos. La noche anterior, se horneaban los dos panes de la ofrenda mecida, cada uno hecho con pan leudado, con un peso total de más de diez libras (más de 4,5 kg).
- El gran altar se limpiaba, todo se preparaba para los ritos venideros, y alrededor de la medianoche se abrían las puertas del templo para que los sacerdotes pudieran examinar los animales que el pueblo traía para los holocaustos y las ofrendas de paz.
- Con el amanecer llegaba el sacrificio matutino regular y la congregación de grandes multitudes de adoradores en el templo. Los judíos devotos tomaban muy en serio el decreto de Jehová de que los varones adultos de su reino debían presentarse ante Él en su santuario tres veces cada año.
- Luego venían las ofrendas festivas señaladas. Estas consistían, primero, en un cabrito para expiación, ofrecido con la debida imposición de manos, confesión de pecados y aspersión de sangre; y luego los holocaustos, compuestos por dos novillos jóvenes, un carnero y siete corderos de un año, junto con sus respectivas ofrendas vegetales.
- En este punto, los levitas entonaban el Hallel —los Salmos 113 al 118— con el acompañamiento de una flauta y las voces cantadas de niños levitas, y el pueblo repetía o respondía los salmos de alabanza, como lo hacían en la Fiesta de la Pascua.
- “Entonces venía la ofrenda peculiar del día: la de los dos panes mecidos, junto con sus sacrificios correspondientes. Estos consistían en siete corderos de un año, sin defecto, un novillo joven y dos carneros como holocausto, con sus respectivas ofrendas vegetales; y luego ‘un cabrito para expiación, y dos corderos de un año como sacrificio de ofrendas de paz’.” Estos no deben confundirse con las ofrendas festivas. Los dos corderos eran mecidos, aún vivos, junto con los panes, y sus partes principales volvían a ser mecidas luego de ser sacrificados.
- “Después de la ceremonia de los panes mecidos, el pueblo traía sus propias ofrendas voluntarias, cada uno según el Señor lo hubiera prosperado—la tarde y la noche se dedicaban a la comida festiva, a la que eran invitados el extranjero, el pobre y el levita como huéspedes bienvenidos del Señor.”
- Por supuesto, también se realizaba el sacrificio vespertino, y en la práctica, debido a la gran cantidad de ofrendas voluntarias, generalmente se requería hasta una semana para ofrecerlas todas. (Temple, pp. 249–267)
La tradición judía —con fundamento aparente en los hechos— sostenía que, así como la Pascua conmemoraba la liberación de Egipto, Pentecostés conmemoraba el maravilloso derramamiento de la gracia divina que ocurrió cincuenta días después, cuando, con su propio dedo —el mismo dedo que tocó las dieciséis piedras de Moriáncumer— el Gran Jehová escribió su ley en tablas de piedra y se las dio a Moisés, el hombre de Dios.
Más importante aún es que nuestro Señor fue crucificado como parte de la Pascua, y que el Espíritu Santo de Dios descendió con poder el Día de Pentecostés. Durante cuarenta días después de su resurrección, Jesús continuó ministrando entre los Doce como Ser resucitado. Luego ascendió a su Padre, dejándoles instrucciones de que permanecieran en Jerusalén hasta ser investidos con poder desde lo alto. Diez días después, “cuando llegó el día de Pentecostés”, los apóstoles —con Matías ahora entre ellos, y tal vez otros creyentes— “estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados.”
¿Estaban en el templo en ese momento? ¿Y era la casa donde estaban sentados uno de los pórticos donde Jesús tantas veces se había sentado a enseñar y explicar? Las opiniones pueden variar, pero no es improbable. La “casa”, dondequiera que estuviera, estaba abierta al público, pues grandes multitudes —de las cuales tres mil fueron convertidas y bautizadas— se apresuraron para oír, ver y sentir el milagro. Cuántas casas había, aparte de la casa del Señor, donde tres, o diez, o decenas de miles pudieran reunirse fácilmente, es algo que queda en entredicho. Además, el lugar donde se encontraban las multitudes de Jerusalén en un día de fiesta era el gran atrio que rodeaba el santo santuario.
Pero una pregunta aún más importante es: ¿A dónde más habrían ido los apóstoles judíos y sus seguidores en un día de fiesta judía, sino al santo santuario del Señor? Ellos, hasta ese momento —pues el don del Espíritu Santo aún no había transformado por completo sus mentes— se sentían aún sujetos a la ley que mandaba a todo varón a presentarse ante el Señor en su santuario ese día. ¿Estaban cumpliendo el mandamiento y actuando dentro del deber, según lo entendían entonces, o habrían estado en otro lugar, maquinando, por así decirlo, contra lo que siempre habían conocido como el orden establecido?
Por lo demás, era su costumbre, en todos los días, hacer del templo su centro de adoración. Los hábitos cambian gradualmente. Jesús y los Doce habían adorado en el templo mientras el Señor habitaba entre ellos. Cada uno de ellos, una y otra vez, había hecho la aparición requerida en el lugar señalado.
Además, después de que Jesús “se separó de ellos y fue llevado al cielo”, los Doce “le adoraron, y volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios.” (Lucas 24:49–53). E incluso después del Día de Pentecostés, cuando su número creció con los tres mil bautismos pentecostales, el registro dice: “Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo.” (Hechos 2:46–47)
Aún más adelante, Pedro y Juan, mientras caminaban por la puerta llamada la Hermosa, sanaron al hombre cojo de nacimiento, lo que provocó que las multitudes “gentiles”, entonces en el atrio de los gentiles, causaran su arresto e encarcelamiento. En verdad, bien podríamos preguntar: si el fuego hubiera de descender del cielo nuevamente, como lo hizo en el Templo de Salomón, ¿dónde más habría de hacerlo sino en la casa que el Señor había usado como propia?
Pero dondequiera que ocurrió el milagro, fue la inauguración del día de los milagros y de la revelación que siempre acompaña a los verdaderos santos. Porque “se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos.” Fue como si los fuegos sobre los altares de piedra de la dispensación que moría se encendieran ahora en los corazones suavizados de los santos. “Y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen… Y al oírse este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua.” Los apóstoles hablaban en arameo, con sus dialectos galileos y palestinos, y todos los hombres —fuera cual fuera su procedencia o lengua materna— los oían y entendían.
“Y estaban todos atónitos y maravillados, diciendo unos a otros: ¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, los oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?” (Hechos 2:1–13). Qué apropiado fue que, mientras aún ardían los fuegos del sacrificio sobre el altar, un fuego viviente descendiera del cielo para arder por siempre en los corazones de aquellos que habrían de sacrificar sus vidas por la causa de la verdad y la rectitud.
La Fiesta de los Tabernáculos
Tomando nuestras referencias y citas de Edersheim (Temple, págs. 268–287), pero matizando sus opiniones con la luz y el conocimiento adicionales revelados en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, nos dirigimos ahora a la Fiesta de los Tabernáculos, “la más gozosa de todas las estaciones festivas en Israel.” Como ya hemos visto, esta es la gran fiesta judía-israelita que no fue abolida para siempre cuando Aquel que dio la ley también cumplió aquello que procedía de Él. Como han dicho los profetas, se celebrará nuevamente durante el Milenio, cuando los hijos de Leví, en pureza y dignidad, bajo la dirección de la autoridad del sacerdocio de Melquisedec que gobierna la Iglesia de Dios en todas las épocas, presenten otra vez una ofrenda al Señor en justicia.
Sin embargo, nuestro interés principal en este momento es ver cómo y de qué manera esta fiesta daba testimonio de Jesús, y cómo Él mismo la utilizó durante su ministerio mortal para mostrar al pueblo el testimonio que, de hecho, daban mediante sus rituales sagrados y santos.
De entre la Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos —las tres ocasiones festivas anuales en las que Jehová mandó a todos los varones israelitas a presentarse ante Él en su santuario santo en Jerusalén, y no hacerlo con las manos vacías—, se dice apropiadamente:
“Si el comienzo de la cosecha apuntaba hacia atrás al nacimiento de Israel en su Éxodo de Egipto, y hacia adelante al verdadero sacrificio de la Pascua en el futuro; si la cosecha del grano estaba relacionada con la entrega de la ley en el monte Sinaí en el pasado, y con el derramamiento del Espíritu Santo en el Día de Pentecostés; la festividad de agradecimiento por la cosecha en la Fiesta de los Tabernáculos recordaba a Israel, por un lado, su morada en cabañas en el desierto, y por el otro, apuntaba a la cosecha final cuando la misión de Israel estuviera cumplida, y todas las naciones fueran reunidas ante el Señor.” (Temple, pág. 269)
Así, la Fiesta de los Tabernáculos también es llamada la Fiesta de las Cabañas, porque Israel habitó en cabañas o chozas cuando salió de Egipto, y la Fiesta de la Recolección, porque para el 15 de Tishri, cuando comenzaba la fiesta de siete días (durante el período de septiembre-octubre), toda la cosecha —grano, vino y aceite— ya había sido almacenada para el invierno venidero. Para imaginar cómo adoraba el Israel judío en los días de Jesús, será instructivo resumir lo que se hacía en esta fiesta. Como en todas las fiestas, era un período de adoración y renovación espiritual, un tiempo para renovar los convenios y volver al Señor con pleno propósito de corazón.
En este caso, sin embargo, la fiesta comenzaba cuatro días después del Día de la Expiación, “en el cual el pecado de Israel había sido quitado y su relación de convenio con Dios restaurada. Así, una nación santificada podía celebrar una fiesta santa de alegría por la cosecha para el Señor, tal como será en el sentido más verdadero en aquel día” mencionado por los profetas, cuando “todos los que sobrevivan de todas las naciones… subirán de año en año a adorar al Rey, al Señor de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos”, cuando la justicia milenaria será tal que “Santidad a Jehová” estará inscrito en casi todas las cosas. (Zacarías 14:16–21; Temple, págs. 271–272)
Alegres festividades marcaban la Fiesta de los Tabernáculos: prevalecía el espíritu de recolección; sin sus cosechas Israel perecería por falta de pan, y el hambre era una amenaza constante. ¡Qué natural era que se regocijaran por lo que el Señor les había dado —de la tierra, la lluvia y el sol! ¡Y cuán natural que Jehová esperara de ellos gratitud y alegría por las bendiciones que fluían de sus manos!
Así le oímos decir: “Celebrarás la fiesta de los tabernáculos durante siete días, después que hayas recogido el producto de tu era y de tu lagar. Y te regocijarás en tu fiesta, tú, tu hijo y tu hija, tu siervo y tu sierva, y el levita, el extranjero, el huérfano y la viuda que estén dentro de tus ciudades.”
¿Por qué?
“Porque el Señor tu Dios te habrá bendecido en todos tus frutos y en toda la obra de tus manos, y estarás verdaderamente alegre.”
Luego, en cuanto a las tres grandes fiestas —Pascua, Pentecostés y Tabernáculos— el Señor dijo de todos los que subían a Jerusalén para celebrarlas:
“Y no se presentarán delante del Señor con las manos vacías; cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que el Señor tu Dios te haya dado.” (Deuteronomio 16:13–17)
Y en estas ocasiones festivas, tanto los que daban como los que recibían tendrían motivo para regocijarse. “Las ofrendas votivas, voluntarias y de paz manifestaban su gratitud a Dios, y en la comida que seguía, el pobre, el extranjero, el levita y el desamparado eran invitados bienvenidos, por amor al Señor.” (Temple, pág. 272)
En los días de Jesús, como había sido desde los tiempos de Moisés, todo varón israelita, durante la Fiesta de los Tabernáculos, dejaba sus casas de madera y piedra y habitaba en chozas o cabañas hechas con ramas de árboles vivos. Durante una semana, salvo en caso de lluvias muy intensas, comían, dormían, oraban, estudiaban y vivían en estas moradas temporales. Las mujeres, los enfermos y quienes los atendían, los esclavos, los infantes dependientes de sus madres, y algunos que estaban en deberes piadosos estaban exentos.
“Cuando hayáis recogido el fruto de la tierra” —fue el decreto que el Señor les dio— “celebraréis una fiesta al Señor por siete días; el primer día será día de reposo, y el octavo día será también día de reposo.”
El octavo día, conocido como la Octava de la fiesta, estrictamente hablando, no formaba parte de la fiesta misma, pero servía como un día adicional de adoración.
“Y tomaréis el primer día ramas de árboles frondosos, ramas de palmeras, ramas de árboles espesos, y sauces del arroyo; y os regocijaréis delante del Señor vuestro Dios durante siete días.”
El uso de estas ramas en los ritos de regocijo será explicado en breve.
“Y la celebraréis como fiesta solemne al Señor por siete días en el año. Será estatuto perpetuo por vuestras generaciones; en el mes séptimo la celebraréis. En cabañas habitaréis siete días; todo natural de Israel habitará en cabañas; para que sepan vuestros descendientes que en cabañas hice yo habitar a los hijos de Israel cuando los saqué de la tierra de Egipto: Yo soy el Señor vuestro Dios.” (Levítico 23:39–43)
Seguramente hubo entre ellos quienes comprendieron así no solo que su vida en tiendas durante el éxodo de Egipto fue una disposición temporal mientras viajaban hacia la tierra prometida, sino que todos los hombres son forasteros y peregrinos sobre la tierra, en camino hacia una morada más perdurable, un hogar no hecho por manos humanas, eterno en los cielos.
Ya hemos tratado —suficientemente para nuestros propósitos— en relación con la Pascua, el Pentecostés y los rituales mosaicos en general, el sistema sacrificial de adoración. Sabemos cómo se perdonan los pecados, cómo se hacen convenios, cómo se cumplen votos, cómo se bendice y glorifica a Dios, y cómo llega el refrigerio espiritual por medio de las ofrendas sacrificiales. Aquí basta con señalar la naturaleza única y particular de los sacrificios requeridos en la Fiesta de los Tabernáculos, y recordarnos que los sacrificios —sean públicos o privados, y ya sean holocaustos, ofrendas por el pecado, ofrendas por la culpa u ofrendas de paz— estaban en el corazón mismo de la religión ritual de aquellos días.
Los holocaustos —sacrificios de devoción y servicio, que simbolizaban la entrega total del pueblo a Jehová y su aceptación por parte de Él— eran más numerosos durante la Fiesta de los Tabernáculos que en cualquier otro festival. En cada uno de los siete días, se ofrecían dos carneros y catorce corderos; y el primer día también se ofrecían trece novillos, disminuyendo uno por día hasta que en el séptimo día se ofrecían solo siete. Así, 182 holocaustos, cada uno con su correspondiente ofrenda vegetal y libación, subieron como olor grato a Jehová durante este período.
Además, se ofrecía un cabrito como ofrenda por el pecado en cada día; y en el día de la Octava, se ofrecían siete corderos, un carnero y un novillo como holocaustos, más un cabrito como ofrenda por el pecado. Todo esto era además de los holocaustos continuos, sus ofrendas vegetales y libaciones, y de todas las ofrendas privadas de las multitudes de devotos adoradores.
Nuestro propósito al exponer esto es simplemente mostrar que la Fiesta de los Tabernáculos debía ser —y lo fue— un gran período tanto de acción de gracias como de rededicación.
Volvamos ahora a “las ramas de árboles frondosos, ramas de palmeras, ramas de árboles espesos y sauces del arroyo”, que el pueblo debía tomar y usar mientras se regocijaba delante del Señor. En los días de Jesús —y debemos suponer que así fue desde el principio de la fiesta— estas ramas eran llevadas en las manos del pueblo. Dado que el uso que se les daba es el mismo que el de los pañuelos blancos durante el Grito de Hosanna en las dedicaciones de templos y en ciertas otras asambleas solemnes del Israel de los últimos días, prestaremos atención especial a las regulaciones rabínicas relativas a ellas.
“Los rabinos determinaron que ‘el fruto de los árboles hermosos’ significaba el ethrog o cidro, y ‘las ramas de árboles espesos’, el mirto, siempre que no tuviera ‘más bayas que hojas’. Los ethrogs debían estar sin mancha ni defecto de ningún tipo; las ramas de palma debían tener al menos tres palmos de altura y ser aptas para agitarse; y cada rama debía estar fresca, completa, sin contaminación y no tomada de ningún bosque idolátrico. Cada adorador llevaba el ethrog en la mano izquierda, y en la derecha el lulav o palma, con una rama de mirto y otra de sauce a cada lado, atadas por fuera con su propio tipo de material, aunque por dentro podían estar sujetas incluso con hilo de oro.”
No cabe duda de que el lulav estaba destinado a recordar a Israel las diferentes etapas de su travesía por el desierto, representadas por las distintas vegetaciones: las ramas de palma evocaban los valles y llanuras, “las ramas de árboles espesos” los arbustos de las alturas montañosas, y los sauces los arroyos de los que Dios había dado agua a su pueblo; mientras que el ethrog recordaba los frutos de la buena tierra que el Señor les había dado.
El lulav se usaba en el templo durante cada uno de los siete días festivos, y aun los niños, si podían agitarlo, estaban obligados a llevar uno.
El uso de estos lulavs era el siguiente: en cada uno de los siete días de la fiesta, “mientras se preparaba el sacrificio matutino, un sacerdote, acompañado de una procesión alegre con música, descendía hasta el estanque de Siloé, de donde sacaba agua en una jarra de oro.” En medio de gran pompa, esta agua se llevaba de regreso al gran altar, y cuando se vertía el vino de la libación, también se vertía el agua del Siloé, como parte de una ceremonia elaborada.
“En cuanto se comenzaba a derramar el vino y el agua, la música del templo comenzaba, y se cantaba el Hallel… Cuando el coro llegaba a estas palabras, ‘Oh, dad gracias al Señor’, y nuevamente cuando cantaban, ‘¡Oh Señor, salva ahora!’, y una vez más al final, ‘Oh, dad gracias al Señor’, todos los adoradores agitaban sus lulavs hacia el altar.”
Por tanto, cuando las multitudes de Jerusalén, al encontrarse con Jesús, “cortaban ramas de los árboles, y las tendían en el camino, y… clamaban diciendo: ‘¡Sálvanos ahora, Hijo de David!’”, estaban aplicando, en referencia a Cristo, lo que era considerado uno de los principales ritos de la Fiesta de los Tabernáculos. Estaban orando para que Dios, desde “las alturas” celestiales, manifestara y enviara aquella salvación, en conexión con el Hijo de David, que estaba simbolizada en el derramamiento del agua. (Temple, págs. 274–279)
En los clamores de alabanza y adoración —dichos cada día durante siete días, mientras las multitudes del templo agitaban sus ramas de palma hacia el gran altar, y consistentes en una expresión de exaltación gloriosa repetida tres veces— vemos el modelo del Grito de Hosanna tal como ha sido revelado de nuevo y como ahora se realiza también en ocasiones especiales y sagradas. En nuestros días, mientras se agitan pañuelos blancos con cada palabra o frase de alabanza, el Israel unido exclama con gozo:
¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Hosanna!
A Dios y al Cordero:
¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Hosanna!
A Dios y al Cordero:
¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Hosanna!
A Dios y al Cordero:
¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!
Sin embargo, en la Fiesta de los Tabernáculos, además del Grito de Hosanna diario —que seguía y se derivaba de la ofrenda del sacrificio diario— había otro grito más: un Gran Hosanna, un Hosanna de los Hosannas, que se daba solo un día, después de los sacrificios festivos, en “aquel gran día de la fiesta”.
El escenario del Gran Hosanna era la ceremonia de rodear el altar por quienes estaban designados para ello:
“En cada uno de los siete días, los sacerdotes formaban una procesión y daban una vuelta alrededor del altar, cantando: ‘¡Oh Señor, salva ahora! ¡Oh Jehová, concede prosperidad!’ Pero en el séptimo día, ‘aquel gran día de la fiesta’, daban siete vueltas alrededor del altar, recordando cómo las murallas de Jericó habían caído en circunstancias similares, y anticipando cómo, por la intervención directa de Dios, las murallas del paganismo caerían ante Jehová, y la tierra quedaría abierta para que su pueblo entrara y la poseyera.”
Ese día, llamado por los rabinos “el Día del Gran Hosanna,” “el Día de los Sauces,” y “el Día de Golpear las Ramas,” en medio de los clamores de alabanza a Jehová, las multitudes adoradoras agitaban sus lulavs con tal vigor que: “todas las hojas eran sacudidas de las ramas de sauce, y las ramas de palma quedaban hechas pedazos junto al altar.” Así culminaba el Grito de Hosanna en la Fiesta de los Tabernáculos. (Temple, págs. 280–281)
Similitudes de la Fiesta de los Tabernáculos
En la Fiesta de los Tabernáculos hay más ceremonias que se centran en Cristo, más similitudes que hablan de su vida y ministerio, y más tipos y sombras que testifican de Él y de su sacrificio redentor que en cualquiera de las otras fiestas.
En un sentido general, la Fiesta de los Tabernáculos contiene todo lo que tenían las demás fiestas, y mucho más que es único, distintivo y reservado para esta más gozosa de todas las ocasiones festivas.
El simbolismo principal y más importante en todas las fiestas era el que se manifestaba a través de las ordenanzas sacrificiales. Estas daban testimonio del sacrificio venidero del Cordero de Dios, y enseñaban al pueblo cómo venía la redención y cómo se perdonaban los pecados por la aspersión de su sangre.
En la Fiesta de los Tabernáculos, el número de sacrificios públicos se multiplicaba, y podemos suponer que en la práctica —puesto que el Día de la Expiación acababa de limpiar y santificar al pueblo, y por la naturaleza especialmente gozosa de la fiesta— se ofrecían más sacrificios privados, más ofrendas votivas y más ofrendas voluntarias que en cualquier otro momento.
Sabemos por qué Israel habitaba en cabañas durante esta temporada y por qué se regocijaba por las cosechas recogidas; y vemos en estas cosas un símbolo del peregrinaje del hombre a través del desierto del mundo y del gozo eterno que acompañará la siega de las almas de los hombres. Hemos observado cómo el Grito de Hosanna expresaba alabanza a Jehová y cómo sus mismas palabras fueron interpretadas por las multitudes como aplicables al Hijo de David, cuando Él hizo su entrada triunfal en Jerusalén y ellos tendían ramas de palma en el camino.
No necesitamos profundizar más en lo que es claro para todos los que son espiritualmente instruidos, excepto para mostrar cómo dos de las ceremonias especiales de la fiesta daban testimonio de Cristo y fueron utilizadas por Él para dramatizar y anunciar el cumplimiento de las figuras contenidas en ellas. Una de ellas es el derramamiento del agua, que precedía al Grito de Hosanna, y la otra es la iluminación del templo.
Ambas ceremonias se dice que son post-mosaicas y post-exílicas, es decir, que fueron añadidas después del tiempo del gran legislador y luego del regreso de Babilonia. Esto puede ser cierto; y si lo es, es una indicación de revelación continua al pueblo del Señor. O bien, puede ser que estos ritos, aunque no mencionados en las Escrituras Sagradas, hayan formado parte de las ceremonias desde el principio. En todo caso, eran una parte vital de las prácticas válidas y aprobadas en los días de Jesús. Él las conocía y las usó para sus propios propósitos.
Como ya hemos visto, los sacerdotes vertían el agua del estanque de Siloé sobre el altar después del sacrificio matutino diario y antes de las ofrendas festivas, como preludio del agitar de las ramas en el Grito de Hosanna. Sobre este derramamiento de agua se dice:
“Su principal y verdadera aplicación era al futuro derramamiento del Espíritu Santo, como fue predicho —probablemente haciendo alusión a este mismo rito— por el profeta Isaías. Así, el Talmud dice claramente: ‘¿Por qué se llama este rito la extracción de agua? Porque se refiere al derramamiento del Espíritu Santo, conforme a lo dicho: “Con gozo sacaréis aguas de los manantiales de la salvación.”’ Por tanto, la fiesta y su peculiar gozo eran igualmente designados como los de la extracción de agua, porque, según las mismas autoridades rabínicas, el Espíritu Santo habita en el hombre solamente a través del gozo.”
Ahora, con este concepto ante nosotros —que Israel, por el poder del Espíritu, sacaría aguas de los manantiales de salvación, y que tal cosa era simbolizada por el rito en curso— y con el Grito de Hosanna resonando en nuestros oídos, veamos lo que ocurrió en la vida de Jesús en el séptimo día de la fiesta:
“Fue en ese día, después de que el sacerdote regresó de Siloé con su jarra de oro, y por última vez vertió su contenido al pie del altar; después de que el Hallel fue cantado al sonido de la flauta, y el pueblo respondía y adoraba mientras los sacerdotes hacían sonar tres veces sus trompetas de plata con un triple toque — justo cuando el interés del pueblo había alcanzado su punto más alto, que, de entre la multitud de adoradores que agitaban hacia el altar un verdadero bosque de ramas frondosas mientras se cantaban las últimas palabras del Salmo 118, una voz se alzó que resonó por todo el templo, sorprendió a la multitud, y sembró temor y odio en los corazones de sus líderes. Era Jesús, quien ‘se puso en pie y alzó la voz, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.”
Entonces, por medio de la fe en Él, cada uno llegaría verdaderamente a ser como el estanque de Siloé, y de su interior “brotarían ríos de agua viva.”
“Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él.” (Juan 7:37–39)
Así, el significado del rito en el que acababan de participar no solo fue plenamente explicado, sino que también se señaló el modo en que habría de cumplirse. (Temple, págs. 279–281)
Al final del primer día de la fiesta —entre himnos y cantos de alabanza; con música instrumental acompañando y trompetas dando toques repetidos; mientras los danzantes sostenían antorchas encendidas en sus manos; y en medio de una pompa que era en sí misma ritual— cuatro de los hijos de Leví encendían los cuatro grandes candelabros dorados.
“La luz que salía del Templo hacia la oscuridad que lo rodeaba, iluminando cada patio de Jerusalén, debía ser un símbolo no solo de la Shejiná que una vez llenó el Templo, sino de aquella ‘gran luz’ que ‘el pueblo que andaba en tinieblas’ habría de ver, y que habría de brillar ‘sobre los que habitaban en la tierra de sombra de muerte’.” (Temple, p. 285)
Seguramente, siendo el Maestro por excelencia, el resplandor de esta luz desde el templo fue la ocasión para que Jesús, en esa misma fiesta, dijera:
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12)
Hasta aquí los simbolismos del pasado. Pero ¿qué hay del futuro?
La Fiesta de los Tabernáculos es tanto pasada como futura. Qué figuras tan maravillosas, qué tipos y símbolos sagrados serán dados aún en la Fiesta de los Tabernáculos que está por venir. Ciertamente, cualesquiera que sean —adaptados a las necesidades entonces existentes— testificarán de un Señor que vino, de un Cristo que resucitó y de un Rey que reina.
Y no es casual que cuando el Amado Juan vio en visión a las huestes de Israel y de todos los hombres adorando a Dios en paz milenaria y gloria celestial, contemplara una escena renovada ante el trono de Dios, similar a lo que se prefiguraba alrededor del altar en el Templo de Herodes:
“Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas y con palmas en las manos.
Y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero.”
Estos son los que están “delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo.”
Y “el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas vivas.” (Apocalipsis 7)
Otras Fiestas, Ayunos y Formalidades
Pascua, Pentecostés y Tabernáculos —cada una con su simbolismo sagrado, cada una con su poder redentor, cada una sirviendo como sombra de cosas mejores por venir— fueron las tres grandes fiestas del Israel judío, los momentos trienales en los que todos los varones adultos debían presentarse ante el Señor, en el santuario sagrado, para renovar sus convenios y recibir de nuevo el perdón de sus pecados.
Pero si hay fiestas mayores, también deben existir fiestas menores. No puede haber la luz fulgurante del sol en su cenit si no existe también la luz tenue del amanecer o el resplandor apacible del crepúsculo. Y lo que no debemos olvidar es que la luz menor también guía nuestros pasos, y las fiestas menores también alimentan nuestras almas.
Cada Luna Nueva —de las cuales había doce o trece cada año, según correspondiera— era un día festivo marcado por la ofrenda de sacrificios especiales, el toque de trompetas y un espíritu gozoso de rededicación. También era una ocasión para banquetes oficiales, festines familiares y, como el día de reposo, un día en que cesaban el comercio y el trabajo artesanal.
Con el día de la Luna Nueva sucedía lo mismo que con todo lo demás que Israel tenía: al ofrecer en sacrificio los primogénitos de sus rebaños y los primeros frutos de sus cosechas, todo el rebaño y toda la cosecha se santificaban delante del Señor; y así, al santificar el primer día del mes, todo el período lunar se convertía en un tiempo de gozo y gratitud. La religión era verdaderamente un estilo de vida para el Israel judío: toda su conducta era de naturaleza religiosa, de carácter adorador y, de hecho, centrada en Jehová.
“Difícilmente alguna otra estación festiva pudo haber dejado una huella tan continua en la vida religiosa de Israel como las Lunas Nuevas. Al repetirse al inicio de cada mes y marcarlo, la proclamación solemne del día mediante la expresión: ‘Está santificado’, tenía el propósito de dar un carácter sagrado a cada mes; mientras que el toque de las trompetas de los sacerdotes y los sacrificios especiales ofrecidos convocaban, por decirlo así, al ejército del Señor para ofrecer su tributo a su Rey exaltado, y de ese modo ponerse a sí mismos en ‘memoria’ delante de Él.”
En la ley de Dios solo se mandaban dos cosas específicas para la observancia de la Luna Nueva: el toque de trompetas y los sacrificios festivos especiales.
Antiguamente, el toque de trompetas había sido la señal para que el ejército de Israel marchara por el desierto; luego los convocaba a la guerra, y también marcaba días de gozo público, festividades y “comienzos de sus meses.” Su propósito se declara expresamente como “memorial”, para que fueran recordados ante Jehová, con la adición especial:
“Yo soy Jehová vuestro Dios.”
Era, por así decirlo, el ejército de Dios reunido, esperando a su Líder; el pueblo de Dios unido para proclamar a su Rey. Al sonar las trompetas sacerdotales, se alineaban simbólicamente bajo su estandarte y ante su trono, y esta confesión y proclamación simbólica de Él como “Jehová su Dios” los presentaba ante Él para ser “recordados” y “salvados.”
Y así, cada ocasión del toque de trompetas —ya fuera en la Luna Nueva, en la Fiesta de las Trompetas o Año Nuevo, en otras festividades, en el año sabático y el año de jubileo, o en tiempo de guerra— era una proclamación pública del reconocimiento de Jehová como Rey.
En consecuencia, encontramos los mismos símbolos adoptados en el lenguaje figurado del Nuevo Testamento. Así como antiguamente el sonido de la trompeta convocaba a la congregación ante el Señor en la entrada del Tabernáculo, así también “sus escogidos” serán convocados por el sonido de la trompeta en el día de la venida de Cristo, y no solo los vivos, sino también los que “durmieron” —los muertos en Cristo.
De modo similar, los ejércitos celestiales son organizados para la guerra de juicios sucesivos, hasta que:
“el séptimo ángel tocó la trompeta” y Cristo fue proclamado Rey universal:
“Los reinos de este mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos.”
En el primer día del séptimo mes, Tishri, la festividad de la Luna Nueva se convertía en la Fiesta de las Trompetas, o el Día del Toque de Trompetas, cuando se tocaban cuernos y trompetas—no solamente durante la ofrenda de sacrificios como en las festividades regulares de Luna Nueva, sino durante todo el día en Jerusalén, cuando se prescribían sacrificios adicionales y se convocaba una santa convocación. Este era el Día de Año Nuevo, el primer día del año civil. Precedía al Día de la Expiación por diez días, período durante el cual el pueblo debía arrepentirse como condición previa para la remisión de pecados, que se obtenía cuando el sumo sacerdote hacía expiación por ellos y rociaba la sangre redentora en el Lugar Santísimo.
En los días de Jesús, había otras tres festividades que no se mencionan en la ley de Moisés, pero que eran parte establecida del sistema de adoración al que nuestro Señor estaba sujeto. Estas fiestas, establecidas por el espíritu de inspiración al descansar sobre los líderes reconocidos del pueblo, fueron instituidas para conmemorar grandes acontecimientos históricos, más que para simbolizar verdades del evangelio. Por lo tanto, no se prescribieron ritos ni sacrificios especiales para ellas.
- La Fiesta de Purim conmemoraba la preservación de los judíos en Persia del exterminio planeado por Amán en los días de Ester y Asuero. Duraba dos días e incluía la lectura del libro de Ester, la maldición de Amán y de todos los idólatras, y la bendición de Mardoqueo y de todos los israelitas. Era una ocasión de gran regocijo y júbilo, y algunos creen que fue esta la “fiesta de los judíos” a la que Jesús asistió cuando sanó al “hombre inválido” en el estanque de Betesda. (Juan 5:1–9)
- La Fiesta de la Dedicación conmemoraba la purificación y rededicación del Templo de Zorobabel en el año 164 a.C., cuando Judas Macabeo liberó a los judíos del dominio sirio-griego. Se modeló según la Fiesta de los Tabernáculos, en el sentido de que duraba ocho días, incluía la iluminación del templo, el canto del Hallel cada día, y el agitar de ramas de palma hacia el altar durante el Grito de Hosanna. Fue durante esta fiesta cuando el Señor Jesús, después de sanar al ciego de nacimiento, de declararse como el Buen Pastor, y de enseñar claramente que moriría por el pueblo, hizo la gran proclamación:
“Yo y el Padre uno somos.” (Juan 9, 10)
- Había ocho ocasiones al año en que ciertas familias tenían el privilegio de llevar leña al templo para el uso en los sacrificios, y una novena ocasión, la llamada Fiesta de la Ofrenda de Leña, en la que todo el pueblo —”incluso prosélitos, esclavos, netineos y bastardos, pero especialmente los sacerdotes y levitas”— participaba.
“En esta ocasión (como en el Día de la Expiación), las doncellas iban vestidas de blanco para bailar y cantar en los viñedos alrededor de Jerusalén, donde se ofrecía a los jóvenes la oportunidad de elegir a sus compañeras para la vida.” (Temple, págs. 336–338)
El banquete es una forma de adoración y el ayuno es otra: ambas están ordenadas para llevar al pueblo del Señor a la comunión con Él, de modo que pueda bendecirlos por su bondad y pureza de corazón. Desde los días de Adán hasta hoy, siempre que los verdaderos santos han habitado en la tierra, la ley del ayuno ha estado entretejida en su sistema de adoración.
Si tuviéramos los registros de todas las dispensaciones desde el principio, encontraríamos en ellos el mismo tipo de declaración que se encuentra en las Escrituras nefitas:
“Y la iglesia se reunía a menudo, para ayunar y orar, y para hablar unos con otros acerca del bienestar de sus almas.” (Moroni 6:5)
Y así fue también con los judíos en los días de Jesús. El ayuno era una parte básica e integral de su forma de adoración. El Día de la Expiación era un día de ayuno; también lo era el primer día de la Fiesta de Purim, que se llamaba el Ayuno de Ester. Además de estos dos, había otros cuatro grandes ayunos:
- Uno “en memoria de la toma de Jerusalén por Nabucodonosor y la interrupción del sacrificio diario”;
- Otro “observado a causa de la destrucción del primer (y posteriormente del segundo) Templo”;
- Uno más, “en memoria de la masacre de Gedalías y sus asociados en Mizpa”, como se establece en Jeremías 41;
- Y el cuarto, conmemorando el día en que “comenzó el sitio de Jerusalén por Nabucodonosor”.
Además: “Era costumbre ayunar dos veces por semana, entre la semana de la Pascua y Pentecostés, y entre la Fiesta de los Tabernáculos y la de la Dedicación del Templo.
Los días designados para este propósito eran los lunes y los jueves de cada semana—porque, según la tradición, Moisés subió al Monte Sinaí la segunda vez a recibir las Tablas de la Ley un jueves, y descendió de nuevo un lunes.” (Temple, págs. 339–340.)
Desde la Pascua hasta Pentecostés hay siete semanas, y desde los Tabernáculos hasta la Dedicación hay aproximadamente diez semanas, lo cual añadía alrededor de 34 días de ayuno al calendario judío, llevando el total a unos cuarenta días de ayuno formal por año. Además, existían ayunos privados, realizados con fines personales por personas devotas, lo cual resultaba en una carga de ayuno mucho mayor que la que comúnmente se observa en la Iglesia verdadera tal como está constituida hoy.
Cuando se observa en conjunto todo el sistema sacrificial, junto con las formalidades rituales de las distintas fiestas y los ritos de los ayunos formales, obtenemos un retrato bastante completo al menos del lado formal del culto judío en los días del Señor. Anteriormente ya hemos resumido sus ritos y formalismos en lo que respecta a sacrificios y fiestas. Estas palabras relativas a los ayunos completan el cuadro:
“En los ayunos públicos, la práctica era sacar el arca que contenía los rollos de la ley desde la sinagoga a las calles, y esparcir cenizas sobre ella.
El pueblo entero aparecía cubierto con cilicio y ceniza.
Las cenizas se esparcían públicamente sobre las cabezas de los ancianos y jueces.
Entonces, un hombre más venerable que los demás se dirigía al pueblo, basando su sermón en una exhortación como esta:
‘Hermanos míos, no se dice de los hombres de Nínive que Dios tuvo respeto por su cilicio o su ayuno, sino que “Dios vio sus obras, que se apartaron de su mal camino”.
De manera similar, está escrito en las “tradiciones” de los profetas:
“Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y volveos a Jehová vuestro Dios.”’
Un anciano cuyo corazón y hogar ‘Dios había vaciado’ para que se dedicara completamente a la oración, era elegido para dirigir las devociones. La confesión de pecados y la oración se entremezclaban con los Salmos penitenciales.
En Jerusalén, se congregaban en la puerta oriental, y siete veces, cuando cesaba la voz de la oración, los sacerdotes tocaban sus trompetas al oír el mandato de “¡tocad!”.
En otras ciudades, solo se tocaban cuernos.
Después de la oración, el pueblo se retiraba a los cementerios para lamentar y llorar.
Para que el ayuno fuese válido, debía durar desde una puesta de sol hasta después de la siguiente, cuando aparecían las estrellas, y durante unas veintiséis horas, se requería una abstinencia estricta de todo alimento y bebida. (Temple, págs. 340–341)
Nuestro Señor ayunó durante cuarenta días al inicio de su ministerio, aunque Él y sus discípulos deliberadamente no se conformaron a las formas ritualistas y gravosas de ayuno de su época. En su lugar, y con el lenguaje fuerte que acostumbraba usar, condenó el nivel hipócrita y egoísta al que había degenerado el ayuno en sus días.
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Capítulo 10
Las Sinagogas Judías en los Días de Jesús
Organizaos; preparad todas las cosas necesarias; y estableced una casa, sí, una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de aprendizaje, una casa de gloria, una casa de orden, una casa de Dios; para que vuestras entradas sean en el nombre del Señor, y vuestras salidas sean en el nombre del Señor, y que todas vuestras salutaciones sean en el nombre del Señor, con las manos alzadas al Altísimo. (DyC 88:119-120)
La ley del culto en la sinagoga
¿Qué es una sinagoga? En el sentido apropiado, verdadero y completo, es una congregación de santos que adoran al Padre en el nombre del Hijo, por el poder del Espíritu Santo. Es una congregación de personas, de verdaderos creyentes; una asamblea de los santos, de aquellos que han recibido las verdades del cielo por medio de la revelación y están tratando de aplicarlas en sus vidas. Así como Sion es el puro de corazón, así también la sinagoga son los santos de Dios. Sion es un pueblo, y la sinagoga es un pueblo.
Pero Sion también es un lugar, un sitio donde se congregan los puros de corazón; y una sinagoga también es un lugar, una casa de adoración, un edificio donde los adoradores del Dios verdadero se reúnen para rendir devoción al Altísimo. Por la naturaleza misma de las cosas, el término sinagoga llegó a referirse al edificio en el que el pueblo del Señor se congregaba para alabar su nombre y buscar su gracia. Se convirtió en una casa de adoración comparable a las capillas de barrio y los tabernáculos de estaca que se encuentran en el Israel de los últimos días. Cuando el pueblo que es Sion pierde su pureza de corazón, y cuando la congregación que es una verdadera sinagoga se aparta de la fe, lo único que queda es la casa o el lugar donde alguna vez se comunicaron con su Creador. El Espíritu puede retirarse, pero el edificio permanece. Es visto como sinagoga y así lo consideran todos los que lo ven. Tales eran las sinagogas de las que habla el Nuevo Testamento.
La palabra sinagoga es de origen griego y significa reunir o congregar; se utiliza en la Septuaginta para referirse a la Asamblea de Israel. Así, se convierte en la designación escritural otorgada, especialmente desde la época del exilio, a las congregaciones de verdaderos creyentes, aunque han existido sinagogas —o congregaciones o asambleas de santos— desde el principio. Adán reunió a su descendencia justa en el valle de Adán-ondi-Ahmán, posiblemente en una casa construida para albergarlos; Enoc y otros predicadores de justicia que vivieron antes del diluvio presidieron congregaciones de verdaderos santos; y Sem, Melquisedec, Abraham y otros patriarcas hicieron lo mismo después del día en que la tierra fue purificada por agua. Moisés y los profetas, Aarón y sus hijos, así como varios levitas y otros israelitas, continuaron haciéndolo a lo largo de la historia judía.
No sabemos qué tipos de templos tenían los santos antes del diluvio. Nuestro conocimiento se limita al hecho de que el evangelio y sus ordenanzas son siempre los mismos, y siempre se administran de la misma manera y conforme a las mismas condiciones y requisitos; que aquellos que vivieron en la antigüedad tenían tanto derecho como nosotros a recibir investiduras, sellamientos, lavamientos, unciones y conversaciones en lugares santos; y que el Señor nos ha dicho que siempre, y en todas las épocas, manda a su pueblo que edifique una casa para su “santo nombre” (DyC 124:39).
Del mismo modo, no sabemos qué tipos de edificios se usaban como sinagogas antes del diluvio, o durante los tiempos patriarcales, o mientras Israel habitaba en Egipto, o durante el período del Primer Estado, que se extendió desde el Éxodo hasta el cautiverio en Babilonia. Dado que hubo congregaciones de verdaderos adoradores en esos días, se deduce que construyeron, guiados por el espíritu de inspiración, las instalaciones que se ajustaban a sus necesidades. Sabemos por fuentes seculares y arqueológicas que se construyeron sinagogas durante todo el período del Segundo Estado, que se extendió desde el cautiverio de los judíos en Babilonia hasta la destrucción de su templo en el año 70 d.C. El Libro de Mormón nos dice que los nefitas tenían templos, santuarios y sinagogas “que habían sido edificados conforme a la manera de los judíos” (2 Nefi 26:26; Alma 16:13). Es evidente por esto, dado que Lehi, Ismael y sus familias salieron de Jerusalén justo antes de que esa gran ciudad fuera invadida por Nabucodonosor, que había sinagogas en el Israel judío antes de que el pueblo fuera llevado a Babilonia. Los judíos, desde la destrucción de su templo, por supuesto, han seguido edificando y utilizando sinagogas.
Con base en los registros del pasado, y sabiendo cuál es la práctica divinamente aprobada de la verdadera Iglesia en los tiempos modernos, concluimos que las sinagogas son esenciales para la salvación; es decir, el pueblo del Señor siempre debe edificar casas santas en las que pueda adorar a Aquel a quien pertenece. De otro modo, las grandes bendiciones del evangelio no fluirán hacia ellos en la medida abundante necesaria para prepararlos para el descanso celestial.
La manera de adorar en las sinagogas judías
Cualquiera que haya sido la naturaleza de las sinagogas durante los primeros cuatro mil años de la existencia temporal del planeta Tierra, nuestro interés presente se centra en cómo eran y cómo se usaban en los días en que el Mesías Mortal habitó entre los hombres. La religión pura, tal como una vez brotó de la Fuente Eterna, hacía ya mucho que se había enturbiado con el lodo y la escoria de hombres desobedientes; y las sinagogas, donde debían fluir corrientes de agua viva, se habían convertido en estanques estancados llenos de suciedad y enfermedad.
Estas sinagogas —las que se encontraban en Judea, Galilea, Perea y en todos los lugares donde habitaba el Israel judío en las primeras décadas de la era cristiana— eran construidas en lugares prominentes: en las alturas, en las esquinas de las calles o en las entradas de las principales plazas. A menudo se tallaban símbolos sagrados, como el candelabro de siete brazos o una vasija de maná, en los dinteles. Las sinagogas tenían espacio para que se sentaran los adoradores, un arca o cofre que contenía los rollos de la ley, y una plataforma con un púlpito o atril. Eran consagradas mediante la oración, y se imponían reglas de decoro a los asistentes, incluyendo la decencia y limpieza del vestido, y la reverencia en el comportamiento. Los edificios eclesiásticos de los primeros cristianos se modelaron a partir de ellos. Se dice que había entre 460 y 480 sinagogas en Jerusalén en el momento en que fue incendiada por las tropas de Tito. Suponiendo una población normal de 600,000 habitantes, esto significa un poco más de 1,250 adoradores por sinagoga, una circunstancia no improbable.
Las sinagogas no se usaban para ofrecer sacrificios, pero sí para casi todas las demás formas de adoración: oraciones, funerales, bodas, circuncisiones, presentaciones musicales, lecturas de las Escrituras, sermones y discursos, como escuelas para niños pequeños y como lugares de asamblea general e interacción social. Es evidente por varios relatos del Nuevo Testamento que a veces eran centros de controversia y debates religiosos. En ellas se reunían cuerpos judiciales, y dentro de sus muros se ejecutaban penas de azotes y flagelaciones.
El culto en la sinagoga no seguía un molde rígido. Había una necesaria flexibilidad en los servicios aprobados, y el principal de la sinagoga ejercía la prerrogativa de alterar los servicios según surgieran necesidades especiales, de invitar a quien quisiera a ofrecer oraciones, y de llamar a lectores o predicadores invitados según su elección. Entonces era como ahora: el objetivo general era enseñar al pueblo; entonces, como ahora, el propósito era aprender la ley del Señor y recibir el aliento necesario para guardar sus mandamientos. El modelo básico del culto en la sinagoga en los días de Jesús —y por tanto el que él conocía y en el cual participaba— era el siguiente:
- Se ofrecían dos oraciones iniciales o “bendiciones”. Las que se usaban hace dos mil años eran:
- “Bendito seas Tú, oh Señor, Rey del mundo, que formas la luz y creas la oscuridad, que haces la paz y creas todas las cosas; que, por misericordia, das luz a la tierra y a los que habitan en ella, y que en Tu bondad día tras día y cada día renuevas las obras de la creación. Bendito sea el Señor nuestro Dios por la gloria de Su obra y por las luces que dan luz, que Él ha hecho para Su alabanza. ¡Selah! Bendito sea el Señor nuestro Dios, que ha formado las luminarias.”
- “Con gran amor nos has amado, oh Señor nuestro Dios, y con abundante compasión nos has tenido piedad, nuestro Padre y nuestro Rey. Por causa de nuestros padres que confiaron en Ti, y a quienes enseñaste los estatutos de vida, ten misericordia de nosotros y enséñanos. Ilumina nuestros ojos en Tu ley; haz que nuestros corazones se apeguen a Tus mandamientos; une nuestros corazones para amar y temer Tu nombre, y no seremos avergonzados por toda la eternidad. Porque Tú eres un Dios que prepara la salvación, y a nosotros nos has escogido de entre todas las naciones y lenguas, y en verdad nos has acercado a Tu gran Nombre —Selah— para que podamos alabarte con amor y proclamar Tu unidad. Bendito sea el Señor que con amor eligió a Su pueblo Israel.” (Sketches, págs. 269–270.)
- Luego venía el Shema. Esto consistía en la lectura de tres pasajes de las Escrituras de Deuteronomio y Números que se consideraban de carácter confesional: es decir, expresaban la creencia básica de los judíos sobre el Señor y su relación con Él, y la necesidad, por parte de ellos, de guardar sus estatutos y juicios como condición previa para recibir sus bendiciones. La primera palabra del pasaje que comienza con “Oye, Israel” es Shema; de ahí el nombre que se da a estas escrituras. Los tres pasajes eran:
“Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y al levantarte. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas.” (Deuteronomio 6:4–9)
“Y sucederá que, si obedeciereis cuidadosamente a mis mandamientos que yo os prescribo hoy, amando al Señor vuestro Dios, y sirviéndolo con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma, yo daré la lluvia de vuestra tierra a su tiempo, la temprana y la tardía, para que recojas tu grano, tu vino y tu aceite. Y daré también hierba en tus campos para tu ganado, y comerás y te saciarás. Guardaos, pues, que vuestro corazón no se engañe, y os apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y se encienda el furor del Señor contra vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia, ni la tierra dé su fruto, y perezcáis pronto de la buena tierra que el Señor os da. Por tanto, pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y estarán como frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, al acostarte y al levantarte. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas, para que se multipliquen vuestros días y los días de vuestros hijos en la tierra que el Señor juró a vuestros padres que les daría, como los días de los cielos sobre la tierra.” (Deuteronomio 11:13–21)
“Y el Señor habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles que hagan flecos en los bordes de sus vestidos por sus generaciones, y que pongan en cada fleco de los bordes un cordón azul. Y os servirá de fleco, para que cuando lo veáis, os acordéis de todos los mandamientos del Señor, para ponerlos por obra, y no sigáis en pos de vuestro corazón, ni en pos de vuestros ojos, en pos de los cuales os prostituís. Para que os acordéis y cumpláis todos mis mandamientos, y seáis santos a vuestro Dios. Yo soy el Señor vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo soy el Señor vuestro Dios.” (Números 15:37–41)
- Luego seguían las oraciones posteriores al Shemá. “Verdaderamente eres Tú, oh Jehová nuestro Dios, y el Dios de nuestros padres, nuestro Rey y el Rey de nuestros padres, nuestro Salvador y el Salvador de nuestros padres, nuestro Creador, la Roca de nuestra salvación, nuestro Auxilio y nuestro Libertador. Tu nombre es desde la eternidad, y no hay Dios fuera de Ti. Un cántico nuevo cantaron los que fueron librados, a Tu nombre junto al mar; todos juntos Te alabaron y Te reconocieron como Rey, y dijeron: ¡Jehová reinará por los siglos de los siglos! ¡Bendito sea el Señor que salva a Israel!”
Luego seguía esta súplica: “¡Oh Señor nuestro Dios! Haz que nos acostemos en paz, y levántanos de nuevo a la vida. ¡Oh nuestro Rey! Extiende sobre nosotros el tabernáculo de Tu paz; fortalécenos delante de Ti con Tu buen consejo, y líbranos por amor a Tu nombre. Sé para nosotros protección por todos lados; aleja de nosotros al enemigo, la peste, la espada, el hambre y la aflicción. Aparta a Satanás de delante y de detrás de nosotros, y escóndenos a la sombra de Tus alas, porque Tú eres un Dios que ayuda y libra; y Tú, oh Dios, eres un Rey misericordioso y clemente. Guarda nuestra salida y nuestra entrada, para vida y para paz, desde ahora y para siempre.” (Sketches, pág. 271)
- Luego venían diecinueve elogios, bendiciones o súplicas. Las tres primeras y las tres últimas —que citaremos a continuación— estaban ya fijadas y formalizadas en los días de Jesús. En su época, otras peticiones de carácter espontáneo se intercalaban entre estos dos grupos de tres, lo que dio lugar a las repeticiones interminables y a las largas oraciones que resultaban tan ofensivas a nuestro Señor. Las seis berajotformales eran las siguientes:
- “Bendito sea el Señor nuestro Dios y el Dios de nuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob: el Dios grande, poderoso y temible; el Dios Altísimo, que muestra misericordia y bondad, que crea todas las cosas, que recuerda las promesas misericordiosas hechas a los padres, y que envía un Salvador a los hijos de sus hijos, por amor a Su nombre. ¡Oh Rey, Ayudador, Salvador y Escudo! Bendito seas Tú, oh Jehová, Escudo de Abraham.”
II.“Tú, oh Señor, eres poderoso para siempre: Tú, que das vida a los muertos, eres poderoso para salvar. En Tu misericordia preservas a los vivos; das vida a los muertos; en Tu abundante compasión sostienes a los que caen, sanas a los enfermos, liberas a los cautivos, y cumples fielmente Tu palabra a los que duermen en el polvo. ¿Quién es como Tú, Señor de la fortaleza, y quién puede compararse a Ti, que das muerte y haces vivir, y haces brotar la salvación? Y fiel eres Tú al dar vida a los muertos. ¡Bendito seas Tú, Jehová, que das vida a los muertos!”
III. “Tú eres santo, y Tu Nombre es santo; y los santos te alaban cada día. ¡Selah! Bendito seas Tú, Jehová Dios, el Santo.”
(Aquí seguían trece bendiciones adicionales que no se citan en el texto.)
XVII. “Recibe con agrado, oh Jehová nuestro Dios, a Tu pueblo Israel y a sus oraciones. Acepta los holocaustos de Israel y sus oraciones con Tu buena voluntad; y que los servicios de Tu pueblo Israel sean siempre aceptables ante Ti. ¡Y oh, que nuestros ojos puedan verlo, cuando con misericordia vuelvas a Sion! Bendito seas Tú, oh Jehová, que devuelves Tu Shejiná a Sion.”
XVIII. “Te alabamos porque Tú eres Jehová nuestro Dios y el Dios de nuestros padres, por los siglos de los siglos. Tú eres la Roca de nuestra vida, el Escudo de nuestra salvación, de generación en generación. Te alabamos y proclamamos Tu alabanza por nuestras vidas que están en Tu mano, y por nuestras almas que están encomendadas a Ti, y por Tus maravillas que están con nosotros cada día, y por Tus hechos prodigiosos y Tus bondades, que son constantes—en la tarde, en la mañana y al mediodía. Tú, Misericordioso, cuyas compasiones nunca terminan; Tú, Piadoso, cuya gracia no cesa—¡por siempre confiamos en Ti! Y por todo esto, Tu Nombre, oh nuestro Rey, sea bendito y ensalzado por siempre, eternamente. Y que todo ser viviente Te bendiga—Selah—y alabe Tu Nombre en verdad, oh Dios, nuestra Salvación y nuestro Socorro. Bendito seas Tú, Jehová: Tu Nombre es el Misericordioso, a quien corresponde la alabanza.”
XIX. “Oh, concede a Tu pueblo Israel gran paz, para siempre; porque Tú eres Rey y Señor de toda paz, y es agradable ante Tus ojos bendecir a Tu pueblo Israel con paz en todo momento y a toda hora. Bendito seas Tú, Jehová, que bendices a Tu pueblo Israel con paz.”
(Sketches, págs. 273–275)
Todas estas oraciones eran ofrecidas por una sola persona, y la congregación respondía con un “Amén”. El procedimiento habitual consistía en que quien era designado para dar las oraciones y recitar el Shemá también fuera quien leyera de los profetas. Si se siguió este procedimiento en Capernaúm aquel día de reposo en que nuestro Señor leyó la profecía de Isaías referente a Él mismo y anunció su cumplimiento en Él, entonces Jesús mismo ofreció, en esa ocasión, las oraciones previamente citadas. Un análisis cuidadoso mostrará muchas cosas en estas oraciones que se cumplieron en el ministerio terrenal de Aquel de quien testificamos.
- En este punto se pronunciaba la bendición aarónica, ya fuera por un sacerdote o por alguien designado para representarlo.
Esta bendición era:
“Jehová te bendiga y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz.”
(Números 6:24–26)
- Luego venía la lectura de la ley. Es decir, se realizaban lecturas seleccionadas del Pentateuco, compuesto por los cinco libros de Moisés, que se consideraban la ley. En el día de reposo se llamaba a siete personas para que leyeran de la ley, y en otros días a un número menor. El primer lector y el último ofrecían también una bendición.
- Después seguía una lección de los profetas, lo que significaba que alguien leía y explicaba un pasaje profético seleccionado. Esto fue lo que hizo nuestro Señor cuando, en Capernaúm, abrió el libro y halló en Isaías el pasaje referente a sí mismo, el cual leyó y explicó.
- Finalmente, había un sermón o discurso. Sin duda, esta era la parte del servicio en la que Jesús, Pablo y los primeros discípulos encontraban la oportunidad de predicar a Cristo, y esa salvación que viene por medio de Él, a los adoradores judíos en las sinagogas de Palestina, Éfeso, Corinto y otros lugares.
Cómo Jesús usó las sinagogas judías
Poco puede dudarse de que el Señor Jesús, cuando era niño, asistió a la escuela en una sinagoga de Nazaret. Sabemos que creció en sujeción a María y José, y la educación en la sinagoga era una forma de vida para todos los jóvenes de las nuevas generaciones. Tampoco puede haber duda de que, durante sus años formativos y de madurez, nuestro Señor adoró en diversas sinagogas, así como también iba a Jerusalén y se mezclaba con las multitudes adoradoras en los atrios del templo durante la Pascua. Él era judío, criado bajo la ley judía y la tradición judía, y estas incluían hacer de la sinagoga una parte viva de la vida personal.
Sabemos con certeza que, desde el día en que comenzó su ministerio hasta que voluntariamente entregó su vida, el templo y las diversas sinagogas se convirtieron en sus bases de operación. En ellas enseñaba, leía y predicaba; en ellas testificaba, exhortaba y reprendía; en ellas sanaba a los enfermos y realizaba incontables milagros; en ellas se manifestaba la Luz Divina con un resplandor celestial que no dejaba lugar para las sombras de oscuridad que entonces envolvían a una nación caída.
Los relatos mismos del Nuevo Testamento no detallan el modo y la forma en que se llevaba a cabo la adoración en las sinagogas en los días de nuestro Señor en la Tierra de Jesús; ni es necesario que lo hagan. Aquellos a quienes los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles fueron dirigidos originalmente ya estaban familiarizados con los cánticos y los sermones, con las oraciones y las predicaciones, y con los ritos y las lecturas que se presentaban tan repetidamente en aquellas casas judías de adoración y aprendizaje. Lo que hemos relatado al respecto proviene de fuentes no escriturales, pero auténticas. Nuestras Escrituras simplemente dicen que el Salvador enseñaba, sanaba, leía o predicaba en las sinagogas, y nos corresponde a nosotros concluir —y no hay otra alternativa más que hacerlo— que sus acciones y palabras dentro de esos muros sagrados necesariamente se ajustaban al orden regular supervisado por los principales de las sinagogas, y con el cual estaban familiarizados quienes allí se reunían.
Él enseñaba en las sinagogas porque era allí donde la gente iba para ser instruida, para escuchar sermones y aprender cómo, y de qué manera, podían acercarse a Jehová. Y sanaba a los enfermos en las sinagogas porque allí acudían las personas devotas, con fe para ser sanadas, en busca de bendiciones de la Fuente de todo lo bueno. Aquellos que recibieron primero las palabras escriturales de los apóstoles Mateo y Juan, y de los discípulos Marcos y Lucas, esperaban leer que Jesús enseñaba y sanaba en las sinagogas, porque esos eran los lugares donde tales cosas debían realizarse en la sociedad y bajo las circunstancias entonces predominantes.
Cuando llegó el día del ministerio de Jesús, primero fue bautizado por Juan en el Jordán. Allí, el Espíritu Santo descendió en serena quietud como una paloma. Luego fue llevado por el Espíritu al desierto, donde ayunó durante cuarenta días, fue tentado por el diablo y venció al mundo, por así decirlo. Entonces estuvo listo para predicar; entonces estuvo listo para sanar.
Como lo registra Mateo:
“Desde entonces comenzó Jesús a predicar… Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.” (Mateo 4:17, 23)
También:
“Y recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.”
(Mateo 9:35; 13:54–58; Marcos 6:1–6)
Marcos dice que nuestro Señor llamó a los hijos de Zebedeo desde sus redes, y que él y ellos fueron inmediatamente a Capernaúm, donde Jesús, “el día de reposo… entró en la sinagoga, y enseñó… Y había en la sinagoga de ellos un hombre con espíritu inmundo”, el cual abandonó su morada usurpada a la palabra de Jesús. Después de eso, “predicaba en las sinagogas de ellos en toda Galilea, y echaba fuera demonios.” (Marcos 1:16–39; Lucas 4:31–44)
Lucas da este relato del inicio de su ministerio: “Y enseñaba en las sinagogas de ellos, y era glorificado por todos. Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer.”
Este día en Nazaret fue aquel en que Él anunció su divino Hijo de Dios al decir en la sinagoga que Él venía en cumplimiento de la gran profecía mesiánica de Isaías sobre predicar el evangelio, sanar a los quebrantados de corazón y liberar a los cautivos. (Lucas 4:15–30)
Y así fue, día tras día, sábado tras sábado, a lo largo de todo su ministerio, buscó congregaciones de oyentes, reunidos como era costumbre en aquel entonces, en los lugares donde se debía predicar, y allí dio alimento y bebida a aquellos que tenían hambre y sed de justicia.
Fue en una sinagoga, en día de reposo, que le preguntaron: “¿Es lícito sanar en los días de reposo?” A lo que Él respondió: “Es lícito hacer el bien en los días de reposo”; luego, para que su respuesta quedara grabada para siempre en los corazones de sus oyentes, dijo a un hombre que tenía una mano seca: “Extiende tu mano”, y al hacerlo, fue sanado al instante. (Mateo 12:9–13; Lucas 13:9–17).
Fue en una sinagoga en Capernaúm —en cuyo dintel los arqueólogos han encontrado tallada una vasija de maná— donde Él predicó su gran sermón sobre el Pan de Vida, enseñando que el maná dado a sus padres no era sino un símbolo del pan viviente que habría de descender del cielo, “para que el que coma de él no muera.” (Juan 6:50).
No necesitamos decir más al respecto, excepto señalar que, cuando fue interrogado por el sumo sacerdote, Jesús respondió: “Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos.” (Juan 18:19–20).
Hasta el tiempo de Jesús, con excepción del templo mismo, las sinagogas judías eran las únicas casas de adoración aprobadas divinamente en el Viejo Mundo. Pero a medida que el pueblo judío comenzó a rechazar a su Mesías, el espíritu verdadero de adoración empezó a retirarse de esas casas donde se habían enseñado las verdades reveladas del pasado con, al menos, un grado aceptable de comprensión. A medida que el pueblo se polarizaba —unos pocos creyendo en Jesús, mientras que las grandes masas rechazaban su divino mesiazgo—, los fariseos y los principales de las sinagogas decretaron que todos los que creyeran en Cristo “fuesen expulsados de la sinagoga.” (Juan 9:22; 12:42–43; 16:2). La educación, la interacción social y la enseñanza religiosa del pueblo —todo eso les sería negado.
Con el paso del tiempo, las sinagogas se convirtieron en casas de odio y persecución, en lugar de casas de aprendizaje y verdadera adoración. Jesús dijo a los Doce y a otros verdaderos creyentes: “Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los concilios, y en sus sinagogas os azotarán.” (Mateo 10:17; 23:34; Marcos 13:9).
En esos lugares sagrados, donde una vez los sermones testificaron del poder salvador del Mesías prometido, ahora se oirían gritos de angustia saliendo de los labios de verdaderos creyentes al recibir los azotes de los verdugos.
El mismo Pablo, “respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor”, obtuvo cartas del sumo sacerdote dirigidas a los principales de las sinagogas en Damasco, en las que se le autorizaba que, si hallaba a alguno de este camino —hombre o mujer—, los llevara atados a Jerusalén. (Hechos 9:1–2).
En una confesión pública de sus pecados, Pablo dijo más adelante: “Señor… encarcelé y azoté en todas las sinagogas a los que creían en Ti.” (Hechos 22:19; 26:11).
Al rechazar a Jesús y oponerse a la verdad, la congregación de Israel se convirtió en una congregación de incredulidad, de odio, de maldad, de Lucifer. Se convirtieron, como lo dice la Escritura, en “la sinagoga de Satanás.” (Apocalipsis 2:9; 3:9)
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Capítulo 11
Los Días de Reposo Judíos en los Días de Jesús
“El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo. Por tanto, el Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo… ¿Es lícito en los días de reposo hacer el bien, o hacer el mal? ¿Salvar la vida, o quitarla?” (Marcos 2:27–28; 3:4)
La ley del culto sabático
No exageramos al decir que el sistema judío de observancia del día de reposo que prevalecía en la época de Jesús era ritualista, degenerado y casi increíblemente absurdo, un sistema lleno de restricciones fanáticas. Tampoco creemos que esta sea una conclusión sobre la cual las mentes razonables puedan discrepar, una vez que se conocen los hechos y se sopesan las evidencias.
El sistema de adoración sabática de ellos demuestra claramente cómo un concepto grande e importante puede ser preservado, aunque distorsionado y pervertido en manos de maestros no inspirados. Para entender por qué nuestros hermanos judíos en la meridiana dispensación ponían tanto énfasis en la observancia del día de reposo, basta con recordar el verdadero orden de adoración que ha prevalecido entre el pueblo del Señor desde el principio. Esto lo hemos resumido, brevemente, en el capítulo 21 de El Mesías Prometido: La Primera Venida de Cristo. Para nuestros propósitos actuales, como introducción al relato de lo que prevalecía en los días de nuestro Señor, simplemente resumiremos algunos de los principios básicos.
Quienes han sido tocados por el Espíritu Santo y entienden el trato del Todopoderoso con sus hijos terrenales saben que la observancia del día de reposo es esencial para la salvación, y que quienes santifican este día, de la manera en que lo diseñó la Deidad, serán guiados por la senda que lleva a la salvación en el reino celestial de los cielos.
Nuevamente, no estamos exagerando, ni estamos llegando a una conclusión sin fundamento escritural.
El Señor, nuestro Padre Celestial, nos creó; ordenó el plan y el sistema mediante el cual podríamos avanzar, progresar y llegar a ser como Él; nos colocó en esta esfera mortal, donde estamos sujetos a todos los deseos y pasiones de la carne; y decretó que si vencíamos al mundo y vivíamos vidas piadosas a pesar de la tierra y el infierno, Él nos salvaría en Su presencia eterna. Mientras estemos aquí, debemos tratar con cosas temporales y estar sujetos a las tentaciones de Satanás. A menos que de alguna manera logremos apartarnos de los asuntos mundanos y pongamos en primer lugar en nuestras vidas las cosas del reino de Dios, fallaremos la prueba y perderemos nuestras almas.
Necesitamos ayuda, ayuda constante—ayuda día a día, ayuda en todo momento. Tal ayuda nos es dada mediante el evangelio y por el Espíritu Santo. Y el día de reposo es uno de los principales medios mediante los cuales se nos brinda esa ayuda espiritual. Ese Ser Santo que preparó la prueba que estamos enfrentando, en Su infinita sabiduría, sabía —y así lo dispuso— que si dedicábamos un día de cada siete exclusivamente a las cosas espirituales, tendríamos poder para conducirnos de tal manera que pudiéramos salvar nuestras almas. De allí provino el día de reposo.
El verdadero día de reposo es un día de adoración, un día de renovación espiritual, un día para aprender las leyes del Señor, un día para renovar nuestros convenios, un día para rendir devoción al Altísimo. El verdadero día de reposo es un día para recordar al Señor y Su bondad hacia nosotros, un día para leer y meditar Su santa palabra, un día para confesar nuestros pecados, un día para fortalecernos unos a otros y visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones. El verdadero día de reposo es un día de predicación y testimonio, un día de ayuno y oración, un día de regocijo y gratitud, un día para participar de las buenas cosas del Espíritu y santificar nuestras almas. El verdadero día de reposo es esencial para la salvación, y quienes lo aprovechen plenamente, según la intención divina, alcanzarán el reposo celestial.
Por su propia naturaleza, la verdadera adoración del día de reposo excluye las actividades mundanas. Por lo tanto, en ese día descansamos de todo trabajo servil; dejamos de lado nuestras ocupaciones temporales por el momento; nos abstenemos de actividades recreativas; dejamos que nuestros cultivos y nuestros rebaños se cuiden por sí mismos y que nuestros talleres y fábricas permanezcan cerrados e inactivos; dejamos los peces en los ríos y los palos de golf en el vestuario. Excepto por la preparación de comidas modestas o sacar al buey del hoyo, por así decirlo, en este día del Señor no hacemos otra cosa que adorar al Señor en espíritu y en verdad. Tal era la ley del día de reposo entre los antepasados de los judíos, y tal es la ley entre nosotros.
No debería sorprendernos, entonces, que esta ley haya sido señalada como una señal entre el Señor y su pueblo. Su correcta observancia siempre ha identificado —y siempre identificará— a los verdaderos santos, y su profanación o su observancia incorrecta siempre ha revelado —y siempre revelará— a aquellos que no son el pueblo del Señor y que no están alimentando sus almas espiritualmente conforme al plan del gran Creador.
No debería sorprendernos que el Señor, por boca de Moisés, decretara la muerte para quienes profanaran su día santo, o que le prometiera a Israel que, si santificaban el día de reposo, “como mandé a vuestros padres… entonces entrarán por las puertas de esta ciudad reyes y príncipes sentados sobre el trono de David, montados en carros y en caballos, ellos y sus príncipes, los hombres de Judá y los habitantes de Jerusalén; y esta ciudad permanecerá para siempre.” (Jeremías 17:20–27)
No es necesario, para nuestros propósitos actuales, profundizar más en la verdadera ley del día de reposo. Basta saber que pocas cosas en el evangelio son más importantes, y que debemos estar conscientes de la filosofía original que precedió a las perversiones de la época de Jesús. El día de reposo, como tal, no era menos importante entre los judíos de esa época de lo que lo había sido antes. Si se hubiera guardado correctamente, habría conducido a la plenitud de las bendiciones del evangelio. Que los que vivían entonces, en la luz menguante del pasado, sabían en principio que era algo de importancia incalculable, es perfectamente claro por los registros de aquel tiempo. El problema es que eligieron guardar y observar su ley de tal manera, que su misma observancia constituía, en sí misma, una profanación.
Los judíos y su día de reposo
La adoración judía en la época de Jesús —con su énfasis desmedido en formalismos, rituales, actos externos, y en la letra más que en el espíritu de la ley— giraba en torno a cuatro centros:
- El templo, la casa santa de Jehová, el lugar donde la Deidad se manifestaba, y al cual Él llamaba a todo Israel a venir para servirle y adorarlo;
- Las ofrendas sacrificiales, realizadas en semejanza del sacrificio del Mesías Prometido, hechas como tipos y sombras del sacrificio del Sumo Sacerdote Eterno, quien, al entrar él mismo tras el velo celestial, podía guiar a todos los demás hacia la Presencia Divina;
- Las fiestas o festivales, cuando los fieles, en persona o representados por delegados, se presentaban ante el Señor en Jerusalén, en el templo, para adorar, sacrificar y recibir una renovada efusión de gracia divina; y
- La observancia del día de reposo, que incluía la asistencia a los servicios de adoración en las sinagogas, además del cumplimiento de las restricciones rabínicas impuestas respecto al descanso, las cuales convirtieron lo que debía ser un día de renovación espiritual en un día de tedio y de una abnegación innecesaria y, con frecuencia, ignorada.
En cuanto al templo —todavía era la casa del Señor, aunque había sido profanado en gran medida por hombres malvados, al punto de que la Presencia Divina ya no reposaba entre los querubines en el Lugar Santísimo.
En cuanto a los sacrificios —aún se realizaban bajo la autoridad aarónica, aunque tanto los administradores sacerdotales como el pueblo, en general, ya no veían en ellos los grandes simbolismos espirituales que los convertían en una parte tan importante del culto de sus antepasados.
En cuanto a las fiestas, aún reunían a Israel en la ciudad del Gran Rey, donde podía llevarse a cabo la adoración verdadera y las ordenanzas aprobadas divinamente; pero esas celebraciones habían degenerado en ocasiones de bullicio y discusión, y la adoración que debía acompañarlas dejaba mucho que desear.
En cuanto a la observancia del día de reposo, este fue un campo en el que todo el judaísmo se descontroló. Era un principio verdadero, del cual debería haber surgido una práctica razonable, pero que fue tan alterado, tergiversado y pervertido, que lo que debía ser un día santo se convirtió en una burlesca blasfemia. Los servicios de la sinagoga tenían cierto mérito —como se mencionó en el capítulo 10—, pero todo lo demás que acompañaba esos días profanados venía de abajo y no de arriba.
“No haréis obra alguna en él”
Sobre su día santo —”el día de reposo del Señor tu Dios”— Jehová mandó:
“En él no harás obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas.” (Éxodo 20:10)
Tal fue el decreto divino, pero el problema práctico era: ¿qué se entiende por “obra”? ¿Qué actos físicos podían realizar los miembros del pueblo escogido, o sus esclavos, o incluso sus animales, sin incurrir en la ira de Aquel que es celoso de su nombre y que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que lo aborrecen?
Sembrar y cosechar son claramente trabajo. Pero, ¿y si solo se esparcen unas pocas semillas sobre tierra no arada? ¿Es tal acto pecaminoso? Si los bueyes llevan un yugo y arrastran un arado, es trabajo, pero si solo cargan una cuerda, ¿qué sucede? ¿Es lícito entablillar un brazo roto, dar medicina a los enfermos o que un cojo use sus muletas? ¿Puede un escritor escribir una página, una sola línea, o incluso una sola letra del alfabeto? ¿Se puede leer, o caminar, o hervir agua, o hacer cualquier otra cosa? Y si es así, ¿qué tan limitadas o extensas pueden ser esas acciones? Si un hombre tropieza y cae, ¿debe quedarse tirado hasta que termine el día de reposo? ¿Qué peso puede cargar sin quebrantar el decreto divino? Estas y diez mil otras preguntas capciosas y minuciosas ocupaban el tiempo de las mentes más brillantes de todo el judaísmo, y las respuestas que daban y las reglas que adoptaban difícilmente pueden creerse.
La ley judía en tiempos de Jesús prohibía treinta y nueve tipos principales de trabajo. Estos eran: (1) Sembrar (2) Arar (3) Cosechar (4) Atar gavillas (5) Trillar (6) Aventar (7) Limpiar o seleccionar (8) Moler (9) Cernir en cedazo (10) Amasar (11) Cocer al horno (todas estas relacionadas con la preparación del pan) (12) Esquilar lana (13) Lavarla (14) Golpearla (15) Teñirla (16) Hilar (17) Colocarla en el telar (18) Hacer dos hilos de urdimbre (19) Tejer dos hilos (20) Separar dos hilos (21) Hacer un nudo (22) Deshacer un nudo (23) Coser dos puntadas (24) Rasgar con el propósito de coser dos puntadas (todas estas relacionadas con la vestimenta) (25) Cazar ciervos (26) Matar (27) Desollar (28) Salar la carne (28) Preparar la piel (30) Quitar el pelo (31) Cortar la carne (32) Escribir dos letras (33) Raspar para escribir dos letras (todas estas relacionadas con la caza y la escritura) (34) Construir (35) Derribar (36) Apagar fuego (37) Encender fuego (38) Golpear con martillo (39)Transportar de una propiedad a otra (todas estas asociadas con el trabajo necesario en una casa particular)
Cada una de estas treinta y nueve prohibiciones principales incluía numerosos actos relacionados que también estaban prohibidos en el día de reposo.
Los tratados judíos de la época de Jesús establecían, capítulo tras capítulo, explicaciones detalladas e ilustraciones relativas a estos treinta y nueve tipos principales de trabajos prohibidos. Por ejemplo: esparcir dos semillas era considerado sembrar; barrer o romper un solo terrón de tierra era arar; arrancar una brizna de hierba era pecado; regar frutos o quitar una hoja marchita estaba prohibido; recoger una fruta, o incluso levantarla del suelo, era segar; cortar un hongo era un pecado doble —tanto por cosechar como por sembrar—, pues uno nuevo crecería en lugar del anterior; pescar, o hacer cualquier cosa que causara la muerte, se equiparaba con cosechar; restregar espigas de maíz, o cualquier otra acción relacionada con los alimentos, se consideraba como atar gavillas.
“Si una mujer rodaba trigo para quitarle las cáscaras, era culpable de cernir con cedazo. Si frotaba las puntas de los tallos, era culpable de trillar. Si limpiaba lo adherido al costado del tallo, era culpable de cernir. Si golpeaba el tallo, era culpable de moler. Si lo lanzaba hacia arriba con las manos, era culpable de aventar. Se hacían distinciones como las siguientes: se podía mojar un rábano en sal, pero no dejarlo mucho tiempo, ya que eso sería encurtir. Se podía estrenar un vestido nuevo, a pesar del peligro de que se rompiera. Si había lodo en el vestido, se podía apretar con la mano y sacudir, pero no se debía frotar (por temor a dañar el material). Si una persona se bañaba, existía debate sobre si debía secar todo el cuerpo de una vez o por partes. Si el agua había caído sobre la ropa, algunos permitían sacudirla pero no escurrirla; otros, escurrirla pero no sacudirla. Un rabino permitía escupir en el pañuelo, aunque eso requiriera comprimir lo mojado; pero existía una seria discusión sobre si era lícito escupir en el suelo y luego frotarlo con el pie, porque eso podía rayar la tierra. Sin embargo, se permitía hacerlo sobre piedras.”
Aplastando sal también se incurría en el pecado de moler. Barrer o regar el suelo implicaba el mismo pecado que desgranar el maíz. Aplicar un ungüento era un pecado grave; borrar una letra grande dejando espacio para dos pequeñas era pecado, pero escribir una letra grande en el espacio de dos pequeñas no lo era. Cambiar una letra por otra podía implicar un pecado doble. ¡Y así seguían los detalles sin fin!” (Edersheim 2:783)
¿Qué constituía una carga que no debía llevarse en día de reposo?
Por boca de Jeremías, el Señor había dicho: “Guardaos por vuestra vida y no traigáis carga en día de reposo, ni la metáis por las puertas de Jerusalén. Ni saquéis carga de vuestras casas en día de reposo, ni hagáis trabajo alguno; sino santificad el día de reposo, como mandé a vuestros padres.” (Jeremías 17:21–22)
Para los seguidores del rabbinismo, esto significaba: no llevar ninguna carga mayor al peso de un higo seco ni ningún alimento más grande que una aceituna. Cualquier cosa, por trivial que fuera, que pudiera tener un uso práctico era considerada una carga.
“Así, dos pelos de caballo podían servir para hacer una trampa para aves; un pedazo de papel limpio podía convertirse en un aviso aduanero; un pequeño trozo de papel escrito podía usarse como envoltorio para una botellita. En todos estos casos, transportar tales cosas implicaba pecado. Igualmente, tinta suficiente para escribir dos letras, cera suficiente para tapar un agujerito, incluso una piedrita para apuntar a un pajarito, o un pequeño trozo de cerámica rota para avivar el fuego, eran ‘cargas’.” (Edersheim 2:784)
“Estaba prohibido escribir dos letras, ya fuera con la mano derecha o la izquierda, del mismo tamaño o tamaños distintos, con diferentes tintas o en distintos idiomas, o con cualquier sustancia que hiciera marcas: con ocre rojo, goma, vitriolo o cualquier cosa que pudiera dejar una marca; o incluso escribir dos letras, una en cada lado de una esquina formada por dos paredes, o en dos hojas de una tablilla, si podían leerse juntas, o escribirlas en el cuerpo. Pero se permitía escribir en cualquier fluido oscuro, en savia de árbol frutal, en polvo de camino, en arena o en cualquier cosa donde la escritura no permaneciera. Si se escribía con la mano al revés, o con el pie, la boca o el codo, o si se agregaba una letra a otra ya hecha, o se repasaban letras ya escritas, o si una persona intentaba escribir una letra y solo trazaba dos, o si escribía una letra en el suelo y otra en la pared, o en dos paredes, o en dos páginas de un libro, de modo que no pudieran leerse juntas, no era ilegal. Si una persona, por olvido, escribía dos caracteres en distintos momentos —uno por la mañana y el otro, quizá, al atardecer—, había debate entre los rabinos sobre si había o no quebrantado el día de reposo.”
(Geikie, pp. 448–49)
¿Y si una casa o su contenido se incendiaba en día de reposo? Apagar un incendio y salvar un edificio o su contenido era claramente trabajo. Sin embargo, uno podía rescatar de las llamas las Escrituras y los filacterios y los estuches que los contenían, pero las piezas litúrgicas, aunque contuvieran el nombre de la Deidad, debían dejarse arder. Solo se podía salvar la comida y bebida necesarias para el día de reposo, excepto cuando la comida estaba en un armario o canasta: en tal caso se permitía sacar todo el conjunto. De igual forma, todos los utensilios necesarios para la comida del día de reposo podían ser salvados, y en cuanto a la vestimenta, solo lo absolutamente necesario podía ser rescatado. No obstante, se permitía que una persona se pusiera una prenda, la salvara, volviera, se pusiera otra, y así sucesivamente. (Edersheim 2:784–85)
¿Qué distancia se podía recorrer con una carga en día de reposo? La distancia establecida era la de una jornada sabática ordinaria, que se extendía a dos mil codos desde la residencia de una persona. Pero por necesidad práctica —y mediante ficciones legales— esta distancia podía extenderse. Por ejemplo, si un grupo de casas podía definirse de alguna manera como una sola vivienda, entonces se podían transportar cargas entre ellas. Cada casa que daba a un patio privado era, por supuesto, una vivienda separada, por lo tanto, era ilegal transportar cosas de una a otra durante el día de reposo. Pero si todas las familias depositaban, antes del día de reposo, algo de comida en el patio común, se establecía así una conexión entre ellas, de modo que podían considerarse como una sola vivienda, y se eliminaban todas las dificultades en cuanto al transporte de cargas entre ellas.
Asimismo, si un hombre depositaba, el viernes, comida suficiente para dos comidas a una distancia de dos mil codos de su casa, entonces ese lugar se convertía legalmente en su morada, y en el día de reposo podía transportar cargas por dos mil codos adicionales. O si se colocaba una viga, un alambre o una cuerda sobre un callejón sin salida o una calle angosta, eso convertía todas las casas allí en una sola vivienda, “de modo que todo lo que un hombre podía hacer en su propia casa en sábado, se consideraba lícito allí también.” (Edersheim 2:777)
La medicina y la curación en día de reposo. El ejercicio de las artes curativas era trabajo, y por lo tanto no podía realizarse en día de reposo. No se podían entablillar huesos rotos; no se permitían operaciones quirúrgicas; no se podían administrar eméticos. “Se podía usar un vendaje, siempre que su propósito fuera evitar que la herida empeorara, pero no para sanarla, pues eso se consideraría trabajo. Los adornos que no pudieran quitarse fácilmente podían usarse dentro del patio. Igualmente, se permitía andar con un algodón en el oído, pero no con dientes postizos ni con un empaste de oro. Si el algodón caía del oído, no podía volver a colocarse. Algunos pensaban que su virtud sanadora estaba en el aceite con que había sido empapado y que ya se había secado, mientras que otros atribuían la virtud a la calidez del algodón mismo. En cualquier caso, existía el peligro de curación—de hacer algo con el propósito de sanar—y por eso no se debía poner algodón en el oído en sábado, aunque sí se podía continuar usándolo si se había colocado antes. Con respecto a los dientes postizos: podían caerse, y el usuario podría levantarlos y llevarlos, lo cual era pecado en sábado. Pero todo lo que formara parte del vestido ordinario de una persona podía usarse también en sábado, y a los niños a quienes se les estaban perforando las orejas se les podía poner un tapón en el orificio. También estaba permitido andar con muletas o con pierna de madera, y a los niños se les permitía tener cascabeles en sus vestidos; pero estaba prohibido andar sobre zancos o llevar un amuleto pagano.” (Edersheim 2:782)
Casos de peligro de muerte. Aunque no se podían usar remedios para curar enfermedades, se podían realizar ciertos actos si había peligro real de muerte. Por ejemplo:
“Si en día de reposo una pared se derrumbaba sobre una persona, y había duda de si estaba debajo de los escombros o no, si estaba viva o muerta, si era judía o gentil, era deber remover los escombros lo suficiente para encontrar el cuerpo. Si no había fallecido, el trabajo debía continuar; pero si estaba muerta, no debía hacerse más para rescatar el cuerpo.” (Edersheim 2:787)
Encender fuego en sábado. Encender fuego en el día de reposo estaba prohibido. La comida debía prepararse, las luces encenderse y los utensilios lavarse antes del atardecer del viernes. No se podía mantener el horno caliente para su uso en sábado, y existían docenas de regulaciones respecto a los alimentos que podían comerse. Por ejemplo:
“Si una gallina ponía un huevo en sábado, el huevo estaba prohibido, porque evidentemente no pudo haber sido destinado en un día laborable para comerlo, ya que aún no existía; pero si la gallina se mantenía no para poner huevos, sino para engordar, el huevo podía comerse, considerándose como parte de la gallina que había perdido peso.” (Edersheim 2:787)
Si se arrojaba un objeto al aire y se atrapaba de nuevo con la misma mano, era pecado; si se atrapaba con la otra mano, había división de opiniones; si se atrapaba con la boca y se comía, no había culpa, porque el objeto ya no existía.
“Si llovía, y el agua que caía directamente del cielo se recogía, no había pecado; pero si la lluvia había escurrido por una pared, eso implicaba pecado. Si una persona se hallaba en un lugar, y su mano llena de fruta se extendía hacia otro, y el día de reposo comenzaba mientras permanecía en esa posición, debía dejar caer la fruta, ya que si retiraba su mano llena de un lugar a otro, estaría cargando una carga en el día de reposo.” (Edersheim 2:779)
No necesitamos extendernos más en nuestro análisis del sistema degenerado de observancia del día de reposo que los rabinos impusieron sobre Jesús, José, María, Pedro, Santiago, Juan y todos los judíos de su tiempo. Debemos afirmar claramente, sin embargo, que lo que aquí se ha relatado es solo una muestra, una pequeña muestra—ni siquiera una milésima parte—de lo que entonces existía.
Obviamente, la simple enumeración de tales regulaciones debería bastar para mostrar la naturaleza apóstata de ese sistema judío de adoración, el cual fue duramente condenado por Aquel que dijo: “Invalidáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición.” (Mateo 15:6)
Debemos también afirmar que, por muy absurdas y carentes de espiritualidad que nos parezcan hoy estas regulaciones sabáticas judías, eran de profunda y sincera preocupación para aquellos que se habían sometido a ese sistema de sacerdocio corrompido del cual surgieron. En este contexto, hubo incluso momentos en su larga historia en los que prefirieron la esclavitud y la muerte antes que hacer la guerra en día de reposo, aunque en los días del Segundo Estado (el Segundo Templo) se estableció que los actos militares defensivos eran permisibles.
A la luz de todo esto, no debería sorprendernos —como se expondrá más adelante, al mostrar cómo los rabinos y aquellos que se sentaban en la cátedra de Aarón se opusieron al gran Sumo Sacerdote que ministraba entre ellos— encontrar a fanáticos religiosos sedientos de sangre inocente porque el Hijo del Hombre desafiaba sus tradiciones y reclamaba señorío sobre el mismo día de reposo.
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Capítulo 12
La Vida Familiar Judía en los Tiempos de Jesús
Nuestros padres nos contaron [las cosas de Dios]. No las encubriremos a sus hijos, mostrando a la generación venidera las alabanzas del Señor, y su poder, y las maravillas que hizo.
Porque estableció testimonio en Jacob, y puso ley en Israel, la cual mandó a nuestros padres que la notificasen a sus hijos;
Para que lo sepa la generación venidera, y los hijos que nacerán; y los que se levantarán lo cuenten a sus hijos,
A fin de que pongan en Dios su confianza, y no se olviden de las obras de Dios; que guarden sus mandamientos. (Salmo 78:3–7)
La Ley de la Adoración Familiar.
Todo gira en torno a la familia, y la familia es el centro de todas las cosas. La salvación en sí es un asunto familiar y consiste en la continuación de la unidad familiar en la eternidad. Dios mismo es exaltado y omnipotente porque es un Padre, y sus reinos y dominios están compuestos por sus hijos, sobre quienes gobierna con equidad y justicia para siempre. Todo el sistema de salvación, de revelación, de religión, de adoración—todo lo que proviene de la Deidad para beneficio del hombre—está vinculado a un sistema patriarcal divino. Si alguno de nosotros alcanza la plenitud de la recompensa en el reino de nuestro Padre, será porque hemos entrado en relaciones familiares que son de naturaleza eterna; será porque hemos perfeccionado nuestras propias unidades familiares patriarcales. Estos conceptos forman parte del mismo fundamento sobre el cual descansa la verdadera religión.
La verdadera adoración es un asunto de familia. Dios trata con las familias y por medio de ellas—familias justas, familias fieles, familias que creen y obedecen. Todo el objetivo y propósito de la verdadera religión es capacitar a un hombre para que llegue a ser—por medio del matrimonio celestial—un padre eterno por derecho propio, y capacitar a una mujer para que llegue a ser una madre eterna. Es así inevitable—no podría ser de otro modo—que Dios, quien es nuestro Padre, trate con familias escogidas y favorecidas al dar a conocer su mente, su voluntad y sus propósitos a los mortales.
Adán, nuestro primer padre, recibió el evangelio, llegó a ser el patriarca presidente sobre toda la tierra para todas las edades, y presidió todos los asuntos terrenales del Señor durante su probación mortal. La congregación de santos en su tiempo y en los días posteriores—en otras palabras, la Iglesia—fue organizada sobre una base familiar o patriarcal. Desde su época hasta el tiempo del diluvio, la Iglesia fue una organización familiar; el sacerdocio pasaba de padre a hijo; el evangelio era enseñado por los padres a sus hijos, y luego por los hijos a sus propios hijos y a los hijos de sus hijos.
Después de que nuestros primeros padres recibieron el evangelio; después de que aprendieron por revelación acerca de la futura expiación del Unigénito; después de que supieron sobre la redención, con su inmortalidad para todos los hombres y su vida eterna para los obedientes, el registro dice: “Y Adán y Eva bendijeron el nombre de Dios, e hicieron saber todas las cosas a sus hijos e hijas.” (Moisés 5:6–12)
Después de que supieron que para obtener la salvación los hombres deben creer en Cristo, arrepentirse de sus pecados, ser bautizados, recibir el don del Espíritu Santo y, a partir de entonces, guardar los mandamientos de Dios; después de que comprendieron que “el Hijo de Dios ha expiado la culpa original, de modo que los pecados de los padres no pueden ser cargados sobre las cabezas de los hijos”; después de que supieron que, al crecer los niños, “el pecado concibe en sus corazones, y prueban lo amargo para que aprendan a estimar lo bueno”; después de que recibieron los mandamientos divinos relacionados con todo este sistema de salvación, entonces el Señor mandó: “Enseñadlo a vuestros hijos.” También dijo: “Os doy un mandamiento para que enseñéis estas cosas libremente a vuestros hijos.” Es decir: los padres debían enseñar las doctrinas de la salvación a sus hijos, para que todos los miembros de la unidad familiar—al conocer la verdad—pudieran, mediante la obediencia, llegar a ser herederos de la salvación. Era imprescindible que los niños aprendieran que “ninguna cosa impura puede morar” en la presencia de Dios, y que todos los hombres “deben nacer de nuevo” si desean entrar en “el reino de los cielos.” (Moisés 6:51–62)
Después del diluvio fue igual. La Iglesia seguía siendo una organización familiar y el evangelio se enseñaba de padres a hijos. El gran convenio abrahámico—renovado primero con Isaac, luego con Jacob, y extendido después a toda la descendencia de Abraham—fue un convenio familiar, un convenio de incremento eterno, mediante el matrimonio celestial. “Abraham recibió promesas concernientes a su descendencia y al fruto de sus lomos”, declara nuestra revelación, “las cuales continuarían mientras estuvieran en el mundo; y en cuanto a Abraham y su descendencia, fuera del mundo también continuarían; tanto en el mundo como fuera de él, continuarían siendo tan innumerables como las estrellas; o si se pudiera contar la arena de la orilla del mar, no se podrían enumerar.” (DyC 132:30)
Sobre Abraham dijo el Señor: “Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, y que guardarán el camino del Señor, para hacer justicia y juicio.” (Génesis 18:19)
La casa o familia de Israel, que son los descendientes de los hijos de Jacob, fue la familia escogida del Señor a lo largo de su larga historia. Para que su voluntad y sus propósitos fueran conocidos entre ellos, se mandó a los padres enseñar su ley a sus hijos, generación tras generación. “Estas palabras que yo te mando hoy,” dijo Moisés al resumir la ley a Israel, “estarán sobre tu corazón; y las repetirás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, al acostarte y al levantarte.”
En principio, los nefitas hacían lo mismo, como vemos en estas palabras del rey Benjamín:
“Y no permitiréis que vuestros hijos anden hambrientos, o desnudos; ni tampoco permitiréis que quebranten las leyes de Dios, y se peleen y riñan unos con otros, y sirvan al diablo, que es el amo del pecado, o sea el espíritu inicuo de que hablaron nuestros padres, el cual es enemigo de toda rectitud. Antes bien, les enseñaréis a andar por el camino de la verdad y de la sobriedad; les enseñaréis a amarse unos a otros y a servirse unos a otros.” (Mosíah 4:14–15)
Cuando nuestro Señor eliminó la restricción que limitaba las bendiciones del evangelio a la casa de Israel —”Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis; sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mateo 10:5–6) fue su mandato inicial a los Doce— y envió el mensaje de salvación a todos los hombres, simplemente estaba ampliando la familia escogida. Estaba poniendo en funcionamiento activo la promesa que Él, como Jehová, había hecho anteriormente a Abraham: “Todos los que reciban este Evangelio serán llamados conforme a tu nombre, y serán considerados tu descendencia, y se levantarán y te bendecirán como a su padre.” (Abraham 2:10)
Aquellos que reciben el evangelio toman sobre sí el nombre de Cristo; son adoptados como sus hijos e hijas; se convierten en miembros de su familia; Él es su nuevo Padre. Por eso, Pablo declara que los que “habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.
“Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” (Gálatas 3:27–29)
“Y los miembros de la familia de Abraham y de Cristo tienen la misma obligación que siempre ha recaído sobre los miembros de la familia escogida: “criar a vuestros hijos en luz y verdad.” (DyC 93:40)
“Y también enseñarán a sus hijos a orar, y a andar rectamente delante del Señor.” (DyC 68:28)
Familias Judías y Gentiles
En su infinita sabiduría, con compasión y cuidado por el bienestar de su Hijo, el Padre envió al Señor Jesús a un hogar judío, a un círculo familiar judío. En tal ambiente, el Mesías Infante recibiría un cuidado tierno y amoroso, y sería expuesto a la mejor enseñanza y formación disponible en cualquier unidad familiar mortal.
Aun el Hijo de Dios —al estirarse y moverse en sus pañales; al esperar ser destetado; al aprender a caminar, hablar y alimentarse; al aprender a leer, escribir y memorizar; al experimentar las diversas vivencias comunes a todos los que pasan por una probación mortal— aun Él sería influenciado por su entorno y estaría preservado de las impurezas del paganismo porque el hogar en el que vivía era judío.
La ley de la adoración familiar, el sistema revelado por el gran Jehová para permitir que su pueblo alcanzara la exaltación mediante la continuación de la unidad familiar en la eternidad, era conocido —al menos en parte— por los judíos en los días de Jesús, y en el verdadero sentido de la palabra, por ningún otro pueblo del Viejo Mundo. Las familias judías, por tanto, tenían una base religiosa y un estatus espiritual totalmente desconocidos entre los gentiles. Como resultado, aquellas familias entre ellos que eran piadosas y devotas—cuyos miembros esperaban la Consolación de Israel y buscaban vivir conforme a las normas elevadas contenidas en la ley y los profetas— tales familias llevaban vidas de decencia y moralidad. Los esposos y esposas eran fieles entre sí, el estudio de las Escrituras y la oración diaria eran parte de los rituales de la vida, y los miembros de la familia vivían vidas honestas, sobrias y rectas. Tal era el entorno que prevalecía en el círculo familiar en el cual Dios colocó a su Hijo.
En contraste, la vida familiar entre los gentiles estaba mancillada, corrompida, carente de decencia, y de un nivel tan bajo que apenas era digna de ser llamada así. “Por extraño que parezca,” dice Edersheim, “es estrictamente cierto que, fuera de los límites de Israel, sería casi imposible hablar con propiedad de la vida familiar, o incluso de la familia, como entendemos hoy estos términos. […] Pocos de quienes han aprendido a admirar la antigüedad clásica tienen una concepción plena de alguno de los aspectos de su vida social —ya sea la posición de la mujer, la relación entre los sexos, la esclavitud, la educación de los niños, su relación con los padres, o el estado de la moral pública. Menos aún son los que han combinado todos estos aspectos en un solo cuadro, y eso no sólo como se presentaba entre las clases bajas, o incluso entre las altas, sino como plenamente aceptado y aprobado por aquellos cuyos nombres han pasado a la admiración de las edades como pensadores, sabios, poetas, historiadores y estadistas de la antigüedad. Sin duda, la descripción de San Pablo del mundo antiguo en los capítulos primero y segundo de su epístola a los Romanos debió parecerles a quienes vivían en medio de él como divina, incluso en su ternura, delicadeza y caridad: el cuadro completo, bajo plena luz, apenas habría podido ser mostrado. Para un mundo así sólo había una alternativa: o el juicio de Sodoma, o la misericordia del Evangelio y la sanación de la Cruz.”
Es evidente —¡auto-evidente!— que cualquier nación o pueblo que tuviera un grado razonable de comprensión del verdadero estado y posición de la familia en el plan eterno de las cosas sería único, separado, distinto, peculiar: un pueblo apartado. Y así era con los judíos en los días de Jesús. No había raza ni linaje como ellos entre todos los pueblos de la tierra. Eran judíos de ascendencia abrahámica, y todos los demás eran gentiles, razas menores sin la ley.
Es cierto que su conocimiento era incompleto, y la gloria plena de relaciones familiares perfectas se había perdido entre ellos. Pero habían nacido en la familia de Israel; las tradiciones de sus padres aún perduraban en sus hogares; y poseían las santas Escrituras, donde se exaltaban el convenio abrahámico y el estatus escogido de Israel. En verdad, eran un pueblo único, un pueblo peculiar, un pueblo apartado de todos los demás. Su forma de vida centrada en la familia, sus tradiciones religiosas, sus costumbres sociales—todo se combinaba para separarlos, para hacer de ellos un pueblo sin igual. Como dice Edersheim:
“Se puede afirmar con seguridad que la gran distinción que dividía a toda la humanidad entre judíos y gentiles no era solo religiosa, sino también social. [Aunque cabe señalar aquí que lo social surgía de lo religioso.] Por muy cercanas que estuvieran las ciudades de los paganos a las de Israel, por muy frecuente y estrecho que fuera el trato entre ambas partes, nadie podía entrar en una ciudad o aldea judía sin sentir, por así decirlo, que se encontraba en un mundo completamente distinto. Los aspectos de las calles, la construcción y disposición de las casas, la organización municipal y religiosa, las costumbres y maneras del pueblo, sus hábitos y modos de vida—sobre todo, la vida familiar— contrastaban marcadamente con lo que se veía en otros lugares. Por todas partes había evidencia de que la religión allí no era solo un credo ni un conjunto de observancias, sino que impregnaba cada relación y dominaba cada fase de la vida.” (Sketches, p. 86)
Al contemplar a las familias judías y a las familias gentiles, ¿es de extrañar que el Hijo de Dios viniera entre los judíos? Aunque con el tiempo le quitarían la vida, por causa de la iniquidad y la preeminencia del sacerdocio corrupto, la providencia divina requería un entorno, un clima social y religioso que le permitiera crecer hasta la madurez sin mancha, preservado física y espiritualmente, para poder cumplir su obra designada antes de entregar su vida como nuestro Salvador y Redentor.
Cómo Vivían las Familias Judías
En los días de Jesús, los judíos tenían su templo, sus sinagogas y sus hogares, y en torno a ellos giraba toda su vida. Tres veces al año los hombres fieles se presentaban ante el Señor en su santuario —¿y no estaría Jesús, quien guardaba la ley de su Padre, entre ellos?— allí, mediante sacrificio, para renovarse en su compromiso con Jehová y recibir nuevamente la remisión de sus pecados.
Muchas personas frecuentaban los atrios sagrados para enseñar y ser enseñadas, y para participar del espíritu de adoración que se centraba en el Lugar Santísimo.
Cada día de reposo y en ciertos días de fiesta, los fieles —¿y no estaría Jesús entre ellos?— acudían a la sinagoga para orar, escuchar la palabra del Señor, y recibir las exhortaciones tan importantes incluso para los hombres más espirituales. Pero el hogar era otra cosa: día tras día, semana tras semana, mes tras mes, y un año tras otro: el hogar era el lugar donde se enseñaba y se practicaba la verdadera adoración. Cada hogar judío era en sí mismo una casa de adoración, una casa de oración y —¿por qué no decirlo?— una casa de Dios.
Y Jesús nuestro Señor fue criado y amamantado en un hogar judío: jugó dentro de sus muros siendo niño; fue guiado por una madre judía y un padre adoptivo judío mientras aprendía las costumbres, la disciplina y el estilo de vida del pueblo del cual formaba parte. En un sentido real y práctico, fue su primera y principal casa de adoración. Es cierto que subió al templo a los doce años de edad, y sin duda tres veces al año desde entonces hasta el inicio de su ministerio activo.
Es cierto que adoró a Dios en su juventud y en sus años de madurez en las sinagogas judías: sabemos que durante su ministerio las usó como centros de enseñanza, como lugares para realizar milagros, y como las reverentes y sagradas casas de adoración que de hecho eran.
Pero no podemos ver a nuestro Señor con la debida perspectiva si no lo vemos en el hogar de José y María; si no sabemos qué se le enseñó dentro de esos muros privados; si no somos conscientes de las prácticas y rituales que fueron allí grabados en su mente receptiva y deseosa de verdad. Jesús era el Hijo de Dios y habitó entre los hombres con dones innatos sin igual, pero también fue un producto, como todos nosotros, de su entorno; y su Padre escogió colocarlo bajo el cuidado y la tutela, durante sus años formativos, de un José judío y una María judía, y de su hogar judío con todas sus enseñanzas, prácticas y formas de adoración judías.
José y María vivían con modestia. Ofrecieron en sacrificio, cuando Jesús fue presentado en el templo, “un par de tórtolas o dos palominos”, en lugar del más costoso cordero. (Lucas 2:21–24). Qué ocurrió con los regalos de “oro, incienso y mirra” que recibió el “niño” no lo sabemos. (Mateo 2:11). Tal vez sustentaron a la familia durante su exilio en Egipto; quizá fueron distribuidos entre parientes u otros de recursos modestos. Su hogar en Nazaret habría sido pequeño, sin agua corriente ni otras comodidades que hoy son comunes incluso en hogares pobres. Los muebles que poseían habrían sido bien hechos; su ropa habría sido de lana galilea hilada en casa; y en cuanto a la comida, el alimento principal habría sido la carne, las verduras y las frutas cultivadas y criadas en abundancia en las colinas de Galilea. Quizá de vez en cuando contaban con alimentos o artículos de adorno importados.
No cabe duda de que, al llegar otros hijos e hijas, vivieron en condiciones estrechas e íntimas, con recursos limitados de los bienes de este mundo, compartiendo los hijos la comida y cambiándose la ropa según lo requirieran sus necesidades. Ciertamente, toda la familia vivía con menos opulencia que la que generalmente se encuentra en los hogares de las naciones desarrolladas hoy en día. Había personas ricas en Nazaret y en otras comunidades palestinas cuyas casas eran mansiones bajo cualquier criterio, pero no hay razón para suponer que el hogar de José y María fuera en modo alguno pretencioso. El Padre del Hijo colocó a su Eterno Vástago en circunstancias modestas: el Príncipe que sería Rey no nació ni fue criado en un palacio. Más apropiado fue, en verdad, que Aquel que habría de elevarse por encima de todos los demás fuese recostado en un pesebre y criado en el hogar de un carpintero.
Pero es el espíritu y las enseñanzas, el amor y la armonía —no la madera, el mortero ni las sillas— lo que hacen un verdadero hogar. Y en aquellas cosas que realmente importan, el hogar provisto por el justo y fiel esposo de María sobresalía. Quizá no hubo ni haya habido otro como él en todo Israel. Siendo la vida familiar lo que es, y teniendo el impacto que ejerce sobre los hijos que crecen en el círculo familiar, seguramente el Padre de todos nosotros —quien también fue el Padre de Uno solo en la mortalidad— habría elegido ese círculo familiar que era preeminente sobre todos los demás como el entorno para su Hijo Unigénito.
Cuando describimos la vida familiar judía en los días de Jesús, nuestra elección de palabras roza el terreno de los superlativos. El hecho llano es que no existieron entonces ni han existido desde entonces —excepto entre los santos de la meridiana dispensación y entre los Santos de los Últimos Días, ambos pueblos que gozaron de una vida familiar santificada por el matrimonio eterno y todo lo que de él se deriva—, no existieron ni han existido familias como las antiguas familias judías. No se hallaban tales entre los gentiles de los días de Jesús, ni se encuentran entre los cristianos de la cristiandad moderna, ni siquiera entre los judíos modernos. Aquellos antiguos miembros de la casa de Jacob aún poseían el sacerdocio del Dios Todopoderoso; aún centraban toda su estructura social en la palabra revelada que había venido de Moisés y de los profetas; habían de hecho preservado su condición única y peculiar entre los hombres mediante la conservación de las enseñanzas y costumbres familiares, todo lo cual elevaba la vida familiar a un estado de excelencia raramente superado, incluso por sus antepasados justos.
Es cierto que el rabinismo —que procuraba suplantar el espíritu de la ley con el tradicionalismo y la adoración de la letra— a menudo anulaba algunos de los más altos principios familiares. Pero el sistema del Señor sobre las relaciones familiares había sido revelado y era conocido por el pueblo, y entre los verdaderamente piadosos y devotos, los principios verdaderos estaban en plena operación.
Los hombres se casaban a los dieciséis o diecisiete años de edad, casi nunca después de los veinte; y las mujeres a una edad algo más joven, a menudo sin pasar de los catorce años. Estas edades se aplicaban a todos, incluidos José y María.
Los hijos eran considerados una herencia del Señor y eran deseados con devoción. El control natal era desconocido entre los judíos, y los padres se regocijaban en tener familias numerosas y mucha descendencia. Desde los días de Moisés, si un hombre moría sin tener hijos, su hermano tenía la obligación de casarse con “la mujer del difunto” y levantar descendencia para su hermano fallecido, “para que su nombre no sea borrado de Israel.” (Deuteronomio 25:5–10)
Había disposiciones especiales para evitar esta responsabilidad, de modo que la viuda pudiera casarse con otro, lo cual fue precisamente lo que hizo posible el matrimonio de Rut y Booz, de cuya descendencia nació nuestro Señor. (Rut 4)
Las madres enseñaban a sus hijos casi desde el momento del nacimiento; al menos, el proceso de instrucción comenzaba en cuanto los labios del infante empezaban a balbucear sus primeras palabras y frases. Los Salmos y las oraciones se usaban como canciones de cuna. A los dos años, los niños eran destetados, y la ocasión se celebraba con un banquete. Cuando los niños alcanzaban aproximadamente los tres años de edad, los padres comenzaban a asumir su obligación mosaica de enseñarles, no canciones infantiles, sino versículos de las Escrituras, bendiciones y dichos sabios. La educación formal comenzaba entre los cinco y seis años, teniendo la Biblia como texto. Este estudio escritural comenzaba con Levítico, se extendía a todo el Pentateuco, de ahí pasaba a los Profetas, y finalmente a los Hagiógrafa, esa porción de la Biblia que no pertenecía a la Ley ni a los Profetas. Los niños aprendían a leer, escribir y memorizar los cantos de los levitas, aquellos Salmos que formaban parte de las celebraciones festivas, y las narraciones históricas que se recitaban como parte de las devociones familiares. A los dieciséis o diecisiete años, los muchachos eran enviados a academias enseñadas por los rabinos. No es de extrañar que el judío Pablo pudiera decir al judío Timoteo: “Desde la niñez has sabido las sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación.” (2 Timoteo 3:15). Tal era la herencia de todos los niños judíos de la época.
Pero el sistema educativo impuesto a los niños judíos era más, mucho más, que simples arreglos de enseñanza formal. Era parte integral de su modo de vida. Aprendían tanto de lo que se hacía como de lo que se decía. Todos los niños varones eran circuncidados al octavo día. Un espíritu de religión y devoción impregnaba cada hogar. Se ofrecían oraciones privadas tanto por la mañana como por la noche. Antes de cada comida se lavaban y oraban, y después de cada comida daban gracias. Había frecuentes banquetes familiares especiales. Cada día de reposo era un día santo y santificado, en el cual se cesaba de trabajar, se adoraba en la sinagoga, se mantenía una luz sabática encendida en el hogar, se adornaban las casas, se comían los mejores alimentos y se impartía a cada hijo la bendición de Israel.
Los padres devotos usaban filacterias durante la oración (los fariseos las llevaban todo el día), y estas contenían pergaminos en los que estaban escritos estos cuatro pasajes de las Escrituras: Éxodo 13:1–10, Éxodo 13:11–16, Deuteronomio 6:4–9 y Deuteronomio 11:13–21. En el marco de la puerta del hogar de todo judío devoto colgaba la mezuzá, que contenía un pergamino con los pasajes de Deuteronomio 6:4–9 y 11:13–21, tal como lo ordenan ambos textos. El Shemá, compuesto de Deuteronomio 6:4–9, Deuteronomio 11:13–21 y Números 15:37–41, era recitado dos veces cada día por todos los varones. Las oraciones familiares eran la norma diaria en todos los hogares.
La liberación de Israel de la esclavitud en Egipto se recitaba formalmente, en forma de diálogo de preguntas y respuestas, mientras cada familia comía el cordero pascual durante la Fiesta de la Pascua.
Los sacrificios de la mañana y de la tarde, y todo el drama, ritual y ceremonia especial que formaban parte de las grandes fiestas, tenían el efecto de repasar de manera dramática las doctrinas básicas reveladas por Jehová a su pueblo. Cada día de reposo, y dos veces durante la semana, se leían a Moisés y a los profetas en las sinagogas.
Todo hogar piadoso poseía porciones o la totalidad del Antiguo Testamento; es difícil creer que en el hogar donde fue criado nuestro Señor hubiera menos que todo ese cuerpo de escritos revelados que entonces estaba disponible para cualquiera. Incluso existían pequeños rollos de pergamino para los niños que contenían escrituras como el Shemá, el Mallei, la historia de la creación y del diluvio, y los primeros ocho capítulos de Levítico.
Los hogares judíos, la vida familiar judía, la crianza de los hijos judíos —de hecho, todo el estilo de vida judío— se fundamentaba en la teología judía. El mandamiento de Jehová a los hijos —tan básico que fue el quinto decreto del mismo Decálogo— fue: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra que el Señor tu Dios te da.” (Éxodo 20:12). El mandamiento de Jehová a los padres —tan básico que los judíos lo llevaban en sus filacterias, lo colgaban en sus mezuzás, lo recitaban dos veces al día en su Shemá— fue: “Cría a tus hijos en luz y en verdad.” Y lo que debía enseñarse era teológico; eran las santas Escrituras; era la mente, la voluntad y la voz del Señor para su pueblo. Y eso era lo que separaba a los judíos de todos los demás pueblos.
“En los días de Cristo,” dice Edersheim, “el judío piadoso no tenía otro conocimiento, ni buscaba ni le interesaba ningún otro —de hecho, lo denunciaba— que no fuera el de la ley de Dios. Desde el principio, debe recordarse que, en el paganismo, la teología, o más bien la mitología, no tenía ninguna influencia sobre el pensamiento ni sobre la vida: estaba literalmente sumergida bajo sus olas. Para el judío piadoso, en cambio, el conocimiento de Dios lo era todo; y prepararse para adquirir o impartir ese conocimiento era el total absoluto, el único objetivo de su educación. Esa era la vida de su alma —la mejor y única vida verdadera— a la cual todo lo demás, incluida la vida del cuerpo, estaba subordinado, como medios para un fin.
Su religión consistía en dos cosas: el conocimiento de Dios, que por medio de una serie de inferencias —una tras otra— se resolvía finalmente en teología, tal como ellos la entendían; y el servicio, que consistía en la observancia apropiada de todo lo que había sido prescrito por Dios y en obras de caridad hacia los hombres —estas últimas, en verdad, yendo más allá de lo que era estrictamente obligatorio (Chovoth), hacia un mérito especial o ‘justicia’ (Zedakah).
Pero dado que el servicio presuponía conocimiento, la teología era de nuevo el fundamento de todo, así como la corona de todo, la que confería el mayor mérito. Esto se expresa o se da por implícito en un número casi incontable de pasajes de los escritos judíos. Que uno baste, no solo porque suena más racionalista, sino porque hasta el día de hoy es repetido cada mañana en sus oraciones por todo judío:
‘Estas son las cosas de las que el hombre come el fruto en este mundo, pero cuya posesión continúa para el mundo venidero: honrar al padre y a la madre, las obras piadosas, hacer la paz entre el hombre y su prójimo, y el estudio de la ley, que es equivalente a todas ellas.’”
(Sketches, pp. 124–125)
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Capítulo 13
La Apostasía Judía en los Días de Jesús
Esta es una generación mala. (Lucas 11:29)
Vosotros sois los hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Colmad, pues, la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? (Mateo 23:31–33)
La apostasía a través de las edades
Adán y Eva —nuestros primeros padres, nuestros ancestros comunes, la madre y el padre de todos los vivientes— tuvieron la plenitud del evangelio eterno. Recibieron el plan de salvación de Dios mismo, el cual fue “declarado por santos ángeles enviados desde la presencia de Dios, y por su propia voz, y por el don del Espíritu Santo.” (Moisés 5:58)
Vieron a Dios, conocieron sus leyes, recibieron a ángeles, obtuvieron revelaciones, contemplaron visiones y estaban en armonía con lo Infinito. Ejercieron fe en el Señor Jesucristo; se arrepintieron de sus pecados; fueron bautizados en semejanza de la muerte, sepultura y resurrección del Mesías Prometido; y recibieron el don del Espíritu Santo. Fueron investidos con poder de lo alto, sellados en el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio, y recibieron la plenitud de las ordenanzas de la casa del Señor.
Después del bautismo y del matrimonio celestial, caminaron por sendas de verdad y rectitud, guardaron los mandamientos y perseveraron hasta el fin. Habiendo trazado para sí mismos un rumbo hacia la vida eterna, avanzaron con firmeza en Cristo —creyendo, obedeciendo, conformándose, consagrándose, sacrificándose— hasta que su llamamiento y elección fueron hechos seguros y fueron sellados para vida eterna.
Y enseñaron todas estas cosas a sus hijos. Predicaron el evangelio con claridad y perfección a toda su numerosa descendencia. Dieron a conocer las leyes y ordenanzas de salvación —todo con el fin de que los hijos de los hombres creyeran, obedecieran y llegaran a conocer el gozo de su redención, “y la vida eterna que Dios concede a todos los obedientes.” (Moisés 5:11)
Pero, por desgracia, para muchos de la descendencia del poderoso Miguel y su encantadora consorte Eva, lo que se avecinaba era el dolor más que la salvación. Muchos de los que eran descendencia de su carne apostataron: se apartaron de la verdad; abandonaron la fe de sus padres; se volvieron de la luz hacia las tinieblas, de la rectitud hacia la iniquidad, de Dios hacia Satanás. La apostasía consiste en dos cosas:
- Creer en falsas doctrinas.“Y todos aquellos que predican falsas doctrinas… ¡ay, ay, ay de ellos!, dice el Señor Dios Todopoderoso, porque serán lanzados al infierno.”
- Vivir conforme a las costumbres del mundo.“Y todos aquellos que cometen fornicaciones y pervierten el camino recto del Señor, ¡ay, ay, ay de ellos!, dice el Señor Dios Todopoderoso, porque serán lanzados al infierno.” (2 Nefi 28:15)
Y así, desde el principio mismo: “Satanás vino entre ellos… y les mandó, diciendo: No lo creáis; y no lo creyeron, y amaron más a Satanás que a Dios. Y desde aquel tiempo, los hombres comenzaron a ser carnales, sensuales y diabólicos.” (Moisés 5:13)
Así comenzó la apostasía: los hombres se apartaron de la verdad aun en los días del justo Adán; los hombres recurrieron a prácticas carnales e impías aun en tiempos cuando había testigos vivientes que podían contarles sobre la belleza del Edén, sobre la caída y la redención prometida, y sobre la ministración de ángeles y las revelaciones celestiales de la mente y voluntad de Aquel a quien ellos —y nosotros— pertenecemos.
Caín, un hijo de primera generación del primer hombre, rechazó el evangelio, se negó a escuchar a Adán y amó más a Satanás que a Dios. En su estado carnal y caído, Caín “rechazó el consejo mayor que venía de Dios”, codició los rebaños de Abel, hizo un convenio con Satanás, mató a su justo hermano y se glorió en su maldad. Otros siguieron su camino, y la apostasía, la rebelión y la iniquidad se convirtieron en el orden establecido de ese tiempo y de todos los días posteriores. (Moisés 5)
En los días de Enoc hubo grandes guerras y rebeliones; la maldad era tan grande en los días de Noé que un Dios misericordioso barrió a los impíos e inicuos en una tumba de agua; el padre de Abraham adoraba ídolos; toda la ciudad donde habitaba Melquisedec se había apartado de la verdad; y todas las naciones gentiles en los días del antiguo Israel estaban fuera del alcance de la gracia salvadora.
La apostasía ha sido y es el estado social y religioso predominante de la mayoría de los hombres en todas las edades desde Adán hasta nuestros días. El diablo no está muerto: Lucifer vive tan ciertamente como Dios vive: él mata a otros, pero no ha sido muerto. Su influencia cubre la tierra y así ha sido desde la caída del hombre. Busca condenar a los hombres, y “ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición.” (Mateo 7:13)
Sobre nuestra propia época está escrito: “Las tinieblas cubren la tierra, y densa oscuridad las mentes de las personas, y toda carne se ha corrompido delante de mi rostro.” (DyC 112:23)
También: “Todo el mundo yace en pecado, y gime bajo las tinieblas y bajo la esclavitud del pecado.” (DyC 84:49) La guerra que comenzó en los cielos continúa aquí entre los mortales, y hasta ahora la mayoría de las victorias han sido ganadas por el enemigo de toda rectitud.
Israel —el pueblo del Señor, su tesoro especial, un pueblo favorecido por encima de todas las naciones de la tierra— pasó toda su historia, como pueblo, oscilando entre la religión verdadera y la falsa. Como un gran péndulo, el pueblo iba y venía entre la verdadera adoración de Jehová y la rendición de cultos a Baal y a todos los dioses de las naciones degeneradas en cuya custodia se encontraba la tierra prometida. La rectitud de los padres era tragada por la iniquidad de sus hijos, y los hijos de esos hijos volvían al estándar de sus abuelos. Elí servía al Señor, y sus hijos servían a Baal. Un rey guardaba las fiestas y mandaba obedecer la ley de Moisés; el siguiente honraba a los sacerdotes de Baal y adoraba a la reina del cielo; y el siguiente cortaba los bosques sagrados y destruía los altares de los paganos. Y así sucedía generación tras generación.
Aun conociendo las plagas que Dios derramó sobre Egipto; habiendo visto cómo las aguas del Mar Rojo se dividieron para liberarlos del faraón; viendo la columna de fuego que les daba protección de noche y la nube que los guiaba de día; oyendo los truenos estruendosos y viendo los fuegos ardientes que reposaban sobre el Sinaí cuando el Señor descendió para hablar con Moisés; comiendo diariamente el pan que descendía milagrosamente del cielo; blandiendo espadas y bastones que hacían huir a ejércitos enemigos; viendo la tierra abrirse y tragar a los que se oponían a Moisés; viviendo y caminando, por así decirlo, a la luz de milagros diarios—sin embargo, en medio de todo esto, Israel murmuró y abandonó al Señor. De vez en cuando su pueblo fabricaba un becerro de oro; anhelaban las ollas de carne de Egipto; sus hijos eran sacrificados en los fuegos de Moloc; los sacrificios diarios eran eliminados; las huestes israelitas no subían a Jerusalén para celebrar la Fiesta de los Tabernáculos; adoraban dioses de madera y de piedra; se postraban ante ídolos que no oyen ni ven ni hablan; y no guardaban la ley de Moisés, el hombre de Dios.
Cuando el ministerio mortal de Moisés se acercaba a su fin, reunió a todo Israel y “ordenó al pueblo, diciendo: Guardad todos los mandamientos que yo os mando hoy.” Entonces resumió las bendiciones de la obediencia y expuso las maldiciones de la apostasía. Entre las maldiciones, plagas, enfermedades y tormentos que vendrían sobre ellos si elegían la desobediencia, estaba la advertencia de que el Señor destruiría su nación trayendo contra ellos guerreros feroces e implacables; que durante el sitio de sus ciudades, mujeres hebreas delicadas comerían a sus propios hijos; y que el pueblo escogido sería esparcido “entre todos los pueblos, desde un extremo de la tierra hasta el otro”, donde “servirían a otros dioses” que ni ellos ni sus padres habían conocido, y que ya no gozarían de la luz del cielo en la que sus padres se habían deleitado. (Deuteronomio 27–33). Que estas calamidades les sobrevinieron —cuando Ben-adad, rey de Siria, sitió Samaria (2 Reyes 6:26–29); y nuevamente cuando Nabucodonosor destruyó Jerusalén (Lamentaciones 4:10); y aún otra vez cuando Tito conquistó la Ciudad Santa y desmontó el templo piedra por piedra— es bien conocido.
Como medio para impresionar en el pueblo tanto las bendiciones de la obediencia como las maldiciones de la desobediencia, Josué, tal como Moisés había mandado antes, reunió a todo Israel en el valle entre el monte Gerizim y el monte Ebal. Seis de las tribus estaban frente al monte Gerizim para bendecir al pueblo y las otras seis frente al monte Ebal para responder a las maldiciones. Entonces los levitas leyeron, una por una, las maldiciones y las bendiciones, y los respectivos grupos, hablando en nombre de toda la casa de Israel, dieron una solemne respuesta de “Amén”, vinculando así a toda la nación a buscar la justicia y evitar el mal. La declaración final de esta solemne rededicación a Jehová fue: “Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas.” (Deut. 27:9–26. Véase también Josué 8:32–35)
No necesitamos intentar en esta obra recitar todo lo que le sobrevino al antiguo Israel a causa de la apostasía y la rebelión contra el Señor. Basta con que —y estamos apenas sentando las bases para considerar esa apostasía que culminó en la crucifixión de un Dios— señalemos simplemente tres pasajes de las Escrituras Sagradas.
El primero de estos implica la caída final de Jerusalén a manos de Nabucodonosor en los días de Sedequías, quien, aunque era un gobernante títere, se rebeló contra Babilonia.
“Y todos los principales sacerdotes y el pueblo aumentaron la iniquidad, siguiendo todas las abominaciones de las naciones; y contaminaron la casa de Jehová que él había santificado en Jerusalén. Y Jehová, el Dios de sus padres, envió constantemente mensajeros a ellos, porque tenía compasión de su pueblo y de su habitación; mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio. Por lo cual trajo contra ellos al rey de los caldeos, quien mató a espada a sus jóvenes en la casa de su santuario, sin perdonar ni a joven ni a doncella, ni a anciano ni a decrépito; todos los entregó en sus manos.” Este fue el día en que la casa del Señor fue quemada, los muros de Jerusalén derribados, y los que escaparon de la espada fueron llevados cautivos a Babilonia. (2 Crónicas 36:9–23)
A continuación, sin mayor exposición —pues el significado es claro en las propias palabras— citamos este pasaje de los Salmos:
“No destruyeron a los pueblos que Jehová les dijo; antes se mezclaron con los gentiles y aprendieron sus obras. Y sirvieron a sus ídolos, los cuales fueron causa de su ruina. Y sacrificaron sus hijos y sus hijas a los demonios; y derramaron la sangre inocente, la sangre de sus hijos y de sus hijas, que ofrecieron en sacrificio a los ídolos de Canaán; y la tierra fue contaminada con sangre. Se contaminaron así con sus obras, y se prostituyeron con sus hechos. Y se encendió el furor de Jehová contra su pueblo, y abominó su heredad; y los entregó en poder de los gentiles, y se enseñorearon de ellos los que los aborrecían. Sus enemigos los oprimieron, y fueron quebrantados debajo de su mano. Muchas veces los libró; mas ellos se rebelaron contra su consejo, y fueron humillados por su maldad.” (Salmo 106:34–43)
Y en tercer lugar, estas palabras de Isaías merecen una consideración cuidadosa, pues no solo describen la condición apóstata del antiguo Israel, sino que también se aplican a aquellos que vivieron en los días de Jesús: “¡Oh gente pecadora!, dice Isaías, pueblo cargado de maldad, generación de malignos, hijos depravados; dejaron a Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, se volvieron atrás… Si Jehová de los ejércitos no nos hubiese dejado un resto pequeño, como Sodoma fuéramos, y semejantes a Gomorra.” (Isaías 1:4–9)
Apostasía entre los judíos
Excepto por “un resto pequeño”; excepto por unos pocos sacerdotes y levitas que se sentaban en el asiento de Aarón y ofrecían sacrificios conforme a lo requerido por la ley de Moisés; excepto por un Pedro decidido, un Juan visionario, un Natanael sin engaño; excepto por una María creyente y una Marta testificadora, una Elisabet sumisa y un Zacarías fervoroso; excepto por el pueblo común, inculto y sin letras, que lo recibió con gozo porque no había sido contaminado por los escribas y rabinos; excepto por relativamente pocas personas, “un resto pequeño”, que creerían en el Hijo de María —excepto por tales como estos, todos los judíos de los días de Jesús estaban en apostasía.
En aquel día, escogido y santificado por Aquel que es Santo como el día en que su Hijo tomaría cuerpo y moraría en carne; en aquel día cuando la luz y la gloria de Dios debían manifestarse en la Persona de su Amado Hijo; en aquel día en que el Señor Omnipotente —quien era, y es, desde toda la eternidad hasta toda la eternidad— ministraría entre su pueblo; en aquel día cuando se realizaría la expiación infinita y eterna; en aquel día —el más sublime de todos desde el amanecer de la creación hasta la hora de la crucifixión— la apostasía reinaba entre los hijos de Adán.
No se trataba, como dijo Isaías del antiguo Israel, de que “si no fuera” por “un resto pequeño” habrían sido “como Sodoma”, sino que era un día en que incluso Jerusalén, su ciudad capital, fue identificada por Juan como “la gran ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado.” (Apocalipsis 11:8) Israel, en tiempos de Isaías, que de no haber sido por unos pocos justos habría llegado a ser “como Sodoma”, ahora, en los días de Jesús, se había degenerado espiritualmente hasta el punto de que —en lenguaje profético— a pesar del pequeño número de creyentes entre ellos, se había convertido en “Sodoma y Egipto”.
No fue una apostasía común. No fue la apostasía de los amorreos o filisteos, que nacieron en tinieblas y nunca conocieron otro camino que el de la astrología, la hechicería y los vicios sodomitas. Tampoco fue la apostasía de un Jeroboam o una Jezabel que rechazaron abiertamente al Dios de Israel y juraron lealtad a Baal —por terrible y malvado que haya sido ese camino. La apostasía judía en los días de Jesús fue aquella en la cual ellos poseían el mayor grado de verdad disponible entonces a cualquier pueblo, y sin embargo rechazaron la Piedra, la Piedra Angular, sobre la cual se edificaba toda su estructura religiosa.
Fue una apostasía entre un pueblo que realmente tenía el sacerdocio Aarónico. Una apostasía entre un pueblo que tenía “el evangelio del arrepentimiento y del bautismo, y la remisión de pecados, y la ley de los mandamientos carnales, la cual el Señor, en su ira, hizo que continuara con la casa de Aarón entre los hijos de Israel hasta Juan”, quien bautizó a Jesús. (DyC 84:26–27)
Fue una apostasía entre un pueblo que escudriñaba las Escrituras, que memorizaba las profecías mesiánicas, que sabía que la hora de su venida estaba cerca, y que aun así lo rechazó —aunque resucitaba a los muertos y creaba panes y peces de la nada, por así decirlo. La suya fue una apostasía refinada, culta y hasta afable, si podemos usar tales términos para describir a quienes aman más las tinieblas que la luz porque sus obras son malas. Fue una apostasía que seguía la verdad de nombre, pero no de hecho; una en la cual adoraban al Dios verdadero con los labios, mientras sus corazones estaban llenos de adulterio y lascivia; una apostasía en la cual la luz y las tinieblas estaban tan mezcladas que el crepúsculo resultante impedía incluso a hombres y mujeres devotos volverse hacia el resplandor naciente del nuevo día.
¿Por qué estaban en apostasía los judíos en tiempos de Jesús?
¿Por qué, entre todos los pueblos, fue el pueblo judío en general en los días de Jesús tan completamente apóstata? ¿Por qué estaban tan embotados y espiritualmente insensibles que no pudieron ver en Jesús el cumplimiento de todos sus sueños mesiánicos? ¿Cómo llegaron a estar tan endurecidos y crueles, tan carentes de compasión común, que gritaron: “¡Crucifícale, crucifícale!”, al tiempo que insultaban al único que todos sabían que había abierto ojos ciegos, destapado oídos sordos, y hasta devuelto la vida a cadáveres fríos?
Tres razones son pertinentes a los temas aquí planteados:
- Dado que Jesús, nuestro Señor, vino al mundo con el propósito expreso de morir en la cruz por los pecados del mundo, se deduce que una Providencia Divina lo colocó entre un pueblo, y en un clima religioso y político, en el cual el principal objeto y fin de su vida mortal pudiera cumplirse. Él vino a morir; debía ser muerto; su destino era ser colgado de un madero; y la cruz fue preparada para su crucifixión “desde la fundación del mundo”, por así decirlo. Por lo tanto, debía vivir y ministrar entre quienes lo rechazarían. Debía incurrir en el odio de aquellos cuya depravación espiritual los llevaría a tramar y justificar su muerte. ¿Podemos llegar a alguna otra conclusión que no sea que una Providencia Divina envió a la tierra en ese día, como parte del Israel judío, a los mismos espíritus que endurecerían tanto sus corazones como para desear y buscar su muerte?
No estamos diciendo que fueron predestinados a un camino de odio y asesinato, sino que eran el tipo de espíritus —el tipo de mortales— a quienes les resultaba fácil obrar la maldad y propagar la oscuridad. Como Acaz y Jezabel, como Pilato y Herodes, como Lamán y Lemuel, como Antíoco Epífanes, quien sacrificó cerdos sobre el altar sagrado, como los malvados e impíos de todas las razas y lugares, les resultaba natural oponerse a la verdad debido a su inclinación innata a seguir un curso mundano. Tal era su herencia espiritual, aunque —como con todos los hombres— estaba en su poder, en cualquier momento, salvarse mediante el arrepentimiento y la rectitud.
- Estos judíos de los días de Jesús, por medio de cuya instrumentalidad y presión social y política se clavaron clavos romanos en las manos y pies de Aquel que vino a salvarlos, estaban en apostasía por exactamente la misma razón por la que los hombres de todas las épocas han combatido la verdad. Esa razón es que amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas; eligieron vivir según las costumbres del mundo y embotar sus sentidos espirituales con lujuria, adulterio y codicia, porque esos eran los deseos de sus corazones; como Caín, amaron más a Satanás que a Dios, lo que significa que eligieron seguir el camino trazado por Satanás, quien es el dios de este mundo. La apostasía es el resultado de la injusticia. Nadie abandona ni rechaza la verdad estando guiado por el poder del Espíritu Santo, y el Espíritu no habita en un tabernáculo impuro.
- Pero había algo único en la apostasía judía durante la meridiana dispensación. Surgía de uno de los intentos más resueltos jamás hechos por los hombres de vivir conforme a lo que ellos suponían era la voluntad de Jehová. Surgía de lo que sus parientes nefitas, mucho tiempo atrás, habían llamado “ver más allá del objeto.” “Los judíos eran un pueblo de cerviz dura,” dijo el hermano de Nefi, “y despreciaron las palabras de claridad, y mataron a los profetas, y buscaron cosas que no podían entender.” Estas palabras, dichas sobre los judíos en los días de Jacob, se aplicaban plenamente también a sus descendientes en los días de Jesús. “Por tanto, por causa de su ceguera —la cual ceguera vino por ver más allá del objeto— es necesario que caigan; porque Dios les ha quitado su claridad, y les ha dado muchas cosas que no pueden entender, porque así lo desearon. Y como lo desearon, Dios así lo ha hecho, para que tropiecen.”
Este asunto de un pueblo devoto y aparentemente religioso que llega a estar espiritualmente ciego “por ver más allá del objeto” ilustra perfectamente cómo la religión verdadera y salvadora puede convertirse en una carga condenatoria. Durante generaciones anteriores, y luego en el día del ministerio de nuestro Señor, sus hermanos israelitas, por “ver más allá del objeto”, convirtieron la verdad del cielo en un sistema que los condujo al infierno. Es decir, tomaron las cosas claras y sencillas de la religión pura y les añadieron una multitud de interpretaciones propias; las adornaron con ritos y ceremonias adicionales; y transformaron una forma de adoración feliz y gozosa en un sistema restrictivo, limitante y opresivo de rituales y prácticas. El espíritu viviente de la ley del Señor se convirtió en sus manos en la letra muerta del ritualismo judío.
Al verdadero orden de adoración del día de reposo, le añadieron tantas restricciones y rituales que lo que debía haber sido un día de regocijo y rededicación se convirtió en una carga sombría. Al verdadero concepto sobre su Mesías, le añadieron la idea de un gobernante temporal, de modo que el Libertador enviado para redimirlos de la muerte, el infierno, el diablo y el tormento eterno fue representado como un rey terrenal con una espada como la de César en su mano. A su verdadero sistema de ofrendas sacrificiales le entrelazaron prácticas codiciosas, de tal modo que su conducta hizo de la casa del Padre una cueva de ladrones. Y así sucedía —doctrina tras doctrina, ceremonia tras ceremonia— que sus añadiduras a lo que el Señor había instituido transformaron la religión pura en algo muy distinto de lo que se suponía que fuera. Y así, Jacob, a modo de profecía, pudo decir que “por el tropiezo de los judíos, rechazarán la piedra sobre la cual podrían edificar y tener fundamento seguro.” (Jacob 4:14–15)
Pero, cualesquiera que hayan sido las causas, el hecho es que las tinieblas cubrían la tierra de Palestina en ese día, y una densa oscuridad llenaba los corazones de la mayoría del pueblo.
Los fuegos que debían haber sido eternos se habían extinguido, y la luz del cielo ya no guiaba al pueblo. Una oscuridad espiritual envolvía a la nación. Tan degenerados y malvados eran los habitantes de la tierra que Jacob, hablando proféticamente, dijo: “Cristo… vendrá entre los judíos, entre aquellos que son la parte más inicua del mundo.”
Aquellos que antes habían andado en la luz ahora tropezaban en la oscuridad.
“Y ellos” —judíos de descendencia abrahámica; judíos que conocían las palabras de Moisés; judíos por quienes Josué detuvo el sol; judíos que a lo largo de su historia habían derrotado a uno y otro Goliat—”ellos, la parte más inicua del mundo… lo crucificarán, porque así conviene a nuestro Dios. Y no hay otra nación sobre la tierra que crucificaría a su Dios. Porque si los poderosos milagros se hicieran entre otras naciones, se arrepentirían y reconocerían que Él es su Dios.” Así profetizó Jacob.
Luego dio su explicación de por qué los judíos habían descendido a un nivel tan bajo:
“Por causa de las abominaciones y las iniquidades, los que están en Jerusalén endurecerán sus corazones contra él, para que lo crucifiquen. Por tanto, por causa de sus iniquidades, vendrán sobre ellos destrucciones, hambres, pestilencias y derramamiento de sangre; y los que no sean destruidos serán esparcidos entre todas las naciones.” (2 Nefi 10:3–6)
¡Abominaciones sacerdotales e iniquidades! ¡Y los efectos que de ellas se derivan!
¡Qué lección puede aprender la cristiandad moderna —aquellos que hoy deberían ser el pueblo del Señor— de los judíos, aquellos que ayer deberían haber sido el pueblo del Señor!
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Capítulo 14
Sectas y Creencias Judías en los Días de Jesús
Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer… ¿Está dividido Cristo? (1 Corintios 1:10-13.)
¿Qué creían los antiguos judíos?
Todos los antiguos judíos que eran fieles creían total o parcialmente en el evangelio—el evangelio de Jehová, el evangelio del Mesías, el evangelio de Cristo, el evangelio que es el plan de salvación, el evangelio que Jesús restauró y enseñó en su época, el evangelio eterno (¡Dios no cambia!), el mismo evangelio restaurado en nuestros días por medio de José Smith.
Comenzando con Abraham, el padre de los judíos; continuando con Isaac, Jacob, José y Efraín; incluyendo a Moisés y los profetas; considerando en particular el reino de Judá, que fue llevado al cautiverio en Babilonia y luego se le permitió regresar y reconstruir su templo en Jerusalén—todos estos judíos que eran fieles creían en la plenitud del evangelio o en el evangelio preparatorio, según fuera el caso, dependiendo del grado de su fe y lealtad al Señor.
Siempre que entre ellos había administradores legales que poseían el Sacerdocio de Melquisedec, el pueblo tenía la plenitud del evangelio, tal como nosotros la tenemos. Y conviene recordar que todos los profetas poseían esta alta y santa orden de autoridad divina. Nuestra mejor ilustración de esto es el pueblo nefita, que tanto guardaba la ley de Moisés como se regocijaba en la plenitud del evangelio.
La sola presencia del sacerdocio mayor, por sí misma y en su naturaleza, significa que está presente la plenitud del evangelio. La plenitud del evangelio consiste en la posesión del Sacerdocio de Melquisedec y en el disfrute del don del Espíritu Santo, don que se confiere por medio del poder de este sacerdocio superior. La plenitud del evangelio comprende todas las leyes, ordenanzas, doctrinas, poderes y verdades necesarias para asegurar a los mortales una plenitud de salvación, que es la vida eterna en el reino de Dios.
Siempre que entre ellos había administradores legales que poseían solo el Sacerdocio Aarónico, el pueblo tenía solamente el evangelio preparatorio, la ley menor, la ley de Moisés, la ley de sacrificios, ritos y mandamientos carnales. La presencia del Sacerdocio Aarónico, sin el Sacerdocio de Melquisedec—de modo que el orden menor ejerce autoridad porque no hay uno mayor—significa que sólo está presente el evangelio preparatorio. Este evangelio, que incluye fe, arrepentimiento y bautismo, tiene por objeto preparar a los hombres para recibir el don del Espíritu Santo y las ordenanzas superiores de salvación, y por tanto prepararlos para recibir la plenitud del evangelio y la plenitud de la salvación.
En el día en que Jesús comenzó su ministerio, no había profetas ni hombres justos que poseyeran el Sacerdocio de Melquisedec. De hecho, nuestro Señor vino a restaurar este orden superior. Juan el Bautista poseía el Sacerdocio Aarónico, bautizaba por inmersión en el Jordán para la remisión de los pecados, y prometía que vendría Uno después de él, la correa de cuyos zapatos no se sentía digno de desatar, y que bautizaría con fuego y con el Espíritu Santo.
Así, los judíos en los días de Jesús tenían el evangelio preparatorio—al menos algunos de los que entre ellos eran fieles; y los judíos de ese tiempo esperaban recibir la plenitud del evangelio con la venida de su Mesías—al menos aquellos que eran fieles. Como sabemos, la mayoría del pueblo estaba en apostasía en sus sentimientos, no comprendía el propósito del evangelio preparatorio que sus sacerdotes administraban, y no supo recibir la plenitud del poder salvador cuando vino en la persona de Aquel de quien era el evangelio.
¿Qué creían los judíos en los días de Jesús?
No existía una religión judía unificada en la época de nuestro Señor, como tampoco existe un cristianismo unificado en nuestros días. No basta con hablar de lo que creían los judíos, cómo vivían o cuáles eran sus circunstancias sociales, del mismo modo que no tiene sentido emitir generalidades similares con respecto a la cristiandad moderna. Hay iglesias cristianas, llamadas así, que definen a un cristiano como alguien que cree en tres credos fundamentales: el Credo de los Apóstoles, el Credo Niceno y el Credo Atanasiano. Hay quienes afirman que nadie es cristiano salvo quienes creen en la Trinidad tal como se expone en estos documentos desgastados por el tiempo provenientes de un pasado no inspirado; es decir, quienes creen que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una esencia espiritual o poder que llena la inmensidad del espacio y que está en todas partes y en ninguna en particular. Hay cristianos, llamados así, que suponen que la revelación ha cesado, que las visiones son cosa del pasado, que los milagros han desaparecido, que los apóstoles y profetas ya no son necesarios.
Por otro lado, hay seguidores de Cristo que creen que los credos de la cristiandad son una abominación ante los ojos del Señor: que el Padre y el Hijo son seres personales, con cuerpos de carne y hueso tan tangibles como el del hombre, y que el Espíritu Santo es un personaje de espíritu; y que sin revelación, visiones, milagros, sacerdocio, apóstoles y profetas, y sin todos los dones y gracias que disfrutaron y poseyeron los antiguos, el hombre no tiene el evangelio puro y no puede ser salvo en el reino de Dios.
Así como ocurre entre los cristianos, así también entre los judíos. Había cultos judíos, sectas judías y desviaciones doctrinales judías en la época de Jesús. Había quienes creían en la resurrección y quienes no; quienes creían en ángeles, visiones y revelaciones, y quienes no; quienes esperaban un Mesías que sería un déspota temporal, y quienes veían en el humilde nazareno el cumplimiento de las profecías mesiánicas.
Y el solo hecho de que existieran estas divisiones de pensamiento y conducta es, en sí mismo, una prueba concluyente de la apostasía prevaleciente. Pablo preguntó: “¿Está dividido Cristo?” En el lenguaje judío, y adaptado a sus circunstancias, la pregunta habría sido: “¿Está dividido Jehová? ¿Dice una cosa a los fariseos, otra a los saduceos y otra distinta a los esenios?”
Para estudiar la vida de nuestro Señor en un entorno real, debemos conocer las principales sectas, cultos y perversiones doctrinales que predominaban en la mente de aquellos a quienes Él intentaba enseñar su evangelio y proclamar su filiación divina.
Sectas, Partidos y Denominaciones Judías
Tomaremos nota de aquellas sectas, partidos y denominaciones—y de ciertos oficiales que servían en relación con ellas—cuyas creencias y actividades tuvieron una influencia directa en el ministerio mortal del Mesías Prometido. Esos cultos y los cultistas que los integraban; aquellas personas palestinas de riqueza e influencia; aquellos patriotas judíos y gobernantes romanos, junto con sus aduladores serviles; aquellos maestros y formadores del pensamiento religioso y político en los días del Heredero Natural al trono de David—todos ellos, agrupados, formaron el entorno social, cultural y religioso en el que Jesús ministró y del cual provinieron sus conversos.
Su influencia sobre los habitantes de la Tierra Santa influyó, a su vez, en lo que Él dijo e hizo, en dónde fue y a quiénes reunió en su redil. Ya que las palabras y obras de Jesús no se realizaron en el vacío y no pueden entenderse como un fenómeno aislado; ya que ningún acontecimiento de los relatos evangélicos se entiende plenamente separado de su contexto judío; y ya que comprender la Iglesia cristiana en la meridiana plenitud de los tiempos presupone un conocimiento de la historia y cultura judías, con las cuales está inseparablemente ligada por innumerables hilos, haremos un comentario necesario pero breve sobre los siguientes pueblos y grupos:
- El Sumo Sacerdote Judío
Si Aarón, el primer sumo sacerdote de Israel, hubiera regresado a su amada Palestina para observar las condiciones en general; si, junto con Eleazar e Itamar, sus hijos sacerdotales, hubiera entrado en el Templo de Herodes en los días de Jesús para comparar sus ritos y ceremonias con los que él y ellos administraban en el precursor de esa casa de adoración; si se hubiera parado en el atrio de la majestuosa casa del Señor que coronaba Jerusalén y hubiera contemplado el altar gigantesco y comparado lo que allí sucedía con lo que él hacía en el tabernáculo de la congregación; pero, más importante aún, si hubiera contrastado las vidas vanas, degeneradas y malvadas de aquellos que entonces ocupaban su asiento, con la justicia y el andar piadoso de sus antepasados, muchas generaciones atrás, podemos suponer que se habría sentido afligido en el corazón y habría deseado lamentarse por la Jerusalén condenada y por su templo doblemente condenado, tal como Jesús mismo lo haría poco tiempo después. Los sumos sacerdotes judíos en los días de Jesús estaban muy lejos de sus contrapartes en los días del génesis de Israel.
Aarón, quien poseía el Sacerdocio de Melquisedec y calificaba por pureza de corazón, junto con Nadab y Abiú y setenta de los ancianos de Israel, para ver al Dios de ese pueblo escogido, fue llamado por Dios para presidir el sacerdocio menor, que desde entonces llevaría su nombre. Era, por así decirlo, el obispo presidente de la Iglesia, y el cargo fue ordenado por Dios para ser hereditario, pasando de padre a hijo, y siendo la herencia legítima del hombre mayor en descendencia directa entre los hijos de Aarón. Y así fue en las primeras generaciones. Pero en los días de los reyes de Israel y Judá, los sumos sacerdotes a veces eran instalados o depuestos por la impiedad del ocupante del trono; y en los días de Jesús, tales nombramientos y destituciones eran hechos por los señores gentiles como un asunto de conveniencia política y sin referencia al linaje del levita involucrado. Como consecuencia, los sumos sacerdotes estaban al mismo bajo nivel espiritual que los Herodes y Pilatos que los designaban. Pero lo que nos concierne es que ejercían gran influencia política y religiosa, que moldeaban el sentimiento público y que su conducta se convertía en un modelo para los judíos en general.
Vale la pena señalar que estos, digamos, hijos ilegítimos de Aarón eran considerados, no obstante, representantes de Jehová; que estaban sujetos a poderes seculares y participaban en maniobras políticas que quedaban fuera de los límites de sus llamados sacerdotales; y que eran un símbolo o estandarte en torno al cual el pueblo se congregaba, ya fuera para adorar o para crucificar.
También es digno de mención que ejercían considerable influencia; que estaban excesivamente dotados con los bienes de este mundo; que recibieron sus cargos, en algunos casos, mediante crimen y sobornos; y que estaban sujetos a los mandatos y designios asesinos del Gran Sanedrín. Eran “sumos sacerdotes por investidura” y no “sumos sacerdotes por unción”, como lo habían sido sus antepasados; y aunque aún podían simular y portar el pectoral, el Urim y Tumim que Aarón y sus sucesores originales llevaban sobre el pecho había sido quitado hace mucho tiempo de sus manos impías; y con la pérdida de estos santos intérpretes, también había desaparecido, en gran medida, el espíritu de profecía y revelación.
Sin embargo, estos sumos sacerdotes aún poseían el Sacerdocio Aarónico; aún realizaban ritos sacrificiales con todas las similitudes y símbolos que siempre habían acompañado a estas ordenanzas sagradas; y aún dirigían la adoración apropiada en las grandes fiestas y hacían expiación por el pueblo en aquel único día del año en que entraban en el Lugar Santísimo y pronunciaban el Nombre Inefable diez veces.
En cuanto a los dos despreciables gobernantes sacerdotales que buscaron la sangre del Inocente y que se unieron a la conspiración que lo llevó a la cruz, Edersheim dice:
“San Lucas une significativamente, como la más alta autoridad religiosa del país, los nombres de Anás y Caifás. El primero había sido designado por Cirenio. Después de ocupar el Pontificado durante nueve años, fue depuesto y sucedido por otros, de los cuales el cuarto fue su yerno Caifás. El carácter de los sumos sacerdotes durante todo ese período es descrito en el Talmud en términos terribles. Y aunque no hay evidencia de que ‘la casa de Anás’ fuera culpable del mismo grado de indulgencia, violencia, lujo e incluso indecencia pública como algunos de sus sucesores, están incluidos en los ayes pronunciados contra los líderes corruptos del sacerdocio, a quienes el Santuario representa como expulsados de los recintos sagrados que su presencia contaminaba. Merece atención el pecado particular del que se acusa a la casa de Anás: el de ‘susurrar’—o sisear como víboras—lo cual parece referirse a la influencia privada sobre los jueces en su administración de justicia, por la cual ‘se corrompían las costumbres, se pervertía el juicio y la Shejiná se retiraba de Israel’.”
(Edersheim 1:263)
- Sacerdotes y Levitas
Sabemos que el Sacerdocio Aarónico en sí ha sido el mismo desde sus inicios hasta el presente, lo que significa que hoy tenemos lo que tuvo Juan el Bautista, y que él poseía lo que Aarón mismo tenía. Sabemos que en el Sacerdocio Aarónico hoy hay cuatro oficios: diácono, maestro, sacerdote y obispo. Pero no podemos determinar, a partir de los relatos del Antiguo y Nuevo Testamento, qué oficios existían en el sacerdocio menor en épocas anteriores. El sacerdocio en sí es poder y autoridad; los oficios dentro del sacerdocio son asignaciones para usar el sacerdocio con fines específicos. Cuando cambian los fines para los cuales se necesita y se usa el sacerdocio, bien puede suceder que los oficios en sí también cambien.
Desde los días de Aarón hasta la construcción del Templo de Salomón, por ejemplo, los levitas transportaban el tabernáculo de la congregación y tenían un cuidado especial del arca del convenio. Estas funciones ya no eran necesarias cuando la Casa del Señor se convirtió en una morada permanente en lugar de una portátil. Las funciones que una vez se asignaron a los levitas ya no eran necesarias, y bien puede ser que los oficios en su Orden Levítica del sacerdocio también hayan experimentado cambios.
En los días de Aarón, él y sus hijos eran sacerdotes. Aarón mismo—y su primogénito después de él, de generación en generación—era el sacerdote presidente: en esta capacidad llevaba la designación de sumo sacerdote, y servía como equivalente del obispo presidente. Los demás miembros de la tribu de Leví también poseían el Sacerdocio Aarónico, o como también se le llama, el Sacerdocio Levítico, pero no poseían el oficio de sacerdote. En los relatos de las Escrituras simplemente se les llama levitas. Los oficios que ocupaban no se mencionan por nombre, aunque se describen las funciones que se les asignaban. Estas funciones eran asistir a los hijos de Aarón en el transporte y cuidado del tabernáculo de la congregación y en diversas funciones en el templo. Sus servicios eran comparables a los de los diáconos y maestros de hoy en día.
Nuestros diáconos y maestros no pueden bautizar ni administrar la Santa Cena, y los levitas, aunque realizaban ciertos trabajos menores relacionados con los sacrificios, como preparar el altar y recoger la leña, no realizaban los sacrificios ellos mismos. Suponemos que no bautizaban y que esta ordenanza estaba reservada únicamente a los sacerdotes. Sabemos que hubo jueces en la antigüedad y que un obispo es un juez común en Israel, y por tanto concluimos que el oficio actual es comparable al antiguo.
Bajo el sistema mosaico, los levitas fueron esparcidos entre las demás tribus y no recibieron herencias territoriales como las distribuidas por sorteo a sus tribus hermanas. Todas las demás tribus pagaban diezmos a los levitas, y estos, a su vez, diezmaban sus diezmos para el sustento de los sacerdotes.
Dado que nuestros diáconos —que poseen el Sacerdocio Aarónico o Levítico, como se le llama— son designados para enseñar el evangelio, advertir, explicar y exhortar, e invitar a todos a venir a Cristo; dado que nuestros maestros deben velar siempre por la Iglesia, estar con los miembros y fortalecerlos; dado que deben velar para que no haya iniquidad en la Iglesia y para que todos los miembros cumplan con su deber; y dado que nuestros sacerdotes deben visitar los hogares de los miembros y exhortarlos a orar en voz alta y en secreto y a atender todos los deberes familiares, asumimos que sus contrapartes antiguas —de hecho, cabe poca duda al respecto— tenían responsabilidades similares. No es en absoluto una exageración decir que los sacerdotes y levitas eran una influencia santificadora y edificante para el pueblo en general, y que eran considerados siervos del Señor y tratados como tales.
En la época de Jesús, los sacerdotes y levitas —cuyo número era relativamente grande— administraban los servicios sacrificiales, realizaban diversos rituales en las fiestas, cuidaban el templo y se esperaba que fueran versados en la ley. Si no fuera por otra cosa, eran un testimonio y símbolo constante de que el sacerdocio del Señor estaba sobre la tierra y de que los hombres debían volver su corazón a Jehová en busca de fortaleza y guía.
Que no hayan dado esa guía que habría conducido al pueblo a creer en su verdadero Mesías cuando, como mortal, ministraba entre ellos, demuestra la profundidad a la que había caído la estructura social y religiosa judía, y justifica la afirmación de que su sacerdocio se había pervertido en sacerdocio falso. Los hijos de Leví de esa época se habían vuelto impuros. Pero en la providencia de Aquel a quien debían servir, la promesa es que en los últimos días Él los purificará nuevamente, para que una vez más puedan cumplir con los deberes asignados a ellos en el orden sacerdotal que proviene de Aarón.
- Escribas
“Al tratar de imaginarnos las escenas del Nuevo Testamento, la figura más prominente, aparte de la de los protagonistas principales, es la del escriba. Parece ubicuo; lo encontramos en Jerusalén, en Judea e incluso en Galilea. De hecho, es indispensable, no solo en Babilonia —que bien pudo haber sido la cuna de su orden— sino también entre la ‘diáspora’. En todas partes aparece como la voz y el representante del pueblo; se abre paso al frente, la multitud se aparta respetuosamente y cuelga con ansias de sus palabras, como las de una autoridad reconocida.
Ha sido solemnemente ordenado por la imposición de manos; y es el Rabí, ‘mi grande’, Maestro, amplitudo. Formula preguntas; presenta objeciones; espera explicaciones completas y comportamiento respetuoso. De hecho, su hiperingenio en el arte de preguntar se ha vuelto proverbial. No hay medida para su dignidad, ni límite para su importancia. Es el ‘doctor de la ley’, el ‘pozo bien revocado’, lleno de aguas de conocimiento ‘de las cuales no se escapa ni una gota’, en oposición a las ‘malas hierbas del suelo inculto’ de la ignorancia.
Es el aristócrata divino, entre la turba vulgar de rudos y profanos ‘gente del campo’, quienes ‘no conocen la Ley’ y están ‘malditos’. Más aún, su orden constituye la autoridad final en todas las cuestiones de fe y práctica; es ‘el Exégeta de las Leyes’, el ‘maestro de la Ley’ y, junto con ‘los principales sacerdotes’ y ‘ancianos’, un juez en los tribunales eclesiásticos, ya sea en la capital o en las provincias. Aunque generalmente aparece en compañía de ‘los fariseos’, no es necesariamente uno de ellos —pues los fariseos representan un partido religioso, mientras que él posee un estatus y ocupa un cargo.
En resumen, es el Talmid o estudiante erudito, el Jajam o sabio, cuyo honor será grande en el mundo venidero. Cada escriba valía más que toda la gente común, quienes, por tanto, debían rendirle todo honor. Es más, eran honrados por el mismo Dios, y sus alabanzas eran proclamadas por los ángeles; y en el cielo también, cada uno de ellos tendría el mismo rango y distinción que en la tierra. Tal era el respeto que debía tributarse a sus palabras, que se les debía creer absolutamente, incluso si declaraban que lo que estaba a la derecha, estaba a la izquierda, o viceversa.” (Edersheim 1:93–94)
La guía divina de Israel como nación comenzó con Moisés, el hombre de Dios. Él hablaba y se determinaba el asunto. Su voz era la voz de Jehová. Después hubo jueces y profetas que tenían escribas para registrar sus palabras y dejar memoria de sus hechos, pero siempre la palabra divina estaba disponible para quien la pidiera, y la mente del Señor era revelada a quien la buscara.
En los días posteriores al exilio, la palabra profética comenzó a disminuir, y la posición del escriba, como aquel en cuyas manos se hallaba la palabra divina, creció en importancia. Esdras fue tanto profeta como escriba. Después de él, y mediante un proceso evolutivo, a medida que las expresiones inspiradas se hicieron menos frecuentes, la comprensión e interpretación de los dichos proféticos del pasado se volvió más importante, y la posición de los escribas adquirió un nuevo significado, hasta que finalmente su influencia superó a todas las demás en la formación del pensamiento y la práctica religiosa.
Este mismo curso —pues Lucifer no tiene ideas nuevas, sino que simplemente aplica lo que ya sabe a situaciones nuevas— se ha seguido en la cristiandad apóstata. Cuando ya no hubo apóstoles ni hombres inspirados para dar el mensaje y la palabra del Señor a los hombres vivientes, el mundo recurrió a los intérpretes: a los eruditos, doctores en divinidad, teólogos, y profesores de religión, para exponer lo que pensaban o imaginaban que significaba la palabra divina de épocas pasadas.
En la apertura de nuestra dispensación, el Señor, después de declarar que los credos de la cristiandad eran “una abominación ante su vista” (y esos credos eran, por así decirlo, las interpretaciones y conclusiones de los escribas), dijo que “esos profesores” (es decir, todos aquellos que, como los escribas, habían pervertido la verdad por medio de sus interpretaciones y enseñanzas, haciéndola ineficaz) “eran todos corruptos”. Luego añadió, parafraseando a Isaías: “Con sus labios me honran, pero su corazón está lejos de mí; enseñan como doctrinas mandamientos de hombres, teniendo apariencia de piedad, pero negando la eficacia de ella.” (JS–H 1:19)
Esta misma acusación —¿podemos decir maldición? sí, porque lo es— fue la que el Señor Jesús lanzó contra los “escribas y fariseos” de su época, citando también el mismo pasaje raíz de Isaías. (Mateo 15:1–9; Marcos 7:1–9; Isaías 29:13)
Para el tiempo de Jesús, los escribas judíos, exaltados y reverenciados por el pueblo, se habían convertido en los principales creadores y sostenedores del sacerdocio falso; habían llegado a ser inventores de doctrinas que toleraban y sostenían la iniquidad—y debe recordarse que, según la palabra profética, fue “por causa de los sacerdocios falsos y las iniquidades” que nuestro Señor fue “crucificado” (2 Nefi 10:5).
Los escribas se habían convertido en enemigos de Cristo. Ellos fueron los que añadieron a la ley de Moisés aquellas minuciosas prácticas y perversiones que hacían que la ley perdiera su efecto. Eran ellos los aprobados para explicar y enseñar la ley y tomar decisiones conforme a ella. Existía una tradición según la cual solo ellos comprendían la totalidad de la ley, y sus palabras llegaron a tener más impacto e importancia que la propia ley. Es como si ellos fueran la ley. Se les requería memorizar la ley oral, y dedicaban su tiempo a enseñar a otros y a disputar entre sí. Eran, en efecto, ministros falsos, maestros falsos y profetas falsos, lo cual da gran significado al comentario de las Escrituras de que Jesús “enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.” (Mateo 7:29)
Ningún grupo tuvo mayor influencia sobre el pueblo que ellos. Casi todos los jueces provenían de sus filas; constituían casi todo el cuerpo docente de la nación, y estaban bien representados en el Sanedrín. Ningún sacerdote podía alcanzar una posición de prominencia e influencia si no era también escriba. Ellos son los mencionados como los doctores de la ley y maestros de la ley. En los tiempos del Nuevo Testamento, los términos doctor de la ley y escriba eran sinónimos. La mayoría de los escribas también eran fariseos, pero como grupo eran distintos de estos.
De ellos dijo Jesús: “Todas sus obras hacen para ser vistos por los hombres: ensanchan sus filacterias y alargan los flecos de sus mantos, y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y los saludos en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí.”
Ellos son aquellos sobre quienes Jesús pronunció tal vez los más severos ayes que jamás haya expresado, incluyendo esta fulminante declaración: “¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mateo 23)
Eran una clase que podía haber sido una bendición para el pueblo, pues tenían el privilegio de ser maestros; pero, en realidad, se convirtieron en una maldición, porque no enseñaban la verdad.
“Y todos los que predican falsas doctrinas,… y pervierten el camino recto del Señor, ¡ay, ay, ay de ellos! dice el Señor Dios Todopoderoso, porque serán lanzados al infierno.” (2 Nefi 28:15)
- Rabinos
El consejo de Jesús a sus discípulos de que no debían ser llamados Rabí —”porque uno es vuestro Maestro, el Cristo; y todos vosotros sois hermanos” (Mateo 23:8)— fue, en sí mismo, una condenación tanto de la adulación falsa dirigida a los maestros no inspirados de la época como una denuncia del rabinismo en sí, es decir, del gran cúmulo de absurdos teológicos que habían surgido mediante las interpretaciones tergiversadas de aquellos que eran considerados como luces para el pueblo.
Según sea necesario, y conforme abordemos las diversas aberraciones de la teología judía, veremos las repulsivas absurdidades impuestas por el rabinismo a una religión que en otro tiempo contó con la aprobación divina. Por ahora, basta con señalar que en la época de Jesús todos los escribas eran considerados rabinos, ya que el título era simplemente uno de respeto que los judíos otorgaban a todos sus doctores y maestros. Pero el título no estaba limitado a esos autoerigidos poseedores de toda sabiduría. Cristo y Juan el Bautista, por ejemplo, fueron ambos llamados con títulos rabínicos por personas respetuosas.
Se usaban diferentes grados de honor al emplear el término Rab, que significa maestro; Rabí, mi maestro; y Raboni, mi señor y maestro, siendo este último y más exaltado de todos los títulos el que utilizó María fuera del sepulcro abierto al inclinarse ante el Maestro resucitado.
Para nuestros propósitos actuales basta con tener presente que todo lo dicho sobre los escribas se aplica en parte a los rabinos, y que este último grupo debe cargar con gran parte de la responsabilidad por haber creado el clima y preparado el camino para la crucifixión de un Dios.
¡Qué responsabilidad tan sobrecogedora asume quien decide enseñar falsa doctrina!
- Fariseos, Saduceos, Esenios y Nazareos
Todos estos, en efecto, eran sectas o partidos político-religiosos. Teóricamente, sus fundamentos eran religiosos y sus diferencias doctrinales; en la práctica, también eran políticos, sociales y culturales. Surgieron en contextos históricos pos-exílicos de angustia y opresión política, y cada uno de ellos ejercía una influencia fermentadora y, a veces, controladora en el Israel judío.
Los fariseos, que en la época de Jesús contaban con apenas entre seis mil y siete mil miembros, tenían sin duda la mayor influencia sobre el pensamiento y la práctica judíos. La mayoría del pueblo común creía como ellos y seguía en cierta medida sus prácticas. Entre sus filas se encontraban los escribas, cuya misión autoimpuesta era tentar, reprender y ridiculizar al Hijo de Dios; y su doctrina era el rabinismo, ese laberinto de absurdos judíos que convertía la verdad viva en letra muerta e imponía tales cargas sobre los hombres que solo fanáticos engañados podían llevarlas en su totalidad.
Pablo era fariseo; también lo eran Gamaliel, Nicodemo y el arimateo llamado José, en cuyo sepulcro fue colocado nuestro Señor.
Hasta donde podemos determinar —basados en aquellas conjeturas educadas que los historiadores gustan de llamar “hechos históricos”— los fariseos eran aquellos que continuaron la obra de Esdras en recopilar, memorizar e interpretar la ley y todos los mandamientos registrados en ella. Aparentemente comenzaron como un grupo distinto con influencia política bajo el nombre de jasideos en los días del sumo sacerdote Onías III, quien fue depuesto por Antíoco Epífanes en el siglo II a.C.
Su nombre significa “los leales a Dios”, y tradicionalmente se les conocía como “los separados”. Bajo el gobierno de Juan Hircano (134–104 a.C.), obtuvieron un gran poder político, y desde entonces mantuvieron una posición dominante en el Sanedrín. Esto también era cierto en los días en que ese cuerpo condenó a nuestro Señor.
Nuestro interés especial en los fariseos se centra en lo que ellos creían, enseñaban y practicaban en aquella época en que el Señor Jesús tuvo una confrontación tras otra con ellos. Tener conocimiento de sus opiniones y prácticas en aquel tiempo, cuando nuestro Señor estaba restaurando nuevamente el evangelio, es casi esencial para entender el cristianismo que entonces surgía.
En esa época, su interés ya no era —como lo había sido antes— guardar o interpretar la ley de Moisés, en el verdadero sentido de la palabra. Más bien, habían creado una nueva ley, una ley oral —la porción del Talmud llamada la Mishna, o “segunda ley”—; una ley fundada en la tradición en vez de la revelación, una ley que ellos estimaban de mayor valor que la Torá, o ley de Moisés, propiamente dicha.
Un compendio de tradiciones judías y de los ritualismos de la ley, la Mishna estaba compuesta por minucias formalistas: por la necesidad de lavarse antes de comer pan; por el requerimiento de bañarse después de ir al mercado; y por la práctica de lavar copas, ollas y vasijas de bronce. Incluía el ayuno dos veces por semana (los lunes y jueves) entre la semana pascual y Pentecostés, y entre la Fiesta de los Tabernáculos y la Dedicación del Templo.
Su observancia de la ley del diezmo era escrupulosa más allá de lo creíble, llegando incluso a rechazar comprar alimentos de personas que no fueran fariseas o a negarse a comer en sus casas, no fuera que esos alimentos no hubieran sido diezmados; y así sucesivamente. Y de estas creencias y prácticas creció entre ellos un sentimiento de orgullosa justicia propia, que entorpeció su espíritu y cerró sus mentes a las verdades que Jesús les ofrecía.
Teológicamente hablando, los fariseos creían en la unidad y santidad de Dios, en la elección de Israel, en la vida después de la muerte, en la resurrección de los muertos, en el ministerio de los ángeles, y algunos de ellos creían incluso en la continuidad de la unidad familiar en la eternidad. Eran defensores extremos de la doctrina de la observancia del día de reposo, doctrina a la que habían añadido treinta y nueve categorías principales de actos prohibidos en ese día. Sin embargo, la mayoría de su énfasis religioso estaba en principios éticos más que en conceptos doctrinales.
No era fácil ser fariseo, pero quizá esa dificultad era parte del atractivo que los fariseos ofrecían a un pueblo que creía que la vida nunca se había destinado a ser fácil. En cualquier caso, ejercieron el mayor poder religioso de cualquier grupo en los días de nuestro Señor.
Los saduceos, menos numerosos que sus oponentes fariseos, contaban con apenas cuatro mil seguidores en la época en que Jesús caminaba entre los hombres. Pero eran la aristocracia de la nación: los sacerdotes y gobernantes, los ricos e influyentes, los aliados de Herodes y los amigos del César.
La leyenda judía sitúa su origen en Sadoc (Zadok), cuya familia ministraba en el altar en la casa del Señor; y entre ellos se hallaba el sumo sacerdote presidiendo, el único que, entre todos sus parientes sacerdotales, entraba anualmente a comulgar con el Altísimo en el lugar santísimo.
Después de que Ciro abriera la prisión que era Babilonia y enviara a Zorobabel y a otros de regreso a la antaño Ciudad Santa para edificar de nuevo la casa de Jehová, el remanente de Sadoc ocupó el lugar principal entre las familias sacerdotales, ministrando nuevamente, como era su derecho por linaje, en los sagrados sacrificios.
Se convirtieron en una organización político-religiosa reaccionaria, como parte de un movimiento insurgente contra el partido macabeo en el siglo II a.C. En su sangre, en la época de Juan y de Jesús y de sus colegas apostólicos, fluía la sangre judía más pura de la nación.
El enfoque principal de su no muy popular partido era la oposición a los fariseos y a la ley oral con todas sus formalidades ritualistas. Para ellos, el templo —no las sinagogas, que estaban dominadas por los fariseos, los rabinos y los escribas— era el centro de un sistema religioso cuyo verdadero significado ya no comprendían.
Satisfechos con la vida tal como era entonces, tenían poco interés en la venida de un Libertador Mesiánico, aunque los sacrificios saduceos que ofrecían sobre el gran altar eran una similitud del sacrificio expiatorio prometido. Cuando Tito incendió el templo en el año 70 d.C., arrancando piedra por piedra de los antiguos cimientos, los saduceos murieron como partido; y desde entonces el judaísmo se centró en la sinagoga y no en el templo.
“Pero esta aristocracia sacerdotal no era en modo alguno la más celosa del santuario del que derivaban sus honores y riquezas. Incluso habían intentado convertir partes del templo en una suntuosa mansión familiar. Habían coqueteado y degradado sus oficios para ganar el favor de los Ptolomeos y de los reyes sirios; se habían contenido, con una actitud medio griega e irreligiosa, de participar con vigor en la gloriosa lucha macabea, y ahora [en los días de Jesús] se sometían servilmente a los procuradores paganos, o colaboraban con un rey medio pagano, para preservar sus honores y privilegios adquiridos.
Para agradar a Herodes, habían admitido a Simón Boeto, el alejandrino, padre de la joven esposa del rey, al sumo sacerdocio, del cual había sido expulsado un judío estricto, Jesús hijo de Fabi, para hacerle lugar. Incluso mostraban sumisión y lealtad franca y entusiasta a Roma.
La nación, con sus líderes religiosos escogidos, los fariseos —representantes de los “santos” que habían vencido en la gran guerra por la independencia religiosa— nunca olvidó la cobardía y traición de la nobleza sacerdotal en aquella magnífica lucha. Su linaje podía asegurar a sus miembros la posesión hereditaria de los altos cargos de la Iglesia, y tal vez aún quedara cierto encanto en sus nombres históricos; pero eran vistos con desconfianza y desagrado manifiestos por la nación y los fariseos por igual, y debían hacer muchas concesiones a las normas fariseas para protegerse de la violencia real.
Los jefes estrictos y fanáticos de la sinagoga y líderes del pueblo, y la aristocracia fría y refinada del templo, estaban así en profunda oposición, lo que aumentaba aún más el rechazo hacia los sueños del partido rabínico o fariseo de una teocracia restaurada, que solo podría realizarse mediante la organización existente del sacerdocio, sobre la cual los indiferentes saduceos ejercían el control.” (Geikie, pp. 538–539)
Desde el punto de vista teológico, los saduceos encontraban poco que les agradara en las creencias de las masas inclinadas hacia los fariseos. Por extraño que parezca entre un pueblo que alababa a Jehová con sus labios y que tenía su ley escrita en rollos de papiro que estaban disponibles por todas partes para el estudio y el análisis académico, los saduceos no creían en la resurrección. Negaban la realidad de un estado futuro en el que se distribuyeran recompensas y castigos según las obras buenas o malas realizadas por los hombres mortales.
Se burlaban de los conceptos fariseos sobre la inmortalidad del alma, y no creían ni en la preexistencia, ni en el ministerio de ángeles, ni en la existencia de espíritus. No creían en la preordenación ni en que la Providencia Divina gobernara en la vida de los hombres, aunque sí enfatizaban el hecho de que los hombres tenían libertad de elección entre el bien y el mal, y concluían que todo lo que sucedía en la vida era el resultado directo del ejercicio de ese albedrío.
Pero en ningún punto fue más marcada la diferencia entre fariseos y saduceos que en el contraste entre la esperanza mesiánica farisea y el rechazo sadúceo —o al menos la indiferencia— hacia ese concepto nacionalista.
“Los fariseos, como representantes hereditarios de los puritanos que habían liberado a la nación en la gran lucha contra Siria, esperaban con un anhelo conmovedor aunque fanático la realización de las profecías de Daniel, que, según su interpretación, prometían que Israel, bajo el Mesías —y con él, ellos mismos— sería elevado ‘al dominio, y la gloria, y un reino: que todos los pueblos, naciones y lenguas le servirían, y que su reino sería eterno’.
Creían que ese triunfo nacional se inauguraría tan pronto como Israel, por su parte, cumpliera en su totalidad los requisitos de las leyes ceremoniales, tal como eran explicadas en sus tradiciones. Era una cuestión de pacto formal, en el que estaban involucradas la verdad y la justicia —es decir, la rectitud— de Jehová…”
“A este sueño del futuro, los saduceos oponían una indiferencia apática y desdeñosa. Disfrutando de los honores y los bienes del mundo, no tenían gusto por una revolución que introdujera —no sabían qué— en lugar de un estado de cosas con el cual estaban perfectamente satisfechos. Sus padres nunca habían tenido tales ideas, y los hijos se burlaban de ellas.
No solo ridiculizaban la idea farisea de la justicia, asociada a una vida de observancia minuciosa e interminable, sino que se aferraban a la Ley de Moisés y se burlaban de la esperanza mesiánica de la cual había brotado el fervor de sus rivales…”
“La nación apoyaba celosamente a los fariseos. El espíritu de la época estaba en contra de los saduceos. A la multitud no le agradaba oír que aquello que los macabeos habían defendido con su sangre no era canónico. Aceptaban de buen grado el pesado yugo de los rabinos fariseos, pues, mientras más pesadas fueran las obligaciones requeridas, mayor sería la recompensa futura por cumplirlas. Los fariseos, además, eran parte del pueblo, se mezclaban habitualmente con ellos como guías espirituales y eran ejemplo de obediencia exacta a sus propios preceptos. Sus sueños mesiánicos eran de gloria nacional, y así la multitud veía en ellos a los representantes de sus propias aspiraciones más queridas.
Los saduceos —aislados, altivos, duros y carentes de sentido nacional— eran odiados; sus rivales eran honrados y seguidos. Los excesos y la hipocresía de algunos podían ser motivo de burla, pero eran los líderes populares aceptados.
“De hecho, aparte de toda otra consideración, el hecho de que los saduceos apoyaran con entusiasmo a cada gobierno sucesivo, bastaba para poner al pueblo en su contra. En cambio, los fariseos compartían y fomentaban la aborrecible aversión patriótica y religiosa contra la supremacía romana, y eran enemigos jurados de la odiada familia herodiana. El resultado fue que, en palabras de Josefo: ‘los fariseos tenían tal influencia sobre el pueblo que no se podía hacer nada en relación con el culto divino, oraciones o sacrificios, salvo según sus deseos y normas, porque la comunidad creía que ellos buscaban los fines más elevados y dignos tanto en palabra como en obra’.
Los saduceos eran pocos en número; y aunque pertenecían a las clases más altas, tenían tan poca influencia que, cuando eran elegidos para un cargo, “se veían obligados a cumplir con los rituales fariseos por temor al pueblo.” (Geikie, pp. 541–542)
Si los fariseos eran una “generación de víboras” que no podía “escapar de la condenación del infierno” (Mateo 23:33), como dijo Jesús (y así era); y si los saduceos usaron su influencia política para provocar la crucifixión de nuestro Señor, condenándose así a las mismas profundidades de condenación (y así fue); ambos compartían una compañía cuya desviación de la verdad y prácticas apóstatas igualaban o incluso superaban a las de estas dos sectas más influyentes.
Nos referimos a los esenios. En número —unos cuatro mil en los días de Jesús—, eran tan numerosos como los saduceos. Sin embargo, su influencia entre el pueblo era escasa, y ni siquiera se les menciona por nombre en el Nuevo Testamento. Era hacia los fariseos que las masas se volvían en busca de guía religiosa, y era ante los saduceos que el pueblo se inclinaba en lo relacionado con el sistema sacrificial y con las relaciones con los césares y los herodianos.
Los esenios agrupaban en su seno a los fanáticos más extremos de la nación. Muchos de ellos vivían en colonias apartadas de sus compatriotas judíos, compartían la propiedad de manera comunal, comían en una mesa común y vivían un tipo de vida agraria rigurosa, llena de ceremonialismo. Algunos eran célibes, “los precursores de los monjes cristianos”, según Geikie.
Su doctrina estaba tan alejada de la realidad como lo están las de los sectarismos más excéntricos de la cristiandad. Su objetivo en la vida era guardar la ley de Moisés, la cual estudiaban día y noche, todos los días.
“Blasfemar el nombre de Moisés era el crimen más grave, castigado con la muerte, y abandonar sus libros era una traición que ningún esenio cometería, ni siquiera bajo las agonías de la tortura o la muerte.”
Los Rollos del Mar Muerto, descubiertos en tiempos relativamente modernos, fueron aparentemente preservados por colonias antiguas de estos super-separatistas del judaísmo corriente.
Tenían sus propias sinagogas, eran pacifistas, no comían carne animal (ya que la ley decía “No matarás”), se bañaban completamente antes de cada comida, y hacían terribles votos de secreto para ocultar sus doctrinas y “los nombres secretos de los ángeles, que eran conocidos por la hermandad, y que otorgaban poder, al pronunciarlos, para atraer a estos terribles seres desde el cielo.”
“Eran predestinacionistas estrictos, creyendo que todas las cosas, tanto en el curso de la naturaleza como en la vida del hombre, estaban fijadas por el destino. Cuando no hay libertad moral, resulta inútil predicar o enseñar, y por tanto, no hacían ni lo uno ni lo otro.” No obstante, profesaban tener el don de profecía, y eran convocados de vez en cuando por los Herodes y otros para interpretar sueños y dar significado a diversas supersticiones.
“Los esenios entraban en contacto con el pueblo”, dice Geikie, “como sanadores, profetas, intérpretes de sueños y exorcistas, no como maestros ni predicadores.” (Geikie, pp. 252–257.) Aparentemente, no estaban muy lejos de los hechiceros, astrólogos y magos de las antiguas cortes de Babilonia y Egipto.
Los historiadores han tendido a atribuir a los esenios una influencia y estatus totalmente desproporcionados respecto al que realmente tuvieron. Puesto que en sus escritos aparecen algunos principios morales y éticos elevados, se les ha referido como precursores del cristianismo que habría de venir. En este sentido, ha causado cierta consternación intelectual en algunos sectores el descubrir en los documentos de los esenios algunos de los mismos conceptos que Jesús enseñó en sus doctrinas, lo que simplemente significa que las verdades del evangelio han sido reveladas en dispensaciones pasadas y conservadas, aunque en forma distorsionada, por quienes se han apartado de la verdad plena.
Desde al menos los días de Moisés, tanto hombres como mujeres en Israel tenían el privilegio de hacer votos para apartarse y servir al Señor de manera especial durante un tiempo determinado. Tales personas, mientras estaban sujetas a sus votos, eran llamadas nazareos.
Frecuentemente, el período de penitencia, meditación, adoración y devoción era de treinta días. En el caso de Sansón, fue de por vida, y algunos consideran que Juan el Bautista tuvo la misma obligación de por vida. Según se establece en Números 6:1–21, quienes se apartaban así para el Señor, sin importar la duración del período, debían abstenerse del vino y de bebidas fuertes, así como de uvas o cualquier producto de la vid. Debían dejar crecer su cabello y evitar toda impureza levítica.
Al final del período de separación, se afeitaban la cabeza y ofrecían ofrendas quemadas, ofrendas por el pecado, ofrendas de paz, y ofrendas de alimento y bebida, con todas sus formalidades respectivas.
Incluso Pablo, como gesto de conciliación hacia los judíos-cristianos parcialmente convertidos en Jerusalén —y después de que la ley de Moisés, incluyendo la ley del sacrificio y la ley del nazareato, habían sido abolidas— participó en estos votos y en las ofrendas asociadas a ellos. (Hechos 21:23–26)
En los días de Jesús, antes de que Él cumpliera la ley de Moisés y pusiera fin a la ofrenda de sacrificios, los nazareos estaban presentes en sus congregaciones y ejerciendo una influencia positiva entre el pueblo. Sus votos eran cuestiones personales, y su adoración era un intento personal de acercarse al Señor, a diferencia de la hermandad ascética hallada en el falso culto de los esenios.
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Capítulo 15
Las Escrituras Judías en los días De Jesús
Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí. (Juan 5:39)
Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras. (Lucas 24:44–45)
Las Escrituras guían al hombre a la salvación
Tenemos en las Sagradas Escrituras —esas declaraciones inspiradas y canonizadas de los santos profetas; esos fragmentos enviados del cielo que provienen de los registros de la eternidad; esas palabras y frases pronunciadas por el poder del Espíritu Santo— tenemos en estos escritos sagrados el plan y el modelo, las leyes y los requisitos, las narraciones del evangelio, que nos guiarán a la vida eterna en el reino de nuestro Padre. Señalan el curso que debemos seguir para obtener paz en esta vida y gloria y honor en la vida venidera.
No somos salvados por las Escrituras en sí mismas. Desde el principio, el plan de salvación fue “declarado por santos ángeles enviados de la presencia de Dios, por su propia voz, y por el don del Espíritu Santo.” (Moisés 5:58.) Las leyes y verdades así declaradas fueron registradas, y tales de ellas como ahora poseemos son llamadas las Sagradas Escrituras. Ellas nos dicen cómo todos los hombres —no solo los antiguos— pueden oír la voz de Dios, recibir mensajeros angélicos y disfrutar del derramamiento del Espíritu Santo. Las Sagradas Escrituras han sido dadas para guiar a los hombres a ese estado de iluminación espiritual y perfección alcanzado por aquellos antiguos que lograron su salvación.
“El conocimiento que dan las Sagradas Escrituras,” le dijo Pablo a su amado Timoteo, “te puede hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús.” Las Escrituras abren la puerta: marcan el camino que debemos seguir; identifican la senda estrecha y angosta; testifican de Cristo y sus leyes; fomentan la fe; su valor no puede ser sobrestimado. Pero una vez que el camino ha sido revelado, los hombres deben andarlo para obtener la recompensa eterna deseada. Así, “Toda la Escritura,” continúa Pablo, “es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.”
(2 Timoteo 3:15–17)
La ley del Señor es perfecta,
Que convierte el alma;
El testimonio del Señor es fiel,
Que hace sabio al sencillo.
Los mandamientos del Señor son rectos,
Que alegran el corazón;
El precepto del Señor es puro,
Que alumbra los ojos.
El temor del Señor es limpio,
Que permanece para siempre;
Los juicios del Señor son verdad,
Todos justos.
Deseables son más que el oro,
Y más que mucho oro fino;
Y dulces más que la miel,
Y que la que destila del panal.
Además, tu siervo es amonestado con ellos;
En guardarlos hay gran recompensa.
—Salmo 19:7–11
En el sentido más pleno y completo, toda palabra hablada por el poder del Espíritu Santo es escritura. Es “la voluntad del Señor… la mente del Señor,… la palabra del Señor… la voz del Señor, y el poder de Dios para salvación.” (Doctrina y Convenios 68:4.) No podría ser de otro modo, pues el Espíritu Santo es Dios, es uno con el Padre y el Hijo, y es su testigo y revelador. Sus palabras son las palabras de ellos, ya sea que las pronuncie personalmente o que impresione los pensamientos en la mente de los hombres para que estos encuentren expresión en lenguas mortales.
Pero las Escrituras de las que ahora hablamos consisten en aquellas declaraciones inspiradas de hombres santos que han sido preservadas para la guía de todos los hombres y que reciben aceptación general por parte del pueblo fiel. Este depósito canónico de escritos revelados varía en tamaño y extensión de una época a otra y entre un pueblo y otro. Una nación, en una determinada era, posee una pequeña biblioteca de escritos sagrados; otra, en un día más bendecido, tiene muchos estantes colmados de lo que el Señor ha dicho a muchos profetas. Como regla general, las partes más sagradas de las Escrituras, como la porción sellada del Libro de Mormón, se retienen de aquellos de menor estatura espiritual. Y muchas veces lo que está disponible ha sido empañado por la negligencia, la incredulidad o la rebelión desafiante de quienes han tenido en custodia los registros sagrados en determinado momento, como lo demuestra la ausencia de las partes claras y preciosas del Génesis en las Biblias modernas, que han sido restauradas por revelación en la Perla de Gran Precio.
Además, está el asunto práctico de la interpretación y de la necesidad de equiparar y comparar la palabra escrita con el flujo continuo de declaraciones orales que, por haber sido pronunciadas por voces inspiradas desde lo alto, también son Escritura. Los principios revelados en un día deben aplicarse a nuevas situaciones en otro tiempo; las antiguas Escrituras deben revivir en la vida de aquellos en cuyas manos recaen; alguien debe explicar qué significa hoy la palabra de Dios revelada en la antigüedad.
Se requiere un hombre inspirado para comprender e interpretar una declaración inspirada. Solo un profeta puede captar el verdadero y pleno significado de las palabras proféticas. Cualquier persona con una mente normal puede captar parte del significado intencionado de las Escrituras, pero nadie puede sondear sus profundidades a menos que sea iluminado por el mismo poder que dio esas verdades reveladas en primer lugar. Por eso, “ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada”, como dijo Pedro. ¿Por qué? Porque “la profecía no vino en los tiempos antiguos por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”. (2 Pedro 1:20–21). De igual modo, solo los santos hombres de Dios, movidos por el Espíritu Santo, pueden hacer declaraciones autorizadas y completas sobre el significado y la aplicación de la verdad revelada.
Y allí radica el problema. Las Escrituras que estaban disponibles para nuestros hermanos judíos en la época de nuestro Señor estaban completamente sepultadas bajo las interpretaciones privadas de los rabinos.
Los hombres inspirados eran pocos y muy distantes entre sí en aquellos días. La gente no acudía a profetas vivientes para que les explicaran lo que los profetas muertos querían decir con sus palabras proféticas. Era una época en la que la escuela de Hillel debatía con la escuela de Shammai, y ninguna de ellas se acercaba siquiera a la verdad. Cuando nuestro Señor y sus asociados vinieron, hablando con autoridad “y no como los escribas” (Mateo 7:29), fue más que una sorpresa: fue el hacha de la verdad revelada y de la interpretación inspirada cortando las vides de la tradición que enmarañaban el viñedo del aprendizaje escritural.
Escrituras Judías Antiguas
Cuando Jesús dijo: “Escudriñad las Escrituras” (Juan 5:39); cuando “las voces de los profetas” (Hechos 13:27) fueron escuchadas, por así decirlo, y los escritos de Moisés eran “leídos en las sinagogas cada día de reposo” (Hechos 15:21); cuando Pablo habló de “las sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación” (2 Timoteo 3:15), ¿a qué libros de los Escritos Sagrados se referían?
Adán y su posteridad llevaron un libro de memorias en el que se registraban cosas sagradas. Set, Enós, Cainán, Mahalaleel, Jared, Enoc, Matusalén, Lamec y Noé, y todos los hombres santos que vivieron antes del diluvio escribieron lo que el Señor dijo a cada uno de ellos. Sem y Melquisedec, Abraham y sus descendientes, y los poderosos de la antigüedad —quienes vieron a Dios, oyeron su voz, recibieron a sus mensajeros, vieron detrás del velo y conocieron los misterios del reino por revelación— todos estos fueron orgullosos poseedores de escritos autorizados que hace mucho se han perdido entre los hijos de los hombres. A su debido tiempo, como parte de la restauración de todas las cosas —la cual, como promete Pedro, incluirá todo aquello “que Dios habló por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21)— recibiremos nuevamente el Libro de Enoc, el Libro de José, el resto del Libro de Abraham, además de volúmenes incontables y desconocidos. Ninguna verdad revelada, ninguna escritura sagrada, ninguna revelación registrada se pierde de forma permanente: lo que Dios ha dicho a una persona, lo dirá a otra, y lo que se conoció en una época volverá a salir a la luz. Cuanta más verdad pueda dar un Dios misericordioso a su pueblo, más le agrada a Él y más lo disfrutan ellos.
Pero los judíos en los días de Jesús, al igual que los sectarios en nuestros días, fueron privados de la bendición de tener la plenitud de la verdad revelada para leerla en sus hogares y predicarla en sus sinagogas. Tenían lo suficiente para enseñarles acerca de su Mesías y para dirigir sus pasos por el camino que lleva a mayor luz y revelación adicional, pero la inspiración que descendía del cielo ya no llenaba los depósitos de la revelación como lo había hecho en tiempos de sus padres. Tenían el Antiguo Testamento, probablemente una versión más extensa que la que se encuentra en nuestras versiones modernas, pero ciertamente solo una fracción de lo que debería haberse compilado en sus páginas.
Tenemos toda razón para creer que los relatos completos y puros que narran la revelación del evangelio a Adán y a Noé, de su bautismo y del sacerdocio que poseían, y del trato prolongado del Señor con ellos —relatos que han sido revelados nuevamente por medio de José Smith— no existían entre los judíos en los días de Jesús. Al menos, no hay ninguna indicación en las enseñanzas de Jesús ni en los escritos del Nuevo Testamento de que ese conocimiento contenido en los relatos originales estuviera disponible para el pueblo. Sin embargo, parece claro que el libro de Génesis, tal como ellos lo tenían, contenía más de lo que posee el mismo registro en la versión de la Biblia del Rey Santiago (King James). Por ejemplo, Jesús, al enseñar que Él, como Jehová, existía “antes que Abraham”, dijo: “Abraham, vuestro padre, se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Juan 8:56–58), visión antigua de la cual no hay ningún registro en Génesis. Que Abraham efectivamente tuvo tal visión fue revelado a José Smith, quien incluyó el relato en la Versión Inspirada. Fue práctica constante de Jesús, al citar las Escrituras, tomar sus palabras de aquellos relatos que sus oyentes conocían o debían conocer. Debemos suponer que siguió ese mismo curso en este caso.
Una razón aún más concluyente para creer que el Génesis judío superaba al Génesis cristiano se encuentra en los escritos de Pablo. Él citó y parafraseó varias Escrituras, y se refirió a ciertos hechos históricos que no se encuentran en la Biblia de la cristiandad, pero cuyos textos originales han sido restaurados por el gran profeta de los últimos días. El ejemplo más claro de ello es su referencia en Hebreos a los antiguos héroes “que por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros” (Hebreos 11:33–34). Este lenguaje es, por supuesto, una paráfrasis, una cita y un resumen de lo que Génesis contenía en relación con Melquisedec, lo cual deja perfectamente claro que el material sobre Melquisedec aún se encontraba en Génesis cuando Pablo escribió a sus hermanos hebreos.
Las afirmaciones de Pablo acerca de que “Dios” predicó “el evangelio de antemano a Abraham” (Gálatas 3:8) y sus explicaciones sobre cómo y de qué manera Moisés fue el mediador del antiguo convenio también muestran un trasfondo bíblico más amplio del que está disponible para los escritores modernos. Parece, por tanto, que aunque los judíos no tenían un libro de Génesis completo y perfecto, sí poseían uno mejor y más exacto que el que tiene la cristiandad moderna.
Hasta donde sabemos, los demás escritos proféticos y los Salmos que poseían los judíos en la meridiana dispensación del tiempo eran, en esencia, los mismos que tenemos ahora, aunque, una vez más, lo que actualmente se conserva es mucho menos de lo que una vez existió. Los hebreos del continente americano hallaron en las planchas de bronce de Labán dichos y escritos de José —quien fue vendido a Egipto—, de Moisés e Isaías, de Zenós, Zenoc y Neum, y posiblemente de Abraham, y quizá de muchos profetas sin nombre, ninguno de los cuales parece haber sido preservado tras el exilio babilónico hasta la época de nuestro Señor.
Al menos no hay alusiones ni indicios en los relatos del Nuevo Testamento ni en los escritos de historiadores contemporáneos que indiquen que los judíos de entonces tuvieran esas preciosas joyas de verdad celestial, las cuales habrían sido suyas si hubiesen estado en completa armonía con la voluntad divina.
El Antiguo Testamento en los días de Jesús
Hemos llegado a llamar a las Escrituras judías el Antiguo Testamento, suponiendo erróneamente —como muchos lo han hecho— que se trata de un registro de los tratos de la Deidad con un pueblo sujeto a un antiguo testamento, un antiguo convenio, una ley menor, que antecedía y era inferior a la que el cristianismo revelado por el Hijo de Dios traería. Se supone que el Nuevo Testamento contiene los relatos relacionados con el nuevo convenio, el cual reemplazó, cumplió y, en cierto grado al menos, abolió lo que le precedía.
En realidad, ambos testamentos o convenios tratan de los principios y verdades eternas que constituyen el evangelio eterno, el evangelio de la salvación, que es a la vez un convenio antiguo, presente, nuevo y futuro: es el convenio nuevo y eterno. Más de un tercio del período cubierto por el Antiguo Testamento fue un tiempo en el que la ley menor fue “añadida” a los principios más elevados de la religión revelada. Muchos de los antiguos, aunque estaban sujetos a la ley de Moisés, continuaron viviendo conforme a la ley superior que, de hecho, antecedía todo lo que fue revelado a Moisés, Aarón y sus sucesores. Los relatos del Antiguo Testamento tratan tanto de las verdades superiores del evangelio como de las formalidades y exigencias estrictas de la ley menor de Moisés.
En los días de Jesús, aunque existían copias en hebreo o arameo de las Escrituras en uso, el Antiguo Testamento del pueblo —el que se usaba comúnmente, el que citaban Jesús, Pablo y los autores del Nuevo Testamento— era la Septuaginta. Esta versión griega de los Escritos Sagrados —comúnmente referida como la LXX, porque según la tradición fue traducida del hebreo al griego por unos setenta eruditos— distaba mucho de ser un reflejo perfecto de la mente y la voluntad de Aquel de quien procede la Escritura. Contenía todo nuestro Antiguo Testamento actual, más muchos libros apócrifos, y los traductores se tomaron amplias libertades. Fue completada más de doscientos años antes de la era cristiana, y muchos de sus pasajes contenían errores graves, mientras que otros ofrecían aclaraciones respecto a los originales hebreos. Edersheim señala que el “trato libre del texto” por parte de los traductores helenistas resultó en “un esfuerzo enérgico… por eliminar todo antropomorfismo, considerándolo incompatible con sus ideas acerca de la Deidad.” (Edersheim 1:28.)
Fue de estas antiguas Escrituras, en su forma original y antes de que cayeran en manos perversas, que un ángel le dijo a Nefi: “El libro que ves es un registro de los judíos, el cual contiene los convenios del Señor que él ha hecho con la casa de Israel”. Luego el ángel, hablando más específicamente del Nuevo Testamento, continuó: “Has visto que el libro salió de la boca de un judío; y cuando salió de la boca de un judío contenía la claridad del evangelio del Señor, del cual dan testimonio los doce apóstoles”. Después de que estas Escrituras salieron “en pureza”, llegaron a manos de “una iglesia grande y abominable, la más abominable de todas las demás iglesias”. De esta corruptora de la verdadera religión —engendrada por el diablo—, el ángel dijo: “Han quitado del evangelio del Cordero muchas partes que son claras y sumamente preciosas; y también han quitado muchos convenios del Señor”. (1 Nefi 13:23–26). Es decir, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento que se hallan entre los hombres en nuestros días han sido objeto de supresiones, perversiones y alteraciones por parte de personas cuyos intereses no eran compatibles con los de los profetas y apóstoles, cuyas palabras se atrevieron a tergiversar.
Pero además de la LXX —que incluye muchos escritos apócrifos— y de las versiones escriturales en su propio idioma, los judíos también estudiaban los libros seudepigráficos. En cuanto a los apócrifos, tal como están constituidos actualmente —y ha habido muchas selecciones distintas de libros apócrifos a lo largo del tiempo— tenemos estas palabras reveladas: “Hay muchas cosas en ellos que son verdaderas y en su mayor parte están traducidas correctamente”. Y también: “Hay muchas cosas en ellos que no son verdaderas, que son interpolaciones hechas por manos de hombres”. Aquellos que están “iluminados por el Espíritu sacarán provecho” al estudiarlos. (Doctrina y Convenios 91:1–6). Aquellos que no poseen ese don estarán mejor dedicando su atención a las Escrituras de mayor valor. Los escritos apócrifos son citados en el Talmud judío.
Otros escritos judíos que pretendían ser Escritura, pero que nunca alcanzaron autenticidad canónica ni apócrifa —porque se asume que sus autores son desconocidos— son llamados colectivamente seudepígrafos. Estos escritos seudepigráficos contienen una notable mezcla de verdad y error. Hablan de muchas cosas que se encuentran en las revelaciones de los últimos días y que no están registradas ni en la Biblia ni en los apócrifos. Dos de estos libros seudepigráficos pretenden ser escritos de Enoc, de quien el mundo sabe casi nada. Dado que Judas, en su libro del Nuevo Testamento, cita de los escritos de Enoc la profecía que dice: “He aquí, el Señor viene con sus santas decenas de millares, para ejecutar juicio contra todos los impíos” (Judas 1:14–15), refirámonos aquí a algunas de las doctrinas halladas en este llamado Libro de Enoc, escritos que eran conocidos y estudiados por los judíos en los días en que Jesús ministraba entre ellos.
En los escritos seudepigráficos de Enoc encontramos visiones, profecías, exhortaciones y exposiciones doctrinales relativas a la Segunda Venida y al Milenio; los nombres y funciones de siete ángeles (incluyendo a Rafael, Miguel y Gabriel); la separación de los espíritus de los justos y los inicuos mientras esperan el día del juicio; el juicio venidero de los impíos; la obtención de la salvación por parte de los justos y los escogidos; la presentación del Hijo del Hombre ante el “Anciano de días” (lo cual significa, evidentemente, el Anciano de Días); la resurrección de los muertos y la separación que hace el Juez entre justos e inicuos; la traslación de Enoc; la preexistencia y la creación de las almas de todos los hombres antes de la fundación del mundo; la guerra en los cielos y la expulsión de Satanás; la división de la historia de la tierra de ocho mil años en los primeros seis mil años, seguidos de mil años de descanso, tras los cuales vendrían otros mil años, y luego el fin; una lista de bienaventuranzas, no muy alejadas en sabiduría de las del propio Jesús; la responsabilidad personal por el pecado; la salvación de los animales; el estado de vida eterna para aquellos que guardan los mandamientos; y mucho, mucho más.⁶
Debe observarse que los temas aquí mencionados, aunque enseñados en parte y por inferencia en las Escrituras canónicas de aquella época y de la nuestra, solo se conocen en forma clara y pura por medio de la revelación de los últimos días. Es mucho más que una coincidencia que las doctrinas atribuidas a Enoc en los escritos seudepigráficos sean precisamente las que el Señor consideró oportuno restaurar con claridad en nuestra dispensación. Desafortunadamente, la totalidad de estos antiguos escritos no puede aceptarse como la mente, la voluntad y la voz de Aquel de quien proviene la revelación. Tal como sucede con el estudio de los libros apócrifos, así también ocurre con el estudio de los escritos seudepigráficos: el buscador de sabiduría revelada debe ser guiado por el poder del Espíritu Santo.
El Antiguo Testamento vs. el Talmud
Nuestros hermanos judíos en los días de Jesús fueron bendecidos con una biblioteca abundante de escritos inspirados. Tenían el Antiguo Testamento en una forma mejor y más completa que la que hoy posee la cristiandad. Como ya hemos expuesto, después de que ese volumen de escritura sagrada salió de sus manos —durante la Edad Media, cuando las tinieblas cubrieron la tierra y una densa oscuridad las mentes del pueblo— muchos de los convenios del Señor fueron eliminados por hombres malvados que servían a otro Amo.
Nuestros hermanos judíos de aquella época también poseían numerosos libros apócrifos y seudepigráficos, los cuales creían y aceptaban en mayor o menor grado sobre la misma base que aquellos escritos del Antiguo Testamento a los cuales ahora atribuimos autenticidad canónica. Debe recordarse que mucho de lo que se encuentra en estas obras posteriores fue interpolación de hombres, no era escritura verdadera, y pudo —y de hecho lo hizo— desviar a muchos.
Pero lo que nuestros hermanos judíos no tenían era comunión con los cielos: no tenían un profeta que interpretara las profecías; ya no recibían revelaciones; para ellos, el canon de las Escrituras estaba cerrado. Y quede claro que siempre que un pueblo cree que el canon de las Escrituras está completo, que intenta alimentarse espiritualmente solo del mensaje profético del pasado, que carece de profetas y apóstoles que les entreguen la palabra viviente, y que cesa de recibir nuevas revelaciones, entonces ya no está capacitado para interpretar ni comprender las revelaciones del pasado. Las profecías antiguas solo pueden entenderse por medio de profetas vivientes que estén investidos con poder de lo alto y cuyos entendimientos hayan sido iluminados por el mismo Espíritu Santo que inspiró la palabra antigua.
Un pueblo sin revelación recurre al único camino que le queda: se vuelve hacia intérpretes, escribas, ministros, teólogos, quienes les dicen lo que la palabra antigua “significó”, basando sus interpretaciones en la intelectualidad en vez de la espiritualidad.
Cuando los profetas y apóstoles de la era cristiana ya no ministraban entre los hombres, los religiosos recurrieron a hombres no inspirados en busca de guía: redactaron credos y diseñaron doctrinas; crearon nuevas ordenanzas y modificaron las antiguas; y así surgió una nueva religión con el antiguo nombre, que poco se parecía al modelo primitivo. Y cuando, después del exilio babilónico, los judíos se quedaron sin profetas y ya no tenían oráculos vivientes para revelar e interpretar la mente de Jehová, recurrieron a escribas y maestros, a rabinos y sumos sacerdotes designados políticamente, para que les dijeran qué quiso decir el Señor cuando habló con Moisés y los profetas.
Y así nacieron el Midrash, la Mishná, la Guemará y el Talmud, los cuales tuvieron el efecto de anular la verdadera religión y llevar a toda una nación a la destrucción espiritual y al destierro temporal en una nueva Babilonia, compuesta por todas las naciones de la tierra, de cuya esclavitud no serán liberados hasta que vuelvan a oír la voz de su Mesías, cuando Él llame al Israel disperso a regresar a su redil.
Después que los judíos regresaron a Jerusalén y a sus antiguas tierras en Palestina, por la buena disposición de Ciro el Persa; después que dejaron de caminar en esa luz celestial que solo reposa sobre los que escuchan la voz de un profeta y oyen la palabra de Dios; y sintiendo la necesidad de aplicar su antigua ley a nuevas condiciones, desarrollaron gradualmente, a lo largo de los siglos, un sistema totalmente nuevo (¡y apóstata!) de gobierno religioso. Los escribas, que una vez fueron custodios de los registros y copistas de los rollos, se convirtieron en intérpretes de la ley y maestros del pueblo. Y como los hombres no inspirados casi nunca están de acuerdo en el significado de los pasajes de las Escrituras, pronto surgieron escuelas, sectas y cultos, un rabino o maestro compitiendo con otro, y cada uno diciendo, por así decirlo: “He aquí el Cristo”, y otro, “Allí está”.
En los días de Herodes el Grande, las dos escuelas rabínicas más influyentes eran las de Hillel y Shammai, quienes coincidían o discrepaban en asuntos tanto grandes como pequeños, según sus caprichos, prejuicios o inclinaciones nacionalistas. Para ilustrar cuán carentes estaban del Espíritu del Señor, basta señalar que en una asamblea deliberativa, con el fin de obtener aprobación para dieciocho decretos diseñados para impedir todo trato con los gentiles, los seguidores de Shammai asesinaron a varios de los de Hillel.
Para sus propios fines de estudio y uso, los judíos dividieron el Antiguo Testamento en tres partes:
(1) La Ley, que consiste en el Pentateuco, o los cinco libros de Moisés —Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio;
(2) Los Profetas, que incluyen los profetas anteriores (Josué, Jueces, Samuel y Reyes) y los profetas posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce llamados profetas menores); y
(3) Los Escritos, que incluyen los Salmos, Proverbios, Job y el resto del libro.
Por la propia naturaleza de las cosas, la Ley se consideraba la parte más importante de las Escrituras, pues allí se hallaban las leyes y formalidades que regían todo su sistema de adoración.
Al tener necesidad de interpretar y aplicar la Ley a condiciones cambiantes, los escribas —ya sin guía por revelación— recurrieron a estas palabras de Éxodo: “Y Jehová dijo a Moisés: Escribe tú estas palabras; porque conforme a estas palabras he hecho pacto contigo y con Israel” (Éxodo 34:27). A partir de este versículo y de algunos pasajes relacionados, sostuvieron la idea de que había tanto una ley escrita, encontrada en los Libros de Moisés, como una ley oral, que había sido transmitida de boca en boca. Originalmente se asumía que ambas tenían igual importancia, pero como los cambios pueden justificarse con más facilidad por medio de la tradición oral que por el lenguaje fijo de los decretos divinos escritos por el dedo de Jehová sobre tablas de piedra, la ley oral gradualmente comenzó a tener precedencia. En otras palabras, la tradición triunfó sobre las Escrituras, lo que llevó a Jesús a hacer este comentario mordaz: “Habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición.” (Mateo 15:6).
La ley oral se transmitía mediante la predicación y a través de comentarios orales que explicaban lo que se suponía que significaba la ley escrita. Estas interpretaciones habladas —las tradiciones de los padres— se conocían como el Midrash. Cuando estas interpretaciones orales se escribieron, pasaron a ser la Mishná, o Segunda Ley, la cual tomó precedencia sobre las Escrituras, ya que las explicaba y aplicaba. El Midrash era el estudio e investigación que generaba las tradiciones y permitía a los judíos alejarse de sus fundamentos mosaicos. La Mishná era la compilación formal y autorizada de esas tradiciones.
Al añadir el Nuevo Testamento a su canon de Escritura, los cristianos cambiaron y transformaron todo su modo de conducta y forma de vida después del ministerio mortal de nuestro Señor. De manera semejante, al añadir la Mishná a su Antiguo Testamento, los judíos —mientras preparaban el terreno seco del cual habría de brotar la Raíz Viva— también cambiaron todo su modo de conducta y forma de vida, convirtiéndose así en un pueblo gobernado por sacerdotes que terminaría rechazando y dando muerte a su Salvador.
¿Qué contiene la Mishná? En tamaño, es casi tres veces mayor que el Nuevo Testamento; en estilo literario y calidad, está tan alejada del Nuevo Testamento como lo están los escritos mediocres de estudiantes sin preparación respecto a Shakespeare; y en cuanto al contenido, trata de rituales y tradiciones, y de todos esos procedimientos sacerdotales que convirtieron una religión que alguna vez fue gozosa en una carga desesperanzadora. Es, por ejemplo, la fuente de las leyes y restricciones sabáticas expuestas en el capítulo 11 de este mismo libro.
La Torá (la Ley) abarcaba tanto la ley escrita como la ley oral, siendo esta última escrita también en la Mishná, lo que convirtió a la Mishná en el depósito de la cultura, religión y tradiciones del pueblo. Es un compendio de cuatro siglos de desarrollo religioso y cultural en Palestina. En su forma actual, tomó forma durante los doscientos años anteriores y los doscientos años posteriores a la vida mortal de nuestro Señor, y sin duda tuvo mayor influencia en la mente del pueblo en los días de Jesús que en cualquier otra época.
Tal como se publica hoy, la Mishná está dividida en seis secciones principales, que a su vez se dividen en sesenta y tres tratados o subsecciones, los cuales, a su vez, se subdividen en versículos. Los temas que abordan abarcan toda la legislación del Pentateuco, y el enfoque consiste en presentar las opiniones de diversos sabios y rabinos, muchas de las cuales se contradicen entre sí y carecen totalmente de inspiración.
Pero la Mishná contiene solo una parte de las tradiciones de los ancianos. El resto se encuentra en los dos Talmudes o Guemarás: el Talmud de Jerusalén y el Talmud de Babilonia. Estos Talmudes son comentarios sobre la Mishná; frase por frase, pensamiento por pensamiento, analizan e interpretan los registros mishnáicos. Colectados y editados de manera autoritativa, contienen discusiones, ilustraciones, explicaciones y adiciones a la Mishná. Edersheim dice:
“Si imaginamos algo que combine informes legales, un Hansard rabínico [registro de debates], y notas de un club teológico de debate —todo ello profundamente oriental, lleno de digresiones, anécdotas, dichos curiosos, fantasías, leyendas, y con demasiada frecuencia cosas que, por su irreverencia, superstición e incluso obscenidad, difícilmente podrían ser citadas— podemos formarnos una idea general de lo que es el Talmud.”
(Edersheim, 1:103).
Este era, pues, el estado del entendimiento religioso y del saber entre nuestros hermanos judíos en los días de Jesús. Tenían las Escrituras, lo cual era bueno en sí mismo, pero por falta de inspiración no podían entenderlas ni aplicarlas a sus vidas. Tenían los escritos apócrifos y seudepigráficos, que en gran medida los llevaron por caminos errados. Habían perdido la teología del pasado y se deleitaban en cambio en las tradiciones de los ancianos.
Edersheim resume su estado religioso y cultural con estas palabras:
“En verdad, el rabinismo, como tal, no tenía un sistema de teología: sólo tenía aquellas ideas, conjeturas o fantasías que la Hagadá (lo que decían los ancianos) ofrecía acerca de Dios, los ángeles, los demonios, el hombre, su destino futuro y su condición presente, e Israel, con su historia pasada y su gloria venidera. En consecuencia, junto a lo que es noble y puro, ¡qué terrible masa de incongruencias absolutas, de afirmaciones contradictorias y con demasiada frecuencia supersticiones degradantes!, fruto de la ignorancia y del nacionalismo estrecho; de la coloración legendaria de relatos y escenas bíblicas, profanos, vulgares y degradantes para ellas; el propio Todopoderoso y sus ángeles participando en conversaciones con los rabinos y en debates de academias, llegando incluso a formar una especie de Sanedrín celestial, que en ocasiones requería la ayuda de un rabino terrenal.
Lo milagroso se funde con lo ridículo, e incluso con lo repulsivo. Curaciones milagrosas, provisiones milagrosas, ayuda milagrosa, todo para la gloria de grandes rabinos, quienes con una mirada o una palabra pueden matar y devolver la vida. A su orden, los ojos de un rival se caen y luego se vuelven a insertar. Tal era la veneración debida a los rabinos, que R. Josué solía besar la piedra en la que R. Eliezer había estado sentado y enseñando, diciendo: ‘Esta piedra es como el Monte Sinaí, y quien se sentó en ella, como el Arca.’ La erudición moderna ha intentado sugerir significados simbólicos más profundos para tales relatos. Sin embargo, debe reconocer el terrible contraste que existe uno junto al otro: el hebraísmo y el judaísmo, el Antiguo Testamento y el tradicionalismo; y debe reconocer su causa más profunda: la ausencia de aquel elemento de vida espiritual e interior que Cristo ha traído. Así, entre lo uno y lo otro —lo viejo y lo nuevo— se puede afirmar sin temor que, en cuanto a su esencia y espíritu, no existe una simple diferencia, sino una divergencia total de principios fundamentales entre el rabinismo y el Nuevo Testamento, de modo que la comparación entre ambos no es posible. Aquí hay una oposición absoluta.” (Edersheim, 1:106–107).
Verdaderamente, había llegado el tiempo en que solo el propio Hijo de Dios —si escuchaban su voz— podría salvarlos de la decadencia religiosa y cultural en la que había caído toda su nación. ¡Qué cosa tan terrible es apartarse del Dios viviente, de las Escrituras que fluyen de las plumas de sus profetas, y de los oráculos vivientes que el Señor procura enviar a todos los que estén dispuestos a escuchar sus palabras, para volverse en cambio a las tradiciones de los hombres!
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Capítulo 16
El Suelo en el que se Plantó la Raíz
“Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca.” (Isaías 53:2)
La Omnipotencia prepara el camino
Un Dios viene a la tierra para morar como mortal entre los hombres. Su misión: hacer lo que solo Él puede hacer; realizar la expiación infinita y eterna y llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna de la descendencia del Padre sobre mundos sin número; hacer aquello que nunca más, en una eternidad de tiempo, volverá a suceder entre los mortales que habitan en esta o en cualquiera de las incontables tierras de su creación.
Un Dios viene a la tierra, y todas las cosas relacionadas con su nacimiento, vida, ministerio, muerte, resurrección y ascensión a la gloria eterna fueron previstas y preparadas de antemano. Será engendrado por un Padre inmortal, concebido en un vientre mortal, nacerá en Belén, será recostado en un pesebre, y será el heredero natural de David, cuyo trono heredará y en el cual reinará. Una nueva estrella aparecerá en el firmamento para señalar su nacimiento, y coros celestiales, compuestos por las voces armoniosas de ángeles, anunciarán su llegada. Su madre será una virgen, un vaso santo y puro del linaje de Salomón, David, Isaí y Booz. Vivirá en Nazaret de Galilea, viajará a los alrededores de Jerusalén para dar a luz, irá a Egipto con el niño, regresará a su aldea natal y tendrá otros hijos e hijas con su esposo carpintero.
Un Dios viene a la tierra. Recibirá la visita de los sabios del oriente y será protegido de la espada de Herodes, aunque todos los niños menores de dos años en los alrededores de Belén verterán su sangre inocente sobre el suelo árido de Canaán. Crecera en sujeción a sus padres terrenales; sabrá, a los doce años, de su filiación divina; ministrará durante tres años y medio entre sus parientes judíos, y luego morirá en la cruz por los pecados del mundo.
Un Dios viene a la tierra. Será bautizado en el Jordán, en Betábara, por Juan, y el Espíritu Santo descenderá sobre Él, mientras su Padre proclama que Él es el Hijo de Dios. Predicará el evangelio, sanará a los enfermos, resucitará a los muertos, y llamará a apóstoles y setentas para llevar su mensaje al mundo y testificar de su divinidad. Será rechazado, vituperado, escupido, azotado y crucificado. Permanecerá en silencio ante sus acusadores, pero testificará de su divinidad ante los fieles. Dará su vida voluntariamente, reposará tres días en una tumba prestada, predicará a los espíritus encarcelados, resucitará en gloria inmortal, perfeccionará su obra y ascenderá a lo alto.
Un Dios viene a la tierra, y apenas podemos registrar una milésima o una diezmilésima parte de las cosas que estaba destinado a hacer, las palabras que estaba destinado a pronunciar, las personas que estaba destinado a sanar —todo lo cual fue conocido de antemano y predicho por uno u otro profeta en uno u otro continente. Zacarías dijo que entraría en Jerusalén montado sobre el pollino de un asno, aclamado por las multitudes; que sería traicionado por treinta piezas de plata, las cuales se usarían para comprar un campo del alfarero; que sus manos, pies y costado serían heridos; y que los judíos mirarían al que traspasaron; mientras que Isaías dijo que derramaría su alma hasta la muerte y sería sepultado con los ricos; y así sucesivamente, a través de literalmente cientos y miles de profecías detalladas que estos y muchos otros profetas conocieron y profetizaron, todas las cuales debían cumplirse en el tiempo señalado.
El libro El Mesías Prometido: La Primera Venida de Cristo es un análisis de más de seiscientas páginas de las profecías mesiánicas y su cumplimiento.
Pero lo que más nos concierne aquí es que un Dios viene a la tierra para cumplir todo lo que fue prometido por todos los profetas durante cuatro mil años de declaraciones proféticas. Todo debe estar preparado para su advenimiento. Nada puede dejarse al azar. No puede haber fracaso, ni siquiera en una tilde o una coma de los relatos inspirados. Ninguna “T” debe quedar sin cruzar; ninguna “i” sin su punto; cada coma y cada punto deben estar donde fue diseñado que estuvieran. La vida divina debe ajustarse al patrón divino y preordenado.
Un Dios viene a la tierra, y todo lo relacionado con su nacimiento, vida, ministerio, resurrección y ascensión a la gloria eterna —¡todo!— debe ser perfecto. Debe ajustarse a lo que los profetas han previsto, conocido de antemano y profetizado.
María, como mortal, debía estar viviendo en su hogar galileo. José debía tener su taller de carpintería en Nazaret. César Augusto debía ordenar que los judíos regresaran a sus ciudades natales para ser empadronados. María y José debían ir a Belén; debía no haber lugar en las posadas; los coros angélicos debían estar entrenados y preparados; los cielos estrellados enteros debían estar esperando la aparición de una nueva estrella resplandeciente. Y no hablamos solo de preparaciones espirituales, sino también del cumplimiento de todas las circunstancias temporales que eran necesarias. La cultura judía debía estar en decadencia, y la religión judía a un paso de las puertas del infierno. Palestina debía llevar el yugo romano, y la espada de César debía estar en las manos de Herodes y Pilato.
¿Podemos suponer que algo fue dejado al azar?
¿Acaso no fueron los pastores en las colinas de Judea escogidos y preparados de antemano para que sus oídos, espiritualmente afinados, pudieran escuchar los coros angélicos?
¿Acaso no guió el Espíritu a los sabios del oriente para que emprendieran el viaje desde su tierra con oro, incienso y mirra?
¿Y qué de Herodes? ¿Acaso no estaba destinado a reinar como rey de los judíos?
¿No sabía el Señor de antemano que este déspota idumeo ya habría derramado tanta sangre —incluyendo la de esposas e hijos— que la matanza de todos los niños en los alrededores de Belén apenas añadiría más sangre a sus manos teñidas de rojo, ni ennegrecería más su malvado corazón, que mantenía su cuerpo decadente a un paso de la tumba?
¿Podemos hacer otra cosa sino concluir que el pueblo, la tierra, el gobierno, la jerarquía religiosa, los gobernantes malvados, los buscadores de señales adúlteros, los sacerdotes, fariseos y rabinos, los saduceos y herodianos—sí, incluso el pequeño grupo de personas verdaderamente espirituales entre aquella generación degenerada de judíos— todo fue preparado de antemano?
María, Marta y Lázaro fueron enviados a la tierra en ese tiempo para ser sus amigos, en cuya casa Él pudiera encontrar refugio de los dardos y los ultrajes de sus enemigos. Pedro, Santiago y Juan fueron preparados desde antes de la fundación del mundo para ser sus principales apóstoles. Judas estaba donde el traidor debía estar. Caifás, Pilato, Herodes y los soldados romanos estaban todos en sus lugares designados. Los Césares en Roma, los rabinos en Jerusalén, los escribas en sus escuelas, los sacerdotes ante el altar, los helenistas con su enfoque intelectual, el pueblo común, algunos de los cuales lo escuchaban con agrado, todos estaban en el lugar que les correspondía. Juan, ya concebido en el vientre de Elisabet, pronto estaría de pie junto al Jordán, clamando al arrepentimiento y bautizando a los contritos.
Verdaderamente, la Sabiduría Omnipotente no dejó nada al azar. Un Dios venía al mundo, y el mundo debía estar preparado para su advenimiento.
De Ciro a Herodes
Debe hacerse una breve mención de los siglos de vida judía en los que se moldearon y formaron la cultura y la religión de los días de Jesús. Desde Abraham hasta el descenso a Egipto, el pueblo hebreo tuvo la luz del evangelio. Qué tanto se apagó esa luz bajo los faraones que no conocieron a José se manifiesta en el estado espiritual enfermo del pueblo que, cuatrocientos años después, siguió a Moisés al salir de Egipto, al cruzar el Mar Rojo, y que luego fue guiado por Josué hacia la tierra de los cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos.
Bajo los jueces y los reyes, periodos de rebelión y rectitud se sucedieron como un péndulo que oscila de un extremo al otro. Con la destrucción de Jerusalén por parte de Nabucodonosor —poco después de que Lehi saliera de esa Ciudad de David— y con el cautiverio de los judíos en Babilonia, el estilo de vida hebreo que había prevalecido por más de mil años llegó a un final abrupto y definitivo.
El primer grupo de exiliados, unos cincuenta mil, regresó en el año 536 a.C. bajo Zorobabel, quien reconstruyó la Casa del Señor. Aún había profetas en Israel en ese tiempo; Daniel seguía con vida; Hageo y Zacarías estaban allí para animar la terminación del templo. Nehemías, Esdras y Malaquías todavía ejercerían el oficio profético. Pero, a pesar de todo ello, los exexiliados ya no eran lo que una vez fueron como pueblo; habían traído de Babilonia muchas cosas extranjeras e idólatras. Las costumbres y doctrinas mundanas nunca volverían a ser completamente desechadas por las generaciones siguientes del pueblo escogido, y con Malaquías cesaría la guía profética —al menos del tipo y calidad que habían conocido sus padres.
Después de los días de Nehemías, la nación judía se convirtió en una provincia de Siria, aunque el pueblo mantuvo cierta lealtad a Persia hasta que ese imperio fue derrocado por Alejandro Magno en el año 332 a.C. Los gobernadores sirios adoptaron la práctica de gobernar la nación mediante sumos sacerdotes que ellos mismos nombraban. Esto colocó tanto el gobierno civil como el eclesiástico en manos de sacerdotes que no fueron escogidos por el Señor, ni eran hijos de Aarón, sino que fueron designados por gobernantes extranjeros y mundanos cuyos intereses eran temporales, no espirituales.
Que los levitas, como clase sacerdotal, continuaran ministrando por derecho de linaje y oficiaran en los sacrificios y otras funciones es claro, pero el dominio civil y la autoridad sobre la nación estaban ya en manos impuras: y nunca más escaparían de las garras de quienes servían a un amo distinto del que habían servido los antiguos sumos sacerdotes. Esto significa que el oficio de sumo sacerdote se compraba y se vendía; que un hombre asesinaba a otro para obtener el codiciado puesto; y que se obtenía y se entregaba como cualquier otro poder político entre los gentiles, sin guía ni aprobación divina.
Cuando Persia cayó ante Alejandro, los macedonios impusieron su dominio sobre los judíos. Tras la muerte de Alejandro, Palestina pasó a estar bajo Egipto, luego Siria, y otra vez Egipto. Fueron días de dolor, guerra e intriga. Hombres impíos y asesinos ministraban en oficios sacerdotales. Estos hechos son importantes para nuestros propósitos actuales simplemente para mostrar que durante siglos el mundo —y todo lo que es malvado y perverso— fue impuesto sobre el pueblo judío, y que los de los días de Jesús caminaban por sendas trazadas para ellos por generaciones anteriores.
A principios del siglo II a.C., el sirio Antíoco IV (Epífanes) se convirtió en amo de Palestina. Si alguna vez hubo días oscuros para los judíos, fue este el tiempo. Jerusalén fue invadida dos veces, y miles fueron masacrados y vendidos como esclavos en cada ocasión. Se prohibió la religión judía, se ofreció un cerdo como sacrificio sobre el altar del templo, se interrumpió el sacrificio diario, el templo fue dedicado a Júpiter Olímpico, e imágenes y ofrendas paganas contaminaron sus atrios. Antíoco prohibió la lectura de la ley y torturó y mató a quienes persistían en su forma de adoración, y para el año 168 a.C. Jerusalén estaba casi desolada.
En esa hora oscura, por disposición del Señor, la casa de Matatías, llamada los Macabeos, comenzó a reunir a sus compatriotas judíos contra los ejércitos sirios. Uno de los hijos, Judas Macabeo, derrotó a los sirios en una batalla tras otra, se convirtió en héroe nacional, restauró el sacrificio diario y el servicio del templo, y se convirtió en gobernador de Judea, comenzando así una dinastía —la asmonea— que gobernaría durante 126 años.
La Fiesta de la Dedicación —a la cual asistió Jesús cuando se declaró a sí mismo como el Buen Pastor, y dijo: “Yo y el Padre uno somos… Yo soy el Hijo de Dios” (Juan 10)— fue instituida en los días de Judas Macabeo, cuando el templo fue rededicado después de su vil profanación por Antíoco Epífanes. Y fue en boca del héroe macabeo —”verdaderamente el Martillo de Dios”, dice Edersheim sobre él— que Longfellow puso estas palabras:
Antíoco,
A cada paso que das queda
una huella sangrienta en la calle,
por la cual la vengadora ira de Dios te seguirá el rastro.
¡Basta ya! Id a las tiendas del proveedor:
Los que seáis hombres, poneos la armadura que podáis hallar;
y los que seáis mujeres,
abrochádsela a los hombres;
y como contraseña, susurrad o gritad: “¡La ayuda de Dios!”
Este dominio asmoneo continuó hasta que Jerusalén fue tomada por Pompeyo y los judíos fueron hechos tributarios de Roma. Entonces fue que Antípater de Idumea fue designado por Julio César como procónsul de Judea, iniciando así una nueva dinastía que pondría su mano pesada sobre Jesús y sobre aquellos que seguirían la nueva revelación que Él traía de parte de su Padre. Herodes el Grande, hijo de Antípater, por influencia de Marco Antonio y por su propia espada poderosa —blandida con celo en muchas batallas— adquirió el trono judío, sobre el cual se sentó, bañado en sangre, hasta que nació Juan para cumplir la antigua dispensación y vino Jesús para dar vida a la nueva.
Estos dos profetas nacieron poco antes de la muerte de Herodes, y uno de los últimos actos de locura de este entonces demente gobernante fue la matanza de los inocentes en Belén, en un vano intento por destruir al Rey verdadero.
El mundo que aguardaba a nuestro Señor
Dios envió a su Hijo para vencer al mundo —el mundo de la carnalidad y el mal; el mundo de la lujuria, la lascivia y el desenfreno; el mundo del odio y el pecado, de la guerra y el asesinato, de la impiedad y la maldad. El Hijo de Justicia vino a traer justicia y paz. Y cuando Él vino, el mundo había caído en un abismo más profundo que en cualquier otro momento desde que toda carne, corrompida y perversa, fue destruida por el diluvio en tiempos de Noé, salvándose solo ocho almas.
Desde los días de Noé hubo focos de maldad y reinos de impíos en muchos lugares. Sobre las ciudades de la llanura —Sodoma, Gomorra, Admá y Zeboím— el Señor hizo llover fuego, azufre, sal y llamas, para que cesaran sus prácticas inicuas, matando a todo el pueblo y dejando sus tierras absolutamente desoladas. Los amorreos y los pueblos semejantes —cuyos caminos eran de maldad, astrología, brujería, necromancia y libertinaje sexual— fueron destruidos para dar paso a la simiente escogida.
Egipto, Asiria, Babilonia, Persia, Grecia, y todos los reinos del mundo gobernaron con sangre y espada, con tortura y muerte. Pero siempre hubo un fermento de rectitud, un reino dedicado al bien, unas pocas personas que amaban al Señor y buscaban su rostro. Abraham y su descendencia fueron una influencia preservadora entre las naciones. Tan solo diez justos en Sodoma habrían salvado la ciudad del azufre de la muerte.
Pero ahora, en el tiempo señalado para la venida de nuestro Señor, la corrupción y la maldad estaban por todas partes. Unos pocos justos —un Zacarías aquí, una Elisabet allá— detenían, por así decirlo, las plagas de destrucción, pero la maldad del mundo era generalizada, y el hedor del pecado cubría la tierra. Incluso el pueblo del convenio, en su mayoría, se había desviado. Ya no eran levadura para la masa mundana; sujetos a sus artimañas sacerdotales, pronto llegarían a un estado tal que crucificarían a un Dios. Nada menos que un nuevo día de justicia y luz, inaugurado por uno mayor que los profetas, podía traer de nuevo esperanza a los hombres.
La conciencia y la moralidad entre los gentiles
Los estándares morales y éticos que se encuentran entre los pueblos paganos solo pueden provenir de dos fuentes:
- Restos de verdades del evangelio que han sido transmitidas por quienes poseyeron la luz del cielo, o
- Los impulsos del Espíritu, la luz de Cristo, que ilumina a todo hombre que viene al mundo.
A esta guía intuitiva se le llama conciencia. En la meridiana dispensación del tiempo, las naciones gentiles estaban alejadas —en cuanto al tiempo— de sus ancestros que poseían los verdaderos estándares de decencia y moralidad, y las conciencias de las personas, en general, estaban tan cauterizadas con el hierro candente de la maldad, que pocos, si acaso alguno, conservaban estándares morales verdaderos.
Como resumen de “la moral degradada enseñada por los sabios paganos y legalizada por los estados paganos más ilustrados” de la antigüedad, citamos estas palabras de Edward Usher:
“Sócrates enseñó que los griegos debían considerar a toda la humanidad, excepto a sus propios compatriotas, como enemigos naturales; Aristóteles y Cicerón enseñaron que el perdón de las injurias es cobardía y bajeza; Zenón y Catón enseñaron que no hay distinción de grado, agravante o gravedad en los delitos; Platón enseñó que el consumo excesivo de alcohol era permisible durante el festival de Baco; Aristóteles enseñó que los niños deformes o enfermos debían ser eliminados; Cicerón enseñó que la fornicación no es en ningún caso incorrecta; Platón enseñó que la comunidad de mujeres contribuiría al bien común, y que no se debía restringir a los soldados incluso de las indulgencias más groseras; Menandro enseñó que una mentira era mejor que una verdad dolorosa; y Zenón y Catón recomendaron el suicidio con su ejemplo, mientras que otros filósofos lo inculcaban mediante el precepto. Solón decretó que la sensualidad no era reprochable, excepto cuando la practicaba un esclavo. Varios estados de Grecia legalizaron la lujuria antinatural y la promovieron mediante estatutos públicos; filósofos y legisladores sancionaron la más grosera indecencia, la embriaguez y la lascivia durante los festivales de Baco, Cibeles y Ceres; y Roma se distinguía por los divorcios licenciosos, la procuración de abortos, la exposición de infantes, la existencia de burdeles públicos, los juegos de gladiadores, el maltrato de esclavos, etc., todo lo cual era aprobado o tolerado tanto por sabios como por legisladores. Tal era el estado de la moral entre los antiguos paganos.” (John Fleetwood, La vida de nuestro Salvador Jesucristo, 1862, p. 20).
Escribiendo sobre este mismo periodo, y observando estas mismas creencias y prácticas irreverentes —incluso depravadas—, Geikie dice:
“Las religiones de la antigüedad habían perdido su vitalidad y se habían convertido en formas agotadas, sin influencia alguna sobre el corazón. La filosofía era el consuelo de unos pocos —el pasatiempo o la moda de otros— pero no tenía peso como fuerza moral entre los hombres en general.
En su mejor cara, el estoicismo, tenía elementos elevados, pero su enseñanza más alta era la resignación ante el destino, y solo ofrecía el consuelo perjudicial del orgullo en la virtud, sin idea alguna de humillación por el vicio. En su peor cara, el epicureísmo, exaltaba el hedonismo como el fin más alto. La fe en las grandes verdades de la religión natural estaba casi extinta. Sesenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, Julio César, quien en ese momento era Sumo Pontífice de Roma, y por lo tanto la más alta autoridad oficial en asuntos religiosos, proclamó abiertamente, en un discurso ante el Senado con respecto a Catilina y sus cómplices, que no existía tal cosa como una vida futura, ni inmortalidad del alma. Se opuso a la ejecución de los acusados con el argumento de que sus crímenes merecían los castigos más severos, y que por lo tanto debían mantenerse con vida para soportarlos, ya que la muerte era en realidad una escapatoria al sufrimiento, no un castigo. ‘La muerte’ —dijo— ‘es un descanso de los problemas para los que sufren y padecen, no un castigo; pone fin a todos los males de la vida; porque más allá de ella no hay ni preocupación ni gozo.’”
“Y nadie se levantó a condenar tal afirmación, ni siquiera proveniente de tales labios. Catón, el romano ideal, un hombre cuyo propósito era ‘cumplir toda justicia’ —según la entendía— lo desestimó con unas pocas palabras de burla ligera; y Cicerón, que también estaba presente, no quiso dar ni su aprobación ni su desaprobación, sino que dejó la cuestión abierta, como algo que podía resolverse de cualquier forma, a conveniencia.
La moralidad estaba completamente divorciada de la religión, como bien puede juzgarse por el hecho de que los ritos más licenciosos tenían sus templos y ministros varones y mujeres. En palabras de Juvenal, ‘el Orontes sirio había desembocado en el Tíber’, y con él trajo la espantosa inmoralidad del Oriente. Sin duda, aquí y allá, en todo el imperio, la luz de la tradición sagrada aún ardía en los altares de muchos hogares; pero nada podía contra la densa noche moral que se había asentado sobre la tierra en general. La venida de Cristo fue como el amanecer del ‘sol de justicia desde lo alto’ a través de una penumbra que había ido acumulándose durante siglos; una gran luz que amanecía sobre un mundo que yacía en tinieblas y en sombra de muerte.” (Geikie, p. 20).
El yugo romano sobre la religión judía
La religión judía, con su adoración a un solo Dios; la fe de sus padres, transmitida desde Moisés y los profetas; todo el modo de vida del pueblo escogido —todo esto, en un día oscuro del año 63 a.C., fue colocado para siempre bajo el yugo de Roma.
Ninguna ley en Israel se cumplía con más rigor que aquella que cerraba el Lugar Santísimo a todos excepto a un solo hombre, el sumo sacerdote, quien podía pasar por el velo y entrar en ese lugar sagrado solo un día al año.
Entonces vinieron Pompeyo y las legiones conquistadoras de Roma. Él y su séquito, desafiando el más estricto decreto de Jehová, entraron en el Lugar Santísimo. Estos gentiles sin Dios, que vivían y morían por la espada, profanaron la Casa del Señor, violaron su santuario más sagrado y dejaron en claro con ello que, desde esa hora, la adoración judía quedaba sujeta al dominio romano.
Y ese dominio, escrito en sangre y ejercido por un emperador y rey tras otro, continuó hasta que Tito desmanteló el templo piedra por piedra y toda la nación judía fue dispersada entre todas las naciones de la tierra. De hecho, en algo más de cien años, desde el ascenso de Herodes el Grande hasta la destrucción de Jerusalén por Tito, los gobernantes romanos nombraron veintisiete sumos sacerdotes sucesivos para ocupar el asiento de Aarón, en un oficio que debió haber sido hereditario y haber durado toda la vida de cada ocupante.
Herodes era un gentil que fingía ser judío. Su ascendencia se remontaba a Abraham a través de Esaú, que es Edom, pero sus creencias religiosas eran judías, y su modo de vida era mundano, incluso satánico. Su postura a medio camino entre judío y gentil le fue conveniente para controlar su reino. Reconstruyó el templo de Jerusalén con una magnificencia superior a la de Salomón o Zorobabel. Pero también construyó un templo a Augusto en Cesarea, en el cual se colocó una estatua del emperador como Zeus Olímpico. Sobre la gran puerta del templo en Jerusalén, colocó un águila dorada como símbolo del dominio romano. Fundó varias ciudades, habitadas por gentiles, como medio de suavizar el nacionalismo judío. Tiempo después, Pilato introdujo imágenes del emperador en Jerusalén, e incluso una estatua de Calígula fue colocada dentro del templo mismo.
Es cierto que bajo el dominio romano se concedieron numerosas concesiones a los judíos, como el derecho de observar el sábado a su manera, excepto que no podían —legalmente— imponer la pena de muerte por violaciones, como lo había hecho Moisés. Y fue a los romanos a quienes recurrieron para crucificar a un hombre que, decían, según su ley, merecía la muerte.
No detallaremos aquí más acerca de la supremacía del mundo romano sobre el mundo judío. Basta por ahora saber que César tenía precedencia sobre Cristo en todo Canaán y en el mundo civilizado, en todo lo temporal y espiritual.
La tolerancia romana hacia todas las religiones, sin embargo, era proverbial. Los gobernantes provenientes de la tierra del Lacio aceptaban, reverenciaban e incluso adoraban a los dioses de todas las tierras conquistadas. César no sentía ninguna restricción en conceder libertad de religión a Cristo, siempre que no interfiriera ni obstaculizara los propósitos de la autocracia absoluta encarnada en el emperador. Las fuerzas que se opusieron a la religión verdadera y que llevaron a un judío al Calvario no eran de origen romano, aunque fue la mano de hierro de la autoridad romana la que clavó los clavos y levantó la cruz.
Según se requiera, iremos incorporando en nuestra narración de la vida de un judío que nació en un mundo tanto romano como judío —y que vino a salvar a ambos— comentarios sobre los patrones sociales, la educación, el comercio, la agricultura, la pesca, los negocios y las costumbres locales, según convenga. Hablaremos de los caminos de Palestina, del Sanedrín judío, de las leyes de levirato del matrimonio y del modo mosaico del divorcio. Nos ocuparemos de los herodianos, los helenistas y los publicanos; de los galileos, pereanos y judíos; de los diversos Herodes y sus caminos perversos —todo según lo requieran las necesidades del mayor relato jamás contado.
Al comenzar esta historia, basta saber que Roma gobernaba Jerusalén y que la influencia mundana abundaba incluso dentro del propio judaísmo. Era el tipo de mundo, la estructura social, la forma de gobierno, el nivel de decencia pública y todo lo demás —que la Sabiduría Omnipotente escogió como el entorno adecuado para el nacimiento, ministerio y muerte de su Hijo. No podía ser de otro modo; todo debía hacerse conforme a la sabiduría de aquel que lo sabe todo.
Las señales de los tiempos
¿Cuáles son las señales de los tiempos? Depende de qué señales estemos hablando y de qué tiempos estemos considerando; depende de qué periodo de tiempo esté involucrado y de qué gran evento se esté anticipando. Cuando se cumplan las señales de los tiempos para nuestro día, y todas las cosas acontezcan tal como fueron predichas en tiempos antiguos, el Hijo del Hombre vendrá en poder y gran gloria para inaugurar la paz milenaria. Cuando Jesús preguntó a los fariseos y saduceos: “¿No podéis discernir las señales de los tiempos?”, se refería a las señales y maravillas que atestiguaban su divinidad, señales que estaban manifiestas ante ellos. (Mateo 16:1-4). De manera similar, podríamos decir que las señales de los tiempos, en relación con el nacimiento del Salvador, fueron derramadas sobre el pueblo a quien Él estaba destinado a venir. La divinidad nunca envía un acontecimiento portentoso o maravilloso sin anunciar su llegada y preparar el camino para su ocurrencia. Que los judíos en los días de nuestro Señor estaban leyendo en parte las señales que presagiaban su venida y ministerio es claro por el fermento universal de expectativa mesiánica que se encontraba por todas partes.
No menos importantes que estas señales de la primera venida del Mesías fueron las condiciones religiosas, sociales, culturales y gubernamentales que existían en Palestina y en otros lugares en los últimos años del reinado de Herodes. El Mesías debía venir como el Hijo de David, un judío de los judíos, en un día oscuro y sombrío; y su misión era liberar a su pueblo, redimir a la nación, triunfar sobre el mundo, y reinar como Rey de reyes.
Él debía ser plantado en tierra árida; crecer como una planta tierna, como raíz en tierra seca. Babilonia, Persia, Egipto, Siria, Grecia y Roma—cada uno de ellos, a su turno—habían arado los campos de Palestina. Cada uno cosechó sin fertilizar la tierra. Las primeras lluvias de revelación y las últimas lluvias de guía profética no habían regado la tierra durante siglos. Los cardos, las malas hierbas y los espinos del pecado empañaban los viñedos. Había hambre de escuchar la palabra del Señor.
El primer Adán trajo su propio entorno y nació en un jardín de belleza y paz; el segundo Adán nació en un mundo apóstata y en un orden social degenerado. Él vino a morar entre un pueblo que se acercaba al Señor con sus labios, pero cuyos corazones estaban lejos de Él.
Él vino para ser judío en un día en que la sociedad judía no podía proporcionar nutrientes para su alma.
Jesús era judío; era de la tribu de Judá. David, el judío, era su padre, y María, la judía, su madre. Creció en un hogar judío, hablaba el arameo judío de su época, aprendió las costumbres y tradiciones judías, estudió en escuelas judías, leyó las Escrituras judías, asistió a las sinagogas judías y participó en la adoración judía. Desde Belén hasta el Calvario, Él fue un judío de los judíos.
Ministró entre los judíos, llamó a los judíos al arrepentimiento, bautizó a los judíos, ordenó a los judíos para los oficios del sacerdocio, y dejó doce judíos para que continuaran su obra entre los hombres. Desde un punto de vista mortal, Él fue producto del sistema judío, que a su vez fue en gran medida producto de todo lo que le había sucedido a ese pueblo desde Nabucodonosor hasta Herodes. Cuando Jesús ministró y enseñó entre sus parientes judíos, lo hizo con su contexto, usando los modismos con los que estaban familiarizados y las ilustraciones que entendían.
Qué bien lo hizo veremos ahora cuando lo encontremos en Belén, cuando nos quedemos a su lado hasta que suba al monte del Calvario, cuando lo veamos, en Olivet, ascender hacia su Padre, allí para reinar con poder eterno hasta ese gran día —el año de su redención— cuando Él volverá en toda la gloria del reino de su Padre.
¡Bendito sea su santo nombre!
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Sección 2:
Años de preparación de jesús
El Unigénito del Padre… vino y habitó en la carne… no recibió la plenitud al principio, sino que recibió gracia sobre gracia. (Doctrina y Convenios 93:11-12)
Incluso un Dios, cuando está vestido con carne mortal; cuando, como Hijo de Adán, habita entre los hombres; cuando está aquí en la tierra para trabajar su propia salvación, incluso un Dios no recibe la plenitud del Padre al principio. Incluso Él debe estar sujeto a las vicisitudes y pruebas de la mortalidad; incluso Él debe ser probado y testado al máximo; incluso Él debe vencer al mundo.
Y así lo vemos—durante sus años de preparación—mientras se alista para la obra que solo Él puede hacer. Vemos a Gabriel venir a Zacarías, a María y a José, proclamando a cada uno, por turno, una porción de las buenas nuevas de su nacimiento. Aprendemos quién declarará su generación y de quién será Hijo. Luego, he aquí, nace de María; le acompañan manifestaciones celestiales. Es circuncidado, nombrado y llevado a Egipto para escapar de la venganza de Herodes.
Lo vemos salir de Egipto y crecer en Nazaret; lo oímos testificar, cuando solo tenía doce años, sobre su propia divinidad como Hijo de Dios. Sigue creciendo en estatura y sabiduría, y en gracia con Dios y con los hombres. Luego llega Juan, predicando con poder y preparando al pueblo para recibirle. Es bautizado en el Jordán; el Espíritu Santo desciende sobre Él; el Espíritu lo lleva al desierto para estar con Dios durante cuarenta días. Después, llega Lucifer, tentando, probando, luchando contra Dios. Nuestro Señor triunfa. Ha hecho de la carne su tabernáculo; ha alcanzado madurez física y espiritual. Los años de su preparación se han cumplido, y ha llegado la hora de su ministerio.
“¡Escuchadle!”
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Capítulo 17
Gabriel vino a Zacarías
Gabriel, haz que este hombre entienda la visión… Mientras hablaba en oración, he aquí que el hombre Gabriel, a quien vi en la visión al principio, siendo llevado rápidamente, me tocó cerca de la hora de la ofrenda de la tarde.
Y me informó, y habló conmigo, y dijo,… Ahora he venido para darte sabiduría y entendimiento. (Daniel 8:16, 9:21-22)
“Él preparará el camino delante de mí” (Malaquías 3:1)
¡Uno como él no debe venir sin previo aviso!
Cuando el propio Hijo de Dios deja su trono eterno y hace de la carne su tabernáculo, ¡todos los legados del cielo deben anunciar su venida!
Cuando el Mesías Prometido asume la forma de un hombre, para que pueda abolir la muerte, y traer la vida y la inmortalidad a la luz a través de su evangelio, los hombres mortales tienen derecho a recibir la palabra de los labios de un testigo autorizado.
El Mesías Mortal debe ser identificado por sus compañeros mortales. Sus siervos deben preparar el camino ante Él: preparar el pesebre, preparar la cámara nupcial, barrer los atrios del templo, enmarcar la cruz, preparar la tumba y, sobre todo, testificar al pueblo de la divinidad del Enviado entre ellos por su Padre.
Las providencias del Señor no requieren que los cielos se rasguen, ni que los montes se derritan, ni que la tierra tiemble. Su forma de obrar es enviar testigos vivientes para testificar: He aquí, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquél de quien todos los profetas han dado testimonio. Creed en Él; escuchad su palabra; caminad en sus caminos y seréis salvos.
Su pariente, Juan, debe estar en el lugar designado, en el tiempo adecuado, para dar el testimonio para el cual fue enviado. La fiel Ana y el santo Simeón deben estar en el atrio de la Casa Santa cuando la Consolación de Israel sea presentada ante el Señor, tal como lo mandó Moisés. Las voces de los precursores y los testigos, de los Elías y aquellos que preparan el camino, deben ser escuchadas. Su palabra, dada a través de Malaquías, debe cumplirse: “He aquí, yo envío mi mensajero, y él preparará el camino delante de mí: y el Señor, a quien vosotros buscáis, vendrá de repente.” (Malaquías 3:1).
Y qué adecuado que su principal precursor—de quien no ha habido mayor profeta nacido de mujer—debería precederle en su nacimiento, precederle en su ministerio, precederle en su muerte y precederle en su futuro Segundo Advenimiento. Como la voz de uno que clama en el desierto de la incredulidad, Juan vino a preparar el camino ante su Señor en esta vida; y luego, entregando su vida por el testimonio de Jesús que era suyo, fue como precursor al paraíso de Dios para anunciar que Él, cuya misión era liberar a los cautivos, pronto estaría allí para abrir las puertas de la prisión. Y con una adecuación divina, el resucitado Juan ha vuelto a levantar su voz ante los mortales de nuestro tiempo, preparando el camino para la venida de Aquel que esta vez rasgará los cielos, derretirá los montes y hará temblar la tierra cuando su presencia sea revelada nuevamente.
Y qué apropiado que el mismo ministrante angelical que vino a la madre de nuestro Señor también viniera al padre de Juan—en cada caso proclamando una concepción milagrosa y el nacimiento de un profeta preordenado.
Zacarías—Su Ministerio y Misión
Había muchas viudas en Israel cuando Elías cerró los cielos por “tres años y seis meses, cuando hubo gran hambre en toda la tierra,” pero solo a una—la viuda de Sarepta—fue enviado Elías, para que él pudiera ordenar a su “tinaja de harina” que “no faltara” y a su “frascos de aceite” que no fallara, “hasta el día en que el Señor envíe lluvia sobre la tierra.” Y sin duda había muchas viudas cuyos hijos murieron, pero solo ella vio a su hijo resucitado de entre los muertos por el hombre de Dios. (Lucas 4:25-26; 1 Reyes 17).
También hubo muchos leprosos en Israel en el día del profeta Eliseo, “y ninguno de ellos fue limpiado, salvo Naamán el sirio,” quien tragó su orgullo, creyó la promesa que se le dio y se sumergió siete veces en las aguas sucias del Jordán, tal como Eliseo le mandó. (Lucas 4:27; 2 Reyes 5).
Así también fue con Zacarías, quien engendró al precursor del Mesías. Había muchos sacerdotes en Israel en su día, muchos descendientes lineales de Aarón—entre veinte mil y veinticuatro mil de ellos—quienes tenían el derecho de ofrecer sacrificios temporales en similitud al sacrificio eterno de su esperado Libertador. Pero ninguno de ellos vio el rostro angelical y ninguno recibió el mensaje celestial de consuelo y esperanza, salvo Zacarías de Hebrón, quien, con su esposa Elisabet, caminaba sin culpa delante del Señor.
Era un día en que el oficio sacerdotal, que antes era ocupado por los hijos dignos de Aarón, ahora era ocupado por sus descendientes indignos. El orgullo, la incredulidad, la deshonestidad, la violencia, la inmoralidad, e incluso el derramamiento de sangre inocente—todo esto prevalecía y era más común que no entre aquellos que debían haber sido luz para el pueblo. Pocos de los sacerdotes comprendían en grado real el verdadero significado de los sagrados ordenamientos que era su privilegio realizar.
David, mil años antes, había dividido a los sacerdotes en veinticuatro cursos, o casas, o familias. Solo cuatro de estos habían regresado de Babilonia, pero el resto había sido reconstituido, y vivían en trece pueblos, mayormente cerca de Jerusalén. Los de cada curso subían a esa ciudad dos veces al año, en rotación, durante seis días y dos sábados cada vez, para servir en el templo. Mientras estaban allí, vivían en el templo, mientras que sus esposas y familias permanecían en sus aldeas natales.
Las tareas sacerdotales eran muchas y variadas. Eran maestros de la ley, instructores del pueblo y jueces y magistrados de sus comunidades. Examinaban todos los casos de impureza ceremonial y supervisaban todos los asuntos del templo. “Era su terrible y peculiar honor ‘acercarse al Señor.’ Nadie más que ellos podía ministrar delante de Él, en el Lugar Santo donde Él manifestaba Su presencia: ninguno otro podía ‘acercarse a los utensilios del santuario o al altar.’ Era muerte para cualquier persona que no fuera sacerdote usurpar estos sagrados privilegios. Ofrecían el incienso de la mañana y de la tarde; arreglaban las lámparas del candelabro de oro, y las llenaban con aceite; colocaban el pan de la proposición cada semana; mantenían el fuego en el gran altar frente al Templo; retiraban las cenizas de los sacrificios; participaban en el sacrificio y el desmembramiento de las víctimas, y especialmente en la rociada de su sangre; y colocaban las ofrendas de todo tipo sobre el altar.” (Geikie, p. 65).
Estas funciones, con todo lo que implican y significan, junto con la multitud de otras funciones normales aplicables a todos los sacerdotes, eran parte del ministerio de Zacarías. Y, de hecho, fue en el desempeño de algunas de ellas que el Señor manifestó a este hijo de Aarón su misión más alta y noble. Zacarías, al igual que el hijo que iba a engendrar, fue preordenado para traer al precursor del Señor a la mortalidad. Y Zacarías, en esta vida, caminó rectamente delante del Señor y manifestó una fe en Jehová no encontrada entre sus compañeros sacerdotes. Al igual que con la viuda de Sarepta y con Naamán de Siria, el padre de Juan fue señalado entre los miles de sacerdotes para la obra que era la suya. Los ángeles no ministran a almas carnales e impías: son aquellos que buscan, mediante la justicia, las bendiciones del cielo quienes tienen permitido ver dentro del velo.
La misión de Zacarías era engendrar a un hijo aún más grande y dotar a ese descendiente de los talentos y habilidades que le permitirían preparar el camino ante el Señor. Lo bien que hizo esto está ahora escrito en los registros de la eternidad. Como ocurre, tanto Zacarías como su hijo fueron llamados, en las providencias del Señor, a entregar sus vidas como parte de las misiones que les fueron asignadas desde lo alto; ambos murieron a causa de las ansiedades desenfrenadas de reyes dementes. “Cuando el edicto de Herodes salió para destruir a los niños pequeños”, como enseñó el profeta José Smith, “Juan tenía unos seis meses más que Jesús, y cayó bajo este edicto infernal, y Zacarías hizo que su madre lo llevara a las montañas, donde fue criado con langostas y miel silvestre. Cuando su padre se negó a revelar su lugar de escondite, y siendo el sumo sacerdote en el Templo ese año, [él] fue asesinado por orden de Herodes, entre el pórtico y el altar, como dijo Jesús.” (Enseñanzas, p. 261; Mateo 23:35).
Zacarías ministra en el Templo
(Lucas 1:5-10; JST, Lucas 1:8-9)
Dos veces al año, en abril y octubre, los sacerdotes de la división de Abías, llamada así por Abías, viajaban desde sus pueblos hacia la Casa del Señor en Jerusalén, para cumplir con su turno de una semana realizando los sagrados ritos y ordenanzas que durante quince siglos habían sido el centro de la adoración de Israel. Uno de estos sacerdotes, Zacarías, cuya esposa, Elisabet, era estéril y ya estaba en edad avanzada para concebir, vivía en un pueblo en la región montañosa de Judea, que se cree que era Hebrón. Era el mismo lugar donde Abraham había vivido con Sara, quien también era estéril y ya estaba en edad avanzada cuando el Señor mismo consideró oportuno decirle al Padre de la Fe que su amada Sara concebiría y daría a luz a Isaac, a través de quien las bendiciones del pacto abrahámico continuarían.
Era octubre, el otoño del año, cuando Zacarías dejó a su amada Elisabet—ambos ya en el otoño de sus vidas—para viajar unos veinte solitarios kilómetros hacia Jerusalén. Al menos, era costumbre dejar a los miembros de la familia en casa, ya que los sacerdotes vivían en el templo mismo durante su semana de ministerio. Pero tal vez fue con otros sacerdotes de su división, y si fue así, como era común entre ellos en esa era de gran expectativa, habrían discutido sobre la Consolación de Israel que debía venir y liberar a su pueblo.
Según lo que podemos determinar con mayor certeza, el mes fue octubre y el año fue el 6 a.C. Herodes el Grande, quien murió en el 4 a.C., estaba concluyendo su largo, maligno y sangriento reinado. Gentil de nacimiento, judío de creencias y gobernando con autorización romana, Herodes vivió en la época en que el cetro se apartaba de Judá para dar paso a la venida de Shiloh. Y, ¿qué sería más natural que los sacerdotes, al viajar al templo para realizar sacrificios en similitud con ese Shiloh a quien esperaban, y anhelando la liberación del dominio romano, discutieran sobre su tan esperado Libertador?
En cualquier caso, Zacarías llegó al templo y caminó dignamente a través de sus portales sagrados, pues tanto él como la hija de Aarón, que estaba como su esposa, eran “justos ante Dios, caminando en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor sin culpa.” Con sus compañeros sacerdotes, luego echó suertes, como era la costumbre, para que cada uno de los hijos de Aarón que servían esa semana pudiera ser asignado a su tarea correspondiente. Había un servicio, favorecido por encima de todos los demás, que un sacerdote al que le tocara la suerte podría realizar solo una vez en la vida. Era el de quemar incienso sobre el altar de incienso en el Lugar Santo, cerca del Lugar Santísimo donde, en ocasiones, la misma presencia de Jehová se manifestaba. Y, he aquí, esta vez la suerte cayó sobre Zacarías; fue elegido por el Señor para realizar este gran servicio mediatorio en el que el humo del incienso, ascendiendo al cielo, simbolizaría las oraciones de todo Israel ascendiendo al trono divino.
Que Zacarías sería la figura central en el templo, a través de este servicio, lo sabían todos los adoradores reunidos; y que el mismo cielo respondería con una aprobación divina que resplandecería, pronto lo aprenderían.
En el atrio de los sacerdotes se encontraba el gran altar de piedras sin labrar sobre el que se ofrecían los sacrificios sagrados; este estaba visible para el pueblo. Se accedía al Lugar Santo a través de dos grandes puertas doradas. En este santuario estaban las dos mesas—una de mármol, la otra de oro—sobre las cuales los sacerdotes colocaban el candelabro con sus siete lámparas y, lo más importante, el altar del incienso.
Fue a este sagrado santuario al que Zacarías entró, acompañado de otro sacerdote que llevaba brasas encendidas tomadas del altar del sacrificio; estas las esparció sobre el altar del incienso y luego se retiró. Entonces, se convirtió en el privilegio del esposo de Elisabet rociar el incienso sobre las brasas encendidas, para que el humo ascendente y el olor simbolizaran las oraciones ascendentes de todo Israel. Este acto también es solo un tipo de lo que Juan vio en visión celestial y registró con estas palabras: “Y otro ángel vino y se puso de pie junto al altar, teniendo un incensario de oro; y se le dio mucho incienso, para que lo ofreciera con las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y el humo del incienso, que subía con las oraciones de los santos, ascendió delante de Dios desde la mano del ángel.” (Apocalipsis 8:3-4).
¿Qué oraciones hizo Zacarías en esta ocasión?
Ciertamente no, como muchos han asumido, oraciones de que Elisabet debería tener un hijo, aunque en tiempos pasados ese había sido el tema de las peticiones llenas de fe del sacerdote. Esta no era la ocasión para oraciones privadas, sino para oraciones públicas. Él estaba actuando por y en nombre de todo Israel, no solo por él mismo y Elisabet. Y la oración de Israel era por redención, por liberación del yugo gentil, por la venida de su Mesías, por libertad del pecado. Las oraciones de aquel que quemaba el incienso eran el preludio de la ofrenda sacrificial misma, que se hacía para poner al pueblo en sintonía con el Infinito, a través del perdón de los pecados y la purificación de sus vidas. “Y toda la multitud del pueblo estaba orando fuera en el tiempo del incienso”—todos orando, con un solo corazón y una sola mente, las mismas cosas que se expresaban formal y oficialmente por aquel cuyo destino era rociar el incienso en el Lugar Santo. Así se estableció el escenario para el evento milagroso que iba a suceder.
“Llamarás su nombre Juan”
(Lucas 1:11-13)
Mientras las nubes de dulce incienso ascienden al cielo, y mientras las oraciones de Zacarías suben a los oídos del Señor de toda la tierra—y no podemos evitar sentir que sus oraciones en esta ocasión fueron guiadas por el Espíritu y pronunciadas con una reverencia, un asombro y una profunda sensación de espiritualidad que rara vez se iguala—cuando sus expresiones de agradecimiento y sus peticiones de bendiciones y cosas buenas alcanzan su clímax, justo en ese momento, el velo se rasga. Gabriel está de pie ante él.
A la derecha del altar, cerca del Lugar Santísimo, donde Jehová mismo estaría si viniera personalmente, está Gabriel, el arcángel, el siguiente en autoridad al poderoso Miguel.
Después de tantos años, como heraldo de las cosas por venir, se oye nuevamente la voz de un ángel. Una vez más en Israel, como había sido casi siempre en tiempos antiguos, el rostro angelical es claramente visto en visión. Pronto los ángeles vendrán a otros, a muchos otros, y la larga noche de oscuridad pasará. Y pronto el propio Hijo de Dios ministrará entre los hombres y su persona será identificada por una voz celestial. La revelación comienza nuevamente en Israel: las perspectivas son brillantes para un gran derramamiento de verdad evangélica, y un humilde sacerdote, que incluso ha sido privado de semilla para llevar su sacerdocio después de él, es el receptor del mensaje enviado desde el cielo. Un nuevo día está amaneciendo en Israel.
Zacarías se siente turbado, temeroso, pero esa es una reacción normal; también lo fueron las de aquellos en tiempos antiguos en circunstancias similares. Su reacción es simplemente la de Padre Jacob, quien, al ver la visión de la escalera que llegaba hasta el cielo, con ángeles ascendiendo y descendiendo, exclamó: “¡Cuán terrible es este lugar! Este no es otro que la casa de Dios, y esta es la puerta del cielo.” (Génesis 28:10-22). Para calmar su mente perturbada, el ángel le habla: “No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada.” “Y el Señor concederá tu petición: La Consolación de Israel verdaderamente vendrá; Él liberará y redimirá a su pueblo: y, he aquí, el tiempo está cerca, porque tú has sido escogido para ser el padre de aquel que preparará el camino delante de Él.” “Y tu esposa Elisabet te dará un hijo, y llamarás su nombre Juan.”
Gabriel Anuncia la Misión de Juan
(Lucas 1:14-25)
Gabriel continúa hablando: “Tendrás gozo y regocijo en tu hijo, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque lo que se haga hoy estará en sus corazones, lo recordarán con alegría y lo contarán a otros. Y Juan será grande ante los ojos del Señor, de quien él testificará; no beberá vino ni licor fuerte, porque será como si fuera un nazareo de por vida, pues será como aquel que ha hecho un voto y ha sido apartado para una obra especial durante todos los días de su vida.
Y será lleno del Espíritu Santo, incluso desde el vientre de su madre, de manera que antes de nacer, el Espíritu Santo vendrá sobre él, y saltará de gozo en presencia de la madre de su Señor.
Y muchos de los hijos de Israel se volverán al Señor su Dios, porque él proclamará el arrepentimiento, bautizará para la remisión de los pecados y hará que muchos sigan al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y él irá delante del Señor, que es el Cristo, en el espíritu y el poder de Elías, preparando el camino, haciendo los lugares ásperos lisos y los torcidos rectos. Incluso hará volver los corazones de los desobedientes, que son los hijos de los profetas, a sus justos padres, que vieron este día y profetizaron sobre él, y los corazones de los padres se alegrarán de que sus hijos en la tierra crean en ese Mesías cuya vida y trabajos ellos vieron.
Y a través de todo lo que él haga, preparará a un pueblo listo para el Señor, y este pueblo entonces seguirá a su Mesías y será salvo.”
Gabriel cesó de hablar. Zacarías, asombrado y maravillado—tal vez abrumado de que todo esto pudiera suceder a personas tan mayores como él y Elisabet, tal vez guiado por el Espíritu en lo que preguntó—le dijo al visitante celestial, como si estuviera en un espíritu de incredulidad: “¿Cómo sabré que estas cosas ocurrirán?”
¿Por qué necesitaba una señal?
¿No basta la palabra de aquel que está en la presencia de Dios? ¿Puede ser que el propósito principal de su pregunta fuera proporcionar una ocasión para que “el hombre Gabriel” hiciera algo que haría que los presentes, y todos los que oyeran el relato después, supieran que la mano del Señor estaba en los eventos de ese día? Si Zacarías hubiera salido del Lugar Santo, dado la bendición usual al pueblo y luego hubiera dicho que había visto a un ángel y que su esposa estéril, aunque ya de edad avanzada, tendría un hijo, y luego, en efecto, ella lo hubiera tenido, habría sido algo dramático. Pero, ¿cuánto más impresionante se volvió cuando Zacarías salió tanto sordo como mudo, de manera que no pudo hablar ni dar la bendición usual al pueblo allí reunido, y—y conviene señalar—de manera que no pudo escuchar lo que los demás decían, ni siquiera más de nueve meses después, cuando el joven Juan fue llevado el octavo día al templo para ser circuncidado? En esa ocasión, los presentes tuvieron que hacer señales a Zacarías, que era sordo, antes de que pudiera indicar por escrito cuál debía ser el nombre de su hijo.
Inmediatamente después de los acontecimientos de este día sin precedentes—el día en que los ministros angelicales comenzaron de nuevo a comunicarse con sus compañeros mortales—Elisabet concibió, y se regocijó de que el Señor había quitado el reproche de la esterilidad, porque, desde el día en que Raquel dijo “Dame hijos, o si no, muero” (Génesis 30:1), así se consideraba en Israel.
Luego Elisabet se retiró del ojo público hasta el día en que María, ella también entonces embarazada, la visitó en el pueblo montañoso de Hebrón.
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Capítulo 18
La Anunciación a María
He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel. (Isaías 7:14)
Y vi la ciudad de Nazaret: y en la ciudad de Nazaret vi a una virgen, y era sumamente hermosa y blanca…. [Sí], una virgen, más hermosa y justa que todas las demás vírgenes. (1 Nefi 13-15)
“¿Conoces la Condescendencia de Dios?” (1 Nefi 11:16)
Juan está ahora concebido en el vientre de Elisabet; el hijo de Zacarías pronto nacerá: el precursor de nuestro Señor, destinado a ser seis meses mayor que Él, pronto respirará el aliento de vida. Las palabras de Gabriel se están cumpliendo, y pronto el Hijo de Dios debe ser engendrado, concebido, nacido y puesto en un pesebre.
Pero, ¿cómo puede un Dios nacer en mortalidad? ¿Cómo puede el Eterno tomar sobre sí carne y sangre, y dejar que se le forme como un Hombre? Un niño—cualquier niño, incluido el Niño—debe tener progenitores: debe tener padres, tanto un padre como una madre. Gabriel pronto le dirá a la Virgen de Galilea que ella será la madre. En cuanto al padre—es Elohim. El Hijo de Dios tendrá a Dios como su Padre: así de simple, y no podría ser de otra manera. La doctrina de la Hija Divina está en la base de la verdadera religión: sin ella, Cristo se convierte solo en otro hombre, un gran maestro moral, o lo que sea, sin poder para redimir, redimir y salvar.
Después de haber visto en visión—más de seiscientos años antes de que los eventos mismos se llevaran a cabo—la ciudad de Nazaret y una virgen amable y hermosa allí, Nefi fue preguntado por un ángel: “¿Conoces la condescendencia de Dios?” Respondió diciendo que conocía el amor del Señor por sus hijos, pero no la respuesta completa a la profunda pregunta formulada por los labios angelicales. Luego el ángel respondió a su propia pregunta diciendo: “He aquí, la virgen que ves es la madre del Hijo de Dios, según la manera de la carne.” Es decir, la condescendencia de Dios radica en el hecho de que Él, un Ser exaltado, desciende de su trono eterno para convertirse en el Padre de un Hijo mortal, un Hijo nacido “según la manera de la carne.”
Inmediatamente después de escuchar estas palabras, Nefi vio que la virgen “fue arrebatada en el Espíritu: y después de que ella fue arrebatada en el Espíritu durante un tiempo,” Nefi vio “de nuevo a la virgen, llevando un niño en sus brazos.” Entonces el ángel dijo: “He aquí el Cordero de Dios. ¡Sí, el Hijo del Padre Eterno!” Ser “arrebatado en el Espíritu” significa ser transportado corporalmente de un lugar a otro, como lo muestra el hecho de que Nefi, en el mismo momento en que contemplaba estas visiones, había sido “arrebatado en el Espíritu del Señor” y llevado corporalmente “a una montaña muy alta,” que nunca “antes había visto,” y sobre la cual “nunca antes” había puesto su “pie.” (1 Nefi 11:1, 13-21.)
Sin sobrepasar los límites de la profecía al decir más de lo que es apropiado, digamos esto: Dios el Todopoderoso: el Creador, Preservador y Sostenedor de todas las cosas: el Omnipotente, por quien los cielos siderales vinieron a existir, quien creó el universo y todo lo que en él hay: Él por cuya palabra existimos, quien es el Autor de esa vida que ha estado en marcha en este sistema durante casi 2,555,000,000 de años: Dios el Todopoderoso, quien una vez habitó en una tierra propia y ahora ha ascendido al trono de poder eterno para reinar en gloria eterna; quien tiene un cuerpo glorificado y exaltado, un cuerpo de carne y huesos tan tangible como el de un hombre; quien reina con equidad y justicia sobre los billones infinitos de sus hijos espirituales que habitan los mundos sin número que se van formando a su palabra—Dios el Todopoderoso, que es infinito y eterno, elige, en su sabiduría insondable, engendrar un Hijo, un Hijo Único, el Unigénito en la carne.
Dios, quien es infinito e inmortal, desciende de su trono, se une con uno que es finito y mortal para traer al mundo, “según la manera de la carne,” al Mesías Mortal.
¿Quién Declarará Su Generación?
(Mateo 1:1-17; Lucas 3:23-38; JST, Lucas 3:30-31, 45)
Si Dios, quien es eterno, desciende de su lugar alto y santo para engendrar a un Hijo Unigénito “según la manera de la carne,” ¿quién puede saberlo? ¿Cómo puede tal conocimiento maravilloso ser dado a los hombres carnales? Puede ser fácil encontrar a alguien que afirme ser la madre, pero ¿cómo puede saberse con certeza su selección para tal posición exaltada de maternidad? ¿Quién declarará la generación del Mesías?
Es cierto, Él viene en la plenitud de su propio tiempo para cumplir todo lo que se ha hablado—con respecto a esa venida y ministerio—por las bocas de todos los santos profetas desde el principio del mundo: Él viene para merecer toda la alabanza, adoración, agradecimiento, reverencia y culto que ha morado previamente en los corazones de los justos de todas las edades anteriores; Él viene para hacer de la carne su tabernáculo, para tomar sobre sí la forma de los hombres, y para hacer la voluntad del Padre cuyo Hijo es. Pero ¿quién declarará su generación? ¿Quién conoce su génesis? ¿O quién puede decir de dónde y cómo vino? ¿Quiénes son sus padres? Cuando Dios tiene un Hijo, ¿cómo puede saberse esto entre los hombres mortales?
Mateo identifica su Evangelio como “El libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham.” Luego da una genealogía hasta “José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Cristo.” Lucas comienza con este mismo José y rastrea la genealogía hasta “Adán, que fue el hijo de Dios,” o como lo tiene la Traducción de José Smith, “Adán, que fue formado por Dios, y [fue] el primer hombre sobre la tierra.”
Las genealogías de Mateo y Lucas aparentemente no concuerdan, sin embargo, de hecho, ambas juntas dan una imagen perfecta de lo que está involucrado. Ambas pretenden dar la genealogía de José, cuya línea sanguínea no está involucrada, pero que era de la línea real. Generalmente se acuerda que el relato de Mateo da la línea real y, por lo tanto, registra los nombres de aquellos cuyo derecho era sentarse en el trono de David, y que el registro de Lucas contiene la ascendencia personal del esposo de María. Mateo dice que José era hijo de Jacob, y Lucas dice que era hijo de Elí. Sin embargo, parece que Jacob y Elí eran hermanos, y que Elí era el padre de José y Jacob el padre de María, lo que hace que José y María fueran primos hermanos con las mismas líneas ancestrales. Qué adecuado es que el Nuevo Testamento preserve tanto una genealogía real como una personal de estos dos, para que no haya duda, ni por sangre ni por derecho real, sobre el noble y exaltado estatus del Hijo de David.
“Si Judá hubiera sido una nación libre e independiente, gobernada por su soberano legítimo, José el carpintero habría sido su rey coronado; y su sucesor legítimo en el trono habría sido Jesús de Nazaret, el Rey de los Judíos.” (Talmage, p. 87)
Pero nuestra pregunta aún persiste: “¿Quién declarará su generación?” (Isaías 53:8). Y la respuesta es: Dado que estamos tratando con cosas espirituales, que solo pueden ser conocidas por el poder del Espíritu Santo, nadie puede declarar la generación de “Jesús, llamado Cristo” excepto por el poder del Espíritu Santo. “Nadie puede decir [saber] que Jesús es el Señor, sino por el Espíritu Santo.” (1 Corintios 12:3). No hay otro camino. Cuando los teólogos de nuestro tiempo niegan la Hija Divina, están testificando así que el Espíritu Santo no habla a través de sus bocas, y que ellos son, como consecuencia, falsos profetas.
Y así es que Mateo, quien, en toda la majestad de su oficio apostólico, asumió la responsabilidad de presentar la ascendencia de nuestro Señor, procede a hablar de su nacimiento de una virgen, como lo recitaremos a continuación.
Gabriel Viene a María
(Lucas 1:26-38; JST, Lucas 1:28-29; 34-35)
Los ángeles, dice Alma, vienen a hombres, mujeres y niños para impartir la palabra de Dios. (Alma 32:23). Y nunca hubo un caso en que la ministración angelical fuera más merecida, o sirviera a un propósito más grande, o se manifestara de una manera más dulce y tierna, que cuando Gabriel, que está en la presencia de Dios, vino a María para anunciarle su llamado divino de ser la madre del Hijo de Dios. Ella, en ese momento, vivía en Nazaret, una ciudad de Galilea, ubicada a unos ochenta kilómetros al norte de la Ciudad Santa y el Templo Santo, donde por última vez se había visto la forma angelical y escuchado la voz angelical.
María estaba desposada con José, lo que significa que había hecho un contrato formal de matrimonio con él, que aún tenía que completarse en una segunda ceremonia antes de que comenzaran a vivir juntos como marido y mujer. Sin embargo, ella era considerada por la ley como su esposa; el contrato solo podía romperse mediante un “certificado de divorcio” formal, y cualquier infidelidad de su parte sería clasificada como adulterio, por lo cual Jehová había decretado antiguamente la muerte como castigo.
Los fieles judíos oraban en sus hogares tres veces al día—en el momento de la ofrenda matutina, al mediodía y en el momento del sacrificio vespertino. Tal vez en ese momento (porque el velo se adelgaza cuando las oraciones fluyen del corazón) el hombre Gabriel “vino” a su humilde hogar. Ella estaba sola; sus ojos espirituales estaban abiertos; y vio al ministro del cielo. Él habló: “Salve, tú, virgen, que has hallado gracia ante el Señor. El Señor está contigo, porque tú eres elegida y bendita entre las mujeres.”
Es comprensible que la humilde, quizás incluso tímida y reservada, doncella de Nazaret se sintiera turbada por tan generoso elogio de uno enviado desde el otro mundo y que hablaba solo la verdad. Sintiendo sus sentimientos, Gabriel continuó: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Y he aquí, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús.”
Jesús, bendito nombre—significando Jehová es salvación—¡su Hijo para ser un Salvador! ¿Había alguna vez esperado o pensado que el Mesías, esperado por su pueblo, nacería como su Hijo? ¿Había el Espíritu, incluso antes de que llegara Gabriel, susurrado algún mensaje de esperanza o consuelo o expectativa al alma de una mujer tan sintonizada con las cosas espirituales como ella lo estaba?
Pero había más, diciéndole en palabras claras el estatus, la misión y el dominio de aquel que sería su Hijo: “Él será grande, y será llamado Hijo del Altísimo: y el Señor Dios le dará el trono de su padre David: Y reinará sobre la casa de Jacob para siempre; y de su reino no habrá fin.”
“El Hijo del Altísimo”—¡el Dios Supremo será su Padre! “El trono de su padre David”—¡el símbolo de toda la esperanza, el triunfo, la gloria, la libertad y la liberación judía! ¡Un reino eterno—el reino de nuestro Dios y de su Cristo, y reinarán por los siglos de los siglos!
María preguntó: “¿Cómo será esto, pues no conozco a hombre?” Obviamente, ella podría, en el momento apropiado, conocer a José, y él podría ser el padre de todos sus hijos, no solo de aquellos que vendrían después del Primogénito. Ella lo sabía. Pero ya tenía en su mente el concepto de que el Hijo prometido no debía originarse de ningún poder en la tierra. Este hijo debía ser él mismo todopoderoso—¡el Hijo Todopoderoso de Dios! ¿Cómo y por qué medio y a través de qué instrumento se logra tal concepción?
Gabriel explica: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo tanto, también aquel santo ser [mejor, ese santo niño] que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios.”
Una vez más, la respuesta es perfecta. Hay un poder más allá del hombre. Cuando Dios está involucrado, Él usa a su ministro, el Espíritu Santo, para cubrir a la futura madre y llevarla en el Espíritu. Ella concebiría por el poder del Espíritu Santo, y Dios mismo sería el padre. Es su Hijo de quien habla Gabriel. Un hijo es engendrado por un padre: ya sea en la tierra o en el cielo, es lo mismo.
El gran mensaje ha sido proclamado. Quien está en la Presencia Divina ha traído el gran anuncio a la que llevará la Presencia Divina en su seno. Ahora Gabriel le habla a María de cosas personales: “Y he aquí, tu prima Elisabet, ella también ha concebido un hijo en su vejez; y este es el sexto mes para ella, que era llamada estéril. Porque para Dios nada hay imposible.”
Esta noticia debía ser una señal para María de la verdad del gran mensaje que la precedía. Elisabet, avanzada en años y pasada la edad para concebir, iba a tener un hijo, porque con Dios nada es imposible, así como también a Sara, igualmente avanzada en años y pasada la edad para concebir, se le prometió un hijo por el Señor, quien dijo: “¿Hay algo que sea demasiado difícil para el Señor?” (Génesis 18:14). El anuncio de Gabriel sobre Elisabet fue un consejo tácito para que María fuera y recibiera consuelo y ayuda de su prima, a quien sin duda amaba y reverenciaba—la inferencia es que la madre de María ya había muerto—y quien, estando ella misma embarazada de manera milagrosa, podría hablar paz al corazón de la joven virgen como ningún otro mortal podría hacerlo.
Entonces María dio la respuesta que ocupa un lugar de obediencia sumisa y conformidad divina, junto con la que dio el Amado y Escogido en los concilios de la eternidad. Cuando fue elegido para ser el Redentor y poner en práctica los términos y condiciones del plan de su Padre, él dijo: “Padre, hágase tu voluntad, y la gloria sea tuya para siempre.” (Moisés 4:2). María dijo simplemente: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí conforme a tu palabra.” Gabriel entonces partió.
Habiendo dicho esto, María se contentó hasta que la concepción divina se cumplió, y luego se levantó y se fue rápidamente a ver a su prima Elisabet, a más de cien millas de allí, en Hebrón de Judea.
María visita a Elisabet
(Lucas 1:39-45; JST, Lucas 1:43-44)
Aquí hay un gran drama. Apenas podemos concebir lo profundas que fueron las emociones, o qué ansiedades y temores invadieron los tiernos sentimientos de María y Elisabet. Tampoco podemos imaginar cómo se sintió José al enterarse de que su prometida estaba embarazada de otro, o cómo se sentía Zacarías, tan humillado y castigado, pero al mismo tiempo exaltado y gozoso, mientras meditaba sobre lo que había ocurrido en el Lugar Santo.
Zacarías ya no podía hablar ni oír. Por un momento dudó de la voz angelical, y la pena por su incredulidad descansaba pesadamente sobre él. Durante más de nueve meses estuvo completamente apartado de la comunión normal y de los intercambios habituales con sus amigos de Judea. Suponemos que cumplió con sus deberes sacerdotales lo mejor que pudo, incluso viajando nuevamente al templo después de un intervalo de seis meses, para su semana asignada de servicio ceremonial. Sin duda escribió, para que Elisabet lo leyera, el relato del ángel que se presentó entre el altar de incienso dorado y los candelabros de siete brazos, y proclamó que ella y él traerían al que prepararía el camino para el gran Mesías. Y ahora Elisabet, embarazada en su edad avanzada, necesitaba cuidados y atención especiales. Las pruebas de la vida y las pruebas y ansiedades de la mortalidad seguramente aumentaban en la vida de este piadoso sacerdote que aún continuaba, como siempre, caminando sin culpa ante el Señor.
Elisabet—una hija de Aarón, dotada espiritualmente y rica en fe— también estaba siendo probada, purificada y refinada. Con un hijo en sus años avanzados, enfrentando problemas ajenos a las mujeres más jóvenes que tienen hijos, emocionalmente turbada, temerosa de enfrentar a sus amigas de siempre, “se ocultó por cinco meses,” para regresar a sus asociaciones normales justo antes de la visita de María. Que estaba sobrecogida por el honor de llevar en su vientre al que prepararía el camino para el Rey de Israel, podemos imaginarlo bien. Que el fruto de su vientre era tan importante en el plan del Señor, y que el mismo Gabriel vino a anunciar la concepción, era casi incomprensible para los humanos. La fiel Elisabet estaba siendo probada y recompensada.
José—un hombre justo, uno que amaba al Señor y esperaba la Consolación de Israel— ¿qué fuego purificador debió haber atravesado durante las semanas y meses antes de que Gabriel hablara paz a su alma? ¡María—su amada, la que le había dado un escrito de desposorio, la más hermosa y espiritualmente dotada de todas las vírgenes de la tierra—su esposa desposada, ella estaba embarazada de otro! ¡La alegría y el regocijo, el agradecimiento y el sonido de la melodía—una vez estos habían llenado su alma! Ahora había desánimo y desesperación. ¿Qué debía hacer? Seguramente no podía hacerla un ejemplo público. Ella no debía cargar con el oprobio del adulterio. Sí, mejor la apartaría en privado: aliviaría su carga lo mejor que pudiera.
¿Y María—qué de ella? ¿Debía su prueba ser más fácil, sus pruebas mortales disminuidas, porque llevaba en su vientre al Hijo del Altísimo? ¿Debía ser libre de las cargas que soportaron Sara y Miriam—quien llevaba su mismo nombre en hebreo—y las otras grandes mujeres de la línea abrahámica? No. Más bien, ¿no deberían ser sus cargas mayores? Siempre que hubo un gran profeta—Moisés, Elías, Isaías, Nefi, José Smith—¿quién no fue probado hasta el límite? Siempre que las mujeres que estuvieron a su lado fueron liberadas de las pruebas y tribulaciones de la mortalidad? ¡Cuanto mayor el profeta, más severa la prueba! ¡Cuanto más noble la mujer, más se le llama a cargar! Fue el Hijo de Dios quien descendió por debajo de todas las cosas para que pudiera ascender a alturas desconocidas. Fue su madre quien estuvo sujeta a las circunstancias más duras para que ella también pudiera ascender al trono del poder eterno, como lo hicieron Rebeca, Raquel y sus antepasadas.
Y así encontramos a María, de unos quince años, sin experiencia para enfrentar las pruebas de la vida, comprometida para casarse con aquel a quien amaba, pero con un hijo por el poder del Espíritu Santo. La encontramos en una ciudad de Galilea—ruda, áspera, la Galilea no templada donde un pueblo autojusto estaba rápido para condenar, siempre listo para castigar; donde la lengua de los chismes cortaría sus sentimientos tiernos hasta lo más profundo; donde se convertiría en un objeto de burla entre sus amigos y familiares, pues ella había (como lo verían ellos) cometido el pecado siguiente al asesinato en maldad. Los que vivían con ella no creerían su extraña historia de que un ángel había venido a ella—¡los ángeles ya no venían a los mortales, todo el mundo lo sabía!—ni que el Todopoderoso mismo era el padre de lo que estaba en su vientre; no creerían estas afirmaciones más de lo que creerían el testimonio del fruto de su vientre cuando él testificara en su propia ciudad que él era el Mesías de quien habló Isaías.
¿Qué curso, entonces, estaba abierto para la joven virgen? ¿A dónde podría ir en busca de la ayuda, el consuelo y la guía que tanto necesitaba? ¿No había señalado Gabriel el camino? “Ve a tu prima Elisabet,” le dijo. “Ella te confortará y sostendrá. Ella también está embarazada de manera milagrosa—ella entenderá. Es sabia y experimentada. Ella te aconsejará y te ayudará, y el Señor te dará poder para superar.” Así encontramos a María enfrentando las pruebas de la vida—habría otras, mientras su Hijo ministraba entre los hombres; cuando él colgara en la cruz; cuando yaciera en una tumba prestada; sí, habría otras, y sus problemas actuales no eran más que el principio de los dolores—pero la encontramos enfrentando sus problemas y, por su propia elección, huyendo al lado de Elisabet. La distancia era más de cien millas. Sin duda caminó; al menos, estaba en circunstancias difíciles y no podría haber costeado otros medios de viaje. Ciertamente fue acompañada—un hermano y una hermana y otros miembros de la familia o parientes, quizás; no habría ido, en sabiduría, sola, acampando y enfrentando la constante amenaza de ladrones y bandidos. Pero fuera como fueran los arreglos, el viaje fue completado. Elisabet ya no estaba en reclusión, y María “entró en la casa de Zacarías, y saludó a Elisabet.”
Entonces ocurrió el milagro. Cuando las pruebas pasaron y la humilde suplicante permaneció fiel a cada pacto y confianza, el Señor habló. Así, “aconteció que, cuando Elisabet oyó la salutación de María, el niño saltó en su vientre: y Elisabet fue llena del Espíritu Santo.”
Elisabet fue llena del Espíritu Santo—el mismo Espíritu Santo que habló por la boca de todos los profetas santos; el mismo poder de lo alto que cayó sobre Pedro en las costas de Cesarea de Filipo, cuando dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:13-16); el mismo Consolador cuya compañía sería ofrecida a todos los santos en el día de Pentecostés—¡el Espíritu Santo vino sobre Elisabet! Ella se convirtió en un testigo viviente, por revelación, de lo que Gabriel le había dicho a María.
Y el Espíritu Santo también vino sobre el bebé no nacido, porque todo el ser de Elisabet fue lleno con ese poder divino. Siempre es un milagro cuando el Espíritu Santo desciende sobre un ser mortal, y ese hecho mismo hace que el receptor sea un profeta. Pero es más que un milagro cuando el Espíritu ilumina la mente y vivifica el intelecto de una alma humana que aún está en el vientre de su madre; y ¿no debemos concluir que tal receptor de la verdad divina es más que un profeta? Así es como el Bautista sería designado por nuestro Señor en su debido tiempo.
Fue, en esta ocasión sagrada, como si el no nacido Juan—quien en vida diría: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29)—estuviera dando testimonio antes de su nacimiento, por la boca de su madre, la única boca que podría entonces expresar sus palabras.
Entonces Elisabet—hablando por sí misma y por su bebé no nacido, y repitiendo los sentimientos en el corazón de Zacarías, porque él también creía—se dirigió a María con lo que ya había escuchado de los labios de Gabriel: “Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre.” Luego preguntó, y la pregunta misma era un testimonio: “¿Y por qué me es dado este honor, que la madre de mi Señor venga a mí?” Como explicación, Elisabet continuó con sus palabras proféticas: “Porque he aquí, tan pronto como la voz de tu salutación llegó a mis oídos, el niño saltó en mi vientre de gozo.” Y bendita eres tú que creíste, porque se cumplirán las cosas que te fueron dichas por el ángel del Señor.”
María había creído en Gabriel y todo lo que él le había dicho con respecto a la divina concepción de su Hijo, y en relación con su nacimiento, vida, ministerio y misión.
¿Sería inapropiado insertar aquí un placentero hecho histórico? Aquí se habían reunido, por así decirlo, los primeros cristianos del tiempo de Jesús, y estaban celebrando su primera reunión. María y Elisabet, ambas verdaderas creyentes, estaban presentes, y ellas predicaron los sermones. Juan, en la carne en el vientre de su madre, también creyente, dejó oír su testimonio. Suponemos que Zacarías estaba allí y que podía sentir el espíritu de la reunión, aunque por el momento, y hasta que Juan naciera, sus labios estaban sellados y sus oídos tapados. Aquellos que viajaban con María—probablemente incrédulos y no cristianos, por decirlo de alguna manera—también pudieron haber sido testigos de la escena y sentir el espíritu de los participantes. No hace falta decir que el relato preservado para nosotros por Lucas—y su fuente debe haber sido la bendita Virgen misma—está abreviado y no cuenta todo lo que se habló entre las dos primas, cuyos hijos cambiarían la historia del mundo.
María, sin embargo, ahora estaba en buenas manos. Elisabet era sabia y podía ayudar, y lo que era más importante, el Señor había revelado ahora a Elisabet—y cuán a menudo la revelación viene a la mujer, como a Rebeca, así como al hombre, como a Isaac—que María era la que debía llevar al Hijo de Dios. Había otro testigo; María ya no tenía que cargar con la carga sola. Ahora, si tan solo José también pudiera saber—y eso también estaba por venir.
El Magnificat
(Lucas 1:46-56; JST, Lucas 1:46, 48-49)
Elisabet, movida por el Espíritu Santo, rinde homenaje a María como la madre del Hijo de Dios, un homenaje que era merecido y verdadero y continúa hasta el día de hoy como el testimonio perfecto de la bondad y la gracia de ella, que fue preordenada para llevar al Hijo de Dios.
Entonces María responde. Sus palabras están inspiradas por la misma fuente; ella también está llena del Espíritu Santo, y lo que dice, como lo de su prima antes de ella, es la voz del Señor escuchada a través de sus labios. Las palabras de María—apropiadamente—rinden homenaje al Padre, porque fue por medio de Él que ocurrió la concepción de su Hijo, y que ella, una virgen, debería dar a luz a un Hijo.
Las expresiones salmódicas de alabanza y agradecimiento siempre han sido parte de la más alta tradición del pueblo israelita. Los Salmos de David, Salomón, Moisés y otros, preservados en el Antiguo Testamento, todavía se leen y cantan en las iglesias de la cristiandad. Grandes expresiones salmódicas de Nefi se encuentran en el Libro de Mormón. Miriam, una profetisa, la hermana de Aarón, lideró a las mujeres de Israel en un salmo de alegría después de que cruzaron el Mar Rojo. Débora, una profetisa que juzgó a Israel en su tiempo, cantó un gran himno de alabanza cuando el Señor, por su intervención, mató a Sísara y salvó a Israel del rey de Canaán. Ana, la madre de Samuel, estalló en un gran elogio de alabanza cuando entregó a su hijo a Elí. Y ahora María, llena del mismo Espíritu y exhibiendo un profundo conocimiento de la historia del Antiguo Testamento y del idioma y los conceptos hebreos, pronuncia uno de los grandes salmos de alabanza de todos los tiempos.
Mi alma engrandece al Señor.
Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
Porque ha mirado la baja condición de su sierva:
He aquí, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Porque el Poderoso ha hecho en mí grandes cosas;
Y su nombre es santo.
Y su misericordia es para los que le temen
De generación en generación.
Ha hecho proezas con su brazo;
Ha dispersado a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Ha derribado a los poderosos de sus tronos,
Y ha exaltado a los humildes.
Ha colmado de bienes a los hambrientos,
Y a los ricos ha despedido vacíos.
Ha ayudado a su siervo Israel,
Acordándose de su misericordia.
Como habló a nuestros padres,
A Abraham y a su descendencia para siempre.
La condescendencia de Dios se ha manifestado: se declara la generación de nuestro Señor. Gabriel ha aconsejado a María, y Elisabet la ha consolado. El Espíritu Santo ha descendido sobre dos grandes mujeres y un niño no nacido. Se han hablado cosas maravillosas, y ahora solo queda que José, el carpintero de Galilea, reciba del cielo el mensaje divino, y el corazón de María estará entonces en paz.
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Capítulo 19
La Anunciación a José
“Y será llamado Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, El Padre de los cielos y la tierra, El Creador de todas las cosas desde el principio; Y su madre será llamada María.” (Mosíah 3:8)
“¿De quién es hijo?”
(Mateo 1:18)
Hemos hablado de la condescendencia de Dios al engendrar a un Hijo Mortal; hemos identificado a aquellas personas guiadas por el Espíritu que tienen el poder de declarar la generación de un Ser Divino, uno de los cuales es Mateo; y ahora tomamos su testimonio respecto a de dónde y por qué medio nuestro Señor obtuvo la mortalidad. Después de recitar las generaciones de los mortales desde Abraham hasta “José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo,” una recitación que parece ser la línea real del esposo de María, Mateo llega al corazón del asunto al decir: “El nacimiento de Jesús el Cristo fue de esta manera: Cuando su madre María estaba desposada con José, antes de que se juntaran, se halló que estaba encinta del Espíritu Santo.”
El asunto está claramente planteado. María es la madre, un hecho que nadie cuestiona. Pero, ¿qué significa estar “encinta del Espíritu Santo”? ¿Quién es el Padre del Hijo de María?
Suponemos que aquellos en la cristiandad que creen en los credos se enfrentan aquí a un obstáculo insuperable. Esos credos claramente recitan—si tal palabra puede usarse para describir el laberinto de lenguaje contradictorio encontrado en ellos—y las doctrinas basadas en esos credos claramente recitan, que Dios es una esencia espiritual que llena la inmensidad del espacio, y que está en todas partes y en ninguna parte de manera particular presente. Hablan de una presencia inmanente y moradora en toda la inmensidad; de tres Dioses en uno, que están sin cuerpo, partes o pasiones; de un ser espiritual (si se le puede llamar así), en quien vivimos, nos movemos y existimos; y, al decir que Dios es un espíritu, los credos entrelazan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en un solo ser, esencia o poder, en el cual ninguno de los tres puede separarse de los otros. Se dice que cada designación es una manifestación variante de la misma fuerza, ley o poder, o lo que sea. Aquellos que afirman esto, y suponemos que creen en ello, hacen un gran esfuerzo por especificar que no hay nada personal, en un sentido antropomórfico, acerca del Dios o los Dioses que adoran; que todas las declaraciones escriturales en contrario son simplemente relatos que se escribieron de esa manera para fines de enseñanza; y que sus significados claros deben ser espiritualizados en este día más iluminado.
Suponemos, por lo tanto, que aquellos que creen de esta manera tienen dificultades para determinar la paternidad del Hombre de Galilea. Sabemos que a veces interpretan la expresión “encinta del Espíritu Santo” para significar que el Espíritu Santo fue el Padre de Cristo, lo cual, desde su punto de vista, no presenta un problema particular porque no ven ninguna diferencia entre o entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de todos modos.
Para aquellos, sin embargo, que saben que la Divinidad está compuesta por tres personas separadas y distintas, que son uno en espíritu y poder, el asunto adquiere un aspecto muy diferente. El Padre es una persona de tabernáculo; tiene un cuerpo de carne y huesos tan tangible como el de un hombre; está en un solo lugar a la vez; vive, se mueve y tiene ser; su influencia se extiende a través de toda la inmensidad, pero es un Ser personal en cuya imagen el hombre ha sido creado, y es el Padre de los espíritus de todos los hombres. El Hijo fue una persona espiritual, el primogénito del Padre, durante ese infinito largo período antes de que naciera en la mortalidad; desde su resurrección ha sido y continuará siendo un Hombre Santo exaltado y perfeccionado, en forma, apariencia e imagen como su Padre, quien también es una persona resucitada. El Espíritu Santo es una persona de espíritu, un hombre espiritual, un individuo, cuyo poder e influencia, sin embargo, se sienten a través de toda la inmensidad, como lo es el poder y la influencia del Padre y del Hijo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son todos personas masculinas.
El Hijo, que existió primero como un hombre espiritual, nació en la mortalidad como un hombre mortal; y ahora ha resucitado en la resurrección como un hombre inmortal. En lo que respecta a esta vida, nació de María y de Elohim; vino aquí como la descendencia de ese Hombre Santo que es literalmente nuestro Padre en los cielos. Nació en mortalidad en el sentido literal y completo como el Hijo de Dios. Es el Hijo de su Padre en el mismo sentido en que todos los mortales son hijos e hijas de sus padres.
La declaración de Mateo “encinta del Espíritu Santo” significa que María estaba embarazada por el poder del Espíritu Santo, no que el Espíritu Santo fuera el padre del fruto de su vientre. Las palabras de Mateo tienen el mismo significado que las que usó Gabriel con María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.” (Lucas 1:35). Tienen el mismo significado que las palabras usadas por Alma en una de sus grandes profecías mesiánicas: “El Hijo de Dios viene sobre la faz de la tierra,” dijo. “Y he aquí, él nacerá de María,… ella siendo virgen, un precioso y escogido vaso, quien será cubierto con la sombra y concebirá por el poder del Espíritu Santo, y dará a luz un hijo, sí, incluso el Hijo de Dios.” (Alma 7:9-10).
En lo que respecta a aquellos que entienden las escrituras y el plan de salvación, el problema no es “¿De quién es hijo?”—pues eso está bien establecido: él es el Hijo de Dios, nacido de la manera que hemos expuesto. El problema es, ¿fue el niño en el vientre de María el Hijo que había sido engendrado por el Padre? ¿Se habían unido Elohim y María para traer a la mortalidad al que aboliría la muerte y traería la vida y la inmortalidad a la luz a través del evangelio? ¿Era este niño el Salvador, el Redentor, el Libertador, el Rey de Israel?
Este fue el problema que confrontó a José, el carpintero de Galilea. Él debía encontrar la respuesta—por su propio bien, por el de María, y por el bien de todos los que después escucharían su testimonio.
Gabriel se presenta a José en un sueño.
(Mateo 1:19-25)
Cuando María le dijo a José que estaba embarazada por el poder del Espíritu Santo, su reacción no fue solo de asombro, tristeza y consternación, sino también de incredulidad. Su alma aún no había sentido las llamas del fuego refinador antes de que una verdad espiritual tan grande pudiera descansar fácilmente en su corazón; como con todos los hombres, su fe y su disposición para someterse a la voluntad divina en todas las cosas debían ser probadas.
Para María no fue fácil decirle al hombre que amaba que su relación era diferente de la de otras parejas fieles. ¡Y sin embargo, el propio Gabriel había traído la palabra! Cuando ella recitó a José lo que el embajador celestial le había dicho, por grandiosas y maravillosas que fueran las promesas, aún debió haber sido como una espada atravesando su alma, una espada que heriría sus sentimientos una y otra vez, hasta aquel día cuando, al pie de la cruz, lloraría por el Hijo que había traído al mundo.
Para José, fue el comienzo de un período de agonía e incertidumbre. Que él quería creerle a María, pero no lo hacía, se muestra en su determinación de “apartarla en privado” con el menor bochorno posible. Planeaba darle un acta de divorcio solo en presencia de dos testigos, como lo permitía la ley, en lugar de hacer que la disolución de su contrato de matrimonio fuera un asunto de conocimiento público y posible chisme. Debe haber sido en este punto cuando María se apresuró a ir a Hebrón para encontrar consuelo en los brazos de Elisabet.
José meditó y oró. ¿Estaba María embarazada por el poder del Espíritu Santo o de alguna otra manera? En cuanto al verdadero padre del niño no nacido, María lo sabía; Elisabet lo sabía; Zacarías lo sabía. Todos ellos recibieron su testimonio por revelación, y José ahora debía aprender por sí mismo de la misma manera. Como hemos visto, no hay manera para que nadie—ni José, ni el Hombre, ni ningún alma viviente—sepa y declare la generación del Hijo de Dios, excepto por los susurros del Espíritu Santo. José debía aprender por poderes más allá de los ejercidos por los hombres mortales que el hijo de María era el Hijo de Dios. Hasta que esto ocurriera, su matrimonio no podría completarse y su unión no podría consumarse; hasta que esto sucediera, la Sagrada Familia no podría perfeccionarse según el plan divino. Este conocimiento debía llegar a José para prepararlo para proporcionar la influencia paternal adecuada en el hogar de María durante los años infantiles y de madurez del Hijo cuyo Padre está en los cielos.
Fue en este punto de esperanza y fe que José prevaleció con el Señor. Sus oraciones fueron respondidas. “El ángel del Señor se le apareció en un sueño.” Su mensaje: “José, hijo de David”—porque José, al igual que María, era de la casa y linaje del mayor rey de Israel—”No temas recibir a María por mujer, porque lo que se ha concebido en ella es [por el poder] del Espíritu Santo. Y ella dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.”
¡Ahora José sabía! La duda se desvaneció. El círculo de verdaderos creyentes estaba creciendo. Él tenía el mismo testimonio, de la misma fuente, que María, Elisabet y Zacarías; y, según su ley, “en la boca de dos o tres testigos se establecerá toda palabra.” El Señor estaba proporcionando sus testigos, y pronto toda la nación y todo el mundo estarían obligados a creer, y eso a riesgo de su salvación. Cuán a menudo José dio el testimonio especial que le correspondía, no lo sabemos, pero que permaneció fiel a cada confianza y que cumplió la misión que le fue asignada por el Señor, no hay duda alguna.
En este punto, Mateo—cuyo hábito era señalar el cumplimiento de las profecías mesiánicas—dice que todas estas cosas se hicieron para cumplir la promesa de Isaías de que una virgen daría a luz un hijo llamado Emanuel, que significa “Dios con nosotros,” o en otras palabras, que el Hijo sería Dios en carne mortal. “Entonces José, despertando del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer; Y no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre Jesús.”
Bien podemos suponer que María le contó a José sobre su condición; que luego fue a ver a Elisabet; que José luchó con su problema durante casi tres meses, siendo completamente probado; que Gabriel le trajo la palabra; que José envió un mensaje a María sobre su conversión; que ella regresó de nuevo con prisa y gozo; que inmediatamente se realizó la segunda parte de la ceremonia de matrimonio; y que José, para preservar la virginidad de la que llevaba al Hijo de Dios, se abstuvo de tener relación sexual con ella hasta después de que Jesús naciera como su hijo.
El nacimiento de Juan.
(Lucas 1:57-63)
Zacarías está cansado de la maldición que lleva; ha llegado el tiempo de Elisabet: María, en su condición, para evitar la atención que acompañaría el nacimiento de Juan—debido a su concepción milagrosa en la avanzada edad de Elisabet—y para estar nuevamente con su amado José, ha regresado a Nazaret, y así, ahora nace Juan el Bautista. Los primos y vecinos de Elisabet, sabiendo del visitante celestial que anunció la venida de Elías del Señor, y sabiendo de la gran misericordia que el Señor había derramado sobre la esposa de Zacarías, se regocijaron con ella por el bendito nacimiento. El niño que se uniría a Moisés y a los profetas, entre las más grandes almas de la tierra, ya estaba en la tierra. Solo quedaba que su Señor viniera, y pronto la gloria de la nueva dispensación comenzaría a brillar en Israel y en todo el mundo.
Juan, quien como ningún otro hombre, nacido de mujer,
Juan, como un pico de hierro que el Creador
Encendió con el resplandor rojo de la mañana que se apresura—
Este, cuando el sol se levante y lo venza,
Permanecerá en su desolación brillante y despojado,
Pero no menos, el implacable pico
Lo flambeó como su señal hacia el aire más feliz.
Ahora el niño debe ser circuncidado; es la ley de Dios, en vigor desde Abraham, una señal, escrita en la carne, de su pueblo. “Y estableceré un pacto de circuncisión contigo,” le había dicho a Abraham, “y será mi pacto entre mí y ti, y tu simiente después de ti, en sus generaciones; para que sepas para siempre que los niños no son responsables ante mí hasta que tengan ocho años.” (JST, Gén. 17:11.) Los niños pequeños no son responsables, pero deben ser criados en la disciplina y admonición del Señor, para que, cuando se hagan responsables, sigan caminando en sus caminos y sean salvos. La circuncisión es la señal, cortada en la carne de modo que nunca pueda ser retirada ni olvidada, de que sus padres los han sometido, por adelantado y por medio de un “representante”, por así decirlo, al pacto abrahámico, el pacto que asegura a los fieles un aumento eterno, una progenie tan numerosa como la arena en la orilla del mar o como las estrellas en el cielo por su multitud.
“Por la circuncisión,” dice Edersheim, “el niño, por así decirlo, lleva sobre sí el yugo de la Ley, con todo el deber y privilegio que esto implica. … Era, según la tradición, como si el padre hubiera actuado sacrificando como Sumo Sacerdote, ofreciendo a su hijo a Dios en gratitud y amor; y simbolizaba esta verdad moral más profunda, que el hombre debe, por su propio acto, completar lo que Dios había iniciado primero.” El rito mismo probablemente comenzaba con “una bendición,” y después de que se realizaba, “el niño recibía su nombre en una oración,” ofrecida en estos términos: “Nuestro Dios, y el Dios de nuestros padres, levanta a este niño para su padre y madre, y que su nombre sea llamado en Israel Zacarías, hijo de Zacarías. Que su padre se regocije por el fruto de sus entrañas, y su madre por el fruto de su vientre,” todo en armonía con las diversas escrituras, tales como: “Tu padre y tu madre se alegrarán, y la que te parió se regocijará,” las cuales eran recitadas, junto con otras peticiones y expresiones de gratitud, como parte de la oración. (Edersheim 1:157-58; Prov. 23:25.)
Era una práctica común nombrar al primer hijo varón con el nombre del padre. Cuando los oficiantes intentaron hacerlo en este caso, Elisabet dijo: “No; será llamado Juan.” Ellos protestaron: seguro que ella quería seguir la costumbre y el patrón de sus padres: seguro que quería honrar el nombre del padre. “No hay ninguno de tu familia que se llame por este nombre,” dijeron. “Y le hicieron señas a su padre”—indicando que él era sordo además de mudo—”cómo le gustaría que lo llamara.” El padre del niño entonces escribió en una tablilla: “Su nombre es Juan,” Yojanán, que significa “la gracia o misericordia de Jehová,” en el caso de Juan, el que saldría a proclamar la bondad y gracia del Señor y el gran plan de misericordia que hizo la salvación disponible para el penitente.
El Benedictus.
(Lucas 1:64-80; JST, Lucas 1:67-78)
Herido de mudez por la palabra de Gabriel, Zacarías no pudo dar la bendición y la bendición a los adoradores que esperaban en ese día fatídico en el templo de Jerusalén. Ahora, con el nombramiento de Juan, probablemente en su propia casa en Hebrón, la lengua del mudo es desatada, y sus primeras palabras son gritos de alabanza, exultación y bendición. Él retoma donde lo dejó más de nueve meses antes, solo que esta vez el Espíritu Santo reposa poderosamente sobre él, y su himno de alabanza asciende a alturas gloriosas de grandeza. Las palabras antiguas de Zacarías eran expresiones de duda e incredulidad; sus nuevas palabras surgen con tonos de éxtasis y fe. En el intervalo, se ha suavizado; ha confesado su pecado de incredulidad; ha comunicado con el Señor; y ahora es dócilmente sumiso.
Lleno del Espíritu Santo, hablando como con la lengua de los ángeles, usando el lenguaje y los pensamientos encontrados en las numerosas bendiciones judías que había aprendido como sacerdote— mostrando así cómo una dispensación se desliza fácilmente hacia la siguiente—el antiguo sacerdote estalló con estas palabras:
Bendito sea el Señor Dios de Israel;
Porque ha visitado y redimido a su pueblo.
Y ha levantado un cuerno de salvación para nosotros,
En la casa de su siervo David,
Como habló por boca de sus santos profetas,
Desde que el mundo comenzó.
Para que seamos salvos de nuestros enemigos,
Y de la mano de todos los que nos odian;
Para hacer misericordia con nuestros padres,
Y para acordarse de su santo pacto;
El juramento que juró a nuestro padre Abraham,
Que nos concederá,
Que nosotros, siendo librados de la mano de nuestros enemigos,
Podamos servirle sin temor,
En santidad y justicia delante de él,
Todos los días de nuestra vida.
Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo,
Porque irás delante de la faz del Señor
A preparar sus caminos,
A dar conocimiento de salvación a su pueblo,
Por el bautismo para la remisión de sus pecados,
Por la tierna misericordia de nuestro Dios;
Por la cual el resplandor de lo alto nos ha visitado,
Para dar luz a los que están sentados en tinieblas
Y en sombra de muerte;
Para guiar nuestros pies en el camino de paz.
Y así, incluso antes de que la antigua dispensación muriera, los primeros rayos del nuevo día comenzaron a penetrar la oscuridad del pasado. Los milagros habían regresado: el milagro maravilloso de la visita angelical; de los nacimientos milagrosos; del don de la profecía; del Espíritu Santo de Dios habitando de nuevo en los corazones de los hombres; de la Shekiná buscando entrada, por así decirlo, al Lugar Santísimo.
Gabriel había venido a Zacarías, y él lo sabía, y Elisabet lo sabía, y los adoradores en el templo lo sabían. Gabriel había venido a María y fue visto por José, y ellos lo sabían. Un niño había nacido y otro ya estaba en el vientre de una virgen.
¡Él venía! El camino se estaba preparando incluso antes del precursor—quien aún debía crecer y fortalecerse en el Espíritu y esperar en los desiertos de Hebrón para su aparición ante Israel—antes de que él gritara en Betabara, antes de que presentara al Cordero de Dios.
Las buenas nuevas recibidas hasta ahora estaban siendo proclamadas; el miedo caía sobre los que escuchaban los relatos, y toda la región montañosa de Judea, sin mencionar las montañas y valles de Galilea—todos estaban ardiendo con el nuevo conocimiento, a causa de las obras del Todopoderoso entre su pueblo.
Los hombres estaban guardando en sus corazones los sucesos de la hora. En cuanto a Juan decían: “¡Qué clase de niño será este!” En cuanto al Mesías Prometido, preguntaban: “¿Cuándo vendrá?” Había una atmósfera de expectativa. Las cosas se estaban acumulando hasta un clímax. El precursor había llegado: ¿cuándo se mostraría el Mesías? ¿Cuándo visitaría el Resplandor de lo alto a su pueblo, para dar luz a los que están en tinieblas y en sombra de muerte, y para guiar sus pies en el camino de la paz?
“Ciertamente vengo pronto.”
“Amén. Ven, Señor Jesús.” (Apocalipsis 22:20)
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Capítulo 20
Nace Jesús
En las llanuras de Judea
Me paré en las llanuras de Judea
Y escuché sonidos y melodías celestiales;
Escuché un ángel, libre de pecado,
Anunciar el nacimiento del linaje de David.
Sobre los pastores que velaban las ovejas por la noche
Vino una luz resplandeciente y gloriosa,
Mientras coros celestiales del techo del cielo
Vieron al Hijo de Dios hacer de la tierra su morada.
Y dulces voces cantaron este reprise:
“A Dios en las alturas, dénse alabanzas;
Y paz, buena voluntad para los hombres en la tierra;
Este es el día del nacimiento de Jesús.”
A mí vino este testimonio seguro:
Él es el Hijo de Dios, supremo y puro.
A la tierra vino, mi alma a salvar,
Del pecado y la muerte, y de la tumba.
— Bruce R. McConkie
José y María van a Belén
(Lucas 2:1-5; JST, Lucas 2:1)
María—en cuyo vientre el Niño crecía, dentro de cuya carne el Eterno estaba en proceso de hacer de su cuerpo su tabernáculo—vivía en amor y paz en Nazaret de Galilea. Ella estaba protegida y consolada por el brazo amable de José, su esposo, pues el matrimonio ya estaba completado; José había obedecido el mandato de Gabriel y tomado a la joven virgen como su esposa. Su nombre y su influencia ahora daban consuelo a quien pronto sería madre, a la que llevaría a un Hijo, concebido bajo las circunstancias más inusuales que jamás se conocieron en la tierra. Con el nombre de José y sus tranquilizadoras seguridades, ya no temía los chismes y la vergüenza que de otro modo podrían haber acompañado su próximo parto.
Pero Belén, a más de ochenta polvorientas y sombrías millas de distancia, era el lugar destinado para el nacimiento del gran Redentor. Así fue escrito por los profetas; así debía ser. De este pequeño lugar, insignificante entre los pueblos de Judea, debía salir Aquél cuyas salidas han sido desde tiempos antiguos, desde la eternidad. María lo sabía y José lo sabía: ambos habían visto un ángel; ambos sabían, por medios que superaban la comprensión mortal, que la Santa Cosa que había en ella debía “ser llamada el Hijo del Altísimo”, quien debería reinar en el trono de David su padre por siempre. Debían ir a Belén y allí asistir al nacimiento de un Hijo, para que ninguna de las profecías mesiánicas, ni siquiera por un pelo de distancia, fallara.
Y así, fueron a Belén. ¿Era para ser censados? Sí, pues Octaviano—el gran César Augusto—había decretado así. Todo el mundo debía ser censado: Roma es suprema; incluso el pueblo elegido debe inclinarse ante la vara de Roma, silenciar su odio, tragarse su orgullo y obedecer la voluntad imperial. César habla y el mundo tiembla. Para la parte palestina del mundo, Herodes atendería los detalles. Él es el adulador que lame las botas de César en esa parte de la tierra;
él complacerá a los judíos en sus tradiciones y los dejará ser contados e inscritos en las listas de impuestos en sus propias ciudades; decretará que regresen para este propósito a las áreas tribales de sus ancestros. José y María—ambos descendientes de David, ambos de la tribu de Judá—debían inscribirse en la tierra de Judá y en la Ciudad de David, en Belén.
Fueron a Belén porque no tenían otra opción: César había hablado, y Herodes estaba repitiendo la palabra. Pero esta era solo la ocasión, el vehículo, la excusa, por decirlo de alguna manera. Habrían movido cielo y tierra, si fuera necesario, para colocarse en la Ciudad de David cuando llegara la hora del nacimiento del Hijo de David. No podemos suponer que un esposo considerado y amoroso, teniendo una esposa embarazada, la haría caminar, o montar un burro de paso lento, o recorrer de cualquier manera los polvorientos caminos de Palestina, acampando durante la noche mientras viajaban—todo mientras se acercaba la hora de su confinamiento—sin que hubiera una razón. José y María iban a Belén con un propósito. Era el único lugar donde el Mesías podía nacer, y no podemos sino suponer que lo sabían y actuaron sabiamente.
En cuanto a por qué no residían en esta ciudad de Judá en primer lugar, solo podemos decir que las providencias del Señor les pidieron vivir en Nazaret, donde José ejercía su oficio de carpintero. Jesús debía ser un Nazareno; así también estaba escrito. Y en cuanto a por qué no dejaron Nazaret antes, se nos deja suponer que la Providencia Divina planeó una llegada tardía, una llegada en la que no habría lugar en las posadas, cuando el nuevo bebé sería traído bajo las circunstancias más humildes.
Jesús nace en un establo.
(5 Nefi 1:4-14; Lucas 2:6-7; JST, Lucas 2:7)
Mientras César movía almas por el Viejo Mundo, y Herodes cumplía los caprichos y decretos del tirano romano—ambos preparando sin saberlo el camino para el nacimiento de un Rey cuyo reino quebrantaría todos los demás reinos y traería al mundo entero bajo el gobierno justo—mientras estos eventos se desarrollaban en las tierras de las que hablamos, otras como conmociones estaban en progreso en el Nuevo Mundo.
Entre los nefitas en las Américas prevalecían las mismas ansiedades y expectativas sobre la venida del Hijo de Dios en la carne, tal como se encontraba en la patria de los judíos. Los profetas nefitas les habían dicho claramente que el Mesías vendría en seiscientos años desde el momento en que Lehi dejó Jerusalén. Según sus cálculos, el tiempo estaba cercano; pero entre ellos, como entre sus hermanos del Viejo Mundo, había incrédulos que se oponían y luchaban contra la verdad. Es el camino de los impíos rechazar la luz y la verdad, y rechazar al Autor de ellas.
Los nefitas incrédulos decían que el tiempo de la venida del Mesías ya había pasado, que las señales prometidas por los profetas habían fallado, y que las creencias de los miembros de la iglesia eran píos disparates. Estas personas rebeldes y espiritualmente iletradas hicieron “un gran alboroto por toda la tierra; y el pueblo que creía comenzó a estar muy triste, temiendo que por algún medio aquellas cosas que se habían hablado no se cumplieran.” Los santos ayunaban y oraban y vigilaban; los incrédulos apartaron un día para matar a los santos, a menos que las señales se manifestaran; y Nefi oró poderosamente todo el día por la seguridad y liberación de su pueblo.
Entonces, en glorioso esplendor, la voz del Señor vino a él, hablando estas palabras: “Levanta la cabeza y ten buen ánimo; porque he aquí, el tiempo está cerca, y en esta noche se dará la señal, y al día siguiente vengo al mundo, para mostrar al mundo que cumpliré todo lo que he causado que se hable por la boca de mis santos profetas. He aquí, vengo a los míos, para cumplir todas las cosas que he dado a conocer a los hijos de los hombres desde la fundación del mundo, y hacer la voluntad tanto del Padre como del Hijo—del Padre por causa de mí, y del Hijo por causa de mi carne. Y he aquí, el tiempo está cerca, y esta noche se dará la señal.”
Y esa noche se dio la señal, como veremos más adelante; y esa noche el Hijo de Dios vino al mundo en Belén de Judea. De este nacimiento tan importante, Lucas dice simplemente: “Y ella dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.”
¡No había lugar en las posadas! La hospitalidad era universal, ofrecida libremente y en todas partes. La gente de todas las clases sociales acogía a los extraños en sus casas, los alimentaba, les lavaba los pies y cuidaba de sus animales de carga. Era una forma de vida. Nadie puede criticar la práctica judía de cuidar a los viajeros, fueran familiares o extraños. Si José y María hubieran llegado días antes, habrían podido encontrar alojamiento en la casa de un pariente, un amigo o un extraño hospitalario, cualquiera de los cuales habría llamado a una comadrona y preparado una cuna para el Venidero. Si hubieran llegado incluso antes en el día, habría habido lugar en las habitaciones o posadas en lugar de en el patio, donde aquellos animales estaban atados entre los que el Venidero vino.
¡No hay lugar en la posada! — No una posada de tipo occidental o moderno, sino un khan o lugar de alojamiento para extraños, una caravanserai o lugar donde las caravanas o grupos de viajeros pasaban la noche. Podría haber sido un edificio grande y desnudo, construido de piedras rugosas, que rodeaba un patio abierto en el que los animales podían ser atados durante la noche. A un pie o dos por encima de este patio estaban los pequeños nichos o “pequeñas habitaciones bajas sin pared frontal” donde los humanos se ataban.
De estas habitaciones, Farrar dice: “Son, por supuesto, completamente públicas: todo lo que ocurre en ellas es visible para cualquier persona en el khan. También están totalmente desprovistas de muebles ordinarios. El viajero puede traer su propia alfombra si lo desea, puede sentarse con las piernas cruzadas sobre ella para sus comidas, y puede acostarse sobre ella por la noche. Como regla general, también debe traer su propia comida, atender a sus propios animales y sacar agua de la fuente cercana. No esperaría ni requeriría asistencia, y solo pagaría una pequeña cantidad por la ventaja de refugio, seguridad y un suelo sobre el cual acostarse. Pero si llegara tarde y los leewans (habitaciones) estuvieran ocupados por huéspedes anteriores, no tendría otra opción que conformarse con el alojamiento que pudiera encontrar en el patio abajo, y asegurarse de conseguir para él y su familia lo que pudiera en cuanto a limpieza y decencia, compatible con un rincón desocupado en el área sucia, que tendría que compartir con caballos, mulas y camellos. El desorden, la cercanía, el desagradable olor de los animales apiñados, la intrusión no deseada de los perros parias, la sociedad necesaria de los más bajos seguidores del caravanserai, son elementos de tal situación que solo pueden ser comprendidos por cualquier viajero en el Este que haya estado en circunstancias similares.” (Farrar, p. 4.)
En el área de Belén, a veces todo el khan, a veces solo la parte donde se mantenían los animales, estaba ubicado dentro de una gran cueva, de las cuales hay muchas en la zona. Pero, a menos que algunos de los santos—y tal cosa no es en absoluto improbable ni fuera del ámbito de lo esperable—vean en un sueño o una visión la posada donde José, María y Jesús pasaron esa noche tan solemne, solo podemos especular sobre los detalles.
Por ahora, tampoco tenemos manera de saber cómo o de qué manera nació el Niño de Belén. ¿Había alguna partera entre los viajeros que oyó los gritos del parto y vino en ayuda de María? ¿Fue María quien sola envolvió los pañales alrededor de su hijo recién nacido, o hubo otras manos para ayudarla? ¿Cómo fueron atendidas sus necesidades? No hace falta decir que los relatos evangélicos guardan silencio sobre estos y otros asuntos personales relativos a la vida más grande que jamás se haya vivido. Todo lo que podemos saber ahora—quizás todo lo que necesitamos saber—es que nació en las circunstancias más humildes concebibles.
Aunque el cielo era su morada y la tierra su estrado, él eligió acostarse como un bebé en un pesebre, rodeado de caballos, camellos y mulas. Aunque él puso los cimientos de la tierra, y mundos sin número habían entrado en órbita a su palabra, eligió entrar a la mortalidad entre las bestias del campo. Aunque había usado una corona real en las cortes eternas de lo alto, eligió respirar como su primer aliento mortal el hedor de un establo. Aunque un día saldría—nacido entonces en gloriosa inmortalidad—con todo poder en el cielo y en la tierra, por ahora, como el niño indefenso de una campesina, eligió comenzar los días de su prueba como ninguno de los hijos de Adán lo había hecho antes. Y allí, incluso con un nacimiento tan humilde, fue rechazado por su pueblo, simbólicamente al menos, pues nadie en los rincones y habitaciones de la posada había considerado hacer lugar para una mujer cansada, embarazada, que necesitaba sobre todo en esa hora las manos amables y la destreza de aquellos que habían atendido a su prima Isabel en circunstancias más afortunadas.
Pero con todo esto, un Dios había venido a la mortalidad, heredando de su madre el poder de la mortalidad y de su Padre el poder de la inmortalidad. Pronto, la infinita y eterna Expiación—buscada y deseada por los justos durante cuatro mil años—sería una realidad viviente. Pronto todo lo que se había esperado, prometido y previsto se cumpliría. ¿Es acaso sorprendente que los coros angelicales, incluso ahora, estuvieran esperando la señal para cantar grandes himnos de alabanza, algunos de los cuales serían escuchados por los oídos de los pastores en las colinas cercanas de Judea?
Manifestaciones Celestiales Acompañan Su Nacimiento.
(Lucas 2:8-20; JST, Lucas 2:12; 3 Nefi 1:15-20)
El Mesías ha llegado, no aún para ministrar entre los hombres, sino primero para crecer como una planta tierna en la tierra seca de Palestina. Cuando se acerque a Juan para ser bautizado, su precursor dirá a todo Israel quién es Él, y los testigos apostólicos poco después comenzarán a proclamar su divina filiación en cada ciudad y pueblo de esa tierra que será llamada santa porque Él nació en ella. Pero incluso ahora, mientras todavía yace en un pesebre en un establo, ¿no comenzará ya la palabra a difundirse? ¿No es necesario que sus compañeros mortales empiecen a escuchar de su nacimiento y a ponderar su importancia eterna en sus almas? Si el nacimiento del niño es divino, no cabe duda de que su ministerio tres décadas más tarde también estará a la altura de los estándares del cielo.
Y así lo decretó la Providencia Divina. El nacimiento en Belén será conocido: la venida del Hijo de Dios no es un secreto; tan pronto como los hombres puedan recibir la palabra, se les dará. Para Israel disperso, separado por medio mundo de los sagrados sucesos de esa hora, la palabra llegará con majestad sideral, de tal forma que cada hombre entre ellos debe creerla o enfrentarse a la pérdida de su alma. Para Israel en casa, hallado en los campos, pueblos y ciudades circundantes, la palabra llegará—como todas las verdades del evangelio—por medio de mensajeros que primero han recibido su encargo del Señor, y luego han sido enviados a contarles a sus semejantes. Aquellos en la tierra donde Él nació y ministerió deben escuchar el mensaje de la manera habitual, porque el día en que les llegue es el día de su salvación. Los que viven en las islas del mar verán la señal de su nacimiento escrita en los cielos, y entonces se esperará que se vuelvan a los oráculos vivientes entre ellos para escuchar el mensaje de salvación diseñado para sus oídos. Pero para los judíos y los nefitas, y para todo Israel, y para todos los hombres, ya que Él vino del cielo, nada sino el cielo puede proclamar el mensaje. Y tal, como veremos ahora, fue el caso.
En las Américas, Nefi había escuchado la voz—”el tiempo está cerca, y en esta noche se dará la señal, y al día siguiente vengo al mundo”—y esa noche se dio la señal, “porque he aquí, al ponerse el sol no hubo oscuridad.” El pueblo se asombró. El temor cayó sobre ellos, y muchos cayeron al suelo “y se volvieron como muertos… Y sucedió que no hubo oscuridad en toda esa noche, sino que fue tan clara como si fuera mediodía. Y sucedió que el sol volvió a salir por la mañana, según su orden apropiado; y supieron que era el día en que el Señor debía nacer, por la señal que se había dado.”
No había excusa para que ninguno de los habitantes del Nuevo Mundo no supiera de la venida de su Mesías. Samuel el lamanita había profetizado que no habría oscuridad durante la noche de su nacimiento, y la señal prometida ahora había sido vista por todos. ¿Cuándo más hubo una noche en la que la claridad del mediodía prevaleció sobre todo un continente desde la puesta del sol de un día hasta su salida al día siguiente?
En el Viejo Mundo, el mensaje vino del cielo de una manera diferente. En los campos de Belén, no lejos de Jerusalén y del Templo de Jehová, había pastores que velaban sus rebaños por la noche. Estos no eran pastores comunes ni rebaños comunes. Las ovejas que allí se pastoreaban—no, no se pastoreaban, sino que eran vigiladas, cuidadas con amor y devoción—estaban destinadas al sacrificio en el gran altar de la Casa del Señor, en similitud con el sacrificio eterno de Aquel que esa maravillosa noche yacía en un establo, tal vez entre ovejas de menor destino. Y los pastores—para quienes el velo fue rasgado entonces—seguramente eran de estatura espiritual como Simeón, Ana, Zacarías, Isabel, José y el creciente grupo de almas creyentes que estaban llegando a saber, por revelación, que el Cristo del Señor ya estaba en la tierra. Como había muchas viudas en Israel, y solo a la de Sarepta se le envió Elías, así también había muchos pastores en Palestina, pero solo a aquellos que vigilaban las ovejas del templo vino el ángel heraldo; solo ellos oyeron el coro celestial. Como dice el lenguaje idílico de Lucas: “Y he aquí, el ángel del Señor se les apareció, y la gloria del Señor resplandeció alrededor de ellos; y tuvieron gran temor.”
¡”La gloria del Señor!”—una parte de esa antigua gloria, la Shekiná, que antiguamente descansaba en el Lugar Santísimo y que pronto resplandecería en el Monte Santo, donde Pedro, Santiago, Juan y Jesús serían los únicos mortales presentes!
¡”Gran temor!”—temor santo; el temor del Señor; el temor sentido por María y por Zacarías cuando Gabriel vino a cada uno de ellos desde la presencia de Dios; el temor que lleva al progreso espiritual; el temor que engrandece el alma, como está escrito: “La gloria del Señor ha resplandecido sobre ti… y tu corazón temerá, y se engrandecerá.” (Isaías 60:1, 5)
Y el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os traigo buenas nuevas de gran gozo, que serán para todo el pueblo. Porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os será por señal: hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.
Con su mensaje entregado, el ángel—¿era Gabriel nuevamente?—dejó de hablar: los pastores debían escuchar la voz celestial, encontrar al Salvador y luego comenzar el infinitamente grande y eternamente importante trabajo de llevar las “buenas nuevas de gran gozo… a todo el pueblo.” ¡Cómo se las contarán a sus esposas e hijos! ¡Cómo lo explicarán a sus vecinos y amigos, e incluso a los extraños! ¡Cómo reunirán al pueblo en los atrios del templo, en el momento del sacrificio matutino y vespertino—cuando las mismas ovejas que habían cuidado con tanto cariño estén cumpliendo su destino divino sobre el altar santo—y le contarán a sus compañeros judíos lo que han escuchado del cielo! ¡Y cómo se regocijarán Ana, Simeón y otras almas devotas, que también esperan la Consolación de Israel!
Pero esperen—los cielos aún se abren para ellos. Ahora no hay un solo ángel, sino muchos. Todo el cielo resuena. La música, escrita por almas celestiales para un coro celestial y cantada por voces celestiales con fervor celestial, suena de un extremo al otro del cielo. Alaban al Señor; cantan de su bondad y gracia; cuentan lo que ha hecho su brazo; hablan del árbol sobre el cual Él colgará; se regocijan ante la puerta abierta de una tumba vacía; cuentan de las puertas de la prisión que se abren, y de las almas rescatadas que se levantan hacia la gloria eterna. Luego, en un crescendo de clímax, llega esta gloriosa bendición:
Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres.
Entonces los pastores encuentran al Niño y comienzan a hacer saber lo que Dios les ha revelado. “Pero María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón,” esperando el día en que ella también dará testimonio de todo lo que siente, cree y sabe acerca del Hijo de David, que nació en la ciudad de David, y que vino para reinar en el trono de David por siempre.
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Capítulo 21
De Belén a Egipto
Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo. (Isaías 9:6.)
Él es tu Señor; y adóralo a Él. (Salmos 45:11.)
Jesús es Circuncidado y Nominado.
(Lucas 2:21)
El hijo de María era un judío de la tribu de Judá, en cuya carne debía ser cortada la señal de Abraham. Debía ser circuncidado. Cuando tenía ocho días, ni antes ni después, este rito sagrado debía realizarse. La simiente de Abraham debía llevar en su carne el signo del pacto que Él mismo, como Jehová, había hecho con Abraham, su padre. Como Dador del pacto, Él también debía ser el heredero de sus obligaciones y bendiciones: y como vimos en la circuncisión de Juan, el pacto abrahámico es uno de aumento eterno y exaltación para todos los fieles.
A través de la circuncisión, los niños varones en Israel se someten a la ley. Y Jesús, siendo uno de estos niños, aunque vino para cumplir la ley, también vino para obedecer todos sus requisitos; incluso Él se conformará a la ley, como cada evento en su vida lo requiere, hasta aquel día en que ella será clavada con Él en la cruz, allí para morir, para que una nueva ley surja con Él al salir del sepulcro en una nueva vida. Incluso podríamos permitirnos la reflexión de que la sangre de Cristo, derramada primero en la circuncisión, fue para mantener la antigua ley mosaica, mientras que esa misma sangre, derramada en Getsemaní y en el Calvario, fue para abolir la antigua ley y traer la nueva—la nueva ley que regiría a todos los hombres de allí en adelante.
No sabemos dónde ni bajo qué circunstancias Jesús fue circuncidado. Podría haber sido en la casa en Belén donde José y María vivían ahora, o, sintiendo la necesidad de ganar la inspiración de un lugar consagrado, podrían haber ido las seis millas hasta el templo en Jerusalén. Pero, después de realizar el rito, a nuestro Señor se le dio su nombre mortal. “Le llamarás Jesús,” fueron las palabras de Gabriel a José. “Tú, José, le darás a tu hijo el nombre de Jesús, porque tú eres el cabeza de la casa.”
¿Por qué este nombre? Era un nombre común entre los judíos en ese entonces, y ahora se ha convertido en un nombre sagrado y santo entre todos los fieles. Proviene de Hoshea, que significa salvación; de Josué, que significa salvación es Jehová; de Jeshúa (Jesús), que significa Jehová es salvación. Nuestro Señor fue nombrado así porque, como dijo Gabriel, “él salvará a su pueblo de sus pecados.”
Jesús es Presentado en el Templo.
(Lucas 2:22-24, 39)
Jesús tiene ahora al menos 41 días de edad; la Sagrada Familia sigue viviendo en Belén; y José, María y “su” hijo van a Jerusalén al templo. Tienen dos razones: El niño Jesús, como el hijo primogénito, debe ser redimido; y la madre, habiendo dado a luz un hijo, debe ser purificada. Tal era la ley, a la cual la Sagrada Familia se conformó en todos sus puntos.
Cuando Jehová mató a los primogénitos en todas las casas de Egipto, desde el primogénito de Faraón en su palacio hasta el primogénito del más bajo siervo en la choza más humilde de la tierra, y cuando salvó la vida de los primogénitos de cada familia en Israel, en cuya puerta se había rociado la sangre salvadora, tomó en pago, para que su bondad fuera recordada por todas las generaciones, a los primogénitos de todos los israelitas. Estos serían sus ministros: cuando se realizaran los ritos sacrificiales y otros ordenanzas sagradas, sería el primogénito de cada familia quien ministraría ante Jehová. Si esta disposición hubiera permanecido en vigor, Jesús habría sido, como Zacarías, un sacerdote en el templo.
Pero más tarde, los levitas, como recompensa por su devoción especial y valentía, fueron elegidos, como tribu, para servir en el lugar de los primogénitos de todas las familias de todas las tribus. Estos debían ser redimidos, cada uno individualmente, de su obligación de una vida de servicio sacerdotal mediante el pago de cinco siclos del santuario. Esta suma la pagó José para redimir “a su” hijo, y así se cumplió el primer propósito de su visita a la Casa Santa.
Ahora, María debe someterse al rito de purificación: debe ser ceremonialmente limpia. Para esto, la ley requiere la ofrenda de un cordero para un holocausto (es decir, un sacrificio de servicio y devoción, de adoración y entrega al Señor) y también la ofrenda de una tórtola o paloma joven como ofrenda por el pecado (es decir, como su nombre lo implica, un sacrificio por la remisión de los pecados personales cometidos por ignorancia). Aquellos demasiado pobres para pagar por un cordero—y ese era el caso de María—podían sustituirlo por otra tórtola o paloma joven.
En esta ocasión, María entró en el Atrio de las Mujeres: echó el precio de su sacrificio en uno de los trece cofres en forma de trompeta: escuchó el sonido del órgano, anunciando que el incienso estaba a punto de ser encendido en el Altar de Oro: se dirigió hacia un lugar cercano al Santuario, como alguien para quien se ofrecía un sacrificio especial, y allí, mientras se realizaba la ordenanza, ofreció las oraciones no dichas de alabanza y agradecimiento de un corazón agradecido. Así se purificó ceremonialmente.
Y así, Lucas dice: “Y cuando cumplieron todas las cosas según la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.”
Simeón y Ana Testifican de Cristo.
(Lucas 2:25-38; JST, Lucas 2:35-36)
Uno por uno—uno de una ciudad y dos de una familia, por decirlo de alguna manera—el círculo de testigos vivientes del Cristo del Señor se va ampliando. Otros, además de los involucrados en el nacimiento de Jesús y de su precursor, están recibiendo el testimonio divino y siendo llamados a compartir las cargas que siempre se imponen a aquellos que conocen la verdad por el poder del Espíritu Santo. Simeón y Ana son ahora añadidos a la lista de verdaderos creyentes. ¿Habían escuchado, cuarenta días antes, en esos mismos atrios del templo, las emocionadas palabras de los pastores que vieron al ángel y oyeron el coro celestial? ¿Habían ellos, “esperando la consolación de Israel,” esperado verlo en la carne, tal vez incluso cuando sus “padres” fueron a redimirlo de los sacerdotes y purificar a su madre como lo requería la ley?
Esto es lo que sabemos: “Le fue revelado” a Simeón “por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Y vino por el Espíritu al templo.” Esto hace a Simeón un profeta; él recibe revelación; sabe lo que nadie puede saber, excepto aquellos que lo reciben de la misma Fuente. Lucas dice que era “justo y piadoso… y el Espíritu Santo estaba sobre él.” Tomó al Niño “en sus brazos, bendijo a Dios y dijo: Señor, ahora despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado delante de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel.” Incluso ahora, mientras se escucha el primer testimonio registrado pronunciado por labios mortales en los atrios de la Casa Santa del Señor, se hace el anuncio de que la salvación viene a través de Cristo para todo el pueblo: es cierto, Él es la gloria de su pueblo Israel, pero también vino para traer luz a los gentiles y salvación a todos los pueblos.
Luego, Simeón bendijo a José y a María, y dijo a María: “He aquí, este niño está destinado para la caída y el levantamiento de muchos en Israel; y para ser señal que será contradicha: (Sí, una espada traspasará tu alma también,) para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones.” Ojalá supiéramos todo lo demás que habló, incluyendo las palabras de bendición pronunciadas sobre la pareja en cuya custodia fue colocado el Niño. Siempre—como veremos a lo largo de toda esta obra—hubo más pronunciado oralmente a aquellos que vivían en ese tiempo, generalmente mucho más, que lo que fue registrado y preservado para quienes deberían escuchar los relatos después. Al menos sabemos que Simeón preveía que Jesús y su mensaje dividirían la casa de Israel: que los hombres se levantarían o caerían según aceptaran o rechazaran sus palabras: que Él sería una señal o estandarte alrededor del cual los justos se reunirían: y que María, quien ahora experimentaba la alegría en la vida creciente de su Hijo recién nacido, pronto sería traspasada por la espada del dolor al verlo durante sus horas finales en la cruz del Calvario.
En ese instante, Ana, una viuda fiel de gran edad, que al igual que la viuda de Sarepta había sido apartada de todas las viudas de Israel, entró. Ella también dio un testimonio similar, porque las mujeres no están en lo más mínimo detrás de los hombres en la recepción de los dones espirituales. Ella sabía que Jesús era el Señor. Este conocimiento lo llevaría a su tumba, y este conocimiento aún estaría con ella cuando viera su rostro nuevamente, mientras Él ministraba entre los justos en el paraíso de Dios: allí Él la saludaría y bendeciría por el testimonio que dio cuando Él aún estaba en los brazos de María. Pero por ahora, mientras aún habitaba en la tierra, dio gracias al Señor, “y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención en Jerusalén.” El testimonio de la verdad estaba saliendo, y las semillas estaban siendo plantadas, de las cuales se cosecharía una gran cosecha cuando, unos treinta años después, su voz llamaría a los hombres al reino que Él entonces estaba estableciendo entre los hombres.
“Y José y su madre se maravillaron de las cosas que se decían de Él.” Aunque ambos habían visto a Gabriel, y aunque ambos sabían de la filiación divina del Niño, la magnitud y gloria de su ministerio mortal y la grandeza de la obra que Él realizaría entre los hombres se irían revelando gradualmente.
Sabios de Oriente Buscan a Cristo.
(Mateo 2:1-12; JST, Mateo 3:2-6; 3 Nefi 1:21-22)
Sabemos que la familia de José permaneció en Belén hasta que Jesús, ya con más de cuarenta días de edad, fue presentado en el templo, donde Simeón y Ana proclamaron su filiación divina. Lucas, que no menciona la venida de los sabios de Oriente ni la huida a Egipto, nos dice que inmediatamente después de la aparición en el templo, la Sagrada Familia se dirigió a Nazaret. Según la cronología que estamos siguiendo—y es la misma que sigue el presidente J. Reuben Clark, Jr., en Nuestro Señor de los Evangelios—Jesús nació en diciembre del 5 a.C., fue circuncidado en enero del 4 a.C., fue presentado en el templo en febrero del 4 a.C., y la familia probablemente regresó a Nazaret ese mismo mes. La visita de los magos, la huida a Egipto y la matanza de los inocentes, también se supone que ocurrieron en febrero del 4 a.C. Los eventos relacionados con ellos, por supuesto, tuvieron lugar en Belén.
No se da ninguna razón por la cual José haya llevado a su familia los aproximadamente 180 kilómetros—caminando, en burro o de cualquier manera—desde Belén hasta Nazaret y de vuelta. Tal vez decidieron vivir en la tierra de sus ancestros, cerca de los eventos sagrados que ya habían llegado a ser tan parte de su ser. Su breve visita de regreso a Nazaret pudo haber sido para cerrar la tienda de carpintería y despedirse de amigos y seres queridos. Ya hemos notado la visión de que Zacarías fue asesinado por orden de Herodes cuando se negó a revelar el lugar donde se ocultaba el niño Juan. Dado que no tenemos razones para creer que los asesinos de Herodes estaban matando niños tan lejos como Hebrón, esto da lugar a la idea de que Zacarías e Isabel también podrían haber elegido Belén como su hogar. Tal vez María e Isabel deseaban estar cerca la una de la otra.
Parece que cuando la Sagrada Familia regresó de Egipto, José tenía la intención de establecerse nuevamente en Belén, pero fue enviado, por decreto angelical, a Nazaret.
De Belén a Egipto
Pero cualesquiera que fueran sus planes inmediatos, los propósitos eternos estaban en acción. Había un curso planeado y programado para que el recién nacido Mesías lo siguiera; había un destino preordenado respecto a dónde viviría, qué haría y cómo sería recibido por aquellos entre quienes había hecho carne su tabernáculo. Desde la perspectiva eterna, aquellos de quienes hablamos debían estar en Belén para que Jesús fuera adorado por los sabios de Oriente; para que los Inocentes de Belén fueran asesinados, por orden de Herodes; y para que los guardianes del Niño lo llevaran a Egipto, por palabra de un ángel—todo con miras a cumplir las profecías mesiánicas sobre la nueva estrella que debía aparecer, sobre el llanto de Raquel por sus hijos, y sobre el Señor llamando a su Hijo desde Egipto.
Ha habido más especulación, y más leyendas creadas sobre los llamados Magos que visitaron a José y María en su casa en Belén, que sobre casi cualquier otro evento bíblico. Hay un aire de misterio aquí que atrae a la mente especulativa, y los relatos ficticios—sobre quiénes eran, de dónde venían, y el significado simbólico de todo lo que hicieron—llenan muchos volúmenes.
Se presume que eran reyes debido a la riqueza de sus regalos; se dice que eran gentiles, mostrando que todas las naciones se inclinaron ante el Rey recién nacido; se cree que eran maestros de algún culto astrológico que podía predecir grandes acontecimientos a partir de las estrellas. Incluso se les da nombre, se les identifica y describe; se dan sus edades, el color de su piel; y uno puede, o al menos podría en tiempos pasados, incluso ver sus cráneos, coronados con joyas, en una catedral en Colonia. Se piensa que practicaban magia, que eran magos de algún tipo, y se han convertido en grandes héroes del misticismo y lo desconocido.
Y el tipo de especulación que rodea a los hombres mismos se aplica también, en cierta medida, a la estrella que siguieron. Se supone que era un cometa o una nueva luz brillante proveniente de una conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis, o algo más. Los astrónomos, algo teñidos con astrología, tienen un campo de juego aquí. Y luego todo esto se vincula nuevamente con la profecía de Balaam—”Saldrá una estrella de Jacob” (Números 24:17)—siendo él, Balaam, asumido como uno de los más grandes Magos de todos.
En cuanto a los sabios y su propósito declarado, todo lo que aprendemos de Mateo—y él solo registra el relato—es que “vinieron unos sabios del oriente a Jerusalén.” Su pregunta fue: “¿Dónde está el que ha nacido Rey de los judíos?” ¿Por qué preguntaron? “Porque hemos visto su estrella en el oriente,” dijeron, “y hemos venido a adorarlo.”
¿Quiénes eran? No lo sabemos, ni nadie lo sabe. ¿Cuántos eran? Dos o más; tal vez tres, tal vez doce, o veinte; tal vez toda una congregación. Pudieron haber venido juntos; pudieron haber venido solos o en grupos.
En cuanto a los hombres mismos, una cosa está clara. Ellos tenían visión profética. Fue con ellos como había sido con el santo Simeón: el Señor les había revelado, por así decirlo, que no probarían la muerte hasta haber visto y adorado al Cristo. Sabían que el Rey de los judíos había nacido, y sabían que una nueva estrella estaba destinada a surgir y había surgido en conexión con ese nacimiento. La probabilidad es que eran ellos mismos judíos que vivían, como millones de judíos de esa época, en una de las naciones del Este. Fueron los judíos, no los gentiles, quienes estaban familiarizados con las escrituras y que esperaban con ansiosa expectativa la venida de un Rey. Y ese Rey debía venir a ellos primero; él debía entregar su mensaje a ellos antes de que fuera al mundo gentil, y sus primeros testigos debían provenir de su propia familia, de la casa de Israel, no de las naciones gentiles, no de las naciones compuestas por aquellos que no conocían a Dios y que no se interesaban por el espíritu de profecía y revelación que se encontraba entre el pueblo del Señor.
En cuanto a la estrella, no hay nada misterioso al respecto. Los Magos, si es que se les debe designar así, no estaban leyendo presagios en los cielos ni dividiendo los destinos de los hombres por el movimiento de los cuerpos celestes en los cielos siderales. La nueva estrella era simplemente una nueva estrella del tipo con el que estamos familiarizados. Sin duda, exhibió un brillo inusual, de modo que atrajo atención especial y dio guía a aquellos que caminaban a su luz, pero era, no obstante, una estrella. Había entre los judíos de ese día una profecía de que tal estrella surgiría en el tiempo de la venida del Mesías, y estos hombres que vinieron a Jerusalén en busca de esa Persona Santa vieron e identificaron la estrella por el espíritu de inspiración. Edersheim cita de los antiguos escritos judíos relativos al conocimiento profético que existía en ese tiempo sobre tal estrella mesiánica. Uno de estos escritos dice: “Saldrá una estrella de Jacob… La estrella brillará desde el este, y esta es la Estrella del Mesías.” Otro decía que “una estrella en el este debía aparecer dos años antes del nacimiento del Mesías.” (Edersheim 1:211-12.)
Que estas tradiciones fueran ciertas, lo sabemos por el relato del Libro de Mormón. Samuel el Lamanita profetizó que en el nacimiento de nuestro Señor “grandes luces en el cielo” aparecerían; que durante toda una noche permanecería la luz, “Y he aquí, saldrá una nueva estrella, como nunca antes habéis visto; y esta también será una señal para vosotros.” (Hel. 14:2-6.) El cumplimiento de esta profecía se expresa en estas sencillas palabras: “Y aconteció también que apareció una nueva estrella, conforme a la palabra.”
La aparición de estos sabios, cuya credibilidad no fue cuestionada, envió una ola de preocupación por toda Jerusalén que se transformó en una marea de paranoia en el palacio mismo. “Herodes el Grande, quien, después de una vida de espléndida miseria y éxito criminal, se había hundido ahora en la celosa decadencia de su salvaje vejez, residía en su nuevo palacio en Sión, cuando, medio enloquecido como ya estaba por los crímenes de su carrera pasada, se vio sumido en un nuevo paroxismo de alarma y ansiedad por la visita de unos Magos del Este, que traían la extraña noticia de que habían visto en el Este la estrella de un nuevo rey nacido de los judíos, y habían venido a adorarle. Herodes, un mero usurpador idumeo, un apóstata más que sospechoso, el detestado tirano sobre un pueblo reacio, el sacrílego saqueador de la tumba de David—Herodes, descendiente del despreciado Ismael y del odiado Esaú, escuchó la noticia con un terror e indignación que le era difícil disimular. El nieto de uno que, según se creía, había sido un simple sirviente en un templo en Ascalón, y que en su juventud había sido llevado por bandidos edomitas, sabía muy bien cuán inútiles eran sus pretensiones a un trono histórico que mantenía únicamente por una aventura exitosa. Pero su astucia igualaba su crueldad, y al darse cuenta de que toda Jerusalén compartía su suspenso, convocó a su palacio a los principales sacerdotes y teólogos de los judíos—quizás los restos de ese Sanedrín que había reducido a una sombra despreciable—para preguntarles dónde debía nacer el Mesías. Recibió la respuesta rápida y confiada de que Belén era la ciudad indicada para ese honor por la profecía de Miqueas. Ocultando, por lo tanto, su desesperada intención, envió a los sabios a Belén, pidiéndoles que le avisaran tan pronto como encontraran al niño, para que él también pudiera ir a rendirle homenaje.” (Farrar, pp. 19-20.)
Guiados por la luz de la estrella, pero guiados aún más seguramente por la luz de ese Espíritu que había dirigido sus pasos desde el principio, los sabios encontraron “al niño con María, su madre” en la casa donde la Sagrada Familia residía entonces. No hay indicio de si José estaba presente, aunque se supone que sí lo estaba. Allí adoraron al Señor Jesús, le dieron “oro, incienso y mirra. Y siendo avisados por Dios en un sueño de que no volvieran a Herodes, se fueron a su tierra por otro camino.” Ellos seguían recibiendo revelación y guía de lo alto.
Y así termina nuestro conocimiento seguro de los sabios del Este. El Señor los guió a Jerusalén; ellos dieron un testimonio ante Herodes que no habría sido escuchado si hubiera provenido de un Simeón o una Ana, o de simples pastores, que afirmaban haber visto a un ángel y oído coros angelicales: y regresaron a su tierra natal, aún guiados desde el otro lado del velo y bañándose en la luz de Aquel en cuya presencia se habían arrodillado. Podemos suponer que regresaron a su pueblo para testificar—como Simeón y Ana habían salido entre su propio pueblo—que el Rey de Israel, la Luz para alumbrar a los gentiles, ahora moraba sobre la tierra. Verdaderamente, hay una providencia divina que asiste al testimonio que ahora comienza a divulgarse sobre el nacimiento de un Rey que, dentro de tres cortas décadas, pedirá, primero, a Israel, y luego a todos los hombres, que le dejen reinar en sus corazones.
Herodes Mata a los Inocentes.
(Mateo 2:13-18; JST, Mateo 3:13-14)
Llegamos ahora a uno de los actos culminantes de infamia y maldad del infame y malvado reinado de Herodes, y sin embargo, la sangre que ahora derramará escasamente añadirá algo a la piscina carmesí que apesta y huele a su puerta del palacio. “Toda su carrera estuvo teñida de sangre de asesinato. Había masacrado a sacerdotes y nobles; había diezmado al Sanedrín; había hecho ahogar al Sumo Sacerdote, su cuñado, el joven y noble Aristóbulo, en un supuesto juego ante sus ojos; había ordenado la estrangulación de su esposa favorita, la hermosa princesa asmonaea Mariamna, aunque ella parece haber sido la única persona humana a la que amó apasionadamente. Sus hijos Alejandro, Aristóbulo y Antípatro—su tío José—Antígono y Alejandro, el tío y el padre de su esposa—su suegra Alexandra—su pariente Cortobano—sus amigos Dositheus y Gadias, fueron solo algunos de los multitudes que cayeron víctimas de sus sanguinarios, suspicaces y culpables temores. Su hermano Feroas y su hijo Arquelao apenas y estrechamente escaparon de ser ejecutados por sus órdenes. Ni la juventud floreciente del príncipe Aristóbulo ni los cabellos blancos del rey Hircano los protegieron de su furia aduladora y traicionera. Muertes por estrangulación, muertes por quema, muertes por ser desgarrados, muertes por asesinato secreto, confesiones forzadas por torturas indescriptibles, actos de lujuria insolente y deshumana, marcan los anales de un reinado tan cruel que, en el enérgico lenguaje de los embajadores judíos ante el emperador Augusto, ‘los sobrevivientes durante su vida fueron incluso más miserables que los que sufrieron.’… Cada instinto oscuro y brutal de su carácter parecía adquirir una nueva intensidad a medida que su vida se acercaba a su fin. Atormentado por los espectros de su esposa asesinada y de sus hijos asesinados, agitado por las furias contradictorias del remordimiento y la sangre, el monstruo sin piedad, como lo llama Joséfo, fue tomado en sus últimos días por una ferocidad negra y amarga, que estalló contra todos los que tuvo contacto.” (Farrar, pp. 32-33.)
El propio César Augusto dijo de Herodes: “Es mejor ser el cerdo de Herodes que su hijo,” lo que, en el lenguaje hablado, era un juego de palabras y significaba que, dado que Herodes era judío, no podía matar y comer su cerdo, y por lo tanto, sería más seguro que su hijo. Verdaderamente, es como si el más demoníaco y sangriento ocupante que jamás haya estado en el trono de David fuera el mismo que lo ocupó el día en que vino Aquel cuyo trono era, y quien, en su debido tiempo, reinaría en justicia sobre él.
Y así, en este contexto, el ángel le ordenó a José: “Levántate, y toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y quédate allí hasta que yo te diga: porque Herodes buscará al niño para destruirlo.”
Huyeron de noche. Entonces, Herodes, en su odio y amargura, actuando como si el mismo Satanás poseyera su alma, salió “y mató a todos los niños que había en Belén, y en todos sus alrededores, de dos años para abajo, conforme al tiempo que él había diligentemente inquirido de los sabios.”
Cómo se llevó a cabo la matanza no lo sabemos. Reconociendo la inclinación de Herodes hacia la intriga y el secretismo, y recordando que los soldados mataron a Zacarías porque no reveló el lugar donde el niño Juan estaba escondido en el desierto, suponemos que los niños fueron localizados por asesinos e informantes, que iban como Judas disfrazados. Tanto Edersheim como Farrar concluyen que el número de los asesinados no excedió de veinte. Pero, cualquiera que haya sido el número, los gritos de padres, parientes y amigos que lloraban—en cumplimiento de la profecía de Jeremías sobre Raquel y sus hijos—ascendieron al Señor, por quien serán repetidos en los oídos de Herodes cuando sea llevado ante el tribunal del Gran Jehová para rendir cuentas de los hechos cometidos en la carne.
“De Egipto Llamé a Mi Hijo”.
(Mateo 2:15, 19-23; JST, Mateo 3:19, 22)
¡Cuán maravillosas son las similitudes y sombras que utiliza el Señor para enseñar las grandes verdades de su plan eterno!
¡Cuán acertadamente ha elegido las ordenanzas y guiado los sucesos históricos que testifican y dan testimonio de aquellas cosas sobre las cuales deben meditar las mentes de los hombres!
Lehi le dice a Laman: “¡Ojalá fueras como este río, que corre continuamente hacia la fuente de toda justicia!” y a Lemuel: “¡Ojalá fueras como este valle, firme, estable e inmóvil en guardar los mandamientos del Señor!” (1 Nefi 2:9-10)—esperando que sus hijos mayores, al beber del río y habitar en el valle, recuerden las verdades eternas para las cuales han sido hechos un símbolo.
Jacob le da a su hijo José una túnica de muchos colores; más tarde, un trozo de la túnica, manchado de sangre, es llevado a Jacob con la falsa historia de que su dueño fue destruido por animales salvajes; y Jacob, mientras maneja la parte de la prenda que “fue preservada y no se descompuso”, profetiza: “Así como este remanente de la túnica de mi hijo ha sido preservado, así será preservado un remanente de la simiente de mi hijo por la mano de Dios, y será llevado a Él, mientras que el resto de la simiente de José perecerá, así como el remanente de su túnica” (Alma 46:24)—todo con el fin de que cada vez que la simiente de José piense en la túnica, en la venta de su ancestro a los ismaelitas y en la obra maravillosa que él hizo en Egipto, también se regocijen en la bondad del Señor para con su simiente en los últimos días.
Moisés levanta una serpiente de bronce en un asta ante todo Israel, así como el Hijo de Dios será levantado, para que “todos los que fueran mordidos por las serpientes venenosas” “miraran esa serpiente y vivieran; de la misma manera, todos los que miraran al Hijo de Dios con fe, teniendo un espíritu contrito, vivirían, hasta esa vida que es eterna” (Hel. 8:13-15)—todo con el propósito de centrar los corazones del pueblo en el sacrificio expiatorio del Hijo de Dios.
Abraham lleva a Isaac, su único hijo engendrado, al Monte Moriah, allí para sacrificarlo por orden del Señor; e Isaac, según la tradición judía, tenía treinta y siete años en ese momento, se somete voluntariamente a la voluntad de su padre—todo como “una similitud de Dios y su Hijo Unigénito.” (Jacob 4:5.)
Y ahora, José, según lo dirigido por un ángel, lleva a Jesús a Egipto por una corta temporada, “para que se cumpla lo que fue dicho por el Señor por medio del profeta, diciendo: De Egipto llamé a mi hijo”—todo con el fin de que cuando Israel recuerde cómo Dios los libró con mano poderosa de la esclavitud de Egipto, también piensen que el Hijo de Dios fue llamado de Egipto para librarlos de la esclavitud del pecado.
Todo Israel descendió a Egipto para salvarse de la muerte por hambre, así como el niño Jesús fue llevado a Egipto para salvarlo de la espada de un asesino. Así como el pueblo elegido del Señor salió de Egipto hacia una tierra prometida para recibir su ley y caminar en sus caminos, así su Amado y Elegido salió de Egipto hacia esa misma tierra prometida para dispensar la nueva ley e invitar a la simiente elegida a caminar por el curso señalado.
En las mentes del antiguo Israel no había mayor milagro que su poderosa liberación de Egipto: una liberación posible por el derramamiento de plagas sobre el pueblo de Faraón; una liberación asegurada por el poder salvador de un muro de agua a la derecha y un muro de agua a la izquierda, mientras Moisés los guiaba a través del Mar Rojo; una liberación eficaz porque el Señor hizo llover pan del cielo sobre ellos para que no murieran de hambre.
Pero ahora, en las mentes de todos los hombres, debería haber el pensamiento de una liberación aún mayor: una liberación de las cadenas del pecado; una liberación de la muerte, el infierno, el diablo y el tormento eterno; una liberación de la mortalidad a la inmortalidad; una liberación de la muerte espiritual a la vida eterna—todo a través del gran Liberador, que, como Israel en su tiempo, venció al Egipto del mundo para morar en la tierra prometida.
Y así, José, habiendo salvado a Jesús llevándolo a Egipto, ahora lo regresa a Palestina para que Él pueda traer la salvación a todos los hombres. Nuevamente, es por dirección angelical. Herodes, el rey malvado, ha muerto; eso es lo que José aprende del ángel. Regresa a Palestina, con la aparente intención de asentarse en Belén. Luego, se entera de lo que el ángel no le había revelado: Arquelao reina en Judea, “en lugar de su padre Herodes.” Así que, advertido nuevamente en un sueño—y qué providencial fue que José estuviera espiritualmente sintonizado con el Infinito—”vino y habitó en una ciudad llamada Nazaret: para que se cumpliese lo que fue dicho por los profetas: ‘Será llamado Nazareno.’”
Jesús, el Señor de la Vida, ha tomado ahora sobre sí la vida mortal. Su concepción, su nacimiento, su circuncisión, su huida a Egipto, su regreso a Nazaret—todo ha seguido el plan preordenado. Su precursor ahora está creciendo en los desiertos de Judea. Sus testigos—Zacarías, Isabel, María, José, los pastores, Simeón, Ana, los sabios de Oriente y muchos que han creído en sus palabras—todos están dando a conocer, “a todos los que esperan la redención,” que el día del Libertador está cerca. Ahora solo falta que Él madure y se prepare, en Nazaret o en otro lugar según lo que su Padre disponga.
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Capítulo 22
De la Infancia a la Adultez
Jesús… se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Filipenses 2:5-8)
Y no recibió la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia, hasta que recibió la plenitud. (D&C 93:13)
Jesús Crece de la Infancia a la Adultez.
(JST, Mateo 3:24-26; Lucas 2:40, 57-52)
Jesús caminó el mismo camino desde la infancia hasta la adultez que ha sido recorrido por cada mortal adulto, desde el primero hasta el último, que alguna vez respiró el aliento de vida. Solo hay una manera para que un mortal nazca, crezca hasta la madurez, y pase al gran más allá; y nos queda suponer que todas las leyes de la vida mortal se aplicaron al Hijo mortal de la mortal María.
El cuerpo físico de nuestro Señor, concebido en el vientre de María, participó de la naturaleza de María: los genes mortales, si se quiere, pasaron de madre a hijo. Sus rasgos, estatura y apariencia general fueron heredados tanto de su madre mortal como de su Padre inmortal. Él fue tanto el producto de la madre que lo parió como lo fueron sus otros hijos. Como bebé, comenzó a crecer, de manera normal y natural, y no había nada sobrenatural en ello. Aprendió a gatear, a caminar, a correr. Pronunció su primera palabra, cortó su primer diente, dio su primer paso—lo mismo que hacen otros niños. Aprendió a hablar; jugaba con juguetes como los de sus hermanos y hermanas; y jugaba con ellos y con los niños vecinos. Se dormía por la noche y despertaba con la luz de la mañana. Tomaba ejercicio, y sus músculos se hacían fuertes porque los usaba. Durante su ministerio lo vemos caminar largas millas polvorientas, subir montañas, y expulsar con fuerza a los malvados de la Casa de su Padre.
No podemos hacer otra cosa que creer que Él estuvo sujeto a enfermedades y dolencias de la misma manera que todos nosotros. Sabemos que tuvo hambre, cansancio y tristeza: que sus ojos eran agudos, sus oídos alertas y su lengua fluida. Sabemos que a sus enemigos les parecía solo otro hombre, que tuvo que ser señalado e identificado con un beso de traidor, y que sintió el dolor penetrante de los clavos romanos en sus manos y pies de la misma manera que lo haría cualquier mortal. No podemos afirmar con demasiada claridad que, como hombre, Él sintió lo que otros hombres sienten, hizo lo que otros hombres hacen, tuvo los mismos apetitos y pasiones que otros tienen—todo porque había sido enviado a la mortalidad por su Padre para ser un mortal.
Y así como el Señor creció físicamente, también lo hizo mental y espiritualmente. Aprendió a hablar, leer y escribir; memorizó pasajes de las escrituras y meditó sobre sus profundos y ocultos significados. Fue enseñado en el hogar por María, luego por José, como era costumbre en esa época. Las tradiciones judías y las provisiones de la Torá se discutían a diario en su presencia. Aprendió el Shemá, veneró la Mezuzá y participó en oraciones, mañana, mediodía y noche. Comenzando a los cinco o seis años, fue a la escuela, y ciertamente continuó haciéndolo hasta que se convirtió en hijo de la ley a los doce años.
Los sábados y los días de semana asistía a la sinagoga, escuchaba las oraciones y los sermones, y sentía el espíritu de la ocasión. Participaba en la adoración regular durante las festividades, especialmente en la época de la Pascua. De hecho, todo el estilo de vida judío era en sí mismo un sistema de enseñanza, uno que hacía del pueblo judío un pueblo único y peculiar, un pueblo apartado de todas las naciones gentiles. También es evidente que Jesús aprendió mucho de la naturaleza—observando los lirios del campo, las aves del cielo y los zorros que tienen agujeros para sus hogares.
Parece perfectamente claro que nuestro Señor creció mental y espiritualmente de la misma manera que creció físicamente. En cada caso, obedeció las leyes de la experiencia y el aprendizaje, y los resultados fluyeron hacia Él. La verdadera cuestión de preocupación no es que Él creciera, se desarrollara y madurara—todo en armonía con el orden establecido de las cosas, como es el caso de todos los hombres—sino que Él fue tan altamente dotado de talentos y habilidades, tan espiritualmente sensible, tan en sintonía con el Infinito, que su aprendizaje y sabiduría pronto superaron a los de todos sus compañeros. Su conocimiento le llegaba rápidamente y fácilmente, porque Él estaba edificando—como es el caso de todos los hombres—sobre las bases establecidas en la preexistencia. Él trajo consigo desde ese mundo eterno los talentos y capacidades, las inclinaciones para conformarse y obedecer, y la habilidad para reconocer la verdad que había adquirido allí. Mozart tenía una habilidad musical a los seis años que solo un puñado de hombres ha alcanzado en toda una vida. Jesús, siendo aún un niño, tenía talentos espirituales que ningún otro hombre en cien vidas podría obtener.
Además: En su estudio y en su proceso de aprendizaje, Él fue guiado desde lo alto de una manera que ningún otro ha sido jamás. Siendo sin pecado—siendo limpio, puro e inmaculado—Él tenía derecho a la constante compañía del Espíritu Santo, el Espíritu que no mora en un tabernáculo impuro, el Espíritu que, por el contrario, siempre y eternamente mora con los justos. El Espíritu Santo es un revelador y un santificador. Cualquier persona que reciba el Espíritu Santo recibe revelaciones; cualquier persona que obtenga la compañía del Espíritu Santo es santificada. De nuestro Señor Jesús, las escrituras dicen: “Dios no le da el Espíritu por medida” (Juan 3:34), lo que significa que Él disfrutó, en todo momento, de la plenitud de esa luz, guía y poder que llega por el poder del Espíritu Santo a los fieles.
Con respecto a los primeros años de Jesús—esos antes de que fuera al templo a los doce años para discutir las doctrinas de la salvación con los rabinos—Lucas nos dice: “Y el niño crecía y se fortalecía en espíritu, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él.” Veremos un atisbo de la sabiduría aquí mencionada cuando tratemos de determinar lo que estaba en la mente del joven mientras viajaba a Jerusalén, mientras participaba en la Pascua, y mientras, permaneciendo atrás, conversaba con los sabios de la tierra. Como nuestra discusión mostrará, no podemos evitar la conclusión de que el conocimiento que entonces se manifestó en el templo se había adquirido gradualmente durante los años previos.
Con respecto a los años posteriores de preparación de Jesús—esos entre los doce y los treinta—Lucas dice: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y para con los hombres.” Sobre los años de desarrollo y maduración de la vida de nuestro Señor, Mateo nos dice:
“Aconteció que Jesús creció con sus hermanos, se hizo fuerte y esperó el tiempo de su ministerio. Y sirvió bajo su padre, y no hablaba como otros hombres; ni podía ser enseñado; porque no necesitaba que ningún hombre lo enseñara. Y después de muchos años, llegó la hora de su ministerio.” Esta maravillosa exposición—”no necesitaba que ningún hombre lo enseñara”—se aplica en cierto grado a todos los profetas de todas las edades. Ellos son enseñados desde lo alto. Un solo vistazo más allá del velo revela más del cielo y sus leyes que todos los sermones de predicadores no inspirados combinados. Un destello de inspiración vale más que toda la casuística de la Mishná. Todas las tradiciones del Talmud se sumergen en la oscuridad ante un solo rayo de verdad revelada. No hay sustituto para el don del Espíritu Santo.
Pronto, la gente de Nazaret, entre quienes Él maduró y por quienes fue conocido, preguntará: “¿De dónde tiene este hombre esta sabiduría?” Y la respuesta, aunque no se dará entonces, será: de la misma manera que todos los profetas. Él trabajó, estudió y luchó; atesoró palabras de luz y verdad; meditó sobre las escrituras—todo bajo la influencia del Espíritu Santo de Dios, que vino a Él sin medida y sin límite, porque Él era limpio, puro y recto.
El Viaje de la Pascua a Jerusalén.
(Lucas 2:41-42)
Jesús, ahora de doce años, un hijo de la ley, va con José y María de Nazaret a Jerusalén para celebrar la Pascua. Es abril del 8 a.C. Sus padres iban cada año, y Jesús pudo haber estado con ellos en algunas o todas estas ocasiones anteriores. Pero este año es diferente: ahora es un hijo de la ley; su voz puede ser escuchada legalmente, y está a punto de alzarla entre los doctores de la ley, cuya sabiduría autoasumida no conoce límites, como suponen.
Esta aparición en el templo es el único registro en el Nuevo Testamento de alguno de los actos de nuestro Señor en los treinta años que transcurrieron entre Belén y Betabara. Los Evangelios no son biografías de Jesús; son una colección de relatos que fomentan la fe de su ministerio, que, si se creen, inducirán a las almas receptivas a venir a Cristo y participar de su bondad.
El presidente J. Reuben Clark, Jr.—quien, más que ningún otro, ha producido el más grande estudio sobre todos los aspectos de la vida de nuestro Señor—ha escrito un pequeño folleto, de menos de cien páginas, ¿No Sabíais que Debía Estar en los Asuntos de Mi Padre?, en el que sigue los pasos de Jesús desde Nazaret hasta Jerusalén y cuenta los sacrificios en el templo; la matanza del cordero pascual; la comida de la Pascua; la Fiesta de los Panes Sin Levadura; y las acciones de Jesús en los atrios del templo con los doctores. Ya hemos discutido la ofrenda de sacrificios y el cumplimiento de las festividades, y ahora nuestro propósito, a través de los ojos del presidente Clark, es situar a Jesús en el contexto sacrificial y festivo de la Pascua, para determinar cuánto sabía Él entonces sobre su misión divina y el alcance de la visión espiritual que ya poseía.
José, María, Jesús y sus compañeros de adoración de Nazaret comienzan su peregrinaje a Jerusalén. “Mientras pensamos en ellos moviéndose lentamente hacia el valle con sus burros cargados con los suministros necesarios,” dice el presidente Clark, “eligiendo su camino entre las rocas que esparcían el sendero, no podemos evitar preguntarnos cuáles serían los pensamientos de Jesús. Que Él era sumamente sabio, lo muestra la experiencia en el templo. Pero, ¿era esta sabiduría terrenal, producto de sus estudios, o tenía Él también una memoria espiritual que le traía a la mente todo lo que había sucedido antes, y una visión para mostrarle lo que sucedería más adelante en este camino hacia Jerusalén, un camino más rico en incidentes de las acciones de Dios con Sus hijos que cualquier otro en la faz de la tierra?…”
“Uno se pregunta si, al llegar a Nain, vio una visión de Su futuro milagro de bondad allí…”
“Cuando llegó a la vecindad de Jezreel, ¿vio en visión la desastrosa derrota de Josías en la llanura de Esdrelón a manos de Faraón Necó, en Megido, una derrota tan terrible y tan profundamente marcada en el corazón hebreo, que Juan habla de la gran batalla final como Armagedón—‘el monte de Megido’? ¿O vio Él el conflicto anterior en la época de los Jueces, cuando Barac, guiado por la profetisa Débora, derrotó a Sísara, líder de las fuerzas de Jabín, en esa misma llanura de Esdrelón, y vio nuevamente el acto de Jael después? Y también se le apareció la iniquidad y el destino trágico de Acab y Jezabel, y la venganza del Señor a través de Elías contra los sacerdotes de Baal, y la huida de Elías a Carmel, el paso del Señor ante Elías en la ‘voz suave y apacible’? Porque Jesús era el Señor que hablaba y ordenaba a Sus antiguos profetas.”
Luego, en el transcurso de una recitación de muchos otros grandes eventos en la historia de Israel, el presidente Clark—ya no usando preguntas, sino haciendo declaraciones afirmativas—dice: “¡Qué debieron haber sido los sentimientos del joven Jesús al mirar esta magnificencia presente y luego recordar el pasado, y (parece que debe ser así) visualizar el futuro!… porque debemos creer que con Él había una memoria espiritual, un conocimiento divino, del pasado… Mientras Jesús miraba todo esto,… debieron haberse agolpado en su conciencia las escenas de los eventos reales.”
Cuando los peregrinos pasaron por el Pozo de Jacob, se hace la pregunta: “¿Cuando tenía doce años y ahora veía el pozo, vio Él la futura reunión con la mujer [de Samaria] y Su sermón sobre el agua viva?” Y finalmente, al acercarse a su destino, el presidente Clark dice: “Debemos creer que José, María y el joven Jesús, de la estirpe real de David, tenían esperando en algún lugar una bienvenida gozosa de amigos honrados en la oportunidad de darles comida y refugio. No podemos evitar la pregunta de si fueron a Betania, al este de Jerusalén, para alojarse en la casa donde, en los años venideros, Jesús pasó tantas horas felices en un hogar que lo amaba y lo honraba.”
“¿Conocía el joven Jesús al joven Lázaro, y a las doncellas, María y Marta?”
“¿O fueron a Belén, donde doce años antes el Mesías nació en un pesebre?”
Jesús Participa en la Pascua
En el capítulo 8 consideramos las prácticas sacrificiales mosaicas de los tiempos de Jesús, y en el capítulo 9, las festividades judías de esa época, incluida la Fiesta de la Pascua. No es necesario repetir aquí los ritos y las prácticas—intrincadas y detalladas casi más allá de la creencia—que corresponden a sus sacrificios y festividades. El presidente Clark, por supuesto, las resume en la obra de la que ahora citamos. De vez en cuando, a lo largo de su resumen, vuelve al concepto, que parece pesar mucho sobre él, de que incluso entonces, el joven Jesús—apenas más joven, sin embargo, que José Smith, o Moroni, o Nefi, y quizás no más joven en absoluto que Samuel, cuando el Señor usó a estos jóvenes para Sus propósitos—incluso entonces, Él era heredero de las visiones de la eternidad de manera continua. Desde varios puntos dentro de largas recitaciones sobre los sacrificios y la Pascua, tomamos estas palabras del presidente Clark:
Uno se pregunta, ¿cuáles serían los pensamientos de Jesús mientras veía toda esta preparación para el sacrificio? ¿Tenía Él entonces la previsión de la preparación para Su Última Cena, antes de Su propia crucifixión, tal como la tuvo en el jardín cuando oró: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”? ¿Recordó el día, generaciones antes, cuando dio el mandamiento a Adán de ofrecer sacrificio, cuando, bajo Su dirección, el ángel le explicó a Adán el propósito del sacrificio: “Este es una similitud del sacrificio del Unigénito del Padre, que está lleno de gracia y verdad” …?
Nuevamente, la pregunta se impone: ¿qué podría haber pensado el joven al entrar en todo esto? Al cruzar el Puente Real, ¿vio Él la mañana de Su juicio? Al entrar entre los cambistas, ¿vio cómo Él purificó el Templo de ellos, primero al principio y nuevamente al final de Su ministerio público?
Una vez más, podemos solo preguntarnos qué pensamientos pasaban por la mente del divinamente engendrado joven mientras veía todo esto y se daba cuenta, como debió hacerlo, de que todo esto era, en cierta medida, simbólico del sacrificio que Él mismo iba a hacer. Sus ojos mortales deben haber quedado deslumbrados por el esplendor y la pompa de todo ello; Su mente mortal apenas podría haber escapado a algo de confusión. Pero Sus ojos espirituales y Su inteligencia debían haber mirado a través de todo esto y haber visto los fundamentos mismos de todos sus significados—la Caída, la muerte, tanto espiritual como temporal, el plan del Evangelio para redimir de la muerte espiritual, Su propia Expiación para redimir de la muerte temporal. Él sabía la verdad: “Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados…” (1 Cor. 15:22)
Así que José y Jesús, cansados después de un largo día de estar de pie en el pavimento de mármol del Templo—sería particularmente fatigante para la gente del campo—y cargados con el cordero para la cena pascual de la noche (que José llevaría sobre su hombro) se preparan para seguir su camino por las calles de la ciudad, y tal vez hacia el campo, de regreso al lugar donde María y los amigos con quienes más tarde compartirían la comida pascual les esperaban.
Así que Jesús, físicamente fatigado por el largo día durante el cual también pudo haber ayunado, caminaba junto a José mientras salían del recinto del Templo en su camino para comer la cena pascual…
Los estudiosos creen que esta fue la primera vez que Jesús participó en la Pascua; pero no hay nada en el registro de las escrituras que lo diga específicamente, y la conclusión aparentemente se basa en el hecho, ya mencionado, de que a los doce años un niño se convertía en hijo de la ley, sujeto a los ayunos y con la obligación de asistir a las festividades.
Por otro lado, tenemos el hecho de que los “padres de Jesús iban a Jerusalén cada año para la fiesta de la Pascua,” y si eran tan fieles en cumplir este mandamiento, se puede suponer que seguirían el otro mandamiento del Señor de instruir a sus hijos (más hijos que Jesús estarían involucrados), en la comida pascual, sobre el significado de la ceremonia, y esto no podrían hacerlo si Jesús (y los demás) no estuvieran presentes en la fiesta de la Pascua.
Así que, con todo respeto hacia los estudiosos, uno puede atreverse a sugerir que Jesús ya había participado varias veces en la comida pascual en Jerusalén, y así, mientras ahora iba cansado a su alojamiento, miraba con ansias la comida reconfortante, con sus experiencias espirituales que la acompañaban. Porque no se debía comer nada después de la ofrenda del sacrificio de la tarde hasta la comida pascual.
Pero aquí también, como en cada incidente de todo este ceremonial, uno no puede evitar preguntarse cuánta parte del pasado estaba en la mente de Jesús…
Uno no puede evitar preguntarse nuevamente qué podría haber pasado por la mente del joven Jesús. ¿Sabía Él que este día era el pre-aniversario del día, aproximadamente veintiún años después, cuando Él estaría nuevamente en estas mismas zonas, que sería apresado y llevado desde Anás a Caifás, luego a la reunión ilegal de los ancianos, al Sanedrín, a Pilato, a Herodes, y de vuelta a Pilato, y luego al Calvario y la crucifixión? ¿Sabía Él ahora el desprecio, la envidia, la malicia, el odio asesino que impulsaba al Sumo Sacerdote, a los principales sacerdotes, a los ancianos y a todo el Consejo, y, de hecho, a toda la multitud enloquecida en su demanda por Su crucifixión? ¿Vio Él a Pilato lavarse las manos ante la masa hirviente y maldiciendo, y escuchó a Pilato decir: “Soy inocente de la sangre de este justo”? ¿Y oyó a la gente gritar su propia terrible pena en respuesta: “Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos”? ¿Sintió Él ahora la agonía espiritual en el Jardín, y del cuerpo en la cruz? ¿Sabía y veía todo esto, que sucedería dentro de veintiún años, en este mismo día y, en parte, en estos mismos lugares? ¿Se levantó ante Él Su misión, Su destino, Su sacrificio, Su Expiación como una visión de Sí mismo, el Hijo de Dios?
Una vez más, debemos preguntarnos si, mientras las sombras se alargaban y el sol se hundía en el oeste, mientras la luna llena ascendía desde el Jordán, como José y Jesús nuevamente caminaban, después de otro largo día, hacia su alojamiento en la ciudad, en Betania, o tal vez en Belén, ¿vio el joven y supo, en este pre-aniversario de un día aún por venir, la tristeza que Él debía sufrir, la agonía espiritual y física que debía soportar, la muerte que le sobrevendría, mientras era sacrificado como el Cordero de Dios para expiar la transgresión de Adán? Porque, por la Caída y a través de la Expiación, el hombre debía enfrentar su destino.
Jesús, Ahora de Doce Años, Enseña en el Templo.
(Lucas 2:43-50)
Después de los dos primeros días de la fiesta, los peregrinos tenían libertad para regresar a sus aldeas y ciudades y reanudar sus actividades temporales. Ya sea entonces, o al final de toda la semana, José y María, con sus otros hijos y parientes, amigos y compañeros de adoración, comenzaron el viaje de regreso a Nazaret. El espíritu de alegría y exaltación que se derramó durante el período de la Pascua reposaba sobre ellos; había acción de gracias en sus corazones por los testimonios que tenían y por la bondad de Jehová para con su pueblo Israel.
Pero Jesús no estaba con ellos. Él, ahora un hijo de la ley — con deliberación; movido por el espíritu de la adoración de la Pascua de la que había sido parte; reconociendo en las similitudes sacrificiales su propio sacrificio venidero; conociendo su destino divino; movido por el Espíritu Santo, que era su monitor y guía — Jesús, sin que sus padres lo supieran, se quedó atrás. Pensando que Él estaba en la compañía, sus padres no lo echaron de menos hasta el atardecer. Luego, ansiosos, preocupados, inquietos por su bienestar, regresaron rápidamente a la Ciudad Santa. Durante tres largos y agotadores días, días de oración y auto-reproche, lo buscaron — quizás en Belén y Betania, y en todos los lugares y entre todas las personas conocidas por él en Jerusalén — y luego, en el único lugar donde deberían haber mirado primero, en la casa de su Padre, lo encontraron. Él estaba sentado entre los doctores, los rabinos, los escribas, los maestros sabios, “oyéndolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían se asombraban de su entendimiento y respuestas.”
Jesús estaba en casa en la Casa de su Padre. Se sentía cómodo; el espíritu de sabiduría y entendimiento descansaba poderosamente sobre él. Supongamos que tuvo muchas conversaciones con muchas personas dentro de los muros sagrados del templo. Estaba en su propio terreno, y en estos mismos atrios Él aún haría algunas de las declaraciones más profundas y salvadoras del alma que jamás hayan salido de labios mortales. Y fue ahora, como sería entonces, que Él era el maestro de la situación.
Nos preguntamos sobre qué temas habló. La celebración de la Pascua estaba en la mente de todos. ¿Habló Él sobre los corderos pascuales sacrificados como una similitud del sacrificio del Cordero de Dios que quitaría los pecados del mundo? Seguramente María, para ese momento, ya le había contado sobre su nacimiento y sobre los milagros que acompañaron su venida. ¿Preguntó a los sabios de Israel sobre el Hijo, nacido de una virgen, que reinaría para siempre en el trono de David? Seguramente sintió la necesidad divina de comenzar a dar a conocer su misión divina. ¿Preguntó entonces cuándo vendría el Mesías y cómo sería reconocido?
La verdad se envía línea por línea, precepto por precepto, aquí un poco y allá un poco. No podemos dudar que el joven Jesús—tal como lo hicieron Simeón y Ana, los sabios de Oriente, y todos los demás—estaba ahora comenzando a enseñar y dar testimonio. Su ministerio formal y legal no puede comenzar hasta dentro de otros dieciocho años. Por el momento, debe regresar a Nazaret y estar sujeto a José y María. Debe madurar y crecer en el Espíritu y hallar favor con Dios y con los hombres. Debe participar de la vida normal de los hombres judíos, hacer lo que ellos hacían, disfrutar de las asociaciones familiares que eran parte de su cultura, y ganar todas las experiencias que necesitaría para las arduas horas de su ministerio formal.
Ni siquiera sabemos si vivió todos esos años intermedios en Nazaret; seguramente no estuvo sujeto a José y María, comiendo en su mesa y durmiendo en su casa, durante sus años más maduros. Tal vez residió en Betania, en la ciudad de María, Marta y Lázaro, por un tiempo, o en Belén, donde entró por primera vez en esta vida.
No podemos creer que Él haya permanecido en silencio todos esos años. Él habló a los doce años; ¿estaba su lengua atada hasta los treinta? Si sintió la necesidad de ocuparse de los negocios de su Padre tan pronto como se convirtió en hijo de la ley, ¿sentiría esa urgencia menos conforme continuaba madurando y creciendo en sabiduría y estatura y aprendiendo aún más sobre la voluntad de su Padre?
Pero volvamos al templo. Al encontrarlo entre los sabios, enseñando y siendo enseñado, sus padres, extrañamente, se asombraron. ¿Habían olvidado el milagro de su nacimiento, y no habían observado los talentos y habilidades que tan precozmente poseía? María, no José, lo reprendió suavemente: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado, angustiados.” En el círculo familiar, sujeto a la disciplina familiar de la época, José era considerado el padre de todos los hijos de María, incluido Jesús. María aquí lo dice; otros, en tiempos posteriores, lo llamarán, de manera despectiva, el hijo del carpintero. Hay una dulce ternura familiar en la referencia de María a José como el padre de Jesús.
Sin embargo, Jesús ahora está ministrando en el templo como el Hijo de su verdadero Padre, no como un miembro de la casa de José. “¿Por qué me buscabais?” les pregunta. “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” Los negocios de su Padre son llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.
Ambas cosas se llevarán a cabo a través del sacrificio expiatorio que Jesús hará como el clímax de su ministerio. Pero eso está a veintiún años de distancia; por ahora, debe regresar a Nazaret y estar sujeto a aquellos en cuyo custodia ha sido puesto. Lucas dice que estos custodios “no entendieron la palabra que les dijo,” lo que significa que incluso ellos, aunque conocían el milagro de su nacimiento y tenían pleno conocimiento de su verdadero Padre, encontraron difícil comprender la grandeza de su sabiduría y su rápido crecimiento hacia la plena estatura de ese estatus de hombre-Dios que Él poseía. Él iba de gracia en gracia, de un nivel de inteligencia a otro, de un grado menor a uno mayor. Pronto heredaría todo el poder en el cielo y en la tierra. Su crecimiento, incluso a los doce años, había alcanzado tales proporciones que no es de extrañar que José y María se asombraran y no pudieran comprender el pleno significado de sus palabras.
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Capítulo 23
Juan Prepara el Camino
He aquí, yo enviaré mi mensajero, y él preparará el camino delante de mí. (Malaquías 3:1)
Preparad el camino del Señor… Y la gloria del Señor será revelada. (Isaías 40:3, 5)
Juan Recibe la Palabra de Dios.
(Lucas 3:1-2)
Así como la aurora llega antes del día, así Juan llega antes que Jesús. La larga noche de rituales y ritos; de sacrificios y sangre; de corderos balando cerca de un altar, esperando el cuchillo sacrificial; de una ley que decreta ojo por ojo y diente por diente—la larga noche de los formalismos mosaicos está llegando a su fin.
Débiles rayos de luz matutina irrumpen en el cielo oriental. Juan viene desde los desiertos de Hebrón. Una voz clama: “Preparad el camino; haced rectos sus senderos; el tiempo está cerca; pronto Él, cuyo es el reino, caminará entre nosotros. Yo, Juan, soy su Elías.” Pronto, el sol en su esplendor se elevará sobre las montañas, y los valles de la vida se encenderán con esa Luz que es la gloria de Israel, y que también alumbrará a los gentiles.
Es verano. Estamos en Judea. El año es el 26 d.C. En seis meses, Jesús comenzará su ministerio, pero por ahora, el día pertenece a Juan. Todos los ojos se centran en él: por un breve período, el reino descansará solo en él. Él preparará el camino. Seis meses mayor que Jesús, Juan tiene ahora unos treinta años. Él predicará, enseñará y clamaría arrepentimiento durante medio año, y luego, en enero del 27 d.C., bautizará al Hijo de Dios en las aguas turbias de un río que fluye del Mar de Galilea al Mar de la Muerte y Desolación.
Después de hacer esto, continuará enseñando. Un mes después, le escucharemos decir que no es el Cristo, y más tarde que Jesús es el Cordero de Dios. De hecho, durante casi un año después, hasta noviembre o diciembre del 27 d.C., su voz aún será escuchada, invitando a todos los que lo deseen a seguir a su primo, quien ahora, en todo el resplandor de su Mesianismo, está enseñando y trabajando milagros por doquier. Luego será encarcelado por Antipas, el malvado Herodes, quien había casado con la esposa de su hermano Felipe y había sido condenado por ello por el hijo de Zacarías. Siete u ocho meses después, en el verano del 28 d.C., Juan, aún en la prisión de Herodes, enviará mensajeros a Jesús para preguntar: “¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?” (Lucas 7:20)—teniendo en mente que esos mensajeros serán convertidos y seguirán a aquel cuyo calzado ni siquiera el Bautista se sentía digno de desatar.
Finalmente, después de languidecer durante un año completo en prisión, en el invierno del 29 d.C., veremos cómo el hacha del verdugo corta la cabeza de Juan el Bautista, que será llevada en una bandeja y entregada a una mujer malvada, mientras su espíritu va al Paraíso de Dios y su sangre inocente se une a la de todos los mártires, para unirse con ellos en clamar al Señor hasta que Él vengue esa sangre en la tierra.
Juan vino en un día de oscuridad espiritual y apostasía. El mundo estaba gobernado por Roma, y Roma era el mundo. Todo lo que era carnal, sensual y diabólico estaba consagrado—no es una declaración exagerada decir que era adorado—como parte del estilo de vida imperial. El adulterio, el incesto, el aborto, todo formaba parte del modo de vida entre los romanos. No había estándares aceptados de moralidad y decencia, y casi no había creencia en la inmortalidad del alma. Todos los dioses de todas las naciones del imperio eran reverenciados y adorados en la ciudad capital, y el emperador y otros eran deificados y adorados como dioses. Se ofrecían sacrificios en el gran altar del Templo de Herodes al emperador y por el bienestar del imperio. Los judíos mismos—en general y como pueblo—ya no caminaban en la luz que una vez fue suya. Si alguna vez hubo una necesidad de una voz que clamara en el desierto de la maldad, llamando a todos los hombres al arrepentimiento y a volverse al Señor, ese era el día. Si alguna vez hubo una voz—preparada en la preexistencia, educada en la casa de los levitas fieles, y probada y preparada en los desiertos de Judea—que estaba lista para proclamar la palabra, marcar el camino, decir a todos, “Este es el camino, venid y caminad por él: aquí está el Mesías, seguidlo,” esa voz fue la de Juan.
Lucas identifica el tiempo y describe el día de manera simple nombrando a aquellos que tenían autoridad temporal y espiritual sobre el pueblo:
Tiberio César, un malvado y cruel personaje que caminaba en todos los caminos de los Césares que le precedieron y de los Césares que vinieron después, quien gobernaba con todo el despotismo de Augusto y se entregaba a todos los vicios de Calígula, se sentaba seguro en el trono del mundo. Roma gobernaba el mundo, y el mundo era maldad.
Poncio Pilato, un malvado subordinado romano que eligió, sabiéndolo, enviar a un Hombre Inocente a la cruz, para que Tiberio no escuchara el rumor de que Jesús se autodenominaba el Rey de los judíos, fue gobernador de Judea. El cetro, ahora apartado de Judá, dejó a su pueblo elegido en manos gentiles, y las manos gentiles ahogaron la religión judía.
Herodes Antipas, un malvado gobernante cuyas lujurias y vida incestuosa encajaban en el patrón de los Herodes, y que eligió matar al inocente precursor del Señor antes que sentirse avergonzado frente a su corte, fue tetrarca de Galilea, y él, gobernando en lujuria y maldad, invitó una oscura espiritualidad diabólica a cubrir su reino.
Felipe el tetrarca, aunque un gobernante más suave y humano que Antipas, llevaba en sus venas la sangre de Herodes el Idumeo, y era un símbolo del materialismo que recaía sobre el Israel judío. Aunque menos malvado que su hermano, su gobierno estaba lejos de ser aquel que proviene de lo alto.
Lucas también menciona “Anás y Caifás como sumos sacerdotes,” lo que ya es un anuncio de la degeneración espiritual de la nación. En tiempos antiguos, los sumos sacerdotes eran llamados por Dios; no así en esos días. Anás había sido nombrado por Quirinius, y podemos suponer que tuvo tal influencia ante el Señor como la que Quirinius pudo conferirle, la cual no fue suficiente, sin embargo, para evitar que fuera depuesto por Valerio Grato (predecesor de Pilato), quien luego nombró a Caifás para el cargo presidiendo. Caifás fue depuesto en su debido tiempo por Vitelio en el año 37 d.C. Caifás era yerno de Anás, y ambos ejercieron poder e influencia sobre el pueblo.
Lo que más nos preocupa respecto a la venida de Juan, sin embargo, es que Él vino con poder y autoridad. Primero recibió su misión del Señor. Su mensaje no era ordinario, y Él no era un testigo no autorizado. Fue llamado por Dios y enviado por Él, y representaba la Deidad en las palabras que decía y en los bautismos que realizaba. Era un administrador legal cuyas palabras y actos eran vinculantes en la tierra y en el cielo, y sus oyentes estaban obligados, bajo el riesgo de su salvación, a creer sus palabras y seguir sus consejos.
Juan Prepara el Camino (Lucas 3:1-2) Como la aurora precede al día, así Juan llegó antes que Jesús. La larga noche de rituales y ritos; de sacrificios y sangre; de corderos balando cerca de un altar, esperando el cuchillo sacrificial; de una ley que decretaba ojo por ojo y diente por diente—la larga noche de los formalismos mosaicos llegaba a su fin.
Débiles rayos de luz matutina irrumpen en el cielo oriental. Juan viene desde los desiertos de Hebrón. Una voz clama: “Preparad el camino; haced rectos sus senderos; el tiempo está cerca; pronto Él, cuyo es el reino, caminará entre nosotros. Yo, Juan, soy su Elías.” Pronto, el sol en su esplendor se elevará sobre las montañas, y los valles de la vida se encenderán con esa Luz que es la gloria de Israel, y que también alumbrará a los gentiles.
Es verano. Estamos en Judea. El año es el 26 d.C. En seis meses, Jesús comenzará su ministerio, pero por ahora, el día pertenece a Juan. Todos los ojos se centran en él: por un breve período, el reino descansará solo en él. Él preparará el camino. Seis meses mayor que Jesús, Juan tiene ahora unos treinta años. Él predicará, enseñará y clamaría arrepentimiento durante medio año, y luego, en enero del 27 d.C., bautizará al Hijo de Dios en las aguas turbias de un río que fluye del Mar de Galilea al Mar de la Muerte y Desolación.
Juan Predica el Arrepentimiento y Bautiza.
(Mateo 3:1-6; JST, Mateo 3:29, 32; Marcos 1:1-6; JST, Marcos 1:4; Lucas 3:3-6)
Y así vino Juan, como debía ser. Vino ante el Señor, “en el espíritu y poder de Elías,” como prometió Gabriel, “para preparar un pueblo preparado para el Señor.” (Lucas 1:17). Su venida, como lo expresa Marcos, fue “el principio del evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios”—lo que significa que Juan proclamó la buena nueva sobre Cristo y la salvación; que echó los cimientos y comenzó la obra; que llamó al primer grupo de verdaderos creyentes; y que, en realidad, él estableció el reino de Dios—es decir, la Iglesia de Jesucristo—nuevamente sobre la tierra. Juan trajo a los primeros conversos a La Iglesia de Jesucristo de la Meridiana de los Tiempos. Puso los cimientos sobre los cuales el Señor Jesús y los apóstoles construirían. Él fue el mensajero, prometido por Malaquías, que iría delante del rostro del Señor para preparar el camino delante de Él. Su voz, prometida por Isaías, era la que decía: “Preparad el camino del Señor, haced rectos sus senderos.”
¿Qué hace un precursor o un Elías para preparar un pueblo para Aquel que vendrá después? Llama a la gente al arrepentimiento y la bautiza en agua “para la remisión de los pecados,” lo cual es la libertad del pecado que se obtiene realmente cuando la persona arrepentida recibe el bautismo de fuego y del Espíritu Santo. Esta fue la misión de Juan. Él actuaba con el poder y la autoridad del Sacerdocio Aarónico. Un precursor predica “el evangelio preparatorio”; el que viene después predica la plenitud del evangelio. “El evangelio preparatorio… es el evangelio del arrepentimiento y del bautismo, y la remisión de los pecados.” (D&C 84:26-27). Este es el evangelio administrado por la ley de Moisés: era tan lejos como llegaba la autoridad de Juan.
Nadie está jamás preparado para el Señor mientras permanece en sus pecados. El Señor no salva a las personas en sus pecados, sino de sus pecados. El plan de salvación está diseñado para permitir que los hombres se liberen del pecado para que puedan, como seres limpios e inmaculados, entrar en la presencia de Aquel que está sin pecado. Nadie está jamás preparado para el Señor hasta que confiesa y abandona sus pecados, hasta que se arrepiente, hasta que es bautizado para la remisión de los pecados. Y el hecho de que Juan estuviera para preparar “un pueblo” para el Señor significa que un pueblo—compuesto por una multitud de individuos—tuvo que poner en orden sus casas, ser bautizado por él, y esperar pacientemente la venida de Aquel que les daría el Espíritu Santo. Cuando recibieran el bautismo del Espíritu Santo, el pecado y el mal serían quemados de sus almas como si fuera por fuego, y al estar así limpios, serían candidatos adecuados para estar con el Señor—estarían preparados para el Señor.
Juan, Predicando con Poder, Prepara un Pueblo.
(Lucas 3:7-14; JST, Lucas 3:12-14, 17-20; Mateo 3:7-10; JST, Mateo 5:35-37)
Ninguna voz como la de Juan se había oído en Israel desde los días de los profetas. Isaías y Lehi habían pronunciado tales maldiciones y hablado con tal autoridad divina. Pero ¿quién, durante siglos, había salido como la voz de uno que clama en el desierto de la maldad, con un llamado al arrepentimiento tan fuerte como el que salió de la lengua de Juan? Aquí, por fin, había un hombre que hablaba con autoridad. Él vino en el nombre del Señor, hablando como fue movido por el Espíritu Santo. El Espíritu le dio la palabra. Tan persuasivas eran sus palabras, tan convincente su lógica, tan sólida su doctrina, que todo Israel se reunía para escuchar el mensaje. Venían desde Jerusalén; se reunían de toda Judea; se juntaban de todas las regiones alrededor del Jordán. Aquí había un hombre, una voz, un mensaje—hablado en el Espíritu y con poder—que calaba en los corazones de los hombres con poder de convicción y conversión. Grandes multitudes confesaron sus pecados y fueron bautizados en el Jordán.
Entre sus oyentes, entre aquellos que caían bajo el hechizo de su voz, estaban “muchos de los fariseos y los saduceos.” Incluso ellos, sintiendo la gran oleada de emoción que acompañaba sus palabras, y siendo arrastrados por una gran marea de aprobación popular, vinieron a ser bautizados. Pero un sacerdote inspirado no bautiza a una persona no arrepentida. El bautismo no sirve de nada sin arrepentimiento, contrición, confesión y una determinación firme de caminar en una nueva vida.
“O generación de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira venidera?” demandó la voz que leía los corazones de los hombres y conocía la influencia condenatoria de estos líderes del pueblo. Sus palabras no eran menos de una reprensión que las que serían pronunciadas por otra voz en otro día, que diría a los mismos hipócritas: “¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mateo 23:33). Pero incluso para ellos había esperanza: “Arrepentíos, por tanto, y dad frutos dignos de arrepentimiento.” Juan ordenó. “Arrepentíos primero, sed bautizados en segundo lugar, y entonces seréis candidatos aptos para recibir el Espíritu de aquel que viene después de mí.”
Y además: “No penséis que estáis por encima de la ley del arrepentimiento: que guardáis la ley de Moisés y no necesitáis cambiar vuestras vidas; que seréis salvos por los rituales y las prácticas a las que os habéis atado.” “No penséis decir dentro de vosotros mismos: ‘Somos los hijos de Abraham, y sólo nosotros tenemos poder para traer descendencia a nuestro padre Abraham.’” No penséis decir: “Hemos guardado los mandamientos de Dios, y nadie puede heredar las promesas sino los hijos de Abraham; porque os digo que Dios puede levantar hijos para Abraham de estas piedras.” Sabed esto: Dios es capaz “de levantar hijos para Abraham de estos gentiles pedregosos—de estos gentiles.” (Enseñanzas, p. 319.)
Después de invitar a estas almas autosuficientes, justicieras y auto-salvadoras a arrepentirse, el incisivo y directo Juan les dio esta advertencia: “Incluso si no os arrepentís y no os salváis, sabed esto: El hacha está puesta a la raíz de los árboles—el árbol del formalismo y las prácticas mosaicas; el árbol que salva solo a la descendencia de Abraham; el árbol de las obras muertas y malas: todos los árboles que llenan el viñedo del Señor—y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego.”
Al escuchar la denuncia de Juan a sus líderes auto-proclamados, tal vez temiendo que ellos también pudieran ser cortados y echados al fuego, los que se arrepintieron y fueron bautizados preguntaron: “¿Qué debemos hacer entonces?” “¿Qué se espera de nosotros? ¿Cómo debemos conducir nuestros asuntos, para que estos males no nos sucedan también?”
Él responde: “Llevad los unos las cargas de los otros: ayudad a los pobres: alimentad a los hambrientos: vestid a los desnudos: vivid como corresponde a los santos—esto es parte de vuestro convenio bautismal. El que tenga dos abrigos, dé uno al que no tenga, y el que tenga comida, haga lo mismo.” Y a los soldados, muchos de los cuales debían ser las tropas gentiles apostadas entre ellos, les aconsejó: “Vuestro rango militar no os da el derecho de ser crueles o inhumanos con vuestros semejantes. No hagáis violencia a nadie, ni acuséis a nadie falsamente; y estad contentos con vuestro salario.”
Verdaderamente, aquí había un profeta nuevamente en Israel.
Juan Anuncia la Venida de Cristo.
(Lucas 3:15-18; JST, Lucas 3:4-11; Mateo 3:11-12; JST, Mateo 3:34-40; Marcos 1:7-8; JST, Marcos 1:6)
Con un hombre así y un mensaje de tal magnitud, en este tiempo de espera mesiánica, no es sorprendente leer en Lucas que “todos los hombres pensaban en sus corazones si Juan era el Cristo o no.” ¿Qué palabras más grandes esperaríamos de los labios del Libertador de Israel que las que aquí estaba pronunciando este Juan? ¿Qué más podría hacer un hombre para poner en orden los asuntos del reino terrenal que lo que estaba haciendo este predicador, vestido con ropas de profeta, desde el desierto de Judea? ¿Era él, de hecho, el Mesías prometido?
Y sin embargo, él había dicho que era un precursor, un Elías, una voz, alguien que venía antes para preparar el camino para uno más grande. Él debía decirlo una y otra vez, una y otra vez. No era el Mesías, pero era su pariente, y se convertiría en su amigo. Y desde ahora, haría el trabajo asignado: prepararía el camino; costara lo que costara en tiempo, esfuerzo y sacrificio, prepararía el camino. Ningún hombre debe confundirlo con el Mesías.
Pero debe ser aceptado por lo que era: de lo contrario, los hombres no aceptarían al que vino a testificar. “¿Por qué es que no recibís la predicación de aquel a quien Dios ha enviado?” preguntó. “Si no recibís esto en vuestros corazones, no me recibís a mí; y si no me recibís a mí, no recibís a aquel de quien yo he venido a dar testimonio: y por vuestros pecados no tenéis excusa.”
“En verdad os bautizo con agua: pero viene uno más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatarle la correa de su zapato.” “Él no solo os bautizará con agua, sino con fuego y el Espíritu Santo.” “Yo no soy el Mesías, porque el Mesías bautizará con fuego; él es quien limpiará y perfeccionará la vida de los hombres; él santificará sus almas y los preparará para la vida eterna. Él es Cristo, el gran Juez.” “Él segará la tierra y cosechará los campos maduros. Con el ventilador del juicio, separará la paja de la semilla buena, recogiendo el grano en el granero celestial y quemando la paja en lo más profundo del infierno; su era es toda la tierra.” (Comentario 1:121.)
La voz de Juan era una de doctrina y testimonio. Él proclamó la divina filiación del Que Había de Venir, dio testimonio de que Él sería el Santo Mesías, e invitó a todos los hombres a venir a Él y ser salvos. Y estas son las palabras que él habló:
La voz de uno que clama en el desierto, Preparad el camino del Señor, y enderezad sus senderos.
Porque he aquí, él vendrá, como está escrito en el libro de los profetas, para quitar los pecados del mundo, y traer salvación a las naciones gentiles, para reunir a aquellos que están perdidos, que son de la oveja de Israel;
Sí, incluso a los dispersos y afligidos; y también para preparar el camino, y hacer posible la predicación del evangelio a los gentiles;
Y para ser luz para todos los que están en la oscuridad, hasta los confines de la tierra; para traer a cabo la resurrección de los muertos, y ascender a lo alto, para morar a la diestra del Padre. Hasta que se cumpla el tiempo, y la ley y el testimonio sean sellados, y las llaves del reino sean entregadas nuevamente al Padre;
Para administrar justicia a todos; para venir a juicio sobre todos, y convencer a todos los impíos de sus malas obras, que han cometido; y todo esto en el día en que Él venga;
Porque es un día de poder; sí, todos los valles serán elevados, y todas las montañas y colinas serán abatidas; lo torcido será enderezado, y los caminos ásperos serán suavizados;
Y toda carne verá la salvación de Dios.
Estas palabras, insertadas en el registro antiguo por el Profeta José Smith mientras el espíritu de revelación reposaba sobre él, contienen una salida de luz y entendimiento tan maravillosa que dan una perspectiva completamente nueva sobre cómo y de qué manera el evangelio fue predicado en la meridiana de los tiempos. Juan no estaba, como nos deja asumir nuestra versión del Rey Jacobo, tomando las expresiones mesiánicas de Isaías relativas a la Segunda Venida y aplicándolas a la Primera Venida. Más bien, él dio un resumen inspirado de la misión, ministerio y obra del Mesías Prometido tal como se refería a ambas venidas y cómo afectaría a todos los hombres de todas las naciones.
El Libertador vendrá, no como un Rey Temporal, sino para expiar los pecados del mundo, para traer salvación a judíos y gentiles por igual, para reunir a Israel, para hacer posible la predicación del evangelio a los gentiles, para llevar a cabo la resurrección, para regresar en gloria a su Padre, y para reinar con todo el poder del universo. Luego, en la plenitud del tiempo, él vendrá nuevamente para administrar justicia y juicio a todos y para condenar a los impíos por todas sus malas obras; y este será el día cuando todos los valles sean exaltados y todas las montañas sean abatidas.
“Y muchas otras cosas en su exhortación predicó a la gente,” porque él era, en verdad, un profeta—sí, más que un profeta—y Él que le siguió, según las promesas, fue el Mesías, el mismo Cristo, el Uno en quien toda plenitud y perfección habita. Bendito sea Juan quien preparó el camino, y bendito sea Él quien vino a cumplir todas las cosas de las que habló su precursor.
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Capítulo 24
Juan Bautiza a Jesús
Y miré y vi al Redentor del mundo: … y también vi al profeta que prepararía el camino ante él. Y el Cordero de Dios salió y fue bautizado por él; y después de que fue bautizado, vi que los cielos se abrieron, y el Espíritu Santo descendió del cielo y reposó sobre él en forma de paloma. (1 Nefi 11:27)
El Bautismo en el Pasado
Para entender el “bautismo de Juan”—por qué multitudes acudieron a él para recibir el sagrado rito; por qué incluso el Señor Jesús insistió en ser bautizado por sus manos—debemos saber cómo operaba la ley del bautismo tanto en tiempos antiguos como entre los judíos en la época de Juan.
Comúnmente se cree, como supongo, que el bautismo se originó con Juan: que, lleno de celo celestial, clamó arrepentimiento y bautizó por inmersión, aspersión, derramamiento, o lo que fuera—para la remisión de los pecados; que tal fue un nuevo comienzo, un nuevo rito, aceptado por los primeros cristianos, y por ellos hecho parte de la nueva dispensación. Tal concepto tiene poca relación con la verdad. Existió un hombre llamado Juan; él predicó con celo celestial, y bautizó a los arrepentidos. Pero él no originó el rito del bautismo; no comenzó ni terminó con el hijo de Zacarías.
El bautismo es un rito eterno, un acto perdurable, un requisito continuo en el reino de Dios, y ya era practicado por los judíos antes de que Juan llegara a ministrar por una corta temporada entre los hombres. Él no fue el originador del bautismo más de lo que fue del arrepentimiento, la fe, el sacrificio o cualquier otra de las leyes en las que creía o las ordenanzas en las que participaba. Es cierto que los judíos hoy ya no practican el bautismo, al igual que han cesado los sacrificios, pero no fue así en la antigüedad, y no fue así desde el principio.
El bautismo y el sacrificio comenzaron con Adán. Ya hemos visto cómo el ministrante angélico le reveló que sus actuaciones sacrificiales eran “en similitud del sacrificio del Unigénito del Padre.” (Moisés 5:7). También debemos recordar que Dios, “por su propia voz,” enseñó a Adán sobre la fe, el arrepentimiento, el bautismo y el don del Espíritu Santo, y “Adán clamó al Señor, y fue arrebatado por el Espíritu del Señor, y fue llevado al agua, y fue puesto bajo el agua, y fue sacado del agua. Y así fue bautizado, y el Espíritu de Dios descendió sobre él, y así nació del Espíritu, y fue vivificado en el hombre interior. Y oyó una voz desde el cielo, diciendo: Tú eres bautizado con fuego y con el Espíritu Santo.” (Moisés 6:51-66)
Desde ese día en adelante, el bautismo fue el gran rito iniciador en el reino terrenal. Todos los profetas de todas las edades tanto bautizaron a otros como fueron bautizados. Isaías habla de toda “la casa de Jacob” saliendo “de las aguas de Judá, o de las aguas del bautismo.” (1 Nefi 20:1.) Pablo dice que “todos nuestros padres” fueron “bautizados para Moisés.” Ellos “comieron todos la misma comida espiritual,” dice, “y bebieron todos la misma bebida espiritual; porque bebieron de aquella Roca espiritual que los seguía; y aquella Roca era Cristo.” (1 Cor. 10:1-4.) Desde el momento en que Lehi salió de Jerusalén hasta que el Señor resucitado ministró entre su descendencia seiscientos años después, encontramos a todo el pueblo nefita practicando el bautismo para almas fieles y arrepentidas.
Siempre que el pueblo del Señor en cualquiera de los continentes disfrutaba de la plenitud del evangelio eterno, esto significaba que tenían fe en Cristo, se arrepentían de sus pecados, eran bautizados para la remisión de los pecados, y recibían el don del Espíritu Santo. Siempre que estaban restringidos a la ley menor, la ley de Moisés, y por lo tanto solo tenían el evangelio preparatorio, aún ejercían la fe, buscaban el arrepentimiento, y se sometían al bautismo en agua, pero no podían obtener el derecho a la compañía constante del Espíritu Santo.
El Bautismo entre los Judíos en los días de Juan
El bautismo era una práctica establecida entre los judíos fieles en los días de Juan. No debemos suponer que todos los judíos de esa época fueron bautizados, ya que la apostasía era común y la rebelión estaba presente. Sin embargo, entre el linaje escogido ciertamente había muchos fieles que se bautizaban de la misma manera que ofrecían sacrificios. “El Sacerdocio Levítico es hereditario para siempre—fijo sobre la cabeza de Aarón y sus hijos para siempre, y estuvo en operación activa hasta Zacarías, el padre de Juan.” (Enseñanzas, p. 319.) Este es el sacerdocio que tiene el poder de bautizar con agua. “Zacarías era un sacerdote de Dios, y oficiaba en el Templo, y Juan era un sacerdote después de su padre, y tenía las llaves del Sacerdocio Aarónico, y fue llamado por Dios para predicar el Evangelio del reino de Dios.” (Enseñanzas, p. 273.) El mismo Juan “fue bautizado cuando aún era niño.” (D&C 84:28.) No hace falta decir que Zacarías y sus compañeros sacerdotes fueron bautizados. No podemos hacer otra cosa que creer que Elisabet, María, José, Simeón, Ana, los pastores que escucharon los coros celestiales, y muchos otros que esperaban pacientemente la Consolación de Israel, también habían participado de este sagrado rito, todo antes de que comenzara el ministerio de Juan.
Edersheim dice que el rito bautismal administrado por Juan no era nuevo. “Hasta ahora, la Ley decía,” señala, “que aquellos que se habían contaminado levíticamente debían sumergirse antes de ofrecer sacrificios. Además, se prescribía que tales gentiles que se convirtieran en ‘prosélitos de justicia’ o ‘prosélitos del Pacto’ debían ser admitidos para participar plenamente de los privilegios de Israel mediante los tres ritos: circuncisión, bautismo y sacrificio—siendo la inmersión, por así decirlo, el reconocimiento y la eliminación simbólica de la contaminación moral, correspondiente a la impureza levítica.” Nuestro conocimiento del verdadero propósito del bautismo nos hace saber que no era simplemente para eliminar la contaminación levítica, como tal había sido definida por los rabinos, sino que en realidad era para la remisión de los pecados. Lo que hace esta declaración de Edersheim es establecer el hecho de que el bautismo era común entre el pueblo antes del ministerio de Juan. En este contexto, Edersheim cita este pasaje significativo del Talmud: “Un hombre que es culpable de pecado, y hace confesión, y no se aparta de él, ¿a quién se parece? A un hombre que tiene en su mano una serpiente contaminante, quien, aunque se sumerja en todas las aguas del mundo, su bautismo no le sirve de nada; pero si la arroja de su mano, y se sumerge en solo cuarenta seahs de agua, inmediatamente su bautismo le sirve.” (Edersheim 1:273.) Es decir: el bautismo sin arrepentimiento no sirve de nada. Incluso aquellos que escribieron el Talmud sabían esto.
En cuanto a cómo se realizaban los bautismos para los prosélitos, Edersheim dice: “La persona que iba a ser bautizada, después de cortarse el cabello y las uñas, se desnudaba completamente, hacía una nueva profesión de su fe delante de lo que se designaba como ‘los padres del bautismo,’ y luego se sumergía completamente, de modo que cada parte del cuerpo era tocada por el agua. El rito, por supuesto, iba acompañado de exhortaciones y bendiciones…
“Era de hecho algo grandioso cuando… un extranjero buscaba refugio bajo las alas de la Shejiná, y el cambio de condición que experimentaba era considerado completo… Cuando salía de esas aguas se le consideraba ‘nacido de nuevo’—en el lenguaje de los rabinos, como si fuera ‘un niño recién nacido’… El pasado, con todo lo que le pertenecía, ya había pasado, y él era un hombre nuevo—lo viejo, con sus impurezas, quedaba enterrado en las aguas del bautismo.” (Edersheim 2:745-46.)
El asunto con respecto a los bautismos realizados en los días de Juan no era si las personas debían ser bautizadas—nadie estaba cuestionando eso: la gente en todas partes ya se estaba sumergiendo en agua por los administradores sacerdotales para la remisión de los pecados. El asunto era: ¿Es Juan el enviado de Dios para bautizar y así preparar un pueblo para el Mesías prometido? Cualquier bautismo realizado por los sacerdotes de Aarón, según los patrones del pasado, era un rito de la antigua dispensación. Y ahora amanecía un nuevo día, un precursor del futuro estaba bautizando, un Elías del Mesías estaba sumergiendo a la gente en agua—y la pregunta era, en palabras de Jesús: “¿El bautismo de Juan, de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres?”
Jesús respondió a su propia pregunta diciendo: “Juan vino a vosotros en el camino de la justicia.” (Mateo 21:25-32.) Y de Juan, Lucas registra: “Y todo el pueblo que le oyó, y los publicanos, justificaron a Dios, siendo bautizados con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la ley rechazaron el consejo de Dios contra sí mismos, no siendo bautizados de él.” (Lucas 7:29-30.)
Juan vino como el último administrador legal de la antigua dispensación: derribó el reino de los judíos, e inauguró un nuevo día. Él fue, con respecto al nuevo reino, “el único administrador legal en los asuntos del reino que entonces existía en la tierra, y poseía las llaves del poder. Los judíos debían obedecer sus instrucciones o ser maldecidos por su propia ley.” (Enseñanzas, p. 276.) Ahora era su bautismo—”el bautismo de Juan”—el que contaba, no cualquier otro. Como sucedió entre los nefitas cuando el Señor les dio una nueva dispensación, los judíos debían ser bautizados nuevamente. Juan era ahora el nuevo cabeza, por el momento, del reino terrenal: debían volverse a él. Él estaba bautizando, y era su bautismo el que era vinculante en la tierra y en el cielo.
El Bautismo en Betabara.
(Mateo 3:13-17; JST, Mateo 3:42-46; Lucas 3:21-23a; JST, Lucas 3:28; Marcos 1:9-11; JST, Marcos 1:9)
Toda la cristiandad cree, como suponemos, que Jesús fue bautizado por Juan con agua tomada del Jordán. Cómo, por qué y de qué manera se realizó la ordenanza es un tema de amplia especulación, y en muchos lugares, de casi total malentendido. En una gran catedral en Curitiba, Brasil, por ejemplo, hay una ventana de vitrales que representa el bautismo de Jesús por Juan. Juan está de pie en tierra firme a orillas del Jordán; Jesús está de pie, hasta los tobillos, en el agua misma; y Juan está derramando un puñado de agua de un vaso sobre la cabeza divina. Cuán mucho más cerca de la verdad estaría si la imagen se hubiera elegido de la siguiente manera:
Ahora viene Juan al Jordán en el día culminante de su vida, el día en que él, llamado, designado y preordenado para hacerlo, bautizará al Hijo de Dios. Jesús está acercándose al final de su largo viaje desde Nazaret hasta Betabara, al lugar en el Jordán donde Juan está predicando y bautizando. Es un día claro y tranquilo; no hay nubes de tormenta que algún día oscurezcan la Presencia Divina; este es un día de paz y aceptación divina, un día en que incluso la voz del Padre será escuchada por el hombre mortal. Multitudes se agolpan en las orillas del Jordán. Juan predica, como era su costumbre: grita arrepentimiento, y el Espíritu del Señor lleva a las almas arrepentidas y contritas a pedir el bautismo. Juan está de pie, hasta la cintura, en el agua, en una cala, donde la corriente es tranquila y el agua calmada. Los nuevos conversos se acercan a él, y uno por uno los sumerge en el agua. Le habla a cada alma algunas palabras que significan su autoridad y la naturaleza sagrada de la ordenanza santa que se realiza allí. El Señor se complace con los cimientos del reino que están siendo establecidos.
Otras actividades ocupan su tiempo por un tiempo. Juan, nuevamente en la orilla, retoma el hilo de pensamiento encontrado en sus sermones anteriores. Hay preguntas y respuestas. Los creyentes se sienten alimentados por el Espíritu; sus almas se agrandan; es bueno para ellos estar allí. Los no creyentes sienten odio y resentimiento en sus corazones, y la animosidad y amargura se reflejan en sus rostros. La multitud es más pequeña de lo que era—algunos se han ido a sus casas—pero unos pocos fieles siguen colgados de cada palabra. Hay un breve respiro en las continuas expresiones de doctrina y testimonio. Aparece uno de dignidad y majestad en la orilla: ha llegado inesperadamente y sin previo aviso. Él sale de la multitud. Juan se queda quieto, y una ola de reconocimiento inunda su alma. Es Él: este es el día: ha llegado la hora. Todos los ojos están en los dos hombres inspirados. El Santo habla: “Soy aquel de quien has dado testimonio. He venido a ser bautizado.”
Juan está abrumado, sometido. En reverente asombro siente que no es digno del honor de bautizar a tal ser. “Yo tengo necesidad de ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” dice, sin haber preparado completamente su corazón para el privilegio y la visión que están a punto de suceder.
Jesús responde: “Déjame ser bautizado por ti, porque así nos conviene cumplir toda justicia.”
Entonces Juan entra al agua: Jesús lo sigue. Juan, probablemente levantando su brazo derecho en la forma adecuada, dice unas palabras como estas:
“Jesús; Tú, Hijo del Dios Altísimo: Teniendo autoridad que me ha dado Aquel que me llamó, me envió y me dijo: Tú bautizarás al Santo Mesías, incluso al Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Ahora te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.”
Luego, cuidadosamente y con reverencia, coloca a Jesús bajo el agua, y lo saca de ella—la inmersión en las turbias aguas del Jordán está completa—y, he aquí, Juan ve los cielos abiertos y el Espíritu Santo descender en forma corporal, en serenidad y paz, como una paloma. Se da la señal de la paloma, y la voz del Padre—complacida de que su Hijo haya sido bautizado—habla, y es escuchada por los oídos espiritualmente afinados de Juan y por los oídos de todos los presentes que están en sintonía. Dice:
“Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.
Escuchadlo.”
“¡Escuchadlo!” El Padre da testimonio del Hijo: lo introduce al mundo: y manda: “¡Escuchadlo!”
Por qué Jesús fue bautizado
Él que era santo—que no hizo pecado, en cuya boca no había engaño, cuyos pensamientos, palabras y hechos eran perfectos—él también vino a Juan para ser bautizado. ¿Por qué? No para la remisión de pecados, porque Él no tenía ninguno; no para ganarse la popularidad con la gente que veneraba a Juan, porque su mensaje debía sostenerse o caer por su propio mérito; no porque necesitara regeneración espiritual, pues el Espíritu lo acompañaba siempre—pero vino para ser bautizado “para cumplir toda justicia.” Es decir, para cumplir todo lo que se requería de Él según los términos y condiciones del plan de su Padre.
“Y ahora, si el Cordero de Dios, siendo santo, hubiera tenido necesidad de ser bautizado con agua, para cumplir toda justicia.” Nephi proclamó: “¡Oh, entonces, cuán más necesitamos nosotros, siendo impíos, ser bautizados, sí, incluso con agua!”
Luego Nephi pregunta cómo el Cordero de Dios, siendo santo y no necesitando remisión de pecados, cumplió toda justicia al ser sumergido en el Jordán por Juan. Su respuesta se divide en cinco partes, y Jesús fue bautizado por estas razones:
- Para significar su humildad ante el Padre; para mostrar que “según la carne, él se humilla ante el Padre.” Él es el Hijo Todopoderoso de Dios; Él hizo los mundos; los cielos siderales se formaron por su palabra; Él tiene todo poder en el cielo y en la tierra—y, sin embargo, como un patrón perfecto de humildad, Él se adentra en un arroyo sucio, cuyas aguas apenas son aptas para el consumo humano, y permite que un hombre tosco y sin pulir del desierto lo sumerja en el bautismo, porque esa es la ley del Señor.
- Como un pacto de obediencia: él “da testimonio al Padre de que sería obediente a él guardando sus mandamientos.” Él no vino a hacer su propia voluntad, sino la voluntad del Padre que lo envió. No estaba más libre de restricciones y control que cualquier otro hombre. Caminó el curso establecido para él porque era la voluntad de su Padre, y estaba bajo pacto, hecho en las aguas del bautismo, de hacer la voluntad del Padre.
- Para recibir el don del Espíritu Santo; es decir, para conformarse a la ley que le daba el derecho al compañerismo constante de ese miembro de la Deidad. Como sabemos, esto fue solo una formalidad en su caso, ya que Él, siendo santo y sin pecado, tenía al Espíritu como compañero siempre. En el bautismo, simplemente cumplió con la forma que se requiere para todos los hombres, y que Él debía haber hecho, se manifiesta por el hecho de que “el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma.”
- Para ganar una herencia en el reino celestial; es decir, su bautismo “muestra a los hijos de los hombres la rectitud del camino y la estrechez de la puerta, por la cual deben entrar, Él habiendo puesto el ejemplo ante ellos.” En otras palabras, aunque Él es el Rey del reino, aunque Él es el autor y proclamador del plan de salvación de su Padre, aunque Él ordena y establece las leyes que gobiernan todas las cosas, no puede entrar al reino de los cielos sin el bautismo.
- Como un ejemplo para todos los hombres; para marcar el curso y trazar el camino; para mostrarles el sendero que deben seguir. “Y dijo a los hijos de los hombres; Sígueme. Por tanto, mis amados hermanos,” dice Nephi, “¿podemos seguir a Jesús sino estamos dispuestos a guardar los mandamientos del Padre?” (2 Nefi 31:5-12.)
Así es como el Señor Jesús es bautizado—para salvarse a sí mismo y para marcar el camino por el cual todos los demás deben caminar para obtener la misma salvación. Y así es como el hijo milagrosamente nacido de Zacarías, recién salido de la comunión con el Señor en el desierto, conduce al Mesías Mortal hacia el Jordán y lo sumerge en las turbias aguas, de las cuales saldrá, recibirá el don del Espíritu Santo, y se irá predicando y enseñando. Y así es como Él recorrerá su camino hacia el Monte Santo, en el cual la voz de su Padre será escuchada nuevamente diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadlo.” (Mateo 17:5); y así es como Él descenderá del monte y continuará su ministerio, finalmente sometiéndose a la crucifixión a manos de los hombres malvados—todo “para cumplir toda justicia.”
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Capítulo 25
La Temptación de Jesús
Os probaré en todas las cosas, si guardaréis mi convenio, incluso hasta la muerte, para que podáis ser hallados dignos. (D&C 98:14)
Lucifer y la Ley de la Tentación
Jesús, como nos cuentan nuestros autores evangélicos, fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Sin embargo, como veremos, él fue al desierto, guiado por el Espíritu, para estar con Dios. Luego, después de cuarenta días de ayuno, oración y comunión divina—y en conexión con ciertas grandes experiencias espirituales que entonces vinieron a él—fue visitado por el diablo, quien vino a tentarlo, seduciéndolo, buscando destruir la casa de la fe en la que Jesús moraba.
Estas narraciones—que Jesús, el Hijo de Dios, fue tentado—dan lugar a especulaciones y asombro sobre cómo y por qué y si él, siendo un ser divino, pudo ser tentado. Los teólogos especulan si él era pecable, es decir, capaz de ser tentado y susceptible de cometer pecado debido a su naturaleza humana, o si era impecable, es decir, no susceptible al pecado y, por lo tanto, alguien libre de pecado o mancha debido a su naturaleza divina. En realidad, no hay ni debe haber ningún gran misterio aquí.
Nuestro Señor, como mortal, estaba sujeto a las mismas leyes de prueba y prueba que rigen a todos los mortales. Un entendimiento de las leyes que gobiernan la tentación, y las razones por las cuales existen las pruebas, mostrará por qué, después de que Jesús fue al desierto para estar en comunión con Dios, quien es el Autor de toda justicia, luego salió para enfrentar a Lucifer, el enemigo de toda justicia.
Esta vida mortal es un estado de prueba: uno en el que cada alma responsable debe ser probada y puesta a prueba; uno en el que cada hombre debe estar sujeto a las artimañas y tentaciones de Lucifer; uno en el que todos los hombres deben elegir adorar al Señor, guardando sus mandamientos, o seguir a Satanás, viviendo según el modo del mundo. Adorar a Dios o someterse a Satanás—en resumen, eso es todo lo que trata la vida. El Señor es adorado cuando los hombres se adhieren a sus normas y emulan su estilo de vida. “Sed santos, porque yo soy santo,” dice el Señor. (Lev. 11:45). El diablo es adorado cuando los hombres se adhieren a sus normas y emulan su estilo de vida: cuando son carnales, sensuales y diabólicos; cuando se olvidan del Señor y viven según el modo del mundo; “porque él busca que todos los hombres sean miserables como él mismo.” (2 Nefi 2:27).
Los hombres deben tener una elección: deben ser capaces de elegir: debe haber opuestos; deben tener agencia: deben ser libres para adorar al Señor o seguir a Satanás. Todo esto es imperativo. Es inherente al plan de salvación. Y a menos que los hombres tengan la agencia para elegir hacer el bien y obrar justicia—y, de hecho, lo hagan—no pueden ser salvos. No hay otro camino.
“Debe ser”—es decir, es obligatorio: debe ser; es parte del sistema completo de progresión y salvación, y no hay otro camino para lograr la salvación—”Debe ser que haya oposición en todas las cosas.” Así dice Lehi. “Si no fuera así,” continúa, “no podría hacerse la justicia, ni la maldad, ni la santidad ni la miseria, ni el bien ni el mal.” Si no hubiera opuestos, nada podría existir. No puede haber luz sin oscuridad: no puede haber vida sin muerte: no puede haber calor sin frío: no puede haber virtud sin vicio: no puede haber sentido sin insensibilidad. No puede haber
justicia sin maldad; no puede haber gozo sin tristeza; no puede haber recompensa sin castigo; no puede haber salvación sin condenación. Si estas cosas no existieran—es decir, si no hubiera opuestos; si no hubiera oposición en todas las cosas; si no hubiera agencia; si los hombres no fueran libres para elegir un curso u otro—esto, como dice Lehi, “destruiría la sabiduría de Dios y sus propósitos eternos,” y, de hecho, si esto fuera el caso, y es imposible que lo sea, entonces “todas las cosas debían haber desaparecido.” (2 Nefi 2:11-13).
Si hay un Dios, también hay un diablo. Es el Señor quien invita y seduce a los hombres, por su Espíritu—la luz de Cristo—para elegir lo correcto: es el diablo quien invita y seduce a los hombres a elegir obras malas en lugar de buenas. Las seducciones del diablo son tentaciones, y la tentación es, y “debe ser,” una parte esencial del plan de salvación. A través de ella se proporcionan las atracciones y cosas mundanas que los hombres deben vencer para progresar y obtener esa vida eterna que es el opuesto de la condenación eterna.
Por lo tanto, hay—y debe haber—un diablo, y él es el padre de la mentira y la maldad. Él y los ángeles caídos que lo siguieron son hijos espirituales del Padre. Así como Cristo es el Primogénito del Padre en el espíritu, así Lucifer es un hijo de la mañana, uno de aquellos nacidos en la mañana de la preexistencia. Es un ser espiritual, una persona, una entidad, comparable en forma y apariencia a cualquiera de los hijos espirituales del Padre eterno. Él fue la fuente de oposición entre los huestes espirituales antes de que el mundo fuera hecho: se rebeló en la preexistencia contra el Padre y el Hijo, y entonces buscó destruir la agencia del hombre. Él y sus seguidores fueron expulsados a la tierra, y se les niegan para siempre los cuerpos mortales. Y él, aquí en la tierra, junto con todos los que lo siguen—tanto sus seguidores espirituales como los mortales que hacen caso de sus tentaciones—continúa la guerra que comenzó en el cielo.
Entonces, hay una ley de tentación. Involucra al Cristo Eterno, por cuyo poder Lucifer cayó como un rayo desde el cielo, e involucra al mortal Jesús, quien estaba sujeto a las artimañas del espíritu Lucifer mientras moraba como hombre entre los hombres. Y que nuestro bendito Señor salió triunfante en la tierra como lo hizo en el cielo, todos lo sabemos, por lo cual alabamos su nombre para siempre.
Jesús comulga con Dios en el desierto.
(Mateo 4:1-2; JST. Mateo 4:1-2; Marcos 1:12-13; JST. Marcos 1:10-11; Lucas 4:1-2)
Después de su bautismo por Juan en el Jordán en Betabara, ocurrieron dos cosas en la vida de nuestro Señor que siempre suceden en las vidas de aquellas personas fieles que encuentran sus propios Betabaras y son sumergidas en sus propios Jordanes por los administradores legales de su época: (1) El Espíritu de Dios descendió sobre él con poder, aunque en su caso ese Espíritu siempre había guiado sus pensamientos, palabras y actos, y (2) lo enfrentaron mayores tentaciones de las que nunca antes había experimentado.
Después del bautismo de agua viene el bautismo de fuego. Después del bautismo, cuando las almas convertidas se entregan a la causa del Señor; cuando hacen un convenio de abandonar el mundo y servir al Señor—el diablo intenta aún más que antes desviarlos del camino. Entonces es cuando se les pone a prueba en todas las cosas para ver si perseverarán en el convenio del evangelio, incluso hasta la muerte, para que puedan ser hallados dignos de una herencia celestial.
Además, después de su bautismo, Jesús hizo lo que cada persona nacida del Espíritu debe hacer: se apartó de las multitudes humanas a un lugar apartado para comulgar con Dios. El relato de Mateo, tal como lo escribió originalmente, dice: “Entonces”—es decir, después de su bautismo—”Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para estar con Dios. Y cuando hubo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, y había comulgado con Dios, después tuvo hambre, y fue dejado para ser tentado por el diablo.” Marcos nos dice que “estuvo con las bestias salvajes; y los ángeles le ministraban.” No se registra más sobre este período de cuarenta días, pero no podemos hacer otra cosa que concluir que fue un tiempo de regocijo y refrescamiento espiritual más allá de todo lo que jamás haya experimentado el hombre mortal en la tierra.
Enoc “fue elevado y llevado, incluso al seno del Padre, y del Hijo del Hombre”, y contempló visiones maravillosas más allá de lo que la mente humana puede concebir.
Vio todos los espíritus que Dios había creado, las naciones de los hombres mortales, la venida de Cristo y su crucifixión, la Segunda Venida del Hijo del Hombre, la era milenaria, y muchas otras cosas que no se registran. (Moisés 6 y 7.) El hermano de Jared habló tres horas a solas con el Señor y aprendió muchas de las maravillas de la eternidad, que son tan difíciles de comprender para los mortales que el Señor no ha permitido que sean traducidas en nuestros días. (Éter 2-4.) Moisés vio mundos sin número y sus habitantes, y se enfrentó y resistió a Satanás cara a cara. (Moisés 1.) Pablo fue arrebatado al tercer cielo y vio cosas maravillosas, “y oyó palabras inefables, que no es lícito al hombre decir.” (2 Cor. 12:1-4.) José Smith vio al Padre y al Hijo y la visión de los grados de gloria. (JS-H 1; D&C 76:137.) Grandes multitudes de fieles, en sintonía con lo Infinito, han visto y oído los misterios del reino, cosas que “solo deben ser vistas y comprendidas por el poder del Espíritu Santo, que Dios concede a aquellos que lo aman y se purifican delante de él; a quienes les concede este privilegio de ver y saber por sí mismos: que a través del poder y la manifestación del Espíritu, mientras están en la carne, puedan ser capaces de soportar su presencia en el mundo de la gloria.” (D&C 76:114-118.)
Si todas estas cosas, y más, sucedieron en las vidas de los profetas, ¿qué debemos esperar encontrar en la vida del más grande de los profetas? Si existen leyes eternas por obedecer a través de las cuales los hombres ven visiones y comunican con lo Infinito, ¿qué gloriosa comunión con el cielo deberíamos encontrar en la vida de aquel que obedeció todas las leyes que jamás se dieron a los mortales? Si el velo ha sido rasgado para los hombres menores, y ellos han visto glorias inconcebibles y oído palabras inefables, ¿qué deberíamos suponer que vio y oyó el hombre más grande? Seguramente la estatura espiritual del hombre Jesús era tal que durante cuarenta días los leones y las bestias salvajes lo trataron como a Daniel. Seguramente las visiones de la eternidad fueron abiertas a su vista como lo fueron para Pablo y José Smith. Seguramente vio todo lo que vio Enoc, Moisés y Morian-cumer. Seguramente hubo propósito y preparación, refinamiento y prueba, crecimiento y desarrollo, durante este período en el que el cuerpo de nuestro Señor se sometió a su espíritu. El ayuno, la oración, la meditación, las visiones y las revelaciones preparan a los hombres para el ministerio, y no fue diferente, salvo en grado, la preparación de nuestro Señor Jesucristo.
La Tentación.
(Mateo 4:3-11; JST, Mateo 4:5-6, 8-9; Lucas 4:2-13; JST, Lucas 4:2, 5-6, 9)
Cuando el hombre está en comunión con su Creador, no está sujeto a tentación; cuando los ángeles le ministran y él está bajo el hechizo de su influencia angelical, no está sujeto a tentación; cuando el Espíritu Santo descansa poderosamente sobre él y las visiones de la eternidad están abiertas a su vista, no está sujeto a tentación. Durante cuarenta días, Jesús meditó sobre las cosas del Espíritu, derramó su alma a su Padre en oración, buscó diligentemente recibir revelaciones y ver visiones, fue ministrado por ángeles, y se vio envuelto en las visiones de la eternidad—durante todo ese tiempo no estuvo sujeto a tentación. También podemos suponer que durante este período estuvo “con Dios” en el sentido literal de la palabra, y que el Padre lo visitó.
A medida que el período de edificación y esclarecimiento espiritual llegaba a su fin, y las visiones y experiencias espirituales cesaban—exceptuando dos que mencionaremos más adelante—y mientras Jesús se preparaba para regresar a la vida mortal normal, con los ángeles ya no a su lado y sus ojos ya no abiertos a las visiones eternas, entonces vino el diablo a seducir, atrapar y tentar. Tres veces intentó y tres veces fracasó, después de lo cual “se apartó de él por un tiempo”, o, como puede ser traducido, “hasta una oportunidad conveniente.”
Jesús tenía hambre. Durante cuarenta días y cuarenta noches ningún trozo de comida entró en su boca, ninguna gota de agua mojó sus labios resecos ni bajó por su garganta. Su ayuno prolongado lo dejó débil físicamente. Su cuerpo clamaba por comida, y necesitaba la fuerza que proviene de un estómago lleno. Sus experiencias espirituales estaban, por el momento, llegando a su fin. La Providencia Divina que llama a los hombres a ayunar y orar también espera que pongan fin a sus ayunos y cesen sus oraciones, y que atiendan sus necesidades físicas. Los hombres deben comer pan o morir, y ya había llegado el momento para que Jesús rompiera su ayuno y comiera, tal vez las bayas, langostas o miel silvestre disponibles, y bebiera refrescantes sorbos, tal vez de un manantial cercano.
Pero primero “vino el tentador a él”—y debemos afirmar que esto fue una aparición personal, en la que el espíritu Lucifer, que fue expulsado del cielo por rebelión, vino en persona y habló con Jesús cara a cara. No fue una simple colocación de pensamientos en su mente, sino una conversación abierta y hablada: “el tentador vino a él” y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en pan.”
¿Por qué no? ¿Acaso no había provisto Jehová maná—que es pan del cielo—para todo Israel, seis días a la semana, durante cuarenta años, para que no murieran de hambre en el desierto? ¿No era la voluntad del Padre que su Hijo ahora comiera y recuperara sus fuerzas físicas? Y si Israel fue alimentado por pan del cielo, cuando no había otro alimento disponible, ¿por qué no recibiría el Ciudadano Principal de Israel alimento de la misma manera? ¿Qué habría de malo en replicar por un día un milagro que había ocurrido en más de doce mil días cuando Moisés y Aarón guiaron a Israel desde Egipto hasta el mismo Jordán en cuyas aguas había sido recientemente sumergido?
En realidad, no había razón, salvo una, por la cual el alimento no debería haber sido provisto milagrosamente, lo que demuestra cuán diabólicamente ideado estaba el desafío tentador—y por lo que sabemos, puede que eso se hubiera proporcionado en un momento posterior. La única razón era: Lucifer había hecho que la provisión de alimento para el cuerpo hambriento de Jesús fuera una prueba de su divinidad. “Si eres el Hijo de Dios, haz esto.” Era como si hubiera dicho: “Córtate el brazo y restáuralo, y entonces creeré que eres el Hijo de Dios y tienes el poder que parece pensar que tienes.” Por supuesto, él podía convertir las piedras en pan: en menos de dos meses convertiría el agua en vino en Caná; y no mucho después, en dos ocasiones separadas, multiplicaría los panes y los peces para que miles pudieran comer, es decir, haría comida a partir de los elementos que nos rodean.
Pero aquí Lucifer lo desafiaba a gloriarse en su divinidad y prostituir sus poderes. Estaba exigiendo que demostrara algo que no necesitaba prueba. Jesús lo sabía y Satanás lo sabía—ambos tenían perfecto conocimiento sobre el asunto—que nuestro Señor era el Hijo de Dios. No había necesidad de probarlo convirtiendo piedras en pan, aunque él tuviera el poder, y aunque el momento estuviera cerca en que era apropiado para él comer y ser saciado. De hecho, si él hubiera cedido a Lucifer, convirtiendo las piedras en pan, esto habría indicado una duda en su propia mente sobre su divinidad; habría mostrado que sentía la necesidad de probar algo que no necesitaba ser probado.
Jesús respondió: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” De todas las palabras inspiradas jamás registradas por los profetas que lo precedieron, estas pocas constituyen la reprensión perfecta al rebelde Lucifer. Son tomadas de la misma sentencia en la que Moisés recordó a Israel el pan del cielo, por así decirlo, con el que fueron alimentados durante cuarenta años. “Te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años por el desierto,” dijo Moisés, “para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos”—todo lo cual es un tipo del ayuno y la lucha de Jesús durante cuarenta días en el desierto de su ayuno. Luego vino a Israel, por boca de Moisés, el pronunciamiento divino: “Y te humilló, y te hizo pasar hambre, y te sustentó con maná, que no conocías, ni tus padres lo conocían; para hacerte saber que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Jehová vive el hombre.” (Deut. 8:2-3.)
Es decir, así como Israel dependió de Jehová para su pan diario, para que no murieran físicamente, también deben depender de Él para la palabra de Dios, que es el pan espiritual, para que no mueran espiritualmente. Ni el pan temporal ni el espiritual, por sí solos, serán suficientes; el hombre debe comer de ambos para vivir; y en el sentido eterno, la palabra de Dios, que es el pan del cielo en su sentido pleno, es lo más importante. Aquellos que hacen de la búsqueda del pan terrenal su principal preocupación pierden de vista los valores eternos, dejan de alimentar sus espíritus, mueren espiritualmente y pierden sus almas. Al elegir de todo el Antiguo Testamento las mismas palabras que muestran el valor relativo del pan de la tierra y el pan del cielo, el triunfo de Jesús sobre Lucifer es completo. Él, como Hijo de Dios, elige el pan del cielo y encontrará alimento terrenal cuando sus circunstancias lo permitan. Él es el maestro sobre la carne; sus apetitos se mantendrán dentro de los límites establecidos por los estándares divinos.
Ahora llegamos a una de las dos grandes experiencias espirituales restantes que fueron parte del período de ayuno y prueba al que Jesús estuvo sujeto. “Entonces Jesús fue llevado al monte santo, y el Espíritu lo puso sobre el pináculo del templo,” nos dice la Traducción de José Smith. El Espíritu lo hizo, no el diablo; ¡qué impensable es que Lucifer tuviera poder para transportar al Hijo de Dios, o a cualquiera, a un lugar de su elección! ¡Él no tiene tal poder! Jesús fue colocado en el pináculo designado por el Espíritu.
Otros profetas fueron y serían transportados corporalmente de un lugar a otro por el poder del Espíritu. Ezequiel fue elevado y llevado por el Espíritu. (Ezequiel 8:2-3.) Nefi “fue arrebatado en el Espíritu del Señor, sí, a una montaña muy alta,” sobre la que “nunca había puesto antes” su “pie.” (1 Nefi 11:1.) La misma María “fue llevada en el Espíritu,” en el momento de la concepción de Jesús. (1 Nefi 11:19-21.) Nefi, el hijo de Helamán, “fue tomado por el Espíritu y transportado fuera de entre aquellos que intentaban encarcelarlo,” y así “fue de un lugar a otro en el Espíritu, declarando la palabra de Dios.” (Mormón 10:16-17.) Después de que Felipe bautizó al eunuco, “el Espíritu del Señor lo arrebató,” y fue llevado a Azoto. (Hechos 8:39-40.) No es algo inaudito que el Señor, por el poder del Espíritu, transporte a los mortales de un lugar a otro; y parece que Jesús iba a experimentar todas las vivencias mortales de los profetas que vinieron antes o después de él, exceptuando que no fue transformado y llevado al cielo sin conocer la muerte como algunos lo fueron y lo serían.
¿Por qué el Espíritu lo llevó al pináculo del templo? No se especifica. Tal vez fue para mostrarle las multitudes de adoradores y dejarlo ver de nuevo los sacrificios ofrecidos como símbolo de su venidero sacrificio. En todo caso, “Entonces el diablo vino a él y le dijo: Si eres el Hijo de Dios, échate abajo, porque está escrito: ‘A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra.’”
Aquí hubo una nueva tentación, más sutil que la primera. Lucifer ahora citaba las escrituras, una profecía mesiánica que debía cumplirse. Tal vez Jesús podía controlar sus apetitos y vencer la carne, que así fuera; pero, ¿se atrevería a negarse a cumplir una profecía mesiánica? Jesús había elegido, al negarse a convertir las piedras en pan, poner las cosas espirituales por encima de las cosas temporales, y ahora Lucifer lo tentaba con un asunto espiritual: Si nuestro Señor ha decidido poner las cosas del reino de Dios por encima de las cosas de este mundo, entonces que se eche abajo, pues así cumplirá las escrituras y triunfará ante la gente en un campo espiritual.
“Si eres el Hijo de Dios,” dice el tentador, “entonces échate abajo en medio de la multitud adoradora. Si eres el Mesías, seguramente cumplirás esta profecía mesiánica; ¿cómo más podría cumplirse sino por ti en esta ocasión? ¡Y qué comienzo para tu ministerio! Todos los hombres oirán hablar de la maravilla que has hecho. Se agolparán para escuchar tu mensaje, y podrás lograr lo que se te envió a hacer. ¡Esto es lo que debe hacer el Mesías para probar su divinidad, y debe hacerse para comenzar tu ministerio. Si eres el Hijo de Dios, seguramente te echarás abajo. ¡Hazlo ahora, este es el momento, esta es tu gran hora!”
Jesús respondió: “Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios.” Y una vez más, la respuesta fue perfecta. Primero, fue su testimonio de que él era el Hijo de Dios: “No me tentarás, porque yo soy el Señor tu Dios. Soy el Dios de Israel; soy el Mesías; soy el Hijo de Dios.” Luego, su cita provenía de un contexto que prohíbe pedirle al Señor que realice milagros para demostrar que es el verdadero Dios. Moisés dijo: “No tentaréis al Señor vuestro Dios, como lo tentasteis en Masá.” (Deut. 17:1-7.) Y fue en Masá cuando los hijos de Israel, muriendo de sed y pereciendo por falta de agua, como pensaban, le exigieron a Moisés que demostrara que el Señor estaba con ellos proveyendo agua para ellos y sus animales. Fue entonces cuando Moisés golpeó la roca y el agua brotó. “Porque tentaron al Señor, diciendo: ¿Está el Señor entre nosotros, o no?” (Éx. 17:1-17.) Por segunda vez, la victoria de nuestro Señor sobre Lucifer fue total y triunfante. Por seductor que fuera el llamado, no cedió; su divinidad no debía probarse saltando desde el pináculo del templo, ni su ministerio iba a ser anunciado por algún suceso dramático. Él fue su propio testigo, y la gente, como en todos los tiempos, debía acudir y escuchar la voz de un profeta y elegir por sí mismos si creer o rebelarse.
Después de esto, “de nuevo, Jesús estuvo en el Espíritu” en la segunda experiencia espiritual a la que nos referimos—”y lo llevó a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y el diablo vino a él nuevamente, y le dijo: Todo esto te daré, si te postras y me adoras. Entonces Jesús le dijo: Apártate de mí, Satanás; porque está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás.’” Entonces Satanás lo dejó por un tiempo.
En teoría, esta debería haber sido la menos de todas las tentaciones que Lucifer podía hacer al Mesías. Aquí estaba el gran Imperio Romano con Tiberio a la cabeza: aquí estaban los ejércitos y las armadas, los palacios y los edificios majestuosos: aquí estaban las legiones de hombres listos para arrodillarse o disparar sus flechas a la orden de su gobernante: aquí estaban el ganado, los cultivos y los viñedos en mil colinas y diez mil valles: aquí estaba toda la riqueza del mundo entero, más todo el poder que conlleva; ¿y qué?
¿Por qué ofrecer un puñado de polvo, por decirlo de alguna manera, a quien creó la tierra, el universo y los cielos sidéreos, y cuyo destino es heredar, poseer y recibir todas las cosas, y tener todo poder en el cielo y en la tierra? ¿Por qué el Creador de todas las cosas sería tentado, cuando un usurpador que tiene control momentáneo sobre algunos de ellos ofrece su puñado a cambio de obediencia y adoración? Pero esto es solo en teoría.
En la realidad práctica, esto debió haber sido la prueba culminante de las tres. Jesús era un hombre mortal, y hasta los mortales tienen plantado en su corazón el deseo de riqueza y poder. Uno de los grandes propósitos de la mortalidad es frenar este deseo y mantenerlo bajo control.
Caín mata a Abel para ganar sus rebaños y ganados: Esaú vende su primogenitura por un plato de lentejas: los hermanos de José lo venden a los ismaelitas por unos pocos pedazos de plata: Judas planta el beso del traidor por treinta piezas de plata: Ananías y Safira retienen parte del precio de su propiedad, y pierden sus almas en el proceso—siempre ha sido así con los mortales. Las mujeres venden su virtud por algunas chucherías: los políticos venden sus almas para ser elegidos para un cargo; los generales venden la vida de sus soldados para satisfacer su vanidad; los comerciantes venden su integridad por unas pocas monedas de cobre, así es el mundo. Y dado que las tentaciones de nuestro Señor fueron reales y parte de sus necesarias pruebas y ensayos, no podemos hacer otra cosa que suponer que todos los reinos, riquezas y poderes del mundo de Satanás debieron haberle parecido deseables. Los hombres tienen el potencial de llegar a ser coherederos con él de todo lo que su Padre tiene, y sin embargo venden sus almas por nada. ¿Por qué él debería estar sujeto a pruebas menores?
Qué acertadas son estas palabras, citadas de Andrewes por Farrar: “Hay algunos que dirán que nunca somos tentados con reinos. Puede ser, porque no es necesario, cuando cosas menores bastarán. Solo Cristo fue tentado así; en Él yacía una mente heroica que no podía ser tentada con cosas pequeñas. Pero con nosotros no es así, porque nos estimamos de manera más baja. Ponemos nuestras mercancías a un precio muy fácil; él [Lucifer] puede comprarnos incluso a precio de cuchillo. No necesita llevarnos tan alto como el monte. El pináculo es suficientemente alto: sí, el campanario más bajo de toda la ciudad serviría. O, déjenos estar en las azoteas y canalones de nuestras propias casas; no, déjenos estar en nuestras ventanas o puertas, si nos da tanto como podamos ver allí, nos tentará por completo; lo aceptaremos, y también lo agradecemos… Una cuestión de medio chelín, o diez groats, un par de zapatos, o alguna otra nimiedad, nos pondrá de rodillas ante el diablo.” (Farrar, p. 105.)
Por qué Jesús fue tentado
Jesús fue tentado—si podemos decirlo así—para cumplir toda justicia. Era parte del plan eterno. Le dio las experiencias que necesitaba para lograr su propia salvación, y lo preparó para sentarse en juicio sobre sus errantes hermanos, quienes, en menor medida, son probados y puestos a prueba como lo fue él.
Hemos dicho que sus tentaciones fueron reales. Ya sea que podamos comprender cómo y por qué las cosas que él vivió fueron tentaciones reales y genuinas, no tiene mucha importancia; lo que sabemos es que se le llamó a elegir lo correcto en las situaciones más duras y difíciles que jamás se hayan impuesto a los mortales, lo cual tal vez sea suficiente. Que sus tentaciones fueron mayores que las de cualquier otra persona se muestra en la profecía mesiánica: “He aquí, él sufrirá tentaciones, y dolores de cuerpo, hambre, sed y fatiga, más de lo que el hombre pueda sufrir, excepto que sea hasta la muerte.” (Mosíah 3:7.) De las tentaciones que sufrió, después de las que hemos mencionado, y antes de la prueba en Getsemaní, les dijo a los Doce: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis tentaciones.” (Lucas 22:28.)
Pablo, como en tantos otros asuntos, es nuestra mejor fuente del Nuevo Testamento para la exposición doctrinal sobre las tentaciones y sufrimientos de nuestro Señor. A los hebreos escribió:
“Convino que, para quien son todas las cosas, y por quien son todas las cosas, al traer muchos hijos a la gloria, hiciera perfecto al capitán de su salvación mediante los sufrimientos….
“Por lo cual, en todo, le convenía ser hecho semejante a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, para hacer reconciliación por los pecados del pueblo. Porque en que él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados….
“Así que, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado….
“Aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen.” (Heb. 2:10, 17-18; 4:14-15; 5:8-9.)
El primer Adán, cediendo a la tentación, trajo la muerte y el pecado al mundo; el Segundo Adán, superando la tentación, trajo vida y justicia a los hombres, porque venció al mundo. Habiendo sido bautizado y habiendo salido triunfante en la guerra con Satanás, ahora está preparado para salir en el más grande ministerio que jamás haya sido realizado entre los hombres.
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Seccion 3:
El ministerio temprano de jesús en judea
“La palabra que Dios envió a los hijos de Israel, predicando paz por medio de Jesucristo: (Él es Señor de todos;)
“Esa palabra, digo, vosotros conocéis, que fue publicada por toda Judea, y comenzó desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan;
“Cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder; el cual anduvo haciendo bien, y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
“Y nosotros somos testigos de todo lo que hizo tanto en la tierra de los judíos, como en Jerusalén.” (Hechos 10:36-39.)
MANÁ
Venid, bebed de las aguas de la vida:
Venid, comed de la buena palabra de Dios:
Venid, bebed de la copa del Señor:
Venid, comed de su pan enviado del cielo.
Venid, comprad sin dinero ni precio, ese alimento que da vida al alma:
Y comed a la mesa donde los videntes han hablado la mente del Señor.
Venid, bebed, dice el Espíritu a todos:
Bebed profundamente de esas aguas que caen
Como lluvia sobre la reseca tierra del desierto, que el cielo envía para el alma.
Venid, comed del maná del cielo que cae como el rocío de la mañana; venid, alimentaos en los pastos tan verdes; hallad lugar con las ovejas del Señor.
Bebed profundamente de los ríos que fluyen, directamente desde nuestra gran Fuente:
Regocijaos en las aguas tan puras que Él envía entre los hombres.
Bebed profundamente del fruto de la vid;
Comed ahora, porque la salvación es gratuita;
Bebed vino en las heces bien refinadas;
Comed ahora, porque el tiempo está cerca.
— Bruce R. McConkie
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Capítulo 26
Juan Cumple Su Misión
Juan vio y dio testimonio de la plenitud de mi gloria. (D&C 93:6.)
Dos Hombres Llamados Juan
Dos hombres llamados Juan están sentados juntos en las orillas del Jordán, en el lugar llamado Betabara. Ambos son almas devotas y justas que, como Simeón y Ana y muchos otros, han estado esperando la Consolación de Israel; ambos creen en las profecías mesiánicas y desean unirse al Redentor y Salvador de quien hablan; ambos fueron preordenados para los ministerios que les corresponden; y ambos tienen la estatura espiritual, adquirida mucho antes del nacimiento mortal, para reconocer la verdad y comprender los misterios del reino.
Hablan de las multitudes de judíos de todos los sectores de la vida que se están arrepintiendo y siendo bautizados para la remisión de los pecados. Discuten las palabras de sus profetas y las esperanzas de su nación. Como judíos devotos, se regocijan de que el Mesías Prometido esté cerca. Se asombran del milagro realizado poco tiempo antes en esas mismas aguas, cuando uno vino a cumplir toda justicia al ser bautizado en ellas. Hablan de la apertura de los cielos y del descenso—con calma y serenidad, como una paloma—del Espíritu Santo de Dios; y sus almas vibran al recordar de nuevo la majestad de la ocasión cuando la voz desde el cielo proclamó: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. A él oíd.” Son verdaderos creyentes cuyos nombres quedarán eternamente grabados en los corazones de todas las almas de ideas afines que vengan después.
Uno de estos hombres llamados Juan, en este punto de su asociación eterna, está actuando como maestro, el otro como discípulo. El maestro es el hijo de Elisabet y Zacarías, y su concepción milagrosa, su nacimiento, su nombre y su ministerio como el precursor del Señor fueron todos predichos por Gabriel. Ahora tiene algo más de 31 años y ha estado predicando, enseñando y bautizando durante un año y medio. Está destinado a enseñar más, a ser encarcelado por Herodes, a ser asesinado, y luego, como persona resucitada, restaurar en los últimos días el Sacerdocio Aarónico. El discípulo es el hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Probablemente un joven, escasamente salido de su adolescencia, está destinado a ser un apóstol del Señor Jesucristo, a servir con Pedro y Santiago en la Primera Presidencia, y a escribir el Evangelio de Juan, el Libro de Apocalipsis y tres epístolas del Nuevo Testamento. Está destinado a convertirse en el Discípulo Amado y el Revelador, a ser transladado, y también a regresar en los últimos días, junto con Pedro y Santiago, para restaurar el Sacerdocio de Melquisedec.
Juan el Bautista también está destinado a escribir sobre el evangelio de ese Señor de cuyo testimonio es, pero su relato, quizás porque contiene verdades y conceptos que los santos y el mundo aún no están preparados para recibir, hasta ahora no ha sido dado a los hombres. Sin embargo, el 6 de mayo de 1833, el Señor reveló a José Smith once versículos de los escritos del Bautista, y prometió que “la plenitud del registro de Juan” sería revelada cuando la fe de los hombres los habilitara para recibirla. (D&C 93:6-18.)
Por lo que se ha revelado de los escritos del Bautista y por lo que Juan el Apóstol escribió en su Evangelio, está claro que Juan el Apóstol tenía ante sí los escritos de Juan el Bautista cuando escribió su Evangelio. Juan 1:1-38 y Juan 3:23-36 son citados o parafraseados de lo que primero escribió el Bautista, una realidad que será perfectamente clara para todos cuando consideremos su contenido y mensaje en detalle. Ahora comenzaremos tal consideración.
Juan el Bautista—El Testigo de Nuestro Señor
(Juan 1:1-12; JST, Juan 1:10-15; D&C 93:6-10)
Juan el Bautista, como sabemos, fue “lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre”; “fue ordenado por el ángel de Dios cuando tenía ocho días de nacido para este poder, para derribar el reino de los judíos, y para enderezar el camino del Señor delante de su pueblo, para prepararlos para la venida del Señor”; y “fue bautizado cuando aún era niño.” (D&C 84:27-28.) Esto lo aprendemos por revelación de los últimos días. Nuestro relato del Nuevo Testamento nos dice que el hijo de Zacarías estaba en el desierto, apartado de los hombres, mientras se preparaba para su ministerio. El mismo Juan habla de alguien que lo envió a bautizar con agua y que le dijo que vería al Espíritu Santo descender sobre el Hijo de Dios y permanecer sobre él. Jesús dijo que Juan era un profeta y más que un profeta. Como sabemos, él poseía el Sacerdocio Aarónico y las llaves de este mientras estaba en la mortalidad, ambos los restauró a José Smith y Oliver Cowdery en tiempos modernos.
Ahora bien, ¿cuánto sabría un hombre como este sobre el plan de salvación, sobre los misterios del reino, sobre la misión divina de aquel de quien era testigo? Seguramente ocuparía un lugar destacado entre los apóstoles y profetas de su época en grandeza y estatura espiritual, y por los fragmentarios relatos de sus hechos y dichos que han llegado hasta nosotros, somos de la opinión de que así fue.
¿Qué visiones, qué revelaciones, qué rasgar de los cielos permitió a nuestro amigo el Bautista escribir del Señor Jesús tales cosas como estas: “Vi su gloria, que él estaba en el principio, antes de que el mundo fuera”—lo que nos lleva a suponer que vio, como Enoc, Abraham y Moisés, una visión de la preexistencia y los espíritus de los hombres allí reunidos. “Por lo tanto, en el principio estaba el Verbo, porque él era el Verbo, incluso el mensajero de salvación—La luz y el Redentor del mundo; el Espíritu de verdad, que vino al mundo, porque el mundo fue hecho por él, y en él estaba la vida de los hombres y la luz de los hombres.”
Estas palabras están al nivel de las de los más grandes de los profetas. Qué acertadamente resumió Juan el Apóstol su significado al inicio de su Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” y demás; y aún más profundo es el pensamiento tal como lo perfeccionó el Profeta José Smith: “En el principio se predicó el evangelio por medio del Hijo. Y el evangelio era el Verbo, y el Verbo estaba con el Hijo, y el Hijo estaba con Dios, y el Hijo era de Dios.” También: “En él estaba el evangelio, y el evangelio era la vida, y la vida era la luz de los hombres; Y la luz resplandece en el mundo, y el mundo no la percibe.”
En este punto, el relato evangélico aclama: “Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan. Este vino al mundo para ser testigo, para dar testimonio de la luz, para dar testimonio del evangelio a través del Hijo, a todos, para que por él los hombres creyeran”. Juan conocía y entendía el evangelio y el plan de salvación. Él vino, y sabía que vino, para que todos los hombres creyeran en el Hijo y fueran salvos. La profundidad, amplitud y altura de sus enseñanzas se comparan con las de Enoc, Moisés y José Smith.
“Él no era esa luz”, continúa el relato, “sino que vino a dar testimonio de esa luz. La cual era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene al mundo: aun al Hijo de Dios”. Cristo es la Luz, a quien todos los hombres deben volverse para la salvación; la palabra y la verdad que vienen de Él salvarán a los hombres. Todos sus profetas, incluso Juan, envían solo un reflejo de la luz mayor. “Las palabras fueron hechas por él; los hombres fueron hechos por él”—lo que significa que actuó por una investidura divina de autoridad de su Padre—”todas las cosas fueron hechas por él, y por él, y de él”, dijo el Bautista.
“La Palabra se hizo carne”
(Juan 1:13-14, 16-18; JST, Juan 1:12-19; D&C 93:11-17)
“Y yo, Juan”, dice el hijo de Zacarías, “doy testimonio de que vi su gloria, como la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad, incluso el Espíritu de verdad, que vino y habitó en la carne, y habitó entre nosotros”.
Cuándo ocurrió esta visión y cuánto más vio el Bautista—y escribió—queda por revelarse. Mientras predicaba, mes tras mes, a las multitudes que venían a él, las visiones que había visto, las revelaciones que había recibido y las impresiones que fueron grabadas en su alma por ese Espíritu que lo acompañaba desde el vientre de su madre—todo esto debió haber sido referido, explicado y citado al pueblo. Y su amado discípulo Juan, el futuro apóstol, debió haberlas escuchado oralmente así como más tarde las recibió en papiro.
Sobre el nacimiento de Jesús, el relato ahora disponible dice: “Nació, no de sangre, ni de voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”. Es decir: “Jesús nació, pero no como nacen los demás hombres—no de sangre—no de un padre mortal que tenía carne y sangre; nació—no de la voluntad de la carne—porque no hubo apetito ni deseo mortal involucrado; otros hombres son concebidos por el amor entre los padres, pero Jesús no tuvo padre mortal; nació—no por la voluntad del hombre—sino porque su Padre Eterno lo quiso. Como la Palabra Eterna, se hizo carne para cumplir los propósitos eternos.”
“Porque en el principio era la Palabra, incluso el Hijo, quien se hizo carne, y fue enviado a nosotros por la voluntad del Padre”, continúa el relato santo. “Y todos los que creen en su nombre recibirán de su plenitud. Y de su plenitud todos nosotros hemos recibido, incluso la inmortalidad y la vida eterna, por su gracia.”
Y luego, su precursor Juan, siendo el último administrador legal de la antigua dispensación mosaica y el primer administrador enviado por Dios en la nueva dispensación cristiana, cómo es apropiado que el registro revelado contraste los dos sistemas. “Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la vida y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. Porque la ley era según un mandamiento carnal, para la administración de la muerte; pero el evangelio era según el poder de una vida interminable, por medio de Jesucristo, el Unigénito Hijo, quien está en el seno del Padre”. No podemos creer otra cosa que todo esto fue explicado y enseñado a orillas del Jordán, tal como debe ser conocido y enseñado hoy.
“Y yo, Juan”—¡es el Bautista quien habla!—”vi que no recibió la plenitud al principio, sino que recibió gracia por gracia: Y no recibió la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia, hasta que recibió la plenitud.
Y así fue llamado el Hijo de Dios, porque no recibió la plenitud al principio. Y yo, Juan, doy testimonio”—y aquí viene el relato de lo que el Bautista vio cuando sacó al Señor Jesús de las aguas del Jordán—”y he aquí, se abrieron los cielos, y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma, y se posó sobre él, y vino una voz del cielo diciendo: Este es mi Hijo amado”. Este mismo Juan, mirando hacia el día en que Jesús sería levantado en gloriosa inmortalidad para recibir eso—y más—que le pertenecía antes de que el mundo fuera, testificó: “Y yo, Juan, doy testimonio de que recibió la plenitud de la gloria del Padre: Y recibió todo poder, tanto en el cielo como en la tierra, y la gloria del Padre estaba con él, porque moraba en él”.
Una verdad más, conocida desde antiguo y revelada nuevamente con claridad en nuestro día, debemos registrar: “Y nadie ha visto a Dios en ningún momento, excepto el que ha dado testimonio del Hijo; porque, excepto a través de él, ningún hombre puede ser salvo.”
¡Cómo se barren las telarañas del pasado cuando los hombres inspirados hablan y escriben! ¡Cómo brotan las fuentes de la verdad cuando los profetas de Dios están disponibles para regular el flujo! ¡Qué maravilloso es que sepamos tanto de lo que fue conocido antiguamente por dos hombres llamados Juan!
Y qué perspectiva nos da saber que todo esto era conocido—y se dio testimonio de ello—antes incluso de que Jesús comenzara su ministerio formal. Sin duda, Jesús había enseñado mucho de manera informal durante los años, como lo hizo a los doce años en la Casa de su Padre, y quizás incluso había sanado a los enfermos y realizado otros milagros en ocasiones especiales. Pero su ministerio formal, del cual la Providencia Divina ha preservado un relato para nosotros en los Evangelios, comenzó después de su bautismo, después de su tentación, y, hay que señalar, después de que su precursor diera testimonio de él completamente a todos los que quisieran escuchar.
Así, en lo que respecta a su ministerio formal, al menos, antes de que Jesús enseñara las verdades salvadoras de su evangelio: antes de que realizara milagros: antes de que ministrara consuelo a los que no tenían consuelo y diera esperanza a los abatidos: antes de que llamara a apóstoles y setentas: antes de que se llevaran a cabo los grandes eventos de su ministerio—antes de todo esto—el testimonio ya había salido: se había dado testimonio: se habían enseñado las verdades del evangelio: el pueblo había sido preparado para el Señor: el precursor había hecho su trabajo. Ahora había llegado el momento de transferir la responsabilidad del reino, por decirlo de alguna manera, de Juan a Jesús.
Juan: El Elías de nuestro Señor
(Juan 1:19-28; JST, Juan 1:21-22, 26-28)
Había una tradición entre los judíos, como aprendemos del Talmud, que cuando viniera el Mesías, él clamaría arrepentimiento, y el nuevo reino sería inaugurado por un gran movimiento de reforma. La predicación de Juan era tan persuasiva—tan poderoso era el testimonio que Dios le había dado—que grandes multitudes acudían a él desde Jerusalén y toda Judea. Almas creyentes se arrepentían: se realizaban bautismos en gran número: y se estaba preparando un pueblo especial para un nuevo reino. ¿Podría ser este el Mesías? ¿Era Juan el que todo el pueblo había estado esperando tanto tiempo? Si no era el Mesías, ¿quién era él? ¿Y por qué bautizaba y establecía una nueva organización entre la gente?
Los relatos de su ministerio—sin duda relatos distorsionados y confundidos, ya que habrían sido transmitidos por los incrédulos que criticaban y buscaban desacreditar el gran movimiento que ahora barría la nación—llegaron a los escribas y líderes del pensamiento judío. Incluso se supone que el Sanedrín mismo se preocupó. Estos líderes—en efecto, los falsos ministros de las sectas falsas de la época—no se dignarían a ir a escuchar las enseñanzas de un profeta iletrado, uno que no había sido entrenado para el ministerio. Pero sí harían una investigación: enviarían una delegación, elegida entre los fariseos: enviarían sacerdotes y levitas para averiguar qué estaba sucediendo. De hecho, el movimiento tenía tal atractivo popular que no tenían otra opción: debían saber quién era este perturbador, que estaba alterando su reino y su sistema de religión y adoración.
También existía entre los judíos una doctrina prevaleciente sobre Elías (Elías), cuyo advenimiento debía preceder al del Mesías, y también una doctrina prevaleciente sobre Elías, quien restauraría todas las cosas—su reino, gloria, las verdades y poderes que una vez poseyeron. Partes de estas doctrinas permanecen hasta el día de hoy entre los judíos devotos que colocan una silla especial para Elías en sus comidas de Pascua. Los judíos de la época de Jesús tenían pasajes de las Escrituras relativos a Elías y su ministerio que no tenemos, pero aun entonces su comprensión de Elías y su misión no era más precisa que su conocimiento del Mesías y su misión.
Y así la delegación fue a Juan para plantear tres grandes preguntas, a las cuales respondió de manera clara y directa:
- “¿Quién eres tú?… ¿Eres Elías?” En respuesta, “él confesó, y no negó que él era Elías… Y le preguntaron: ¿Cómo, pues, eres Elías? Y él dijo: No soy ese Elías que debía restaurar todas las cosas.”
“Sí: yo soy Elías. Soy enviado para ir delante del Señor en el espíritu y poder de Elías. Mi misión es convertir los corazones de los desobedientes a la sabiduría de los justos, y hacer que el pueblo esté preparado para el Señor. Yo soy su precursor: poseo el sacerdocio de Elías. Pero no soy ese Elías que debía restaurar todas las cosas: su misión es más grande que la mía. Soy enviado para preparar el camino para él.”
- ¿Eres ese profeta como Moisés, cuyo advenimiento fue prometido? Moisés, el hombre de Dios, que no ha habido un profeta más grande en todo Israel, había dejado esta promesa a su pueblo: “El Señor tu Dios te levantará un profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo: a él oiréis… (Porque así dice el Señor): Levantaré de entre sus hermanos un profeta, como tú [Moisés], y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mande. Y acontecerá que todo aquel que no oiga mis palabras que él hablará en mi nombre, yo lo pediré de él.” (Deut. 18:15-19.)
Esto, por supuesto, es una profecía mesiánica, y el que es como Moisés era el Mesías y no otro, aunque muchos, en la época de la que hablamos, asumieron erróneamente que las palabras de Moisés se referían a alguien más, identificado solo como “ese profeta.” La respuesta de Juan fue negativa: él no era “ese profeta.”
- ¿Eres el Cristo? Su respuesta: “No soy el Cristo.” Además: “El Cristo, que es preferido antes que yo, ya está entre ustedes, y él es el Hijo de Dios.”
Habiendo recibido esta respuesta, los sacerdotes y levitas fariseos, quienes aún no habían dado respuesta a aquellos a cuyo servicio estaban, tenían una pregunta más:
“¿Por qué bautizas entonces, si no eres el Cristo, ni Elías, que iba a restaurar todas las cosas, ni ese profeta?” Juan respondió: “Yo bautizo con agua, pero hay uno entre vosotros, a quien vosotros no conocéis: Él es de quien yo doy testimonio. Él es ese profeta, incluso Elías, quien, viniendo después de mí, es preferido antes que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su zapato, ni de ocupar su lugar; porque él bautizará, no solo con agua, sino con fuego, y con el Espíritu Santo.”
Y así es como se preparó el camino. Juan continuará predicando y bautizando durante casi un año. Pero ya ha preparado el camino; un cuerpo organizado de adoradores está esperando al Mesías: Juan ha dado el testimonio que fue enviado a dar; y mañana y al siguiente lo veremos en proceso, como continúa enseñando y dando testimonio, de entregar el reino a Jesús y de decir a sus propios discípulos: “¡Seguidlo a él!”
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Capítulo 27
Jesús Comienza su Ministerio
Él salió ministrando al pueblo, con poder y gran gloria: y las multitudes se reunían para escucharlo. (1 Nefi 11:28.)
“He aquí el Cordero de Dios”
(Juan 1:29-34; JST, Juan 1:30-32, 34)
Jesús ha regresado de la comunión con su Padre en el desierto: sus cuarenta días y cuarenta noches de ayuno y oración y experiencias espirituales se han tejido en los huesos y tendones de su ser. Ahora ha resistido las artimañas de Satanás, ha salido triunfante en tentaciones que fueron infinitamente mayores de lo que cualquier otra persona podría haber soportado, y ha vencido al mundo. Ahora está preparado para ministrar—formal y oficialmente, usando todo su tiempo, talentos y habilidades—entre sus semejantes. Lo único que queda ahora es que su precursor haga la gran proclamación climática sobre la divinidad del Hijo de Dios, y esto es lo que el hijo de Zacarías está ahora preparado para hacer.
Juan ya les ha dicho a la delegación de Jerusalén que él, el hijo de Zacarías, no es el Cristo, ni Elías de la restauración, ni “ese profeta” de quien habló Moisés, que, en realidad, si lo hubieran sabido, era el Mesías. También les ha dicho que él es Elías el precursor: que ha venido para preparar un pueblo para el Señor; y que el Señor, que es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, ahora ministra entre ellos, con poder no solo para bautizar con agua, como él, Juan, está haciendo, sino también para bautizar con fuego y con el Espíritu Santo. La palabra ha llegado a los líderes del pueblo, y ahora es oficial. La delegación ha venido del Sanedrín, y ha regresado para informar. El más alto cuerpo legal de su pueblo discutirá ahora el informe y se enterará—sea cual sea su reacción—de que un administrador legal, que tenía un poder y autoridad obvios, les ha dicho en palabras claras que el nazareno es el Mesías.
El Elías de nuestro Señor—de pie a orillas del Jordán en el sitio llamado Betabara, en presencia de Jesús recién regresado del desierto, y en presencia de todo el pueblo—está ahora preparado para hacer la proclamación formal.
¿Qué palabras de preparación y contexto utilizó no lo sabemos: sin duda, esta gran y formal introducción fue el clímax de un sermón persuasivo y poderoso. Pero cuando llegó, fue en estas palabras: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” ¡El Cordero de Dios! ¡El que quita el pecado del mundo! ¡Qué apropiado es que Juan, un sacerdote, que, como su padre antes que él, había ofrecido corderos en sacrificio en el gran altar—para expiar los pecados del Israel arrepentido—ahora introduzca a su Maestro como el Cordero de Dios, como el que, con su sacrificio venidero, daría eficacia, virtud y fuerza a todos los sacrificios del pasado y haría la libertad del pecado disponible para todos los hombres!
Esta proclamación—y seguramente las palabras habladas fueron elegidas por el Espíritu Santo, cuya guía siempre estuvo con Juan—seguramente esta majestuosa declaración despertó en los corazones de sus oyentes el recuerdo de las enseñanzas mesiánicas de Isaías sobre el Siervo Sufriente del Señor que había de venir. Juan puede incluso haber citado del profeta mesiánico de Israel, como lo había hecho al anunciar que él mismo era la voz que clama en el desierto: “Preparad el camino del Señor, haced derechas en el desierto una calzada para nuestro Dios… Y la gloria del Señor será revelada.” (Isaías 40:3-5.)
¡El Cordero de Dios! ¡A ser inmolado por los pecados del mundo! ¡El Siervo Sufriente del Señor! ¡El Mesías Prometido!
¿No había dicho Isaías, “Cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores”? ¿No se nos había prometido que sería “herido por nuestras transgresiones” y “molido por nuestras iniquidades,” y que “por sus heridas seremos sanados”? ¿No dijo Isaías, “El Señor cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros,” y que “como cordero fue llevado al matadero”? ¡El Cordero de Dios, llevado como cordero al matadero!
¿No dice la profecía mesiánica, “Fue cortado de la tierra de los vivientes; por la transgresión de mi pueblo fue herido”? ¿No está escrito que “al Señor le agradó herirlo,” y que debía “hacer de su alma una ofrenda por el pecado”? ¿No debía “ver el trabajo de su alma,” y “justificar a muchos; porque él llevará sus iniquidades”? ¿No son estas las palabras de Isaías: “Él derramó su alma hasta la muerte… y llevó el pecado de muchos, e hizo intercesión por los transgresores”? (Isaías 53.)
Seguramente la introducción formal de Juan—”He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”—cristalizó, en las mentes de los oyentes receptivos, todo el propósito de cuatro mil años de sacrificios, todos realizados en similitud del sacrificio del Unigénito del Padre.
Pero Juan también “dió testimonio de él ante el pueblo, diciendo: Este es aquel de quien yo dije: Después de mí viene un hombre que es preferido antes que yo, porque él fue antes que yo, y yo le conocí, y que debía ser manifestado a Israel; por eso yo vine bautizando con agua. Y Juan dio testimonio, diciendo: Cuando él fue bautizado por mí, vi que el Espíritu descendía del cielo como una paloma, y permaneció sobre él. Y yo le conocí; porque el que me envió a bautizar con agua, el mismo me dijo: Sobre quien veas que desciende el Espíritu y permanece sobre él, ese es el que bautiza con el Espíritu Santo.”
Juan, habiendo dado tal testimonio, debe ahora asegurarse de que sus discípulos—todos aquellos que fueron bautizados por él para la remisión de los pecados—se vuelvan a Jesús y reciban el prometido bautismo del Espíritu Santo. Debe invitar a sus seguidores a abandonarlo, por decirlo de alguna manera, y seguir al que él fue enviado a presentar.
Los Discípulos de Juan Siguen a Jesús
(Juan 1:35-40)
Juan, que dio testimonio de Jesús, lo hizo por una razón y una sola razón: él buscaba persuadir a los hombres para que creyeran en Cristo, para que vinieran a él, para que lo aceptaran como el Hijo de Dios y para ser salvos por la obediencia a las leyes y ordenanzas de su evangelio. Cuando Juan bautizaba para la remisión de los pecados, no buscaba discípulos que lo siguieran a él, excepto en la medida en que los guiaba al que debía venir después. De hecho, la misma remisión de los pecados que él prometía no podía venir hasta que recibieran el Espíritu Santo—el bautismo de fuego—que quema el pecado y el mal del alma humana como si fuera por fuego. El propósito entero de Juan era persuadir a sus discípulos a seguir, no a él mismo, sino al Señor Jesús, cuyo testigo era él.
Así, al día siguiente de la gran proclamación en la que presentó a Jesús y testificó de su divinidad, Juan estaba de pie, aún a orillas del Jordán, con dos de sus discípulos. Jesús caminaba cerca, y Juan dijo a sus discípulos—Andrés, el hermano de Simón Pedro, y Juan, el futuro apóstol y revelador—”¡He aquí el Cordero de Dios!” No sabemos qué precedió o siguió a estas palabras: bien podrían haber sido acompañadas de explicaciones relativas al propio ministerio de Juan—su ministerio como Elías de la Preparación—y al de Jesús, quien vino como Elías de la Restauración para ese día. En cualquier caso, los dos discípulos dejaron a Juan y siguieron a Jesús—lo cual era el entero propósito y diseño de Juan en cuanto a ellos y a todos sus discípulos.
Y esto plantea una pregunta de gran importancia. ¿Por qué Andrés y Juan dejaron a su amigo el Bautista—cuyas doctrinas creían, cuyas palabras conmovían sus almas, y que él mismo los había bautizado en el Jordán—para seguir a otro a quien aún no conocían? ¿Qué fuerza impulsa a estos o a cualquier buscador de la verdad religiosa a abandonar familia, amigos y posesiones y seguir a un desconocido, pero cuyas palabras creen? La respuesta: ellos tienen lo que llamamos un testimonio: conocen en sus almas la verdad de la obra del Señor: y están dispuestos a abandonar todo lo demás para seguir la nueva luz que ha sido encendida en sus almas.
¿Qué es esto que llamamos un testimonio? Es el conocimiento revelado de que Jesús es el Señor: que él es el Hijo del Dios viviente: que fue crucificado por los pecados del mundo: que ha traído la vida y la inmortalidad a la luz a través de su evangelio: que su nombre es el único dado bajo el cielo por el cual los hombres pueden ser salvos: y que su iglesia y reino, en cualquier época en que se trate, es el único lugar donde se puede encontrar la salvación. Tal testimonio proviene del Espíritu Santo, y de ninguna otra fuente. “Por el poder del Espíritu Santo podréis saber la verdad de todas las cosas.” (Mormón 10:5.)
Cuando el Espíritu Santo de Dios habla al espíritu dentro de un hombre—revelando la verdad, certificando que Jesús es el Salvador—la persona tan bendecida tiene un testimonio. Este testimonio viene siempre que una persona obedece la ley sobre la cual se predica su recepción. “Y el Espíritu se os dará por la oración de fe.” (D&C 42:14.) Cuando un profeta o un hombre justo habla por el poder del Espíritu Santo, el Espíritu Santo lleva sus palabras al corazón de todos los que están en sintonía con el Espíritu y da testimonio a esas personas de que las palabras habladas son verdad. Los oyentes, al recibir la verdad del Espíritu, obtienen testimonios para sí mismos. De ahí la declaración de Pablo: “Le agradó a Dios salvar a los que creen por la necedad de la predicación.” (1 Cor. 1:21.)
Y así encontramos a Juan dando testimonio por el poder del Espíritu Santo de que Jesús es el Cordero de Dios, el Salvador del mundo, cuyo sacrificio expiatorio libera a los hombres de una carga eterna de pecado, y encontramos a Andrés y Juan—también en sintonía—recibiendo el testimonio en sus corazones y sabiendo por sí mismos que lo que Juan decía era verdad. Con este conocimiento, ya no tienen opción. Deben dejar a Juan y seguir a Jesús, porque Jesús es el Señor. Y así, lo siguen.
Jesús, mirándolos, les pregunta, “¿Qué buscáis?” Ellos responden, “Rabí… ¿dónde vives?” Jesús les dice, “Venid y ved.” Y van y permanecen con Jesús ese día, como lo indica su pregunta, que era su deseo. Lo que hablaron ese día no lo sabemos, pero cuando el día terminó, sabían, como ya lo habían aprendido de Juan, que él era el Mesías. Habían decidido, de ahí en adelante, seguirlo, y estaban listos para salir y dar testimonio de su divina filiación y enlistar a otros en su causa.
La transferencia de discípulos de Juan a Jesús está en marcha; el círculo de lealtad hacia el precursor se está ampliando para incluir al que debía venir, y no podemos sino suponer que miles de otras almas devotas y creyentes dejaron al Bautista para seguir al que él había bautizado.
Jesús Llama a Otros Discípulos.
(Juan 1:41-51; JST, Juan 1:42, 44)
Ahora comienzan los procesos de conversión. Andrés y Juan han entrado al redil. Saben que Jesús es el Señor—han escuchado su voz y creído sus palabras. Andrés ahora hace lo que todo nuevo converso debe hacer: busca a los miembros de su familia para que ellos también reciban las verdades salvadoras del evangelio. Y así Andrés “encuentra a su hermano Simón,” y le dice: “Hemos encontrado al Mesías.” Así de simple: no hubo un largo período de crecimiento y desarrollo; no necesitó escuchar muchos sermones ni ver muchos milagros; no es algo que haya ido creciendo gradualmente. Andrés sabía de lo que hablaba, y lo sabía el mismo día que dejó a Juan y siguió a Jesús. “Hemos encontrado al Cristo; él es el Mesías; el Hijo de Dios ha venido; él es el Libertador; Juan dio testimonio de él; y ahora damos testimonio de que el testimonio de Juan es verdadero.”
Y así Andrés llevó a Simón—¡Simón Pedro!—a Jesús. Jesús dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás, serás llamado Cefas.” Este nuevo nombre—”que, por interpretación, es un vidente, o una piedra”—anticipaba lo que sería en la vida del hermano de Andrés, quien estaba destinado a ser, bajo el Señor, el principal oficial de la iglesia y el reino perfeccionados, cuyos cimientos estaban siendo entonces puestos. Pedro, la Roca y el Vidente, quien aún sostendría las llaves del reino de los cielos; Pedro, a quien el Señor un día le diría que las puertas del infierno nunca prevalecerían contra la roca de la revelación y la visión eterna—Pedro ya ha entrado al redil.
No sabemos si Pedro fue uno de los discípulos del Bautista, ni cuánto del testimonio de Elías, el precursor del Señor, había escuchado. Habiendo sido encontrado por Andrés y habiendo venido a Jesús, fue enseñado el evangelio. Su alma estaba abierta y creyó el mensaje. Él también sabía, inmediatamente e instintivamente, por así decirlo, de la filiación divina de aquel a quien ahora elegía seguir. La totalidad y certeza de la conversión inicial de Juan, Andrés y Pedro se confirma en estas palabras de las escrituras: “Y eran pescadores. Y al instante dejaron todo y siguieron a Jesús.” Tal es la marca de las almas valientes que saben de lo que hablan. Estos discípulos tenían testimonios de la verdad y la divinidad de la obra desde el mismo día en que conocieron y fueron enseñados por el Señor Jesús. A partir de ese momento, serían alimentados espiritualmente por sus enseñanzas y sus hechos, pero desde el principio abandonaron todo para seguirlo. Incluso su pan diario y el de sus familias debían ser provistos por otros medios; dejaban sus redes para comenzar una obra que los convertiría en pescadores de hombres.
Al día siguiente, Jesús y sus tres discípulos van a Galilea a una ciudad llamada Betsaida. Allí, Jesús mismo encuentra a Felipe y le dice: “Sígueme,” lo que significa que nuestro Señor y los demás le contaron a Felipe todo lo que había ocurrido en los días recientes. Le enseñaron el evangelio, le hablaron de las enseñanzas y el testimonio del Bautista, y, cada uno a su turno, dio testimonio personal de la filiación divina de Jesús y del ministerio mesiánico que ahora comenzaba. Felipe cree, no simplemente porque se le digan dos palabras, sino porque el mensaje de salvación le es explicado con claridad y por el poder del Espíritu. Su pecho arde dentro de él, y sabe lo que los demás saben.
¿Qué ocurre después? Felipe, convertido, encuentra a Natanael—quien se cree que es Bartolomé, el apóstol—y le dice: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y los profetas. Jesús de Nazaret, el hijo de José.” Moisés y los profetas escribieron acerca del Mesías. Felipe ha obtenido su testimonio, y ahora lo lleva a su amigo Natanael. Los nuevos conversos buscan a sus amigos, para que ellos también reciban la luz del cielo que ha llegado a sus almas. Felipe llama a Jesús “el hijo de José,” así como María le dijo al joven en el templo: “Tu padre y yo te hemos buscado afligidos,” lo que significa que José era asumido por los que conocían a la familia como el padre de Aquel cuyo Padre era divino.
La respuesta de Natanael cita un proverbio despectivo de la época. “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?” pregunta. La respuesta de Felipe es el comentario persuasivo: “Ven y ve.” Lo que sea que Felipe haya dicho, sus explicaciones fueron lo suficientemente influyentes como para que Natanael aceptara su invitación. Van a Jesús, quien dice del recién encontrado discípulo: “He aquí un israelita en verdad, en quien no hay engaño.”
Reaccionando de manera bastante natural, Natanael pregunta: “¿De dónde me conoces?” La respuesta de Jesús es una exhibición del don de la visión, el don de ver y tener una conciencia completa de los eventos en el pasado, presente o futuro que suceden fuera de la vista del espectador. “Natanael había experimentado una experiencia espiritual trascendental mientras oraba, meditaba o adoraba bajo una higuera. El Señor y dador de todas las cosas espirituales, aunque ausente en cuerpo, había estado presente con Natanael en espíritu.” (Comentario 1:134.) En respuesta a la pregunta de Natanael, Jesús dice: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, te vi.”
Quizás nuestro Señor continuó revelando al futuro apóstol lo que realmente había sucedido bajo la higuera: y ciertamente, mientras Felipe y Natanael viajaban juntos al lugar donde estaba Jesús, hubo una discusión extensa sobre el testimonio del Bautista, sobre las reacciones de Andrés, Juan y Simón, y sobre Felipe mismo. Todo esto, combinado con la declaración de Jesús como vidente, hizo que el ingenuo Natanael formulase en palabras lo que ya había estado pensando en su corazón: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel.” El quinto nuevo converso había sido añadido al séquito de nuestro Señor mientras se preparaba para ir de Betsaida, en las orillas del Mar de Galilea, a Caná, donde cambiaría el agua en vino. Natanael ahora sabía, como los demás sabían, de la divinidad de Aquel a quien habían elegido seguir.
“¿Porque te dije, te vi bajo la higuera, crees?” preguntó Jesús a su nuevo discípulo, aunque en realidad eso fue solo la causa culminante del testimonio. Luego le dio esta promesa: “Verás cosas mayores que estas.” Iba a ver cosas mayores de las que había visto bajo la higuera, y tendría una manifestación mayor del don de la visión de lo que Jesús acababa de mostrar. “De cierto, de cierto os digo,” continuó nuestro Señor. “De aquí en adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre.” Cuándo y bajo qué circunstancias se cumplió esta declaración profética, no lo sabemos; solo tenemos la siempre presente certeza de que todas las cosas que este Hombre dijo alguna vez sucedieron conforme a su palabra.
Aquí Jesús se llama a sí mismo el Hijo del Hombre—no en alusión, como erróneamente suponen los eruditos del sectarismo, a su humanidad, como la heredó de María, sino que se llama a sí mismo el Hijo del Hombre porque Dios, quien es su Padre, es un Hombre Santo. “En el lenguaje de Adán, Hombre de Santidad es su nombre, y el nombre de su Unigénito es el Hijo del Hombre, incluso Jesucristo.” (Moisés 6:57.)
Todos aquellos a quienes hasta ahora ha llamado como sus discípulos especiales, como sus compañeros de viaje, como aquellos que deben abandonar todo y seguirlo en su ministerio, como aquellos que algún día serán llamados al santo apostolado—todos estos han dado testimonio de que saben que él es divino. Han dicho que él es el Mesías; él es el de quien Moisés y los profetas escribieron; él es el Hijo de Dios; él es el Rey de Israel. Este ha sido su testimonio. Ahora Jesús da su propio testimonio de sí mismo. Él es el Hijo del Hombre, el Hijo del Hombre de Santidad, el Hijo de ese Ser Santo a quien sus padres adoraban en el nombre de Jehová.
Verdaderamente, el ministerio de Jesús ha comenzado. Él está enseñando el evangelio. Está llamando a discípulos para que abandonen todo y lo sigan. Está aceptando su testimonio nacido del Espíritu de que él es el Hijo de Dios. Y está añadiendo su propio testimonio de que sus palabras son verdaderas, diciendo con sus propias palabras, “Yo soy el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios. Sígueme.”
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Capítulo 28
Jesús Comienza sus Milagros
El Señor Omnipotente… saldrá entre los hombres, obrando grandes milagros, como sanar a los enfermos, resucitar a los muertos, hacer que los cojos caminen, los ciegos reciban la vista, los sordos oigan, y curar toda clase de enfermedades. (Mosiah 3:5.)
Milagros—Su Naturaleza y Ocurrencia
Jesús está en Caná de Galilea en un banquete de bodas. A la ferviente súplica de su madre, convierte el agua en vino; alrededor de ciento cincuenta galones de agua se transforman en vino de delicioso sabor y calidad superior, superando cualquier otra bebida que los invitados hayan estado consumiendo.
Es un milagro, el primer milagro público de un gran ministerio de milagros. En breve, por su palabra, los cojos saltarán, los ciegos verán, y los oídos de los sordos serán destapados. Pronto veremos a los enfermos sanados, cuerpos paralizados recobrando su vigor y leprosos limpios. Multiplicará panes y peces, calmará tormentas y caminará sobre el agua. Maldecirá una higuera, restaurará una oreja cortada, e incluso le dirá a un cadáver en descomposición y apestoso: “¡Levántate, sé sano, vive de nuevo!”
El Señor Jesús—el Señor de la vida—saldrá a sanar a los enfermos, a echar fuera demonios, a resucitar a los muertos y a realizar tales milagros maravillosos que ninguno que sepa de ellos—excepto aquellos que aman las tinieblas más que la luz porque sus obras son malas—podrá hacer otra cosa más que decir: “En verdad, este es el Hijo de Dios; él es el Mesías. ¡Sigámoslo, y él nos salvará!”
Uno por uno, veremos que él realiza sus grandes obras, y—aunque sabemos que él es el Hijo de Dios—sin embargo nos maravillaremos de los hechos que él hará. Pero como preludio, debemos ser recordados de la ley de los milagros y decirnos a nosotros mismos nuevamente sobre la manera maravillosa en que el Señor siempre y eternamente trata con su pueblo.
¿Qué son entonces los milagros y cómo se obran?
Los milagros desafían una definición completa: son manifestaciones del poder de Dios en la vida de los hombres. Lo que fue un milagro ayer puede ser algo común hoy, y algunos de los eventos más comunes son los mayores milagros. El nacimiento, la vida y la existencia—estos son milagros, y sin embargo pocos los consideran así. La muerte es un milagro, al igual que la resurrección, y ¿qué milagro es mayor que la limpieza de un alma enferma de pecado a través del arrepentimiento y la recepción del Espíritu Santo?
Normalmente pensamos en los milagros como esos signos, maravillas y prodigios que Dios hace por su pueblo porque tienen fe en él, y que ellos no pueden hacer por sí mismos. Más a menudo que no, estas actuaciones parecen trascender las leyes naturales, aunque en realidad siempre están en completa armonía con ellas, y son simplemente las manifestaciones de leyes más altas que no son generalmente conocidas por los hombres mortales.
Los milagros son parte del evangelio del Señor Jesucristo. Son una de las principales características de los verdaderos creyentes. Donde se encuentran, allí están los pueblos del Señor; donde no se encuentran, allí no están los pueblos del Señor. Son las señales que la Deidad da para identificar a aquellos que tienen fe. La fe es poder, el poder de Dios. A menos que los hombres tengan poder, entre otras cosas, para realizar milagros, no tienen fe.
Dios es un Dios de milagros; eternamente, siempre y sin excepción, Él realiza milagros entre su pueblo. El decreto es que las señales seguirán a los que creen: si las señales no están presentes, las creencias involucradas no están fundadas en la Roca de la Verdad Eterna, que es Cristo. Dios es un “Ser inmutable,” un Ser “con quien no hay variación, ni sombra de mudanza”—si no fuera así “Él dejaría de ser Dios,” lo cual no puede hacer. Y porque Él es “el mismo ayer, hoy y por los siglos,” los milagros siempre se encuentran entre aquellos que tienen fe. (Mormón 9; Santiago 1:17; Mormon Doctrine, 2ª ed., pp. 506-8.)
Adán, como Miguel, participó en la creación de la tierra: ¿y qué milagro es mayor que tomar materia no organizada y disponerla de tal manera que la vida en todas sus formas y variedades—including al hombre—pueda habitar el planeta preparado para la morada mortal? “Por fe [que es poder, el poder de Dios] los mundos [este mundo y todos los demás] fueron formados por la palabra de Dios.” (Heb. 11:3.)
Y si la tierra fue hecha por fe: si grandes montañas y pequeños arroyos vinieron a existir por el poder de Dios: si mares y tierras secas tomaron su lugar debido a la fe: si tormentas y tempestades y todos los elementos fueron establecidos por el milagro de la creación, ¿por qué no seguir controlando y gobernando todas estas cosas con el mismo poder? ¿Qué hay de más natural que ver a Enoc y Moriancomer mover montañas y desviar ríos de su curso? ¿Por qué deberíamos pensar que es imposible para Moisés dividir el Mar Rojo de manera que sus aguas se conviertan en paredes a la derecha y a la izquierda? ¿O qué pregunta debería surgir porque Josué detiene el sol, o Jesús calma la tormenta o camina sobre el agua? Donde hay fe, todos los milagros necesarios se presentan.
Melquisedec, siendo aún niño, cierra las bocas de los leones y apaga la violencia del fuego: Moisés y Aarón derraman plagas sobre el faraón y su pueblo, hasta el punto de matar al primogénito en cada familia egipcia: Elías hace descender fuego del cielo para destruir a sus enemigos, y multiplica la harina y el aceite de una viuda, cuyo hijo resucita de entre los muertos: y así sucesivamente. Todos estos milagros—y son solo ejemplos de lo que ha sido—se realizan en el nombre de Cristo, por el poder de Cristo, porque los hombres tenían fe y porque las señales siempre siguen a aquellos que creen.
Y es tan obvio que casi no necesita ser dicho, que si los profetas del Señor están dividiendo mares y deteniendo el sol, también están sanando a los enfermos y abriendo los ojos de los ciegos. Por ejemplo: “Se hicieron grandes y maravillosos trabajos por los discípulos de Jesús, tanto que sanaban a los enfermos, resucitaban a los muertos, hacían que los cojos caminaran, los ciegos recibieran la vista, y los sordos oyeran; y todo tipo de milagros hacían entre los hijos de los hombres; y en nada hicieron milagros salvo que fuera en el nombre de Jesús.” (4 Nefi 1:5.)
Y también es tan obvio, que casi no necesita ser dicho, que el Hijo de Dios en su ministerio mortal, enviado como estaba para trabajar entre los hombres y salvar lo que se había perdido, estaba destinado a realizar más milagros y hacer más maravillas que cualquiera de los profetas que vinieron antes o que vendrán después. En esto, como en todas las cosas, Él es el modelo.
El Banquete de Bodas en Caná de Galilea
(Juan 2:1-2: JST, Juan 2:1)
Jesús y sus discípulos—Andrés, Juan, Simón Pedro, Felipe y Natanael—Bartolomé, cinco nobles almas que algún día serán apóstoles—están en Betsaida, en las orillas del Mar de Galilea. Los recién llamados seguidores del Mesías están disfrutando de la gloria de su presencia y de la nueva luz del testimonio que ha llegado a sus vidas. Todos ellos, tanto Jesús como los discípulos, fueron “llamados” a un matrimonio y a un banquete de bodas en la cercana Caná—Caná de Galilea, un pequeño pueblo cuyo nombre es conocido en todas partes por una razón y una sola razón: allí nuestro Señor realizó su primer milagro público.
La bendita María parece estar encargada de las festividades de la celebración de la boda, pero no se menciona a José, lo que da lugar a la suposición de que él ya ha partido al paraíso, donde los justos encuentran paz y descanso. El relato de Juan dice que los discípulos fueron llamados, sin indicar por quién o con qué autoridad. ¿No podemos decir—ya que el ministerio de Jesús ha comenzado y nada debe interrumpirlo—que su presencia era necesaria, que uno o más de ellos eran una parte esencial de los procedimientos que desde entonces serían recordados por el milagro que iba a ocurrir? Los eruditos generalmente creen que algún miembro de la Sagrada Familia se estaba casando, y que María estaba supervisando y guiando lo que sucedía.
Los matrimonios y todo lo que los acompañaba tenían un significado y una importancia entre los judíos que hablaba del origen divino de este sagrado orden. Ellos y sus padres creían que un matrimonio adecuado en la casa de Israel tenía implicaciones eternas. En los tiempos de Jesús, había una ceremonia formal de desposorio, después de la cual las partes—en lo que respecta a la herencia, el adulterio y la necesidad de un divorcio formal—se consideraban casadas, excepto que no vivían juntos como marido y mujer hasta después de la segunda ceremonia.
Las personas devotas ayunaban y confesaban sus pecados antes del matrimonio y creían que obtenían el perdón de sus pecados al entrar en el orden sagrado del matrimonio. Incluso tenían una alegoría entre ellos que decía que “Dios mismo había pronunciado las palabras de bendición sobre la copa en la unión de nuestros primeros padres, cuando Miguel y Gabriel actuaron como padrinos, y el coro angelical cantó el himno nupcial.” (Edersheim 1:353.)
En la noche del matrimonio, la novia era llevada en una procesión nupcial a la casa de su esposo. Era costumbre que amigos, vecinos y espectadores se unieran a la procesión. Se realizaba una ceremonia formal; se firmaba un instrumento legal; se realizaban los lavamientos requeridos y se pronunciaban bendiciones; se llenaba la copa, se bendecía y se bebía; y comenzaba la cena de bodas. El banquete de bodas duraba desde un día hasta una semana o más, con un gobernador de la fiesta actuando como maestro de ceremonias.
La asistencia de Jesús al matrimonio en Caná y su participación en las festividades nupciales—cualquiera que fuera la razón y cualquier que fuera el papel que desempeñó—puso un sello divino de aprobación sobre el matrimonio y sus festividades asociadas. Aquellos que prohíben el matrimonio a cualquier parte de sus seguidores no son de Dios. Además, al principio de su ministerio, dramatizó el curso que tomaría su servicio ministerial. Mientras que Juan, el último administrador legal del Antiguo Orden, había venido ayunando, orando, obedeciendo la letra de la ley, un profeta con el aspecto tradicional, vestido con ropas hechas de pelo de camello—nuestro Señor, el gran Profeta del Nuevo Orden, vino comiendo y bebiendo y asociándose con sus compañeros de una manera amistosa y sencilla. Su ministerio sería entre y con la gente, un ministerio para tocar las vidas de los hombres de maneras en que nunca antes habían sido tocadas. Y de hecho, ¿dónde mejor podría comenzar su ministerio de milagros públicos que en un banquete de bodas, y en una ocasión cuando la alegría y el regocijo estaban en cada corazón?
Jesús Convierte el Agua en Vino
(Juan 2:3-12; JST, Juan 2:4, 9, 11)
Cada hora de cada día, en algún lugar de la Tierra, el Señor convierte el agua en vino. Por su poder, conforme a las leyes que él ha ordenado, los hombres preparan la tierra y plantan la vid; de la buena tierra, de las lluvias que caen y de la luz del sol, la vid toma nutrientes, crece y da frutos; los hombres la abonan, cavan alrededor de ella y la podan, y el fruto madura y se madura; cosechan la cosecha y la procesan en el lagar del vino, y sale como vino bien refinado. Es un milagro. Él, que ha dado una ley a todas las cosas, provee el camino y los medios: el agua y los elementos que podrían convertirse en pasas, se convierten en vino en su lugar. La vida en todas sus formas es un milagro, y la transmutación, por así decirlo, de una sustancia en otra es una parte y porción de la existencia terrenal.
Pero en marzo del 27 d.C. en Caná, un pueblo oscuro de Galilea que ni siquiera sería conocido hoy en día, si no fuera por que este evento ocurrió allí, el Señor de la vida—quien es el mismo que dio una ley a todas las cosas, por la cual crecen, son y cambian—él, que es el Señor Jesús, convirtió el agua en vino, en un instante, repentinamente, por leyes conocidas por él pero desconocidas para nosotros. Fue un milagro, el primero de sus milagros públicos.
“Los milagros de Cristo fueron milagros dirigidos,” dice Farrar, “no a una fría y escéptica curiosidad, sino a una fe amorosa y humilde. No necesitaban la agudeza del impostor, ni la autoafirmación del taumaturgo. Eran en realidad las señales—casi, habríamos dicho, las señales accidentales—de su misión divina: pero su objetivo principal era el alivio del sufrimiento humano, o la ilustración de verdades sagradas, o, como en este caso, el aumento de la alegría inocente. Un pueblo oscuro, una boda común, un hogar humilde, unos pocos fieles invitados campesinos—tal escena, y no un espléndido anfiteatro ni una audiencia solemne, fue testigo de uno de los más grandes milagros de poder de Cristo.” (Farrar, pp. 127-128.)
En algún momento de las festividades de la boda, aparentemente después de que el festín alegre hubiera continuado por algún tiempo, “la madre de Jesús le dijo: No tienen vino.” Que ella sintiera alguna obligación hacia los invitados reunidos, nadie lo duda, y que ella esperara que su Hijo hiciera algo al respecto también está claro. Quizás Jesús mismo, en este banquete de bodas en particular, tenía una obligación personal de velar por el bienestar de los invitados y asegurarse de que no les faltara nada. La hospitalidad oriental era de tal naturaleza que sería un gran motivo de vergüenza para los encargados de las festividades si las necesidades de los invitados quedaran desatendidas.
Pero nos queda suponer lo que María esperaba que Jesús hiciera, y no es irrazonable concluir que ella quería que él usara su poder divino. Ella sabía que Dios era su Padre: sabía del mensaje angelical enviado en su nacimiento, y de los coros celestiales que cantaron hosanas a su nombre: había oído el testimonio de Simeón y Ana en el templo: había visto a los sabios del Oriente y oído su testimonio; sabía de la dirección angelical que José había recibido; y había recibido el suave reproche: “¿No sabías que debo estar en los negocios de mi Padre?” cuando ella y José encontraron a su hijo de doce años enseñando en el templo. De todo esto estamos seguros.
Y no podemos evitar la conclusión de que entre los doce y los treinta años de Jesús hubo muchas cosas maravillosas y milagrosas de las que María sabía. No hay razón para creer que hubo una sequía espiritual de dieciocho años, un período en el que todo lo divino y guiado por el cielo debería estar oscurecido. Tampoco podemos evitar creer que María fue informada sobre la misión y el testimonio de Juan—su primo segundo, hijo de su confidente y consejera, Isabel, la cuya nacimiento también fue anunciado por Gabriel.
Seguramente, ella habría sido informada del bautismo de su Hijo—si es que no estuvo presente—y de la descendencia del Espíritu Santo sobre Él, y de la voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. Escuchadlo.” Tal vez ya se había enterado de los cuarenta días de Jesús en el desierto y de las experiencias espirituales y las tentaciones relacionadas con ellos. Y suponemos que los relatos de la conversión de los primeros discípulos habrían llegado a ella. Los cinco que estaban con Jesús en la boda habrían buscado a María para contarle cómo sabían que el fruto de su vientre era, como lo expresó Felipe, “Aquel de quien Moisés escribió en la ley, y los profetas,” o como testificó Natanael, “El Hijo de Dios… el Rey de Israel.”
En este contexto, ¿cómo podemos suponer otra cosa que no sea que María esperaba que su Hijo proporcionara el vino que aseguraría el éxito de la celebración que se llevaba a cabo en ese momento?
La respuesta de Jesús parece contener—al igual que sus palabras cuando tenía doce años en el templo—un suave reproche. “Mujer,” dijo—una forma de saludo respetuosa según el lenguaje y las costumbres de la época, una forma que usaría nuevamente cuando la viera al pie de la cruz y, cariñosamente, la pusiera al cuidado de su amado Juan—”Mujer,” dijo, “¿qué tengo yo contigo? Mi hora aún no ha llegado.” Es como si dijera: ‘Por favor, ya no estoy bajo tu cuidado. Ya no estoy sujeto a la guía de una madre terrenal. Mi ministerio ha comenzado. Estoy en los asuntos de mi Padre, y debo tomar las decisiones. Yo determinaré cuándo será el momento adecuado para hacer milagros, predicar, hacer todo lo que he sido enviado a hacer.’
Su madre, entendiendo, conociéndolo a Él y sus maneras, consciente de su relación, y recibiendo su suave reproche, pero teniendo plena confianza en Él y sabiendo que su solicitud era correcta y sería concedida, dijo a los sirvientes: “Lo que Él os diga, hacedlo.”
Ahora bien, era costumbre entre los judíos—impuesta farisaicamente y respaldada por los rabinos—lavarse las manos antes y después de comer, y también lavar los utensilios usados, con fines rituales y de purificación. Las regulaciones y procedimientos, establecidos en la Mishná y el Talmud, eran onerosos, poco realistas y detallados. En la casa en Caná había seis tinajas de piedra disponibles para este propósito. Aparentemente, estaban vacías, pero cada una, cuando estaba llena, podría haber contenido hasta veinticinco galones, lo que hacía que hubiera hasta ciento cincuenta galones de agua disponibles para las ceremonias rituales de esa casa.
Jesús dijo a los sirvientes: “Llenad las tinajas de agua.” Ellos las llenaron hasta el borde. “Sacad ahora, y llevadlo al gobernador del banquete,” les dijo, y lo hicieron.
Probando “el agua que se hizo vino,” y sin saber de dónde había venido, aunque los sirvientes lo sabían, el gobernador dijo al novio: “Todo hombre pone primero el buen vino; y cuando ya han bebido bien, entonces el peor; pero tú has guardado el buen vino hasta ahora.”
Podemos imaginar bien el sentido de asombro reverencial que entró en los corazones de los festejantes cuando los sirvientes dejaron saber lo que el Hijo de María había hecho. Y podemos suponer que todos los aldeanos se maravillaron y preguntaron, al escuchar el relato: “¿Qué clase de hombre es este? Pensábamos que era un carpintero de Nazaret: ¿será Él el Mesías, como dicen algunos?” Juan dice que con este acto, Jesús “manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en Él.” Los milagros siguen a la fe, y los milagros fortalecen la fe.
Jesús convirtió el agua en vino. ¿Habló Él o simplemente lo quiso así? No importa: lo que cuenta es la acción. Aquel que poco antes se había negado a convertir las piedras en pan para alimentar su propia alma hambrienta, y lo hizo por buenas y suficientes razones, ahora proporcionaba dulce néctar para otros, para que pudieran añadirlo a sus ya saciados placeres, mientras se regocijaban con una novia y un novio en su recién encontrada felicidad. ¿No deberíamos también nosotros convertir las aguas ordinarias de la vida—los lavados rituales y las acciones mundanas que acompañan la mortalidad—en el vino de la justicia y la alegría que habita en los corazones de aquellos cuyas vidas son purificadas?
Después del banquete de bodas, Jesús, María, sus otros hijos y los cinco discípulos fueron a Capernaúm, donde permanecieron hasta que llegó el tiempo de ir a la Fiesta de la Pascua en Jerusalén, a la que nuestro Señor debía asistir y donde su ministerio tomaría un giro y ganaría una prominencia que nadie más que Él podría prever.
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Capítulo 29
Jesús Ministra en la Pascua
Me he convertido en extraño para mis hermanos, y un alienígena para los hijos de mi madre. Porque el celo de tu casa me consume, y los reproches de los que te reprocharon cayeron sobre mí. (Sal. 69:8-9.)
Jesús Asiste a la Fiesta de la Pascua
(Juan 2:12-13)
Nuestro bendito Señor, después de convertir el agua en vino en la celebración de la boda en Caná —que fue en marzo del año 27 d.C., según la cronología que estamos utilizando— eligió para sí una ciudad de residencia, una base de operaciones, por así decirlo, para los años de su ministerio activo. Esa ciudad fue Capernaúm. Mateo dice que “habitó” allí, que era “su ciudad.” (Mateo 4:13; 9:1.)
Podemos suponer que María y sus otros hijos también vivían ahora en este hermoso lugar a orillas del Mar de Galilea: al menos viajaron con Jesús de Caná a Capernaúm después de la fiesta de la boda. Sabemos que era el hogar de Pedro y Andrés, y de Santiago y Juan, y que era el lugar donde Mateo ejercía como cobrador de impuestos.
Es posible que en esta ocasión de la visita—pues Jesús viajó mucho y permaneció en muchos lugares durante los años de su ministerio, y de hecho no tenía un lugar permanente para descansar la cabeza—que se quedara con sus familiares. En ocasiones posteriores, era común que se quedara con Pedro.
Capernaúm, en los tiempos de Jesús, se encontraba en medio de la riqueza y prosperidad de Palestina. La fertilidad de la llanura de Genesaré era legendaria: el distrito en sí era denominado como “el jardín de Dios” y como “paraíso.” Fue aquí donde Capernaúm y numerosas otras ciudades, todas con una población que superaba los quince mil habitantes, estaban ubicadas. El Mar de Galilea, también llamado el Lago de Genesaré, era surcado por cuatro mil barcos. La industria, la agricultura y el comercio prosperaban en todas las ciudades allí ubicadas.
La elección de Jesús de Capernaúm como la ciudad de su residencia lo colocó en la corriente principal de la vida galilea, en medio de un pueblo —parte judío, parte gentil— donde Él, como la Luz enviada para “iluminar a los gentiles,” pudo cumplir con la declaración mesiánica de Isaías: “En la tierra de Zabulón y de Neftalí, más allá de Jordán, en Galilea de los gentiles, el pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; a los que vivían en la región y sombra de muerte, la luz les resplandeció.” (Isaías 9:1-2.)
Y resplandeció, como debía hacerlo, por una corta temporada, después de la cual Capernaúm, exaltada al cielo, sería abatida al infierno. “Porque si las obras poderosas que se han hecho en ti,” diría pronto Jesús, “se hubieran hecho en Sodoma, habría permanecido hasta el día de hoy.” (Mateo 11:23-24.) Hoy en día ni siquiera sabemos el lugar de la antigua Capernaúm.
Pero la estancia de Jesús en Capernaúm en esta ocasión fue breve. Juan dice que “él, su madre, sus hermanos y sus discípulos”—incluyendo, al menos, a Pedro, Andrés, Juan, Felipe y Natanael-Bartolomé—”no permanecieron allí muchos días.” Parecería que todo el grupo luego “subió a Jerusalén” con Jesús, porque “la pascua de los judíos estaba cerca.” Tal vez Jesús, durante su breve estancia allí, tuvo alguna oportunidad de predicar y enseñar en las calles; ciertamente, en los días de reposo, lo habría visto en la sinagoga enseñando doctrina, dando testimonio y realizando milagros. Pero la Pascua, y la Fiesta de los Panes Sin Levadura, que estaba vinculada con ella, iba ahora a recibir la principal atención del pequeño grupo. En el año 27 d.C., estos eventos festivos cubrieron el período del 11 al 18 de abril.
Este tiempo de la Pascua—el primero de cuatro durante el ministerio mortal de Jesús—fue un glorioso tiempo de festividad y adoración cuando todo hombre fiel en Israel, si podía arreglarlo, se presentaba ante el Señor en el Santo Templo en la Ciudad Santa. Como el Primero de los Fieles, Jesús debía cumplir con su deber e ir a adorar en la Casa de su Padre.
Allí de nuevo, como cuando subió por primera vez a la edad de doce años, y como cuando asistió durante todos los años de su preparación, se mezclará con las multitudes adoradoras y sentirá el espíritu de un pueblo apartado de todas las naciones porque adora a Jehová y sacrifica a su santo nombre. Allí, como era su costumbre, guardará la fiesta, comerá el cordero pascual y renovará su pacto de servir a Dios y guardar sus mandamientos—todo en conexión con las ofrendas sacrificatorias que serán realizadas, legal y oficialmente, por aquellos que posean el Sacerdocio de Aarón.
Pero esta vez—con celo santo, pues no está escrito, “El celo de tu casa me consume”?—esta vez él mismo, el futuro Cordero Pascual, ministrará como nunca antes lo habían hecho en esa casa que su Padre todavía posee, pero que ha sido profanada por hombres corruptos y pecadores cuyos corazones están puestos en el dinero y las cosas carnales en lugar de en las grandes ceremonias sacrificiales que los habrían liberado de sus pecados.
Jesús Limpia la Casa de Su Padre
(Juan 2:14-17)
Al llegar a Jerusalén para celebrar la Fiesta de la Pascua, Jesús y sus amigos encontraron el camino hacia el Santo Templo, como todos los que subían a la Ciudad Santa para adorar al Rey, al Señor de los Ejércitos, en esa temporada debían hacerlo. Él y sus discípulos llegaron a la Casa de su Padre, a la Casa del Dios Altísimo, a la casa donde a todo Israel se le había mandado adorar al Padre en el nombre del Hijo por el poder del Espíritu Santo. Él y ellos llegaron para unirse en la adoración del Ser Supremo, para ponerse en sintonía con lo Infinito, para renovar sus pactos, y (en el caso de todos salvo el Inmaculado que guiaba el grupo) para recibir la remisión de sus pecados a través de los ordenanzas sacrificatorias que serían realizadas por los administradores legales que se sentaban en el asiento de Aarón.
¡La Casa de Su Padre! Exteriormente, una casa de gloria y honor, con oro macizo cubriendo las grandes piedras de mármol del edificio interior del templo: el gran altar de piedras sin labrar en uso diario: el lugar santo, que contenía la mesa para el Pan de la Presencia, el candelabro de oro, y el altar del incienso, en uso constante: el velo y el Lugar Santísimo, al cual el sumo sacerdote entraba cada año para hacer expiación por los pecados del pueblo, como debía ser—exteriormente, en arquitectura, forma y magnificencia, la Casa de Su Padre era, para ese día y tiempo, como debería haber sido.
Pero interiormente estaba llena de lobos rapaces, por así decirlo, de almas codiciosas que hacían comercio de las cosas sagradas, y cuyos corazones estaban sellados contra los verdaderos significados y el propósito de las ceremonias sagradas diseñadas para ese lugar santo. No es de extrañar que la Shekiná ya no reposara en el Lugar Santísimo, ni lo hubiera hecho siquiera si el arca del pacto—con las tablas del Sinaí, el Urim y Tumim (como suponemos), el propiciatorio de oro puro, y los querubines—hubiera estado presente como en tiempos antiguos. Fue a esta maldad espiritual a la que un Hijo de Dios indignado y justo ahora se dirigió.
Habiendo pasado por las calles llenas de vendedores donde los mercaderes de mercancías buscaban obtener ganancias de los peregrinos que viajaban para adorar: habiendo sido tentado a comprar sal, aceite, vino y todo lo demás para los sacrificios; habiendo sido ofrecidos platos de barro y hornos para el cordero pascual; habiendo enfrentado los precios más altos hechos posibles por el comercio con los turistas. Jesús y su grupo llegaron al patio exterior, el Patio de los Gentiles. Allí vieron una escena de comercio impío que profanaba el templo y testificaba contra aquellos que participaban en sus prácticas avariciosas. Allí vieron a los cambistas, aquellos que examinaban los animales sacrificatorios por una tarifa, los vendedores de ovejas y los pregoneros de bueyes y palomas. El ruido y la regateada destruían todo vestigio de reverencia: el mugido de los bueyes y el balido de las ovejas ahogaban las actuaciones sacerdotales cercanas: y la suciedad y el hedor del corral eran tan abrumadores para los sentidos que los peregrinos que llegaban pronto perdían el deseo de adorar al Señor en espíritu y en verdad. Era una escena de profanación, de suciedad física, y de degeneración espiritual.
¡Cambistas en el templo del Señor! ¡La codicia, la avaricia y el trato deshonesto reemplazando el espíritu de verdadera adoración! Cierto es que cada año todo Israel, tanto judíos como prosélitos—excluyendo a mujeres, esclavos y menores—tenía que pagar el dinero de la expiación para redimir sus almas. Este tributo del templo de medio siclo, pagadero solo en el siclo del Santuario, dio lugar a un negocio de cambio próspero y rentable. Monedas palestinas, romanas, griegas, egipcias, tirias y persas, entre otras, circulaban comúnmente en la Tierra Santa. El cambio de dinero involucraba pesar las monedas, hacer deducciones por pérdida de peso, discutir, debatir, disputar, regatear, y muchas veces usar balanzas de precisión cuestionable. Las mesas apiladas con monedas de todas las denominaciones y naciones eran el comercio de aquellos que cobraban una tarifa fija, y más, en el lucrativo negocio.
Por una tarifa, aquellos que traían sus propios animales sacrificatorios los hacían examinar en el templo para verificar su aptitud levítica. Todo lo necesario para las ofrendas de carne y las ofrendas de bebida estaba a la venta dentro de los muros sagrados. Se podían comprar bueyes, ovejas y palomas. Hay un registro de Baba ben Buta que trajo tres mil ovejas a la vez para su venta en el Patio de los Gentiles. Grandes rebaños de ganado y hileras de cestas llenas de bandadas de palomas eran más la norma que la excepción. Un patio, pavimentado con mármol, que podía albergar a doscientas diez mil personas, tenía espacio más que suficiente para los animales sacrificatorios necesarios, para aquellos que compraban y vendían, y para aquellos que pesaban y regateaban mientras las monedas cambiaban de manos.
Las ganancias obtenidas o extorsionadas a través de todo este comercio relacionado con el sacrificio iban tanto a individuos como a los oficiales del templo. Las sumas pagadas por los artículos necesarios para las ofrendas de carne y bebida iban directamente al templo; otros pagaban alquiler por el uso del espacio del templo. Incluso un mercado del templo, conocido como los bazares de los hijos de Anás, ocupaba parte del espacio en el patio. Anás era, por supuesto, el sumo sacerdote ante quien Jesús se presentaría dentro de tres años durante otra temporada de Pascua. Había un considerable resentimiento popular contra los hijos de Anás y su comercio en el templo. “Por la injusticia del tráfico que se llevaba a cabo en estos bazares, y la codicia de sus dueños,” dice Edersheim, “el ‘mercado del templo’ era en ese momento muy impopular.” Debido a los abusos prevalentes, dice él, “no es de extrañar que, en el lenguaje figurado del Talmud, el Templo sea representado como clamando contra ellos: ‘¡Id de aquí, hijos de Elí, vosotros profanáis el Templo de Jehová!’” (Edersheim 1:371-72).
Este sentimiento popular relativo a las prácticas comerciales que profanaban el templo nos permite ver por qué no hubo un clamor popular cuando Jesús expulsó a los animales y a los cambistas. Aparte del hecho de que los objetivos de su indignación tenían sus bocas cerradas por sus propias conciencias culpables, el acto de limpieza realizado por nuestro Señor parece haber tenido un gran atractivo popular entre la gente.
No tenemos duda de que los ojos de muchos estaban sobre Jesús cuando él entró en el Patio del Templo. Era como si el Señor al que buscaban “de repente hubiera venido a su templo.” Estaba allí en persona, el Jehová encarnado, no para “purificar a los hijos de Leví” (Malaquías 3:1-3), como lo hará en su Segunda Venida, sino para expulsar tanto a los hombres como a las bestias cuya suciedad y mugre profanaban el Lugar Santo.
Estamos seguros de que la noticia de su llegada lo había precedido. El testimonio de Juan de que Jesús era el Cordero de Dios no se había dado en secreto. Toda Jerusalén había oído la palabra. Los testimonios de sus propios discípulos seguramente se habían divulgado, y los peregrinos galileos que llegaron a la Pascua no habrían dudado en hablar del agua que se convirtió en vino.
Y así, como el centro de atracción, con muchos esperando y preguntándose qué haría este nuevo rabí, él, que dieciocho años antes había dicho, dentro de estas mismas paredes, que debía estar ocupado en los negocios de su Padre, ahora se dedicaba a esos negocios con vigor y venganza.
Hastiado del hedor y la suciedad, repulsado por el ruido y el regateo mientras se intercambiaban monedas insignificantes, entristecido por la completa ausencia de espiritualidad con la que el pueblo elegido debería haber sido tan ricamente dotado, el Hijo de Aquel cuya casa estos malhechores profanaban “hizo un azote de cuerdas pequeñas.” Luego, lleno de una justa indignación, su ira justa brillando con fuerza física, él, de quien Moisés había dicho: “El Señor es hombre de guerra” (Éx. 15:3), este galileo de Nazaret, expulsó a las ovejas y los bueyes y a aquellos bajo cuya custodia mugían y balaban.
A los encargados de las palomas les mandó: “¡Quitad de aquí estas cosas!” Con fuerza y violencia volcó las mesas de los cambistas, esparciendo sus monedas mal obtenidas entre la suciedad y el estiércol en el suelo de mármol. A aquellos que compraban y vendían, que regateaban en los bazares del templo, y cuyos corazones estaban puestos en acumular tesoros en la tierra en lugar de en el cielo, con voz de autoridad decretó: “No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercancías.”
Ciertamente, como Pedro, Juan, Andrés, Felipe, Natanael y todos sus discípulos vieron este ingreso abierto y audaz del ministerio mesiánico de nuestro Señor, se regocijaron por lo que hizo y recordaron las palabras mesiánicas del rey más grande de Israel: “El celo de tu casa me consume.”
“¡La casa de mi Padre!” “Tu casa.” ¡Oh Dios, porque tú eres mi Padre! Cuando era solo un niño de doce años, cuando era un hombre maduro de treinta—durante todos los años de su vida y ministerio—Jesús, libremente, abiertamente, públicamente, ante todos los hombres, fueran discípulos devotos o escribas pecadores, se atrevió a anunciar que Dios era su Padre. Incluso la limpieza y purificación de la casa que Herodes había construido para los hebreos se convirtió en una ocasión para tal solemne declaración. Jesús era el Hijo de Dios. Él lo sabía, y quería que todos los hombres adquirieran el mismo conocimiento seguro.
Jesús Predice Su Propia Muerte y Resurrección
(Juan 2:18-25; JST, Juan 2:22, 24)
Jesús ha expulsado el ganado y las ovejas del Patio de los Gentiles; las jaulas de palomas han sido retiradas del lugar sagrado; las monedas y las balanzas de los banqueros, que discutían sobre el peso de sus monedas, están esparcidas entre los escombros; y los bazares del templo de los hijos de Anás, el sumo sacerdote, están en ruinas. El comercio en el templo ha cesado, y las ganancias ya no fluyen hacia los bolsillos de los mercaderes rapaces y designados por los sacerdotes, que vendían sus mercancías entre las multitudes de la Pascua. De hecho, sus rebaños y manadas están dispersos, sus monedas perdidas y sus mercancías destruidas. La pérdida para los individuos y para el tesoro del templo es de proporciones gigantescas.
Y sin embargo, no hay un clamor público. Ningún soldado romano ha venido a mantener la paz. Nadie llama a arrestar a Jesús. Nadie siquiera lo reprende por causar disturbios o por destruir la propiedad de los mercaderes. Solo ocurre una cosa. Los líderes del pueblo y los oficiales del templo preguntan: “¿Qué señal nos muestras, viendo que haces estas cosas?” No hay resistencia, no parece haber amargura por la pérdida financiera—solo una pregunta sobre por qué él ha sobrepasado sus límites y ha limpiado el templo cuando es su responsabilidad regular todo lo que allí ocurre.
¿Por qué esta reacción tan moderada por parte de aquellos cuya propiedad ha sido destruida y cuyas funciones han sido asumidas? Ya hemos señalado que había apoyo popular para la limpieza del Patio del Templo; las transacciones de los hijos de Anás eran conocidas por el pueblo común como corruptas. Pero había una razón mayor. En las persuasivas y bien elegidas palabras del Canon Farrar, se resume en estas palabras:
“¿Por qué esta multitud de ignorantes peregrinos no resistió? ¿Por qué estos codiciosos comerciantes se contentaron con miradas oscuras y maldiciones murmuradas, mientras permitían que sus bueyes y ovejas fueran echados a la calle y ellos mismos expulsados, y su dinero lanzado rodando por el suelo, por alguien que entonces era joven y desconocido, y vestido con el despreciado ropaje de Galilea? ¿Por qué, de la misma manera, podemos preguntar, no permitió Saúl que Samuel lo enfrentara en presencia de su ejército? ¿Por qué obedeció David abyectamente las órdenes de Joab? ¿Por qué Acab no se atrevió a arrestar a Elías en la puerta del viñedo de Nabot? Porque el pecado es debilidad; porque no hay en el mundo nada tan abyecto como una conciencia culpable, nada tan invencible como la ola arrasadora de una indignación divina contra todo lo bajo y lo errado. ¿Cómo podrían estos compradores y vendedores tan indignos, conscientes de su maldad, oponerse a esa reprimenda abrasadora, o enfrentar los relámpagos de esos ojos que se encendían por una santidad ultrajada? Cuando Finés, el sacerdote, fue celoso por el Señor de los Ejércitos, e hizo pasar su lanza a través de los cuerpos del príncipe de Simeón y de la mujer madianita con un solo golpe glorioso, ¿por qué no vengó Israel culpable ese espléndido asesinato? ¿Por qué no cada hombre de la tribu de Simeón se convirtió en un Goel para el intrépido asesino? Porque el vicio no puede mantenerse ni un momento ante el brazo elevado de la virtud. Tan bajos y arrastrados como eran, estos judíos mercaderes de dinero sentían en todo lo que quedaba de sus almas, que no se había devorado aún por la infidelidad y la avaricia, que el Hijo del Hombre tenía razón.”
“No, incluso los sacerdotes, fariseos, escribas y levitas, devorados como estaban por el orgullo y el formalismo, no pudieron condenar un acto que podría haber sido realizado por un Nehemías o un Judas Macabeo, y que coincidía con todo lo que había de más puro y mejor en sus tradiciones. Pero cuando escucharon de este hecho, o lo presenciaron, y tuvieron tiempo de recuperarse de la mezcla sin aliento de admiración, asco y asombro que les inspiró, se acercaron a Jesús, y aunque no se atrevieron a condenar lo que Él había hecho, medio indignados, le pidieron una señal de que tenía derecho a actuar de esa manera.” (Farrar, pp. 144-146.)
¡Muéstranos una señal! “¿Qué prueba puedes ofrecer de que tienes derecho a limpiar los patios del templo?” El mero hecho de que hicieron tal pregunta muestra que la duda y el temor estaban surgiendo en sus mentes: “¿Y si este hombre realmente es el Mesías, como dicen sus discípulos?”
Pero el Señor y sus profetas no realizan milagros para probar sus nombramientos divinos y poderes sacerdotales. Los signos siguen a la fe, y la fe precede al milagro. Es una generación malvada y adúltera la que busca una señal. Para ellos solo hay una señal: “La señal del profeta Jonás: Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del gran pez, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón de la tierra.” (Mateo 12:38-40.)
Es decir, para los malvados y no santificados, para los que no tienen fe, para los que rechazan las palabras de los profetas, solo hay una señal: el mismo trabajo. Los profetas se conocen por sus frutos. Si “la iglesia está edificada sobre mi evangelio,” dijo Jesús a los nefitas, “entonces el Padre mostrará sus propias obras en ella.” (3 Nefi 27:10.) No habrá señales—es decir, milagros ni dones del Espíritu—para los incrédulos. Ahora se les deja seguir su propio camino, pero en un futuro sabrán que Jesús resucitó al tercer día y es el Hijo de Dios. Su resurrección es la señal: prueba su divino linaje y da testimonio del poder que reside en Él para limpiar el templo o hacer todo lo que su Padre le manda.
Y así, “Jesús respondió y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” ¡La señal del profeta Jonás! ¡La única señal para los hombres malvados! ¡La señal que prueba que el trabajo es verdadero cuando ya es eternamente demasiado tarde, eternamente demasiado tarde para aquellos que buscan señales en un día cuando deberían buscar fe, para que las señales puedan seguirlas!
“Crucifícame: destruye este cuerpo: ponme en la tumba de Arimatea: y, he aquí, en tres días resucitaré de nuevo. Resucitaré en inmortalidad gloriosa, resucitaré para juicio. Esta será vuestra señal.”
No sabemos si Jesús, en su respuesta, dijo más de las palabras citadas por Juan, pero esto sí sabemos: aquellos a quienes habló, a pesar de sus falsas pretensiones, sabían exactamente lo que quería decir. Sabían que destruir el templo significaba tomar la vida del Nazareno, y que su promesa de “levantarse” en tres días significaba que su cuerpo muerto saldría en inmortalidad al tercer día.
Es muy posible que una de las razones por las cuales Jesús limpió el templo fue para poder decir—en ese escenario, usando una figura, y con palabras que jamás serían olvidadas—que sería muerto y que resucitaría al tercer día. En cualquier caso, su declaración, expresada con tanta fuerza dramática, no fue olvidada. Tres años después, un testigo falso, con la esperanza de verlo crucificado en una cruz romana, testificó: “Le oímos decir: Yo destruiré este templo hecho por manos, y en tres días edificaré otro hecho sin manos.” (Marcos 14:58.) Y un burlador blasfemo, regocijándose en la agonía de la crucifixión de nuestro Señor y esperando la muerte que todos creían inminente, lo provocó diciendo: “¡Ah, tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz!” (Marcos 15:29–30).
Y una vez más, mientras su cuerpo yacía en la tumba, un portavoz judío, recordando la declaración que el Señor había hecho en esta memorable Pascua, le diría a Pilato: “Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.” (Mateo 27:63). A este respecto, el canónigo Farrar comenta con tanta precisión: “Ahora bien, no hay indicio de que Jesús haya usado tales palabras de manera tan clara frente a ellos; y a menos que las hubieran oído de Judas, o a menos que se hubieran repetido por rumor común derivado de los apóstoles—es decir, a menos que el ‘nos acordamos’ fuera una mentira directa—no podrían estar refiriéndose a otra ocasión más que a esta.” (Farrar, p. 149.)
Y sin embargo, la respuesta inmediata a Jesús fue: “En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú lo levantarás en tres días?” En este punto del relato, Juan comenta sencillamente: “Pero él hablaba del templo de su cuerpo.”
Después de su resurrección—y la señal que probaba que era el Hijo de Dios, la señal que probaba que tenía poder para limpiar el templo, fue precisamente el hecho de su resurrección—sus discípulos recordaron las enseñanzas de ese día y creyeron todas las palabras que Jesús les había dicho.
En esta Pascua, Jesús realizó muchos milagros, ninguno de los cuales se nombra o describe en los relatos evangélicos. Juan simplemente dice que “muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía.” Pero Jesús, conociendo “todas las cosas,” incluyendo el hecho de que la fe fundada únicamente en milagros deja mucho que desear, “no se fiaba de ellos.” No buscaba una turba heterogénea que lo siguiera solo porque los enfermos eran sanados y los muertos resucitados. Sus discípulos debían, como Pedro, obtener el testimonio de su divino linaje mediante el poder del Espíritu Santo. Y este conocimiento revelado llegaría a muchos en los años por venir.
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Capítulo 30
Nicodemo Visita a Jesús
No te maravilles de que todo ser humano, sí, hombres y mujeres, todas las naciones, razas, lenguas y pueblos, deben nacer de nuevo; sí, nacer de Dios, cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas;
Y así se convierten en nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo podrán heredar el reino de Dios. (Mosíah 27:25-26.)
El Ministerio de Jesús Divide al Pueblo
Nuestro Amigo y Hermano, el Señor Jesucristo—y bendito sea Él—ha pasado ya aproximadamente dos meses en su ministerio activo y formal entre los hombres. Según lo que podemos determinar—y esta es la cronología seguida por el Presidente J. Reuben Clark, Jr.—Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán en enero del año 27 d.C.; sus cuarenta días de ayuno, oración y adoración en el desierto fueron en enero y febrero (posiblemente continuando hasta marzo); probablemente comenzó a enseñar y a llamar discípulos (Andrés, Simón y otros) en febrero, no más tarde de marzo; y en marzo, en Caná, ocurrió el primer milagro público, el cambio de agua en vino. Ahora es tiempo de la Pascua. Del 11 al 18 de abril, y el lugar es Jerusalén, la Ciudad Santa.
Nuestro Señor ha expulsado del Patio del Templo los animales sacrificatorios, probablemente en número de miles; ha usado un azote de cuerdas pequeñas contra los hombres carnales que comerciaban en la casa de su Padre; y ha extendido su propio brazo de sanación para bendecir y curar a muchos—y toda Jerusalén está al tanto de los milagros que ha realizado. Hasta este punto en los relatos bíblicos no hay registro de lo que Él haya dicho en algún sermón o de lo que hizo al realizar algún milagro, excepto el de Caná. Todo esto ahora está por cambiar.
Tal vez comenzó su ministerio cuando fue bautizado por su pariente; tal vez fue cuando venció la tentación y vio las maravillas de la eternidad mientras estaba en el desierto; tal vez fue cuando enseñó y llamó a discípulos. No importa. Pero cuando confrontó abiertamente los poderes sacerdotales de toda la nación; cuando anunció que Dios era su Padre, y que sería muerto y resucitaría al tercer día; y cuando confirmó—probó, si se quiere—su derecho a actuar y enseñar de tal manera realizando muchos milagros, entonces su ministerio se convirtió en el asunto de principal preocupación para todo el pueblo en toda Palestina. Ya no eran sus hechos realizados en secreto. Ya no podía nadie decir: “Él es solo un galileo, un nazareno, alguien de un lugar de donde no surge profeta.”
En esta Pascua, Jesús hizo de su ministerio lo que sería lo más importante en todas las mentes durante los tres largos años de ese ministerio, hasta la cuarta Pascua, cuando coronaría su obra en Getsemaní, en el Gólgota, y ante una tumba abierta.
En esta Pascua, Jesús dividió al pueblo. Comenzó el proceso de reunir las cabras, para ser malditas, a su mano izquierda, y las ovejas, para ser salvadas, a su mano derecha.
En esta Pascua, incurrió en la enemistad eterna de los gobernantes del pueblo. A partir de entonces, ellos tramarían y conspirarían y buscarían difamar su carácter y misión, y procurarían su muerte.
Pero en esta Pascua también, la gente comenzó a acudir a su estandarte debido a sus palabras graciosas y sus grandes milagros. Muchos comenzaron a creer los informes que habían oído sobre una voz desde el cielo en su bautismo; de un milagro realizado en una ciudad galilea oscura; de discípulos que testificaban abiertamente que Él era el Hijo de David, el de quien Moisés y los profetas habían escrito, el Mesías Prometido.
Y esto nos lleva a Nicodemo—un fariseo, un gobernante de los judíos, uno de los grandes del Sanedrín—quien vino a Jesús de noche para aprender sobre este nuevo rabí cuyos milagros daban testimonio de que tenía poder divino. En efecto, Nicodemo quería investigar el evangelio en secreto, no fuera que sus asociados se volvieran contra él y su influencia mundana disminuyera. Su discipulado no se compara con el de un Pedro, quien sacó su espada en defensa del Maestro, o el de un Tomás—erróneamente y algo calumniosamente llamado Tomás el incrédulo—quien estaba dispuesto a enfrentar la persecución por la causa, y una vez dijo a los otros de los Doce: “Vayamos también, para que muramos con él” (Juan 11:16); o un Esteban, quien fue apedreado hasta la muerte por decir que vio “los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios” (Hechos 7:51-60).
Pero al menos vino, y es evidente que después creyó en Cristo y apoyó la causa del evangelio. De hecho, como dice Edersheim: “Debió haber sido un poder de convicción inmenso para derribar prejuicios hasta el punto de llevar a este viejo sanedrita a reconocer a un galileo, no entrenado en las escuelas, como un maestro venido de Dios, y recurrir a Él para recibir dirección sobre, quizás, el punto más delicado e importante de la teología judía. Pero, aun así, no podemos extrañarnos de que deseara cubrir su primera visita con el mayor secreto posible. Era un paso muy comprometedor para un sanedrita. Con esa primera audaz purificación del Templo, había comenzado una enemistad mortal entre Jesús y las autoridades judías… y no era necesario que la experiencia y la sabiduría de un anciano sanedrita previeran el final.” (Edersheim 1:381.)
Podemos suponer que después de su entrevista con Jesús, los procesos de conversión continuaron operando en la vida de Nicodemo. En una ocasión, cuando los oficiales del Sanedrín se excusaron por su incapacidad de arrestar a Jesús, Nicodemo les preguntó a sus compañeros gobernantes: “¿Juzga nuestra ley a un hombre, si no le oye primero, y sabe lo que hace?” (Juan 7:45-53.) Y después de que José de Arimatea obtuvo el cuerpo del Crucificado, Nicodemo “trajo una mezcla de mirra y áloe, como cien libras de peso” (Juan 19:38-42) para usar en la preparación del cuerpo para el entierro.
Jesús Enseña: El Hombre Caído Debe Nacer de Nuevo
(Juan 3:1-12)
Juan nos dice que Nicodemo vino a Jesús de noche, y podemos suponer que la reunión tuvo lugar en una casa propiedad o ocupada por Juan en Jerusalén. Si es así, la entrevista bien pudo haber ocurrido en la cámara de huéspedes en el techo, a la que se podía acceder por escaleras externas. Juan estaba presente o Jesús le contó lo que se dijo. El relato bíblico es claramente un resumen y una recitación de los puntos principales de lo que ha llegado a ser llamado el primer gran discurso registrado de nuestro Señor.
“Rabí,” dijo Nicodemo de manera solemne y respetuosa, “sabemos”—quizá indicando que él y otros del Sanedrín tenían sentimientos similares—”que tú eres un maestro venido de Dios.” Esta declaración es, en efecto, un testimonio. ¡Estaba claro para cualquier mente no prejuiciada que el rabí Jesús era más que un maestro ordinario! ¡Él vino de Dios! “Porque,” continuó Nicodemo, “nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él.” ¡Si tan solo todos sus compañeros del Sanedrín, y el pueblo en general, hubieran sabido y recordado esta simple prueba! Aquellos que realizan milagros como los que hizo Jesús llevan el sello de la aprobación divina. Y si un hombre resucita a los muertos y dice que es el Hijo de Dios, debe ser necesariamente así, porque un hombre deshonesto no podría ejercer el poder que dice a un cadáver en descomposición: “Levántate y vive de nuevo, porque yo lo ordeno.”
La respuesta de Jesús fue directa, concisa y aparentemente no respondió por completo, lo que lleva a suponer que Nicodemo tenía más que decir de lo que ha sido preservado en el registro sagrado. “De cierto, de cierto te digo,” dijo Jesús—y observa que nuestro Señor no está citando las escrituras, ni hablando en nombre de otro como hacían los profetas de antaño, sino que está hablando en su propio nombre, como el Autor de la verdad—”te digo,” dice Él. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.”
El hombre debe nacer de nuevo: debe recibir los impulsos del Espíritu; debe volverse de las tinieblas a la luz; debe morir en cuanto a las cosas carnales y vivir de nuevo en cuanto a las cosas de la rectitud; debe resurgir de la muerte espiritual y salir hacia la vida espiritual—todo esto si ha de “ver” la verdad; si ha de obtener un testimonio; si ha de saber dónde está la verdad y cuál es el camino que debe seguir para obtener paz aquí y recompensa eterna aquí y en el más allá.
Si alguna vez hubo un pueblo o una nación que necesitaba un renacimiento espiritual, fueron los judíos de los tiempos de Jesús. Si alguna vez hubo aquellos en tinieblas que necesitaban que la luz del cielo brillara en sus almas, eran estos hijos de los profetas que ahora vivían en la sombra de la muerte. Si alguna vez hubo un pueblo o un reino que necesitaba resurgir de la degeneración del presente, mientras buscaban la gloria del pasado, eran aquellos entre los que Dios había enviado a su Hijo. Y cuando ese Hijo convirtió los primeros eventos de su ministerio en una causa célebre, que llegaría a la atención de todo Israel, eligió hablar del renacimiento espiritual. Un hombre debe nacer de nuevo para ver el reino de Dios. Todos los hombres deben recibir el renacimiento espiritual si el pueblo y la nación han de vivir bajo la luz del favor divino, como lo hicieron sus padres.
Nicodemo, él mismo un maestro y líder del pueblo, uno que debería haber estado guiándolos hacia el renacimiento espiritual que tanto necesitaban, debería haber sabido que no podían salvarse continuando por el curso de tinieblas y rebelión herodiana. Si el pueblo debía resurgir hacia las alturas alcanzadas por algunos bajo Moisés y Josué, y en los días de Samuel, David e Isaías, debían vivir nuevamente en el Espíritu como lo hicieron los antiguos. Si la Shekiná debía descansar visiblemente en la Casa Santa del Señor, como lo hizo en los días de Moisés y Salomón, debía haber nuevamente un pueblo justo y digno de entrar a la presencia divina. Pero Nicodemo no lo sabía; como maestro designado de las verdades espirituales, él mismo estaba en tinieblas espirituales. “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?” preguntó. “¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?”
A estas preguntas insensatas, que demostraban una completa falta de comprensión de los grandes problemas morales involucrados, Jesús dio la respuesta eterna que ha sido la base de la salvación para los hombres y las naciones en todas las edades. De nuevo, habló solemnemente en su propio nombre: “De cierto, de cierto te digo: El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.”
Tal es el plan de salvación para todos los hombres en todas las edades. Adán cayó y trajo la muerte—tanto la muerte temporal como la muerte espiritual—al mundo. Los efectos de su caída pasaron a todos los hombres; todos mueren temporalmente, y todos están sujetos a la muerte espiritual. La muerte espiritual es morir en cuanto a las cosas del Espíritu, en cuanto a las cosas de la rectitud. Si los hombres han de vivir de nuevo en cuanto a las cosas de la rectitud, deben recibir un renacimiento espiritual.
Desde los días de Adán, la palabra del Señor ha sido proclamada entre su pueblo “que todos los hombres, en todas partes, deben arrepentirse, o de ningún modo podrán heredar el reino de Dios, porque ninguna cosa impura puede morar allí, ni habitar en su presencia.” A través de las bocas de Adán y Enoc y los profetas en todas las edades, estas palabras del Señor han sido enseñadas. “Que por razón de la transgresión viene la caída, que la caída trae la muerte, y en la medida en que nacisteis al mundo por agua, sangre y espíritu, que Yo he hecho, y así os convertisteis de polvo en un alma viviente, de la misma manera debéis nacer de nuevo al reino de los cielos, de agua y del Espíritu, y ser limpiados por sangre, la sangre de Mi Unigénito; para que podáis ser santificados de todo pecado, y disfrutar de las palabras de vida eterna en este mundo, y de vida eterna en el mundo venidero, incluso la gloria inmortal.”
En todas las edades pasadas, el pueblo del Señor había sido enseñado estas cosas, y a ellos se les había agregado esta proclamación divina: “Este es el plan de salvación para todos los hombres, a través de la sangre de Mi Unigénito, que vendrá en la meridiana de los tiempos.” (Moisés 6:57-62.)
Suponemos que Jesús enseñó estas maravillosas verdades al Sanedrista inquisitivo, ya sea con las mismas o similares palabras. Tal doctrina es el preludio natural del testimonio que estaba a punto de dar de sí mismo, de que como el Unigénito del Padre, Él había venido a traer salvación. Sabemos que Él dijo: “Lo que es nacido de la carne, carne es,” lo que significa que las personas nacen en este mundo de agua, sangre y Espíritu, y así se convierten de polvo en almas vivientes; y sabemos que Él dijo: “Y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es,” lo que significa que los hombres deben nacer de nuevo del Espíritu si han de vivir en cuanto a las cosas espirituales, y por lo tanto calificar para esa vida espiritual o eterna reservada para los fieles. Y que este segundo nacimiento, este renacimiento, este nacimiento al reino de los cielos, es a través de las aguas del bautismo, viene por el poder del Espíritu Santo, y es posible por el poder limpiador de la sangre de Cristo, es evidente para todos. Por eso Jesús dice: “No te maravilles,” Nicodemo, “de que te haya dicho: Es necesario nacer de nuevo.” La doctrina es tan básica, tan fundamental, tan esencial en los cimientos de la casa de la salvación, que él y todos los hombres deben creerla y comprenderla si han de obtener las recompensas prometidas.
“El viento sopla donde quiere,” continuó Jesús—quizás mientras sentían la fresca brisa de la noche que soplaba y susurraba a través de las oscuras calles de Jerusalén—”y oyes el sonido de él, pero no sabes de dónde viene, ni adónde va,” porque así es con los suaves vientos, ¿quién conoce su fuente o su destino? Luego vino la verdad del evangelio que surgió de la ilustración: “Así es todo aquel que es nacido del Espíritu.”
“¿Cómo pueden ser estas cosas?” preguntó Nicodemo. “¿Cómo puede el agua del bautismo, y el Espíritu del Señor, y la sangre del Unigénito, constituir un nacimiento en el reino de los cielos? ¿Cómo puede la influencia serena y calmada del Espíritu—la voz suave y tranquila, por decirlo así—descender, como de la nada, sobre un alma humana?”
“¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes estas cosas?” viene la respuesta. “¿Eres tú un maestro designado, una guía y una luz para el pueblo, un miembro del Gran Sanedrín, y no sabes que el renacimiento espiritual es el principio mismo de la rectitud, y que hasta que los hombres no nazcan de nuevo, ni siquiera están en el camino hacia la vida eterna?” ¿Había acaso un toque de ironía en la respuesta de nuestro Señor?
Luego, en tonos de solemne exhortación, como quien da testimonio, el más grande de todos los rabíes dio testimonio de las verdades enseñadas por él y sus discípulos. “Nosotros hablamos lo que sabemos,” dijo Él—como todos los profetas, ellos estaban seguros de las verdades que proclamaban—”y testificamos lo que hemos visto; y no recibís nuestro testimonio.” Solo aquellos que están vivos espiritualmente pueden comprender los profundos y ocultos significados de aquellas cosas habladas por el poder del Espíritu; la luz puede brillar en las tinieblas, pero aquellos que eligen las tinieblas en lugar de la luz no la comprenden.
“Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de cosas celestiales?” Si os he dicho las verdades simples y básicas sobre nacer de nuevo; si os he hablado de los principios fundamentales—fe, arrepentimiento, bautismo y la recepción del Espíritu Santo—y no creéis, ¿cómo podréis creer ni entender si os hablo de los “milagros de la eternidad”? “Los misterios ocultos de mi reino.” “Las cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han entrado en el corazón del hombre” (Comentario 1:142).
Jesús Testifica: Yo Soy el Mesías, el Hijo de Dios, el Unigénito
(Juan 3:13-21; JST, Juan 3:13, 15, 21-22)
Si todos los hombres en todas partes deben nacer de nuevo; si deben nacer de agua y del Espíritu y ser limpiados por la sangre del Unigénito; si deben despojarse del hombre natural y convertirse en nuevas criaturas por el poder del Espíritu Santo; si deben probar las cosas buenas del Espíritu; si deben creer en el Mesías y aceptarlo como su Salvador—todo para que puedan disfrutar de las palabras de vida eterna aquí y ahora y ser herederos de la gloria eterna en el más allá—entonces las grandes preguntas son: ¿Quién es el Mesías? ¿Dónde será hallado? ¿Cómo debe ser reconocido? ¿Y qué deben hacer los hombres para aceptarlo?
Jesús tiene una respuesta lista, la única respuesta verdadera, que ahora le otorga a Nicodemo. “Nadie ha subido al cielo,” dice Él, “sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.” Aquí, entonces, está una de las “cosas celestiales” que nadie puede ver sino aquellos cuyos ojos espirituales están abiertos, y nadie puede oír sino aquellos cuyos oídos espirituales están sintonizados con lo infinito. Es: yo soy el Mesías, que he descendido del cielo. Soy el Hijo del Hombre de la santidad que está en el cielo; y aún ascenderé para estar con Dios, que es mi Padre. Y si miramos a Nicodemo con ojo crítico porque no logró captar la infinita maravilla de esta verdad celestial, ¿cuánto más debemos desesperar por las huestes de sectarios que, con las escrituras del Nuevo Testamento ante ellos, no aceptan al Hijo como el Unigénito en el sentido pleno y literal de la palabra?
“Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto,” continúa nuestro Señor, “así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna.”
Moisés, en el desierto, cuando el Señor envió “serpientes ardientes” entre ellos, de modo que muchas personas en Israel fueron mordidas y murieron, hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un palo. Luego, todos los que fueron mordidos por las criaturas venenosas y miraron, con fe, a la serpiente de bronce, vivieron; los demás murieron. ¿Por qué? Porque Moisés fue mandado por Dios a hacerlo, y esa acción era una ordenanza en Israel—una ordenanza realizada en similitud del hecho de que el Mesías Prometido sería levantado en la cruz, y todos los que lo miraran con fe vivirían; los demás morirían. Nefi, hijo de Helamán, hablando de Moisés a sus hermanos hebreos, preguntó: “¿No dio testimonio de que el Hijo de Dios debía venir?” En respuesta, este antiguo profeta americano dijo: “Así como él [Moisés] levantó la serpiente de bronce en el desierto, así será levantado Él que ha de venir. Y así como todos los que miraron esa serpiente vivirán, de igual manera todos los que miren al Hijo de Dios con fe, teniendo un espíritu contrito, vivirán, aun hasta la vida eterna.” (Hel. 8:13-15; Números 21:4-9.)
Vida eterna—vida en el cielo más alto; el tipo de vida que disfruta la Deidad misma; vida reservada para aquellos que reciben, heredan y poseen todas las cosas—este glorioso tipo y clase de existencia eterna llega a aquellos que creen en el Hijo del Hombre. ¿Cómo se logra esto? En respuesta, Jesús pronuncia lo que muchos consideran el versículo más glorioso y maravilloso de las escrituras que jamás haya salido de los labios de Dios o del hombre: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan 3:16)
¡Dios amó tanto al mundo! ¡El Padre envió al Hijo! ¡Él es el Unigénito! ¡Cree en él y gana la vida eterna! “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo; sino para que el mundo sea salvo por él.” La salvación está en Cristo. “El que cree en él no es condenado; pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios, el cual antes fue predicado por la boca de los santos profetas; porque ellos testificaron de mí.”
¿Cómo podría Nicodemo o cualquiera malinterpretar estas enseñanzas? Nuestro Señor está hablando en los primeros días de su ministerio. Está usando un lenguaje claro, simple y contundente. La doctrina es fuerte. No hay parábolas involucradas; nada está oculto con imágenes o similitudes. Él está diciendo claramente que los hombres deben creer en él; que él es el Hijo de Dios, el Mesías Prometido, el Unigénito del Padre, el que Moisés y los profetas testificaron. Está diciendo que los hombres deben arrepentirse y ser bautizados en agua; que deben recibir la compañía del Espíritu Santo y nacer de nuevo.
Es claro y evidente sin lugar a dudas. Entonces, ¿por qué no creen los hombres? Él responde: “Y esta es la condenación, que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz, ni viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Pero el que hace la verdad viene a la luz, para que sus obras sean manifestadas, que son hechas en Dios.”
Jesús ha hablado. Estas son sus palabras. Este es su testimonio de la doctrina enseñada y de su propio linaje divino. Veremos cómo estas verdades son aceptadas por muchos, y cómo este testimonio es dado por sus discípulos, mientras seguimos los pasos del Hijo de Dios a lo largo de los polvorientos caminos de Palestina, y escuchamos su voz hablando en privado a sus discípulos y en público a todos los hombres.
¡Qué gloriosa es la Voz del cielo!
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Capítulo 31
Juan (El Bautista) Y Jesús Ministran en Judea
Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo. (Hechos 16:31.)
Jesús predica y bautiza en Judea
(Juan 3:22; 4:1-3; JST, Juan 4:2-4; Mateo 4:12; Marcos 1:14; Lucas 4:14)
Jesús llegó a Jerusalén en la época de la Pascua, cuando todo Israel estaba presente, ya sea en persona o mediante representantes designados, para anunciar públicamente y oficialmente, ante los gobernantes y el pueblo, que él, el Mesías Prometido, ya estaba entre ellos y que su ministerio había comenzado. Con indignación justa y fuerte, limpió el templo y proclamó su venida muerte y resurrección, afirmando así que él mismo era el Mesías que tenía la vida en sí mismo porque Dios era su Padre. Todo esto lo hizo abiertamente y ante todo el pueblo, y no podemos dudar de que sus actos y hechos fueron conocidos por la mayoría de las dos a tres millones de personas que se agolpaban en la ciudad y sus alrededores en este momento tan sagrado.
A algunas almas seleccionadas—Nicodemo y sus propios discípulos entre ellas—les habló de manera aún más clara. Los hombres deben nacer de nuevo; el arrepentimiento y la fe en Cristo son esenciales para la salvación; él había descendido del cielo para expiar los pecados del mundo; de él hablaron Moisés y todos los profetas: él era el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre. Fue allí, hablado en arameo claro y directo. Había anunciado su comisión divina y lo hizo en la capital espiritual de Israel. Fue un acto formal; habló oficialmente: su voz era la voz de su Padre; y sus palabras quedarían como un testimonio en el tiempo y en la eternidad.
Habiendo hecho esto, el trabajo de nuestro Señor en Jerusalén, por el momento, estaba cumplido. Con los peregrinos que se marchaban, quienes llevarían un relato de sus hechos y palabras a la simiente elegida por todo el mundo, él y sus discípulos también salieron de la Ciudad Santa. Su destino: los pueblos y ciudades de Judea, desde Beerseba y Moladah en el sur, hasta Masada y Engedi junto al Mar Muerto, hasta Joppa en el noroeste y Jericó en el noreste. Su misión y propósito: predicar el evangelio del reino y bautizar almas arrepentidas. ¿Por cuánto tiempo? Durante nueve meses completos, hasta diciembre del año 27 d.C., momento en el que—habiendo, como expresó Pedro, predicado “por toda Judea” esa “palabra que Dios envió a los hijos de Israel” (Hechos 10:34-43)—él y sus discípulos pasaron por Samaria (donde tuvo lugar la conversación en el Pozo de Jacob) y llegaron a Galilea.
No tenemos la suerte de poseer un relato día a día, ni siquiera un resumen semana a semana o mes a mes, de lo que Jesús hizo y dijo en los días de su carne. Estamos seguros de que sus horas de vigilia estuvieron llenas de sabias palabras y buenas acciones, sus horas de sueño con los sueños del cielo y las visiones de la eternidad, pues él estaba sirviendo en una misión. Fue enviado por su Padre para predicar el evangelio, sanar a los enfermos y realizar las ordenanzas de la salvación. A aquellos a quienes ha llamado en estos últimos días, sus instrucciones son: “Enviarás mi palabra a los confines de la tierra. Contiende, por tanto, mañana tras mañana; y día tras día, que tu voz de advertencia se dé a conocer; y cuando venga la noche, que no duerman los habitantes de la tierra, por causa de tu discurso.” (D&C 112:4-5) No podemos suponer que él impuso un estándar inferior a este sobre sí mismo durante su propio ministerio. Pero son solo unas palabras aisladas aquí y un milagro de sanación allá lo que los autores evangélicos han preservado para nosotros.
En cuanto al ministerio judeano temprano, Juan dice solo que “Jesús y sus discípulos”—y para este momento, debían incluir más que solo a Pedro, Juan, Andrés, Felipe y Natanael; quizás también había mujeres entre ellos—”se quedaron” y bautizaron en “la tierra de Judea.” Nueve meses les dieron tiempo para quedarse el tiempo suficiente en cada localidad para que todos los que vivieran allí escucharan la palabra y fueran responsables de su reacción ante ella. Sin duda, muchas de las semillas sembradas serían cosechadas por los apóstoles y setenta a medida que luego salieran proclamando el mismo evangelio y bautizando con el mismo poder.
Después de mencionar “toda Judea” como el lugar donde Jesús “publicó” las buenas nuevas de la salvación, Pedro dice “cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder; el cual anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.” (Hechos 10:37-38.) Así, el ministerio judeano temprano habría sido similar al gran ministerio galileo posterior, acerca del cual sabemos mucho más, como aparecerá a continuación.
Siempre que el evangelio es predicado por administradores legales que tienen poder y autoridad de lo alto; siempre que los ministros poseen el poder del sacerdocio y son guiados por el Espíritu Santo; siempre que aquellos que profesan ser apóstoles y profetas de hecho ocupan estos altos y santos llamamientos, siempre predican y bautizan. Jesús no fue la excepción. Él predicó el evangelio y bautizó almas arrepentidas.
Jesús realizó bautismos en agua para la remisión de los pecados, y lo hizo sobre la misma base y de la misma manera que su precursor Juan realizó la misma ordenanza sagrada. Cuando Juan vino por primera vez, bautizando por inmersión en el río Jordán, enseñó que el que venía después de él—el que era más poderoso que él; aquel cuyos zapatos el Bautista no era digno de llevar—que tal uno bautizaría con el Espíritu Santo y con fuego.
Este bautismo de fuego y del Espíritu Santo, que el Hijo de Dios estaba destinado a realizar, no es el bautismo del que hablamos ahora; tal bautismo debía llegar y llegó después. Mientras Jesús estuvo con los discípulos, no les dio el don del Espíritu Santo, para que pudieran tener en ese momento la compañía constante de ese miembro de la Deidad. Fue después de que ascendió a su Padre—de hecho, fue en el día de Pentecostés cuando el Espíritu Santo descendió con poder sobre aquellos a quienes Jesús había llamado fuera del mundo y a su reino terrenal. Pero en ese momento, en los primeros días de su ministerio judeano temprano, Jesús y sus discípulos realizaron la misma ordenanza bautismal que Juan el Bautista todavía estaba realizando. Una de las cosas que esto significa es que Jesús ya había conferido el sacerdocio a sus discípulos recién llamados.
Y así encontramos a nuestro amigo evangelista, Juan, comentando sobre los eventos de ese día con estas palabras: “Entonces, cuando los fariseos oyeron que Jesús hacía y bautizaba más discípulos que Juan, buscaron más diligentemente algún medio para matarlo; porque muchos recibieron a Juan como profeta, pero no creyeron en Jesús.” Ahora, el Señor sabía esto, aunque él mismo no bautizaba a tantos como sus discípulos; porque él los permitió como ejemplo, prefiriéndose unos a otros.
Juan Continúa Bautizando y Preparando el Camino
(Juan 3:23-26; JST, Juan 3:27)
Ya ha pasado un año desde que Juan el Bautista comenzó su ministerio público; desde que clamó al arrepentimiento en el desierto de Judea; desde que reprendió a las multitudes judías, llamándolas generación de víboras; desde que sumergió en el Río Santo a las almas arrepentidas, prometiéndoles la remisión de sus pecados y la futura recepción del Espíritu Santo bajo las manos de Aquél cuyo precursor era él. Ha pasado un año desde que el precursor del Señor dio su primer testimonio público de que el poderoso Mesías pronto caminaría entre ellos, y que él los bautizaría con el Espíritu Santo y con fuego.
Ya han pasado al menos seis meses—probablemente siete, y posiblemente ocho—desde que el hijo de Zacarías bautizó al Hijo de Dios. Y han pasado cinco o seis meses desde que el Elias designado dio un ferviente testimonio de que Jesús era el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y durante todo este tiempo, el prometido precursor ha continuado preparando el camino para el Mesías Prometido.
No hay nada incongruente o inesperado en encontrar al que iba a preparar el camino continuando para preparar a un pueblo para su Señor, hasta ese día en que el testimonio dado sobre Él fuera identificado en cada mente como el que debía venir. Se esperaba que Juan continuara invitando a las personas arrepentidas a abandonar el mundo y venir a ese Cristo de quien él era testigo. Y eso es lo que Juan estaba haciendo. Predicaba y bautizaba en Aenón, cerca de Salim—un lugar ahora desconocido para nosotros—”porque allí había mucha agua”, y todos los bautismos válidos deben ser realizados por inmersión.
Jesús y sus discípulos estaban bautizando en Judea, sin duda en muchos lugares, pues toda Judea estaba escuchando la palabra de la boca de aquel cuya palabra era. La influencia de Juan como figura de renombre público, como el centro de un gran movimiento nacional de popularidad, estaba disminuyendo; la de Jesús estaba creciendo; y aunque muchos aún iban a Juan, multitudes se agolpaban hacia Jesús.
Dos razones identifican la base de este cambio en la opinión pública: la palabra de verdad y salvación estaba con la Fuente de la verdad y el Autor de la salvación, como debía ser; y cuando Juan hacía conversos, los enviaba a Jesús. Mientras que el precursor había bautizado en el nombre de Aquél que había de venir y había preparado una congregación para recibir al Señor, ahora bautizaba en el nombre de Aquél que había venido e invitaba a sus conversos a unirse a la congregación de su Líder. Los conversos eran de Cristo. Las ovejas reunidas pertenecían al Pastor. Juan no reclamaba ninguna preferencia personal. Él era un siervo, y su gloria era servir al Maestro.
Pero no es sorprendente encontrar a algunos de los discípulos de Juan sintiendo que su maestro merecía más atención y honor del que estaba recibiendo. Y así, cuando surgió una disputa entre ellos y “los judíos”—o como las mejores traducciones dicen, “un judío”—”acerca de la purificación”, llevaron el asunto a Juan. Parece claro que la disputa involucraba el poder purificador del bautismo y si el bautismo de Juan realmente traía la remisión de los pecados.
Para un teólogo discutidor y polémico de esa época, un punto obvio de debate habría sido: ¿Cómo puede el bautismo de Juan ser para la remisión de los pecados cuando aquellos que lo reciben deben tener un segundo bautismo del Espíritu Santo para que el pecado, el mal y las impurezas sean quemadas de sus almas como por fuego? ¿Cómo se purifican los hombres por medio del bautismo? ¿Es el bautismo en agua para la remisión de los pecados, o se necesita el poder purificador del Espíritu Santo para limpiar el alma humana? Sin importar cómo se planteara la controversia, los discípulos de Juan lo llamaron la atención del Bautista, diciendo: “Rabí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, a quien tú diste testimonio, he aquí, el mismo bautiza, y recibe a todos los que vienen a él.” Con estas palabras se pone en escena para que Juan dé uno de sus más grandes testimonios sobre aquel cuyo camino él preparó.
Juan Reafirma Su Testimonio de Cristo
(Juan 3:27-36; JST, Juan 3:32-36)
Ahora llega el bendito Bautista, hijo de Zacarías y Elisabet, llamado Juan por el ángel Gabriel: el precursor y testigo de nuestro Señor, quien también lo sumergió en el Jordán para dar, según lo registrado en nuestras escrituras, su último y glorioso testimonio de Jesús. Continuará como hombre libre predicando y bautizando durante otros cuatro o cinco meses, hasta noviembre o diciembre del año 27 d.C.; luego será encarcelado por Herodes. Pasará más de un año, quizás quince meses, en las mazmorras de Maqueronte, hasta que el verdugo de Herodes, por orden del todopoderoso Antipas, lo envíe a una tumba de mártir, de la cual saldrá, con Cristo, para recibir gloria y honor en el reino que ha sido preparado.
Podemos estar seguros de que dondequiera que encontrara a personas, y mientras tuviera aliento, su ardiente testimonio de uno mayor que él se daba libremente, valientemente y con celo profético. Sabemos que envió discípulos para escuchar a Jesús mientras él mismo estaba restringido en las mazmorras de la fortaleza donde Herodes había elegido encarcelarlo. Pero lo que ahora va a decir es su último testimonio que encuentra lugar en las escrituras que han llegado a nosotros. Él, cuya “pequeña luz” está siendo “absorbida en el amanecer sin límites” (Farrar, p. 156), este severo y apasionado profeta de Hebrón y los desiertos judeanos, hablando por el poder del Espíritu Santo, don que poseía desde el vientre de su madre, abre su boca para dar uno de los testimonios más elocuentes y poderosos que se encuentran en las Escrituras Sagradas.
No sabemos si respondió a las preguntas de sus discípulos sobre el poder purificador del bautismo, ni importa. Muchas revelaciones desentrañan los misterios del bautismo, y muchos profetas han expuesto el poder purificador del Espíritu Santo. Que los disputantes busquen en las escrituras y encuentren sus respuestas. Pero solo hubo un Bautista, enviado—como la voz de uno que clama en el desierto de la duda y la incredulidad—para preparar el camino ante el Hijo del Altísimo. Juan debía ser fiel a su confianza y dar el testimonio que solo él tenía que proclamar. Y la aceptación de ese testimonio proporcionaría la respuesta para todos los problemas menores y resolvería todas las controversias doctrinales. Así, con la voz de testimonio y doctrina, el Bautista proclamó:
“Un hombre no puede recibir nada, excepto que se le dé del cielo. Vosotros mismos me oís dar testimonio de que dije: No soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está y le oye, se goza mucho por la voz del esposo; este es mi gozo, que se ha cumplido.
Juan vino solo como el Elias prometido, pero vino como el santo Mesías, de quien todos los profetas han dado testimonio. Cada uno de nosotros ha recibido solo como el Padre nos ha dado a nosotros—él para ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, yo para anunciar su venida y preparar el camino delante de él. No me ha sido dado hacer su obra, porque él, como el Hijo de un Padre inmortal, es más grande que yo. Vosotros mismos sois testigos de que siempre he dicho que no era el Cristo, solo su precursor. Él es el Esposo; yo, su siervo, soy como el amigo del esposo, el enviado para hacer los arreglos para la boda. Mi recompensa es estar cerca de él, escuchar su voz, saber que mi misión fue exitosa: en esto mi gozo está lleno.”
“Él debe crecer, pero yo debo menguar. El que viene de arriba es sobre todos; el que es de la tierra es terrenal, y habla de la tierra; el que viene del cielo es sobre todos.”
“Su misión está comenzando, la mía está terminando: él debe crecer.”
Yo disminuyo. Mi consejo es: Abandonadme: seguidle a Él: Él es la Luz del mundo, quien enseña la verdad y hace que la salvación esté disponible para todos los hombres. Él es el Señor Omnipotente quien, viniendo de su Padre en los cielos, es superior a todos los hombres; yo soy como los demás hombres, de la tierra.
Y lo que Él ha visto y oído, eso testifica: y pocos hombres reciben su testimonio. El que ha recibido su testimonio ha sellado que Dios es verdadero.
Pero aunque Él es el mismo Hijo de Dios, y aunque lleva el mismo mensaje que su Padre le envió a entregar, pocos hombres reciben su testimonio. Sin embargo, aquellos que creen en su testimonio y obedecen sus consejos, tienen un sello puesto sobre ellos: están sellados para vida eterna en el reino eterno del Padre.
Porque el que Dios ha enviado, habla las palabras de Dios; porque Dios no le da el Espíritu por medida, porque Él mora en Él, incluso la plenitud.
“Y el Hijo, a quien el Padre ha enviado, habla las palabras del Padre porque el Espíritu de Dios no le es otorgado por medida; Él lo disfruta en su totalidad, y es por este medio que el Padre mora en Él. Sí, y el Padre ama al Hijo y ha dado todas las cosas en sus manos—todo poder, toda sabiduría, toda verdad, todo juicio, y la plenitud de cada atributo divino.”
El Padre ama al Hijo, y ha dado todas las cosas en sus manos. Y el que cree en el Hijo tiene vida eterna; y recibirá de su plenitud. Pero el que no cree en el Hijo, no recibirá de su plenitud; porque la ira de Dios está sobre él.
Ahora bien, aquellos que creen en Jesús como el Hijo, que creen tan plena y completamente como para morar en sus consejos, tendrán vida eterna, incluso exaltación en el cielo más alto del reino del Padre. Entonces recibirán de su plenitud, incluso todo poder, tanto en los cielos como en la tierra, y la gloria del Padre estará con ellos, porque Él morará en ellos. Pero aquellos que no creen en el Hijo no alcanzarán la vida eterna y no recibirán de su plenitud, porque la ira de Dios está sobre ellos. (Comentario 1; 147-148.)
Tal es el último testimonio registrado del que fue elegido de entre todos los huestes espirituales del cielo para preparar el camino ante el Hijo de Dios, para dar testimonio de su divinidad como Hijo, para invitar a todos los hombres a agolparse a su estandarte para que puedan ser salvos con Él en el reino de su Padre.
Herodes Encarcela a Juan
(Mateo 4:12; 14:3-5; JST, Mateo 4:11; Marcos 6:17-20; JST, Marcos 6:21; Lucas 3:19-20)
No hay relato en el Nuevo Testamento de ningún acto o palabra de Jesús o Juan desde el verano del 27 d.C., cuando el Bautista dio su maravilloso testimonio, hasta noviembre o diciembre de ese mismo año, cuando Herodes Antipas extendió el brazo romano del poder y encarceló al hijo de Zacarías. Solo sabemos que Jesús y sus discípulos permanecían y enseñaban en los pueblos y ciudades de Judea, y debemos asumir que Juan también continuó sus labores con incansable diligencia.
Herodes el Grande—un judío idumeo: judío en religión, pagano en práctica; el monstruo loco que ordenó la matanza de los Inocentes en toda la región de Belén; un polígamo que tuvo diez esposas—transmitió tanto sus inclinaciones asesinas como sus supersticiones religiosas a su hijo Herodes Antipas, quien gobernaba Galilea y Perea en los días de Juan y Jesús. La lujuria y el deseo eran una forma de vida para los Herodes, y Antipas, al igual que su padre antes que él, se sentía libre de tomar y rechazar esposas a su antojo. Después de divorciar a su primera esposa, se casó con Herodías, la esposa de su medio hermano Felipe (no Felipe el tetrarca). Herodías, madre de Salomé por Felipe, era nieta del Herodes original, y así se casó, a su vez, con su tío Felipe y con su tío Antipas. Según la ley judía, el matrimonio de Herodes Antipas y Herodías era escandaloso, incestuoso y adúltero, y así lo veían las personas.
Herodes Antipas, concebido en pecado, criado en un hogar de pecado, él mismo siervo del pecado, hizo alarde de sus lujurias pecaminosas ante todo Israel al respaldar y practicar—abierta y desafiantemente—las abominaciones del adulterio y el incesto. Tal curso no podía quedar sin reproche. Juan el Bautista había sido enviado a clamar al arrepentimiento; tenía poder para bautizar para la remisión de los pecados; y un Herodes en su trono no era diferente a cualquier otro hombre. Todos los hombres—altos o bajos, reyes y esclavos, judíos y gentiles, todos—debían arrepentirse o serían condenados, y todos los hombres tienen derecho a escuchar la voz de advertencia de los labios de un administrador legal.
Si Juan mandó a los publicanos que no cobrasen más impuestos de los que se les había designado: si mandó a los soldados que no hicieran violencia a nadie, que no acusaran falsamente a nadie y que se contentaran con su salario; si llamó a la gente común a abandonar los pecados menores, ¡cuánto mayor es la necesidad de reprender al gobernante en su palacio que viola la santidad de la ley moral y la santidad de la unidad familiar!
No hay nada en la naturaleza profética que admita el miedo a los hombres, ya sean reyes en sus tronos o generales ante sus ejércitos. Así como Samuel reprendió a David ante sus ejércitos, y como Elías maldijo a Acab y Jezabel en la casa del rey, así Juan debía confrontar a Herodes Antipas y a su compañera de matrimonio ilegítimo. Debían ser llamados al arrepentimiento.
Y así, aparentemente en un encuentro cara a cara, la voz enviada a clamar al arrepentimiento en un desierto de pecado, la voz de Juan, reprendió a Herodes por todos los males que había hecho, y también dijo: “No te es lícito tener la esposa de tu hermano.” El guante había sido lanzado: la cuestión estaba planteada; Herodes y Herodías debían arrepentirse o ser condenados. Juan era un administrador legal, y había entregado su mensaje.
Herodías exigió la muerte de Juan, y Herodes estuvo de acuerdo. Pero en las providencias del Señor, aún había más pruebas y experiencias espirituales para el precursor del Hijo. En otro momento, Herodías, Salomé y Herodes—un trío impío—contemplarían la cabeza cortada del Bautista mientras se la exhibía ante los nobles borrachos de la corte de Herodes. Pero por ahora, el Bautista aún debía beber las heces de la amarga copa que un Padre todo sabio había puesto en sus manos. Debía vaciar la copa y hacer todo lo que se le había enviado a hacer: aún debía sufrir completamente por el testimonio de Jesús. Debía languidecer durante más de un año en las mazmorras de Maqueronte.
Así, cuando Herodes “hubiera querido [matar] a [Juan], temió a la multitud, porque lo tenían por profeta”, y por lo tanto el decreto, por el momento, fue solo de encarcelamiento. No solo temía Herodes a la multitud, sino que también temía personalmente a Juan. Sabía que Juan “era un hombre justo, y un hombre santo, y uno que temía a Dios y procuraba adorarlo.” Debió haber habido algo de agitación en el alma de Herodes, algún deseo de elevarse por encima de las iniquidades de su corte y vivir según estándares más altos, pues el registro dice que cuando escuchó hablar de Juan, “hizo muchas cosas por él, y lo escuchaba gustosamente.” ¡Cuán a menudo es que los adúlteros y los pecadores de la peor calaña, sabiendo en sus corazones que su camino es malo, recurren a la religión de algún tipo u otro, buscando encontrar algún tipo de paz mental! Sin embargo, cuán a menudo, como en el caso de Herodes, las semillas del arrepentimiento mueren en el suelo pedregoso del pecado donde se siembran por primera vez.
¿Por qué fue encarcelado Juan? Fue con él como con todos los profetas. Satanás trató de silenciar su lengua, por medio de la muerte si era posible, por medio del encarcelamiento en cualquier caso; y el Señor permitió que ese malvado triunfara por una temporada, como parte de los procesos de refinamiento que limpiarían y perfeccionarían la vida de su siervo. El encarcelamiento del Bautista fue “solo una parte de ese fuego misericordioso en el cual Él está purificando la escoria del oro refinado siete veces de un espíritu que será digno de la dicha eterna.” (Farrar, p. 220.)
Desde una perspectiva terrenal, aparecen tres motivos para la decisión que Antipas tomó. En primer lugar, con los fuegos de la conciencia quemándole en lo más profundo, y teniendo un odio implacable contra quien la había expuesto a la deshonra y el ridículo popular, Herodías buscó su encarcelamiento y muerte. En segundo lugar, y Joséfo es la fuente de este punto de vista: “El tetrarca temía que su influencia absoluta sobre el pueblo, que parecía dispuesto a llevar a cabo cualquier cosa que él aconsejara, pudiera conducir a una rebelión. Esta circunstancia también se indica en el comentario de San Mateo, de que Herodes temía matar al Bautista debido a la opinión del pueblo sobre él.” (Edersheim 1:657.) Y finalmente, no hay duda de que la intriga farisaica jugó su parte. Los fariseos, esos maestros del engaño y de la oposición a la verdad revelada, se oponían a Jesús y se habían distanciado de Juan, quien dio testimonio de Jesús. La clara inferencia es que utilizaron sus poderes persuasivos para convertir a Herodes en su herramienta de terror contra Juan, así como más tarde usarían a Roma como su arma para crucificar al que era más grande que Juan, cuando el Señor Jesús fue llevado como un cordero al matadero. (Edersheim 1:657-58.)
“Para San Juan Bautista, el encarcelamiento debió haber sido algo más mortal” que para la mayoría de los videntes y mensajeros proféticos que cayeron en mazmorras similares de desesperación, “pues en la libre vida salvaje del ermitaño vivió en constante comunión con las vistas y sonidos de la naturaleza, respiraba con deleite y libertad los vientos libres del desierto. Para un hijo de la libertad y de la pasión, para un espíritu rudo e indomable como el de Juan, una prisión era peor que la muerte. Porque para las palmas de Jericó y los bálsamos de Engedi, para el brinco de las hermosas gacelas entre las soledades montañosas, y el reflejo de la luz de la luna en las misteriosas olas del Mar Muerto, no tenía ahora más que los fríos humores y las cadenas opresivas de una mazmorras, y las brutalidades de tal carcelero como un tetrarca como Antipas habría mantenido en una fortaleza como Maqueronte. En esa oscura prisión, entre sus corrientes de lava y rocas basálticas, que en realidad estaban habitadas por demonios mucho peores de brutalidad humana y vicios humanos que los ‘cabritos’ y ‘sátiros’ y criaturas lamentables que la leyenda judía creía que habitaban su todo su entorno, no podemos sorprendernos si el ojo del águila enjaulada comenzó a empañarse.” (Farrar, p. 220.) Tal es el elocuente lenguaje de Farrar.
Desde nuestra perspectiva, sin embargo, sabemos que el ojo del águila enjaulada no comenzó a empañarse. Al contrario, un evento maravilloso y glorioso tuvo lugar que iluminó los ojos del águila enjaulada y le permitió ver más allá de la oscuridad de la mazmorras, y más allá de los confines de la prisión terrenal, donde todos los peregrinos de la presencia de Dios habitan por un momento. El velo fue rasgado; los cielos se abrieron; ministros angélicos de los tribunales de gloria se apresuraron hacia la prisión llamada tierra, y a las mazmorras de Herodes, para hablar de paz al alma cansada y probada del que preparó el camino antes del Hijo de Dios. Con una simplicidad majestuosa, el registro inspirado dice: “Y ahora Jesús supo que Juan había sido encarcelado, y envió ángeles, y he aquí, vinieron y le ministraron.”
¡Jesús lo hizo! Juan no fue olvidado por Él. Tampoco lo son ninguno de aquellos que sufren por su nombre. Aunque el Señor de los cielos habitó en un tabernáculo de barro, las legiones angélicas estaban sujetas a su voluntad, y Él, en su amor, en su piedad y en su misericordia, envió a algunos de ellos a su amigo y precursor.
No podemos dudar de que los cielos fueron rasgados después de que Juan hubiera vencido al mundo. La fe precede al milagro. Después de que Juan se levantó en su propia mente desde el abismo de la desesperación, estuvo preparado para ascender con alas angelicales a alturas más allá de los cielos.
Su trabajo mortal había terminado. Como con José y Hyrum en la cárcel de Carthage, solo quedaba una cosa por hacer: el sellado de su propio testimonio con su propia sangre. Y eso, como veremos más adelante, estaba destinado a ser.
Los profetas mueren para que los profetas vivan, y a través de todo esto, las almas son salvadas y Dios es glorificado. Así sea.
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Capítulo 32
Jesús Lleva el Evangelio a Samaria
“Aquel que guarda mis mandamientos le daré los misterios de mi reino, y los mismos serán en él un pozo de agua viva, que brota para vida eterna.” (D&C 63:23)
Jesús viaja a Sicar en Samaria
(Juan 4:4-6; JST, Juan 4:2, 6-7)
“Me es necesario pasar por Samaria.” Jesús dijo a sus discípulos, mientras se preparaban para salir de Judea y dirigirse a Galilea. Después de haber amargado a los fariseos con sus audaces doctrinas hasta el punto de que “buscaban más diligentemente algún medio para matarlo”, y sabiendo que su misión en Judea, por el momento, estaba cumplida, Jesús eligió regresar a Galilea, a la tierra de su juventud, a la patria montañosa y escarpada donde vivían amigos y parientes, allí para iniciar su gran ministerio galileo.
Pero, ¿por qué tomar la peligrosa ruta infestada de ladrones a través de Samaria? Era la práctica judía tomar el largo camino, pasando por Perea, porque los samaritanos eran una raza odiada cuyos costumbres eran aborrecidas y cuyas tradiciones eran evitadas. Es cierto que “el camino directo hacia Galilea pasaba por el país medio pagano de Samaria”, pero este “camino era proverbialmente inseguro para los pasajeros judíos, ya fuera de regreso de Jerusalén o en su camino hacia ella, pues pasaba por los distritos fronterizos donde las disputas entre los dos pueblos rivales eran más intensas. Los senderos entre las colinas de Akrabbim, que conducían a Samaria, a menudo habían sido empapados con la sangre de judíos o samaritanos, pues eran el escenario de constantes incursiones y ataques… Los peregrinos de Galilea hacia las fiestas a menudo eran molestados, y a veces incluso atacados y dispersados, con más o menos matanzas; cada acto de violencia traía rápidas represalias de la población de Jerusalén y Judea, por un lado, y de Galilea, por el otro: las aldeas de los distritos fronterizos, como las más fácilmente alcanzables, soportaban el peso del conflicto, con cabañas humeantes y masacres indiscriminadas de jóvenes y ancianos.” (Geikie, p. 361.)
¿Por qué, entonces, Jesús sintió la necesidad de pasar por Samaria? Superficialmente, algunos han supuesto que fue para evitar Perea, esa parte del suelo palestino que estaba bajo el dominio de Herodes Antipas, quien ahora había encarcelado a Juan y que—gracias a la intriga farisaica—aparentemente se oponía a Jesús por sí mismo y porque era amigo y colega del Bautista. Tal vez, con los soldados de Herodes en alerta para arrestar por traición a aquellos que reunieran seguidores—ya fueran religiosos o políticos—existían peligros asociados con los viajes por Perea, que podrían haber sido, en el caso de Jesús, más graves que los de Samaria. Sin embargo, debemos concluir que Jesús, aunque simplemente de camino a Galilea para una obra más grande, eligió utilizar su tiempo y dar testimonio de su divinidad a los samaritanos. Es decir, Jesús fue a Samaria para predicar el evangelio, para decirle a esa raza espiritualmente cegada que él era el Mesías que buscaban, y que la salvación está en Él. Su mensaje es el mismo para todos los pueblos, judíos y gentiles por igual, y los samaritanos eran una mezcla racial, mitad israelitas y mitad gentiles. Debían escuchar su voz: la Palabra Eterna debía hablarles en persona.
En cuanto a la religión de los samaritanos, era “un judaísmo espurio.” Edersheim dice: “consistía en una mezcla de sus antiguas supersticiones [paganas] con doctrinas y ritos judíos.” En su momento, habían construido su propio templo en el monte Gerizim, y reclamaban para sí a su propio sumo sacerdote y sus propios administradores sacerdotales. “En los tiempos turbulentos de Antíoco IV Epífanes, los samaritanos escaparon del destino de los judíos al repudiar toda conexión con Israel y dedicar su templo a Júpiter… En el año 130 a.C., Juan Hircano destruyó el templo en el monte Gerizim, que nunca fue reconstruido.” (Edersheim 1:396-98.)
Los samaritanos eran una raza mitad judía, mitad pagana, que practicaba una forma de adoración a Jehová y que esperaba la llegada de un Mesías. Sus sensibilidades religiosas no estaban tan refinadas como las de los judíos, pero no obstante, eran hijos del Padre de todos nosotros, y su Hijo eligió predicarles el evangelio de la salvación comenzando en Sicar.
Así, nuestro Señor y sus compañeros misioneros van de Judea a Samaria—desde el norte de Judea, donde él y ellos estaban enseñando y bautizando, hasta el Pozo de Jacob cerca de Sicar, una distancia de unas veinte millas. Sus viajes son a través de un área montañosa y accidentada: incluso en diciembre, el clima palestino es cálido. Jesús tiene sed, hambre y está cansado. Se sienta a descansar en la sombra del alfeizar que protege el pozo, mientras sus discípulos van a la ciudad, a media milla más o menos, a obtener comida.
Jesús ofrece agua viva a todos los hombres
(Juan 4:7-15; JST Juan 4:11, 15-16)
Jesús está solo en un terreno santificado por los pies del gran patriarca Jacob, quien es Israel y cuyos descendientes son el pueblo elegido, de los cuales Jesús es uno. Aquí está el terreno que Jacob le dio a su hijo José: aquí está el pozo—de siete o ocho pies de diámetro y 150 pies de profundidad—que el padre de todo Israel cavó para proporcionar agua vital a su familia y su ganado. A ambos lados están Ebal y Gerizim, montañas de antigua fama, y cerca está la tumba de José, cuyos huesos fueron sacados de Egipto.
Qué meditaciones sobre el pasado, y qué reflexiones sobre el presente y el futuro, nuestro Señor tiene ahora en este lugar sagrado, solo podemos suponerlo.
Su momento de soledad pronto termina. Una mujer de Samaria—sola y sin compañía, llevando un cántaro sobre su cabeza, con una cuerda larga para bajar y levantar el recipiente—viene a sacar agua del pozo de su ancestro. Jesús habla. “Dame de beber”, dice. Y, cabe señalar, tener la conversación que ahora está comenzando es una de las principales razones por las cuales eligió viajar a través de Samaria mientras se dirigía a su tierra natal de Galilea.
“¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?” responde la mujer, “porque los judíos no tienen trato con los samaritanos.” Dar de beber a un viajero sediento era, en ese tiempo y en esa parte del mundo, una regla cardinal del comportamiento humano adecuado. Beber agua es vivir; tener sed de sus propiedades que dan vida es morir. Todos en Palestina, judíos y samaritanos por igual, daban agua a sus vecinos según fuera necesario. Pero la mujer aquí se sorprende tanto por la solicitud de un judío que duda en cumplir con una regla básica de su sociedad.
Hubo un tiempo en que los judíos maldecían a los samaritanos en sus sinagogas, se negaban a aceptarlos como prosélitos, los acusaban de adorar ídolos, decían que comer su pan era como comer carne de cerdo, y enseñaban que se les negaría la resurrección. Incluso Jesús habló de un samaritano como un extraño, o más exactamente, un extranjero. Estos sentimientos no eran ahora tan intensos, como lo demuestra el hecho de que los discípulos estaban en Sicar para obtener comida samaritana, pero muchos de los viejos odios permanecían. ¿Por qué, entonces, este judío pedía un trago a un samaritano?
“Si conocieras el don de Dios”—el don de su Hijo (“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”—Juan 3:16)—”y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido, y él te habría dado agua viva.”
¡Agua viva! “Para el viajero sediento y sofocado en un desierto encontrar agua es encontrar vida, es encontrar una escapatoria de la muerte agonizante: de manera similar, el cansado peregrino que viaja por el desierto de la mortalidad se salva eternamente al beber de los pozos de agua viva encontrados en el evangelio.
“El agua viva son las palabras de vida eterna, el mensaje de salvación, las verdades acerca de Dios y su reino: son las doctrinas del evangelio. A aquellos que tienen sed se les invita a venir a Cristo y beber. Donde hay profetas de Dios, se encontrarán ríos de agua viva, pozos llenos de verdades eternas, manantiales que brotan con sus bebidas que dan vida y que salvan de la muerte espiritual.” (Comentario 1:151-52.)
Para la mujer cargada de pecado de Samaria, las palabras de Jesús tienen poco significado. Su comprensión espiritual está oscurecida casi hasta la oscuridad, porque ha elegido el adulterio como forma de vida. “Las cosas de Dios nadie las conoce, sino el Espíritu de Dios… El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son locura; ni las puede conocer, porque se han de discernir espiritualmente.” (1 Cor. 2:11-14.) Su respuesta solo puede tratar con agua literal: las cosas del Espíritu están más allá de su comprensión.
“Señor, no tienes con qué sacar,” dice ella, “y el pozo es profundo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva?” ¡Como si el agua viva pudiera encontrarse en un pozo muerto! ¡Como si las cosas espirituales pudieran ser entendidas por una mente carnal! “¿Eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, del cual bebieron él mismo, sus hijos y su ganado?” Su reclamo de ascendencia profética solo dramatiza la realidad de que incluso los impíos y los perversos tienen instintos religiosos que buscan satisfacer con formas de adoración que no interfieren con sus caminos carnales.
El escenario está listo. Todo está preparado, y el Maestro Enseñante está ahora listo para dar la lección perfecta, para entregar el mensaje de cómo la salvación llega a los mortales sedientos y hambrientos de agua. Deben beber de las bebidas de la verdad eterna: solo estas darán vida al espíritu; estos pozos eternos, llenos de agua eterna, harán disponible la vida eterna. Así como las lenguas resecas e hinchadas de los viajeros del desierto se refrescan con el agua sacada de los pozos de la tierra, así el espíritu sediento vuelve a vivir cuando el agua viva es vertida en el alma. Por lo tanto, la respuesta de Jesús es:
“El que beba de este pozo, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él un pozo de agua que salta para vida eterna.” Pero la mujer, aún cegada por sus pecados, no logra escuchar el mensaje. Siguiendo pensando solo en las cosas de este mundo, como lo hacen las personas carnales, dice: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed, ni venga aquí a sacar.”
Jesús Invita a los Hombres a Adorar al Padre
(Juan 4:16-24; JST, Juan 4:26)
Jesús enseñó a la mujer samaritana que ella debía venir a Él y recibir el agua viva que refresca y da vida al espíritu y lleva a la persona espiritualmente renovada a la vida eterna. Sus enseñanzas estaban más allá del nivel de su comprensión espiritual. Ella permaneció en la oscuridad. Ahora Él la usa para encontrar a otros buscadores de la verdad para Él, y lo hace sorprendiéndola con una demostración de su poder divino, para que, quizás, aún llegue a entender el mensaje que Él está enviado a entregar. “Ve, llama a tu marido, y ven acá”, le dice. “No tengo marido”, responde ella. Jesús dice: “Bien has dicho, no tengo marido; porque has tenido cinco maridos, y el que ahora tienes no es tu marido: en esto has dicho la verdad.”
Empieza a amanecer una luz. Este no es un hombre común: no solo habla de un agua extraña, agua viva, sino que también revela aquellas cosas que solo pueden ser conocidas por el poder divino. “Señor, veo que eres un profeta”, dice la mujer.
Entonces, esta es su oportunidad. Este judío es un profeta; él puede resolver la disputa centenaria entre los samaritanos y los judíos. El verdadero culto israelita se centra en un templo. Jerusalén tiene su Casa de Herodes con su gran altar y su Lugar Santísimo; el templo samaritano en el monte Gerizim fue destruido hace más de ciento cincuenta años. Ahora, aquí, al pie de ese lugar de adoración samaritano, la mujer se atreve a decir: “Nuestros padres adoraron en este monte; y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.”
“Mújer, cree me”, responde Él, “la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”, lo que quiere decir: Los lugares donde los hombres construyeron los templos del pasado ya no serán los únicos centros de adoración aprobada. El antiguo orden cambia: surge un nuevo pacto, un nuevo evangelio: los templos del futuro son los cuerpos de los santos, y los sacrificios del futuro son un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Los verdaderos creyentes del futuro adorarán en todos los lugares y en todo momento, no solo cuando los fuegos sacrificiales ardan en Gerizim y en Jerusalén.
“Vosotros adoráis lo que no sabéis.” El culto samaritano era una extraña mezcla de doctrina pagana e israelita. Siglos antes, habían añadido la adoración de Jehová a la adoración de sus numerosos ídolos; ahora, esta forma más alta de adoración se había convertido en la fuerza dominante en su forma de adorar, y sus rituales y ceremonias eran mayormente mosaicos por naturaleza, pero aún así, su adoración era tanto judía como pagana, todo envuelto en uno solo.
“Sabemos lo que adoramos.” Jesús continuó, “porque la salvación es de los judíos.” En cuanto a Jerusalén y el monte Gerizim: en cuanto a los judíos y los samaritanos; en cuanto a un pueblo que aceptaba todo el Antiguo Testamento, y otro que solo creía en el Pentateuco, como era el caso de los samaritanos—los judíos tenían razón y los samaritanos estaban equivocados. Los judíos sabían lo que adoraban, y tal conocimiento no lo tenían los samaritanos. Jesús no dudó en decirles a los posibles adoradores que su sistema religioso estaba equivocado. Aunque los judíos eran apóstatas, como pueblo, sí tenían las escrituras; sí buscaban los escritos de los profetas; sus sacerdotes seguían siendo administradores legales; tenían el conocimiento de Dios hasta cierto grado; y la salvación debía venir a través de ellos al mundo. Su Mesías iba a ser el Salvador del mundo. Y así, Jesús, habiendo puesto nuevamente la base, hace la gran proclamación:
“Pero llega la hora, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque el Padre busca tales que le adoren. Porque a tales Dios ha prometido su Espíritu [no ‘Dios es Espíritu’, como erroneamente registra nuestra versión del Rey Jacobo]—Y los que le adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad.”
Jesús dice: YO SOY EL MESÍAS
(Juan 4:25-30; JST, Juan 4:28)
Sabemos que hay un Dios en los cielos, que es infinito y eterno, desde los siglos hasta los siglos el mismo Dios inmutable, el creador del cielo y de la tierra, y de todas las cosas que hay en ellos; y que creó al hombre, varón y hembra, a su imagen y semejanza, los creó; y les dio mandamientos para que lo amaran y le sirvieran, el único Dios viviente y verdadero, y que Él debía ser el único ser al que debían adorar. (D&C 20:17-19.)
Alabad al Padre. Adorad al Padre. Venid al Padre. Él es Dios sobre todos. Adoradle en espíritu y en verdad. Tal es su voluntad. Pero hacedlo en y a través de Cristo, que es el Mesías.
La verdad número uno—en toda la eternidad—es que Dios es nuestro Padre, el Creador de nosotros y de todas las cosas, a quien debemos adorar en espíritu y en verdad para obtener la salvación. Jesús ahora, en el Pozo de Jacob, ha proclamado esta verdad eterna. Es el comienzo de toda la verdadera religión.
La verdad número dos—en toda la eternidad—es que el Hijo de Dios es el Mesías, el Redentor, por cuyo sacrificio expiatorio la inmortalidad y la vida eterna se hacen realidad. Habiendo dado testimonio del Padre, nuestro Señor ahora debe dar testimonio del Hijo. La mujer, aún sin comprender las perlas de gran precio que caen de la boca de un judío, dice: “Sé que viene el Mesías, que es llamado Cristo; cuando él venga, nos lo dirá todo.” Ella no podía creer a este judío desconocido: ¡si tan solo viniera el Mesías, si tan solo estuviera aquí, todos los problemas se resolverían!
Jesús le dijo: “Yo que hablo contigo soy el Mesías.”
Ella tenía su testimonio del Padre; ahora Él daba testimonio de sí mismo. Sabía quién era. En el templo, cuando solo tenía doce años, ya lo había certificado con sus palabras sobre los asuntos de su Padre. Había aceptado los testimonios de Juan el Bautista y de sus discípulos. Nicodemo lo había escuchado referirse a sí mismo como el Unigénito del Padre.
Él era el Mesías; lo sabía, y sabía que era su misión testificarlo a todos los que lo escucharan, fueran receptivos o, como esta mujer samaritana, tuvieran corazones sellados y sangre incrédula.
Cuánto más dijo Jesús a esta mujer no lo sabemos. En este punto del diálogo, el relato de Juan dice que los discípulos regresaron de Sicar con comida para comer. Se sorprendieron de que Jesús hablara con la mujer—una conversación que Él, no ella, había iniciado, pues violaba las costumbres del día que un rabí hablara en público con una mujer, sin mencionar una mujer samaritana, y menos aún una mujer de fácil virtud. Sin embargo, su reserva era tal y su dominio de la situación tan completo que ninguno preguntó: “¿Qué buscas? O, ¿por qué hablas con ella?”
Con la llegada de los discípulos, la mujer se fue, dejando, en su emoción, su cántaro de agua. En la ciudad les dijo a los hombres: “Venid, ved a un hombre que me dijo todo lo que he hecho.” Sin duda su reporte fue una gran exageración, pero es posible que Jesús le haya dicho otras cosas sobre su vida además de las que concernían a su estado marital. Ella lo había oído decir que era el Mesías, y así que les dijo a la gente de la ciudad: “¿No es este el Cristo?”
“Entonces salieron de la ciudad,” como Jesús había planeado y previsto, “y vinieron a Él.” Él había predicado a una persona no receptiva con tal poder y efecto que ahora tenía una congregación de muchas almas receptivas, todas ansiosas por escuchar el maravilloso mensaje sobre el cual una de las suyas hablaba con tanta positividad.
“El que siega recibe salario”
(Juan 4:31-42; JST, Juan 4:40)
Después de que la mujer, cuyo nombre ni siquiera sabemos, se fue a Sicar, los discípulos prepararon su comida. Cuando se la ofrecieron a Jesús, Él dijo: “Tengo comida para comer que vosotros no sabéis.” Lo que causó que los discípulos se preguntaran unos a otros: “¿Alguien le ha traído algo de comer?”
A esto, Jesús les dijo: “Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra.” La predicación del evangelio; la difusión de la verdad eterna; el establecimiento del reino terrenal; el avance de la gran causa de la verdad y la justicia entre los hombres—estos se convierten en el trabajo, la pasión que consume todo, de aquellos que están dotados de poder de lo alto. Se convierte en su comida y su bebida: toma toda su fuerza; abraza cada palabra y pensamiento en vigilia. Aquellos que son llamados al servicio divino deben servir con todo su corazón, alma, mente y fuerza. Las necesidades temporales se hunden en el olvido. El trabajo se convierte en su comida, su bebida, su aliento y su vida. La comida de Jesús era hacer la obra de su Padre.
Ahora las multitudes comienzan a llegar. “No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses, y luego viene la cosecha?” pregunta Jesús. Es decir, es finales de diciembre, posiblemente principios de enero, y dentro de cuatro meses comenzará la cosecha de cebada en Palestina. Pero así como Jesús había hablado del agua viva y la comida espiritual, ahora está hablando de una cosecha, no de cebada, sino de almas humanas.
“Alzad vuestros ojos, y mirad los campos, porque ya están blancos para la cosecha.” Sin duda, esto fue un ejemplo de lo que el profeta Joel había visto: “Meted la hoz, porque la mies está madura,” dijo, mientras hablaba de las “multitudes en el valle de la decisión” (Joel 3:12-14), las huestes de hombres que deben decidir si serán reunidos con la cosecha del Señor en su reino o si serán dejados para el día en que las cizañas y el grano no cosechados serán quemados.
“Y el que recoge recibe salario, y recoge fruto para vida eterna.” Continuó Jesús, “para que el que siembra y el que recoge se regocijen juntos.” El Señor paga a sus siervos. Aquellos que siembran y aquellos que cosechan en sus campos reciben salario. Reciben vida eterna para sí mismos en ese reino que es eterno: tal recompensa es el salario proporcionado.
“Y en esto es verdadero el dicho: Uno siembra y otro recoge. Yo os he enviado a recoger lo que vosotros no habéis trabajado; los profetas han trabajado, y vosotros habéis entrado en sus trabajos.” El trabajo de salvar almas es una gran empresa cooperativa: uno siembra y otro recoge. Isaías y los profetas predijeron la venida de un Mesías y el establecimiento de su reino terrenal; ellos sembraron las semillas de fe en los corazones de todos los que leyeran y creyeran en sus palabras, y los discípulos que estaban con Jesús en su ministerio cosecharon en los campos sembrados por sus compañeros siervos de antaño. Los profetas nefitas sembraron las semillas de la fe y la rectitud en el Libro de Mormón, y nosotros salimos, en nuestros días, a cosechar la cosecha, para que nosotros y nuestros hermanos nefitas podamos regocijarnos juntos en ese gran día cuando todos estén reunidos a salvo en los Graneros Eternos.
Jesús predicó a aquellos que salieron a escucharlo, y él fue, a su insistencia, a la ciudad, donde permaneció dos días ministrando entre la gente. Muchos creyeron por el testimonio de la mujer. “Y muchos más creyeron por su palabra,” y testificaron: “Nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que este es en verdad el Cristo, el Salvador del mundo.”
Verdaderamente, el evangelio fue predicado en Samaria. Se sembraron semillas y se cosechó una cosecha. Y en una fecha posterior, apóstoles, setentas y otros misioneros aún cosecharían en los mismos campos. La estancia de Jesús allí duró solo unos días, pero los resultados de su ministerio perdurarán por todas las generaciones. Y no podemos evitar esperar que la mujer que lo conoció primero en el pozo del antiguo patriarca haya estado entre aquellos que abandonaron el mundo, vieron sus pecados lavados en las aguas del bautismo, guardaron los mandamientos después, y recibieron una herencia eterna junto a los salvos y exaltados de todas las edades.


























gracias por el aporte, espero luego salgan los demás libros.
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hola al administrador, felicidades por la excelente pagina y por la gran aportacion de libros, gracias que los ponen a nuestro alcance, para aquellos que nos gusta la lectura y el aprender mas sobre nuestra doctrina. Felicidades.
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Muy agradecido.
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