“Normas del Sacerdocio
y la Fortaleza del Hogar”
Presidente J. Reuben Clark, Jr.
Segundo Consejero de la Primera Presidencia
Hermanos míos, este es un lugar imponente que ocupar, con la esperanza y la oración en mi corazón, y espero que también en el de ustedes, tanto los que están a la vista como los que no se ven pero están escuchando, de que lo que voy a decir —y no será por mucho tiempo— nos será de algún beneficio.
Estoy seguro de que el presidente McKay debe sentirse alentado y complacido con el informe de las medidas prácticas que estos dos obispos han tomado para lograr la reverencia. Estoy seguro de que ustedes, obispos que están aquí y que están escuchando, encontrarán en estos dos informes tan capaces de estos dos jóvenes obispos, mucho alimento para el pensamiento y muchas razones para adoptar medidas que traigan la reverencia que el presidente McKay ha estado promoviendo durante años, y la reverencia que creo que nuestro Padre Celestial espera si ha de prestarnos sus oídos atentos cuando le oramos.
Como dije hoy, hay un camino real desde aquí hasta nuestro Soberano, y a diferencia de cualquier otro soberano que conozcamos, por algún medio que no conocemos, nuestras peticiones le llegan instantáneamente. Que ese camino real esté abierto al tráfico celestial o no depende enteramente de nosotros.
Quisiera decir unas pocas palabras, si me es permitido —y seré lo más breve posible, porque sé que ustedes están esperando escuchar a los otros que hablarán esta noche aquí— acerca del sacerdocio. No voy a intentar definirlo. Lo consideraré como el poder de Dios delegado a aquellos que él elige directamente o por medio de sus siervos debidamente ordenados. Es una parte de su poder que cada uno de ustedes posee, para los oficios y para la obra que se confía a aquellos que ocupan los oficios que detentan.
Según veo la obra de la Iglesia, la dividiré, para mis propósitos esta noche, en tres partes: Primero, existe la obligación que recae sobre todo el sacerdocio de mantener encendido el fuego del hogar. Con eso me refiero, como habrán adivinado, a la obligación de mantener en funcionamiento la Iglesia.
En segundo lugar, y dependiendo de la eficacia de la primera, está la obligación de esparcir el Evangelio entre los vivos y llevarlos al conocimiento de la verdad.
En tercer lugar, la obligación que recae sobre nosotros de velar por aquellos que han partido sin la oportunidad de oír y aceptar el Evangelio, para que su obra se realice vicariamente por ellos; y para esta obra ustedes, en su función en el hogar, son responsables.
Pero quiero decir algo más particularmente sobre esta labor en el hogar que tenemos. Como saben, esta Iglesia fue muy perseguida en sus primeros días. El tercer campo, la obra por los muertos, no era conocido en los días más tempranos. Comenzaron la obra del segundo campo y la continuaron desde el primero, pero fue obstaculizada y más o menos retrasada por los asaltos de turbas, los destierros y otras indignidades y persecuciones que se vertieron sobre la Iglesia primitiva.
Comenzamos en Nueva York, fuimos a Ohio, luego a Misuri, regresamos a Illinois y después vinimos al Oeste. Y aparentemente parecía que pensábamos que una vez llegáramos al Oeste estaríamos libres de persecución. Tal no fue el caso.
Pero en medio de nuestras andanzas —¿puedo decirlo así?— en el Este, durante el tiempo en que la mayoría de los Santos se hallaban en Misuri, sobrevino una persecución grave y terrible. Leemos acerca de la persecución de los primeros cristianos. Aquellas persecuciones en la época de Roma fueron mucho más dramáticas que las que nosotros sufrimos, pero en gran parte fueron diferentes y no involucraron la humillación y degradación de familias como sí lo hicieron nuestras persecuciones.
En medio de todo esto, en Misuri, arrestaron, con cargos que aparentemente implicaban la pena de muerte, a José y a Hyrum, Alexander McRae, Lyman Wight, Caleb Baldwin y Sidney Rigdon. Por alguna razón que no he podido descubrir en mi búsqueda casual, Sidney Rigdon fue liberado, dejando allí a los otros cinco hombres. No voy a relatar todo eso. Durante cuatro meses y medio, según mis cálculos, estuvieron en la cárcel de Liberty, y durante ese tiempo el Profeta escribió una gran epístola, y ciertas partes de esa epístola fueron extraídas y colocadas en Doctrina y Convenios como revelaciones, tal como lo fueron, gloriosas en su lenguaje, en sus principios y en sus enseñanzas. (DyC 121:1–46; DyC 122:1–9; DyC 123:1–17)
De esa situación en Misuri surgió entre algunos de los Santos —no muchos, pero algunos— un sentimiento de venganza y represalia que dio lugar a uno de los incidentes de nuestra historia que quisiéramos no tener que tratar de olvidar. Pero había razones.
Saben, yo he estado en la Cárcel de Liberty. No queda mucho allí de lo que existía en la época en que estuvieron el Profeta y sus compañeros, pero queda algo. Y desde hace mucho tiempo, las Autoridades han estado hablando de restaurar esa Cárcel de Liberty o de erigir allí algún tipo de edificio conmemorativo. Tengo mis propias ideas al respecto, pero no las expondré.
Pero estas revelaciones, estas grandes efusiones de sabiduría y del Espíritu del Señor, vinieron en un momento en que la Iglesia luchaba por existir. En Misuri amenazaban con exterminarnos. Amenazaban con matar a nuestros líderes. La gran preocupación en ese momento era mantener encendido lo que he llamado el fuego del hogar. Todavía se llevaba a cabo, o ya había comenzado y continuaba, la conversión de personas, tratando de cumplir con la labor de ir por todo el mundo y todo lo demás. Pero enfrentaban muchas dificultades.
Me he sentido un poco decepcionado al notar que algunos de nuestros historiadores tienden más bien a excusar o explicar los incendios, los robos, los saqueos, las violaciones y todo lo demás. Personalmente, no tengo ningún deseo de olvidar todas esas cosas—no porque quiera atesorarlas y alimentar odio en mi corazón, sino porque deseo comprender lo que nuestros antepasados pasaron para que nosotros pudiéramos llegar aquí. Y les recomiendo que lean los últimos capítulos del Tomo I —creo que es el primero— de Comprehensive History of the Church, de Roberts, en los cuales resume lo que ocurrió en Misuri después de que se deshicieron de nosotros. Es una historia asombrosa, y supongo que precisa.
Mientras los hermanos estaban en prisión —el Profeta José, Hyrum y los demás— los Santos fueron guiados desde Misuri hacia Illinois. Brigham Young los guió. Trató de que el obispo Partridge se encargara de sacar de Misuri a los pobres y de proveer para ello, pero el obispo Partridge no lo hizo ni quiso asumir esa labor, así que el hermano Brigham tuvo que hacerlo él mismo. Esa fue una gran experiencia, una que cada descendiente —literal o espiritual, y todos nosotros pertenecemos a este último grupo— debería considerar como una demostración, una prueba, de la gran fe que tenían esos valientes.
Ahora, quiero leer, para concluir, unos cuantos versículos de la sección 121, en la que el Señor, por medio del Profeta José, nos habla a todos nosotros; no solo a los que están dedicados a la obra misional, ni a los que están ocupados en la obra vicaria por los muertos, sino a ellos y también a todos nosotros. Puede que me detenga aquí o allá para decir una palabra, pero no mucho.
Estos son mandamientos, según los leo, para nuestra conducta diaria:
“He aquí, muchos son llamados, mas pocos son escogidos. ¿Y por qué no son escogidos?
Porque sus corazones se hallan tan sumamente puestos en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta única lección—”
—Eso nos afecta a algunos.
“Que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos con los poderes del cielo, y que los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.”
—Ustedes, portadores del sacerdocio, tienen aquí una norma para su propia conducta.
“Que se nos confieren, es verdad; mas cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición o ejercer control o dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran; el Espíritu del Señor se ofende; y cuando se retira, Amén al sacerdocio o a la autoridad de ese hombre.”
—¡Lenguaje muy fuerte! No es mío, sino del Profeta por medio de revelación.
“He aquí, antes de saberlo, se halla a sí mismo peleando contra Dios, dando coces contra el aguijón, y persiguiendo a los santos.
Hemos aprendido por tristes experiencias que es la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, tan pronto como reciben un poco de autoridad, como ellos lo suponen, de comenzar a ejercer dominio injusto—”
—Acaba de decirnos lo que sucede a quienes ejercen dominio injusto, y luego repite lo que ya había dicho—
“Por tanto, muchos son llamados, mas pocos son escogidos.
Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener por virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero;
Por bondad y conocimiento puro, lo cual ensanchará grandemente el alma, sin hipocresía ni engaño—”
—Y el siguiente versículo contiene lo que podría ser una de las mayores pruebas de lo que podemos hacer y cómo nos sentimos.
“Reprendiendo anticipadamente con severidad cuando el Espíritu Santo lo inspire; y después mostrando mayor amor hacia aquel a quien reprendiste, no sea que te considere su enemigo;…”
Y al llevar a cabo eso, el escapar de la hipocresía —o de la percepción de hipocresía— puede ser muy, muy difícil; debemos ejercer lo que se pide allí con sumo cuidado, discreción y sin hipocresía.
“A fin de que sepa que tu fidelidad es más firme que las cuerdas de la muerte.
Que tu pecho esté también lleno de caridad hacia todos los hombres y hacia la familia de la fe, y que la virtud adorne incesantemente tus pensamientos; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo.
El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de justicia y verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin recurrir a la compulsión fluirá hacia ti para siempre jamás.”
DyC 121:34–46
Considero que estas son las normas por las cuales nosotros, los portadores del sacerdocio, debemos conducirnos.
Recientemente llegó ante mí una carta redactada para ser firmada por la Primera Presidencia, y daba instrucciones como si se tratara de un pedido de mercancías, o algo por el estilo.
Hermanos, tengan cuidado, oren, sean sabios cuando emprendan una reprensión, cuando intenten dirigir a hombres que no tienen más que su amor por el Evangelio y su respeto hacia ustedes como incentivo para obedecerles.
Sean cuidadosos con sus sentimientos. Hablen con amabilidad y de tal manera que jamás haya duda alguna de su amor por ellos y de su deseo sincero de ayudar.
Doy mi testimonio de la veracidad del Evangelio. Doy mi testimonio de que tengo un testimonio de que Dios vive, que Jesús es el Cristo, que existe el Espíritu Santo. Doy mi testimonio de que el Evangelio y el Sacerdocio fueron restaurados por medio de José Smith y de aquellos que estuvieron asociados con él. Doy testimonio de que la misma autoridad que le fue conferida a él ha llegado hasta nosotros a través de todos los Presidentes desde el tiempo de José Smith, y que ahora la posee el presidente McKay, quien sé que se esfuerza por cumplir estos mandamientos del Señor con respecto al sacerdocio y al ejercicio de sus poderes tal como el Señor lo ha mandado.
Que Dios esté siempre con nosotros y nos ayude a hacer todo lo necesario para fortalecer la Iglesia en el hogar, a fin de que podamos atender los otros campos: esparcir el Evangelio entre los vivos y realizar la obra vicaria por los muertos, lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.


























Este mensaje inspirado bien puede aplicarse a nuestro Bendecido país,la República Argentina.
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