Ven, sígueme – Doctrina y Convenios 81-83

Ven, sígueme
Doctrina y Convenios 81-83
21 – 27 julio
Donde “mucho se da, mucho se requiere”


Contexto Histórico

Era el año 1832, y la Iglesia restaurada apenas comenzaba a encontrar su ritmo. Aunque todavía pequeña en número, estaba llena de esperanza, fe y propósito. José Smith, el profeta del Señor, vivía en Hiram, Ohio, junto a su esposa Emma y su pequeño hijo. Los días eran largos y el trabajo, intenso. José recibía revelación tras revelación mientras guiaba a una creciente comunidad de creyentes que buscaban edificar el Reino de Dios sobre la tierra.

En marzo de ese año, José recibió una instrucción divina que marcaría un punto crucial en la estructura de la Iglesia. El Señor le mandó que organizara la Presidencia de la Iglesia, y así nació una revelación dirigida a un hombre llamado Jesse Gause. Jesse fue llamado como consejero del profeta, para compartir con él las cargas del liderazgo. El Señor lo instó a ser fiel, a fortalecer a los débiles y a proclamar el evangelio con diligencia. Era una invitación sagrada: “Sé fiel en todas las cosas”.

Sin embargo, Jesse no permaneció. No mucho tiempo después, desapareció de la historia de la Iglesia, y su lugar fue ocupado por Frederick G. Williams, otro hombre de fe. Aun así, la revelación quedó registrada, como testimonio de la importancia de compartir el liderazgo, de trabajar en unidad y de que “si sois fieles, las llaves del reino nunca serán quitadas de vosotros”.

Unas semanas después, José emprendió un viaje hacia el oeste. Su destino: Independence, Misuri, donde se reuniría con los líderes de la Iglesia que vivían allí. El viaje era largo y arduo, pero necesario. Una gran conferencia de líderes se había convocado, y el profeta debía estar presente.

En Misuri, el 26 de abril, durante esa reunión, se reorganizó una institución especial: la Orden Unida. Esta era una organización que buscaba consagrar los bienes de los santos para atender a los pobres, sostener a los misioneros y edificar Sión. Pero no todo había marchado bien. Algunos de los participantes no habían cumplido sus compromisos. Había dudas, desacuerdos y sentimientos heridos.

Fue entonces que el Señor habló nuevamente.

En palabras claras y firmes, recordó a todos una gran verdad: “Yo, el Señor, estoy atado cuando hacéis lo que yo digo”, pero si no, no tenéis promesa. Reprendió amorosamente a los que no habían sido fieles, y les recordó que a quien mucho se da, mucho se requiere. Llamó a sus siervos al arrepentimiento y a la unidad, y les ofreció perdón si se volvían a Él con sinceridad.

El espíritu era solemne en esa reunión. Muchos corazones se conmovieron. La obra del Señor no podía avanzar sin sacrificio, ni sin una entrega total.

Unos días más tarde, el 30 de abril, surgió otra pregunta importante. ¿Qué pasaba con las mujeres y los hijos de los hombres que participaban en la Orden Unida? ¿Tenían derecho al sustento, a la protección temporal?

El Señor, con ternura y claridad, reveló una breve pero poderosa instrucción. Afirmó que las esposas y los hijos pequeños tienen derecho a recibir apoyo y recursos, especialmente si quedaban sin esposo o padre. Este principio confirmó el compromiso de la Iglesia con la justicia, la caridad y el cuidado de los más vulnerables.

Así, en solo unas semanas, el Señor estableció pilares fundamentales para el liderazgo, la mayordomía y el cuidado temporal en su Iglesia. Las secciones 81, 82 y 83 de Doctrina y Convenios no solo fueron instrucciones administrativas: fueron expresiones del amor del Señor por su pueblo y de su visión para una Sión unida, justa y llena de luz.

En medio de pruebas, sacrificios y organización, el Señor seguía guiando a su profeta, paso a paso, para preparar a los santos para la obra grandiosa que estaba por venir.


Doctrina y Convenios 81:4–5; 82:18–19
“Realizarás el mayor beneficio para tus semejantes”.


Una fresca mañana de primavera de 1832, mientras los campos verdes de Ohio despertaban con el rocío, José Smith recibió una revelación que resonaría más allá de los muros de la habitación donde fue pronunciada. Era un mensaje para uno de sus consejeros, pero también para todos los que alguna vez levantarían la mano para servir en el Reino de Dios.

En las palabras del Señor, tan sencillas como profundas, se encontraba una invitación: “Realizarás el mayor beneficio para tus semejantes” (DyC 81:4). No era una promesa de prestigio ni de comodidad, sino de propósito. Aquel que deseaba seguir al Salvador debía pensar más allá de sí mismo. Debía dedicar su tiempo, su fuerza y su corazón a levantar a otros.

“Proclamarás la verdad con solemnidad”, se le dijo al receptor de la revelación, “exhortarás al pueblo a arrepentirse”. Y si era fiel, si servía con justicia y humildad, el Señor prometía que “las llaves del reino nunca serán quitadas de vosotros” (vers. 5). Aquí, el servicio desinteresado no era solo una buena obra: era una condición del discipulado verdadero.

Tiempo después, mientras se reorganizaba la Orden Unida en Misuri, el Señor amplió esta visión. “Cada hombre debe procurar con diligencia el interés de su prójimo”, declaró (DyC 82:19). Y no solo para ayudar, sino para que, por medio de su trabajo, “ganen más, sí, ciento por uno, para que se establezca una orden eterna en mi iglesia” (DyC 82:18). La prosperidad, enseñó el Señor, tiene propósito eterno cuando se consagra a beneficiar a otros.

Estas revelaciones, separadas por días pero unidas en espíritu, forman un mismo llamado: el verdadero poder espiritual y temporal nace cuando se sirve al prójimo. No se trata solo de predicar, ni de dar limosna ocasional. Se trata de adoptar una vida consagrada, donde el beneficio propio se subordina al bienestar del otro.

En ellas se halla también una advertencia sutil: no hay bendición sin fidelidad. El privilegio de tener “las llaves del reino” depende de la lealtad al prójimo, no solo al Señor. El que sirve a su hermano con justicia, lo hace también a su Dios.

Hoy, estas palabras siguen siendo faro para todo discípulo de Cristo. La medida de nuestra fe no se encuentra en nuestras palabras, sino en nuestra disposición a sacrificarnos por los demás. En nuestras manos está el potencial de realizar el mayor bien, si vivimos para levantar, consolar y edificar a quienes nos rodean.

“Socorrer a los débiles” – Un llamado a la compasión activa

La revelación del Señor en Doctrina y Convenios 81:5 es breve pero penetrante:
“Sea fiel, socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas.”

Este versículo es un mapa del discipulado, una descripción sencilla pero poderosa de lo que significa ser como Cristo.

¿Cómo puede una persona ser “débil”?

La debilidad humana puede tomar muchas formas. Algunos son débiles físicamente por enfermedad o fatiga. Otros luchan con debilidad emocional, sintiéndose solitarios, ansiosos o desanimados. También hay quienes enfrentan debilidad espiritual, cuando la fe flaquea o el pecado ha oscurecido el corazón.

Pero la debilidad no es una señal de derrota. En las Escrituras, el Señor declara: “Doy a los hombres debilidad para que sean humildes” (Éter 12:27). Reconocer la debilidad es el primer paso para recibir fortaleza del Señor y de sus siervos.

¿Qué significa “socorrerla”?

Socorrer no es simplemente observar el sufrimiento; es acudir a él con acción amorosa. Es consolar al que llora, visitar al enfermo, ofrecer una comida al hambriento o una oración al desanimado. Es llevar la carga del otro por un tramo del camino.

Socorrer a los débiles es hacer por ellos lo que haría Cristo si estuviera presente—y de hecho, Él está presente, a través de nosotros.

¿En qué ocasiones me ha ayudado el servicio cristiano de otros?

Piensa en esos momentos en que te sentiste agotado, confundido o incluso perdido. Tal vez fue una carta inesperada, una llamada sincera, una visita a tiempo, un abrazo que no pediste, pero que necesitabas. El Salvador te socorrió por medio de manos mortales.

Para muchos, esas experiencias se vuelven sagradas. Revelan que el cielo está más cerca de lo que parece, y que el servicio cristiano tiene el poder de sanar.

“Levantar las manos caídas” – Restaurar el ánimo y la dignidad

¿Qué puede causar que una persona tenga las manos “caídas”, en sentido figurado?

Las “manos caídas” representan a aquellos que han perdido la fuerza, la esperanza o el propósito. Una persona puede tener las manos caídas tras un fracaso, un duelo, una traición, o incluso tras un largo período de lucha silenciosa.

Las manos caídas pertenecen al que ha trabajado mucho y no ha visto fruto, al que ha orado sin recibir respuesta, al que siente que no puede más.

¿Cómo puedo levantarlas?

A veces, levantar las manos de alguien significa trabajar junto a él. Otras veces, es simplemente sostenerlas con palabras de fe, acciones pequeñas o compañía constante. Es creer en otros cuando ellos no pueden creer en sí mismos.

El Salvador lo hace constantemente. Él extiende Su brazo para que el nuestro pueda sostener a quienes se van quedando atrás.

“Rodillas debilitadas” – Fe tambaleante, esperanza débil

¿Qué podría significar “rodillas debilitadas”?

Las rodillas dobladas son símbolo de oración y adoración. Rodillas debilitadas pueden representar a quienes ya no oran, ya no confían, ya no caminan hacia la luz. Son aquellos cuya esperanza flaquea, y cuya resistencia espiritual se ha desgastado.

¿Cómo se fortalecen?

Se fortalecen con paciencia, enseñanza, amor y testimonio compartido. A veces, una sola frase con fe puede restaurar la confianza de un alma abatida:
“Yo sé que Dios aún te escucha.”
“No estás solo.”

La fe se transmite como una llama. No se apaga al compartirla; se multiplica.

¿Cómo hace el Salvador estas cosas por mí?

Cristo socorre tus debilidades con Su gracia. Él te levanta las manos caídas cuando susurra al corazón: “Aún te amo.” Él fortalece tus rodillas al darte paz cuando ya no puedes continuar. A veces lo hace en la quietud del alma; otras, a través de las palabras y actos de un amigo justo.

Él no solo manda a servir—Él sirve primero. Nos enseña con Su ejemplo cómo socorrer, levantar y fortalecer.

¿Qué más enseña Doctrina y Convenios 82:18–19 sobre el servicio?

Estas escrituras nos revelan que el servicio cristiano no es solo caridad, sino una obra santa de mayordomía. Se nos invita a “procurar con diligencia el interés del prójimo”, no para engrandecernos, sino para “establecer una orden eterna” (DyC 82:19).

Es decir, el servicio edifica Sión. Nos une como cuerpo, como comunidad, como hermanos. Cada acto de generosidad, cada esfuerzo por levantar a otro, no solo bendice a esa persona: nos prepara colectivamente para el Reino de Dios.

Servir es más que hacer el bien: es representar al Salvador. Cada vez que socorres a alguien débil, levantas manos caídas o fortaleces rodillas debilitadas, tú te conviertes en instrumento de Cristo.

Y en ese proceso, también Él te fortalece a ti.

El servicio que edifica Sión

Las palabras del Señor en Doctrina y Convenios 81:4–5 y 82:18–19 revelan con claridad el alma del discipulado cristiano: servir a los demás es servir a Dios. En estas escrituras, no se nos da una lista de títulos, sino una lista de acciones: proclamar la verdad, socorrer a los débiles, levantar las manos caídas, fortalecer las rodillas debilitadas, procurar con diligencia el bien del prójimo.

Estas no son tareas opcionales para el discípulo de Cristo, sino parte central de la consagración que hemos hecho al seguirle. Ser cristiano no es solo creer, sino actuar. El Señor no nos mide por lo que sabemos, sino por lo que estamos dispuestos a hacer por los demás.

Estas escrituras también nos enseñan algo profundo: el verdadero crecimiento espiritual ocurre cuando miramos más allá de nosotros mismos. Cuando trabajamos para bendecir a otros—no por egoísmo ni por conveniencia, sino por amor sincero—nuestras propias almas son elevadas. El servicio se convierte en el canal mediante el cual Dios nos transforma.

Y es allí, en ese esfuerzo por “ganar más”, no para acaparar sino para compartir, donde surge una visión celestial del trabajo y la vida: el Señor no nos quiere simplemente ocupados, sino útiles para edificar una orden eterna, una Sión celestial en la tierra.

Finalmente, estas escrituras nos recuerdan que no todos los necesitados están visiblemente caídos. Algunos llevan las manos caídas en silencio, o sus rodillas debilitadas están ocultas tras sonrisas. Por eso, el servicio cristiano también requiere discernimiento espiritual, sensibilidad, y un corazón dispuesto a actuar aun cuando el sacrificio personal sea real.

Doctrina y Convenios 81:4–5 y 82:18–19 me invitan a hacer de mi vida una herramienta de consuelo y edificación, a ver el bienestar de los demás como una tarea sagrada, y a recordar que, en cada acto de bondad sincera, el Señor está más cerca de lo que imaginamos.


Doctrina y Convenios 82:3
El Salvador me ha dado mucho y requiere mucho de mí.


Esta revelación establece un principio eterno: la responsabilidad aumenta con el conocimiento y la bendición recibida. No se trata simplemente de que Dios espera obediencia, sino de que el acceso a la verdad implica una obligación sagrada de vivir según ella. En otras palabras, cuanto más recibimos del cielo —sea en forma de revelación, oportunidades, dones espirituales, llamamientos o conocimiento del Evangelio—, más se espera de nosotros.

El versículo también introduce la noción de luz espiritual como medida de responsabilidad. La “luz” representa revelación, verdad y entendimiento. Aquel que ha recibido la luz del Evangelio, que ha hecho convenios con Dios y ha sentido Su Espíritu, no puede vivir como si no lo supiera. Ignorar esa luz o pecar deliberadamente contra ella trae consecuencias más graves, no por castigo arbitrario, sino por la seriedad del conocimiento que se ha menospreciado.

Esta frase refleja gratitud y conciencia espiritual. Cuando decimos que el Salvador nos ha dado mucho, reconocemos que:

  • Nos ha redimido mediante Su expiación.
  • Nos ha dado verdades eternas mediante las Escrituras y la restauración.
  • Nos ha ofrecido el don del Espíritu Santo para guiarnos diariamente.
  • Nos ha confiado familia, talentos, oportunidades de servicio y liderazgo.
  • Nos ha llamado a hacer convenios y vivir en santidad.

Ese reconocimiento no debe producir culpa paralizante, sino una motivación profunda: si Cristo me ha dado tanto, ¿cómo no esforzarme por darle mi corazón, mis obras y mis días?

El requerimiento no es impuesto con dureza, sino con amor y propósito. El Salvador no exige perfección inmediata, pero sí entrega sincera. Él sabe cuánto nos ha dado y espera que lo usemos para bendecir a otros, para edificar Su Reino, y para santificar nuestra propia vida.

Servir más, amar más, perdonar más, compartir más, testificar más: esas son formas en que respondemos a lo que Él ha puesto en nuestras manos.

Doctrina y Convenios 82:3 es tanto un llamado como una advertencia, pero también una invitación a vivir una vida de mayordomía sagrada. Si hemos recibido mucho, es porque tenemos un rol que cumplir en los propósitos de Dios. Él confía en nosotros, y nuestra mejor forma de corresponder a Su confianza es vivir con fidelidad, gratitud y acción constante.

Este versículo nos pone frente a una verdad espiritual que es, al mismo tiempo, profunda y personal. El Señor no nos mide con una vara común, sino con el conocimiento que hemos recibido, con la luz que hemos aceptado y con los convenios que hemos hecho. Si hemos sido bendecidos con revelación, verdad, perdón, oportunidades de arrepentimiento, dones espirituales y guía divina, entonces el Señor espera que vivamos en armonía con esas bendiciones.

Y esa expectativa no nace de la obligación forzada, sino del amor. El Salvador no nos exige porque quiera presionarnos, sino porque confía en nosotros. Él nos ha dado tanto porque ve en nosotros el potencial de hacer mucho bien. Él no exige sin antes capacitar. Él no requiere sin antes entregar.

Este principio no debe llevarnos a la culpa ni al temor, sino a la reflexión: ¿Estoy usando lo que me ha dado para bendecir? ¿Estoy siendo un mayordomo fiel del conocimiento, los dones y las oportunidades que me ha confiado? ¿Estoy viviendo a la altura de la luz que he recibido?

Vivir con esta conciencia nos aleja de la mediocridad espiritual y nos acerca a una vida de propósito, de servicio y de fidelidad. Nos inspira a no conformarnos con simplemente evitar el pecado, sino a vivir con intención, con consagración y con compromiso.

Doctrina y Convenios 82:3 nos enseña que toda bendición trae consigo una responsabilidad divina. Si el Salvador me ha dado mucho —y lo ha hecho—, entonces mi vida debe convertirse en una respuesta viva de gratitud. No solo en palabras, sino en hechos. No solo en lo que creo, sino en cómo vivo.

El Señor no me pide más de lo que pueda dar, pero sí espera que dé lo mejor de mí. Y en ese camino de esfuerzo y consagración, Su gracia siempre será suficiente. Porque aquel que ha sido bendecido, y luego bendice, no solo cumple con lo requerido: también llega a conocer más profundamente al Dador de toda buena dádiva.

¿Qué crees que Dios requiere de ti?

Dios requiere de mí un corazón dispuesto

Más que perfección, el Señor desea un corazón quebrantado y un espíritu contrito (Salmo 51:17; 3 Nefi 9:20). Quiere que yo lo busque sinceramente, que confíe en Él incluso cuando no entiendo todo, que me rinda humildemente a Su voluntad. Él no espera que nunca me equivoque, pero sí que siempre vuelva a Él con fe, arrepentimiento y esperanza.

Dios requiere fidelidad constante, no solo entusiasmo temporal

Dios requiere que persevere, incluso cuando el camino es largo o cuesta arriba. Él desea que cumpla mis convenios cada día, no solo en los momentos de emoción espiritual. Quiere que yo sea fiel en lo pequeño y en lo ordinario, porque ahí es donde se construye el carácter cristiano.

Dios requiere que ame y sirva a Sus hijos

El Salvador enseñó que amar a Dios y al prójimo es el mayor mandamiento (Mateo 22:36–40). Por lo tanto, Dios me requiere para levantar, consolar, enseñar, sanar y socorrer. Servir a los demás no es opcional en el discipulado, es el reflejo más auténtico de que lo sigo de verdad.

Dios requiere que yo crezca, progrese y no me estanque

El Evangelio no es solo para consolarme en mis debilidades, sino para hacerme fuerte en Cristo. Él me requiere en un proceso continuo de refinamiento: que yo aprenda, que me esfuerce, que no me conforme con menos de lo que Él sueña para mí. Me requiere como agente activo en mi propia redención, guiado por Su gracia.

Dios requiere que confíe en Su Hijo Jesucristo

Por encima de todo, Dios me pide que confíe plenamente en el Salvador. Que crea en Su expiación, que me aferre a Su amor, que camine por fe aunque sea “como por un velo” (DyC 76:7). Dios requiere que yo me deje transformar por Cristo, para que algún día pueda llegar a ser como Él es.

Lo que Dios requiere de mí es, en esencia, todo lo que soy: mi voluntad, mi amor, mi fe, mi tiempo, mis dones, y aun mis cargas. Pero también me promete que, si le entrego todo eso, Él me dará todo lo que es Suyo. Ese es el intercambio divino: mi vida mortal por Su vida eterna.

Y eso… lo vale todo.


Doctrina y Convenios 82:8–10
Los mandamientos son una evidencia del amor que Dios tiene por nosotros.


En los días en que la Iglesia apenas comenzaba a dar sus primeros pasos en medio de la oposición y la pobreza, el Señor habló a Sus siervos reunidos en Misuri. Las circunstancias eran tensas: algunos líderes habían fallado en sus responsabilidades, y otros sentían el peso de un esfuerzo aparentemente infructuoso. Había incertidumbre, pero también un deseo sincero de avanzar y agradar a Dios.

En medio de ese momento delicado, el Señor reveló palabras que no solo corregían, sino que ofrecían consuelo, esperanza y una enseñanza eterna:

“He aquí, yo os doy un nuevo mandamiento, para que lo guardéis—esto es, un convenio y un mandamiento, no por la palabra solamente, ni por la letra solamente, sino por toda palabra que sale de mi boca.” (DyC 82:8)

Estas no eran instrucciones frías ni mecánicas. Eran palabras vivas, salidas del corazón de un Dios que ama profundamente a Sus hijos. Cada mandamiento dado era una muestra de cuidado, una guía segura en un mundo inestable.

El Señor no da mandamientos como un tirano que impone cargas, sino como un Padre que desea proteger, formar y bendecir a Sus hijos. En lugar de dejarnos a la deriva en un mar de confusión moral y espiritual, Él traza sendas. Y lo hace porque nos ama demasiado como para no guiarnos.

Entonces, vino una promesa que ha dado consuelo a millones:

“Yo, el Señor, estoy atado cuando hacéis lo que yo digo; mas cuando no hacéis lo que yo digo, ninguna promesa tenéis.” (DyC 82:10)

Estas palabras revelan el carácter de Dios: Él es un Dios de pactos, fiel, confiable, constante. No cambia de parecer ni se deleita en castigarnos. Al contrario, desea desesperadamente bendecirnos. Y ha establecido mandamientos no como pruebas caprichosas, sino como canales claros por los cuales Su amor y Su poder pueden fluir a nuestras vidas.

Cuando obedecemos un mandamiento, no solo cumplimos una norma: abrimos la puerta a una promesa. Y cuando el Señor promete, Él se ata voluntariamente a esa promesa. ¡Qué declaración tan extraordinaria! El Todopoderoso se compromete a bendecirnos si hacemos nuestra parte. Y lo hace no porque tenga que hacerlo, sino porque nos ama.

Ese es el amor que subyace en cada “haz esto” o “no hagas aquello”. El amor de un Padre que nos conoce, que ve lo que nosotros no vemos, y que desea que lleguemos seguros a casa.

Doctrina y Convenios 82:8–10 nos muestra que los mandamientos no son cadenas, sino evidencias del amor de Dios. Son señales en el camino, promesas vestidas de instrucciones, puentes entre Su poder y nuestra obediencia.

En un mundo que muchas veces celebra la rebelión y desprecia la norma divina, estas palabras nos recuerdan que obedecer es confiar, y confiar es amar. Y que detrás de cada mandamiento, hay un Padre Celestial que, con amor perfecto, nos dice:
“Hijo mío, este es el camino. Si me sigues, te bendeciré. Te lo prometo.”

¿Qué perspectivas de estos versículos podrían ayudarte a explicarle a alguien por qué decides seguir los mandamientos del Señor?

Perspectivas para explicar por qué sigo los mandamientos

  1. Los mandamientos no son restricciones, son protecciones
    Dios no nos da mandamientos para limitarnos, sino para protegernos de sufrimientos evitables y guiarnos hacia la felicidad duradera. Como dice en el versículo 9, son “para vuestro provecho”.
  2. Los mandamientos son evidencia de que Dios me ama y me conoce
    Cuando un padre amoroso establece normas para sus hijos, lo hace porque se preocupa por ellos. Del mismo modo, Dios me da mandamientos porque desea que tenga paz, progreso y gozo eterno.
  3. Dios me ha hecho promesas, y sé que puedo confiar en Él
    El versículo 10 dice: “Yo, el Señor, estoy atado cuando hacéis lo que yo digo…”. Eso significa que Dios cumple con absoluta fidelidad. Yo obedezco porque sé que Él nunca falla en lo que promete.
  4. Seguir los mandamientos me da dirección en un mundo confuso
    Las normas del Evangelio me dan claridad moral, estabilidad espiritual y propósito eterno. Son como una brújula confiable cuando todo lo demás cambia.

¿Con qué podrías comparar los mandamientos para facilitar la comprensión? Podrías

Comparaciones que facilitan la comprensión

  1. Como señales de tránsito en un camino
    Los mandamientos son como letreros en una carretera peligrosa. No están ahí para arruinar el viaje, sino para garantizar que lleguemos seguros al destino. Ignorarlos puede llevarnos a consecuencias graves.
  2. Como las instrucciones de un fabricante
    Si compras un instrumento delicado (como un violín, una cámara profesional o incluso un auto), el fabricante incluye un manual. ¿Por qué? Porque él sabe cómo funciona mejor. Dios, que me creó, sabe qué cosas me hacen bien. Sus mandamientos son “el manual del alma”.
  3. Como las reglas de un juego que se disfruta más cuando se entienden
    En un juego de mesa o deporte, las reglas permiten que todos participen con equidad y orden. Los mandamientos hacen posible una vida armoniosa y justa, donde el amor, el respeto y el crecimiento son posibles.
  4. Como las paredes seguras de un hogar en medio de una tormenta
    Obedecer no es vivir encerrado, es vivir a salvo y en paz. En un mundo que a menudo está en caos, los mandamientos son la estructura que protege mi fe, mi mente y mi familia.

Podrías decir:

“Yo sigo los mandamientos del Señor no porque me sienta forzado, sino porque he descubierto que son una forma de amor, una fuente de dirección y una garantía de bendiciones verdaderas. No siempre es fácil, pero siempre vale la pena. Cada vez que obedezco, siento más cerca a Dios, y mi vida se llena de propósito.”


 Diálogo educativo entre Maestro y alumno


Maestro: Bien, hoy vamos a conversar sobre un pasaje poderoso que se encuentra en Doctrina y Convenios 82:8–10. Antes de leerlo juntos, quiero hacerte una pregunta: ¿cómo te sientes cuando escuchas la palabra “mandamiento”?

Alumno: Mmm… a veces siento que es una regla estricta, algo que tengo que hacer aunque no siempre entienda por qué. Como una obligación.

Maestro: Gracias por tu sinceridad. Eso es más común de lo que piensas. Muchos ven los mandamientos como una especie de lista de restricciones, ¿no es cierto?

Alumno: Sí, como un conjunto de reglas que si no las cumples, te metes en problemas.

Maestro: Veamos ahora lo que el Señor dice en estos versículos, en un momento muy difícil para los primeros líderes de la Iglesia. Estaban pasando por oposición, escasez y desánimo. ¿Puedes leer el versículo 8 en voz alta?

Alumno: “He aquí, yo os doy un nuevo mandamiento, para que lo guardéis—esto es, un convenio y un mandamiento, no por la palabra solamente, ni por la letra solamente, sino por toda palabra que sale de mi boca.”

Maestro: ¿Qué te llama la atención de eso?

Alumno: Dice que es un convenio… y que no es solo una letra o palabra, sino algo más vivo, más completo.

Maestro: Exactamente. ¿Sabes qué significa que sea un convenio y no solo una norma?

Alumno: ¿Es como un compromiso mutuo entre Dios y yo?

Maestro: ¡Correcto! Dios no da mandamientos de forma fría o arbitraria. Él hace pactos con nosotros. Y cuando los cumplimos con fe, Él se compromete a cumplir Su parte con fidelidad perfecta. Ahora mira lo que dice el versículo 9: “Por tanto, os doy el mandamiento, no por mí, sino para vuestro bien.”

Alumno: Eso me sorprendió cuando lo leí. Como que Dios no lo hace para Él, sino por nosotros.

Maestro: Así es. A veces olvidamos que los mandamientos son para nuestro bien. Él no los necesita, nosotros sí. Nos protegen, nos forman, nos dirigen. ¿Puedes pensar en algún mandamiento que haya traído bendiciones a tu vida?

Alumno: Sí… por ejemplo, cuando diezmo, al principio era difícil, pero he sentido cómo eso me ayuda a confiar más en Dios y a ser más ordenado con mis finanzas. Me siento más bendecido.

Maestro: Esa es una experiencia muy valiosa. Los mandamientos, como ese, no nos empobrecen. Nos elevan. Ahora quiero que leas el versículo 10, uno de los más citados de las revelaciones modernas.

Alumno: “Yo, el Señor, estoy atado cuando hacéis lo que yo digo; mas cuando no hacéis lo que yo digo, ninguna promesa tenéis.”

Maestro: ¿Qué te transmite ese versículo?

Alumno: Que Dios cumple siempre Su parte si yo cumplo la mía. Él no falla. Es como una garantía celestial.

Maestro: Exacto. ¿Y qué dice eso sobre Su carácter?

Alumno: Que es confiable… justo… que me ama tanto que se ata a sí mismo con una promesa.

Maestro: Muy bien dicho. Dios no nos obliga, nos invita. Y lo hace porque nos ama demasiado como para no guiarnos. Déjame preguntarte esto: ¿qué crees que pasaría si viviéramos sin mandamientos?

Alumno: Sería un caos. Cada quien haría lo que quiere, sin dirección. Creo que me sentiría perdido.

Maestro: Precisamente. En un mundo lleno de confusión moral, los mandamientos son como señales de tránsito en una carretera peligrosa. No están para arruinarnos el viaje, sino para que lleguemos seguros al destino. ¿Alguna vez te ha ayudado un mandamiento a evitar una mala decisión?

Alumno: Sí. Me pasó con la Palabra de Sabiduría. Algunos amigos me ofrecieron cosas que no eran buenas, y gracias a que tenía claro ese mandamiento, pude decir que no con confianza.

Maestro: ¡Qué gran ejemplo! El Señor, al darnos mandamientos, nos prepara para los desafíos de la vida real. No son idealismos inalcanzables. Son principios prácticos, llenos de amor. Son como las instrucciones de un Creador que conoce Su creación. ¿Alguna vez has armado algo complicado sin leer el manual?

Alumno: (ríe) Sí. Una vez traté de armar un mueble sin instrucciones y me quedó chueco.

Maestro: Así nos pasa cuando tratamos de vivir sin los mandamientos. El Padre Celestial, que nos diseñó, sabe exactamente lo que necesitamos para funcionar con armonía, propósito y gozo. Y por eso nos da su “manual del alma”.

Alumno: Nunca había pensado que los mandamientos fueran eso. Siempre los vi más como reglas impuestas.

Maestro: Es muy humano sentirlo así. Pero cuando entiendes que vienen del amor perfecto de un Padre que quiere que regreses a casa, todo cambia. ¿Cómo explicarías tú a un amigo por qué sigues los mandamientos?

Alumno: Le diría que no los sigo por miedo ni por costumbre, sino porque he descubierto que me acercan a Dios, me dan paz y me ayudan a evitar sufrimientos innecesarios. Y que cuando los obedezco, siento Su amor más cerca.

Maestro: Hermosa respuesta. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Obedecer no es someterse, es confiar. Es una forma de amor.

Alumno: Es verdad. Obedecer es decirle a Dios: “Confío en que Tú sabes más que yo.”

Maestro: Así es. Y cuando lo hacemos, Él responde con bendiciones, guía y paz. ¿Te gustaría compartir una última reflexión?

Alumno: Sí. Creo que ahora entiendo mejor que cada mandamiento no es un castigo, sino una prueba de que Dios me ama y quiere lo mejor para mí. Y aunque no siempre sea fácil, ahora quiero obedecer con más fe y gratitud.

Maestro: Has captado el corazón de la enseñanza. Los mandamientos son caminos, no muros. Son promesas disfrazadas de instrucciones. Y detrás de cada uno de ellos, hay un Padre que nos dice:
“Hijo mío, este es el camino. Si me sigues, te bendeciré. Te lo prometo.”


Doctrina y Convenios 82:10
El Señor nos bendice a Su propia y maravillosa manera.


Este versículo revela un principio fundamental del trato del Señor con Sus hijos: las bendiciones divinas están ligadas a la obediencia a Sus mandamientos, pero no de una forma mecánica o comercial. El Señor no está sujeto a nuestras exigencias; más bien, en Su amor y justicia, se ha comprometido por convenio a bendecirnos cuando hacemos lo que Él nos ha mandado.

Decir que el Señor “está obligado” no significa que perdamos nuestra reverencia hacia Él ni que tengamos poder sobre Él. Más bien, es un testimonio de Su fidelidad perfecta: Él no miente, ni varía, y cumple todas Sus promesas. Cuando guardamos Sus mandamientos, podemos tener la seguridad de que Él actuará de acuerdo con Sus propios términos, tiempos y sabiduría.

Aunque Su compromiso es firme, la manera en que el Señor bendice no siempre coincide con nuestras expectativas. Sus bendiciones pueden ser:

  • Temporales o espirituales
  • Inmediatas o demoradas
  • Visibles o invisibles a simple vista
  • Personales o intergeneracionales

Por ejemplo, alguien que guarda fielmente los mandamientos puede no recibir prosperidad económica inmediata, pero puede ser bendecido con paz mental, revelación, influencia espiritual o protección futura. Así, la fidelidad del Señor es incuestionable, pero Su modo de actuar es siempre perfecto y muchas veces sorprendente.

Esta escritura nos invita a confiar no solo en las promesas del Señor, sino también en Su naturaleza amorosa y sabia. El Señor no es un simple dispensador de premios por comportamiento correcto. Él es nuestro Padre Celestial, y Sus caminos son más altos que los nuestros (véase Isaías 55:8–9). Cumplir Sus mandamientos no es solo un medio para obtener recompensas, sino una forma de entrar en una relación de confianza y comunión con Él.

Cuando elegimos obedecer, no lo hacemos para “obligarlo” en el sentido mundano, sino para alinearnos con Su voluntad y colocarnos en una posición donde Sus bendiciones pueden fluir en nuestra vida según Su sabiduría y Su tiempo.

Doctrina y Convenios 82:10 nos enseña que el Señor honra Sus promesas de manera perfecta, pero lo hace a Su propia y maravillosa manera. Él ve más allá de lo que vemos, y en Su sabiduría eterna nos da lo que realmente necesitamos, no solo lo que creemos necesitar. Esta escritura nos anima a vivir con fidelidad, sabiendo que toda obediencia trae bendición, aunque muchas veces venga en formas que solo el tiempo, la fe y la perspectiva eterna pueden revelar.

Este versículo me conmueve profundamente porque revela una verdad simple pero poderosa: Dios es un Dios de convenios, un Dios que cumple siempre Su palabra. No es como el ser humano, que promete y olvida. Él es constante, inmutable y absolutamente confiable. Saber que está “obligado” a cumplir Sus promesas cuando obedecemos Sus mandamientos no significa que podamos manipularlo, sino que podemos confiar sin reservas en Su fidelidad.

Sin embargo, lo más hermoso de esta promesa es que el cómo y el cuándo de Sus bendiciones están en Sus manos, no en las nuestras. Él ve nuestro corazón, nuestras circunstancias, nuestro pasado y nuestro futuro. A veces, le pedimos bendiciones específicas, con ideas muy concretas de cómo deberían llegar… pero el Señor, en Su infinita sabiduría, nos da algo mejor. A veces nos protege de cosas que no vemos, nos fortalece en lo interno, o nos prepara para cosas que aún no entendemos.

He aprendido que cuando uno guarda los mandamientos, puede andar por la vida con paz, confianza y esperanza, aunque el panorama externo no cambie de inmediato. Lo maravilloso es que el Señor no olvida ni una sola de nuestras acciones justas, y cada esfuerzo de obediencia tiene un eco eterno.

Por eso, este versículo no solo me enseña una ley espiritual, sino que me invita a tener una fe madura: a obedecer no solo por las bendiciones, sino por amor a Él, y a confiar en que Sus respuestas, aunque inesperadas, siempre serán mejores de lo que imaginamos.


Doctrina y Convenios 83
“Se proveerá lo necesario a las viudas y a los huérfanos”.


Doctrina y Convenios 83 fue recibida por revelación a José Smith el 30 de abril de 1832, en Independence, Misuri. Es una sección breve, pero significativa, que amplía enseñanzas sobre el cuidado temporal y espiritual de las viudas, los huérfanos y las esposas de los poseedores del sacerdocio.

En un momento en que la Iglesia aún era joven y se organizaban los principios de consagración y cuidado mutuo, el Señor dejó claro que Su pueblo debía ser responsable de los más vulnerables, especialmente aquellos que quedaban sin la figura protectora del hogar.

  1. Dios está consciente de las necesidades de los vulnerables.
    El Señor enseña que tanto las esposas como los hijos de los que han sido llamados al ministerio (o fallecidos) tienen derecho a recibir ayuda (vers. 1–2). Esta no es una sugerencia, sino una afirmación legal y divina: tienen “derecho” a ser provistos de lo necesario, tanto temporal como espiritualmente.
  2. Las mujeres tienen derechos legítimos de sustento.
    La revelación declara que las esposas tienen derecho a mantener lo que sus esposos hayan consagrado al Señor, en caso de que queden solas. El uso de la palabra “derecho” resalta que no se trata de caridad opcional, sino de justicia y responsabilidad comunitaria (vers. 2).
  3. Los hijos deben ser cuidados hasta su mayoría.
    El versículo 4 establece que los huérfanos tienen derecho a ser provistos hasta que puedan mantenerse por sí mismos. El Señor protege su bienestar durante el tiempo de su dependencia.
  4. El principio del cuidado mutuo es parte del evangelio.
    El versículo 6 indica que los miembros deben proveer a los necesitados de acuerdo con los principios revelados de mayordomía y consagración. Este cuidado no es solo económico, sino también espiritual y emocional.

¿Qué revela esta sección sobre los sentimientos del Señor hacia las viudas y los huérfanos?

Esta sección muestra que Dios es un defensor activo de los marginados. Él no solo reconoce su dolor o carencia, sino que instituye mandamientos concretos para protegerlos y elevarlos.
Él no deja a las viudas y a los huérfanos a merced del azar o la indiferencia: les concede derechos dentro del Reino. Esto demuestra que Su amor es práctico, tierno y justo.
Dios no tolera la negligencia hacia los que sufren. Él desea que Su pueblo actúe como Sus manos en la tierra para consolar, sustentar y dar esperanza a los más débiles.

¿Conozco a alguien en esta situación?
Todos podemos identificar a alguien: una hermana viuda que vive sola, una madre soltera que cría hijos en soledad, o niños que han perdido a uno de sus padres. El llamado del Señor es directo: “cuidad de los más necesitados”.

¿Cómo puedo ayudar?

  • Con tiempo: visitas, conversaciones, acompañamiento.
  • Con recursos: alimentos, ropa, transporte, ayuda económica.
  • Con habilidades: ayudar con tareas escolares, reparaciones del hogar, trámites legales.
  • Con amor y presencia: a veces, el mayor don es estar ahí.

Doctrina y Convenios 83 es una poderosa manifestación de que el evangelio abarca tanto lo espiritual como lo temporal. Dios no es indiferente al sufrimiento de Sus hijos más vulnerables. Él espera que Su Iglesia sea una familia que acoge, protege y sostiene a las viudas y a los huérfanos.

Nuestra fidelidad al evangelio se mide, en gran parte, por cómo tratamos a quienes no pueden devolvérnoslo. Al actuar como instrumentos del amor divino, extendemos la red de consuelo y seguridad que el Señor ha tejido para todos Sus hijos.

“La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones.” (Santiago 1:27)


Comentario final


Este texto nos invita a ver las revelaciones del Señor no como palabras dirigidas solo a otras personas en el pasado, sino como mensajes vivos y personales para cada uno de nosotros. El caso de Jesse Gause, quien fue sustituido en su llamamiento, nos enseña que el Señor respeta nuestro albedrío, pero también sigue adelante con Su obra a través de quienes estén dispuestos a servir. El hecho de que su nombre haya sido reemplazado por el de Frederick G. Williams en la revelación es una poderosa ilustración de que la fidelidad importa, y que las bendiciones y responsabilidades pueden ser transferidas si no cumplimos.

Al leer expresiones como “fortalecer las rodillas debilitadas” o “socorrer a los débiles”, comprendemos que el Evangelio no es solo doctrinal, sino profundamente relacional. Dios espera que Su pueblo actúe con compasión, que levante al caído y que extienda la mano al que se siente desanimado. Estas expresiones también nos recuerdan que todos, en algún momento, necesitamos ser fortalecidos y que uno de los principales medios por los cuales el Señor lo hace es por medio del servicio de Sus discípulos.

El principio contenido en Doctrina y Convenios 82:3—“a quien mucho se da, mucho se requiere”—es una verdad solemne y justa. A medida que el Señor nos concede más conocimiento, recursos, dones o experiencias espirituales, Él espera que las usemos para bendecir a otros. Esta perspectiva transforma nuestras bendiciones en instrumentos de servicio, y nuestras responsabilidades en oportunidades de crecimiento espiritual.

El relato de la mujer que asistía fielmente al templo y oraba por sus hijos nos ofrece una perspectiva conmovedora sobre cómo el Señor responde a nuestras oraciones: no siempre cambia las circunstancias, pero sí cambia nuestro corazón. Esta transformación interior, llena de paz, paciencia y esperanza, es en sí misma una manifestación del amor divino y del poder del Evangelio en la vida real.

Finalmente, la instrucción en la sección 83 sobre las viudas y los huérfanos revela el profundo amor de Dios por los vulnerables. Su Evangelio siempre incluye un llamado claro a cuidar de quienes no pueden cuidar de sí mismos. Este principio sigue siendo vital hoy, cuando tantas personas atraviesan desafíos sin una red de apoyo. El llamado a compartir lo que tenemos con viudas, huérfanos, madres solteras y personas necesitadas no es una sugerencia opcional, sino parte esencial de la verdadera religión.

En conclusión, este bloque de escrituras y enseñanzas nos recuerda que el discipulado verdadero es activo, compasivo y comprometido. El Señor nos ha dado mucho: Su amor, Su verdad, Su Espíritu. Y ahora, con amor, nos llama a dar mucho a cambio: servicio, fidelidad y cuidado por los demás. Quien acepta este llamado con humildad y entrega, será testigo de cómo el Señor lo fortalece, guía y bendice de maneras sorprendentes.


— Un análisis de Doctrina y Convenios Sección — 818283

— Dándole Sentido a Doctrina y Convenios — 818283

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Doctrina y Convenios 80–83

“Sus Estacas Deben Ser Reforzadas” (DyC 82:14) El Simbolismo de la Tienda de Isaías
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