“Piensa, Luego Actúa con Seguridad”
Élder Mark E. Petersen
Del Consejo de los Doce Apóstoles
Informe de la Conferencia, octubre de 1956, págs. 72–74
Aunque soy estadounidense de nacimiento y escocés por matrimonio, tengo ascendencia escandinava, y por eso tengo un profundo aprecio por la hermosa música que hoy hemos escuchado de este coro escandinavo. Me gustaría agradecerles como uno de sus compatriotas, aunque sea de segunda generación, por la bella música que han interpretado. No podría darles las gracias en danés, ni en sueco ni en noruego, pero puedo expresar algo de gratitud con cuatro palabras extranjeras que he aprendido: dos en español, “mucho gusto”, y dos en alemán, “ganz gut”.
Hace poco estuve recorriendo una de las grandes fábricas de papel en el noroeste del Pacífico, y mientras me encontraba junto a una de las inmensas máquinas productoras de papel, observando esas ruedas girando a gran velocidad, las bandas en movimiento rápido, y sintiendo el calor intenso que emana de los hornos de secado, me maravillaba del notable historial de seguridad de esa gran planta. Luego me dijeron —y mis propios ojos lo confirmaron— que allí se implementaba un excelente programa de seguridad, de modo que muy, muy pocas lesiones personales se producían en ese lugar.
Mientras permanecía junto a esa enorme máquina de hacer papel, mis ojos se dirigieron hacia la pared, donde había un cartel de aproximadamente un metro ochenta por lado, en el cual leí cuatro palabras. La primera palabra, en grandes letras de molde, ocupaba casi la mitad del cartel; y debajo de ella aparecían las otras tres. El cartel decía: “Piensa, luego actúa con seguridad.” Aprendí que ese era el lema del programa de seguridad en esa enorme fábrica, y que representaba toda la filosofía detrás del hecho de que muy pocos hombres se lastimaran allí.
Pero mientras observaba el funcionamiento de esa máquina y luego miraba aquel letrero —“Piensa, luego actúa con seguridad”— mi mente se trasladó de inmediato a un problema que el hermano Spencer W. Kimball y yo enfrentamos juntos, y que en ese momento estaba llegando a un punto crítico, porque el año escolar estaba por terminar. Era a fines de mayo, y yo sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que cientos y cientos de jóvenes vinieran a Salt Lake City, a Ogden y a otros centros, buscando trabajo, buscando alojamiento, y algunos de ellos metiéndose en problemas. Pensé, ante todo, en los padres de esos jóvenes, y me pregunté qué estarían pensando realmente. Muy pocos de los padres de esos cientos de jóvenes se les ocurría venir con ellos a Salt Lake City, a Ogden, a Los Ángeles o a San Francisco —con hijos de quince, dieciséis o diecisiete años de edad— para ayudarles a encontrar una buena familia con quien vivir, o quedarse con ellos hasta que hallaran un empleo decente, en condiciones decentes, con personas decentes.
Y comencé a preguntarme qué pensarían algunos de esos padres si supieran lo que sabe el departamento de policía acerca de algunos jóvenes que llegan desde comunidades pequeñas a estos centros urbanos más grandes, sin compañía, sin supervisión, sin protección, completamente por su cuenta.
Sí, mi mente volvió a aquel gran cartel en la fábrica de papel, y desee con todo el corazón que cada padre de cada muchacho o muchacha que piense dejar su hogar y trasladarse a una ciudad más grande tan solo “piense, y luego actúe con seguridad.”
También pensé en esos jóvenes. Muchos de ellos no tenían idea de en qué se estaban metiendo cuando dejaban su hogar para venir a las ciudades más grandes. No tenían absolutamente idea alguna. Algunos llegaban con solo tres o cuatro dólares en el bolsillo y, por supuesto, pensaban que apenas aterrizaran aquí conseguirían trabajo, y que esos tres o cuatro dólares —en un caso, una joven tenía seis— les alcanzarían hasta su primer día de pago, y entonces todo marcharía sobre ruedas, y todo estaría bien.
Venían a la ciudad grande y buscaban un lugar barato donde vivir. Algunos de esos lugares eran realmente baratos: en la calle Veinticinco, o en la Segunda Sur Oeste, o en Canal Street en otra ciudad. No podían costear algo mejor, así que se alojaban en alguna pensión o casa de huéspedes y pensaban que ya eran independientes, hasta que descubrían que habían entrado en una tragedia. Algunos jóvenes, lamentablemente, no podían esperar para irse de casa. Querían romper con todo y valerse por sí mismos, y no comprendían lo que significaba soltarse del hogar, alejarse de la protección de mamá y papá y meterse en una ciudad desconocida. Aunque en todas estas ciudades hay muchas personas buenas, también hay otras que son frías, codiciosas y depredadoras, que buscan atrapar a jóvenes inocentes y ponerlos en su trampa.
Mi mente se volvió hacia los obispos, hacia los presidentes de estaca. Y seguía preguntándome por qué no hemos respondido con mayor prontitud al llamado de la Primera Presidencia de la Iglesia: que ustedes, obispos, consejeros en los obispados, miembros de las presidencias de estaca, y ustedes, padres, cooperen con el programa instituido por la Presidencia y dirigido por el élder Kimball, en un esfuerzo por proteger a sus jóvenes cuando llegan a estas ciudades más grandes. ¿No querrán cooperar? ¿No quieren ayudar? Si ustedes, padres, no pueden controlar a sus hijos y ellos deben irse, si en lugar de que ellos les obedezcan, ustedes son los que los obedecen a ellos, al menos ¿no podrían hablar con su obispo al respecto? Y entonces dejen que el mecanismo de la Iglesia les ayude. ¿Pensarán, y luego actuarán con seguridad?
Uno de los grandes temores que tengo en relación con estos jóvenes que vienen a los centros urbanos más grandes es que muchos de ellos realmente desean apartarse del hogar, cortar el “cordón umbilical”, por así decirlo. Sienten que son autosuficientes; creen que lo saben todo; piensan que mamá y papá son anticuados. Este es un mundo moderno, y ellos quieren ser modernos; quieren vivir a la manera moderna.
Pregunto a la juventud de la Iglesia: ¿De verdad quieren eso? ¿Realmente quieren apartarse de la protección del hogar? Piensen en todo lo que el hogar significa. Piensen en todo lo que la palabra madre representa. Piensen en el fuerte poder protector del padre. Piensen en todo lo que representa el hogar. Y luego piensen en lo contrario. Piensen en los poderes que destruyen el hogar. Piensen en las fuerzas que van en contra del consejo de mamá y papá, y pregúntense si eso es lo que ustedes quieren.
Oh, juventud de la Iglesia: “piensen, y luego actúen con seguridad.”
Una de las grandes dificultades con los jóvenes que se van por su cuenta y cortan sus lazos familiares es que luego se sienten tan libres, tan inmersos en una vida nueva, que también quieren separarse de la Iglesia. Ya no asisten a las reuniones. Empiezan a ir a otros lugares, a relacionarse con otras personas y, en lugar de tener amigos de la Iglesia —limpios, nobles, santos de los últimos días— se rodean de amigos del otro bando, de un elemento más bajo.
Una vez se formuló una pregunta en un anuncio de página completa en un periódico, al cual he hecho referencia muchas veces. La pregunta era: “¿Le gustaría vivir en una ciudad donde no hubiera iglesias?”
Jóvenes, piensen por un momento en el tipo de personas que integran la multitud que no asiste a la iglesia. Reflexionen sobre ellas. Piensen en quienes se oponen a la Iglesia y rehúsan asistir. Piensen en el tipo de personas que son, en el tipo de esposos y esposas que tienen, en el tipo de hogares que forman, y también en el tipo de hijos —si es que los tienen— que crían. ¿Es ese el tipo de vida que ustedes desean? ¿Es preferible a la hermosa limpieza de los hogares rectos de los santos de los últimos días? ¿Es eso más deseable que la maravillosa influencia de la juventud fiel de la Iglesia?
¿Con qué clase de gente te estás juntando? ¿Con qué tipo de persona te vas a casar? Te casarás con alguien del grupo con el que te relacionas; y si eliges juntarte con los que no van a la Iglesia, recuerda que de allí saldrá tu cónyuge, con todo lo que eso conlleva. Piensa, considéralo bien, y luego actúa con seguridad.
Y si andas con esa otra clase de personas, no pasará mucho tiempo antes de que recibas la invitación a fumar. Antes de aceptar ese cigarrillo, evalúa las consecuencias, y pregúntate si ese es el grupo de fumadores con el que quieres estar, si es de ese grupo del que quieres elegir tu futuro cónyuge. Y recuerda que el cigarrillo es el primer paso para derribar los estándares y las barreras que nos protegen contra el pecado. ¿Deseas derribar la muralla? ¿Deseas romper el dique y dejar entrar la inundación? Sopesa todas estas cosas antes de aceptar el cigarrillo. “Piensa, luego actúa con seguridad.”
Y, inevitablemente, vendrá la invitación a beber. Antes de aceptar la bebida, piensa en lo que el alcohol hace contigo. No hablo únicamente de la posibilidad del alcoholismo. Hablo de cómo el alcohol te roba el autocontrol, destruye tu capacidad para pensar con sabiduría y te pone en manos de hombres o mujeres sin escrúpulos que te despojarán de aquello que es más precioso que la vida misma. ¿Deseas eso? Entonces, antes de aceptar la bebida, piénsalo bien, y luego actúa con seguridad.
Si andas con ese tipo de personas, pronto llegará la invitación a acariciar o manosear. ¿Es eso lo que deseas? ¿Cuál será tu respuesta? ¿Reconocerás, oh juventud de la Iglesia, que cualquiera que intente acariciarte está haciendo un acercamiento indecente? Las caricias impropias son indecentes y pecaminosas, y quien intenta hacerlo es también indecente y pecaminoso, y además está dominado por la lujuria. La invitación a acariciar, recuerda, con demasiada frecuencia termina en una invitación a algo peor. Los jóvenes mismos lo llaman “llegar hasta el final.” ¿Eso es lo que quieres?
¿Recordarás que, en la categoría de crímenes, Dios dice que el pecado sexual está justo después del asesinato? (Alma 39:5). ¿De verdad lo deseas? Te traerá corazones rotos, remordimiento y miseria durante todos los días de tu vida, y solo el arrepentimiento más sincero podrá borrarlo. Pero ¡oh, cuánto sufrirás! —como tantos han sufrido— el remordimiento que acompaña a un pecado tan terrible como ese.
Oh, juventud de la Iglesia; oh, padres; oh, obispos que tienen a cargo a la juventud; y ustedes, líderes de la MIA, de la Escuela Dominical y de la Primaria; ustedes, madres de la Sociedad de Socorro: ¿No usarán todos ustedes la inteligencia que Dios les ha dado? ¿Pensarán, actuarán con seguridad y vivirán su religión?
Esa es mi humilde oración para todos nosotros, en el nombre de Jesús. Amén.

























