Informe sobre las Misiones en Sudamérica
Élder Henry D. Moyle
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
Conferencia General, octubre de 1956, págs. 112–115
Hermanos y hermanas, no puedo pedir nada más que tener conmigo hoy el mismo espíritu que disfruté cuando emprendí el cumplimiento de mi asignación de visitar las misiones de Sudamérica durante el verano pasado.
No bien puse pie en ese gran continente, tuve la oportunidad de reunirme con un grupo de maravillosos élderes en la gran ciudad de Río de Janeiro. Las condiciones ese día no eran tan favorables como podrían haber sido para causar una buena impresión. Me sentía un poco desanimado. Sin embargo, al ponerme de pie para dirigirme a esos élderes, me sobrevino una impresión: que estaba ocurriendo un despertar espiritual en Sudamérica; que los élderes que entonces servían allí serían conscientes de ese despertar durante el corto período de su misión; y que ello traería gran gozo y satisfacción a sus vidas.
A medida que recorría aquellas misiones, me convencía cada vez más de que ese despertar había comenzado en gran medida gracias a las visitas relativamente recientes de nuestras Autoridades Generales a ese gran continente. Pienso en la visita que realizaron el presidente David O. McKay y el presidente Stephen L Richards, y el élder Mark E. Petersen, unos dieciocho meses antes de mi visita.
Estoy aquí hoy para testificarles que aquellas impresiones que recibí en esa ocasión ya se han cumplido en parte. En esa gran tierra de Brasil estamos avanzando con nuestras conversiones y bautismos mucho más rápidamente que en cualquier otro momento de la historia de esa misión. Cuando llegué por primera vez e hice esa predicción, el presidente Sorensen y sus élderes albergaban la esperanza de lograr trescientos bautismos ese año. Ya han superado esa cifra y ahora esperan alcanzar quinientos.
Ha habido un cambio en el sentir, en la actitud de los misioneros. Perciben, como nunca antes, que forman parte de un gran movimiento que avanza para cumplir su gran propósito entre los 54 millones de habitantes de Brasil, de los cuales unos 35 millones son de ascendencia europea. Estas personas representan la mitad de toda la población de Sudamérica.
Desde el momento en que aterrizamos en Brasil hasta que concluimos nuestra visita en las misiones de Brasil, Argentina y Uruguay, nunca hubo un instante en que esa seguridad que recibimos en Río de Janeiro no estuviera con nosotros. Parecía emanar de los propios miembros de la Iglesia. Ellos procuran diligentemente obedecer los principios del evangelio de Jesucristo. Los élderes muestran un grado de diligencia que, estoy seguro, los recomendaría ante cualquier grupo de misioneros en la Iglesia.
Tuvimos tantas experiencias e incidentes memorables que no intentaré detallar ninguno. Siento que hay una gran misión que debemos cumplir en el hogar, y ese pensamiento nunca me ha abandonado. Percibí desde la primera reunión la importancia de que nuestros élderes prediquen un evangelio eficaz. Todos hemos experimentado aquí hoy y en las sesiones anteriores de esta conferencia lo que significa oír predicar un evangelio eficaz. Hombres se han parado aquí y han testificado bajo el poder e influencia del Espíritu Santo. Han hablado con autoridad. Han tenido un profundo entendimiento de los principios del evangelio de Jesucristo y comprenden su poder redentor.
Y así digo, al recorrer esas grandes misiones y disfrutar de la dulce compañía de los presidentes de misión, sus esposas y familias, nos impresionaba constantemente el pensamiento de que había una obra que debíamos realizar aquí en casa—nosotros, quienes somos responsables de haber enviado a estos jóvenes al campo misional. He venido con un ruego en el corazón: que nos consagremos a enseñar a la joven generación que se levanta en nuestros hogares, antes que nada, los principios del evangelio mucho antes de que sean llamados a una misión. Que desarrollemos en ellos la capacidad de explicar principios, y que tengan en sus corazones un testimonio nacido del Espíritu de que los cielos se han abierto nuevamente, de que el evangelio ha sido traído una vez más a la tierra, y de que es nuestra misión por encima de cualquier otra en la vida, proclamar este evangelio entre las naciones de la tierra y enseñar los principios del evangelio a los pueblos del mundo en sus propias tierras y en su lengua natal.
Mi corazón se conmueve por los élderes que son enviados a misiones en países de habla extranjera. Estoy seguro de que mis sentimientos nacen, en parte, de las experiencias que viví cuando fui llamado a servir en lo que entonces era la Misión Suiza-Alemana, bajo la presidencia de Thomas E. McKay. Sé lo que es ir a un país extraño y sentir profundamente la responsabilidad que recae sobre nosotros como misioneros de predicar el evangelio a esas personas en su lengua materna. Estoy convencido de que ha llegado desde hace mucho el momento en que toda familia Santos de los Últimos Días debería cultivar dentro del círculo familiar aquella lengua que fue nativa para sus padres o abuelos.
Tenemos un ejemplo en la vida de Lehi y su familia. No tendríamos hoy el Libro de Mormón si no fuera por el hecho de que Lehi, inspirado por nuestro Padre Celestial, envió de regreso a buscar aquellas planchas de bronce de Labán, y así aseguró la preservación del idioma de sus antepasados en su posteridad.
Siento que recae sobre nosotros, cuyos padres provinieron de países de habla extranjera, la obligación de manifestar nuestro amor por los países de los cuales hemos sido llamados por el sacerdocio de Dios, hasta el punto de aprender ese idioma.
Tengo un deseo bastante profundo en mi corazón, y siempre lo he tenido desde niño, de querer encontrarme con mi bisabuelo, a quien los élderes predicaron el evangelio por primera vez. Ahora bien, en mi caso, su idioma es mi lengua materna. Estoy seguro de que ese mismo sentimiento existe en el corazón de todo buen Santo de los Últimos Días cuya familia proviene de naciones de habla extranjera. Ese es el aspecto de la lealtad. Siento en mi corazón que podemos ser leales a la nación de nuestro nacimiento, o de nuestra adopción, y aun así manifestar nuestro amor por el país de nuestros padres, al grado de conservar su idioma dentro de nuestro círculo familiar.
He estado leyendo con gran interés últimamente un libro publicado por James B. Conant, ex presidente de la Universidad de Harvard y actual embajador de los Estados Unidos en Alemania Occidental, en el cual afirma que hay dos materias —las coloca por encima de todas las demás— que él prescribiría como esenciales para el estudio moderno en nuestras universidades y colegios. La primera es el idioma extranjero, y la segunda es la historia. Así tenemos una segunda razón para querer aprender un idioma extranjero. El presidente Conant señala en su libro que en países como Suiza y Holanda, un hombre no se considera educado si no habla al menos dos idiomas extranjeros. Indica que, con el transporte moderno, las capitales del mundo se han acercado tanto entre sí que no podemos llevar a cabo los negocios del mundo sin un conocimiento más íntimo de lenguas extranjeras del que ahora poseemos. Seguramente eso debe aplicarse también a los asuntos de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Hoy en día, por ejemplo, tenemos cinco o seis misiones de habla hispana. Tenemos tres misiones de habla alemana. Tenemos tres misiones escandinavas y muchas otras en las que se hablan lenguas extranjeras; por ejemplo, la Misión Brasileña, de la cual ya he hablado, donde se habla portugués.
Me pregunto si no sería adecuado para nosotros, como Santos de los Últimos Días, revivir el idioma de nuestros antepasados a fin de prepararnos mejor para cumplir con la gran misión que nos ha sido encomendada: predicar el evangelio a las naciones de la tierra.
Me pareció interesante la tendencia de los países sudamericanos a concentrarse, por así decirlo, en el idioma legal; en Brasil y en Argentina muchas personas son de ascendencia alemana. Un estado entero en Brasil es un estado alemán, pero durante la guerra se volvió importante que todos hablaran portugués como medida de seguridad. Así que tuvieron que dejar de enseñar alemán en las escuelas de ese estado alemán de Santa Catarina. En pocos años, apenas media generación, uno va ahora a hablar con muchachos y muchachas cuyos padres y abuelos hablaban alemán con fluidez, y les habla en alemán, y ellos responden en portugués. Aún entienden un poco, pero han dejado completamente de hablar esa gran lengua. Lo mismo ocurre, en gran medida, con el francés. Hay muchos franceses allí.
Ahora bien, incluso allá en el sur, es importante que estos idiomas se perpetúen. Como Iglesia no hemos podido enviar misioneros a Italia, a Portugal, ni a España. Cada vez que se convierte una persona en Sudamérica de ascendencia europea, estamos acercando el evangelio a sus familias en el continente. Se nos dieron muchos ejemplos de cómo, cuando una familia portuguesa en Brasil se convierte a la Iglesia, inmediatamente comienzan a enviar folletos, literatura y, sobre todo, el Libro de Mormón a Portugal. Algunos logran ahorrar lo suficiente para ir a Portugal. El propósito principal de la visita de estas personas al Viejo Mundo —ya sean franceses, alemanes, portugueses o italianos— es predicar el evangelio a su gente, a sus familias.
El resultado es que tenemos casos en que estas personas han ido al Viejo Mundo y han convertido a sus familias, y luego sus familias han tenido que venir a este país para poder bautizarse.
En todos estos casos, se puede ver cuán esencial es conservar el idioma de nuestros antepasados. Deseo contarles la historia de un joven alemán que nació en el seno de una familia muy rica. Su padre era dueño de una gran propiedad en Alemania. Un día llamó a su hijo y le dijo: “Hijo mío, todo esto será tuyo. Me voy a retirar”.
El muchacho miró a su padre y le dijo: “No sé por qué, pero no voy a aceptarlo. Voy a viajar”. Luego dijo: “Sentí, como guiado por un espíritu, que debía venir aquí a Brasil, y durante ocho largos años me pregunté por qué había dejado mi hogar. Nunca estuve insatisfecho. Siempre me sentí feliz al respecto, pero no supe por qué hasta que un día, finalmente, dos élderes mormones vinieron a mí y me predicaron el evangelio”. Afortunadamente, esos dos misioneros que estaban en su misión esforzándose por hablar portugués, sabían lo suficiente de alemán como para enseñarle el evangelio a ese joven. Él dijo: “Apenas terminaron su primera charla conmigo, supe por qué había dejado la casa de mi padre”.
Su hogar se ha convertido ahora en un lugar de reunión para los élderes. Ha dejado a su esposa y a sus cinco hijos, y está sirviendo como misionero de tiempo completo en una ciudad lejana de Brasil. Está predicando el evangelio a quienes hablan alemán en esa ciudad.
Recae sobre nosotros, hermanos y hermanas, la obligación de asegurarnos de que la próxima generación de misioneros que salgan de nuestros hogares esté mejor preparada en dos aspectos para ir y cumplir sus misiones, dondequiera que sean llamados:
Primero, aprender aquellos idiomas que, en cierto sentido, son nativos en la familia. Estoy seguro de que aquellos que provienen de ascendencia alemana podrán hablar el idioma con mejor acento, con un vocabulario más amplio y con una mayor naturalidad que aquellos que no poseen ese don por derecho de herencia.
Segundo, conocer el evangelio restaurado, comprender el gran plan de vida y salvación, y tener amor por la obra.
Les ruego, hermanos y hermanas, que anticipen; y mientras anticipamos una misión para nuestros hijos e hijas, también debemos anticipar para ellos el matrimonio, una carrera militar para nuestros hijos mientras exista el entrenamiento militar obligatorio, y luego una ocupación de por vida. No podemos empezar demasiado pronto. Sin duda aumentaremos el porcentaje de matrimonios en el templo si asumimos la responsabilidad de instruir a nuestros jóvenes en estos importantes asuntos de la vida desde temprana edad; haremos de ellos mejores misioneros, mejores ciudadanos y mejores soldados.
Les transmito los saludos de los santos y de los élderes en Sudamérica. Están creciendo no sólo en número, sino también en fortaleza, y tienen una calidez y una hospitalidad que no se supera en ninguna otra parte del mundo. En nuestras primeras reuniones en Argentina, en La Paz y Buenos Aires, asistieron en total cerca de novecientas personas. Casi nadie se retiró de esas reuniones sin acercarse a estrecharnos la mano a la hermana Moyle y a mí, dándonos la bienvenida y expresándonos cuán agradecidos estaban con la Iglesia por enviar primero al hermano Petersen, y luego a mí, a visitar esas misiones. Tienen una esperanza profunda en sus corazones de que serán favorecidos continuamente con visitas de este tipo.
No siento que este informe esté completo sin contarles una pequeña historia que mi esposa utilizó en prácticamente todas las reuniones que tuvimos en estas tres misiones. Intentábamos recalcar ante las personas la personalidad de Dios, sus atributos personales. La hermana Moyle solía enfatizar ese punto contando esta pequeña historia. (Yo no puedo contarla tan bien como ella, pero haré mi mejor esfuerzo). Había un niño de cinco años que acostumbraba arrodillarse junto a su cama por las noches para decir sus oraciones. En una ocasión particular, la madre escuchó desde la puerta para ver qué decía. Esto fue lo que oyó: “Dios, bendice a mamá, bendice a papá, bendice a la abuelita”, y luego usualmente se metía en la cama. Pero en esa ocasión permaneció arrodillado y dijo: “Y querido Dios, por favor cuídate a ti mismo, porque si algo te pasara, estaríamos perdidos”.
Ahora, espero y ruego, hermanos y hermanas, que todos podamos sentir profundamente la importancia de vivir cerca de nuestro Padre Celestial y que nuestros hijos vivan cerca de Él, para que puedan apreciar verdaderamente la personalidad de Dios y prepararse para salir al mundo y predicar a Jesucristo, y a este crucificado (1 Corintios 2:2), porque les testifico hoy que Él vive, que murió por los pecados del mundo, y que ha resucitado como nuestro Salvador expiatorio, y ha hecho posible para nosotros, mediante su sacrificio redentor, el privilegio de obtener la inmortalidad y la vida eterna en el reino de nuestro Padre Celestial.
Esto lo ruego humildemente, que sea nuestro destino, en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

























