Testigo del Martirio

Capítulo 10

El hecho mortal


Poco después, me encontraba sentado en una de las ventanas frontales de la cárcel, cuando vi a varios hombres, con las caras pintadas, doblar la esquina del edificio y dirigirse hacia las escaleras. Los otros hermanos también los habían visto, porque, al dirigirme a la puerta, encontré al hermano Hyrum Smith y al doctor Richards ya apoyados contra ella. Ambos presionaban la puerta con los hombros para impedir que se abriera, ya que la cerradura y el picaporte eran prácticamente inútiles. Mientras estaban en esa posición, los miembros de la turba que habían subido por las escaleras e intentaban abrir la puerta probablemente pensaron que estaba cerrada con llave, y dispararon una bala a través del ojo de la cerradura; ante esto, el doctor Richards y el hermano Hyrum se apartaron de la puerta, retrocediendo con el rostro hacia ella; casi al instante, otra bala atravesó el panel de la puerta e impactó al hermano Hyrum en el lado izquierdo de la nariz, penetrando su rostro y su cabeza. Al mismo tiempo, otra bala desde el exterior penetró por su espalda, atravesó su cuerpo e impactó su reloj. La bala vino desde atrás, por la ventana de la cárcel opuesta a la puerta, y, por su trayectoria, debió haber sido disparada por los Carthage Greys, que estaban allí aparentemente para protegernos, ya que las balas de las armas disparadas cerca del edificio habrían impactado en el techo, al estar nosotros en el segundo piso, y nunca después de eso hubo un momento en que Hyrum pudiera haber recibido esa última herida. Inmediatamente después de ser impactado por la bala, cayó de espaldas, gritando mientras caía: “¡Estoy muerto!” No volvió a moverse.

Jamás olvidaré la expresión de profunda simpatía y afecto en el rostro del hermano José cuando se acercó a Hyrum y, inclinándose sobre él, exclamó: “¡Oh! ¡mi pobre y querido hermano Hyrum!” Sin embargo, se levantó al instante, y con paso firme y rápido, y una expresión resuelta en el rostro, se acercó a la puerta, y sacando el revólver de seis tiros que el hermano Wheelock le había dejado en el bolsillo, entreabrió la puerta y disparó seis veces consecutivas; sin embargo, sólo se dispararon tres de los cañones. Después supe que dos o tres personas resultaron heridas por esos disparos, y me informaron que dos de ellas murieron. Yo tenía en mis manos un bastón de nogal grande y fuerte que el hermano Markham había llevado allí y dejado, el cual tomé en cuanto vi acercarse a la turba; y mientras el hermano José disparaba el revólver, yo estaba justo detrás de él. Tan pronto como descargó el arma, se retiró, y yo inmediatamente ocupé su lugar junto a la puerta, mientras él se colocaba donde yo había estado mientras él disparaba. El hermano Richards, en ese momento, tenía en sus manos un bastón nudoso que me pertenecía, y se encontraba junto al hermano José, un poco más alejado de la puerta, en una posición oblicua, aparentemente para evitar el alcance del fuego que venía desde la puerta. Los disparos del hermano José hicieron que nuestros atacantes se detuvieran por un momento; sin embargo, muy poco después empujaron la puerta, abriéndola parcialmente, y asomaron y dispararon sus armas dentro del cuarto, momento en el cual yo las desvíe con mi bastón, cambiando la trayectoria de las balas.

Ciertamente fue una escena terrible: ráfagas de fuego tan gruesas como mi brazo pasaban junto a mí mientras aquellos hombres disparaban, y, estando nosotros desarmados, parecía una muerte segura. Recuerdo haber sentido que mi hora había llegado, pero no sé en qué otro momento crítico me he sentido más sereno, imperturbable y enérgico, y actuado con mayor prontitud y decisión. Ciertamente, no era nada placentero estar tan cerca de las bocas de esas armas mientras escupían su llama líquida y sus mortales proyectiles. Mientras yo me ocupaba en desviar las armas, el hermano José dijo: “Eso es, hermano Taylor, desvía los disparos lo mejor que puedas.” Estas fueron las últimas palabras que le oí pronunciar en la tierra.

A cada momento la multitud en la puerta se volvía más densa, sin duda empujada por quienes venían detrás subiendo por las escaleras, hasta que toda la entrada de la puerta estaba literalmente abarrotada de mosquetes y rifles, lo que, junto con los juramentos, gritos y expresiones demoníacas de los que estaban fuera de la puerta y en las escaleras, y los disparos de armas, mezclados con horribles maldiciones e imprecaciones, hacía que aquello pareciera el mismo pandemonio desatado, y era, en verdad, una representación adecuada del horrendo crimen en el que estaban involucrados.

Después de desviar las armas durante algún tiempo, que ahora se introducían más numerosas y profundamente en la habitación, y al ver que no había esperanza de escape ni de protección allí, ya que estábamos desarmados, se me ocurrió que tal vez podríamos tener algunos amigos afuera, y que podría haber alguna posibilidad de escapar en esa dirección, pero allí no parecía haber ninguna. Como esperaba que en cualquier momento irrumpieran en la habitación—nada salvo una cobardía extrema los había mantenido fuera—y al aumentar el tumulto y la presión, sin ninguna otra esperanza, me lancé hacia la ventana que estaba justo frente a la puerta de la cárcel, donde se encontraba la turba, y también expuesta al fuego de los Carthage Greys, quienes estaban apostados a unas diez o doce varas de distancia. El clima era caluroso, todos teníamos los sacos quitados, y la ventana estaba abierta para permitir la entrada de aire. Al alcanzar la ventana, y estando a punto de saltar, fui alcanzado por una bala proveniente de la puerta que me dio a la mitad del muslo, impactando el hueso y aplanándose casi al tamaño de una moneda de veinticinco centavos, y luego atravesó la parte carnosa hasta quedar a unos dos centímetros de la superficie exterior. Creo que debió haberse seccionado o dañado algún nervio importante, porque tan pronto como la bala me golpeó, caí como un pájaro al ser abatido, o un buey cuando es golpeado por un carnicero, y perdí total e instantáneamente toda facultad de acción o movimiento. Caí sobre el alféizar de la ventana y grité: “¡Estoy herido!” Sin tener ninguna capacidad de moverme, sentí que caía hacia fuera de la ventana, pero inmediatamente caí hacia adentro, por alguna causa desconocida en ese momento. Al golpear el suelo, pareció volverme la conciencia, como lo he visto a veces en ardillas o aves tras ser heridas. Tan pronto como sentí poder moverme, me arrastré debajo de la cama, que estaba en una esquina de la habitación, no muy lejos de la ventana donde recibí la herida. Mientras iba hacia allí y ya debajo de la cama, fui herido en tres lugares más; una bala entró un poco por debajo de la rodilla izquierda, y nunca fue extraída; otra entró por la parte delantera del brazo izquierdo, un poco por encima de la muñeca, y, descendiendo junto a la articulación, se alojó en la parte carnosa de la mano, aproximadamente a la mitad, un poco por encima de la articulación superior del dedo meñique; otra me alcanzó en la parte carnosa de la cadera izquierda, y desgarró un trozo de carne del tamaño de mi mano, lanzando los fragmentos destrozados de carne y sangre contra la pared.

Mis heridas eran dolorosas, y la sensación que produjeron fue como si una bala hubiera pasado a través de toda la longitud de mi pierna. Recuerdo muy bien mis pensamientos en ese momento. Tenía una idea muy penosa de quedar cojo y lisiado, y convertirme en un objeto de compasión, y sentí que preferiría morir antes que verme en tales circunstancias.

Parece que inmediatamente después de mi intento de saltar por la ventana, José también lo hizo, aunque de este hecho no tengo conocimiento personal, solo por información posterior. Lo primero que noté fue un grito de que él había saltado por la ventana. Cesaron los disparos, la turba se precipitó escaleras abajo, y el Dr. Richards se dirigió a la ventana. Inmediatamente después vi al doctor acercarse a la puerta de la cárcel, y como había una puerta de hierro en lo alto de las escaleras, contigua a la nuestra, que daba a las celdas de los criminales, se me ocurrió que el doctor iba hacia allí, y le dije: “Deténgase, doctor, y lléveme con usted.” Él fue a la puerta y la abrió, y luego regresó y me arrastró hasta una pequeña celda destinada a criminales.

El hermano Richards estaba muy angustiado, y exclamó: “¡Oh, hermano Taylor, ¿es posible que hayan matado tanto al hermano Hyrum como a José? no puede ser, y sin embargo los vi dispararles!”; y elevando sus manos dos o tres veces, exclamó: “¡Oh Señor, Dios mío, salva a Tus siervos!” Luego dijo: “Hermano Taylor, esto es un acontecimiento terrible”; y me arrastró más adentro de la celda, diciendo: “Lamento no poder hacer más por usted”; y, tomando un viejo colchón sucio, me cubrió con él, y dijo: “Eso puede ocultarlo, y quizás aún viva para contar la historia, pero espero que me maten en unos momentos.” Mientras yacía en esa posición sufrí los dolores más exquisitos.

Poco después el Dr. Richards regresó a mí, me informó que la turba había huido precipitadamente, y al mismo tiempo confirmó mis peores temores: que José estaba ciertamente muerto. Sentí una sensación sorda, solitaria, y nauseabunda ante la noticia. Cuando reflexioné que nuestro noble jefe, el Profeta del Dios viviente, había caído, y que había visto a su hermano en el frío abrazo de la muerte, me pareció que había un vacío o un hueco en el vasto campo de la existencia humana, y un abismo oscuro y lúgubre en el reino, y que estábamos solos. ¡Oh, cuán solitario era el sentimiento! ¡Qué frío, estéril y desolado! En medio de las dificultades él siempre era el primero en moverse; en posiciones críticas siempre se buscaba su consejo. Como nuestro Profeta se acercaba a nuestro Dios, y obtenía para nosotros Su voluntad; pero ahora nuestro Profeta, nuestro consejero, nuestro general, nuestro líder, se había ido, y en medio de la ardiente prueba por la que entonces debíamos pasar, estábamos solos sin su ayuda, y como nuestro futuro guía en cosas espirituales o temporales, y en todas las cosas referentes a este mundo o al venidero, había hablado por última vez en la tierra.

Estas reflexiones y miles más cruzaron por mi mente. Pensé, ¿por qué deben perecer los buenos, y ser destruidos los virtuosos? ¿Por qué debe la nobleza de Dios, la sal de la tierra, los más exaltados de la familia humana, y los más perfectos ejemplos de toda excelencia, caer víctimas del odio cruel y diabólico de demonios encarnados?

La agudeza de mi dolor, sin embargo, supongo que fue algo atenuada por el extremo sufrimiento que soportaba a causa de mis heridas.

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