“El Valor Viene del Señor”
Obispo Thorpe B. Isaacson
Primer Consejero del Obispado Presidente
Presidente McKay, Presidente Richards, Presidente Clark, mis hermanos de las Autoridades Generales, y mis queridos hermanos y hermanas:
Me siento muy humilde esta mañana al estar ante esta gran audiencia, esta maravillosa audiencia. Oro humildemente para que el Señor conteste mis oraciones y me sostenga y me guíe en lo que he de decir.
Si tengo la fortaleza, y si se me permite ser perdonado, quisiera agradecer a mi esposa por una oración que ofreció esta mañana. Cuando hacíamos nuestra oración familiar, ella pidió si podía también orar, y sentí vergüenza de no haberle pedido yo que lo hiciera antes de que ella lo solicitara. Creo, hermanos, que deberíamos permitir a nuestras esposas participar con más frecuencia en nuestras oraciones. Aunque ellas no posean el sacerdocio, no estoy tan seguro de que el Espíritu Santo no actúe en la vida de nuestras esposas y madres con quizá un sentido más agudo que en el nuestro. Después de haber orado por el Presidente McKay y todas las Autoridades Generales de la Iglesia, hizo una petición especial al Señor por su esposo y pidió que él pudiera ser bendecido con valor, y entonces dijo: “Porque el valor viene del Señor”.
Sí, jóvenes, el valor viene del Señor. Las discusiones, los debates, las críticas y la tendencia a encontrar faltas no vienen del Señor. El desaliento y la desesperanza no vienen del Señor. El valor viene del Señor.
El jueves por la mañana tuvimos el privilegio, como Autoridades Generales de la Iglesia, de reunirnos con la Primera Presidencia en el templo como preparación para esta gran conferencia. No tengo la capacidad para expresarles y compartir con ustedes el espíritu de esa reunión, pero puedo testificarles que sé que el espíritu del Señor estuvo allí en abundancia, y que las oraciones que se ofrecieron y las instrucciones que recibimos fueron divinas.
Alguien dijo al final de la reunión en el templo: “Si tan solo pudiéramos pasar directamente de esta hermosa reunión en el templo a la conferencia, entonces no tendríamos de qué preocuparnos, debido al hermoso espíritu que se sentía”. Creo que ese mismo dulce espíritu que existió en la reunión en el templo ha continuado plenamente, de acuerdo con las oraciones y súplicas que allí se ofrecieron, implorando al Señor que bendijera la conferencia. Sí, creo que ese mismo dulce espíritu ha estado aquí como pedimos al Señor que así fuera.
Se ha hablado mucho sobre el Sacerdocio Aarónico. No olvidaré la visita que hice recientemente al río Susquehanna y el sentimiento que tuve al estar cerca del lugar donde el Profeta José y Oliver Cowdery fueron a buscar la guía del Señor, y donde Juan el Bautista se les apareció. Me pregunto si podemos imaginar lo que ellos debieron haber sentido cuando el mensajero celestial se les apareció.
Ustedes saben, cuando el Profeta recibió su primera visión, hubo algunos que dijeron que no era un hombre instruido. Quizá no, si lo juzgamos por el conocimiento de los hombres, pero él había visto a Dios. Sabía más sobre Dios que cualquier otro hombre en su dispensación. Había visto a Cristo resucitado. Sabía más sobre Jesús que cualquier otro hombre en esta dispensación. Conocer a Dios y a su Hijo Jesucristo, como los conoció José Smith, es poder divino y la fuente de todo conocimiento. Alguien ha dicho: “El que conoce los libros sabe mucho; el que conoce la naturaleza sabe más; pero el que conoce a Dios ha alcanzado la meta de la sabiduría humana”.
Se ha hablado mucho sobre la visitación de Juan el Bautista al Profeta y a Oliver. ¡Oh, el sentimiento que ellos debieron haber tenido! Oliver Cowdery intentó escribir una carta a su hermano, explicando el tipo de sentimiento que tuvo cuando se le confirió el Sacerdocio Aarónico. Sus ojos de entendimiento espiritual fueron abiertos. ¿Puedo leer una copia de la carta que Oliver envió a su hermano describiendo la visita de Juan el Bautista y la restauración del Sacerdocio Aarónico?
De repente, como desde el seno de la eternidad, la voz del Redentor nos habló paz mientras el velo se abría y el ángel de Dios descendía vestido de gloria y nos entregaba el tan ansiado mensaje, y las llaves del evangelio del arrepentimiento. ¡Qué gozo! ¡Qué maravilla! ¡Qué asombro! Mientras el mundo estaba desgarrado y distraído —mientras millones andaban a tientas como ciegos buscando la pared, y mientras todos los hombres descansaban sobre la incertidumbre como masa general— nuestros ojos vieron, nuestros oídos oyeron. Como en el “resplandor del día”; sí, más aún—sobre el brillo del rayo de sol de mayo, que entonces derramaba su fulgor sobre la faz de la naturaleza. Entonces su voz, aunque suave, penetró hasta el centro, y sus palabras, “Yo soy tu consiervo”, disiparon todo temor. Escuchamos, contemplamos, admiramos. ¡Era la voz de un ángel de gloria! ¡Era un mensaje del Altísimo! Y al escucharlo, nos regocijamos, mientras su amor se encendía en nuestras almas, ¡y fuimos arrebatados en la visión del Todopoderoso! ¿Dónde había lugar para la duda? En ninguna parte; la incertidumbre había huido, la duda se había hundido para no volver a surgir jamás, mientras que la ficción y el engaño habían huido para siempre. Pero, querido hermano, piensa más allá, piensa por un momento qué gozo llenó nuestros corazones y con qué sorpresa debimos habernos arrodillado (porque ¿quién no habría doblado la rodilla ante tal bendición?) cuando recibimos bajo sus manos el Santo Sacerdocio… (Historia de la Iglesia, 1:43)
¿Puedo suplicar a los jóvenes del Sacerdocio Aarónico y a los hombres que poseen el Sacerdocio Aarónico que valoren altamente esa gran bendición del Sacerdocio Aarónico? ¿Puedo suplicarles a ustedes, mis hermanos, mis amigos y mis asociados, mis compañeros de trabajo, que hagan los ajustes necesarios en sus vidas y no lo pospongan por demasiado tiempo, para que puedan recibir el gozo y las bendiciones que vienen del Santo Sacerdocio?
Que Dios los bendiga, oro, en el nombre de Jesucristo. Amén.

























