Aniversario del programa
de bienestar de la Iglesia
Élder Henry D. Moyle
Del Consejo de los Doce Apóstoles
Yo, al igual que el élder Stapley, he tenido en mente llamar su atención, al menos en parte, hacia el gran servicio que el presidente David O. McKay ha prestado a la Iglesia y a su Hacedor durante los últimos cincuenta años, y particularmente hacia el servicio que ha brindado durante los últimos veinte años desde que se estableció el gran programa de bienestar de la Iglesia.
Cuando el Señor habla por medio de sus siervos, como lo hizo en 1936, no queda lugar para duda en la mente de los verdaderos Santos de los Últimos Días. Creemos en las palabras de Amós, que ya han sido citadas hoy aquí:
“Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas”
En este sentido, reafirmamos nuestro Noveno Artículo de Fe:
“Creemos todo lo que Dios ha revelado, todo lo que actualmente revela, y creemos que aún revelará muchos grandes e importantes asuntos pertenecientes al Reino de Dios”
Hay una historia que el presidente McKay ha contado con frecuencia, particularmente durante los primeros días del programa de bienestar, que me gustaría repetir. Es la historia de un maquinista que detuvo su tren en una estación una noche oscura y tormentosa, y mientras el maquinista se ocupaba tranquilamente de engrasar su locomotora, preparándose para el siguiente trayecto, un pasajero tímido del vagón se le acercó y le preguntó si no le daba miedo salir en medio de la oscuridad. Sin levantar la vista, el maquinista respondió: “No voy a sacar mi tren a la oscuridad esta noche.” “Oh, perdón,” dijo el hombre, “creí que usted iba a ser nuestro maquinista.” “Lo soy,” dijo él, “pero no estaré en la oscuridad esta noche.” “Bueno, yo pensaría que estaría muy nervioso con la vida de todos estos hombres y mujeres en el tren dependiendo de usted.” Como respuesta, el maquinista señaló hacia el faro delantero que proyectaba una luz blanca e intensa varios cientos de metros por delante en la vía y dijo: “Cuando saque este tren de la estación esta noche, voy a conducir hasta el borde de esa luz, y cuando llegue allí, esa luz se extenderá varios cientos de metros más adelante, y seguiré conduciendo hasta el fin de esa luz, y así sucesivamente durante toda la noche. Estaré conduciendo en la luz todo el camino.” Y el hombre respondió: “Gracias por la lección, fiel maquinista.”
El presidente McKay continuó: “Puedo decirles esto: El primer círculo de luz que hemos visto fue el 1° de octubre de 1936, cuando para esa fecha nos aseguraremos de tener suficiente alimento, combustible, ropa, etc., para ayudar a cada familia necesitada a pasar este invierno, y para cuando lleguemos al 1° de octubre, la luz se habrá extendido lo suficiente como para permitirnos ver el siguiente paso que debemos dar. Puedo prometerles una cosa: que estaremos avanzando en la luz durante toda esta noche oscura.”
No podrían haberse hecho declaraciones más proféticas, estoy seguro, en aquel momento. Y hoy tengo el privilegio de testificar que esa declaración profética se ha cumplido, y que desde entonces hemos estado avanzando en la luz; y, por supuesto, la historia aún no ha terminado de contarse, pero revelará una gran obra de inspiración y de progreso.
Cuando cantamos: “Te damos gracias, oh Dios, por un profeta”, eso tiene un significado para los Santos de los Últimos Días; tiene un significado para los obreros del bienestar en toda la Iglesia. Nuestra presencia aquí hoy indica cuán felices y cuán agradecidos estamos de vivir en una época en la que un profeta de Dios está entre nosotros. Sabemos que no estamos solos, abandonados a nuestro propio juicio ni a los artificios de los hombres.
Aquellos que han sido beneficiados por el programa durante los últimos veinte años están naturalmente agradecidos por el programa de la Iglesia, por la generosidad de los Santos, y por la inspiración de los hermanos que los presiden; pero lo interesante es que aquellos que han sido llamados a trabajar, a dar, a sacrificarse y a llevar a cabo esta gran obra, también están profundamente agradecidos. Están agradecidos por la oportunidad que han tenido de servir a sus semejantes. Conocen la veracidad de las palabras: “Más bienaventurado es dar que recibir”
Tienen motivos cada día de sus vidas para agradecer al Señor el privilegio que ha sido suyo al participar de esta obra inspirada. De hecho, ese es el espíritu de la obra de bienestar. Ese espíritu ha asegurado su éxito desde el principio, y seguirá con nosotros para sostenernos en el futuro.
No conozco nada que fomente más la fe en la Iglesia que estar asociado con el programa de bienestar y participar en sus actividades. Detrás de todo ello ha estado la fidelidad y la devoción del pueblo de la Iglesia. No deseo caer hoy en superlativos, pero estoy seguro de que ningún elogio sería exagerado para la membresía de la Iglesia, que ha respondido a cada emergencia y ha provisto para toda necesidad que se ha presentado desde que se inició este gran programa. El pueblo no ha fallado. No está fallando ahora. Sus esfuerzos van al ritmo de las necesidades de sus hermanos. Ambos, esfuerzos y necesidades, necesariamente se han expandido conforme han surgido los problemas.
Mientras que hace veinte años solo teníamos 115 estacas, ahora tenemos 227. No solo ha habido un aumento en número, sino que nuestra sociedad se ha vuelto más compleja. Me refiero, por supuesto, a la sociedad en la que vivimos. En lo que respecta a la Iglesia, nuestra sociedad debería mantenerse tan sencilla como siempre. Ahora bien, en el mundo existen muchas limitaciones impuestas sobre nuestra libertad de acción, tanto individual como colectivamente, muchas restricciones en el gobierno, en la industria, y en todas las actividades de la vida estamos circunscritos, necesariamente. Muchas de estas influencias son insidiosas por naturaleza, algunas de las cuales no percibimos hasta que somos golpeados por su fuerza y efecto completos, y muchas veces entonces nos quedamos indefensos si permanecemos solos.
Hace ya mucho tiempo que estoy convencido en mi corazón de que el inicio de nuestro esfuerzo colectivo intensivo para afrontar estos problemas fue guiado por el Señor. De no haber sido por la inspiración del Todopoderoso, el presidente Grant y sus consejeros no habrían previsto, como lo hicieron, los requerimientos futuros para afrontar las condiciones cambiantes del mundo en el que vivimos. Su previsión profética hizo posible que el pueblo anticipara y se preparara para el futuro. También nos dieron el plan bajo el cual hemos estado operando. Hasta ese momento —abril de 1936— la mayoría de nuestros casos de bienestar eran atendidos por el obispo, de forma individual. Él se encontraba, por así decirlo, solo en el mundo, dependiendo en gran medida de sus propios recursos, y el resultado era que no estaba en condiciones, estando solo, de enfrentar los intrincados problemas que surgían en nuestra nueva sociedad. Con la llegada del programa diseñado para afrontar nuestros actuales problemas complejos, todos los obispos de la Iglesia fueron unidos de manera que cada uno pudiera compartir con los demás, y todos beneficiarse de las experiencias adquiridas en toda la Iglesia.
Pero este cambio en el programa —del obispo individual al programa de bienestar— no alteró en modo alguno el principio ni la práctica sobre la cual se basa nuestro cuidado de los pobres. Sigue siendo responsabilidad del obispo individual cuidar de los suyos. Así continuamos cumpliendo, dentro del programa de bienestar, con el mandato del Señor dado en el establecimiento de su Iglesia y reino aquí en estos últimos días, tal como se impuso al pueblo en dispensaciones anteriores.
¿Qué ocurrió en la Iglesia primitiva? La misma práctica de cuidar a los pobres y necesitados, sin duda en un grado de perfección mayor que ahora, pues se nos dice: “…todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y los repartían a todos según la necesidad de cada uno” Hechos 2:44–45
“Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común.
No había entre ellos ningún necesitado”
Ya saben, el rey Benjamín, al hablar de aquellos que no ayudarían a los pobres ni socorrerían a los necesitados, dijo: “…Oh hombre, cualquiera que esto haga, grande es su condenación; porque si no se arrepiente de lo que ha hecho, perece para siempre y no tiene parte en el reino de Dios”
Y Amulek, hablando del mismo tema, dijo: “…he aquí, vuestra oración es vana y no sirve de nada, y sois como los hipócritas que niegan la fe”, cuando no cuidamos de los pobres y necesitados.
Y en la apertura de esta dispensación, el Señor nos dijo por medio de su profeta, José Smith:
“He aquí, yo os digo que debéis visitar a los pobres y a los necesitados y socorrerlos”
“Y en todas las cosas, recordad a los pobres y a los necesitados, a los enfermos y a los afligidos, porque el que no hace estas cosas, el tal no es mi discípulo”
No conozco una caracterización más elocuente del programa de bienestar que la hecha por el presidente McKay el 2 de octubre de 1936, después de que habíamos tenido seis meses de experiencia en esta obra:
“No conozco actividad alguna,” dijo el Presidente, “con la cual hayamos estado asociados que prometa resultados más fructíferos en logros tanto temporales como espirituales que este programa de seguridad [bienestar] de la Iglesia… Va a destacar en la historia de la Iglesia como algo significativo… Hermanos, los felicito con todo mi corazón. No lo están haciendo por ustedes mismos, sino por los demás y por el Señor, al proveer y contribuir al progreso y al éxito de la Iglesia.”
“El desarrollo de nuestra naturaleza espiritual debería ser nuestra mayor preocupación. La espiritualidad es la más alta adquisición del alma, lo divino en el hombre; ‘el don supremo y culminante que lo convierte en rey sobre todas las cosas creadas.’ Es la conciencia de la victoria sobre uno mismo y de la comunión con lo infinito. Es la espiritualidad, y solo ella, la que realmente da lo mejor de la vida.
“A lo largo de esta conferencia se ha hecho frecuente referencia —y apropiadamente— al plan inaugurado por las Autoridades Generales de la Iglesia para el alivio de quienes se encuentran desempleados. Es, en este momento, una de nuestras mayores y más importantes preocupaciones como Iglesia. Durante los pocos minutos que se me han asignado, deseo llamar la atención al valor espiritual de esta importante y de largo alcance iniciativa.
“En la sección 29 de Doctrina y Convenios, se nos dice que todas las cosas para el Señor son espirituales, ‘y en ningún momento os he dado una ley que fuera temporal; ni a ningún hombre, ni a los hijos de los hombres; ni a Adán, vuestro padre, a quien creé.
“He aquí, le di a él que fuera agente por sí mismo; y le di mandamiento, pero ningún mandamiento temporal le di, porque mis mandamientos son espirituales; no son naturales ni temporales, ni carnales ni sensuales.
“Es algo significativo proveer ropa a quien va escasamente vestido, proporcionar alimento abundante a quienes apenas tienen qué comer, dar ocupación a quienes luchan desesperadamente contra la desesperanza que produce el ocio forzado; pero, después de todo, las mayores bendiciones que se derivarán del plan de seguridad [bienestar] de la Iglesia son espirituales. Exteriormente, cada acto parece estar dirigido hacia lo físico: rehacer vestidos y trajes, embotar frutas y verduras, almacenar alimentos, escoger campos fértiles para el asentamiento—todo parece estrictamente temporal, pero permeando todos estos actos, inspirándolos y santificándolos, está el elemento de la espiritualidad.”
Esa es la declaración de nuestro amado Presidente para nosotros, y ha sido la inspiración no solo para el comité general de bienestar de la Iglesia a lo largo de todos estos años, sino también, estoy seguro, la inspiración para ustedes, mis hermanos y hermanas, quienes han hecho posible este gran logro.
Tan importante como es históricamente el pasado, nuestra atención debe ahora centrarse en el presente y el futuro, mientras aún cumplimos con nuestras tareas diarias.
Es de suma importancia, por supuesto, que hayamos adquirido los diversos proyectos que tenemos en toda la Iglesia, pero en mi humilde opinión hoy, sería mejor no haber adquirido jamás un proyecto de bienestar que adquirirlo y luego no hacernos cargo de él ahora que lo tenemos. El Señor no nos considerará sin culpa, a aquellos de nosotros que dirigimos en los barrios y las estacas de la Iglesia, si tomamos los fondos del pueblo —esos fondos sagrados en fideicomiso— y compramos proyectos, y luego no los utilizamos como el Señor desea que lo hagamos. Así que digo hoy que la prueba más severa es la que ahora tenemos ante nosotros.
Ahora bien, nunca hemos juzgado el éxito de nuestros proyectos de bienestar por su capacidad de generar ingresos, ni por las ganancias que pudieran derivarse de ellos, ni tampoco los hemos evaluado según su funcionamiento en tiempos de abundancia, cuando no hay desempleo, cuando hemos tenido que recurrir al pueblo ocupado de la Iglesia para obtener la mayor contribución para su mantenimiento. Nunca debemos olvidar el hecho de que estos proyectos alcanzan el punto máximo de su importancia cuando producen, en tiempos de necesidad, lo que es necesario para hacer frente a la emergencia, y que al mismo tiempo proveen, en períodos de desempleo, ocupación al mayor número posible de hombres y mujeres, mediante la cual pueden obtener lo que necesitan para el sustento propio y de sus familias.
Les digo hoy que este plan de bienestar se ha convertido en un gran seguro, no solo para el pueblo de la Iglesia sino también para nuestros vecinos y amigos en el mundo. Y ustedes podrían preguntarme: ¿de qué beneficio es este programa para el mundo y particularmente para las comunidades en las que vivimos? Les digo que es de beneficio para ellos porque estamos preparados y seguiremos estando preparados para cuidar de los nuestros y así aliviar la carga pública, y permitir que lo que el público tiene se destine a aquellos que no han sido bendecidos con la inspiración y dirección del profeta de Dios que dirige la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en estos días.
Quisiera decir una palabra, para concluir, sobre nuestra situación fiscal. Algunas personas, tanto dentro como fuera de la Iglesia, parecen preocuparse por ciertos proyectos de bienestar sobre los cuales no se ha impuesto ningún impuesto estatal. Permítanme decirles humildemente, mis hermanos y hermanas, y al mundo, que nosotros realmente pagamos el cien por ciento de la producción de estos proyectos agrícolas nuestros a la misma causa exacta a la que se dedican muchos de nuestros impuestos. La producción bruta de nuestros proyectos de bienestar contribuye a aliviar una carga impositiva, más bien que el pequeño porcentaje que se nos cobraría si estuviéramos sujetos únicamente al impuesto que podría imponerse si no estuvieran exentos por la ley. Estoy seguro de que tanto los miembros como los no miembros de la Iglesia no deberían preocuparse por si cumplimos o no nuestras responsabilidades cívicas. Estoy seguro de que siempre se nos hallará haciendo más que nuestra parte en las comunidades donde vivimos en todo el mundo. Piensen en ello: con la gran cantidad de proyectos de bienestar que tenemos ahora, distribuidos como están en todo Estados Unidos y Canadá, podemos tener la seguridad de que ninguna condición climática particular ni ningún desastre específico podría afectarnos a todos, y que estamos en una posición en la que, cuando una comunidad resulta afectada, podemos recurrir a otras comunidades y otros proyectos de la Iglesia para ayudarla. Con cada nuevo proyecto añadimos una nueva capa de seguridad para nuestro bienestar y protección futuros.
Espero y ruego que siempre seamos tan receptivos en el futuro como lo hemos sido en el pasado al gran liderazgo del presidente McKay y a la inspiración y dirección que le vendrán mientras continúe presidiéndonos en la Iglesia y reino de Dios; y esto lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.

























