La ley de la justificación
Élder Bruce R. McConkie
Del Primer Consejo de los Setenta
Creemos en la ley de la justificación. En virtud de esta ley, si un hombre camina, actúa y vive en esta vida de tal manera que su conducta es justificada por el Espíritu, eventualmente obtendrá una herencia en el mundo celestial.
El día en que la Iglesia fue organizada, el 6 de abril de 1830, el Profeta, escribiendo por medio de profecía y revelación, resumió las doctrinas básicas de la Iglesia. Entre otras cosas, escribió lo siguiente:
“Y sabemos que la justificación por la gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es justa y verdadera” (DyC 20:30)
En el resumen de la ley del evangelio dado en los días del padre Adán, encontramos esta frase:
“Porque por el agua cumplís el mandamiento; por el Espíritu sois justificados, y por la sangre sois santificados” (Moisés 6:60)
A principios de la década de 1830, cuando el Señor hablaba con el Profeta sobre lo que se llama el nuevo y sempiterno convenio —es decir, sobre la plenitud del evangelio— le reveló esta verdad adicional respecto a esta gran ley de la justificación, y creo que las siguientes palabras constituyen un resumen perfecto, en una sola frase, de toda la ley de todo el evangelio. El Señor dijo: “…todos los convenios, contratos, lazos, obligaciones, juramentos, votos, obras, vínculos, asociaciones o expectativas que no sean hechos, celebrados y sellados por el Espíritu Santo de la promesa, por el ungido, tanto para el tiempo como para toda la eternidad, y esto también santamente, por revelación y mandamiento, por medio de mi ungido, a quien he designado sobre la tierra para poseer este poder… no tienen eficacia, valor ni fuerza después de la resurrección de los muertos” (DyC 132:7)
Otra expresión en las revelaciones guarda relación con esto. El Señor dijo: “…el Espíritu Santo de la promesa, que el Padre derrama sobre todos los que son justos y verdaderos” (DyC 76:53)
Ahora bien, justificar es sellar, o ratificar, o aprobar; y es muy evidente por estas revelaciones que cada acto que realicemos, si ha de tener virtud vinculante y selladora en la eternidad, debe ser justificado por el Espíritu. En otras palabras, debe ser ratificado por el Espíritu Santo; o, dicho de otra manera, debe ser sellado por el Espíritu Santo de la Promesa.
Todos nosotros sabemos que podemos engañar a los hombres. Podemos engañar a nuestros obispos o a otros representantes de la Iglesia, a menos que en ese momento sus mentes estén iluminadas por el espíritu de revelación; pero no podemos engañar al Señor. No podemos recibir de Él una bendición que no hayamos merecido. Llegará el día en que todos los hombres recibirán exactamente y precisamente lo que han merecido y ganado, sin añadir ni quitar. No se puede mentir con éxito al Espíritu Santo.
Ahora tomemos una ilustración sencilla. Si un individuo ha de obtener una herencia en el mundo celestial, debe entrar por la puerta del bautismo, siendo esta ordenanza realizada por las manos de un administrador legal. Si se presenta preparado con dignidad, es decir, si es justo y verdadero, y recibe el bautismo por manos de un administrador legal, entonces es justificado por el Espíritu en el acto que se ha llevado a cabo; es decir, el acto es ratificado por el Espíritu Santo, o es sellado por el Espíritu Santo de la Promesa. Como resultado, tiene plena fuerza y validez en esta vida y en la venidera.
Si, después de eso, un individuo se aparta de la justicia y va y se revuelca en el lodo de la iniquidad, entonces se quita el sello; y así tenemos este principio que impide que los indignos reciban bendiciones no merecidas. El Señor ha establecido una barrera que detiene el progreso del impío; ha impuesto un requisito que debemos cumplir. Debemos obtener la aprobación y recibir el poder santificador del Espíritu Santo si queremos, en última instancia y en la eternidad, cosechar las bendiciones que esperamos recibir.
Lo mismo que es verdadero con respecto al bautismo, lo es también con respecto al matrimonio. Si una pareja se presenta con dignidad, una pareja justa y verdadera, y entra en esa ordenanza por manos de un administrador legal, se registra un sello de aprobación en el cielo. Entonces, suponiendo que no quebranten ese sello, suponiendo que guarden el convenio y perseveren con firmeza y rectitud, seguirán adelante en el mundo venidero como esposo y esposa; y en la resurrección y después de ella, esa ordenanza realizada de forma tan vinculante aquí tendrá plena fuerza, eficacia y validez.
Creo que tal vez esta doctrina, como casi todas las demás doctrinas que enseñamos en la Iglesia, nos conduce de nuevo a la misma conclusión central, que es que estamos obligados a guardar los mandamientos de Dios si esperamos heredar alguna vez las bendiciones que Él ha prometido a los santos. Deberíamos recordarnos una y otra vez estas palabras que Él ha dicho: “…el que hiciere obras de justicia recibirá su galardón, es decir, paz en este mundo, y vida eterna en el mundo venidero”.
En el nombre de Jesucristo. Amén.

























