“El Poder de un Testimonio Sencillo”
Élder S. Dilworth Young
Del Primer Consejo de los Setenta
No puedo expresar con palabras, mis hermanos, el honor que me concede el presidente McKay al pedirme que les dirija la palabra esta noche. Me siento muy en deuda con él. Yo tenía ocho años cuando él ingresó en el Cuórum de los Doce, y he crecido durante la mayor parte de mi vida recordándolo siempre como un Apóstol del Señor.
Fue él quien me llamó por teléfono un día de abril de 1945 e invitó a venir a la Conferencia y tomar mi lugar en el Primer Consejo de los Setenta. Ha habido ocasiones en que he necesitado ser reprendido, como supongo que todo hombre. Nunca protestaré mientras las que reciba en el futuro sean tan amables como las que me ha dado el presidente McKay, pues siempre me deja edificado y fortalecido cuando señala los errores que se han cometido.
Presidente McKay, quisiera que supiera que mi sentimiento personal hacia usted es de profunda devoción, y hacia su familia también. Creo que no tengo mayor amor por ningún hombre que el que tengo por su hermano Thomas, quien siempre ha sido para mí un amigo, muchas veces en momentos de necesidad.
Quisiera permitirme un momento de indulgencia, y pedirles a ustedes que también me la concedan, en un ejercicio de imaginación. Me gustaría que imaginaran conmigo que hemos retrocedido 136 años en el tiempo. Me imagino a mí mismo como miembro de una familia recién llegada al estado de Nueva York, de apellido Smith.
La estábamos pasando mal. Padre había adquirido unas tierras en contrato. Estaban densamente cubiertas de bosque. No es cosa fácil talar árboles de madera dura con un diámetro de entre tres y cuatro pies, y sin embargo esa era nuestra tarea si esperábamos limpiar la tierra y convertirla en una granja. Avanzábamos lentamente, a base de arduo trabajo.
Un día en particular, claro y soleado, al comienzo de la primavera, cuando los brotes comenzaban a salir un poco —algo poco común en esa época del año en el estado de Nueva York—, me habían enviado a limpiar un terreno en la parte baja, y habiendo pasado todo el día allí, no había tenido mucho contacto con la familia. Volví a casa esa tarde justo a tiempo para la cena, y me reuní con la familia alrededor de la mesa. Nuestra costumbre era leer un versículo de las Escrituras, orar por los alimentos, y luego conversar sobre religión. Teníamos buenos motivos, porque en ese momento había en el pueblo cuatro ministros que representaban a cuatro iglesias diferentes, todos ellos suplicándonos que nos salváramos y que aceptáramos a Cristo.
Mi madre y mi hermano Hyrum habían sentido el deseo de abrazar la causa de la Iglesia Presbiteriana, y así lo habían expresado. Por mi parte, yo favorecía la Iglesia Metodista. Pensaba que esa era la más cercana a lo que yo consideraba que era Cristo. Pero éramos una familia leal y nunca discutíamos por estas cosas. Todo era una conversación feliz, se daban razones, se citaban las Escrituras, y nos reíamos cordialmente cuando llegábamos a una diferencia que no podíamos resolver.
Después de que se despejó la mesa, mi padre nos dijo a los hijos: “Reúnanse alrededor del fuego. Hay algo importante que queremos que escuchen.” Así que nos reunimos, y una vez sentados en las distintas sillas y en el suelo, mi madre se mecía suavemente en su silla favorita con su tejido sobre el regazo, y mi padre dijo:
“Ahora, Joseph”, y entonces vi ponerse de pie a mi hermano menor. Noté que había estado algo callado durante la velada. Ahora habló. Nos contó lo que todos conocemos tan bien acerca de su experiencia de esa mañana. Nos dijo que fue una visión. Algo notable me ocurrió. En mi corazón, al escucharlo hablar, no tuve más dudas sobre la religión. No había argumento en mi mente. De algún modo, sin ningún pensamiento ni análisis, supe que decía la verdad. No necesitaba analizarlo. No quería analizarlo. No había necesidad de hacerlo. Estaba seguro.
Al recordarlo, me parece que cada uno de mis hermanos y hermanas también estaban igualmente seguros. Creo que todo —toda la explicación— quedó resumido por mi padre cuando dijo, con su manera tranquila: “Hijos, esto es de Dios.” Ese parecía ser el sentir de todos nosotros.
También experimenté un nuevo sentimiento hacia Joseph. A mis ojos, de repente, aunque era solo un muchacho, pareció asumir la estatura de un hombre, y tuve la misma certeza, así como la seguridad sobre su visión, de que él tenía esa estatura y crecería de tal manera que podría siempre llevar sobre sí las cargas que el Señor le estaba colocando.
Los años que han pasado no han hecho nada por cambiar mis sentimientos en ese respecto. Estuvo a la altura. Por primera vez, creo yo, desde los días de Cristo, habíamos hallado la verdad acerca del Padre y del Hijo, verdad que ahora se testifica tan claramente en las Escrituras. Hasta ese momento, la relación entre el Padre y el Hijo había sido un misterio. Pero aprendimos también otra cosa: aprendimos el verdadero sentimiento que se experimenta cuando el Espíritu Santo da testimonio de la verdad, porque eso, hermanos míos, también fue parte de la revelación de aquel día.
Verán, no podía ser que el Padre y el Hijo vinieran y se revelaran a un muchacho JS—H 1:17 y que el mundo creyera en ese muchacho, a menos que el tercer miembro de la Gran Presidencia del Cielo también desempeñara su parte y diera testimonio a nuestras almas con tal certeza que no pudiéramos dejar de aceptar el hecho de que lo que él decía era verdad. Fue la voz apacible y delicada, no fuerte, no contenciosa 1 Re. 19:12 Simplemente lo supimos.
Gracias por su paciencia en esta excursión imaginaria. Hermanos míos, aquella gran revelación de dos Seres gloriosos, y el testimonio de su verdad, dado por el Espíritu Santo, ha sido la base de esta Iglesia. La fortaleza que tenemos hoy —un millón trescientos cincuenta mil miembros, nuestro inmenso despliegue de edificaciones y el vasto número de ustedes que poseen el sacerdocio— se debe a que todos nosotros también hemos recibido en nuestras almas ese mismo testimonio apacible, delicado, y silencioso de que, en verdad, los acontecimientos ocurrieron; que en verdad José Smith fue un Profeta; y que en verdad llevó a cabo su obra para la satisfacción de su Padre Celestial, y sabemos —por el mismo susurro del Espíritu— que sus llaves están en manos del presidente McKay y de aquellos que lo acompañan como profetas, videntes y reveladores.
Ese también es mi testimonio, en el nombre de Cristo. Amén.

























