Conferencia General Abril 1956

“Un Reino de Sacerdotes”

Presidente J. Reuben Clark, Jr.
Segundo Consejero de la Primera Presidencia


Mis hermanos: Una vez más, en esta reunión semestral del Sacerdocio, tengo el privilegio y el honor de que se me haya pedido decir unas palabras. Espero que me ayuden, para que las cosas que deseo decir, y que he pensado que podría decir, resulten apropiadas, y que pueda ser guiado ya sea en esa dirección u otra. Conozco en parte el valor de sus oraciones. Conozco en parte el poder del sacerdocio. Conozco en parte el poder de nuestro Padre Celestial. Y estas cosas invoco en este momento.

Si el hermano Young me lo permite, me gustaría hacer solo una observación. Ustedes saben, si yo no pudiera aceptar la Primera Visión JS—H 1:17-19 no veo cómo podría ser considerado miembro de esta Iglesia. No veo alternativa a eso, porque es un principio elemental. Hay algunos —estoy seguro de que son pocos en número— que ocupan posiciones de cierta importancia, que parecen pensar que la Iglesia es una gran organización social, y en efecto lo es, y si eso fuera todo lo que fuera, supongo que valdría la pena pertenecer a ella. Pero la Iglesia es eso y mucho, muchísimo más. La actividad social, la organización económica de la Iglesia son de suma importancia, pero sin la Primera Visión y todo lo que se deriva de ella, esta Iglesia tal como la conocemos nunca habría sido edificada, no existiría hoy, y no sería más que un recuerdo.

Ustedes saben, por supuesto, que no puedo pensar por nadie más que por mí mismo, pero creo que si yo sostuviera esa visión errónea que he mencionado, tendría el valor —la honradez común y corriente de todos los días— de proclamarlo públicamente y pedir ser relevado de mi membresía. Así es como me sentiría.

Ahora bien, estoy seguro de que los hermanos que todavía están aquí —el presidente McKay y el presidente Richards— tienen mucho que desean decir, y yo solo tengo uno o dos puntos que me gustaría mencionar. Lo que voy a decir ahora no puedo asegurarlo del todo, y no les presento estas cosas que leeré ni de las que hablaré como hechos absolutamente comprobados. Pero creo que son razonablemente exactas. Comparándonos con la iglesia más numerosa —es decir, la que tiene más miembros en los Estados Unidos— nosotros representamos una proporción de uno a veinticuatro, lo que significa que la más grande es veinticuatro veces más grande que nosotros.

Sin embargo, cuando se trata del sacerdocio, la situación es muy diferente. En los Estados Unidos, según nuestras mejores cifras, hay 165,000 poseedores del Sacerdocio de Melquisedec; hay 143,000 portadores del Sacerdocio Aarónico; un total de 309,000.

Ahora, no puedo asegurar con certeza las cifras que les daré a continuación, pero lo mejor que he podido obtener indica que esa otra iglesia, de la cual nosotros somos solo la veinticuatroava parte en tamaño, tiene solamente 54,344 sacerdotes. Eso nos da una proporción de 5.6 portadores del sacerdocio por cada uno de ellos.

Ahora bien, si a ese número de ellos se le suma a quienes pertenecen a sus seminarios —que, según entiendo, aún no son portadores de su sacerdocio, y por lo tanto no deberían incluirse—, aun incluyéndolos, resulta que tenemos 3.5 portadores del sacerdocio por cada uno de ellos. Y sin embargo, ellos son quizá veinticuatro veces más numerosos que nosotros.

El hermano Mark Petersen citó algunas Escrituras, y me gustaría, si Mark me lo permite, citarlas también. El Señor le dijo a Moisés —esto lo encontrarán en Éxodo 19:6:

“Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.” Éx. 19:6

Y luego, como lo citó Pedro y lo amplió, hermano Mark:

“Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.” 1 Ped. 2:9

Estoy seguro de que no hay otra Iglesia en esta tierra que tenga la proporción de portadores del sacerdocio respecto al total de miembros que nosotros tenemos. El plan que el Padre tenía para Israel no pudo llevarse a cabo porque ellos rehusaron recibir el Sacerdocio de Melquisedec, y el Señor retiró el sacerdocio y luego a Moisés de entre ellos, dejándolos con el Sacerdocio Aarónico D. y C. 84:25

Ahora, la lección que quisiera extraer de esta situación es cuán inmensa ventaja tenemos no solo sobre cualquier otra iglesia —creo que puedo decirlo con seguridad, en el mundo—, sino también señalarles que tenemos una responsabilidad correspondiente, una responsabilidad de la cual no podemos escapar. Hemos sido hechos, en términos generales, un reino de sacerdotes, un reino sacerdotal. El Señor así nos ve, estoy seguro, y también estoy seguro de que nos hará responsables.

Me pregunto si, aunque estamos bien organizados (años atrás, cuando el ejército alemán era considerado el mejor instruido, mejor dirigido y mejor organizado del mundo, solíamos escuchar que una evaluación sobre nosotros era, en efecto, la siguiente), ¿estamos tan bien organizados como lo estaba el ejército alemán? Nuestra organización es perfecta. No tenemos excusa ni justificación para no hacer lo que el Señor espera que hagamos, salvo nuestra propia indiferencia, falta de disposición o pereza.

Hermanos, creo que esta es una tremenda responsabilidad. ¿Y cómo la enfrentaremos? Vuelvo al tema del cual he hablado desde que comencé a dirigirme a ustedes: la unidad. Quiero tomarme el tiempo, con su permiso, para leer parte de quizás la oración más grande de la que tenemos registro: aquella oración que pronunció el Salvador la noche antes de la crucifixión, después de que él y los discípulos salieron del Aposento Alto y se dirigieron al monte. Es la oración en la que, casi al inicio, Jesús declara:

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” Juan 17:3

Y si me permiten, quisiera leer la mayor parte del resto de esa oración. Fue pronunciada en favor de los discípulos por el mismo Jesús, y ustedes, hermanos que están aquí, portadores del Sacerdocio de Melquisedec, poseen precisamente ese mismo sacerdocio, gozan, creo yo, de los mismos derechos, poderes y llaves que ellos disfrutaron. Y quiero leerles esto como un recordatorio de cómo el Señor oró por ellos. Estoy leyendo del capítulo 17 de Juan:

“Porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste.
Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque tuyos son.
Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos.”
(Está hablando de aquellos, repito, que poseen el mismo sacerdocio que ustedes, hermanos que están aquí delante de mí, portadores del Sacerdocio de Melquisedec.)
“Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros.
Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que se cumpliese la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos.
Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal.
No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.
Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.
Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.
Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos;
Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste.
La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno.
Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.
Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste.
Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos.”
—Juan 17:8–26

Hermanos, considero que esa es una oración ofrecida por nosotros, tan aplicable a nosotros como lo fue para los apóstoles en cuyo favor inmediato Cristo estaba intercediendo.

Que el Señor nos conceda la unidad, la fe, los poderes por los cuales él oró para que sus discípulos los tuvieran, es mi humilde oración, en el nombre de Jesús. Amén.

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