Conferencia General Abril 1956

La importancia de la expiación

Presidente Joseph Fielding Smith
Del Cuórum de los Doce Apóstoles


En esta época del año, la atención de los cristianos en todas partes se centra en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Es acertado que así sea, pues este es el acontecimiento más importante que jamás haya ocurrido en nuestro mundo caído. Cuando Adán y Eva fueron colocados en el Jardín de Edén, no existía la muerte. Fue por la violación de un mandamiento que la mortalidad y la muerte vinieron sobre ellos. El Señor les dijo:

“…De todo árbol del huerto podrás comer;
mas del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás de él, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” —Génesis 2:16–17

Después de que comieron, el Señor maldijo la tierra por causa de ellos y dijo:

“Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” —Génesis 3:19

Esta muerte mortal la hemos heredado, y está decretado que toda alma ha de morir —1 Corintios 15:22—. Sin embargo, no es propósito del Señor que esta condición perdure para siempre. La justicia demandaba que se reparara la ley quebrantada. La muerte no debía obtener la victoria. La humanidad no debía ser forzada a participar de una destrucción eterna de la cual no pudiera haber alivio. Sabiendo lo que haría Adán, el Señor preparó el camino para que el hombre escapara de este destino espantoso. Para traer esta restauración, fue necesario que hubiera una expiación infinita que reparara la ley quebrantada —2 Nefi 9:7—. Le hubiera correspondido a Adán pagar la pena por su transgresión; pero Adán se había colocado a sí mismo fuera del alcance del poder por el cual tal expiación podía efectuarse. La muerte había obtenido la victoria sobre él y, por consiguiente, también sobre su posteridad.

Por lo tanto, se hizo necesario que viniera uno que estuviera sin pecado y libre del poder de la muerte, y sin embargo con la capacidad de morir, para hacer el sacrificio y redimir a la humanidad de la tumba y, asimismo, concederle el poder del perdón de sus pecados. Para cumplir esta misión fue escogido el Hijo de Dios y enviado al mundo para pagar la deuda. Pedro da testimonio de ello cuando declara:

“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata,
sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación,
ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” —1 Pedro 1:18–20

Asimismo, el ángel le reveló a Juan en su gloriosa visión:

“Y la adoraron todos los moradores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” —Apocalipsis 13:8

Pablo, al escribir a la Iglesia en Corinto, enseñó la expiación de Jesucristo y la redención de la tumba. Dijo él:

“Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres.
Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho.
Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos.
Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.
Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida.
Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia.
Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.
Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte.
Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas.
Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.” —1 Corintios 15:19–28 (nota: el original tiene un error tipográfico en la cita: “19–38”; el capítulo termina en el versículo 58, pero este pasaje citado va del 19 al 28)

Jesús se proclamó a sí mismo como “la resurrección y la vida” —Juan 11:25—, y a los judíos les dijo:

“Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida.
De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.
De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán.
Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo;
Y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre.
No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz;
Y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación.” —Juan 5:21, 24–29

Asimismo, dijo a los judíos:

“Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” —Mateo 20:28

No hay declaración más hermosa en la Biblia que estas palabras de Jesús:

“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado;
para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.
Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.
El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.
Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.
Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.
Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras son hechas en Dios” —Juan 3:14–21

La expiación por la cual los hombres son redimidos fue hecha por uno sin mancha y sin contaminación. Debía ser alguien que tuviera vida en sí mismo y, por lo tanto, todo poder sobre la muerte. Ningún hombre mortal podía efectuar la expiación. Además, la expiación tenía que realizarse mediante el derramamiento de sangre, porque la sangre es la fuerza vital del cuerpo mortal. Por tanto, el Señor dijo al antiguo Israel:

“Cualquier hombre de la casa de Israel, o de los extranjeros que habitan entre vosotros, que coma alguna clase de sangre, yo pondré mi rostro contra la persona que coma sangre, y la cortaré de entre su pueblo.
Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación por la persona.” —Levítico 17:10–11

También está escrito en Hebreos:

“Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.” —Hebreos 9:22

Las Escrituras están llenas de pasajes que nos enseñan que no puede haber remisión de pecados sin el derramamiento de la sangre de Jesucristo. Él, estando con sus apóstoles en la celebración de la última Pascua, partió y bendijo el pan y se los dio para comer; asimismo, bendijo el vino y se los dio para beber, diciendo:

“Porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados.” —Mateo 26:28

Y nuevamente dijo a sus discípulos:

“Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen,
así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas…
Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar.
Nadie me la quita, sino que yo la pongo de mí mismo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” —Juan 10:14–15, 17–18

Aprendemos entonces de estos pasajes que la expiación es universal en su aplicación. Y toda criatura se beneficiará de ella. Primero, hay una redención universal de la muerte. Es incondicional. Los hijos de Adán no tuvieron participación en la transgresión de sus primeros padres, por lo tanto, no se les exige ejercer ningún albedrío para su redención de esa pena. Son redimidos de la muerte sin fe, sin arrepentimiento, sin bautismo ni ningún otro acto, ni mental ni físico. Estos son los muertos que quebrantaron los convenios, que violaron los mandamientos y que amaron las tinieblas más que la luz.

La otra salvación es la que se da a los justos, aquellos que confiesan arrepentimiento y están dispuestos a obedecer los mandamientos de Dios. Estos son de quienes habló el Salvador, que tienen “vida eterna” y no vendrán a condenación, sino que han “pasado de muerte a vida” —Juan 5:24—, vida que es morar en gloria eterna.

“Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.
Y el mar entregó los muertos que había en él, y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras.” —Apocalipsis 20:12–13

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