“La restauración de todas las cosas
y el monte de la casa del Señor”
Profecía antigua, referente al tiempo de la restauración de todas las cosas, que ha de cumplirse
por el élder Erastus Snow, 14 de septiembre de 1873
Tomo 16, discurso 27, páginas 200-208
Cumplimiento literal de las profecías que anuncian, en los últimos días, la restauración de todas las cosas, el establecimiento de la casa del Señor en las cimas de los montes, la congregación de Israel y la preparación del mundo para la Segunda Venida de Jesucristo.
“Pero acontecerá en los postreros días, que el monte de la casa del Señor será establecido como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados; y correrán a él los pueblos.
“Vendrán muchas naciones, y dirán: Venid, y subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob; y Él nos enseñará en Sus caminos, y andaremos por Sus veredas; porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor.
“Y Él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra.
“Y se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente; porque la boca del Señor de los ejércitos lo ha hablado.
“Aunque todos los pueblos anden cada uno en el nombre de su dios, nosotros con todo andaremos en el nombre del Señor nuestro Dios eternamente y para siempre.
“En aquel día, dice el Señor, juntaré a la que cojea, y recogeré a la descarriada y a la que afligí.
“Y pondré a la coja como remanente, y a la descarriada como nación robusta; y el Señor reinará sobre ellos en el monte de Sion desde entonces y para siempre.” (Miqueas 4:1-7)
He leído esta Escritura ante la congregación, creyendo, como creo, que es una profecía con referencia directa a los últimos tiempos y a la época y dispensación que ahora ha comenzado sobre la tierra. Hay muchas cosas en las Escrituras hebreas cuyo cumplimiento ya ha pasado a ser historia. Hay muchas otras cosas que han sido dichas por la boca de Dios a través de Sus siervos los profetas, que aún están por cumplirse.
Es de gran importancia, a mi juicio, poder discernir aquellas cosas referentes al futuro que Dios ha revelado y que todavía han de suceder. Él reveló de antemano al mundo antediluviano la proximidad del diluvio, y les dio una advertencia a tiempo, enviando a Sus siervos entre ellos para llamarles al arrepentimiento de sus pecados y a prepararse para lo que vendría sobre la tierra. Anunció a Abraham la esclavitud que su descendencia tendría que sufrir en la tierra de Egipto, su liberación final por mano de Moisés y su establecimiento en la tierra prometida de Canaán.
Moisés, y otros profetas que se levantaron después de él, predijeron las bendiciones que, mediante la fe y la obediencia, serían derramadas sobre Israel, así como los azotes y juicios que les sobrevendrían por causa de la incredulidad y la desobediencia. Quien lea las profecías de Moisés contenidas en Deuteronomio, desde el capítulo 28 hasta el 33, podrá percibir allí claramente prefigurados los grandes acontecimientos de la historia de la descendencia de Abraham, desde entonces hasta el momento de su restauración a la herencia prometida, que es a lo que se refiere el capítulo que he citado en Miqueas. Todos estos grandes acontecimientos han sido objeto de profecía y han sido señalados con gran claridad, quizá por ninguno más claramente que por el mismo Moisés, mientras fue el líder de Israel.
Los tratos de Dios con la familia humana han sido objeto de profecía y revelación, y más especialmente con los descendientes de Sem, la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob; y no solo con el pueblo escogido, sino también con las naciones con las que estuvieron identificados y con las que estuvieron más o menos relacionados y aliados en su condición nacional. Todas estas cosas han sido tema de profecía; pero la carga principal de la profecía, desde el principio del mundo hasta el presente, parece centrarse en nuestro tiempo: el tiempo de la restauración de todas las cosas, del que hablaron con tanta frecuencia los profetas de Dios.
Si vamos al capítulo 3 de Hechos de los Apóstoles, encontramos que el apóstol Pedro, hablando a los asombrados judíos que se habían reunido para mirarlo a él y a su hermano Juan, en el momento en que sanó al cojo en la puerta hermosa del templo, les habló acerca de Jesús, a quien ellos habían crucificado, y a quien el Padre había resucitado de entre los muertos, de lo cual ellos eran testigos. Les dijo que este mismo Jesús había sido llevado al cielo y permanecería a la diestra de Dios hasta el tiempo de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de todos sus santos profetas desde el principio del mundo. Entonces, Él, Jesús, descenderá otra vez. Por esta Escritura entendemos que Pedro y sus compañeros apóstoles comprendían la doctrina de la restauración de todas las cosas, y que esta habría de tener lugar en los últimos días, preparatoria a la segunda venida del Salvador.
Este también fue un tema de ángeles, así como de profetas. Leemos en el primer capítulo de Hechos de los Apóstoles que Jesús llevó a sus discípulos al monte de los Olivos, y allí alzó sus manos y los bendijo; y mientras les daba su última comisión —ir por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—, una nube lo cubrió y Él ascendió fuera de su vista. Y mientras ellos permanecían mirando fijamente al cielo, dos ángeles, vestidos de blanco, se pusieron junto a ellos y les dijeron: “Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.”
El tiempo de la restauración de todas las cosas no solo ha sido tema de ángeles, profetas y apóstoles, sino también de todos los santos cuyos entendimientos han sido iluminados por el Espíritu de revelación de lo alto. El capítulo que he leído en Miqueas lo sitúa en los últimos días, y quizá sea un poco más explícito que otras profecías. Dice que “en los postreros días el monte de la casa del Señor será establecido en la cima de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él los pueblos.” La expresión “el monte de la casa del Señor” es peculiar, y probablemente fue usada por el profeta porque era una forma común de hablar en Israel en los días de David y de muchos de los profetas varios siglos después de él. Al referirse al monte Moriah, sobre el cual fue edificado el templo de Salomón, lo llamaban el monte de la casa del Señor. Moriah es una colina en la ciudad de Jerusalén, donde David estableció el sitio del templo, y donde su hijo Salomón lo construyó, y se le llamó el monte de la casa del Señor.
Este templo sufrió expoliaciones por parte de los gentiles, que de vez en cuando invadían a Israel; pero fue reparado y mantenido en pie hasta los días del Salvador. Mientras Él estuvo en la tierra, predijo su total destrucción a causa de la incredulidad del pueblo. Dijo, en Mateo 24:2, que llegaría el tiempo en que no quedaría piedra sobre piedra. El profeta Miqueas predijo lo mismo en el capítulo anterior al que he citado. Él dice: “Oíd ahora esto, jefes de la casa de Jacob, y príncipes de la casa de Israel, que aborrecéis lo justo y pervertís todo lo recto; que edificáis a Sion con sangre, y a Jerusalén con injusticia. Sus jefes juzgan por cohecho, y sus sacerdotes enseñan por precio, y sus profetas adivinan por dinero; y se apoyan en Jehová diciendo: ¿No está Jehová entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros. Por tanto, por causa de vosotros, Sion será arada como un campo, y Jerusalén será montones de ruinas, y el monte de la casa como cumbres de bosque.”
Esta última predicción se ha cumplido literalmente. Es un hecho histórico que Jerusalén llegó a ser un montón de ruinas, y que el monte de la casa del Señor llegó a ser como las cumbres del bosque, y que fue arado como un campo. Es un hecho histórico que el mismo sitio de aquel maravilloso templo fue arado como un campo, y que su destrucción fue tan completa que se levantó hasta la última piedra de sus cimientos; y, para que no quedara vestigio alguno al cual los judíos pudieran aferrarse, el emperador romano ordenó que fuera arado como un campo, cumpliendo así de manera literal las palabras del profeta y las palabras del Salvador. Esta calamidad y destrucción fueron predichas y sobrevinieron a aquel pueblo, que finalmente fue esparcido a causa de su maldad y de la corrupción de sus príncipes, jueces y gobernantes.
Pero acontecerá en los postreros días —dice el Señor por medio de Miqueas— que el monte de la casa del Señor será establecido en la cima de los montes y será exaltado sobre los collados, y correrán a él los pueblos. He aquí una promesa a la cual la casa de Israel puede aferrarse y en la que puede anclar su fe, porque Dios no ocultará para siempre Su rostro de Su pueblo; sino que elegirá un lugar o lugares designados, y allí edificará Su casa, y personas de todas las naciones acudirán a ella.
Este monte de la casa del Señor, que ha de ser establecido en las cimas de los montes, parece estar, según la mente del profeta, en un lugar diferente del de la antigua casa, que estaba situada en aquel monte de Jerusalén. Este, en los últimos días —dice el profeta— “estará en las cimas de los montes.” Nótese la expresión: no “en la cima de un monte”, ni “en la cima del monte más alto”, sino “en las cimas de los montes”; se usa el número plural, es decir, en medio de las altas regiones de la tierra. No en las orillas del mar, porque la única razón por la que hablamos de montes en la superficie de la tierra es por su elevación sobre el nivel general del océano.
El monte de la casa del Señor será establecido en las cimas de los montes en los últimos días, y pueblos de todas las naciones acudirán a él. ¿Y con qué fin? ¿Cuál será su propósito al huir de todas las naciones? Ellos dirán: “Venid, y subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob; y Él nos enseñará en Sus caminos, y andaremos por Sus veredas; porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor.” Aquí aprendemos el propósito de los pueblos al acudir de todas las naciones al monte de la casa del Señor: es para que puedan aprender Sus caminos y andar en Sus sendas.
“El Señor juzgará entre muchos pueblos —dice Miqueas— y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra. Reuniré a la que cojea, recogeré a la descarriada y a la que afligí, aun la simiente escogida de Abraham, la casa de Israel que ha sido esparcida, despojada y expulsada. A la que fue dispersada y a la que fue echada lejos la convertiré en una nación fuerte, y el Señor reinará sobre ellos en el monte de Sion desde entonces y para siempre.”
Isaías ha usado casi el mismo lenguaje en el capítulo 2 de sus profecías. Ezequiel, en el capítulo 37, ha empleado un lenguaje similar al predecir el tiempo de la restauración de la casa de Israel y la congregación del pueblo de Dios, y que el Señor reinará sobre ellos, y que se establecerá un reinado de paz sobre la tierra.
Que esta y otras profecías de carácter similar aún están por cumplirse debe resultar evidente para toda mente reflexiva, pues desde que fueron pronunciadas nunca ha habido un tiempo en el que las naciones hayan martillado sus espadas para convertirlas en azadones, sus lanzas en hoces, hayan vivido en perfecta paz unas con otras y hayan andado en los caminos del Señor. Pero los profetas han predicho que tal período llegará. Lo mismo fue anunciado por el Salvador y por los ángeles que prometieron Su segunda venida.
Obsérvese el objetivo de la congregación: las naciones dirán: “Subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, y Él nos enseñará en Sus caminos y andaremos por Sus veredas.” ¿Cómo se producirá esto? Porque la ley saldrá de Sion, y la palabra del Señor, de Jerusalén. ¿Y cómo podría ser esto posible si Dios no comenzara de nuevo a revelarse a Su pueblo y a ministrar en medio de ellos como en los días antiguos, por Su propia voz, la voz de Sus profetas, el Espíritu de revelación y la ministración de ángeles?
Sé bien que muchos en nuestros días intentan dar a las profecías de la Biblia un significado místico y difuso, y que existe una tendencia a ignorar el sentido simple y evidente de las declaraciones de los profetas, dándoles alguna interpretación privada. Pero el apóstol Pedro, en el primer capítulo de su segunda epístola, al escribir a sus hermanos sobre este tema, dice que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo. Y para que pudieran entender estas profecías, el apóstol aconsejó a sus hermanos que prestaran atención a ellas como a una luz que brilla en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en sus corazones.
Es cierto que los profetas nos han hablado de sueños y visiones que han tenido, y que en algunos casos el Señor mismo les ha dado la explicación o interpretación, y como tal debemos recibirla. Pero donde Él no se ha dignado dar la interpretación, debemos esperar a que lo haga, porque no nos corresponde a nosotros dar nuestra propia interpretación privada de lo que Dios ha revelado. Está escrito: “Las interpretaciones son de Dios”; y cuando a Él le ha placido interpretar, nos corresponde aceptarlo, y cuando no le ha placido hacerlo, nos corresponde esperar hasta que lo haga, y no pretender imponer al mundo nuestra interpretación privada de lo que Dios ha dicho. Donde se pronuncian predicciones claras, debemos recibirlas como recibiríamos los escritos de cualquier otro autor: conforme al sentido llano y obvio del lenguaje.
Entonces, pregunto, ¿cómo podrán cumplirse estas profecías en los últimos días, si Dios no vuelve a hablar desde el cielo? ¿Dónde se establecerá la casa del Señor en las cimas de los montes, si Dios no manifiesta dónde edificará Su casa y establecerá Su Sion en los últimos días? ¿Cómo saldrá la ley de Sion y la palabra del Señor de Jerusalén, moviendo a los pueblos de todas las naciones a acudir a ella, si Dios no vuelve a hablar desde el cielo como en los días antiguos?
Como Santos de los Últimos Días, aceptamos las palabras de los profetas antiguos y creemos que se cumplirán literalmente. ¿Se convirtió Jerusalén en un montón de ruinas literalmente? ¿Estuvo la descendencia de Abraham en esclavitud y oprimida por los egipcios literalmente? ¿Fueron liberados y sacados de aquella tierra con mano poderosa literalmente? ¿Los trajo Dios literalmente a la tierra de Canaán, que había prometido a Abraham? ¿Fueron dispersados y esparcidos de esa tierra literalmente? ¿Vino el Salvador, nacido de una virgen, como lo predijeron los profetas, literalmente? ¿Sufrió por nuestros pecados y soportó todo lo que los profetas habían dicho de Él literalmente? ¿Echaron a suertes sobre Su vestidura y dividieron Sus ropas entre ellos literalmente? ¿Fue herido el pastor y dispersadas las ovejas cuando Jesús fue crucificado, literalmente? Sí, en todos estos aspectos, la historia registra, con el mayor detalle, el cumplimiento literal de la profecía. ¿Fue derribada la casa del Señor y arado como campo su mismo cimiento, literalmente? Sí.
Entonces, ¿qué razón tenemos para esperar otra cosa que no sea un cumplimiento literal de la siguiente parte de la misma profecía, que predice el establecimiento de la casa del Señor en las cimas de los montes, la congregación de pueblos de todas las naciones hacia ella, que el Señor reprenderá a naciones poderosas de lejos, que las naciones martillarán sus espadas para convertirlas en azadones, sus lanzas en hoces, que vivirán en paz y no aprenderán más la guerra, y que el Señor reinará sobre ellas desde entonces y para siempre?
Una revolución tan poderosa como la que aquí indica el profeta nunca podrá realizarse en la tierra sin la voz de Dios, sin profetas y apóstoles, y sin el poder del Espíritu Santo obrando poderosamente entre los hijos de los hombres; y cuando llegue ese período, será el mismo al que se refiere el profeta Joel, quien dice:
“Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones; y también sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré de mi Espíritu en aquellos días, dice Dios.”
Así se cumplirá el deseo que expresó Moisés cuando Dios tomó del espíritu que estaba sobre él y lo puso sobre los setenta ancianos de Israel, y todos comenzaron a profetizar. Cuando dos de esos setenta, que habían permanecido en el campamento, sintieron ese mismo espíritu sobre ellos y comenzaron a profetizar, el siervo de Moisés vino corriendo al tabernáculo y le dijo: “Eldad y Medad profetizan en el campamento, señor mío Moisés, prohíbeselo.” Y Moisés le respondió: “¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta, y que el Señor pusiera su Espíritu sobre ellos!”
Joel predice la llegada de un tiempo en que todo el pueblo del Señor será profeta, aun los siervos y siervas recibirán el Espíritu y profetizarán. Jeremías habla de un tiempo similar, pero con un lenguaje algo diferente. Él dice:
“Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y nadie dirá a su prójimo: ‘Conoce al Señor,’ porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande; y verán ojo a ojo cuando el Señor haga volver a Sion.”
Aquí, el profeta Jeremías predice, al igual que Miqueas, un tiempo en que el Señor hará volver a Sion, y dice que cuando lo haga, verán ojo a ojo y ya no se usará más el proverbio: “Los padres comieron uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera,” sino que cada cual morirá por su propia iniquidad, y los dientes de quien coma las uvas agrias tendrán la dentera; y todo hombre tendrá la oportunidad de conocer al Señor, aprender Sus caminos y andar en Sus sendas.
¿Debemos entender por estas declaraciones de las Escrituras que Dios derramará el Espíritu Santo sobre los impíos, los obradores de iniquidad —asesinos, hechiceros, fornicarios, adúlteros, perjuros, engañadores y mentirosos? No es así como entiendo yo a los profetas, al Salvador y a Sus apóstoles. Entiendo, en el lenguaje del apóstol, que el Espíritu Santo no mora en templos impuros; y que si Su Espíritu se derrama tan ampliamente sobre el pueblo, será porque sus corazones estarán preparados para recibirlo, porque sus oídos se habrán abierto a la palabra de Dios y la fe habrá nacido en ellos. Habrán escuchado el llamado del Todopoderoso y habrán recibido el mensaje de salvación que se les envía.
Pero, ¿se convertirán así todos los pueblos al Señor? ¿Se convertirán el rey en su trono, los jueces que juzgaron por recompensa, los profetas que adivinaron por dinero, los sacerdotes que enseñaron por salario, el asesino, el idólatra, el abominable, los que han oprimido y gobernado a la humanidad con vara de hierro, diciendo a las almas de los hombres: “Inclínate, para que pasemos sobre ti”? ¿Se volverán todos estos al Señor de los ejércitos y recibirán estas bendiciones? ¡Ojalá fuera posible! Pero los profetas no lo han predicho así. Ellos, el Salvador y los apóstoles han predicho que “Él castigará a los reyes de la tierra sobre la tierra, y a los ejércitos de los poderosos que están en lo alto, y serán amontonados en la cárcel.”
Han predicho que juicios caerán rápidamente sobre los impíos que no se arrepientan, y que serán cortados y perecerán de la tierra; y que juicios severos y terribles vendrán sobre las naciones que no se arrepientan y que no escuchen la voz de Dios.
Malaquías, en su último capítulo, dice:
“Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; y aquel día que vendrá, dice Jehová de los ejércitos, los abrasará, y no les dejará ni raíz ni rama. Mas a vosotros que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies en el día en que yo actúe, dice Jehová de los ejércitos.”
Así aprendemos, amigos míos, que la voz de advertencia de Dios saldrá entre las naciones, y Él las amonestará por medio de Sus siervos; y por truenos, relámpagos, terremotos, grandes tempestades de granizo y por fuego devorador; por la voz de juicio y por la voz de misericordia; por la voz de ángeles y por la voz de Sus siervos los profetas; Él las advertirá reuniendo a los justos de entre los inicuos, y a quienes no presten atención a estas advertencias les sobrevendrán severos juicios, hasta que la tierra sea barrida como con escoba de destrucción; y los que queden, en todas las naciones, lenguas y reinos del mundo, escucharán la voz de advertencia y aceptarán la salvación que el Señor les enviará por medio de Sus siervos. La ley del Señor saldrá para todos ellos desde Sion, y de Sion saldrán jueces entre ellos; y todos los que estén dispuestos serán instruidos en los caminos del Señor, serán bautizados para la remisión de sus pecados y recibirán el Espíritu Santo mediante la imposición de manos de los siervos de Dios. Grande y glorioso será aquel día. Los ancianos soñarán sueños, los jóvenes verán visiones, y aun los siervos y siervas profetizarán; y de la boca de los niños y de los que maman perfeccionará el Señor Su alabanza.
No somos el único pueblo que cree en estas cosas y que espera con ansiosa expectativa el glorioso reinado de justicia y paz sobre la tierra. Ha sido la fe y la esperanza de todos los justos en la tierra, el tema de sus profecías y de los cantos de los inspirados cantores de Israel. Es la esperanza de estas cosas, y la fe que ha nacido en nuestros corazones, el saber que el Señor ha alzado Su mano por segunda vez para recuperar los restos de la casa de Israel y cumplir las gloriosas cosas que ha anunciado por boca de Sus profetas, lo que nos ha reunido en estas montañas.
Fue esa fe y esa esperanza lo que indujo a los pioneros, hace veintiséis años, a enfrentarse a los salvajes y a atravesar un desierto inhóspito y sin senderos; a abrir caminos a través de las montañas, a construir puentes sobre los ríos y a soportar todos los peligros de establecer al pueblo de Sion en las Montañas Rocosas, cuando no había más seres humanos que el salvaje sin instrucción a mil millas o más de distancia, estando a mil millas al oeste, mil al norte, mil al sur y mil trescientas al este del asentamiento más cercano.
Fue esta fe en la obra de los últimos días, la seguridad que habíamos recibido de que Dios había hablado desde los cielos, lo que nos impulsó a esta gran obra. Fue porque Dios había hablado desde los cielos con Su propia voz a Su siervo José Smith, por la voz de Su Hijo y por la voz de ángeles, llamando a Su pueblo a congregarse de las naciones en el corazón de las montañas, que estamos aquí hoy. Puedo fijar mis ojos en muchos de esta congregación, y sé de muchos más a lo largo de este Territorio, que oyeron estas cosas de la boca del profeta José Smith.
Cuando los pioneros dejaron los límites de la civilización, no buscábamos un país en la costa del Pacífico, ni un país al norte o al sur; buscábamos un país que había sido señalado por el profeta José Smith, en medio de las Montañas Rocosas, en el interior del gran continente norteamericano.
Cuando el líder de aquel noble grupo de pioneros partió con su pequeña compañía desde el río Misuri, lo hicieron como Abraham, cuando dejó la casa de su padre—sin saber adónde iba—solo que Dios había dicho: “Sal de la casa de tu padre hacia una tierra que yo te mostraré.” Ese grupo de pioneros salió sin saber adónde iba; lo único que sabían era que Dios les había mandado ir a una tierra que Él les mostraría. Y siempre que se le preguntaba al profeta Brigham Young, líder de aquel grupo, “¿A dónde vas?”, la única respuesta que podía dar era: “Se los mostraré cuando lleguemos a ella.”
Las oraciones de aquel grupo de pioneros, elevadas día y noche continuamente a Dios, eran para que Él nos guiara, como había prometido, a una tierra que, por boca de su siervo José, había declarado que nos daría por heredad. Decía el profeta Brigham: “La he visto, la he visto en visión, y cuando mis ojos naturales la contemplen, la reconoceré.” Así, como Abraham de la antigüedad, viajaban por fe, sin saber adónde iban, solo que sabían que Dios les había llamado a salir de en medio de sus hermanos, quienes les habían odiado, despreciado, perseguido y expulsado de sus posesiones, y no querían que habitaran entre ellos.
Y cuando llegaron a esta tierra, el profeta Brigham dijo: “Este es el lugar donde vi en visión el arca del Señor reposando; este es el lugar donde plantaremos la planta de nuestros pies, y donde el Señor pondrá su nombre entre su pueblo.” Y dijo a aquel grupo de pioneros: “Organicen sus grupos exploradores: uno hacia el sur, otro hacia el norte y otro hacia el oeste, y reconozcan la tierra en toda su longitud y anchura; examinen las posibilidades para el asentamiento, para el pastoreo, el agua, la madera, el suelo y el clima, para que podamos informar a nuestros hermanos cuando regresemos.” Y cuando las partidas fueron organizadas, les dijo: “Encontrarán muchos lugares excelentes para asentarse. Por doquier, en estas montañas, hay sitios donde el pueblo de Dios puede habitar, pero cuando regresen del sur, oeste y norte a este lugar, dirán conmigo: ‘Este es el lugar que el Señor ha escogido para que comencemos nuestros asentamientos, y desde este lugar nos extenderemos y poseeremos la tierra.’”
Es esta fe la que ha traído, año tras año, hasta el presente, a la multitud que ha seguido viniendo a esta tierra. Esta es la obra y la misión que está sobre los Santos de los Últimos Días: “Salid de Babilonia, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis de sus plagas. Reuníos en medio de las montañas, donde el Señor establecerá su casa y pondrá su nombre, y os enseñará sus caminos, y aprenderéis a andar en sus sendas.”
No somos llamados a ser del mundo, a participar de su espíritu y seguir las modas del mundo, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. No somos llamados a poner nuestro corazón en el mundo y en las cosas que hay en él—en el oro, en la plata de las montañas, en las cosas preciosas que hay en la tierra, en el ganado de mil colinas, ni en casas o tierras, ni en cosa alguna que pertenezca a la tierra. Somos llamados a poner nuestro corazón en el Dios viviente, que nos ha llamado a ser su pueblo, y a adorarle con pleno propósito de corazón.
Si Él nos da casas y tierras, bienes y pertenencias, oro y plata y las cosas preciosas de la tierra, recibámoslas con gratitud, y santifiquémoslas, dediquémoslas y consagrémoslas a la edificación de Sion, la casa de nuestro Dios, la congregación de sus Santos, la predicación de su Evangelio hasta los fines de la tierra y el cumplimiento de la gran obra para la cual Dios nos ha llamado en los últimos días.
Bienaventurados todos los que recuerdan el alto llamamiento de Dios al que han sido llamados. Bienaventurados los que procuran aprender los caminos del Señor y andar en sus sendas. Bienaventurados los que procuran magnificar el alto llamamiento de Dios que está sobre ellos como élderes de Israel, dar testimonio de la verdad y ejemplificarla en su vida y conducta; los que obran con justicia, aman la misericordia, andan humildemente delante de su Dios, visitan al huérfano y a la viuda en sus tribulaciones, y se guardan sin mancha del mundo. Bienaventurados todos estos hijos e hijas de Sion, porque prosperarán, y sus hijos después de ellos. Llegarán a ser salvadores en el monte Sion, y serán hallados dignos de estar en pie cuando Él aparezca, y sus nombres y sus generaciones después de ellos serán tenidos en honorable memoria en los templos del Señor nuestro Dios.
Pero ¡ay de los hipócritas en Sion, de los soberbios y altivos, de los que aman el mundo, ponen su corazón en él y adoran casas y tierras, oro y plata, bienes y pertenencias, y las cosas de este mundo! ¡Ay de los que rehúsan diezmarse y así santificar al Señor esta tierra que Él les ha dado por heredad! ¡Ay de los que contaminan la tierra de Sion con sus fornicaciones, homicidios, robos y obras de iniquidad, que rehúsan consagrar de sus bienes al Dios de toda la tierra, y darle el diezmo que Él requiere como el interés de su mayordomía!
¡Que la paz de Dios repose sobre los justos! ¡Que el ignorante llegue a entender! ¡Que el necio aprenda sabiduría! ¡Que el poder de Dios repose sobre quienes han asumido el alto llamamiento de ministros y jueces en Israel! ¡Que la gracia abunde para todo el Israel de Dios, en el nombre de Jesucristo! Amén.

























