Diario de Discursos – Journal of Discourses V. 16

“Obediencia Personal: Clave para la Salvación y el Establecimiento del Reino de Dios”

Las instrucciones dadas son para todos los Santos — La obra de los últimos días es una obra individual — Los hombres y mujeres son responsables de sus propios actos — La obediencia es esencial para la salvación — La condición pecaminosa actual del mundo es el resultado de la desobediencia — Consejos a los Santos sobre la necesidad de vivir exclusivamente para el establecimiento del Reino de Dios

por el élder Joseph F. Smith, 7 de octubre de 1873
Tomo 16, discurso 35, páginas 246-251

La obra de los últimos días es una responsabilidad individual; cada hombre y mujer debe ejercer su albedrío para obedecer voluntaria y plenamente los mandamientos de Dios, pues solo la obediencia consciente asegura las bendiciones eternas y la participación en el Reino de Dios.


Decir que me he sentido muy interesado en las instrucciones que hemos recibido en esta Conferencia es expresar débilmente mis sentimientos. Hemos recibido excelentes enseñanzas a las que haríamos bien en prestar atención. No puedo creer que las congregaciones que han asistido a esta Conferencia vayan a desechar a la ligera estas enseñanzas. Es un hecho que toda la predicación que puedan hacer aquellos más competentes y más ricamente dotados con la inspiración del Espíritu Santo no beneficiará en lo más mínimo al pueblo, a menos que las reciba y comprenda que los consejos que se dan están destinados expresamente para sí mismos.

No nos corresponde decir: “eso no se refiere a mí” o “eso aplica a mi vecino” o “eso tiene que ver con lo que hace tal persona”. Cada uno de nosotros debe sentir que las instrucciones dadas tienen referencia directa a nosotros individualmente; que ese consejo o ese mandamiento es para mí, y que me corresponde a mí, como individuo, ponerlo en práctica. Este es el único camino que nos beneficiará y nos preparará para las responsabilidades que recaerán sobre nosotros en el futuro. No nos servirá decir: “si tal hermano o tal hermana observa y cumple ese consejo, yo me sentiré satisfecho de seguir como estoy”. No podemos obtener bendiciones de Dios tomando esta actitud; la única manera de asegurarlas es mediante nuestra propia diligencia. Cuando estemos preparados, por nuestras propias obras y empeño, para recibir las bendiciones que Dios tiene reservadas para los fieles, entonces —y no antes— las recibiremos. No basta con que nuestro hermano se prepare para recibir las bendiciones que Dios ha prometido a sus hijos, y sentirnos contentos viendo que él recibe la luz de la verdad, las bendiciones del Evangelio y manifiesta disposición para obrar justicia en la tierra. Eso no nos alcanzará, excepto en la medida en que adoptemos su proceder y sigamos su ejemplo.

Así es como yo veo los requerimientos que Dios ha hecho a su pueblo, tanto colectivamente como de manera individual, y creo firmemente que no tengo ningún derecho ante Dios ni ante mis hermanos para reclamar bendición, favor, confianza o amor, a menos que, por mis obras, demuestre que soy digno de ello; y nunca espero recibir bendiciones que no merezca. ¿Quién lo hace? No sé de nadie que lo haga, y sin embargo, si juzgáramos por las acciones de algunos, llegaríamos a la conclusión de que se conforman con ver que otros viven su religión.

Amo la compañía de los buenos, honorables y puros, de aquellos que aman la virtud y practican la justicia. Deseo asociarme y ser contado entre ellos, y tener mi parte y mi porción con ellos en esta vida, y vivir de tal manera que pueda asegurar esa asociación en la vida venidera, a través de las incontables edades de la eternidad. No hallo placer en la compañía de los impíos, y la razón es esta: los placeres de los impíos cesarán y serán olvidados, y ellos morirán sin que se les lamente; sus nombres serán borrados de la presencia de Dios y de las cosas de los justos para siempre jamás. Por tanto, no quiero tener parte con ellos, sino echar mi suerte con aquellos que están asegurándose a sí mismos riquezas y felicidad eternas. Para obtener estas bendiciones debo ser hallado caminando en sus huellas y siguiendo sus ejemplos; de lo contrario, me quedaré corto.

Así es como entiendo los principios del Evangelio y la obra en la que estamos comprometidos. Es una obra individual. Tú y yo debemos asegurarnos las bendiciones de las vidas eternas para nosotros mismos, mediante la obediencia y la misericordia de Dios. Tenemos la facultad de nuestra propia voluntad, y podemos elegir el mal o el bien, la compañía de los impíos o la de los buenos; podemos enlistarnos bajo la bandera de Cristo o bajo la de Belial. Tenemos esta opción, y podemos hacer lo que elijamos. Por lo tanto, debemos examinar bien nuestros caminos y asegurarnos de escoger el curso correcto y edificar sobre un fundamento que no se derrumbe. Debemos aprender a sostenernos o caer por nosotros mismos, hombres y mujeres.

Es cierto que se nos enseña en los principios del Evangelio que el hombre es la cabeza de la mujer, y Cristo es la cabeza del hombre; y, de acuerdo con el orden que se establece en el reino de Dios, es deber del hombre seguir a Cristo, y es deber de la mujer seguir al hombre en Cristo, no fuera de Él.

¿Pero acaso no tiene la mujer la misma facultad de decidir que el hombre? ¿No puede ella seguir o desobedecer al hombre así como él puede seguir o desobedecer a Cristo? Por supuesto que sí; ella es responsable de sus actos y debe responder por ellos. Está dotada de inteligencia y juicio, y permanecerá sobre sus propios méritos tanto como el hombre. Por eso los hermanos, durante esta Conferencia, han estado enseñando a las hermanas que deben abstenerse de las modas de Babilonia. Ellas deben usar su propio juicio y albedrío para decidir si obedecerán este consejo o no. Si no lo obedecen, serán responsables tanto como los hombres son responsables de sus actos.

El hombre es responsable por la mujer solo en la medida en que ella sea influenciada por, o sea obediente a, sus consejos. Cristo es responsable por el hombre solo en la medida en que el hombre camine en obediencia a las leyes y mandamientos que Él ha dado, pero no más allá; y hasta ese punto su sangre expiatoria redimirá y limpiará del pecado; hasta ese punto tendrán efecto sobre las almas de los hombres los principios de vida eterna revelados en el Evangelio, y lo mismo ocurre con las mujeres. Así que, hermanas, no se ilusionen pensando que no tendrán nada que responder mientras tengan un buen esposo. Ustedes deben ser obedientes.

La obediencia es la primera ley del cielo. Sin ella, los elementos no podrían ser controlados. Sin ella, ni la tierra ni los que en ella habitan podrían ser gobernados. Los ángeles en los cielos no se dejarían gobernar sin ella, y, de hecho, sin la obediencia no podría haber unión ni orden, y prevalecerían el caos y la confusión. Cuando somos obedientes, podemos ser guiados para cumplir todo lo que nuestro Padre Celestial nos requiera, porque es sobre este principio que se cumplen los designios y propósitos de Dios.

Los elementos son obedientes a su palabra. Él dijo: “Sea la luz”, y fue la luz. Mandó que las aguas y la tierra se separaran, y así fue. Cuando Cristo ordenó a la tempestad que se calmara y al mar que estuviera quieto, los elementos le obedecieron. La tierra y todos los mundos que Dios ha creado son obedientes a las leyes de su creación; por esta razón hay paz, armonía, unión, aumento, poder, gloria y dominio, que no podrían existir sin obediencia.

Por falta de obediencia, el mundo entero yace hoy en el pecado, porque, excepto la poca que existe entre este pueblo, no se halla obediencia en la faz de la tierra. Si vamos a las religiones de la actualidad, ¿vemos que el pueblo manifieste obediencia? No, lo que hallamos es que el hombre, en todas partes, es voluntarioso e indócil; por eso reinan la confusión y la anarquía.

Está escrito en las Escrituras que todas las cosas son posibles para Dios; pero Él solo obra de acuerdo con los principios por los cuales Él mismo se rige; y, por lo tanto, no puede convencer a las naciones de la verdad en contra de su voluntad. Como dice el poeta:

Sabed que toda alma es libre
de escoger su vida y lo que será;
pues esta verdad eterna se nos da:
que Dios no forzará a nadie al cielo.
Llamará, persuadirá, y bien guiará;
le bendecirá con sabiduría, amor y luz;
de mil maneras será bueno y bondadoso,
pero nunca forzará la mente humana.

Así es como Dios trata con el hombre, y por eso digo que Él no puede obrar con esta generación. Ellos lo han dejado de lado y se han hecho supremos. Han cumplido las palabras del profeta Pablo cuando dijo:

“En los postreros días vendrán tiempos peligrosos, porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, envanecidos, amadores de los deleites más que de Dios; que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella”, etc.

Nadie podría describir mejor la condición de esta generación, y aun así la luz ha venido al mundo, pero es rechazada, y por esta razón el mundo yace en pecado y bajo condenación. El pueblo de Dios también está bajo condenación, en la medida en que es desobediente a los consejos de los siervos de Dios. Hablamos de obediencia, pero ¿acaso pedimos a algún hombre o mujer que obedezca ciegamente los consejos que se dan? ¿Lo exige la Primera Presidencia? No, nunca.
¿Qué es lo que desean? Que se nos abra la mente y se nos ensanche el entendimiento, para que podamos comprender por nosotros mismos todos los principios verdaderos; entonces seremos gobernados fácilmente por ellos, cederemos obediencia con los ojos abiertos, y nos será un placer hacerlo.

El Señor no acepta la obediencia de los hombres, excepto aquella que rinden de manera voluntaria y gozosa en sus corazones, y eso es todo lo que desean Sus siervos. Esa es la obediencia que debemos ofrecer, y si no lo hacemos, estamos bajo condenación.

¿Qué importa lo que el mundo diga de nosotros? Nada. ¿Y a mí qué me importa? ¿Acaso he pasado treinta años de vida, con las oportunidades que se me han brindado, para seguir ignorando el camino de la vida eterna? Si es así, entonces soy digno de lástima.
“Entonces —dice el blasfemo—, ¿por qué cedes obediencia a los siervos de Dios?”
Porque es para mí tan esencial como el alimento y la bebida. Porque es para mi seguridad y para mi mayor bien. No pido la aprobación del mundo. He aprendido que es lo mejor que puedo hacer, y sería un necio si no hiciera lo que es para mi mayor bien. Pienso seguir haciéndolo, y no me importa lo que el mundo diga de mí.

Lamento decir que hay algunos que profesan ser Santos de los Últimos Días, que se reúnen con los Santos en el día de reposo y participan de la Santa Cena, testificando que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de Cristo y seguirle tanto en la mala como en la buena fama, y, sin embargo, en sus corazones se oponen a los planes y proyectos de aquellos a quienes fingen sostener y apoyar. Conozco, y podría mencionar, los nombres de algunos de estos hombres. ¡Vergüenza les debería dar! Digo, en nombre de la hombría: ¡Salgan y muestren sus colores! Digan que no serán obedientes, y dejen de ser hipócritas, dejen de mentir en la presencia de Dios y de tratar de engañarse a ustedes mismos y a sus hermanos. Dígannos lo que son, tomen el lugar que les corresponde, y no engañen a los incautos. No pueden engañar a los que tienen el Espíritu de Dios, porque estos pueden discernir sus corazones.

Amo la causa del Evangelio. Amo a este pueblo porque, de todos los que hay sobre la faz de la tierra, son los que se han alistado bajo la bandera del Rey Emanuel. Han hecho convenio con Dios de guardar Sus mandamientos, y son los más dispuestos, de todos los pueblos de la tierra, a escuchar a los siervos inspirados de Dios. Los amo por esta razón, y quiero estar identificado con ellos, no solo en el tiempo, sino por toda la eternidad. Sin ellos no tendría hogar ni amigos; y no quiero tenerlos sin ellos.

Guardemos los mandamientos y consejos que se nos han dado; no seamos solamente oidores de la palabra, sino también hacedores de ella. Apartemos de nosotros las modas insensatas del mundo, vivamos conforme a la verdad y procuremos conocer a Dios, porque conocerle es vida eterna. El camino hacia ese conocimiento es la obediencia a Sus leyes y a los susurros de la voz apacible en nuestro corazón. Esa voz nos conducirá a la verdad si la escuchamos y no endurecemos al monitor que está dentro de nosotros. Cumplamos con nuestro deber y estemos por Dios y Su reino. Que nuestro lema sea: “El reino de Dios o nada”, porque en el reino está todo, y fuera de él, nada en absoluto.

Escuchamos aquí, hace unos días, del Presidente, que el Evangelio abarca todo lo que es bueno, verdadero o deseable para los puros de corazón. He dicho que fuera del reino de Dios no hay nada, pero hay algo. ¿Qué es? Desilusión, tristeza, angustia y muerte, y todo lo que pueda hacernos miserables; mientras que todo lo que es bueno, deseable y digno de poseer eternamente solo se encuentra en el Evangelio de Cristo.

Dice uno: “¿Acaso las personas que no son Santos de los Últimos Días no tienen muchas bendiciones y disfrutan de muchas cosas buenas?”
Ciertamente las tienen; disfrutan de oro, plata y honores mundanos; poseen abundancia de billetes, casas, tierras, carruajes, caballos, lujos y comodidades. Dives tenía todo esto en este mundo, mientras Lázaro se arrastraba a sus pies pidiendo las migajas que caían de su mesa; pero después, Dives alzó sus ojos en el infierno y vio a Lázaro en el seno de Abraham disfrutando de los bienes que él había poseído en el mundo, y rogó a Abraham que enviara a Lázaro a mojar la punta de su dedo en agua para aliviar su lengua abrasada. Pero ni siquiera se le concedió ese pequeño favor, ya que se le informó que había un abismo infranqueable entre ellos; y Abraham le dijo a Dives (en efecto): “Cuando estabas en la carne, tuviste a Moisés y a los profetas, tuviste el Evangelio predicado, pero lo rechazaste y rehusaste obedecerlo. Tuviste tu buena porción y tus placeres en el mundo; ahora te son negados y han sido dados a Lázaro.”

¿Cuánto duran los honores, riquezas y placeres del mundano? Hasta que la muerte lo reclama como suyo; entonces deja de disfrutarlos, porque no aseguró su derecho a ellos; no han sido sellados para él por la autoridad del Sacerdocio del Hijo de Dios, que tiene el poder de sellar en la tierra y que quede sellado en los cielos. Si tienen esposas e hijos, cuando la muerte los llama, ya no les pertenecen, porque no han sido sellados a ellos por el poder de Dios. No obedecen la verdad, no reciben el ministerio del Sacerdocio y, por lo tanto, son privados no solo de sus riquezas, sino también de sus esposas e hijos.

No vivimos únicamente para los pocos y miserables años que pasamos en esta tierra, sino para esa vida interminable; y deseamos gozar de toda bendición a lo largo de esas incontables edades de la eternidad. Pero, a menos que se nos aseguren por medio de ese poder sellador que el Hijo de Dios dio al apóstol Pedro, no podremos poseerlas. A menos que las aseguremos bajo ese principio, en la vida venidera no tendremos padre, madre, hermano, hermana, esposa, hijos, amigos, ni riquezas, ni honores, porque todos los “contratos, convenios, vínculos, obligaciones, juramentos, votos, conexiones y asociaciones” terrenales quedan disueltos en la tumba, excepto aquellos que han sido sellados y ratificados por el poder de Dios. Las Escrituras dicen que la tierra y su plenitud son del Señor, y que serán dadas a los santos del Dios Altísimo, y ellos las poseerán por los siglos de los siglos.

Ustedes saben que quienes no tienen fe en el Evangelio nos llaman exclusivos y poco caritativos; dicen: “Ustedes excluyen a todos, excepto a los de su fe.” Pues bien, inscríbanse bajo la bandera del Rey Emanuel, a quien pertenecen la tierra y su plenitud, y cuando se dé a los santos del Dios Altísimo, ustedes recibirán su parte, y solo así podrán hacerlo. La obediencia al Evangelio de Cristo es la única manera de asegurar bendiciones para la vida presente y la venidera. No estamos hablando en parábolas, ni repitiendo ignorante­mente las palabras de los antiguos apóstoles. Nuestras declaraciones se basan en la revelación e inspiración modernas, y sabemos de lo que hablamos. Sabemos que los ángeles han venido a la tierra y que Dios ha hablado en nuestros días, que ha levantado apóstoles y profetas, ha restaurado el santo sacerdocio y se ha manifestado al hombre, revelando su verdad a los que moran en la tierra. Sabemos estas cosas, y es esto lo que nos da valentía para declararlo al mundo. No nos avergonzamos de ello, porque sabemos que es el poder de Dios para salvación.

Que Dios nos ayude, y a todos los que aman la verdad, a mantener la vista fija únicamente en Su gloria y en el establecimiento de Su reino sobre la tierra, para que estemos entre aquellos que sean hallados dignos de poseer la tierra y su plenitud por los siglos de los siglos, es mi oración en el nombre de Jesucristo. Amén.

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