La palabra y el Espíritu en el hogar

Procula obtener mi palabra

“La palabra y el Espíritu en el hogar”

La preparación espiritual mediante el estudio diligente de las Escrituras y el cumplimiento de la responsabilidad sagrada de enseñar en el hogar

Doctrina y Convenios 11:22


El Señor aconseja: “Estudia mi palabra, que es la verdad”. Con estas palabras deja en claro que la preparación espiritual comienza con el estudio diligente de las Escrituras. No se trata de una lectura superficial, sino de un esfuerzo constante por escudriñar y meditar en la verdad revelada. En un mundo lleno de incertidumbres, la palabra de Dios es la fuente segura de luz y dirección.

El versículo añade que, al hacerlo, “tu lengua se desatará”. Esto significa que el estudio fiel de la palabra da al discípulo confianza y capacidad para expresar con claridad lo que ha aprendido. El poder de comunicar el evangelio no viene de técnicas humanas, sino de la seguridad que otorgan el conocimiento de la verdad y la confirmación del Espíritu. Tal como Jesús prometió a Sus discípulos, cuando llegue el momento de dar testimonio, el Espíritu Santo pondrá en su corazón y en su boca lo que deban decir.

El pasaje enseña además que, al escudriñar las Escrituras, uno recibe “mi Espíritu y mi palabra”. Estas dos fuentes de poder actúan de manera inseparable: la palabra provee conocimiento y fundamento doctrinal, y el Espíritu confirma su veracidad y otorga convicción. El resultado es el “poder de Dios para convencer a los hombres”. Este poder no es persuasión intelectual ni habilidad retórica, sino la influencia divina que toca los corazones y despierta la fe.

El orden divino en el ministerio

Así, Doctrina y Convenios 11:22 nos muestra un orden divino en el ministerio: primero estudiar la palabra, luego recibir el Espíritu, y finalmente enseñar con el poder de Dios. De esta manera, el sacerdote, el padre de familia, el misionero o cualquier discípulo fiel puede ser un instrumento en las manos del Señor para guiar a otros hacia Cristo.

El profeta José Smith declaró:

“Escudriñad las Escrituras; escudriñad las revelaciones que publicamos y pedid a vuestro Padre Celestial, en el nombre de su Hijo Jesucristo, que os manifieste la verdad… Entonces podréis saber por vosotros mismos y no por otro. No tendréis entonces que depender del hombre para saber de Dios, ni habrá lugar para la especulación.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 7).

Todo ser humano es de gran valía, tanto para sí mismo como al considerar la influencia que puede ejercer en la vida de otras personas. Al estudiar cuidadosamente las Escrituras, todo poseedor del Sacerdocio de Melquisedec puede prepararse y sentirse motivado a fortalecerse a sí mismo, a fortalecer a su familia, así como a su quórum del sacerdocio y a otras personas.

Por medio de la guía del Espíritu, encontrará y seguirá el camino que lo llevará a mantener una relación eterna con su familia y con Cristo. Él mismo llegará a ser, y también ayudará a que la Iglesia sea, una “luz” y “un estandarte” para otras personas y para “las naciones”.

Toda familia en la Iglesia es en sí un gobierno, y el padre es la cabeza de ese gobierno. Eso constituye el oficio patriarcal en la familia. Adán fue el patriarca de sus descendientes. A medida que la sociedad llegó a ser más compleja, la forma de gobernar a los pueblos de la tierra cambió; pero en las familias de la Iglesia existe el mismo orden que Dios dispuso para Adán.

Los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec no deben descuidar sus deberes como padres porque tengan otras cosas que hacer en la Iglesia. El padre tiene la responsabilidad vital de ayudar a cada uno de los miembros de su familia a obtener la salvación y la felicidad eternas.

Advertencia y principio eterno

En D. y C. 93:39–50, el Señor enseña que muchos de Sus hijos son privados de la luz y de la verdad porque desobedecen y porque las tradiciones del mundo los alejan de Él. Después dirige Su palabra a algunos líderes del sacerdocio, y con firmeza pero con amor los reprende por no haber enseñado debidamente a sus hijos ni gobernado bien su hogar. Aunque el mensaje fue dado a hombres específicos de aquella época, su aplicación es clara y directa para los padres de la actualidad.

El Señor establece un principio eterno: la primera responsabilidad de un poseedor del sacerdocio es su propia familia. Antes de presidir en la Iglesia o de asumir responsabilidades en la obra del Señor, cada padre debe asegurarse de traer a sus hijos a la luz y a la verdad. Esto significa enseñarles el evangelio en casa, dar ejemplo de rectitud, crear un ambiente donde la fe pueda florecer y donde el Espíritu del Señor pueda morar.

En un mundo lleno de voces contradictorias, filosofías confusas y tentaciones constantes, los hijos necesitan padres que sean guardianes espirituales en el hogar. El Señor recuerda que no se puede delegar esta labor únicamente a la Iglesia, a la escuela o a otros. Los padres son los primeros maestros y líderes de sus hijos, y lo que siembren en el hogar tendrá un impacto eterno en la vida de ellos.

Además, el Señor enseña que el liderazgo en la Iglesia nunca debe estar por encima del liderazgo en la familia. El éxito en un llamamiento no justifica el descuido en el hogar. Más bien, el poder para servir con eficacia en la Iglesia nace de la fidelidad en la familia. El hogar es el primer ministerio de un padre, y allí comienza la verdadera obra del sacerdocio.

Así, estos versículos son una invitación para cada padre a reflexionar: ¿Estoy enseñando a mis hijos la palabra de Cristo? ¿Estoy viviendo de tal manera que mi ejemplo los inspire a seguir la luz? ¿Estoy equilibrando mis responsabilidades en la Iglesia con mi deber más sagrado en el hogar?

El mensaje es claro: para los padres de la actualidad, la voz del Señor sigue diciendo lo mismo que a aquellos líderes de antaño: traed a vuestros hijos a la luz y a la verdad, porque allí comienza la obra más grande que un hombre puede realizar como poseedor del sacerdocio.

La influencia del hogar

El élder Dean L. Larsen, miembro del Primer Quórum de los Setenta, declaró:

“Recientemente hemos terminado algunos estudios muy extensos que confirman el poder de la influencia que tenemos unos sobre otros en el seno familiar. La influencia de la familia sobre lo que pensamos, lo que sentimos y lo que hacemos con nuestra vida es mayor que cualquier otra. El modelo que establecemos en el hogar, los valores que allí aprendemos, sean buenos o malos, difícilmente podrán ser superados.” (Liahona, julio de 1983, págs. 50–51).

En Doctrina y Convenios 68:25–28 el Señor describe con claridad la función de los padres respecto a sus hijos. Declara que es un mandamiento enseñarles a comprender la doctrina de arrepentimiento, de fe en Jesucristo, del bautismo y del don del Espíritu Santo. No se trata de una opción ni de una recomendación, sino de una responsabilidad sagrada. Los padres son los primeros maestros de sus hijos y el hogar es el lugar donde debe comenzar la instrucción en el evangelio.

El Señor añade que a los niños se les debe enseñar a orar y a andar rectamente delante de Él. Estas dos enseñanzas resumen gran parte de la formación espiritual: por un lado, la oración los conecta con su Padre Celestial; por el otro, la rectitud moldea su conducta en la vida diaria. De esta manera, los padres no solo transmiten conocimiento religioso, sino que forman el carácter espiritual de sus hijos para que aprendan a relacionarse con Dios y a vivir de acuerdo con Sus mandamientos.

También establece la responsabilidad de preparar a los hijos para recibir las ordenanzas del evangelio a la edad apropiada. Esto significa que los padres deben acompañar a sus hijos en su progreso espiritual, guiándolos paso a paso hasta que estén listos para hacer convenios con el Señor. Así, el padre y la madre se convierten en guardianes del convenio dentro de la familia, asegurándose de que sus hijos crezcan en un camino que conduce hacia Cristo.

En resumen, estos versículos enseñan que la función de los padres no se limita a proveer sustento material, sino que consiste principalmente en enseñar, guiar y proteger espiritualmente a sus hijos. El Señor deja en claro que, si los padres descuidan esta obligación, cargarán con la responsabilidad de ello. Pero si cumplen fielmente, sus hijos crecerán con el conocimiento de Dios y estarán preparados para seguir en la senda de la salvación.

Doctrina y Convenios 68:25–28 describe la función de los padres como maestros espirituales y guardianes de la fe en el hogar, responsables de conducir a sus hijos a Cristo por medio de la enseñanza, la oración y el ejemplo recto.

En Mosíah 4:14–15, el rey Benjamín enfatiza un aspecto clave de la responsabilidad paternal, que amplía lo dicho anteriormente acerca de la enseñanza y el cuidado de los hijos. En estos versículos, el rey Benjamín les instruye a los padres que deben enseñar a sus hijos a orar y a caminar rectamente delante de Dios. Lo que agrega de manera significativa es que el deber de enseñar no se limita a las palabras, sino que implica un ejemplo continuo en la vida diaria.

En los versículos anteriores, Benjamín ya había exhortado al pueblo a enseñar los principios del evangelio a sus hijos, pero aquí introduce un elemento más profundo: los padres no solo deben enseñar lo que está escrito, sino también vivir de acuerdo con lo que enseñan. La instrucción debe ser acompañada por el ejemplo, ya que los hijos aprenden tanto de lo que ven como de lo que escuchan.

El detalle que Benjamín agrega aquí es crucial para los padres de todas las generaciones. Él no solo les dice a los padres que enseñen a sus hijos sobre el arrepentimiento y la obediencia a los mandamientos, sino que subraya que deben modelar esas virtudes en su propia vida. Enseñar a los hijos a “andar rectamente delante de Dios” no se limita a impartir instrucciones sobre cómo vivir, sino que también implica vivir de una manera que sea un reflejo tangible de esos principios.

Este principio es aún más relevante hoy, cuando el ejemplo tiene un poder tan grande en la formación espiritual de los hijos. Los padres que practican lo que predican crean un ambiente de fe y rectitud en el hogar. De esta forma, la instrucción de los padres se convierte en un testimonio viviente, que ayuda a los hijos a comprender no solo el qué del evangelio, sino el por qué y el cómo vivirlo.

Por lo tanto, el detalle significativo que Benjamín agrega es la importancia de ser un ejemplo activo y coherente, porque el testimonio que los padres dan con sus vidas tiene una influencia mucho mayor que el que puedan dar solo con sus palabras. Esta enseñanza resalta que la paternidad no es solo una responsabilidad de transmitir información, sino una de modelar el camino hacia la salvación.

El rey Benjamín no solo nos enseña que los padres deben instruir a sus hijos en los principios del evangelio, sino que subraya la necesidad de vivir esos principios con integridad y coherencia. Los padres son los primeros y más influyentes maestros de los hijos, no solo con sus palabras, sino también con su ejemplo diario.

El padre es la autoridad presidente de su familia. Sobre sus hombros descansa la responsabilidad de gobernar con amor, buen juicio, compasión y espíritu de colaboración.

Liderazgo con amor en el hogar

El presidente Ezra Taft Benson, cuando era Presidente del Quórum de los Doce, testificó:

“Ciertamente ningún hijo debiera temer a su propio padre, especialmente si este posee el sacerdocio. El deber de un padre es hacer de su hogar un lugar de felicidad y gozo…
Como patriarca en vuestro hogar, tenéis la seria responsabilidad de asumir la dirección de la familia. Debéis formar un hogar en el cual pueda morar el Espíritu del Señor.” (Liahona, enero de 1984, pág. 79).

A los padres se les ha confiado la tarea y la responsabilidad de enseñar la verdad a sus familias. El ejemplo y el liderazgo de un padre deben reflejar la luz del Evangelio de Jesucristo.

Para bien o para mal, la familia aprende la manera de proceder, las creencias, las ideas y los intereses del padre. El ejemplo que él dé puede ser la luz más intensa que guíe a sus hijos.

El Señor recompensará los esfuerzos de un padre que ore y pida la guía constante del Espíritu Santo para dirigir a su familia y ayudarla a gozar de experiencias espirituales edificantes y fortalecedoras.

Cuando el Espíritu del Señor está presente en el hogar, el hombre y su esposa se aconsejan mutuamente, planifican juntos, oran juntos, trabajan juntos y juntos también toman decisiones en asuntos familiares. La esposa es parte de la sociedad, además de ser la compañera, la mejor amiga, la enamorada y, como su esposo, una discípula de Cristo. A los niños se les enseña a usar su albedrío y a ser miembros de una familia unida.

El presidente Gordon B. Hinckley, entonces consejero de la Primera Presidencia, dijo al aclarar el propósito de los quórumes del sacerdocio:

“Me satisface saber que el Señor planeó que un quórum del sacerdocio fuera mucho más que una clase de teología los domingos por la mañana. Por supuesto, el llegar a ser más espirituales y el fortalecer el testimonio por medio de la enseñanza apropiada del evangelio constituyen una responsabilidad importante del sacerdocio. Pero este es tan sólo un segmento de la función del quórum. Cada quórum debe constituir una hermandad activa hacia cada miembro si es que desea alcanzar buenos resultados.

Se debe instruir en cuanto a principios de preparación personal y familiar; y si estos principios se enseñan en la forma correcta, se transformarán en un bienestar preventivo, puesto que el miembro del quórum y su familia, equipados con dicho conocimiento, estarán más preparados para hacerse cargo de las muchas dificultades que puedan surgir. La enseñanza concerniente a la administración financiera y de recursos, producción y almacenamiento en el hogar, y el hacer hincapié en actividades que promuevan la salud física, emocional y espiritual deben constituir el interés apropiado y legítimo de la presidencia del quórum en beneficio de esos miembros.

Más aún, el quórum se transforma en un recurso organizado y disciplinado.”
(“Los quórumes del sacerdocio en el Plan de Bienestar”, Liahona, febrero de 1978, pág. 124).

En Doctrina y Convenios 43:8, el Señor enseña que Sus siervos deben reunirse con frecuencia, unirse en consejo y ser instruidos “para ser santificados” y poder cumplir con su deber. En esta instrucción se revela un principio fundamental sobre cómo debemos prepararnos para servir como líderes en la Iglesia: la preparación no es solamente intelectual o administrativa, sino profundamente espiritual y comunitaria.

El Señor muestra que los líderes no están llamados a trabajar solos ni a confiar únicamente en su propia sabiduría. Al reunirse “como un solo corazón y una sola mente”, los líderes aprenden a depender de la revelación colectiva, a escuchar las experiencias de los demás y a recibir guía del Espíritu en un entorno de unidad. Esta forma de preparación implica humildad, disposición a aprender y un deseo sincero de ser enseñados por el Señor.

Además, el versículo enseña que la santificación personal es clave. No basta con conocer programas, manuales o procedimientos: el verdadero poder para liderar en la Iglesia viene de un corazón limpio, de la obediencia a los mandamientos y de la constante búsqueda del Espíritu Santo. En otras palabras, la eficacia de un líder en la Iglesia depende más de su espiritualidad que de su capacidad administrativa.

En la actualidad, este principio es de gran relevancia. Los padres, los obispos, los presidentes de quórum o de organizaciones auxiliares deben recordar que la preparación para guiar a otros comienza en el estudio diligente de la palabra de Dios, en la oración y en la búsqueda de revelación personal. Luego, al reunirse con otros líderes y al actuar en consejo, reciben una visión más amplia de la obra del Señor y confirman las decisiones por medio del Espíritu.

En resumen, el Señor nos revela en D. y C. 43:8 que para servir como líderes en Su Iglesia debemos prepararnos en tres aspectos inseparables: unirnos como hermanos en consejo, recibir instrucción continua en la palabra de Dios, y buscar la santificación personal por medio del Espíritu Santo. De esa preparación fluye el verdadero poder para presidir y edificar al pueblo de Dios.

En Doctrina y Convenios 43:9–10, el Señor promete que, si Sus siervos se preparan y reciben Su palabra, serán instruidos desde lo alto y recibirán poder para enseñar e invitar a todos a arrepentirse. Esta promesa nos revela que la preparación en el evangelio no es un esfuerzo meramente humano, sino un proceso acompañado de la revelación divina. Cuando el discípulo estudia la palabra de Dios, ora y busca la guía del Espíritu, el Señor le abre las ventanas del cielo y lo instruye personalmente, dándole entendimiento que supera al conocimiento común.

Otra bendición que el Señor promete es la capacidad de testificar con poder. La preparación espiritual convierte al líder, al maestro y al padre de familia en un portavoz del Señor. Sus palabras dejan de ser simples ideas humanas y pasan a ser confirmadas por el Espíritu Santo, con lo cual tienen la capacidad de tocar corazones y de invitar eficazmente al arrepentimiento. Así, el que se prepara no solo recibe luz para sí mismo, sino que se convierte en un canal de luz para los demás.

El Señor también promete que los preparados podrán edificar la Iglesia y establecer Sion. Esto significa que sus esfuerzos, aunque parezcan pequeños, se suman al gran propósito de Dios en la tierra. El servicio de un líder o de un padre que actúa bajo esta preparación no es en vano: fortalece a su familia, a su quórum y a toda la comunidad de santos.

Para los padres de hoy, esta promesa es particularmente significativa. Al prepararse mediante el estudio de las Escrituras y la oración, reciben instrucción celestial para guiar a sus hijos, poder espiritual para enseñar con convicción, y la bendición de contribuir a la edificación de Sion comenzando en su propio hogar.

Las bendiciones que recibimos al prepararnos como el Señor nos manda son: ser instruidos por revelación, hablar con poder espiritual, invitar al arrepentimiento con eficacia y participar en la construcción del reino de Dios en la tierra.

Debemos escudriñar y conocer las Escrituras para estar familiarizados con los principios que nos llevan a ser padres dignos.

El Señor declara que debemos enseñarnos “el uno al otro la doctrina del reino” y aprender por medio del estudio individual y colectivo.

El aprendizaje por estudio y fe

En Doctrina y Convenios 88:118–26, el Señor enseña un principio poderoso: la búsqueda del conocimiento debe ir acompañada de la fe y de la rectitud. Él invita a que busquemos “sabiduría de los mejores libros” y que nos instruyamos “por el estudio y también por la fe” (v. 118). Esto nos muestra que para entender el evangelio y acercarnos a Cristo no basta el estudio intelectual; necesitamos la luz del Espíritu Santo, que se recibe mediante la oración, la obediencia y la humildad.

El Señor también recalca la importancia de la oración constante y de la unión en consejo. Cuando Sus siervos se reúnen y oran con un corazón sincero, Él promete que derramará Su Espíritu y dará entendimiento celestial. Así comprendemos que la preparación espiritual no es un esfuerzo aislado, sino que se fortalece en comunidad: en la familia, en el quórum, en la Iglesia.

Además, el Señor señala que debemos apartarnos de la iniquidad y santificarnos. Solo así podemos recibir Su luz plenamente. La promesa es clara: si buscamos el conocimiento acompañado de fe y santidad, seremos “instruidos desde lo alto” y podremos venir a Cristo con un corazón limpio y un entendimiento iluminado.

Otro aspecto que estos versículos revelan es la visión eterna del evangelio. El Señor no solo quiere que adquiramos conocimiento para esta vida, sino que nos preparemos para la vida venidera, donde seremos herederos de gloria. Comprender el evangelio y venir a Cristo significa, entonces, alinear nuestra vida presente con nuestra herencia eterna.

En resumen, para poder entender el evangelio y venir a Cristo, el Señor nos enseña a: estudiar diligentemente, ejercer la fe, orar con constancia, santificarnos al apartarnos del pecado y participar en consejo unido. Al hacerlo, recibimos instrucción divina, entendimiento espiritual y la capacidad de acercarnos verdaderamente al Salvador.

El entendimiento del evangelio no es fruto solo del esfuerzo humano, sino de la combinación de estudio, fe, oración y santidad, que nos lleva directamente a Cristo, la fuente de toda verdad y luz.

El élder Neal A. Maxwell, del Quórum de los Doce, enseñó:

“Cuando estudiamos las Escrituras —y esto no quiere decir usarlas de vez en cuando como referencia—, podemos empezar a comprender no solo lo que nos dicen, sino también lo que sus enseñanzas implican…
Nosotros poseemos otra vez estas valiosas verdades. Y debemos estar impregnados de ellas: debemos estudiarlas, meditar sobre ellas, percibirlas y vivir de acuerdo con ellas.
Estas no son solo atracciones teológicas o notas filosóficas. Necesitamos familiarizarnos con sus implicaciones, además de conocer lo que nos dicen en cuanto a la vida diaria y la eterna.”
(Liahona, julio de 1986, págs. 32–33).

Aprender de las Escrituras de manera individual es más que leer unas cuantas páginas; es un proceso de comunión personal con Dios. El Señor ha prometido que Su palabra es viva y que habla a Sus hijos en todo tiempo y circunstancia. Cuando nos acercamos a las Escrituras con un corazón humilde, dispuestos a escuchar y a aplicar, el Espíritu Santo nos abre el entendimiento y hace que esos pasajes se conviertan en guía personal para nuestra vida.

Para sentir verdadera estima por ellas debemos estudiarlas con propósito: buscar respuestas, consuelo o dirección, no solo información. Al hacerlo, las Escrituras dejan de ser un libro antiguo y se transforman en un mensaje vivo que ilumina el día a día. La práctica de meditar en lo leído, de escribir impresiones, de orar antes y después del estudio, y de relacionar sus enseñanzas con nuestras experiencias, despierta en nosotros un aprecio profundo por su poder transformador.

El ejemplo de los bereanos en el Nuevo Testamento es ilustrativo: ellos “recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras” (Hechos 17:11). Ese espíritu diligente es el que nos lleva a valorar las Escrituras como un tesoro. Cuanto más recurrimos a ellas en busca de dirección, más reconocemos que son la voz de Cristo hablándonos, y más amor sentimos por su mensaje.

Así, el aprendizaje individual de las Escrituras se fortalece cuando hay constancia, oración, meditación y aplicación práctica. Con el tiempo, lo que en un principio puede parecer un deber se convierte en un deleite, porque descubrimos que en ellas encontramos la voz del Salvador, Su consejo y Su paz.

Podemos aprender individualmente de las Escrituras y sentir alta estima por ellas cuando las estudiamos con un corazón humilde, con oración y constancia, buscando no solo conocimiento, sino la guía del Espíritu para aplicarlas en nuestra vida.

La senda recta y angosta hacia la vida eterna

En 2 Nefi 31:17–18 Nefi enseña de manera clara cuál es la puerta de entrada al camino que lleva a la vida eterna. Él explica que debemos arrepentirnos de nuestros pecados, ser bautizados en el nombre de Cristo y recibir el don del Espíritu Santo. Estos pasos constituyen el nuevo nacimiento, el inicio de una vida transformada en Cristo.

El arrepentimiento sincero es la primera condición. Implica abandonar el pecado, volver el corazón al Salvador y decidir vivir en obediencia a Su palabra. Después, el bautismo se convierte en la señal externa de ese compromiso interior, un convenio solemne de tomar sobre nosotros el nombre de Cristo y seguirle. Finalmente, la recepción del Espíritu Santo es la confirmación divina de que hemos entrado en la senda recta y angosta: el Espíritu se convierte en guía, consolador y testigo permanente de la verdad.

Nefi enseña que solo por este proceso podemos entrar en el camino, y subraya que no hay otra manera ni atajo posible. La senda que conduce a la vida eterna es estrecha y bien definida, y el Señor mismo estableció sus condiciones. El hombre no puede cambiar ni simplificar esos requisitos, pues son los convenios del evangelio los que nos abren la puerta hacia la salvación.

Lo que se requiere de nosotros, entonces, es fe suficiente para arrepentirnos, la disposición para ser bautizados, y la humildad para recibir y seguir al Espíritu Santo. Con esos pasos iniciales, empezamos a andar por la senda que, si permanecemos firmes, nos conducirá a la vida eterna en la presencia de Dios.

Para entrar en la senda recta y angosta que lleva a la vida eterna debemos arrepentirnos, bautizarnos en el nombre de Cristo y recibir el Espíritu Santo. Estos convenios marcan el inicio del discipulado verdadero y nos colocan en el camino que nos lleva de regreso a la presencia del Padre.

Nefi, después de explicar cómo entramos en la senda recta y angosta mediante la fe, el arrepentimiento, el bautismo y la recepción del Espíritu Santo, aclara que ese no es el final del camino, sino apenas el comienzo. En En 2 Nefi 31:19–20,  enseña que, una vez dentro, debemos seguir adelante con firmeza en Cristo. Esto significa perseverar día tras día en la fe, alimentando el testimonio con oración, con la palabra de Dios y con una vida de obediencia constante.

El requisito no es simplemente haber hecho convenios, sino permanecer fieles a ellos. Nefi lo describe con una expresión muy significativa: avanzar con un “resplandeciente gozo de la esperanza”. La esperanza en la vida eterna no es un deseo incierto, sino la confianza segura de que, si perseveramos, heredaremos la promesa. Ese gozo y esa esperanza nos sostienen frente a las pruebas y nos motivan a no abandonar el camino.

Además, Nefi enseña que debemos tener “amor de Dios y de todos los hombres”. Aquí resalta que la perseverancia no es solo un esfuerzo individual de disciplina, sino un estilo de vida marcado por el amor: amar a Dios sobre todas las cosas y manifestar ese amor en el servicio, la paciencia y la compasión hacia los demás.

El profeta concluye diciendo que si continuamos así, “comiendo la palabra de Cristo y perseverando hasta el fin”, recibiremos la vida eterna. Esto subraya que la salvación no se obtiene en un solo acto, sino en una vida de fidelidad constante. Perseverar hasta el fin significa seguir escogiendo a Cristo cada día, aun en medio de pruebas, dudas o debilidades.

Después de entrar en la senda recta y angosta, debemos seguir adelante con fe firme en Cristo, llenos de esperanza y amor, perseverando hasta el fin. Solo así alcanzaremos la vida eterna.

En el libro de Doctrina y Convenios abundan la doctrina y la historia, y contiene además las palabras del Señor a la Iglesia en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos. Su mensaje nos invita a creer en Jesucristo, nos enseña principios de rectitud y nos motiva a aplicarlos en la vida diaria.

Doctrina y Convenios: palabra viva del Señor

En Doctrina y Convenios 1:37, el Señor mismo declara que todo lo que se halla en este libro debe ser escudriñado porque “son verdaderos y fidedignos”. Esta afirmación es poderosa porque no viene de un hombre, sino directamente del Señor, quien garantiza que Sus palabras y mandamientos no fallarán. Con esto, deja claro que las revelaciones contenidas en Doctrina y Convenios no son simples instrucciones temporales, sino que constituyen parte de Su palabra eterna, con la misma autoridad que las Escrituras antiguas.

En Doctrina y Convenios 18:34–35, el Señor refuerza esta idea al declarar que lo que Sus siervos escriben bajo inspiración no es de ellos, sino de Él mismo. Afirma: “Estas palabras no son de hombres ni de un hombre, sino mías; por tanto, debéis dar oído a ellas como si fueran mías”. Esta declaración subraya que las revelaciones de este libro no deben verse como consejos humanos o como opiniones de líderes, sino como la voz del Señor a Su Iglesia en los últimos días.

Doctrinalmente, esto establece un principio central: Doctrina y Convenios es un testimonio vivo de que Dios sigue hablando en la actualidad. Así como los antiguos profetas registraron Sus palabras en la Biblia y el Libro de Mormón, las revelaciones modernas conservadas aquí son la confirmación de que la voz del Señor no ha cesado y que Su autoridad permanece en la tierra.

Para nosotros hoy, el mensaje es claro: al estudiar Doctrina y Convenios debemos hacerlo con la misma reverencia y fe que al leer cualquier otro libro de Escrituras, pues contiene la voz del Salvador dirigida específicamente a Su Iglesia en esta dispensación. Su veracidad no está en duda, y su importancia radica en que nos prepara para la Segunda Venida y nos guía en la edificación de Sion.

El Señor testifica que las palabras de Doctrina y Convenios son verdaderas, fidedignas y de origen divino, no humano. Por lo tanto, debemos estudiarlas, obedecerlas y valorarlas como la voz misma de Cristo para Sus hijos en los últimos días.

Conclusión

La verdadera preparación espiritual comienza en el hogar, mediante el estudio diligente de las Escrituras y la enseñanza guiada por el Espíritu Santo. El Señor establece un orden divino: primero aprender Su palabra, luego recibir el Espíritu y finalmente enseñar con poder y autoridad celestial. En este proceso, los padres —especialmente los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec— tienen la responsabilidad sagrada de ser los primeros maestros de sus hijos, modelando con su ejemplo los principios del evangelio y conduciéndolos hacia Cristo.

El mensaje central recalca que el liderazgo en la Iglesia nunca debe eclipsar el liderazgo en la familia: el hogar es el primer ministerio y la base sobre la cual se edifica toda la obra del Señor. Cuando los padres enseñan con fe, oración y ejemplo, fortalecen no solo a su familia, sino también a la Iglesia y a Sion. Así, las bendiciones prometidas son claras: revelación desde lo alto, poder espiritual para testificar, unidad familiar y la oportunidad de participar activamente en la construcción del reino de Dios, comenzando desde el hogar.

En resumen, la luz de Cristo se enciende primero en el corazón de cada padre y madre que estudia y vive Su palabra, y desde allí ilumina el hogar, la Iglesia y las naciones.

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1 Response to La palabra y el Espíritu en el hogar

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Muy buen mensaje, quien es el autor que lo elaboro?

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