CAPÍTULO 22
El Presidente Spencer W. Kimball-II
Conferencias de Área en el Pacífico Sur, febrero y marzo de 1976
Dantzel y yo nos sentimos tan privilegiados de haber sido invitados a acompañar al presidente Kimball y a los otros Hermanos a las nueve conferencias de área que se llevaron a cabo en el Pacífico Sur en febrero y marzo de 1976. Nos brindó la oportunidad única de estar junto a él, día y noche, durante un período de tres semanas. Siempre lo habíamos conocido como un hombre de modestia y sencillez, pero eso se hizo aún más evidente al observarlo de cerca. Por ejemplo, si le daban una manta en el avión, cuando terminaba de usarla la doblaba cuidadosamente para ahorrarle ese trabajo a la azafata. Y en lugar de comer en exceso o de darse a los lujos de todos los magníficos platillos que le ofrecían, ya fuera en el avión o en el hotel, cuando podía hacerlo sin ofender a nadie, simplemente desmenuzaba un poco de pan en un tazón de leche y disfrutaba de esa sencilla comida.
En una gran ceremonia en el Polynesian Cultural Center en Laie, Hawái, se le presentó un lei muy elegante que, nos dijeron, estaba reservado únicamente para la realeza. Al levantarse para recibir esta generosa ofrenda, notamos que de su bolsillo de la camisa asomaba un lápiz con punta de goma. Esto nos pareció muy simbólico, y tan típico del presidente Kimball; porque aun cuando se le concedían los honores de los hombres, no olvidaba que el propósito de su presencia allí era estrictamente cumplir con la obra. Tan pronto como quedaba solo y tenía oportunidad, sacaba los papeles y los lápices con punta de goma, y volvía a escribir y trabajar.
Durante una pausa entre las actividades en el Polynesian Cultural Center y una ceremonia posterior, donde iba a colocar la piedra angular de la nueva biblioteca en el campus de la Universidad Brigham Young–Hawái, fuimos invitados a la casa del presidente de la universidad, el hermano Dan Anderson. Mientras todos estábamos reunidos en la sala, el presidente Kimball se quedó dormido en una merecida siesta de diez minutos. La hermana Kimball comentó: “Eso es lo que lo mantiene”. El presidente Kimball podía dejarse caer y dormir unos minutos para preservar sus fuerzas mientras otros estaban ocupados en conversaciones triviales. Es un hombre con completo dominio sobre su cuerpo, con la espiritualidad siempre evidente.
De Hawái fuimos a Pago Pago, Samoa Americana. El domingo por la mañana asistimos todos juntos a la reunión del sacerdocio en el barrio Mapasaga. Recuerdo mi gran sorpresa cuando la reunión terminó y estaba por comenzar la Escuela Dominical. El presidente Kimball se volvió hacia mí y dijo: “El presidente Tanner y yo hemos decidido que usted debe dirigir la reunión de la Escuela Dominical”.
Miré el reloj y vi que la Escuela Dominical empezaría en treinta segundos. Le dije: “Sí, presidente, con mucho gusto”.
A petición de ellos, y con la muy valiosa ayuda del presidente de la Escuela Dominical del barrio, que estaba perfectamente preparado, la Escuela Dominical se llevó a cabo tal como lo dirigieron. Esa misma tarde de domingo se realizó la conferencia de área para bendecir la vida de todos los santos.
De allí fuimos a Apia, Samoa Occidental. Cuando el avión aterrizó, pudimos ver que muchas personas estaban allí para recibir al presidente Kimball. Una banda tocaba, había representantes del gobierno presentes, y las calles estaban llenas de multitudes que agitaban sus manos, con carteles y flores, desde el aeropuerto hasta el centro de Apia, una distancia de diez o doce millas. Se había declarado un día feriado nacional para la visita del profeta.
Más tarde se llevó a cabo una ceremonia de kava, organizada por las autoridades gubernamentales y de la Iglesia de Samoa Occidental. Durante el transcurso de esa actividad, los santos samoanos cantaron un himno en samoano, de unas diez estrofas, sobre su necesidad de tener un templo en las islas de Samoa. Muy atentamente, habían preparado una traducción del himno y la presentaron al presidente Kimball para que pudiera seguirlo y conocer el contenido de su mensaje.
Cuando llegó el momento de su respuesta, su sentido del humor brilló al decir:
“Ahora bien, si entiendo bien su samoano, tengo la impresión de que están interesados en tener un templo aquí”.
Esto provocó olas de risas entre los santos presentes. Luego añadió:
“Diré algo más al respecto en nuestra conferencia de área de mañana”.
Cuando llegó el momento de la conferencia de área, en efecto, tuvo más que decir sobre ese asunto. Dijo:
“Antes de que tengan un templo aquí, necesitan convertir su información genealógica de recuerdos memorizados a un formato que pueda ser usado en el templo. También necesitan obtener más bautismos de conversos, porque se requiere mucha gente para hacer funcionar un templo. Así que, en esencia, cuando ustedes hayan hecho su parte, el Señor hará la suya y tendrán un templo aquí”. (Estuvimos tan felices con el anuncio en 1977 de que se construiría un templo en Samoa).
En Samoa, el presidente Kimball dio bendiciones a muchas personas que solicitaban su ayuda, incluido el presidente de misión, el presidente Peters, quien enfermó gravemente con una fiebre alta el último día de la conferencia de área. El presidente Kimball, muy desinteresadamente, se expuso a toda clase de enfermedades con tal de responder a tales solicitudes. Luego, mientras volábamos de Apia de regreso a Pago Pago, él mismo fue aquejado por una enfermedad febril similar que apareció con gran rapidez. En medio de ese vuelo de cuarenta y cinco minutos, percibí que su temperatura subía y tuve que ayudarlo a ir al baño. Después de aterrizar en Pago Pago, tuvimos que detenernos a un lado de la carretera debido a su intensa náusea. Al llegar al hotel, comprobé que su temperatura era de 40 °C. Tanto él como la hermana Kimball tenían tos, fiebre y se sentían sumamente mal. Arthur Haycock y yo respondimos a la petición del presidente y la hermana Kimball de darles bendiciones, y les administramos. Antes de hacerlo, el hermano Haycock recordó al presidente Kimball que él y el presidente Tanner debían aparecer esa misma tarde en la televisión samoana. El presidente Kimball simplemente instruyó al hermano Haycock: “Haga que el presidente Nelson ocupe mi lugar.” Con esa indicación, se me dio la asignación de ser entrevistado en la televisión samoana junto con el presidente Tanner en un programa de treinta minutos. A pesar de nuestra gran preocupación por la enfermedad de nuestro presidente, creo que el programa salió muy bien, en particular la participación del presidente Tanner. Fue brillante.
Teníamos programada una salida a las 5:00 a.m. desde Pago Pago la mañana siguiente, lo que significaba que debíamos dejar el hotel alrededor de las 3:30. Era despiadado hacerlo, ya que el presidente y la hermana Kimball estaban tan enfermos. De hecho, el presidente Kimball estaba pálido y ceniciento cuando el hermano Haycock y yo lo ayudamos a subir al avión. Recuerdo lo disgustado que estaba uno de los oficiales conmigo por permitir que el presidente Kimball abordara. Me dijo: “Cualquiera puede ver que está demasiado enfermo para subir a un avión y volar a Nueva Zelanda. Deberías dejarlo aquí en Pago Pago, donde puede ir al hospital y recibir la ayuda que necesita.” A pesar de ello, logramos que el presidente y la hermana Kimball subieran al avión y los acomodamos con mantas. Sus fiebres oscilaban entre 39 y 40 °C.
Una vez en vuelo, me acerqué al élder Robert L. Simpson y al hermano Wendell J. Ashton con la observación de que el presidente Kimball estaba tan enfermo que pensé que sería prudente que consideraran opciones alternativas para la agenda que se había planeado para el resto del día. Yo estaba al tanto de los planes para un programa nacional de televisión a las 12:00 del mediodía en Auckland, seguido de un almuerzo con el primer ministro de Nueva Zelanda, Muldoon. Estaba bastante seguro de que el presidente Kimball no podría cumplir con esas asignaciones.
A medida que transcurrieron las largas horas de vuelo de Pago Pago a Auckland, el presidente y la hermana Kimball dormitaron y más tarde despertaron cuando se dieron las instrucciones de abrocharse los cinturones y prepararse para el descenso. El presidente Kimball había sudado mucho, lo que me indicó que su temperatura había bajado; y en efecto, así fue, pues ahora era de 37,1 °C. Empezó a abotonarse la camisa y ajustarse la corbata, y le pidió a la hermana Kimball que le cepillara el cabello. Ella respondió en tono de broma: “¿Cuál cabello quieres que te cepille, Spencer?” Así continuaron con sus preparativos para los compromisos que lo aguardaban.
Cuando el avión aterrizó, el presidente y la hermana Kimball fueron los primeros en salir por la puerta. Juntos marcharon como generales inspeccionando las tropas, estrechando las manos de las personas que estaban alineadas para recibirlos.
Más asombrosa aún fue su presentación en televisión. El hermano Haycock y yo nos sentamos en la parte trasera de la sala con temor y temblor, mientras este hombre, al que apenas habíamos ayudado a subir al avión unas horas antes, se ponía de pie frente a las cámaras. El presidente Kimball procedió a dar una disertación de veinticinco minutos sobre la Iglesia, su historia, su misión y sus programas. Fue la mejor exposición que jamás he escuchado: totalmente organizada, completa, y pronunciada con humildad y poder. El hermano Haycock y yo nos miramos mutuamente con absoluta sorpresa; apenas podíamos creer lo que veíamos y oíamos. Su logro fue simplemente brillante.
Después de esto, el presidente Kimball asistió al almuerzo con el primer ministro Muldoon. Pareció ser una reunión agradable para ambos, ya que rápidamente se ganaron mutua admiración y afecto. Encontramos al primer ministro Muldoon como un hombre de gran carácter y valor. Cuando se servía el postre, el presidente Kimball me hizo señas y dijo: “Hermano Nelson, creo que será mejor que me reúna con la hermana Kimball en la habitación.” Así que nos excusamos de la compañía del primer ministro Muldoon y fuimos a la habitación de la hermana Kimball, donde ella había estado desde nuestra llegada. La enfermedad del presidente Kimball volvió a hacerse evidente, así que le tomé la temperatura y comprobé que era de 39 °C. No podía creer el milagro que acababa de presenciar: un hombre tan enfermo había recibido la bendición de una remisión de dos horas, lo cual le permitió cumplir sus deberes fielmente y con excelencia, como si su espíritu hubiera tenido el poder de expulsar la enfermedad, al menos temporalmente, de su cuerpo.
Nos trasladamos en automóvil desde Auckland hasta Temple View, cerca de Hamilton, Nueva Zelanda. El presidente y la hermana Kimball recibieron habitaciones en la casa del presidente del templo, donde se fueron inmediatamente a descansar. El presidente Kimball había pedido al presidente Tanner que se encargara de la recepción con la reina maorí, ya que él estaba demasiado enfermo para hacerlo. Además, el presidente Kimball dijo: “La hermana Kimball y yo no asistiremos a las actividades culturales programadas para esta noche (sábado) debido a nuestra enfermedad. El doctor cree que no debemos asistir. Por lo tanto, por favor discúlpenos y comiencen la reunión a tiempo. Expresen nuestras disculpas a la congregación. Trataremos de conservar nuestras fuerzas para poder asistir a las sesiones generales de la conferencia de área el domingo por la mañana.” El presidente Tanner estuvo de acuerdo y partió.
Cuando llegó la hora de las actividades culturales de la tarde, Dantzel fue al estadio del Colegio de la Iglesia en Nueva Zelanda con el presidente y la hermana Tanner y los demás hermanos y esposas, mientras Arthur Haycock y yo permanecimos con el presidente y la hermana Kimball en la casa del presidente del templo. Yo estaba leyendo en la habitación del presidente Kimball cuando él despertó de repente, sobresaltado.
Él dijo: “Hermano Nelson, ¿a qué hora debía comenzar ese programa esta noche?”
Yo respondí: “A las siete en punto, presidente Kimball.”
Él preguntó: “¿Y qué hora es ahora?”
Respondí: “Casi son las siete.” Al notar que estaba empapado en sudor, pensé que su fiebre podría haberse roto, lo cual en efecto había ocurrido. Su temperatura era ahora de 37 °C.
Dijo: “¡Dígale a la hermana Kimball que vamos!”
En ese instante pasaron varios pensamientos por mi mente, culminando en la decisión de que sería inconveniente decir algo sobre lo poco recomendable que era médicamente que él fuera. Así que rápidamente entré y le dije a la hermana Kimball: “Vamos.” Ambos se prepararon apresuradamente y fueron al automóvil que se había puesto a disposición.
De modo que el presidente y la hermana Kimball, el hermano Haycock y yo recorrimos la corta distancia desde la casa del presidente del templo hasta el estadio del Colegio de la Iglesia, donde se llevaban a cabo las actividades. Al entrar el coche en el estadio, estalló un grito ensordecedor de manera espontánea. Fue tan repentino y tan fuerte que me pregunté si habría sido un trueno. El automóvil fue conducido alrededor de la pista hasta el lugar donde el presidente y la hermana Kimball podían ser conducidos a sus asientos; el hermano Haycock y yo nos sentamos junto a nuestros compañeros también. Pregunté a Dantzel cuál había sido la causa de ese enorme grito. Ella me contó la historia desde su punto de vista.
Dijo que el presidente Tanner había abierto la reunión a las 7:00 p.m. y había explicado que el presidente y la hermana Kimball no podían asistir debido a su enfermedad. Indicó que debían proceder sin ellos, a fin de preservar sus fuerzas para unirse a los santos al día siguiente. Entonces se llamó a uno de los jóvenes neozelandeses para orar. Con una fe típica de estos santos de las islas, este joven neozelandés ofreció lo que Dantzel describió como una oración bastante extensa. Durante su oración suplicó al Señor de esta manera: “Somos tres mil jóvenes de Nueva Zelanda. Estamos reunidos aquí, habiendo preparado durante seis meses para cantar y danzar para tu profeta. ¿Querrás sanarlo y traerlo aquí?” Y justo cuando se pronunció el “Amén”, entró el automóvil que llevaba al presidente y a la hermana Kimball. Fueron identificados de inmediato por la multitud reunida de miles de personas, quienes espontáneamente lanzaron aquel grito de júbilo al ver su oración contestada tan directamente.
Esta capacidad del presidente Kimball de recibir y responder a la revelación es algo que he observado en muchas ocasiones. Supongo que él consideraría esto como una revelación más bien incidental, pero para mí fue muy significativo porque estuve allí y lo vi suceder.
A la mañana siguiente, el domingo, mientras revisaba al presidente Kimball, hice un comentario pasajero sobre el pesar que sentía por haber viajado hasta Nueva Zelanda y estar tan cerca del templo sin poder gozar de la bendición de entrar en él.
Él dijo: “¿No has estado en ese templo?”
Respondí: “No, señor, nunca. Esta es la primera vez que vengo a Nueva Zelanda.”
Él dijo: “Bueno, iré allá pronto; ¿por qué no buscas a la hermana Nelson y te unes a mí?”
Como un cohete corrí al motel cercano para buscar a Dantzel. Entonces tuvimos el glorioso privilegio de entrar al templo con el profeta, mientras él consultaba en oración con el Señor en preparación para la conferencia de área que estaba a punto de comenzar en aproximadamente una hora.
La conferencia de área se realizaría al aire libre, pues no había un auditorio en Nueva Zelanda lo suficientemente grande para la multitud. Se esperaban unas quince mil personas. Esta era la temporada de lluvias en Nueva Zelanda, y había llovido todos los días durante al menos dos semanas. De hecho, había tanta preocupación por el clima que los funcionarios del gobierno habían declarado un día nacional de ayuno y oración el domingo anterior a la visita del profeta, para pedir buen tiempo durante la sesión de la conferencia la semana siguiente. No solo los Santos de los Últimos Días, sino toda la nación se unió en ayuno y oración para que esto pudiera suceder.
Ese domingo por la mañana el clima fue perfecto. Fuimos bendecidos con una gran efusión del Espíritu en los sermones que se pronunciaron. Solo después de que las reuniones concluyeron regresó la lluvia, y al ver el noticiero televisivo esa noche, el locutor señaló con cierto orgullo personal cómo las oraciones de los neozelandeses habían sido contestadas, ya que el clima resultó ser perfecto para la conferencia de área de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y la visita del profeta de Dios, el presidente Spencer W. Kimball.
De Nueva Zelanda fuimos a Fiyi para la conferencia de área en Suva. ¡El auditorio estaba tan caluroso! Estoy seguro de que la temperatura superaba los 38 °C. La hermana Kimball estaba realmente muy enferma, y aun así permaneció en la primera fila como una soldado, a pesar de su fiebre y malestar. Estaba ansiosa por dar una evidencia visible y tangible de apoyo a su esposo y a la causa. Había más de mil personas presentes, muchas de las cuales habían venido desde las islas más remotas del grupo de Fiyi e incluso desde archipiélagos más lejanos, como las islas Gilbert.
Cuando la reunión terminó, el hermano Haycock y yo nos acercamos al presidente Kimball con la intención de llevarlo de inmediato al automóvil que esperaba afuera para transportarlo a él y a la hermana Kimball al hotel lo más rápido posible. Pero con la fuerza de Sansón, el presidente Kimball nos apartó y se abrió paso entre la multitud de mil personas que estaban allí, y procedió a dar la mano a cada una de ellas. Parecía percibir mi preocupación por su bienestar físico, pero después comentó que esas personas habían venido en barco y en canoa para estar en esa reunión y ver al profeta, y que no iba a dejar que ninguno de ellos se marchara sin estrecharle la mano si ese era su deseo. Este es solo un ejemplo más del hábito del presidente Kimball de poner su preocupación por los santos por encima de cualquier consideración personal.
De Fiyi fuimos a Tonga. Allí nos alojamos en la casa de la misión, y fue un gran alivio para mí ver que la hermana Kimball pudiera descansar un poco, pues realmente había estado muy enferma.
Las conferencias en Tonga fueron una experiencia conmovedora. Al llegar para la reunión principal, miré detrás de mí, en la sección del coro, y encontré a unos 225 jóvenes tonganos vestidos de blanco. Sin embargo, para mi sorpresa, no eran el coro. Cuando el presidente Tanner anunció que el coro cantaría el número de apertura, se levantó toda la sección central de la congregación, vestida impecablemente de blanco. No sé cuántos eran; había cientos. Cantaron como solo los tonganos saben hacerlo. Entonces supe que los 225 tonganos en el estrado no eran el coro, sino todos misioneros nativos. Más tarde, el presidente Kimball profetizaría que Tonga sería una de las primeras naciones de la tierra en preparar más misioneros de los que podrían usarse en su propio país. Al concluir la reunión no había un ojo seco. Nadie se movía. Los tonganos cantaron himno tras himno como su manera de expresar gratitud a Dios y a su profeta por la experiencia espiritual que habían vivido. Sin previo aviso, el presidente Kimball me llamó para hablar en esa reunión. En mis palabras indiqué que el canto de los santos tonganos, que había tenido el privilegio de presenciar en una asignación de reunión regional tres años antes, había llevado a un cambio en el formato del programa de la Escuela Dominical para todo el mundo. Nos inspiramos para cambiar la “Práctica de himnos” por “Adoración mediante la música” debido a lo que había visto allí en Tonga. El poder de su súplica en oración musical había dado un ejemplo que esperaba pudiera ser captado por todo el mundo.
De Tonga regresamos a Auckland por un breve intervalo y luego fuimos a Australia para reuniones regionales en Sídney, Melbourne y Brisbane. Mi corazón estaba lleno de compasión por el presidente y la hermana Kimball, que aún luchaban con su enfermedad parecida a la gripe. Simplemente no había tiempo para que recibieran el descanso y la recuperación que hubieran sido ideales. Sin duda, uno de los puntos culminantes del viaje fue la conferencia de área en la Ópera de Sídney, donde un coro de miembros australianos cantó con gran belleza. Los santos de Australia, así como las Autoridades Generales, hablaron con gran elocuencia en un programa que fue transmitido a nivel nacional y grabado para su posterior retransmisión, a fin de proporcionar una cobertura aún más amplia.
De Australia fuimos a Tahití, donde se celebraría la novena y última conferencia. Nuestra llegada a Tahití fue un poco diferente, pues en todos los demás países habíamos recibido recepciones que incluían a funcionarios gubernamentales. Pero en Tahití, de trasfondo francés y católico, la recepción fue un poco menos cálida. De hecho, yo estaba con el presidente Kimball cuando se reunió con el gobernador de Tahití, quien habló en francés y, a través de intérpretes, expresó su asombro sobre por qué estábamos allí. Dijo que no quería ningún problema. Pero el presidente Kimball lo conquistó en muy poco tiempo e invitó al gobernador a asistir a la conferencia de área, lo cual hizo. El élder Bruce R. McConkie pronunció un discurso en esa reunión que conmovió visiblemente al gobernador. El élder McConkie fue inspirado a dejar de lado el texto que se había preparado para los traductores y, en su lugar, dio un discurso improvisado sobre la Iglesia, su origen divino, la apostasía y la restauración. Fue uno de los mejores discursos que he escuchado.
Al llegar finalmente a nuestro destino en Los Ángeles y luego a Salt Lake City, se tomaron radiografías de tórax al presidente y a la hermana Kimball. Descubrimos que ambos tenían neumonía viral. La de la hermana Kimball estaba desapareciendo; la del presidente Kimball aún era visible en ambos pulmones. El Dr. Wilkinson y yo intentamos convencer al presidente Kimball de que ingresara al hospital, pero él nos rogó que no lo obligáramos a tomar ese curso. Dijo: “Ustedes, hermanos, simplemente no entienden la urgencia que percibo respecto a la obra que debo hacer. No deben hospitalizarme y retrasar la obra”. Así que accedimos a sus demandas y continuamos tratándolo como paciente ambulatorio.
Por supuesto, Dantzel y yo siempre consideraremos el privilegio de esta asociación de tres semanas con los Hermanos como una de las más escogidas de nuestra vida. Cada día parecía domingo o como una conferencia general. La abundante efusión del Espíritu y los muchos discursos inspiradores fueron inolvidables. Pero creo que lo más notable de todo fue que vimos al presidente Kimball, a pesar de estar enfermo la mayor parte del tiempo, cumplir plenamente con sus responsabilidades, pronunciando más de cincuenta discursos importantes y sosteniendo innumerables conferencias de prensa y reuniones con dignatarios gubernamentales. Su supremacía espiritual y su fuerza doblegaron a su cuerpo y a su enfermedad en completa obediencia a sus mandatos espirituales.
Otras experiencias, 1977–1978
El 7 de septiembre de 1977, yo estaba realizando una cirugía de corazón abierto cuando fui llamado al teléfono por el hermano Arthur Haycock. Él dijo: “El presidente Kimball acaba de sufrir un ataque repentino y necesitamos que venga”.
“No puedo ir ahora mismo”, respondí. “Estoy en medio de una operación, tengo el corazón de un hombre detenido sobre la mesa y no puedo marcharme. ¿Ha llamado al Dr. Wilkinson?”
Él dijo: “Sí, he llamado al Dr. Wilkinson y ya está en camino”.
Un momento después fui llamado de nuevo al teléfono, esta vez por el Dr. Wilkinson, quien se encontraba al lado del presidente Kimball. Indicó que el presidente Kimball se había puesto gravemente enfermo mientras asistía a una reunión de la Mesa Directiva de Educación de la Iglesia. Se había puesto pálido y sudoroso, con presión arterial baja, náuseas intensas y mareos. El Dr. Wilkinson estaba muy preocupado y lo estaba internando en el hospital.
Le indiqué que iría directamente a su habitación tan pronto como terminara mi operación.
Más tarde supe por mi consejero, Joe J. Christensen, quien estaba en esa reunión de la Mesa de Educación, que el presidente Kimball de pronto se había enfermado tanto que no pudo salir de la sala por su propio pie. El presidente Christensen, el élder Boyd K. Packer y otros lo cargaron para sacarlo. El hermano Christensen me confesó que pensó que nunca volvería a ver con vida al presidente Kimball. Para él, lucía tan enfermo.
Después de que mi operación terminó, fui inmediatamente a la habitación 702 del Hospital SUD. Todavía estaba con mi ropa verde de quirófano. El presidente Kimball apenas pudo reconocer mi presencia. Lo revisé y no encontré ninguna causa evidente de su enfermedad. Los exámenes de laboratorio apenas se estaban ordenando y aún no había resultados disponibles. Así que, en mi estado de preocupación y perplejidad, le indiqué al presidente Kimball que no sabíamos cuál era la naturaleza de su enfermedad y que sería necesario más tiempo para definirla.
El presidente Kimball abrió los ojos, me miró y dijo: “¿Me daría una bendición?”
El hermano Haycock y la hermana Kimball estaban allí. Mi formación era médica, por supuesto. Se me confiaba, al menos en parte, el cuidado del profeta. Estaba muy ansioso por su bienestar y me sentía confundido y preocupado por lo enfermo que estaba. En ese contexto, mientras el hermano Haycock lo ungía y me pedía que sellara la unción, sentí el poder del Señor recorrerme, impulsándome a pronunciar una bendición sobre su profeta de que ese no era el momento para que su vida terminara. ¡Continuaría viviendo! Se recuperaría por completo y podría reanudar sus deberes de presidir la Iglesia y el reino de Dios en la tierra; de hecho, se recuperaría incluso antes de que se hiciera un diagnóstico y no perdería ni una sola cita importante.
Todos estábamos con lágrimas al concluir esa bendición. Creo que yo era el más sorprendido y asombrado de todos, pues sabía que las palabras que había pronunciado no eran producto de mi propio pensamiento.
Al día siguiente, el 8 de septiembre, el presidente Kimball comenzó a mejorar, y por la tarde el Dr. Wilkinson y yo nos reunimos para repasar todos los hallazgos. El diagnóstico aún estaba incompleto, pero la recuperación del presidente Kimball fue total. Fue dado de alta y, al día siguiente, él y el presidente Tanner fueron a Canadá para cumplir su cita allí y apartar a una nueva presidencia del templo. No se perdió ni una sola cita importante, y fue sanado antes de que pudiéramos llegar a un diagnóstico. Verdaderamente vi y sentí el poder del Señor bendecir a su profeta.
En la víspera de la conferencia general, el 29 de marzo de 1978, se celebró un programa en honor al presidente Tanner en el Hotel Utah. Mi madre y mi padre estuvieron allí.
El presidente Kimball saludó a mi madre con un beso y le dijo a mi padre y a mi madre cuán agradecido estaba, él, el presidente Kimball, por la noticia de que habían ido al templo. Por supuesto, ya lo había mencionado antes, pero lo reiteró en esa ocasión. También expresó lo agradecido y complacido que estaba con el excelente servicio de mi padre al preparar el folleto conmemorativo que se distribuyó a los invitados en el banquete del presidente Tanner.
Al día siguiente, le entregué al presidente Kimball copias de un par de mis discursos, como él lo había solicitado. Mientras estaba allí, el presidente Kimball me pidió que examinara una pequeña lesión que tenía en la nariz, la cual resultó ser un quiste de inclusión. La drené allí mismo, en su oficina. Al terminar el procedimiento tenía un poco de sangre en mis dedos, y no sabía si debía lavarla o barnizarla. Durante el transcurso de nuestra visita, él dijo: “Doy gracias a Dios cada día por el Dr. Nelson”. Eso me hizo sentir muy humilde.
Fue mi privilegio, el 6 de noviembre de 1977, acompañar al presidente Kimball en la ocasión de la dedicación del recientemente restaurado Tabernáculo de la Estaca Bountiful. Esa noche fue tan generoso y amable con nosotros, como siempre lo era.
Estos recuerdos son solo abstracciones de esas experiencias escogidas. Hemos tenido reuniones de un significado aún más profundo, algunas de las cuales son demasiado sagradas incluso para registrarlas aquí donde otros ojos puedan verlas, pues me ha pedido guardar secreto. Solo Dantzel conoce esas experiencias, por haberlas compartido conmigo.
De vez en cuando, oigo a la gente especular sobre la pregunta: “¿Cuándo habla el profeta como profeta y cuándo habla de otra manera?” Esa pregunta me resulta curiosa, como si alguien fuera lo suficientemente presuntuoso como para sentarse en juicio sobre un profeta. Para quien formula esa pregunta, tal vez mis observaciones sean de interés. En mis estrechas asociaciones con el presidente Kimball a lo largo de dos décadas, y en un espectro que abarca desde el sufrimiento hasta lo sublime, nunca me he visto obligado a plantearme esa cuestión. La única pregunta que me he planteado ha sido: “¿Cómo puedo ser más como él?” Su vida santa ha sido verdaderamente una inspiración para mí, pues lo he observado atentamente en prácticamente todas las circunstancias a las que uno puede estar sometido. Nada podría bendecir más a mí y a mi familia que esforzarnos por alcanzar el grado de perfección y dominio propio que él ha logrado.
Sé que este hombre, al igual que sus predecesores, ha sido preparado, bendecido, inspirado y preservado para presidir la Iglesia como un profeta viviente. Sé que es dirigido por el Señor. Lo he visto y lo he sentido. Sé que Spencer W. Kimball enseña y testifica como profeta, que ha sufrido como otros profetas, que sirve como profeta. Recibe y responde a la revelación como profeta. Tiene el valor de un profeta, la bondad y la preocupación de un profeta. Ha sido bendecido como profeta, así como bendice como profeta. Vive como profeta y morirá, como otros profetas lo han hecho, sellando su testimonio de que Dios vive, que Jesús es el Cristo y la cabeza de su Iglesia.

























Preciosa introducción de parte de la primera esposa de nuestro querido profeta Russell M.
Nelson . Muchas gracias 😘 🙂 😊
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