Zapatillas Entre Los Néfitas

Capítulo 3


El desinfectante que mamá pintó en el corte de mi barbilla dolió más que el golpe que lo causó. Probablemente la uña del pulgar de Greg Shelby nunca había sido cortada ni limpiada. Así que, por seguridad, mamá insistió en poner medicina en la herida.

—¿Quién ganó? —preguntó Jennifer, mirando por la puerta del baño.

—¿Hace falta que lo preguntes? —resoplé con orgullo mientras mamá limpiaba el exceso.

Greg Shelby solo conectó con ese golpe afeminado de uña de pulgar. Yo lo derribé con un segundo golpe en ese mismo ojo. Eso me dio una razón para esperar con ansias el inicio de clases el miércoles: vería mi obra de arte en su cara. Mientras Shelby el Tuerto se ponía de pie tambaleante, Slater y Jack-O salieron corriendo de la bolera para defender a su líder. Yo blandí el asiento de la bicicleta de Garth y le pegué a Slater en un costado de la cabeza. Pasó un par de segundos contando estrellas. Usar el asiento no fue la táctica más justa, pero éramos tres contra uno. Me sentí justificado. Me subí a mi bicicleta y pedaleé lejos en medio de maldiciones y promesas de venganza. Les grité:

—¡Lo espero con ansias!

Ni siquiera sabía que mi barbilla sangraba hasta que llegué a casa. Con lo fuerte que bombeaba mi corazón, seguro hizo que el corte pareciera peor de lo que era. Viéndolo ahora en el espejo del baño, estaba seguro de que desaparecería en tres días. A insistencia mía, mamá devolvió la curita intacta a la caja. Las curitas, le informé, eran para “nenazas.”

—¡No quiero ver más peleas! —dijo, como toda buena madre debía.

Cuando papá llegó a casa, recibí un sermón similar. Al enterarse de que la pelea había sido con Greg Shelby, un breve destello de aprobación cruzó por su rostro. Ahora sabía que los Vikingos eran historia. Mis hermanos me acorralaban una y otra vez para que les contara el relato. Para cuando llegué a contárselo a Keith, la historia sonaba todavía mejor, pero Jennifer, que había escuchado todas las versiones, corregía cualquier contradicción. Sin embargo, Keith, como los demás, sintió que merecía una buena palmada en la espalda. Mis ánimos estaban por fin en alza, hasta que papá sugirió que debía buscar nuevos amigos. Garth Plimpton estaba en el primer lugar de su lista.

Esa noche dormí con la conciencia ardiendo. Pedir disculpas estaba fuera de toda consideración. Si alguien me hubiera hecho lo que yo le hice a Garth, guardaría rencor hasta el día del juicio.

Me desperté deprimido. Quizás fue mi estado de ánimo lo que inspiró a mamá a organizar una excursión por la tarde. Al principio papá insistió en que tenía una pila de papeleo que atender, pero mamá se impuso. Hicimos un picnic en el embalse Buffalo Bill. Era un ritual que mi madre realizaba al final de cada verano, en celebración de los nueve maravillosos meses que le esperaban con una casa vacía y silenciosa solo para ella.

El tío Spence y la tía Louise se unieron al paseo. Detrás de su Dodge Ram Charger, Spence remolcaba un bote de quince pies llamado Orca, como el del filme Tiburón. Keith no pudo ir, por los entrenamientos de fútbol. La abuela se quedó en casa y durmió la siesta. Steven llevó a su nueva “novia,” así que no se quedaron mucho tiempo. Judd llevó su moto de cross. Mamá y la tía Louise prepararon la comida. Eso dejó a papá, al tío Spencer, a Jenny y a mí para llevar el Orca al embalse en busca de la cena.

Los peces no picaban. Nunca lo hacían en el embalse. Creo que a nadie le importaba demasiado. Estábamos allí para sentir el viento y el rocío, y para escuchar a papá y a Spence recordar sus días en la secundaria de Cody, cuando todavía caminaban los dinosaurios por la tierra.

Desde el centro del embalse Buffalo Bill se podía ver todo el valle de Wapati. Montañas con nombres como Carter, Sheep, Rattlesnake y Cedar nos vigilaban como pastores. Aunque he visto esa vista mil veces, nunca me canso de ella.

El tío Spence señaló hacia la montaña Cedar.
—¿Has subido últimamente a la caverna, Ron? —preguntó.
—Hace muchos, muchos años que no, Spence —respondió papá.

Cerca de la cima de la montaña Cedar, en la cara norte, había una caverna. Tenía distintos nombres, según a quién preguntaras. Yo la conocía como “Frost Cave.” Nunca había ido allí. Por lo que entendía, estaba cerrada y tapiada. La caverna había sido en su día un sitio turístico, con pasarelas y barandillas. Pero mantenerla era demasiado costoso. El camino para llegar siempre quedaba distinto después del deshielo primaveral, lo que hacía dudar incluso a la mayoría de los vehículos de doble tracción. Un año algunas personas salieron heridas. El condado bloqueó la entrada con una reja de acero y dejó que las pasarelas se pudrieran.

—Yo estaba contigo la última vez —añadió papá.
—¿De veras? Ahora eso sí que es una historia —comenzó mi tío—. Tu papá y yo llevamos citas.
—Eh… —interrumpió papá—. Puede que sean un poco jóvenes para esa historia.
—Claro que no —insistió Spence sin siquiera detenerse—. Verás, en esos días, los muchachos intentaban convencer a las chicas de bajar al túnel más profundo y oscuro. La idea era apagar las linternas y practicar algo de seria osculación.
—¿Qué? —preguntó Jen.
—Besuqueo —explicó Spence.

Jennifer fulminó a papá con la mirada y soltó:
—¿¡Alguien que no era mamá!?

El rostro de papá se volvió de un rojo intenso.
—Estás corrompiendo a mis hijos.

Spence continuó:
—Mientras tu papá y su cita se besaban, yo y mi cita robamos las linternas y desaparecimos. Mientras tu padre tanteaba a ciegas, intentando encontrarnos, atrapamos a su cita. Los tres nos escondimos de él durante una hora.
—Más cerca de diez minutos —corrigió papá.
—Nunca oí a tu papá usar un lenguaje más colorido.
—Según recuerdo, el peor parado fuiste tú —le dijo papá—. Te salió un chichón del tamaño de una pelota de golf en la frente, ¿no?

Spence entrecerró los ojos al recordar el dolor.
—¡Uuuf, lo recuerdo! Dolía como un condenado.

Spencer tenía toda una colección de palabras para sustituir las groserías. “Condenado” (son-of-a-buck) sonaba gracioso cada vez que lo oíamos. Los cuatro reímos a carcajadas.

Spencer se recostó y se dejó llevar por la nostalgia.
—Sí, pasé mucho tiempo en esas cuevas de niño, antes de que las cerraran con tablas. Solíamos buscar la Sala del Arcoíris.

Mi pecho se hinchó y una oleada de sangre recorrió cada extremidad de mi cuerpo.
—¿La Sala del Arcoíris?

El mural de Garth en el cañón del Shoshoni pasó fugaz por mi mente. Mi tío sonrió y se inclinó hacia adelante, como para contar una historia de fantasmas.

—La leyenda decía que cierto túnel descendía más profundo que todos los demás, hasta un nivel más bajo que el fondo rocoso del río Shoshoni. Ese túnel desembocaba en una sala gigantesca, del tamaño de varios campos de fútbol. Se decía que las paredes de esa sala eran fosforescentes, brillando con todos los colores del arcoíris. El techo centelleaba con oro puro. Cascadas de agua cristalina caían de las paredes.

—¿De dónde salió la leyenda? —pregunté.

El tío Spence pensó un momento, se encogió de hombros y miró a mi padre.

—No me lo preguntes a mí —respondió papá.

—Me parece que lo oí de un viejo —aventuró Spence—. Tal vez era solo un cuento que los ancianos les contaban a los niños para agrandarles los ojos.

—¿Y alguien la encontró alguna vez? —pregunté.
—No —concluyó el tío Spencer.

Mi padre continuó:
—Había un túnel que bajaba terriblemente profundo. Tu tío y yo lo seguimos durante casi cuatro horas una vez.

—Y seguía y seguía —añadió Spence.
—Temía que no tuviéramos fuerzas para escalar de regreso —dijo papá—. De hecho, por eso cerraron el lugar. Un espeleólogo solitario —trepar solo fue una estupidez desde el principio— descendió allí y se rompió la pierna en una caída. Búsqueda y Rescate tardaron tres días en encontrarlo.

—El pobre casi muere de deshidratación —dijo Spence—. Lo peor fue sacarlo de allí. El condado decidió dinamitar el túnel y ponerle uno de esos candados gigantes a la reja.

—¿Lo dinamitaron? —pregunté, horrorizado—. ¡Qué estupidez!

—La cueva era peligrosa —defendió papá—. Tarde o temprano alguien podría haber muerto allí abajo.
—Estoy contigo, Jim —asintió el tío Spence—. Fue una verdadera lástima dinamitar el túnel.

La caña de Jenny dio un tirón brusco. Sacó una trucha arcoíris de treinta y cinco centímetros. Fue la única pesca del día. Trató de darme celos, agitando el pez chorreante bajo mi barbilla. Pero mi mente giraba con visiones de la Frost Cave, la Sala del Arcoíris y una parte del mural de piedra de Garth.

Tan pronto como llegamos a casa, monté mi bicicleta de diez velocidades y pedaleé hacia la Avenida Blistein. Bajo el brazo llevaba cierto asiento oxidado de bicicleta. Apenas oscurecía cuando bajé el pie de apoyo en la entrada de Garth Plimpton. Después de tocar el timbre, ya era demasiado tarde para echarme atrás. Me sequé las palmas sudorosas en las caderas. Había una muy buena posibilidad de que me cerraran la puerta en la cara. Y sí, Garth abrió. Una variedad de expresiones cruzó por su rostro. La primera fue sorpresa, la segunda confusión, y la tercera —no lo habría creído— fue una sonrisa. Una sonrisa real. Estaba contento de verme.

—Entra, Jim —dijo.

Me quedé sin palabras. La hospitalidad era lo último que esperaba. Titubeé un momento, buscando las palabras. Luego, mientras le devolvía el asiento, una disculpa salió a trompicones.

—Lo siento, Garth, por lo de ayer. No te culparía si… si no quisieras hablar conmigo.

—Fuiste un idiota —dijo. Luego, sonriendo otra vez—. Vamos, pasa.

Garth me condujo de nuevo a su habitación. Tartamudeó un poco al hacerme una pregunta.

—¿Tú… tú lo mantuviste en secreto?
—Lo hice. —Toda la tensión desapareció del rostro de Garth.

—De hecho —continué—, puede que haya resuelto una parte importante del rompecabezas. Tal vez ya sepa lo que significa el agujero arcoíris.

La atención de Garth era mía. Se fue fascinando con cada palabra mientras yo le contaba la leyenda. Seguro de haberle dado un vínculo realmente importante, comenzó a pasearse por su habitación y a pensar en voz alta.

—Tal vez el viejo que le contó la historia a tu tío la oyó de un indio. Tiene que haber una conexión con el folclore indígena en alguna parte. Si lo que dijo tu tío es cierto, ningún hombre blanco ha visto jamás esa sala. Ninguno llegó lo suficientemente profundo. ¿Has estado alguna vez allá, Jim?

—¿En Frost Cave? No.
—Yo la exploré el verano antepasado.
—¿Cómo pasaste la reja?
—Simple. —Garth agarró un papel y un marcador negro de su escritorio—. La entrada de una cueva tiene esta forma. —Dibujó un arco y lo conectó en la parte inferior con una línea recta—. Una reja es cuadrada. —Trazó otra línea a través del arco, cerca de la parte superior—. ¿Ves el problema que pasaron por alto? Especialmente para alguien de nuestro tamaño.

Vi a qué se refería. Quedaba un espacio entre la parte superior de la reja y el techo de la cueva.

—Solo trepamos por encima. Pan comido —concluyó Garth.
—Sí, pero no importa. Dinamitaron el túnel profundo.
—¿Lo dinamitaron, eh? —Garth se sentó en su cama, absorto en sus pensamientos—. Tiene que haber otra salida. Esa caverna es como un hormiguero de túneles. No puedo creer que hubiera solo una ruta.

Las manos de Garth se entrelazaron bajo su barbilla; los codos apoyados en las rodillas. Lentamente, sus ojos se elevaron.

—¿En qué piensas? —pregunté.

—Estamos un paso más cerca, Jim. Pero solo un paso. No hemos resuelto el rompecabezas. Encontrar la Sala del Arcoíris. Esa es la clave.

Sonreí.
—Cuenta conmigo.

La expedición a Frost Cave sería el sábado. Juramos guardar el secreto. Ningún padre medio preocupado nos habría permitido ir. Sabía que era una tontería hacerlo. Eso era lo que me gustaba. Podía imaginarnos perdiéndonos, nuestras caras terminando en cartones de leche o en un cartel de farmacia. Vivía para ese tipo de irresponsabilidad, pero en Garth parecía fuera de lugar. El deseo de hacer un descubrimiento importante pesaba más que su sentido común. Había encontrado una debilidad en Garth Plimpton. De hecho, empezaba a agradarme.

La primaria Eastside había sido un mundo más sencillo. Afortunadamente, en la secundaria de Cody yo tenía una “ventaja.” La mayoría de los maestros se detenían dos veces cuando leían el nombre “Jamie Hawkins” en la lista. Así es —me reía por dentro—, soy el hijo del director. Papá solo llevaba dos años como director, así que yo era el primer “hijo del director” con el que el séptimo grado había tenido que lidiar. La señora Dixon, mi tímida maestra de lectura, me llamó aparte después de que sonó la campana para confirmar mi genealogía. Palabras dulzonas le chorreaban de la boca mientras hablaba de mi padre. El año anterior casi la transferían por falta de control en el aula. Tal vez pensaba que yo tenía algún poder para influir en la junta escolar si el problema volvía a surgir.

El señor York, mi maestro de biología, leyó mi nombre y me estudió la cara. Estaba pensando: Así que el hijo del director podría esperar un trato especial, ¿eh? Pues ya veremos. Se esmeró en ser grosero y avergonzarme. “¡Habla más fuerte!”, ladró cuando dije “Presente.” “¡Levanta la mano!”, espetó cuando respondí a una pregunta. Mi respuesta era correcta pero “obviamente carecía de profundidad.” Ese tipo se había freído el cerebro jugando demasiadas partidas de psicología infantil.

En el pasillo, Greg Shelby apareció con un moretón color uva bajo el ojo izquierdo. Fingió no verme y caminó en la dirección opuesta. Yo me regocijé todo el camino hasta mi última clase.

Era Estudios Sociales, la única clase que compartía con Garth. Él se sentó en el asiento de al lado y hablamos de nuestros planes para el fin de semana. Algunas caras de la vieja primaria me miraban con desaprobación. Las ignoré. El cerebrito era mi amigo.

Durante los tres días siguientes pasamos las tardes después de la escuela recolectando provisiones. Encontramos tres linternas. Garth usó sus ahorros para asegurar un juego extra de pilas para cada una. Encontramos una cuerda—papá tenía cincuenta pies de nylon polvoriento en el garaje que nunca echaría de menos. Necesitábamos dos cascos. Los cascos de béisbol del clóset de Keith no serían extrañados hasta que comenzara la temporada en primavera. También robé a escondidas un suministro de dos días de barras de granola de nuestro almacenamiento de alimentos. Las velas, fósforos y cantimploras eran responsabilidad de Garth.

El viernes por la tarde reunimos todas las provisiones en mi habitación e hicimos un inventario. Todo estaba cuidadosamente organizado en mi cama cuando Jennifer irrumpió. No tocar antes de entrar era un hábito que la hacía digna de ejecución. Fuera lo que fuera que había venido a decir, murió a medio camino cuando notó nuestro extraño despliegue de equipo.

—¿Qué están haciendo? —preguntó, mientras yo bloqueaba su vista y la empujaba de nuevo al pasillo.
—¡Nada! —cerré la puerta, dejando a Garth adentro—. Vamos a una excursión.
—¿Con linternas y cascos? —yo había dejado descuidadamente un casco de béisbol puesto en la cabeza.
—No nos molestes, Jenny, y toca antes de entrar a mi cuarto, ¿me oíste?

Jenny se alejó diciendo:
—Está bien. Solo le diré a mamá que vas a cenar a casa de Garth.

Afortunadamente, la pequeña victoria que había obtenido al confundir a mamá sobre mis planes de cena hizo que se olvidara del equipo.

Garth me contó todo lo que recordaba sobre Frost Cave, admitiendo que la vez anterior que había estado allí no se había tomado el tiempo de explorar demasiado. Ambos sabíamos que si encontrábamos otra ruta hacia la Sala del Arcoíris, tal vez no regresaríamos a casa hasta muy tarde. Garth estaba tan dispuesto a correr ese riesgo como yo.

Permanecí despierto la última hora antes de que sonara mi alarma. Se suponía que debía zumbar a las seis de la mañana, pero me impacienté y salté de la cama cinco minutos antes. Me vestí rápidamente y salí de la casa cargando todo mi equipo. Llevando mochilas y cascos de béisbol, Garth y yo nos encontramos en la penumbra matutina frente al Buffalo Bill Historical Center. Seguimos la autopista Yellowstone por tres millas, pasando por moteles y lugares turísticos a lo largo de la “West Cody Strip,” hasta que la última construcción, el Bronze Boot Nightclub, quedó atrás. Otro cuarto de milla y la falda de la montaña Cedar empezó a empinarse. Había un camino pedregoso y sin mantenimiento que zigzagueaba hasta la cima. Nuestras bicicletas ni siquiera pudieron recorrer los primeros cien metros, así que las escondimos en un alto matorral de artemisa y comenzamos la escalada.

Trazando nuestro propio atajo, subimos directamente por la montaña, viendo el camino solo cuando uno de sus zigzags se cruzaba frente a nosotros. Nos permitimos bastantes paradas de descanso y contemplamos cómo las llanuras se volvían más amplias. Las luces de Cody, Wyoming, se desvanecían mientras el sol se alzaba detrás del pico McCullough.

Al llegar a la línea de árboles, nos topamos de nuevo con el camino. Este conducía hacia una empinada pared de acantilados. Al acercarnos a la línea rocosa, el camino se afinó hasta convertirse en un sendero. Frost Cave seguía oculta tras los riscos. Cada tablón de la pasarela de madera estaba roto o podrido. Era más fácil caminar por el suelo junto a la pasarela, aunque algunas rocas se deslizaran bajo nuestros pies y cayeran fuera de vista, provocando una reacción en cadena en las cornisas inferiores que acercaba parte de la montaña al valle. Más arriba, una escalera cubierta de musgo estaba tallada en la roca. Subimos, rodeamos y descendimos hasta una plataforma encajada en la montaña Cedar, como si una enorme punta de flecha hubiera sido disparada en la cara norte. En la punta de la cuña se abría un agujero: la boca de Frost Cave se abría ante nosotros como las fauces de una morena atacando la cámara de Jacques Cousteau.

Allí estaba una verja oxidada, cementada en la entrada; una larga cadena la mantenía cerrada. Tal como había dicho Garth, había un espacio de unos sesenta centímetros entre la barra superior y el techo de piedra.

—¡Pan comido! —comenté.

Garth dio un paso hacia adelante en las fauces de la anguila y me entregó su mochila. Como un verdadero primate, trepó por los tres metros de la reja y levantó su cuerpo sobre la barra superior, dejándose caer al polvoriento suelo de la cueva. Nos tomamos un momento para apreciar la sensación de prisioneros/visitantes al mirar a través de los barrotes. Luego fue mi turno. Con una mochila en la espalda y la otra al hombro, alcancé la barra superior y pasé cada una por el estrecho espacio, dejando caer una y luego la otra en los brazos de Garth.

Cuando aterricé, mis rodillas cedieron y caí de espaldas sobre mi trasero. Una nube de polvo se levantó a mi alrededor. Garth se rió y profetizó que estaríamos mucho más sucios antes de que terminara el día.

Nuestras voces sonaban huecas, como si estuviéramos parados en un túnel de tren. Grité “¡Hola!” y “¡Eco!” un par de veces. La luz del exterior se derretía hacia dentro iluminando la mayor parte de la sala interior. La cueva había sido muy maltratada en sus días de atracción turística. Alrededor de la entrada, los vidrios rotos eran espesos. Había artefactos antiguos por todas partes. Es decir, si considerabas antiguas unas latas de refresco de quince años. Las paredes, incluso los techos (aunque no podía imaginar cómo alguien había llegado allí arriba), estaban cubiertos con el grafiti de la época: símbolos de paz, logotipos de “Clase del 61” y varias formas de obscenidades.

Con linternas en mano, cascos en la cabeza y mochilas a la espalda, Garth y yo marchamos hacia la oscuridad del túnel principal. A ambos lados, túneles más pequeños se ramificaban en todas direcciones. Planeábamos explorar cada uno. Primero seguimos el túnel principal hasta que terminó en el borde de un pozo. Nuestros ojos siguieron la pared del pozo hacia abajo. Muchos túneles en forma de catacumbas comenzaban en distintos niveles. La primera saliente de roca lo suficientemente ancha como para pararse estaba seis metros más abajo.

—Bueno —dijo Garth—, empecemos.

Garth sacó la cuerda de su mochila. Un grueso estalagmito con la punta rota resultó ser un punto de amarre conveniente. Esperábamos que fuera la única vez que la cuerda hiciera falta, porque si queríamos volver a subir, tenía que permanecer atada a ese estalagmito gordo.

Me deslicé por el borde, caminando por la pared como una araña en una sola hebra. Justo debajo de la cornisa había una cueva angosta, un callejón sin salida. Para pasarla, tuve que suspenderme en el aire unos metro y medio. Desde allí dejé que la cuerda se deslizara entre mis palmas, alcanzando fácilmente el siguiente nivel. El extremo de la cuerda caía aún más abajo, hasta el nivel siguiente.

Garth descendió a mi lado. La exploración comenzó oficialmente. Tras arrastrarnos por túneles durante unos cuarenta y cinco minutos, concluimos que todas las ramificaciones en ese nivel terminaban en callejones sin salida o volvían a una sección que ya habíamos explorado. El nivel inferior nos mantuvo ocupados casi dos horas. Angostos giros retorcidos y diminutas salas se extendían por todas partes. Muchas generaciones de artistas del grafiti habían disfrutado de ese espacio en las paredes. Estaba convencido de que Mike realmente amaba a Cindy: sus nombres, con un signo de “más” en medio, estaban pintados cada seis metros. Todas las formaciones interesantes habían sido vandalizadas o arrancadas. No se encontraba una estalactita de más de ocho centímetros, solo muñones rotos. Si en algún momento el cristal de colores cubrió la piedra, martillos y cinceles ahora habían dejado cicatrices en cada rincón. No era de extrañar que a nadie le importara cuando cerraron Frost Cave.

Después de explorar todas las posibilidades en el pozo, volvimos a subir por la cuerda y revisamos las otras ramificaciones que salían del túnel principal. En un momento, Garth y yo nos detuvimos frente a un montón de piedras que no parecía nada natural. Supusimos que allí había explotado la dinamita. Nuestro camino hacia las profundidades estaba en algún lugar más allá de los escombros. Excavar en el desastre era una idea inútil. Algunas rocas eran más grandes que Garth y yo juntos. Exploramos cada túnel cercano a los escombros con renovada energía, metiéndonos en cada rincón que mostrara aunque fuera la mínima posibilidad de abrirse a una sala más grande. Me vinieron a la mente pensamientos de Winnie the Pooh en la madriguera del conejo. Uno de los túneles en que me metí no era más ancho que un tubo de desagüe de cincuenta centímetros. Debí arrastrarme unos doce metros hasta que el espacio a mi alrededor se volvió tan estrecho que no podía arquear la espalda ni doblar las rodillas. No había manera de darme vuelta. Un ataque de claustrofobia fue seguido por una oleada de adrenalina que me hizo retroceder desesperadamente hasta que pude volver a ponerme de pie y respirar profundamente.

Seis horas más pasaron mientras buscábamos el único túnel que descendiera más y más. Nada se acercaba. Mis músculos empezaban a acalambrarse por el agotamiento. Pronto oscurecería afuera. La idea de una cena caliente en casa comenzaba a pesar más que mi deseo de encontrar la Sala del Arcoíris. Mientras avanzábamos fatigados de regreso a la boca de la cueva, el rostro de Garth se veía tan desanimado como el mío. Entramos en la luz del interior de la reja. La luz del sol reveló la tierra que cubría nuestras caras. Nuestra suciedad nos arrancó una última sonrisa. Después, los rostros volvieron a ser serios.

Bajando la montaña, las únicas palabras de Garth fueron:
—Nos perdimos algo… algo.

—¿Qué vamos a hacer?
—Volver la próxima semana —dijo, y montamos en nuestras bicicletas.

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1 Response to Zapatillas Entre Los Néfitas

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    excelente historia, muy amena de principio a fin, es algo que nos pasa a muchos cuando leemos el Libro de Mormón, el imaginarnos estar junto a los grandes Reyes y profetas de los que habla el libro. Felicidades.

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