Capítulo 4
Toda la noche soporté la misma pesadilla: arrastrándome de un lado a otro por túneles giratorios, sin encontrar nunca un camino hacia abajo, sin hallar jamás una salida. Me senté en la cama, frustrado. Continuar la búsqueda de la Sala del Arcoíris era una idea de lo menos atractiva. Si Garth todavía tenía ese deseo, podía buscarla solo. Forcé mis ojos a cerrarse hasta que, finalmente, se me concedió un sueño profundo y reparador. Pero cuando un rayo de sol entró por la ventana de mi habitación y me despertó, la pasión había regresado, hinchándose con furia dentro de mí. Volvería con Garth a la Cueva Frost el próximo sábado.
Excepto por un incidente, la semana siguiente fue tranquila. Tuve otra pelea con Shelby en la biblioteca de la secundaria. Yo la empecé. Shelby tiene una boca insoportable. Dos maestros nos detuvieron antes de que pudiera ponerle el otro ojo morado. Nos convertimos en los primeros estudiantes del año en enfrentarnos a mi padre, el director, en su oficina. Durante la reprimenda, Papá fingió que no éramos parientes. ¡Casi me suspendió de la escuela, mi propio padre! Nos libramos solo con una severa advertencia.
Me sentí afortunado hasta esa noche en casa. Mis hermanos y hermana pensaron que era Navidad otra vez cuando Papá me asignó lavar los platos durante las siguientes dos semanas. Eso fue un simple toque de amor comparado con su siguiente castigo. Mis sábados estarían reservados para trabajar en el jardín.
Garth estaba genuinamente molesto conmigo por primera vez. Casi pensé que volvería a la cueva sin mí.
Finalmente, lo aceptó. Pero en mi propia mente, yo seguía formulando una estrategia. Conocía muy bien las debilidades de mi padre. El viernes por la tarde estuve ocupado haciéndole la barba: saqué la basura, lavé al perro, puse la mesa, la despejé. Fue cuando empecé a pasar la aspiradora en la sala durante un partido de la Serie Mundial que Papá se inclinó hacia adelante en su sillón y me ofreció levantar mi condena, con una condición: que guardara esa “bendita” aspiradora en el armario y me largara. Dos minutos después tenía a Garth en la línea. La segunda expedición estaba en marcha.
Unos oídos curiosos escuchaban mi conversación. Al colgar el teléfono, Jennifer, con sus ojos brillantes de cachorro, se asomó desde la esquina.
—¿Papá sabe que vas a la Cueva Frost? —preguntó.
—Por supuesto —mentí.
Ella descubrió mi engaño y amenazó con interrumpir el partido de Papá para verificar mi afirmación. Me hizo falta algo de gimnasia mental para detenerla antes de que llegara a la sala.
—Por favor, Jenny, haré cualquier cosa por ti. Cualquier cosa.
—Quiero ir contigo.
Me quedé pasmado. —Cualquier otra cosa.
—Déjame ir contigo. ¿Sí? —suplicó, olvidando que tenía la ventaja.
—Jen —balbuceé—, ¿y si te cayeras en un pozo y murieras?
—¿Y si fueras tú?
Me había atrapado. Con los dientes apretados y los dedos cruzados, acepté dejarla acompañarme. Ella saltaba de un lado a otro pidiendo saber cuáles serían sus deberes en la expedición. Fingí estar muy ocupado. Todos los detalles se darían durante el paseo en bicicleta de las 6:00 a.m. Me encerré en mi cuarto y empecé a formular otro plan. Era simple: no la despertaría. Claro que me acusaría, pero yo ya estaría muy lejos. El castigo valía el riesgo.
A la impía hora de las 5:45 sonó mi despertador. Lo apagué con la rapidez de un pistolero sacando su arma. Después de vestirme sin apenas respirar, pasé de puntillas frente a la habitación de mi hermanita. Empujando mi bicicleta hasta la calle, comencé a pedalear hacia el oeste, viendo cómo las luces de la avenida Beck pasaban sobre mi cabeza.
Un aire frío bajaba del cañón cuando me encontré con Garth en la carretera frente al Centro Histórico. Cier- ramos nuestros rompevientos hasta arriba y comenzamos la ya familiar travesía por el West Cody Strip, pedaleando con furia contra el viento. Cuando llegamos al autocine Buffalo, se me ocurrió mirar hacia atrás. Medio kilómetro de carretera se extendía hasta una curva donde estaba el Motel Ponderosa. Justo saliendo de esa curva, vi una bicicleta solitaria luchando contra el viento. Aún estaba demasiado oscuro para distinguir al ciclista. Me vino a la cabeza un pensamiento tonto, demasiado tonto para tomarlo en serio. Incluso se lo mencioné a Garth, para reírnos:
—¿Ves esa bici? Ahí viene mi hermanita —dije.
—¿Hablas en serio?
—No, no hablo en serio —me burlé—. Ella quería venir. “Convenientemente” olvidé despertarla.
—Ni siquiera bromees con eso. —Garth se irguió en su bicicleta para acelerar el paso.
Cuando llegamos al Bronze Boot Night Club, el cielo era de un azul profundo y suave, con estrellas que se desvanecían. Me giré de nuevo. Esa misma bicicleta solitaria seguía detrás de nosotros. Todavía estaba demasiado oscuro para distinguir nada. La luz de la madrugada hacía que el ciclista pareciera azulado, del mismo color que la chaqueta de mi hermanita. Estaba seguro de que era solo un efecto de la luz. Garth notó que entrecerraba los ojos y me preguntó por qué. Negué con la cabeza y volví a dirigir mi bicicleta contra el viento, pedaleando ese último tramo hasta el pie de Cedar Mountain.
Escondimos nuestras bicicletas en el mismo matorral de artemisa y comenzamos a escalar. Pronto llegamos a la misma roca que, una semana antes, nos había ofrecido una excelente vista del amanecer y de la ciudad. Ahora mi corazón se hundió. Finalmente pude identificar al ciclista que salía de la carretera con su bicicleta.
—Genial —resoplé.
—Es ella, ¿verdad? —exigió Garth, buscando confirmación.
—No lo puedo creer. Quiero estrangularla.
—¿Sabe ella el camino a la cueva?
Todavía había esperanza. —No lo creo.
Nos mantuvimos agachados y evitamos hablar mientras subíamos apresurados por la ladera de la montaña, pero el silencio era imposible. Si soltábamos la roca más pequeña, rebotaba hasta el valle. Alcanzamos la línea de árboles en la mitad del tiempo que nos había tomado la semana anterior. Exhaustos, nos dejamos caer contra un par de peñascos. Pasaron varios minutos antes de que recuperara el aliento lo suficiente como para abrir los ojos y arrastrarme hasta el borde para mirar hacia abajo por la montaña.
—¿La ves? —preguntó Garth.
Examiné con mucho cuidado. —No —dije lentamente—. Quizás se dio la vuelta. Oh, por favor, que así sea.
Mis esperanzas se hicieron trizas. Vi esa pequeña chaqueta azul saltando por el camino, unas dos curvas más abajo, sin señales de esfuerzo o dolor. Débilmente, la escuché cantando. Tenía el descaro de estar alegre.
—Va a haber un funeral —dije—. Lo digo en serio.
Cuando llegamos al punto donde el camino se estrechaba en un sendero, todavía podía escuchar su versión de “Da, dijo el arroyuelo”, llevada por la brisa. Garth y yo, jadeando otra vez, nos sentamos en la tierra y encaramos la realidad. La mocosa nos había ganado. Nuestros intentos de dejarla muy atrás apurándonos por la pendiente empinada nos habían debilitado a una velocidad de apenas seis metros por minuto. Solo era cuestión de tiempo. Si no nos alcanzaba en la subida, estaría parada en la entrada de la cueva, repitiendo mi nombre para crear un eco eterno hasta que yo subiera desde las profundidades a responderle.
—¿Y si la atamos a un árbol y regresamos a buscarla más tarde en la tarde? —sugerí.
—Buena idea, pero necesitamos la cuerda —me recordó Garth—. Acéptalo, Jim. Ella viene con nosotros.
Disgustado, lancé una piedra contra un tronco desgastado y ni siquiera tuve la satisfacción de acertarle.
Finalmente, Jennifer apareció paseando alrededor de la curva. Al vernos, dejó de cantar, se detuvo y comenzó a acercarse lentamente. Cuando estuvo a distancia de gritar, sus primeras palabras fueron:
—Me lo prometiste, Jim, así que más te vale no estar enojado.
Incluso llevaba puesto uno de los cascos de béisbol de Keith, como si hubiera anticipado desde el principio mi plan de dejarla atrás.
—¿Estás enojado conmigo? —preguntó de nuevo cuando no respondí.
—Si una sola vez empiezas a retrasarnos, te quitaré la linterna y te dejaré en la oscuridad. Te lo juro, Jennifer.
—No los voy a retrasar —se defendió—. Como puedo meterme en muchos lugares donde tú ni siquiera cabes, quizá deberías preocuparte de poder seguirme el paso.
Garth admitió: —Ese es un buen punto, Jim.
—Entonces ella puede ser tu responsabilidad —dije, marchando más allá de Garth, por el sendero, hacia la cueva.
Jen no tardó en poner a prueba mi paciencia. De pie al otro lado de la reja de hierro, Garth y yo tuvimos que convencerla durante cinco minutos mientras se quedaba congelada: una pierna sobre la barra superior y la otra negándose a seguir, temiendo caerse. Si algo tan simple como la reja era un problema para ella, miraba el resto del día con gran aprensión. No tenía ningún equipo aparte del casco. Bueno, me corrijo. Sí había traído su ridículo bolso de piel blanca de conejo. La previsión que debió de tener para recordar semejante objeto era asombrosa. Tomó nuestra única linterna extra. Tan pronto como vio las barritas de granola, de repente le dio un ataque de hambre. Yo me habría negado a darle una, pero Garth nació con más compasión. Como un conejito a la hora de comer, mordisqueó la barra desde la entrada hasta llegar al pozo de múltiples niveles.
Jennifer miró hacia abajo, a los niveles cada vez más profundos, y casi devuelve la barra de granola que había devorado.
—¿Vamos a bajar allí? —preguntó, mientras Garth empezaba a atar la cuerda alrededor del estalagmita.
—Como dije, hermanita, si no puedes seguirnos, ya sabes dónde está la entrada.
Su rostro adoptó la severidad de un capitán de barco. Sacudí la cabeza y solté un suspiro de exasperación. Antes de que Garth pudiera preguntar qué pasaba, respondí con brusquedad:
—¡Nada! —y tomé la cuerda con ambas manos, caminando por el borde del pozo.
Pasando la primera repisa sin salida, me deslicé hasta que mis pies quedaron firmemente plantados en el primer nivel. Garth ayudó a Jennifer a colocarse. A cada una de sus pacientes instrucciones, ella respondía rápidamente:
—Está bien, está bien.
Me dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba. Parecía que tardaba una eternidad en dar cada paso. Me senté a girar la linterna sobre el frío suelo rocoso para entretenerme. Diez minutos después, cayó junto a mí. Tenía una sonrisa tan grande que cualquiera habría pensado que había conquistado el Everest.
—Eso no fue nada difícil —se jactó.
Garth se nos unió. De nuevo registramos cada rincón y cada agujero que pudiéramos haber pasado por alto. Hicimos algunos descubrimientos. Un nuevo túnel parecía muy prometedor. Se abría en una gran sala con un techo de tres metros. Ninguna pared tenía grafitis. Las formaciones estaban intactas. Algunas estalactitas medían quince centímetros. Desafortunadamente, la sala no tenía túneles secundarios.
—Quizás no exista la Sala del Arcoíris —sugirió mi hermana, provocando gruñidos tanto de Garth como míos.
—¡Ya sabes el camino de regreso! —dijimos al unísono.
Ella se guardó su pesimismo.
Dos horas más tarde, Garth y yo empezamos a albergar dudas también. Subimos del segundo nivel de vuelta al primero, sin estar más cerca de encontrar una ruta.
—Bueno —dijo Garth, con poco ánimo ya—, todavía hay muchos agujeros más en el túnel principal que revisar otra vez.
Con eso, comenzó a trepar fuera del pozo. Yo quería gritarle: “Olvidémonos de esto, vámonos a casa y veamos el resto de las caricaturas del sábado en la mañana”, pero ejerciendo un poco de disciplina, me contuve.
Dejé que Jennifer subiera la cuerda después. Ahora era mucho más ágil. Cerca de la cima, ya se estaba luciendo, dando pasos gigantes. Su pequeño bolso de piel de conejo se le cayó de la chaqueta y me golpeó en la nariz.
—¡Jennifer! ¿No puedes sostener esta estúpida cosa con los dientes?
Ella llegó arriba y se paró junto a Garth, alumbrando con la linterna hacia abajo y extendiendo su mano libre sobre el borde.
—Devuélvelo, Jim —ordenó sin remordimiento.
No recibir disculpas quizá influyó en mi puntería. Lo lancé hacia arriba sin mucha preocupación por dónde caería. Para su disgusto, aterrizó dentro de la repisa, justo debajo de la cima.
—¡Jim! —se quejó, y volvió a trepar por el borde, introduciéndose en la pequeña repisa sin salida y desapareciendo de nuestra vista.
Garth y yo esperamos. Ella no volvió a salir. La llamé por su nombre. Mi voz resonó en las paredes de la caverna. Ya estaba harto. ¿Cómo podía Jen siquiera imaginar que yo estaba de humor para tolerar una broma pesada?
Comencé el ascenso, mano sobre mano, por la pared del pozo, recitando en voz alta a medias y en mi mente a medias, un discurso feroz diseñado para mandarla chillando de regreso a casa. Llegué a la repisa y alumbré con mi linterna hacia adentro.
Estaba tan claro ahora como la primera vez que mi haz de luz recorrió aquella pared interior: la pequeña repisa se internaba unos tres metros y terminaba allí. Sin embargo, Jennifer y su bolso habían desaparecido. Garth debió de ver mi cara palidecer, incluso desde arriba.
—¿Qué pasa? —gritó.
De repente, el cabello rubio y el rostro claro de mi hermanita asomaron hacia arriba desde la roca sólida. La ilusión era perfecta. En realidad, había salido por detrás de un estrecho pasadizo oculto tras una ligera elevación en el suelo de la repisa. Por la forma en que las sombras jugaban con la luz de mi linterna, jamás lo habría notado.
Jenny mostró su bolso y dijo:
—Hay un gran túnel aquí abajo. ¿Ya lo exploraron ustedes?
—¡Garth! —grité, pero él ya estaba bajando.
Seguimos a mi hermanita hacia la estrecha cueva que se metía por debajo del piso. Tras una brusca bajada de unos tres metros, se abría en un túnel ancho que descendía de manera constante hacia el corazón de la montaña.
Forjamos un sendero en espiral a través de túneles impecables, donde las formaciones eran perfectas. Muchos de los estalactitas goteaban agua con un ritmo marcado. Una de ellas dejaba caer una gruesa gota cada tres segundos, ininterrumpidamente durante los últimos mil años. El pensar en un patrón tan perfecto me llevó a pasar mi mano por la punta y sacudir el agua de mis dedos. No volvió a gotear por quince segundos: las únicas vacaciones que la formación había tenido desde el principio de los tiempos.
Seguimos avanzando por las frías venas internas del Cedar Mountain y, en consecuencia, nos mantuvimos calientes. Infinitas paredes de cristal rosa y blanco mantenían entretenidos mis ojos. Debieron de haber pasado cuatro horas antes de que Jennifer finalmente comentara lo lejos que habíamos llegado. Ignoramos su comentario y seguimos.
Había partes del túnel donde profundos agujeros a la izquierda o a la derecha nos mareaban. Un pie mal colocado podía haber provocado una reacción en cadena que nos matara a todos. Yo seguía a Garth, que era meticuloso en su manera de pisar. Si hubiera ido yo al frente, mi impaciencia podría haber provocado un accidente.
Un par de horas después (ya había perdido la noción del tiempo; a nadie se le ocurrió llevar un reloj), todo empezó a cerrarse sobre mí, aunque el techo del túnel estaba a más de tres metros de altura. Me pregunté si sería capaz de recordar el camino de regreso cuando llegara el momento.
Sin previo aviso, Jenny comenzó a llorar. Se recostó contra la pared, se dejó caer hasta que sus rodillas tocaron su pecho y escondió su cara en los brazos. Puse los ojos en blanco mirando a Garth y me agaché junto a ella. Fue la primera vez que recuerdo haber puesto un brazo alrededor de mi hermanita.
—¿Cuánto falta? —sollozó—. Ya nos perdimos la cena, Jim. Estarán preguntando. Estarán preocupados.
Miré a Garth en busca de una respuesta a esa pregunta.
—Ningún túnel dura para siempre —respondió Garth—. Hemos avanzado tanto. Solo un poco más.
—¿Quieres esperar aquí? —le pregunté a Jenny. Intenté decirlo con compasión, pero ella lo tomó como un insulto.
—¡No! —chilló, y las lágrimas regresaron a su interior. Saltó de pie y pasó marchando junto a Garth.
Nuestro ánimo se volvió muy sombrío en el resto del trayecto; nuestra sensación de seguridad comenzaba a resquebrajarse. Había olvidado por completo la emoción que me había llevado hasta lo más profundo de las entrañas de aquella montaña. Pasar la noche allí era inevitable. Me sentía agradecido de haber recordado los fósforos. Unos minutos más tarde me golpeó la realidad: ¡no teníamos leña! Íbamos a morir congelados sin fuego. Estaba a punto de entrar en pánico total cuando vi que Garth se había detenido. El túnel había terminado. Bueno, no realmente; se reducía a un estrecho pasadizo que se curvaba hacia arriba. Garth se quedó quieto, mirando calmadamente hacia el agujero. Parecía tan en paz que habría pensado que contemplaba el rostro de un ángel. Cuando me puse a su lado, sentí lo que había causado su quietud. Jennifer se nos unió.
—Aire caliente —dijo, describiendo la sensación que devolvió la sangre a nuestras mejillas.
Subimos por el agujero. Esta vez, yo iba al frente. Solo unos metros más adelante, los haces de nuestras linternas perdieron toda definición.
Las apagamos, guardándolas en la mochila de Garth.
No había necesidad. La enorme sala que se extendía ante nosotros brillaba y centelleaba con toda la energía de la luz solar atravesando vidrio de colores: dorado, rojo y naranja.
Los tres éramos como diminutos insectos fijando la vista en una pared lejana que debía de estar a más de un kilómetro. Entre nosotros y esa pared, tres cascadas, a diferentes distancias, brotaban agua helada del techo. A ambos lados, más caídas de agua enmarcaban el acantilado en el que estábamos parados. Quince metros más abajo, un poderoso río recogía toda el agua, absorbiendo el drenaje de varios cientos de metros hasta que se arremolinaba en un túnel negro, fluyendo hacia el centro de la tierra, por lo que sabíamos.
Un nuevo “Maravilla del Mundo” se desplegaba ante nosotros. Contemplábamos boquiabiertos, con la misma falta de aliento que debió de sentir un astronauta al pisar por primera vez la superficie de la luna.
Nuestros rostros se volvieron naturalmente unos hacia otros. No había señales de agotamiento en ninguno. Le lancé a mi hermana una sonrisa de “te lo dije”. Ella me devolvió una sonrisa de gratitud.
Jenny fue la primera en seguir el impulso que todos sentíamos de caminar por el suelo blanco y calcáreo entre donde estábamos y el borde del acantilado. Garth y yo la vimos alejarse.
Vi de reojo a Garth abrir la boca y agacharse como para llamar a Jenny, como si la intuición le sugiriera detenerla. Pero se contuvo y no salió ningún sonido de su boca. Fueron tres, no, apenas dos segundos después, cuando un grito terrible ahogó el estruendo de las cascadas. Lo que no sabíamos era que el suelo sobre el que estaba Jennifer no era más que una delgada repisa de cristal suspendida sobre el río. En un instante horrible, el terreno bajo ella colapsó. Su grito se hundió con ella.
Aterrorizado, grité el nombre de mi hermana y me lancé hacia adelante. Garth y yo quedamos en el borde, mirando impotentes la corriente blanca. Un remolino la había atrapado. Su lucha era inútil y el río la giraba en un círculo furioso, arrastrándola hacia la caverna donde desaparecía.
El pánico que sentí, sabiendo que en unos segundos más mi hermana de once años se hundiría para siempre en aquel túnel negro, encendió mis instintos fraternales. Mis acciones fueron involuntarias. Me lancé del acantilado creyendo, de algún modo, tener el poder de rescatarla. La misma locura se había apoderado de mi amigo Garth. Cayó detrás de mí y, agitando los brazos, descendimos quince metros, golpeando el agua helada y turbulenta. Comprendí que era impotente. El río no tenía conciencia. Había atrapado una presa rara en su garganta y se preparaba para tragarla. La luz de la Sala del Arcoíris se fue apagando entre las salpicaduras. Fui arrastrado a la cueva, tosiendo y tragando enormes bocanadas de agua. La corriente se había vuelto muy fuerte y veloz. La voluntad de luchar por aire me abandonaba. Desde ese momento entraba y salía de la consciencia. Recuerdo una imagen fugaz de la luz regresando, como una experiencia cercana a la muerte. El agua se volvió verde y tibia. Recuerdo volver a respirar y toser el agua de mis pulmones. Luego me quedé dormido por lo que pudo haber sido una hora o la eternidad.

























excelente historia, muy amena de principio a fin, es algo que nos pasa a muchos cuando leemos el Libro de Mormón, el imaginarnos estar junto a los grandes Reyes y profetas de los que habla el libro. Felicidades.
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