Zapatillas Entre Los Néfitas

Capítulo 8


Ya había oscurecido cuando finalmente Garth y yo fuimos llevados al banquete real. Habíamos logrado dormir unas horas antes de ser bruscamente despertados y convocados.

Nuestro escolta guerrero nos condujo al círculo de tiendas y nos llevó bajo un pabellón que cubría un área destinada al comedor. Los invitados distinguidos estaban reunidos, sentados sobre una alfombra de esteras tejidas con palma, conversando y esperando pacientemente que comenzara la comida. Conté dieciocho hombres bajo las antorchas, adornados profusamente con brazaletes, plumas y collares anchos. Estos dieciocho no incluían a los numerosos sirvientes y doncellas que corrían de un lado a otro, organizando decenas de platillos.

Garth y yo no fuimos los últimos en llegar. El Rey aún no aparecía. Un lugar en la cabecera de la estera, decorado con guirnaldas de flores, estaba reservado ya fuera para él… o para la Reina de Inglaterra. Jennifer tampoco estaba presente. Ammorón ordenó a nuestro escolta que nos sentaran en el otro extremo del pabellón, sobre la tierra. No era nuestro honor comer directamente con la realeza.

Ninguno de los hombres sentados sobre la estera se parecía a los guerreros lamanitas comunes del campamento. Sus rasgos y complexiones eran similares a los de Ammorón.

—Zoramitas —declaró Garth—. Y amalequitas. Ninguno de ellos es lamanita.

Su vestimenta era nada menos que el “domingo de gala lamanita”, mientras que nosotros llevábamos apenas un pañal y un par de sandalias endebles. Debieron temer que, de haber permanecido vestidos con nuestra ropa del siglo XX, hubiéramos eclipsado a nuestros anfitriones.

Me había estado preguntando qué habrían hecho con nuestras cosas. Mi duda se resolvió en ese momento. Noté a un guerrero sentado al extremo vistiendo mi camisa. Bajo su capa se veían las franjas azules y blancas. La camisa me quedaba grande, pero a él le ajustaba perfectamente. Claro está, un poco más allá, otro llevaba puesta la camisa de Garth con la palabra “Nike” sobre el bolsillo del pecho. Garth señaló a otro que se había enfundado en sus pantalones de pana. Le quedaban un poco “altos de basta”, pero la cintura le ajustaba bien. Sobre sus pies llevaba puestos los calcetines de Garth.

Pronto localizamos cada una de nuestras prendas, hasta mis zapatillas blancas de caña alta, usadas por un recién llegado que, orgulloso, levantaba el polvo al caminar para recibir cumplidos. Eso sí, las zapatillas estaban en los pies equivocados y los cordones atados alrededor de los tobillos, pero al menos tenía la idea general.

En ese momento, la solapa de la tienda central fue apartada de golpe. Un hombre salió. Toda conversación bajo el pabellón cesó. Cada alma a la vista adoptó la posición de reverencia.

El rostro de ese hombre permanecía en la sombra. Caminó a través del círculo y entró en la luz bajo el pabellón.

Su cabello estaba recogido bajo la piel y el cráneo de un jaguar. Sus dientes descansaban cómodamente sobre su frente, con piedras verdes en lugar de los ojos del jaguar. Hermosas plumas azules y verdes se extendían de oreja a oreja. La cabeza del jaguar se prolongaba en una capa de piel amarilla y negra que caía hasta el suelo cuando el hombre se erguía. Docenas de otras plumas de colores estaban dispuestas en bandas que le rodeaban los brazos y las piernas. El vistoso tocado rebotaba y se balanceaba cuando se sentó sobre la estera.

Las patas del jaguar, con las garras aún intactas, caían sobre sus hombros y se cruzaban sobre su pecho desnudo. El collar más largo tenía un trozo de oro diseñado en forma de animal —quizás otro jaguar— también con piedras verdes como ojos. Las correas de cuero de su calzado le subían hasta la rodilla.

Este tipo podría haber pasado por una estrella de cine. Era más alto que cualquier otro hombre que hubiera visto en estas tierras: 1,85 o 1,87 metros. Su pecho y hombros eran más anchos que los de su hermano. Con su consentimiento, todos se pusieron de pie.

—¡Coman, mis capitanes! —anunció Amalickíah—. Este puede ser el último gran banquete por un tiempo. Mañana marcharemos triunfantes por las puertas de la ciudad de Moroni.

El grupo prorrumpió en vítores y gritos. Manos ansiosas desgarraron la amplia selección de frutas, vegetales y carnes. Uno de los capitanes levantó su alto cáliz de barro en el aire.

—¡Traigan estos mañana! ¡Llénenlos hasta el borde con sangre nefita! ¡Hay una embriaguez con ella que supera la de este vino!

De su comentario resultó una risa frenética y retorcida. Me hizo estremecer.

Los ojos de Amalickíah me encontraron a través de la multitud. Me observó durante varios segundos, enviando el escalofrío más incómodo que jamás había experimentado. En el momento en que sus ojos se fijaron en mí, me sentí más débil, como si la energía me fuera drenada de los miembros. La sensación era real. Lo sé, porque cuando apartó la mirada y luego volvió a mirarme, la sensación regresó. Este hombre no me había dicho ni una sola palabra, y aun así le temía. Todo estaba en los ojos. Eran grandes y oscuros, negros como el carbón desde donde yo estaba sentado.

Amalickíah conversaba y sonreía con su hermano y con el capitán principal a su derecha. Logré escuchar una de sus frases. Comentó a su capitán:

—Jacob, parece que tus pantorrillas han superado las bandas de Quetzal. Interesantes calzas. ¿De dónde las sacaste?

Ese tal Jacob llevaba puestos mis pantalones vaqueros. El zoramita había compensado el mal ajuste abriendo toda la costura de ambas piernas, perforando agujeros en la tela y atándolos con correas de cuero. Se puso de pie y desfiló orgulloso ante su rey, provocando risas.

—Estas son las vestiduras de nuestros invitados —señaló Ammorón hacia nosotros—, quienes fueron capturados por una partida de exploración y son sospechosos de espionaje.

—Espionaje —repitió Amalickíah—. ¿De veras? Tráiganlos aquí.

—Uno se acerca a nosotros ahora —dijo Ammorón.

No había notado que mi hermana se acercaba simplemente porque no la reconocí. La habían envuelto en un brillante vestido verde. Su cabello estaba trenzado y recogido sobre la cabeza. Entretejidos con flores y plumas, resaltaban su rubio. Llevaba lápiz labial rojo oscuro, y sus ojos estaban pintados. La única vez que había visto a Jenny maquillada fue disfrazada de genio en Halloween. Mamá no lo habría aprobado. No consideraba propio que ninguna niña menor de catorce años usara maquillaje. Yo estaba de acuerdo. Me sentía avergonzado por Jenny. Cuando nos notó, giró el rostro, intentando ocultarse. Dos mujeres más, vestidas mucho más sencillas, la llevaron ante el rey. Hicieron unos últimos retoques en su cabello y la dejaron de pie, sola, frente a una multitud boquiabierta durante la cena.

—Así que esta es la belleza de cabellos dorados —dijo Jacob.

—Es mi obsequio para ti, hermano —anunció Ammorón—. Con unos años más, podríamos usarla para negociar con cualquier rey a cambio de su reino entero.

Amalickíah la llamó:

—Ven aquí.

Mi hermanita parecía hipnotizada. Sus ojos estaban fijos en los del rey. Amalickíah tenía una mano extendida hacia ella. Lentamente, Jenny avanzó. No le dio su mano, pero el rey la tomó de todos modos.

—Esta podría formar parte de mi propio harén —dijo.

Sentí mis puños apretarse. Garth, viendo la tensión en mi rostro, me agarró del hombro, intentando enfriar mi furia.

Ammorón se reía:

—¿Otra invitada para agradar a la Reina?

Amalickíah se burló:

—La mujer del rey Oníhah ha llenado su antaño bello rostro de arrugas. —Tocó la mejilla de mi hermana—. Este es un rostro que podría contemplar durante veinte años… quizá veinticinco.

Amalickíah hizo sentar a mi hermana a su lado. Los sirvientes pusieron comida delante de ella. Amalickíah le indicó que comiera. Ella dudó, pero luego empezó a picotear.

Amalickíah volvió a mirarnos y habló con Ammorón:

—Dime, hermano. ¿Por qué estoy rodeado esta noche de niños? Niños pálidos. ¿Son monstruos?

—Me dijeron que vienen del Norte. El moteado es un mago. ¡Tú! —señaló a Garth—. Muéstranos algunos de los trucos de tu brillante bolsa azul.

—Puedo mostrarles muchos trucos —empezó Garth—, por el precio de una comida.

La voz aguda y juvenil de Garth, intentando sonar autoritaria, provocó algunas risas.

—Dénles de comer —ordenó Amalickíah.

Una variedad de cuencos y platos fue arrojada al suelo frente a nosotros. Había nueces y semillas, sin sal y crudas. Había calabaza. ¡Había palomitas! Auténticas palomitas, sin sal y sin mantequilla. Tenían un condimento algo dulce. Me sirvieron dos tipos de carne cocida. Una era venado. La otra, según el sirviente, era de pecarí. Como no tenía idea de qué animal se trataba, la dejé a un lado.

Encontré un ají rojo en un plato. Alguna vez había puesto a los pimientos rojos en mi lista de “intocables”. Ahora, saboreé el morder ese pequeño demonio y sentir cómo mi boca ardía en llamas.

Nos dieron apenas tres minutos para atiborrarnos antes de que Ammorón volviera a exigir un espectáculo de magia.

Garth parecía algo perdido. Abrió la mochila y encontró el recipiente de aluminio con los fósforos dentro. Con cuidado, desenvolvió la cinta aislante del borde mientras una audiencia impaciente esperaba. El estilo y la gracia de Garth carecían de dotes de espectáculo. Los capitanes zoramitas parecían terriblemente aburridos hasta que Garth encendió un fósforo en el costado del recipiente y produjo fuego. Estaban impresionados, pero no extasiados.

—He visto mejores —dijo Jacob.

—Tráiganlos aquí —ordenó Amalickíah después de que Garth encendiera un segundo fósforo. Al menos el rey estaba entretenido.

Garth reveló su truco. Amalickíah lo intentó. Tras un primer intento torpe, él también produjo una llama.

Los capitanes quedaron mucho más impresionados cuando Amalickíah lo logró, y aplaudieron.

—¿Qué necesitas para fabricar más de estos para mi ejército? —preguntó Amalickíah.

Garth titubeó.

—Para ser honesto, no lo sé exactamente.

—¿Un farsante que no conoce su oficio? —se burló Ammorón.

—Los fabrican los de mi tierra —dijo Garth.

Amalickíah observó los ojos de Garth.

—Espero que no estés mintiendo, jovencito —su amenaza sonaba casi amistosa—. ¿Estás seguro de que no puedes fabricarlos? Te pagaría bien.

—Tendría que regresar con los de mi pueblo —insistió Garth.

—Tu gente es bastante artesana. La ropa que has donado generosamente a mis capitanes principales está tejida con una calidad inusualmente alta —halagó el rey.

—Muéstrale el palo de luz —exigió Ammorón.

Garth me hizo una seña para que lo hiciera. Lo saqué de la mochila y lo encendí. Ahora sí obtuve la reacción que haría presumir a cualquier artista. Proyecté el haz a través del centro del banquete, directo a los ojos de Amalickíah. Todos se cubrieron el rostro y retrocedieron, como si esperaran ser quemados o cegados.

—Ha desaparecido —anunció uno de los capitanes cuando apunté la luz hacia él. Estoy seguro de que solo reaccionaba al efecto que produce mirar de frente una linterna, viendo únicamente negrura alrededor del foco.

Amalickíah se levantó y avanzó hacia mí. Le apunté la luz al vientre, esperando que el haz pudiera frenar su intimidante aproximación. No funcionó. Me arrebató la linterna y la lanzó de una mano a otra como Luke Skywalker con un sable de luz.

Amalickíah la dirigió hacia sus hombres, luego giró para iluminar el costado de su tienda.

—¡Brillante! —exclamó—. Es como el sol a medianoche. Un fuego que arde sin calor ni dolor. ¿Cómo se fabrica? —demandó Amalickíah. Esos ojos oscuros y encantadores me mantenían prisionero.

—No lo sé —admití débilmente—. Hacen millones de ellas, pero nunca aprendí cómo.

—¿Millones? —Amalickíah se sorprendió, aunque no perdió su compostura perfecta—. ¿De dónde son los de tu pueblo?

Sabía que mi respuesta no tendría sentido, pero estaba a punto de perder el control de mis funciones corporales. Había olvidado cómo doblar la verdad con algo de creatividad.

—Cody, Wyoming —dije.

—¿Qué tan grande es esa tierra? —preguntó.

—Unas cinco mil personas.

Capté un destello de alivio en el rostro de Amalickíah. Quizá temía que mi pueblo fuese demasiado poderoso como para negociar con él.

—Nunca he oído hablar de esa tierra, Cody, Wyoming —dijo—. Debe de estar muy al norte, sin duda.

Garth decidió apegarse a la teoría de Onin:

—Estábamos cazando y nos perdimos en el desierto.

Amalickíah caminó pensativamente de regreso hacia Garth, con una trama astuta formándose en su mente.

Él comenzó:

—Siento que debo explicarles mis razones para reunir este ejército en estas fronteras. Ganarme su confianza podría traer una poderosa bendición, tanto para su pueblo como para el mío.

—Mi pueblo está comprometido en una guerra santa —declaró— contra una nación pervertida. Conozco sus pecados, porque fui criado entre ellos, apenas escapando de la mancha. Son perezosos y débiles, mantenidos en un estado de confusión por su gobierno. No tienen rey. De hecho, no tienen líderes. El poder está acaparado por jueces, capitanes y sacerdotes que riñen entre sí por un mayor control. Como resultado, el pueblo vive en la pobreza, los niños, hambrientos. Pero no se rebelan porque los mantienen embriagados—no con vino—sino con una religión vil. Promesas de salvación y riquezas otorgadas por un cielo invisible ciegan al pueblo. Esperan a un dios no nacido que destruirá a sus enemigos. Y mientras tanto, sus circunstancias empeoran. Aun así, se les obliga a realizar rituales públicos de gratitud por sus vidas de miseria y abominación.

Amalickíah pronunció este discurso tanto para beneficio de sus líderes como para nosotros. Ellos asentían y lo respaldaban con suprema reverencia. Amalickíah miró con anhelo hacia las tierras nefitas y continuó:

—Yo amaba a mi pueblo. Quise terminar con su miseria y ofrecerles esperanza. Muchos me apoyaron en mi sueño. Pero antes de que pudiera hablar al pueblo, los sacerdotes subieron a sus torres y nos acusaron falsamente de muchos pecados. Nos hicieron parecer villanos. En nombre de la religión, mis seguidores fueron torturados y asesinados. Algunos de los hombres que ven aquí son todo lo que quedó. Ellos escaparon conmigo y con mi hermano al desierto.

Erguiéndose sobre Garth y sobre mi hermana, Amalickíah relató los muchos crímenes que, según él, se habían cometido en su contra. Dijo que amaba a los nefitas, que eran un gran pueblo, solo que miserablemente descarriado. Que amaban a sus familias y anhelaban la libertad que un rey justo podía proveer. Habló de los días de Benjamín y Mosíah—reyes que habían guiado al pueblo en sus momentos más elevados. Su sueño era devolver al pueblo a esos días felices y aplastar a los que engordaban con el trabajo de los demás.

—Mañana regresaremos a nuestras tierras —concluyó—. Traemos con nosotros a los lamanitas, lemuelitas e ismaelitas. Son una nación fuerte y comparten nuestro odio a la injusticia. Otros pueblos y naciones se nos unen a diario. Si lo vieran en su corazón y en su conciencia, y me permitieran organizar una escolta militar, los llevaríamos de regreso a su tierra y compraríamos herramientas como esta para cada soldado. Serían más ricos que cualquier comerciante o artesano. Entre mi pueblo serían nobles por el resto de sus días.

Las cosas no cuadraban. ¿Eran realmente tan malos los nefitas? No podía ser. Ellos eran los buenos. Eso me habían enseñado en la iglesia toda mi vida. Quizá algo de lo que Amalickíah decía era cierto. Pero no podía serlo todo. Fuera lo que fuera, Amalickíah parecía creer sinceramente que, al dar a los nefitas un rey, mejoraría sus vidas. En este momento, todo lo que era blanco y negro parecía volverse gris.

Miré a Garth. Sus ojos estaban fríos. Su respiración, profunda y pesada. El rostro de Garth era de piedra. Habló, y la nube comenzó a disiparse.

—Eres un mentiroso.

El tiempo se detuvo. No creo que, cuando Garth formó esas palabras en su mente, hubiera tenido la intención de pronunciarlas, o al menos no de que fueran escuchadas. Pero lo hizo, y lo fueron. Todos lo escucharon; solo se preguntaban si realmente habían oído bien.

El mismo Amalickíah alzó una ceja. Los ojos de Ammorón se volvieron delgados como dagas y sus dientes rechinaban.

—¿Cómo te atreves a hablarle a un rey con tal falta de respeto? —gruñó.

Un toque de la mano de Amalickíah contuvo el impulso de su hermano de lanzarse contra Garth.

—Es un muchacho —lo defendió Amalickíah—. Los muchachos dicen cosas necias.

El rey se sentó. Parecía perfectamente tranquilo, mucho más calmado que cualquiera de sus hombres, que estaban listos para desenvainar sus espadas. Amalickíah reanudó su comida, fingiendo apenas un interés a medias en lo que Garth pudiera decir.

—¿En qué punto he mentido, muchacho? —invitó Amalickíah mientras se echaba una baya a la boca.

—Tú querías ser rey —dijo Garth.

—Sí —admitió Amalickíah—. Y el pueblo quería que yo fuera rey. Aún hoy, mis partidarios en Zarahemla claman por mi regreso. No los decepcionaré. Las naciones se unirán bajo el dominio lamanita. Después de todo, el derecho ancestral de la realeza les pertenece a ellos. Reconocieron mi eminencia de inmediato, acogieron mi liderazgo con los brazos abiertos.

—No —insistió Garth. Estaba temblando. Había más en su lengua, pero se detuvo. Creí que había tragado las palabras. Entonces vi un poder brotar en Garth Plimpton. Pronunció su discurso.

—Los lamanitas ya tenían un rey. Tú incitaste a su rey a desear otra guerra contra los nefitas. La mayoría de los lamanitas sabían mejor. Querían mantener la paz. El rey lamanita te entregó su ejército y obligó a los pacifistas a tomar las armas. Pero los que querían paz se organizaron en un ejército propio, con un hombre llamado Lehonti como líder. Huyeron a Onidah. El ejército de Lehonti acampó en el monte Antipas. Tu ejército estaba en el valle. De noche enviaste tres embajadas secretas para pedir a Lehonti que bajara al pie de la montaña. Él no quiso bajar, así que tú subiste hasta él y le ofreciste la victoria incluso antes de librar la batalla, con una condición: que te hiciera su segundo al mando. Traición número uno.

Cada zoramita y amalequita bajo el pabellón estaba tenso, listo para derramar sangre. Me sorprendía que lo dejaran continuar. Pero Garth parecía irradiar un resplandor. Si algún hombre lo hubiera tocado en ese momento, quizás se habría marchitado.

Garth siguió sin interrupciones:

—Luego mataste a Lehonti con un envenenamiento lento y tomaste el mando de ambos ejércitos. Traición número dos. Pero tu plan apenas comenzaba. Cuando regresaste a Nefi, el rey lamanita salió a recibirte, pensando que habías cumplido su mandato. Quiso darte una bienvenida de héroe. Pero enviaste a tus guardias por delante. Y cuando el rey extendía una mano de hermandad hacia ellos, lo apuñalaron hasta matarlo, allí mismo en la calle. Fue asesinato. Y tú lo planeaste. Traición número tres. Pero no terminó allí. Convenciste a todos de que los siervos del rey habían cometido el crimen y predicaste justicia y venganza. El apoyo del pueblo cayó directo en la palma de tu mano. Solo quedaba un corazón por engañar. El de la reina. No te costó mucho cortejarla, así que…

—¡Esto es blasfemia! —gritó Jacob poniéndose de pie—. Jamás hombre alguno se atrevió a profanar…

—¡Silencio! —exigió Amalickíah. Garth había llevado el temperamento del zoramita al límite. Su cuello estaba tenso y sus ojos ardían en llamas. La compostura que había intentado mostrar antes se desmoronaba. Si todas sus palabras anteriores habían estado envueltas en seda, ahora cada una estaba bañada en veneno:

—Sea cual fuere la inmundicia que te ha susurrado estas negras mentiras, es un villano y un traidor. ¿Quién es? Quiero su nombre.

Noté que los siervos lamanitas habían dejado de trabajar para escuchar. Solo cuando Ammorón les gritó, regresaron a sus tareas. Las palabras de Garth habían sido perturbadoras.

—Nadie me lo dijo —respondió Garth al rey.

El capitán Jacob se catapultó entre Ammorón y Amalickíah, agarrando a Garth de los mechones y forzándolo a ponerse de rodillas, inclinándole la cabeza hacia atrás para exponer su cuello a la hoja.

—¡Él quiere su nombre! —repitió Jacob.

—¡Jacob! —la voz de Amalickíah congeló a su capitán principal—. No derrames sangre en mi banquete. Siéntate o retírate a tu tienda.

De mala gana, Jacob soltó a Garth con un empujón.

De repente, la expresión del rey cambió, como si una oscura revelación hubiese entrado en su mente. Ahora sabía algo. ¿Pero qué podía saber? Nos miró con un reconocimiento inquietante, como enemigos que se reencuentran tras toda una vida.

—No son del Norte —dijo—, y no tienen pueblo. Son espías. Espías de la clase más astuta, enviados para sembrar traición y rebelión en mi ejército.

De nuevo se volvió hacia el este. Miles de fogatas hacían que un resplandor se elevara desde la tierra alrededor de las tiendas reales. Los tambores resonaban por todo el campamento lamanita. Escuché gritos y cánticos. El ejército lamanita estaba lleno de energía aquella noche—una energía violenta que esperaban desatar al día siguiente.

Amalickíah llamó a un sirviente:

—¡Trae a los sacerdotes!

El sirviente se escabulló entre las tiendas y desapareció.

Amalickíah recuperó su compostura perfecta y pronunció sentencia sobre nosotros.

—Antes de librar una gran batalla, este pueblo buscará la gracia de su gran espíritu, el Sol. El apetito de este dios solo tiene un placer. Se alimenta de la sangre de nuestros esclavos y réprobos. Durante semanas los guerreros han reunido víctimas para un gran sacrificio. Cuando el primer rayo de luz del sol naciente toque el altar del sacerdote, la sangre comenzará a derramarse. Como aquí en el desierto han dedicado un solo altar, creen que la primera víctima es la más importante.

Amalickíah se puso ahora de pie sobre Garth.

—La sangre del muchacho sería, sin duda, la más agradable al Sol. Para este pueblo sería su más alto honor que tú ocuparas ese lugar. Ten la seguridad de que jamás se ha concedido un honor mayor en tu linaje. Tu compañero te seguirá.

Señaló hacia mí, y luego se dirigió hacia mi hermanita. Lágrimas mudas corrían por sus mejillas.

—La doncella no será sacrificada —declaró Amalickíah. Tocó un mechón de su cabello.

—Por favor… —susurró Jenny—. No.

Amalickíah siguió hablando, fingiendo no haber escuchado su ruego. Sin embargo, le sonrió con tanta ternura que, en otras circunstancias, nunca habría interpretado su actitud como algo distinto a compasión. Ciertamente, un ser tan malvado jamás había sentido tal emoción.

Le tocó el mentón.

—Tiene la tez de una reina. La elevaré para que lo sea. En uno o dos años, cuando la niña haya florecido en mujer, habrá una boda como nunca antes se haya visto en toda la tierra. Será la boda de un rey cuyo poder y gloria se extienden a lo largo y ancho de todo el mundo.

El sirviente regresó. Lo seguían cinco figuras.

Quizá alguna vez habían sido hombres, pero cualquier parecido que hubieran tenido ya no existía. Así era como habría imaginado demonios salidos directamente de una pesadilla terrible. Cada uno vestía apenas un taparrabo. Sus cuerpos estaban adornados con collares y brazaletes. Había otros ornamentos también. Huesos. Ya fueran de animal o de hombre, espero nunca saberlo. Su largo cabello negro estaba deliberadamente enmarañado—apelmazado con sangre seca y fresca. De hecho, la sangre cubría gran parte de su piel, pintada en diseños y patrones. Una buena parte de esa sangre era la suya propia. Todos estaban llenos de cicatrices. Sus orejas habían sido cortadas y desgarradas. Algunas heridas eran recientes, como si hubiesen pasado la noche lastimándose a sí mismos o unos a otros. No creo que pueda describir jamás por completo el hedor. Era muerte. Nunca oleré algo más pútrido.

—Llévenlos, átenlos —ordenó Amalickíah a los sacerdotes—. Estos dos serán sus principales en la ceremonia de mañana.

—Sí, mi señor —respondió uno de los sacerdotes.

Jennifer gritó y trató de liberarse. Jacob y Ammorón no la dejaron alcanzarnos. Mis brazos fueron forzados dolorosamente hacia arriba, detrás de mi espalda. Traté de mantener mis ojos en Jennifer. Quise gritarle algo—“Te quiero”—cualquier cosa, ¡pero entre los alaridos de los sacerdotes, nunca me habría escuchado de todos modos! Además, me tiraron del cabello y me obligaron a apartar la mirada. Mantuvieron mi cabeza inclinada y mi espalda arqueada hacia adelante mientras nos conducían a una parte del campamento donde no había fogatas y la noche era particularmente fría.

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1 Response to Zapatillas Entre Los Néfitas

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    excelente historia, muy amena de principio a fin, es algo que nos pasa a muchos cuando leemos el Libro de Mormón, el imaginarnos estar junto a los grandes Reyes y profetas de los que habla el libro. Felicidades.

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