Capítulo 28
Antonio me encontró temprano a la mañana siguiente, durmiendo tranquilamente en aquella cima cubierta de hierba, dentro del grupo de árboles. Con su ayuda, y la de algunos de sus vecinos, sacamos del canal la vieja Chevy oxidada de Guillermo. Traté de darle a Antonio el resto del dinero que había guardado para él en mi bolsillo, pero se negó a aceptarlo.
—Tú guárdalo. Tú ayudas a parar ladrones en Vigía. Yo debería pagarte.
Para enfatizar su punto, me devolvió la billetera. Después de mirarla por dentro, sonreí. Había decidido quedarse con las fotos de mis antiguas novias.
Conduje de regreso por el camino angosto y serpenteante que bajaba hacia el pueblo de Santiago Tuxtla y encontré a Garth Plimpton en una clínica local, con un pesado yeso moldeado alrededor de su pierna derecha. Estaba reflexionando sobre una selección de chocolates mexicanos. Me reí por dentro, recordando la opinión de Garth de que el chocolate solía ser el mejor remedio para cualquier mal. Cuando nuestras miradas se encontraron, su rostro se iluminó con aquella sonrisa cálida y compasiva que era su sello distintivo. Sabía que yo había cumplido la misión. No dijimos nada por varios momentos, y luego Garth, al notar mi condición maltrecha, me ofreció un chocolate.
—Parece que tú podrías necesitar uno de estos más que yo, amigo mío.
Esa noche, manejamos hasta Poza Rica. No pude evitar sentir un poco de aprensión cuando giramos hacia la avenida de tierra que conducía a la casa de Guillermo Corral. Renae y Jenny no eran del tipo de mujeres que gustaban de ser dejadas atrás, así que me preparé para recibir la reprimenda de mi vida.
Al acercarme a la casa, Renae me estaba esperando al final de la entrada, como si algo le hubiera susurrado que pronto llegaríamos. Sí recibí una regañada, pero no fue tan grave. Y después de un momento, me atrajo hacia ella con un abrazo lleno de sentimiento. Fiel a mi promesa, le dije que la amaba y disfrutamos de nuestro primer beso. Apenas fui vagamente consciente de los niños Corral, que reían en la puerta.
Alguna vez hubiera pensado que este momento debía estar enmarcado por atardeceres o cascadas. Aunque no hubo fuegos artificiales, sí hubo una unidad de corazones, y descubrí que tal unidad posee un espectáculo propio, mucho más hermoso que cualquier tipo de pirotecnia.
Gracias a mis padres, un giro postal de doscientos dólares nos esperaba en Western Union en Brownsville, Texas, para llevarnos el resto del camino a casa. Al cruzar la frontera en Matamoros, Garth entregó todos sus pesos sobrantes, unos treinta dólares, a un niño sin piernas que avanzaba entre el tráfico apoyándose en sus manos. Como un gesto adicional, Garth también le dio su Libro de Mormón en español, el mismo que había tenido en tan alta estima desde su misión en Guatemala. El niño lo metió en la bolsa de vendedor que llevaba en la cintura y asintió en señal de gratitud. Después de estacionar en un puesto fronterizo mientras los oficiales de inmigración registraban nuestro coche, miramos hacia el Río Grande y vimos a ese niño arrastrarse hasta la sombra de un gran árbol, sacar el Libro de Mormón de su bolsa y comenzar a leer sus páginas. De alguna manera, todavía considero que esta fue la imagen más gloriosa que me llevé de regreso a Utah.
Una semana más tarde, hice un poco de obra misional por mi cuenta y envié a los élderes a la choza de Antonio en Santiago Tuxtla. Pero, por desgracia, el viejo indio estaba demasiado arraigado en sus costumbres. Sin embargo, los élderes me escribieron una carta y me dijeron que sus visitas habían inspirado a Antonio a colgar una imagen del Templo de la Ciudad de México en su pared. Esperaba que ver esa imagen cada día acercara, al menos un poco, a su numerosa familia —treinta en total— a su Padre Celestial.
Fue la Navidad más feliz que recuerdo. Aunque alrededor del árbol éramos pocos, ya que mis hermanos pasaban la festividad con las familias de sus esposas, las cadenas de luces brillantes y parpadeantes se reflejaban en los rostros de mi madre y mi padre, de mi amada hermana Jennifer, de mi viejo camarada Garth Plimpton y de mi nephita favorito, Muleki. Finalmente, las luces navideñas resplandecieron sobre los rasgos tiernos de mi prometida, Renae Fenimore, quien había aceptado mi propuesta en la víspera de Navidad.
En cumplimiento de mi deseo de que la chica con la que me casara quitara de mi dedo el anillo con la piedra azul brillante, Renae se dispuso a lograr la hazaña. Requirió casi una tina entera de margarina. No fue exactamente como Arturo sacando la espada de la piedra, pero ella lo consiguió. Tal vez su motivación se vio impulsada por mis afirmaciones de que me lo había regalado otra chica.
La semana siguiente, Jenny, Renae y yo pasamos gran parte de nuestro tiempo estudiando para los exámenes finales. Nuestros profesores habían accedido a que los presentáramos la primera semana de enero, antes de que comenzara oficialmente el semestre de invierno.
De algún modo, me había metido en la cabeza que, como el médico de Muleki había dicho que debía tomarse las cosas con calma por unas semanas, el nefitita se quedaría hasta por lo menos el primero de febrero. Fue un verdadero impacto para nosotros en Año Nuevo cuando anunció, apenas unas horas antes de nuestra partida programada hacia Utah, que quería que lo lleváramos al pie del Cedar Mountain.
Me opuse con firmeza.
—Pero el doctor dijo que tu herida no estaría completamente sanada hasta…
—Está bien, Jim —me interrumpió—. Me siento fuerte, y mi labor aquí ha terminado, gracias a ti y a los demás.
—¿Y qué hay de los gadiantones? —advertí—. Dijiste que podrían estar vigilando el camino.
—No te preocupes. Conozco algunos túneles que ellos no. Además, no creo que sea mi momento de presentarme ante Dios. Aún queda mucho por hacer en Zarahemla en preparación para la venida del Salvador. Siento que tengo un papel futuro en eso, aunque solo sea proteger la vida de los hijos de mi primo, Lehi y Nefi. Has sido un gran amigo, Jim, pero es hora de que regrese con mi pueblo.
Pensé en reprenderlo, acusándolo de ser tan terco como su padre, pero temí que lo tomara como un cumplido.
Era un día frío, la temperatura cercana a cero aun con el sol alto en un cielo despejado, cuando los cinco condujimos el fiel Mazda de Jenny por el West Cody Strip hasta el nevado pie del Cedar Mountain. Después de observar sus laderas, me di cuenta de que no sería una caminata difícil. De hecho, mucho más fácil que la subida hasta la cima del Vigía. El camino, aunque cubierto por quince centímetros de nieve, seguía bien definido y lo llevaría directamente a la entrada de la Frost Cave.
Todos salimos del coche para ver partir a Muleki, incluso Garth, que aún usaba muletas. Hizo una mueca de dolor cuando, sin querer, metió los dedos desnudos, que sobresalían de su yeso, en la nieve.
Se derramaron más lágrimas. Una se congeló en la mejilla de Muleki también. Abracé a mi antiguo amigo y cometí el error de llamarlo una última vez “nefitita”.
—Jersonita —me corrigió.
Muleki terminó sus despedidas y se dio la vuelta, trepando unos pasos por la montaña antes de que Jenny, derramando demasiadas lágrimas para que pudieran congelarse, gritara su nombre. Muleki se volvió, y Jenny corrió hacia él para darle un último abrazo. Él besó su mejilla y acarició con ternura su rostro donde la había besado.
—Pensaré en ti a menudo —le dijo—, y en la maravillosa familia que formarás en los últimos días.
Garth se movía inquieto, un poco incómodo con la intensidad de las emociones de Jenny. Creo que él había esperado que ella ya hubiera superado lo de Muleki.
—Fortaleza —le susurré.
Garth se volvió hacia mí y sonrió.
—Cierto.
Jenny regresó a nuestro lado, y el Capitán de la Guardia en el Palacio de Helamán, Juez Principal de Zarahemla, levantó la mano y exclamó:
—¡Adiós, mis amigos! Ya sea que nos volvamos a encontrar en esta vida o en la próxima, sé que la reunión será gloriosa.
Se le quebró un poco la voz en esa última palabra.
Vestido con mi viejo abrigo azul y blanco, unos jeans Levi desteñidos y un par de zapatillas altas —ropa que, estoy seguro, daría bastante de qué hablar en Zarahemla—, el hijo menor de Teancum dejó sus huellas en la nieve mientras ascendía por el camino que conducía a la cima del Cedar Mountain. Lo observamos hasta que se volvió a saludar por última vez. Luego, el jersonita desapareció tras una curva y una hilera de pinos alineados.
A Garth no le fue tan mal como quizá había temido. Cuando lo dejamos en su casa en Rock Springs, Jenny se puso de puntillas y le dio el tipo de beso que deja a los hombres tartamudos. De hecho, dudo que haya podido comunicarse con oraciones completas hasta mucho después de que nos hubiéramos marchado.
A pesar de aquella demostración, Jenny siguió siendo esquiva a los afectos de Garth durante otro semestre. Pero, afortunadamente, mi viejo camarada había tomado en serio mi consejo. Tras volver a Harvard, consiguió un trabajo de medio tiempo, sin duda para costear sus llamadas telefónicas de larga distancia a Heritage Halls.
En los meses siguientes, le propuso matrimonio a Jenny no menos de tres veces: una cuando vino a BYU durante las vacaciones de primavera de Harvard, otra justo al terminar las clases cuando fue a verla a Cody, y otra a principios de junio cuando ella lo visitó en Rock Springs. Cada vez, el pobre fue trágicamente rechazado por una mujer que parecía eternamente no estar lista para ese tipo de compromiso.
No fue sino hasta mi boda, el 16 de junio, cuando fui sellado a Renae por tiempo y toda la eternidad en la Sala de la Torre, en lo alto de la escalera de caracol del Templo de Manti —con Garth como mi padrino y Jenny como dama de honor en nuestra recepción—, que el corazón de mi hermanita finalmente se derritió. Dos días después aceptó la cuarta propuesta de Garth. Juraría que pudimos escuchar su grito de triunfo hasta el Hotel Filher en San Luis Potosí, México, donde Renae y yo pasamos nuestra luna de miel.
Con el paso de los años, solía sentir tristeza de que la destrucción de la espada de Coriántumr no hubiera puesto fin a la pobreza ni al dolor en el mundo. No acabó con la violencia ni con el crimen, tampoco con la miseria ni la soledad. Encontraba cierto consuelo en creer que quizá había frenado un poco esas cosas; tal vez evitó que se libraran algunas guerras antes de tiempo, tal vez le dio a unas cuantas personas más la oportunidad de descubrir a Cristo y arrepentirse de sus pecados.
Pero, al final, llegué a comprender que el alma principal que pudo haber sido salvada aquel diciembre fue la mía.
Renació en mí la esperanza de que, cuando las líneas de batalla de los últimos días se trazaran con mayor claridad, y a quienes tenían convicciones tibias les resultara cada vez más difícil permanecer como Santos de los Últimos Días, quizás yo reconocería las señales que los profetas habían dicho que, de ser posible, engañarían aun a los escogidos. Y quizás yo sería uno de los sobrevivientes.
Los recuerdos de mis aventuras entre los nefitas no me fueron arrebatados esta vez. Los guardé como algo sagrado y no los malgasté, como estoy seguro que fue el temor del profeta Helamán hace todos esos años.
Cuando tenía trece años, sus temores estaban ciertamente justificados. Parecía que por fin había alcanzado la suficiente madurez espiritual como para tener la bendición de recordarlos en voz alta de vez en cuando, por lo general cuando Garth y Jenny se reunían con nosotros en las fiestas y ocasiones especiales.
A menudo, Garth y yo contemplábamos regresar a aquella caverna en la cima del Cedar Mountain para ver si aún había un mundo antiguo al final de los túneles esperando recibirnos.
¿Y quién sabe? Tal vez algún día algo nos obligue a cumplir con esas contemplaciones.
La idea parece lo bastante razonable. De hecho, casi parece inevitable. Porque una cosa que un hombre teme más que envejecer es envejecer demasiado para vivir aventuras.
























