¿Qué han dicho los líderes de la Iglesia acerca de Doctrina y Convenios 102–105?
Doctrina y Convenios 102
El guardián de la doctrina
“[El presidente de estaca] lleva la muy pesada responsabilidad de velar porque la doctrina que se enseñe en la estaca se mantenga pura e inmaculada. Es su deber asegurarse de que no se enseñe doctrina falsa ni se lleven a cabo prácticas incorrectas. Si algún poseedor del Sacerdocio de Melquisedec, o cualquier otra persona en determinadas circunstancias, se desvía, él debe aconsejarle; y si el individuo persiste en su práctica, entonces el presidente está obligado a tomar medidas. Convocará al infractor a comparecer ante un consejo disciplinario, donde se podrá tomar la decisión de asignar un período de prueba, de suspenderlo de la comunión o de excomulgarlo de la Iglesia.
“Ésta es una tarea sumamente onerosa y desagradable, pero el presidente debe afrontarla sin temor ni favoritismo. Todo esto se hace en armonía con la dirección del Espíritu y según lo establecido en la sección 102 de Doctrina y Convenios.”
— El presidente Gordon B. Hinckley, entonces Presidente de la Iglesia, conferencia general de abril de 2000, “El presidente de estaca”
El presidente Gordon B. Hinckley enseñó que el presidente de estaca carga sobre sus hombros una responsabilidad que, humanamente, resulta abrumadora: proteger la pureza de la doctrina en su estaca. En otras palabras, se convierte en un guardián que vela para que lo que se enseñe, ya sea en púlpitos, aulas o entrevistas, esté alineado con la verdad revelada por Dios y no con interpretaciones personales o costumbres ajenas al evangelio.
Imaginemos la escena de un rebaño confiado que se alimenta de un pastizal verde. Si entre los pastos frescos comenzara a mezclarse hierba dañina, el pastor no podría quedarse indiferente. Tiene el deber de advertir, de corregir y, si es necesario, de apartar al animal que insiste en guiar a otros hacia el veneno. Así sucede con el presidente de estaca: primero aconseja con amor y paciencia, invitando al arrepentimiento. Pero si la persona persiste en su error, debe, por mandato divino, proceder a un consejo disciplinario. No lo hace por venganza ni por deseo de humillar, sino para proteger al rebaño y dar al hermano en falta la oportunidad de enderezar su camino.
El propio presidente Hinckley reconoció que es una labor “sumamente onerosa y desagradable”. Ningún líder disfruta convocar a un consejo disciplinario ni tomar decisiones tan serias como la suspensión o la excomunión. Pero la guía está en las Escrituras, en la sección 102 de Doctrina y Convenios, y la dirección viene del Espíritu Santo. El presidente de estaca debe, pues, actuar sin miedo ni favoritismo, consciente de que responde ante Dios más que ante los hombres.
Doctrinalmente, esta enseñanza nos recuerda que la Iglesia de Cristo no se sostiene solo por la fe personal de sus miembros, sino también por un orden divinamente establecido. El presidente de estaca es un instrumento para mantener ese orden y asegurar que la Iglesia siga siendo, como dijo el Señor, “una casa de orden, y no de confusión” (DyC 132:8). Su papel nos enseña que la verdad no se negocia, que la disciplina es parte del amor cristiano, y que la corrección, aunque difícil, es un camino hacia la misericordia y la reconciliación con Dios.
Martín Harris: fe y sacrificio
“De regreso en Kirtland, Ohio, después de su misión, en febrero de 1834, Martín Harris fue escogido por revelación para servir en el primer sumo consejo de la Iglesia (véase Doctrina y Convenios 102:3). Menos de tres meses después, salió de Kirtland con los hombres del Campamento de Sión, marchando 900 millas hasta Misuri para socorrer a los Santos oprimidos allí.”
— El presidente Dallin H. Oaks, entonces miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, conferencia general de abril de 1999, “El testigo: Martín Harris”
El presidente Dallin H. Oaks nos recuerda un detalle importante de la vida de Martín Harris, uno de los Tres Testigos del Libro de Mormón. Después de regresar de su misión en febrero de 1834, el Señor lo llamó por revelación para integrar el primer sumo consejo de la Iglesia en Kirtland (DyC 102:3). Ese mismo año, apenas unos meses más tarde, Martín demostró su disposición de sacrificio al unirse al Campamento de Sión, emprendiendo una marcha de más de 900 millas hacia Misuri para llevar alivio a los Santos perseguidos y despojados de sus tierras.
Este breve pasaje de la historia nos enseña varias verdades doctrinales. Primero, que el Señor llama a sus siervos por revelación. No fue un acuerdo humano, ni una designación arbitraria: el Señor mismo escogió a Martín Harris para ocupar ese lugar en el sumo consejo. Esto nos recuerda que el gobierno de la Iglesia se basa en revelación continua y que cada llamamiento tiene un propósito divino.
Segundo, vemos en Martín un ejemplo de consagración y sacrificio. No bastaba con aceptar un llamamiento en Kirtland; su fe se puso a prueba en la acción, caminando largas jornadas, sufriendo incomodidades, todo por socorrer a sus hermanos en la fe. Su ejemplo refleja la doctrina de que el discipulado verdadero implica tanto la aceptación de la autoridad divina como el servicio activo y sacrificado por los demás.
Tercero, su experiencia en el Campamento de Sión nos recuerda que los llamamientos y las pruebas del Señor no siempre traen consigo un desenlace visible inmediato. El Campamento no logró restituir las tierras a los Santos en ese momento, pero sí fortaleció la fe de los participantes, los preparó para futuras responsabilidades y dejó un legado de obediencia y sacrificio. Así, el Señor enseña que no siempre cosechamos frutos inmediatos de nuestra obediencia, pero sí acumulamos experiencia y fortaleza espiritual para el futuro.
De esta forma, la vida de Martín Harris nos invita a considerar que ser testigo de Cristo —como él lo fue del Libro de Mormón— significa también estar dispuesto a sacrificarse en el camino del discipulado, confiando en que cada paso, aunque arduo, nos acerca más a los propósitos de Dios.
El orden en la dirección de la Iglesia
“En lo que respecta a este principio, ‘corresponde a la dignidad de su oficio que él [el presidente] presida sobre el concilio de la Iglesia; y es su privilegio ser asistido por otros dos presidentes, nombrados de la misma manera en que él mismo fue nombrado.
“‘Y en caso de la ausencia de uno o de ambos de aquellos que fueron nombrados para asistirle, él tiene autoridad para presidir el concilio sin asistentes; y en caso de que él mismo esté ausente, los otros presidentes tienen autoridad para presidir en su lugar, ya sea ambos o uno de ellos’ (Doctrina y Convenios 102:10–11).
“Nosotros, que servimos como consejeros, reconocemos y conocemos los parámetros de nuestra autoridad y de nuestra responsabilidad. Nuestro único deseo es asistir y ayudar a nuestro líder con las tremendas cargas de su oficio. La Iglesia está creciendo mucho… Se está extendiendo por todo el mundo. Su programa es extenso, complejo y trata con una multitud de elementos. Las responsabilidades son muchas y variadas.
“Pero puedo decir que, independientemente de las circunstancias, la obra avanza de manera ordenada y maravillosa.”
— El presidente Gordon B. Hinckley, entonces primer consejero de la Primera Presidencia, conferencia general de octubre de 1992, “La Iglesia está en curso”
En este pasaje, el presidente Gordon B. Hinckley explica con sencillez y poder un principio doctrinal fundamental: la Iglesia de Jesucristo es gobernada por concilios, y la autoridad de presidir siempre está claramente definida por revelación. Doctrina y Convenios 102 nos muestra que, aun en la Primera Presidencia —el quórum más alto de la Iglesia—, hay orden, reglas y parámetros para que nunca exista confusión sobre quién debe presidir.
La enseñanza es profunda: el presidente, que lleva el peso de la responsabilidad, recibe asistencia de sus consejeros. Ellos no son presidentes paralelos, ni sustitutos de igual autoridad, sino apoyos leales llamados a sostenerle y aliviar las cargas que acompañan el oficio profético. El presidente Hinckley lo expresa con humildad: “Nuestro único deseo es asistir y ayudar a nuestro líder.” Allí se refleja un modelo de liderazgo que no es autoritario ni solitario, sino colaborativo, lleno de confianza y unidad.
Doctrinalmente, esto nos enseña que la obra del Señor se sostiene en la ley del orden. El Señor gobierna Su Iglesia no mediante improvisación ni capricho humano, sino a través de procedimientos claros que garantizan continuidad y estabilidad. Aun cuando hay ausencia de alguno de los líderes, la obra no se detiene, porque el Señor ya estableció cómo proceder.
Además, el comentario del presidente Hinckley sobre la magnitud y complejidad de la Iglesia moderna da un testimonio silencioso de la promesa divina del crecimiento del reino (Daniel 2:44). Aunque los programas se multiplican, las culturas se diversifican y los desafíos se amplían, la Iglesia sigue avanzando “de manera ordenada y maravillosa”. Esto solo es posible porque Cristo es la cabeza y porque Sus siervos actúan en consejo, con unidad y bajo la guía del Espíritu Santo.
En forma narrativa, podemos decir que la Iglesia de Cristo es como un gran barco que cruza mares tempestuosos. Al frente está el capitán, pero a su lado están dos oficiales que no buscan tomar el timón, sino ayudarle a llevar el rumbo con seguridad. Las olas son altas, los vientos fuertes, y el viaje se extiende por todo el mundo. Sin embargo, el barco sigue avanzando firme, porque en la cabina de mando reina el orden, la unidad y la guía divina.
Doctrina y Convenios 103
¡Es el momento de ser salvadores en Sion!
“Este es su día, y su obra ha comenzado. Ahora es el momento de ser dignos de, y obtener, una recomendación para el templo. Al hacer esta obra, ustedes se convertirán en salvadores en el monte Sion (véase Abdías 1:21; Doctrina y Convenios 103:9).”
— La hermana Elaine S. Dalton, entonces presidenta general de las Mujeres Jóvenes, conferencia general de abril de 2012, “¡Ahora es el momento de levantarse y brillar!”
La hermana Elaine S. Dalton, en su mensaje a las Mujeres Jóvenes, recordó con poder que vivimos en el día del Señor, el tiempo señalado para Su obra redentora. Sus palabras no son una simple invitación a esforzarse más, sino un llamado profético a comprender la magnitud del momento en que vivimos: “Este es su día, y su obra ha comenzado.”
Ella vinculó esa urgencia con una acción concreta: ser dignos de una recomendación para el templo. No se trata únicamente de asistir a las ordenanzas, sino de llevar una vida tal que nuestro corazón esté alineado con la santidad del templo. La recomendación es mucho más que un pase; es una evidencia de pureza, consagración y lealtad al convenio.
Doctrinalmente, la hermana Dalton hace eco de Abdías 1:21 y Doctrina y Convenios 103:9, donde se nos llama “salvadores en el monte Sion.” Esta expresión no significa que nos pongamos en el lugar del Salvador, sino que, al participar en la obra vicaria del templo, colaboramos con Cristo en llevar salvación a los vivos y a los muertos. Cada bautismo, cada investidura, cada sellamiento en favor de un antepasado es un acto redentor que amplía el círculo de la expiación del Salvador en beneficio de otras almas.
Narrativamente, se puede imaginar a una joven sosteniendo en sus manos su recomendación vigente. Ese pequeño papel representa un puente: entre ella y Dios, entre ella y sus antepasados, entre la tierra y el cielo. Cuando entra en la Casa del Señor, se convierte en un conducto de bendiciones eternas, en alguien que no solo recibe luz, sino que la transmite. Su decisión de ser digna no es un acto privado; es un servicio cósmico, porque su rectitud permite que la obra redentora se extienda más allá de su propia vida.
En otras palabras, la invitación de la hermana Dalton es clara: no esperar a mañana para vivir dignamente. Hoy es el día, ahora es el momento, y el Señor confía en Sus hijos para que se levanten y brillen, cumpliendo su rol como salvadores en Sion.
El sacerdocio: luz y salvación para los hombres
“El Profeta José Smith recibió estas instrucciones del Señor:
“‘Porque fueron puestos para ser una luz al mundo, y para ser los salvadores de los hombres;
“‘Y en la medida en que no sean los salvadores de los hombres, serán como la sal que ha perdido su sabor’ (Doctrina y Convenios 103:9–10).
“Uno queda impresionado por la profundidad del significado asociado con las palabras ‘salvadores de los hombres’, cuando se estudian en compañía con una definición completa del sacerdocio. …
“El sacerdocio es el poder de Dios. Debe usarse para salvar almas. No se comparte con los jóvenes ni con los hombres mayores simplemente para tenerlo sin más o para ostentar un título. Se comparte con la expectativa de que el receptor lo ejercerá en beneficio de sí mismo y de los demás. El sacerdocio debe ser honrado, y los llamamientos dentro del sacerdocio deben ser engrandecidos.”
— El élder Carlos E. Asay, entonces Setenta Autoridad General, conferencia general de abril de 1980, “La sal de la tierra: sabor de los hombres y salvadores de los hombres”
El élder Carlos E. Asay tomó la revelación que José Smith recibió en Doctrina y Convenios 103 y la aplicó con fuerza al entendimiento del sacerdocio. El Señor declaró que los poseedores del sacerdocio fueron puestos para ser “una luz al mundo” y “salvadores de los hombres”, palabras de profundo peso y responsabilidad. No se trata de un honor vacío ni de un simple reconocimiento social; se trata de un llamado divino a participar en la obra de salvación de las almas.
En su comentario, el élder Asay deja en claro que el sacerdocio no es un título de prestigio, sino el poder mismo de Dios delegado a los hombres. Ese poder no existe para la autocomplacencia ni para la apariencia, sino para actuar en nombre del Salvador, bendiciendo, enseñando, sanando, bautizando, confirmando, ministrando y, en definitiva, conduciendo almas hacia Cristo.
La metáfora de la “sal” nos recuerda que el sacerdocio debe conservar su sabor: su pureza, su propósito, su eficacia. Si un hombre recibe el sacerdocio pero lo descuida, lo trivializa o lo utiliza para engrandecerse a sí mismo, se convierte en sal insípida, que no sirve para nada en el plan de Dios. En cambio, cuando honra su sacerdocio y magnifica sus llamamientos, se convierte en verdadero instrumento de salvación, un canal de poder divino en la vida de los demás.
Narrativamente, podríamos imaginar a un joven que acaba de recibir el Sacerdocio Aarónico. En sus manos tiene algo invisible pero eterno: la autoridad de Dios. Si lo usa con diligencia, cada vez que bendice la santa cena, cada vez que ministra, cada vez que extiende su mano para servir, se transforma en un pequeño salvador en Sion, ayudando a otros a acceder a la gracia de Cristo. Por otro lado, si ignora ese don, lo deja sin uso, pierde no solo oportunidades de bendecir, sino también la dulzura espiritual que acompaña a quien magnifica su llamamiento.
La enseñanza es clara: el sacerdocio está destinado a salvar, no a adornar. Cada poseedor del sacerdocio debe preguntarse: ¿estoy siendo la sal que da sabor? ¿Estoy siendo un salvador de los hombres? Porque el Señor espera que Su poder en la tierra no sea un adorno, sino una herramienta activa de redención y servicio.
El verdadero discipulado: prevalecer en Sion
“No es esta la ocasión para repasar la historia de los Santos en el condado de Jackson, Misuri. Basta con decir que ellos no demostraron la dedicación y el compromiso necesarios para establecer Sion en ese momento. El 24 de febrero de 1834, después de que habían sido ‘expulsados y heridos por las manos de [sus] enemigos’ (Doctrina y Convenios 103:2), el Señor le dijo al profeta José que la razón por la cual había permitido su expulsión era para ‘que aquellos que se llaman a sí mismos por mi nombre fueran castigados por un corto tiempo con un castigo doloroso y grave, porque no escucharon del todo los preceptos y mandamientos que les había dado’ (Doctrina y Convenios 103:4). Todavía no eran Sus discípulos en el verdadero sentido del término. Sin embargo, Él les dio esta gran promesa:
“‘Ellos comenzarán… a prevalecer contra mis enemigos desde esta misma hora.
“‘Y al escuchar y observar todas las palabras que Yo, el Señor su Dios, les hable, nunca dejarán de prevalecer hasta que los reinos del mundo sean sometidos bajo mis pies, y la tierra sea dada a los santos para que la posean por los siglos de los siglos’ (Doctrina y Convenios 103:6–7).
“Esa es nuestra gran promesa. Nunca dejaremos de prevalecer hasta que el Señor establezca Su Sion en este mundo. El verdadero discipulado del sacerdocio de Dios determinará cuán rápido avancemos hacia esa gran consumación a medida que, al vivir el evangelio, luchemos contra la depravación y la maldad que ocurren en este mundo.”
— El presidente Marion G. Romney, entonces segundo consejero de la Primera Presidencia, conferencia general de octubre de 1978, “Un discípulo de Cristo”
El presidente Marion G. Romney, al reflexionar sobre los sucesos de Misuri, no se detuvo en los detalles históricos de la persecución, sino en la lección espiritual que se desprende de aquella experiencia. Los Santos de aquel tiempo, aunque habían hecho sacrificios notables, no demostraron la dedicación y el compromiso plenos para establecer Sion. El Señor permitió, entonces, que fueran humillados y expulsados para enseñarles que Su obra no se edifica con tibieza ni con obediencia parcial.
El castigo, aunque doloroso, fue también una forma de disciplina divina, una corrección amorosa para despertar en los Santos la necesidad de consagrarse en verdad. El Señor los probó no para destruirlos, sino para fortalecerlos, recordándoles que solo al escuchar y obedecer todos Sus mandamientos podrían llegar a ser verdaderos discípulos. Esta enseñanza nos alcanza a nosotros hoy: el discipulado no es nominal, es transformador, y exige entrega total.
Pero junto con la reprensión vino una promesa grandiosa: si escuchaban y obedecían, comenzarían a prevalecer desde esa misma hora, y nunca dejarían de prevalecer hasta que los reinos del mundo fueran sometidos a Cristo y la tierra fuera dada a los santos. Esta es la garantía de que la causa de Sion no puede fracasar; su triunfo está sellado por la palabra del Señor. La pregunta, entonces, no es si Sion será establecida, sino qué tan rápido participaremos en ese proceso según nuestra fidelidad.
Narrativamente, podemos imaginar a aquellos Santos expulsados de sus hogares en Jackson, mirando atrás con lágrimas y dolor. No comprendían del todo el porqué de su sufrimiento. Pero el Señor, en Su infinita visión, los estaba forjando. Cada paso en el lodo, cada lágrima derramada, cada noche de incertidumbre estaba preparando un pueblo capaz de vencer, no con armas, sino con obediencia y fe. Esa misma promesa nos acompaña a nosotros en un mundo que se llena de maldad y confusión: si permanecemos como discípulos verdaderos, nunca dejaremos de prevalecer.
En última instancia, el presidente Romney nos recuerda que el ritmo con que avancemos hacia la consumación de Sion no depende de los enemigos, ni de la cultura, ni de los gobiernos, sino de nuestro propio discipulado. Si vivimos el evangelio con toda integridad, el poder del sacerdocio nos permitirá prevalecer siempre.
Nuestra misión como hijos de Israel
“El Señor ha revelado en nuestros días que somos hijos de Israel y de la descendencia de Abraham (véase Doctrina y Convenios 103:17), y en virtud de esa descendencia y por la obediencia a todas las ordenanzas del evangelio tenemos derecho a las bendiciones de nuestros padres: Abraham, Isaac y Jacob.
“Como portadores legítimos del sacerdocio, debemos ser fuertes: fuertes en vivir rectamente, en el poder del sacerdocio y en la comprensión de nuestra gran misión salvadora para todo el mundo.”
— El élder William H. Bennett, entonces Ayudante del Consejo de los Doce, conferencia general de octubre de 1975, “Convenios y bendiciones”
El élder William H. Bennett, en su discurso de 1975, expuso con claridad un principio doctrinal que se entrelaza directamente con la identidad del pueblo del convenio. Citando Doctrina y Convenios 103:17, recordó que los miembros de la Iglesia han sido declarados por revelación como hijos de Israel y descendencia de Abraham, lo que no constituye un simple dato genealógico, sino una afirmación teológica con implicaciones eternas.
La doctrina establece que, en virtud de esa descendencia y mediante la obediencia a las ordenanzas del evangelio, los discípulos de Cristo reciben derecho de acceso a las bendiciones patriarcales de Abraham, Isaac y Jacob. Dichas bendiciones incluyen la posteridad, la tierra prometida y, en su dimensión más elevada, la exaltación. Este principio resalta la continuidad del pacto abrahámico en la dispensación moderna, mostrando que la obra de salvación es tanto retrospectiva —al reclamar las promesas hechas a los padres— como prospectiva, al proyectarlas sobre la posteridad.
Asimismo, el discurso enfatiza la responsabilidad que se deriva de portar el sacerdocio de manera legítima. No basta con la transmisión formal de la autoridad; se requiere fuerza moral y espiritual para ejercerla conforme al propósito divino. Esa fuerza se expresa en tres ámbitos específicos: vivir rectamente (la congruencia entre principios y conducta), actuar con poder en las ordenanzas del sacerdocio (la eficacia espiritual en el servicio), y comprender la misión universal de salvación (la extensión del evangelio a todas las naciones).
En síntesis, el planteamiento del élder Bennett configura un marco en el cual la identidad como descendencia de Abraham se traduce en deber: el de magnificar el sacerdocio mediante la rectitud personal y el servicio activo. El resultado, según la doctrina revelada, es la participación directa en la obra redentora de Cristo y la materialización de las promesas del convenio en una escala tanto individual como colectiva.
Doctrina y Convenios 104
Mayordomía terrenal: ser fieles administradores de lo divino
“El Creador ha confiado los recursos de la tierra y todas las formas de vida a nuestro cuidado, pero Él conserva la plena propiedad. Él dijo: ‘Yo, el Señor, extendí los cielos, e hice la tierra, obra misma de mis manos; y todas las cosas que en ella hay son mías’ (Doctrina y Convenios 104:14). Todo lo que hay en la tierra pertenece a Dios, incluidas nuestras familias, nuestros cuerpos físicos e incluso nuestras propias vidas. …
“Como hijos de Dios, hemos recibido el encargo de ser mayordomos, cuidadores y guardianes de Sus creaciones divinas. El Señor dijo que Él hizo ‘a todo hombre responsable, como mayordomo de las bendiciones terrenales que he hecho y preparado para mis criaturas’ (Doctrina y Convenios 104:13).
“Nuestro Padre Celestial nos permite usar los recursos terrenales de acuerdo con nuestro albedrío. Sin embargo, nuestro albedrío no debe interpretarse como licencia para usar o consumir las riquezas de este mundo sin sabiduría ni moderación.”
— Obispo Gérald Caussé, Obispo Presidente, conferencia general de octubre de 2022, “Nuestra mayordomía terrenal”
El obispo Gérald Caussé enseña una verdad que nos coloca en el centro de la responsabilidad cristiana hacia el mundo creado: todo pertenece a Dios. Aunque disfrutamos de las riquezas de la tierra, de la familia, de la vida y de los recursos naturales, ninguno de ellos nos pertenece en propiedad absoluta; son dones divinos confiados a nosotros en calidad de mayordomos.
En Doctrina y Convenios 104, el Señor declara con claridad: “todas las cosas… son mías” (v. 14). Esta afirmación cambia la perspectiva. No somos dueños, sino administradores temporales. Nuestros cuerpos, nuestras familias y hasta nuestra propia vida son parte de ese depósito sagrado que Dios nos ha encomendado. Y como administradores, se nos pedirá cuenta del uso que hagamos de ellos.
El principio de mayordomía implica dos aspectos inseparables: gratitud y responsabilidad. Gratitud, porque todo lo que tenemos proviene de un Padre generoso que nos lo concede por amor; y responsabilidad, porque debemos usarlo con sabiduría, moderación y un sentido de propósito divino. Nuestro albedrío, por lo tanto, no es licencia para explotar ni desperdiciar, sino oportunidad para mostrar discernimiento y rectitud en el manejo de los dones de Dios.
Narrativamente, podríamos imaginar a un joven que recibe de su padre una parcela fértil para cultivarla. El padre le dice: “Úsala como quieras, pero recuerda que es mía y un día volveré para ver qué hiciste con ella.” Ese joven puede optar por cultivarla con esmero, producir fruto y compartirlo, o bien descuidarla y dejar que se llene de maleza. Así ocurre con cada recurso terrenal que Dios nos da: desde el agua que bebemos hasta los talentos que poseemos. Todo será examinado en el día en que el Dueño venga a pedir cuentas.
La enseñanza del obispo Caussé nos invita a ver la vida diaria con una óptica sagrada: cada decisión de consumo, cada relación con la creación, cada elección sobre nuestro cuerpo o familia es una oportunidad de mostrar que entendemos nuestra condición de mayordomos responsables y discípulos fieles. Usar con sabiduría lo que el Señor nos confía es, en última instancia, un acto de adoración y reverencia hacia Él.
La manera del Señor: ayudar con sabiduría y autosuficiencia
“Aun con el deseo universalmente aceptado de ayudar a los pobres y necesitados, el Señor concuerda con nuestra meta pero advierte: ‘Mas es preciso que se haga a mi propia manera’ (Doctrina y Convenios 104:16). De lo contrario, en nuestros esfuerzos por ayudar, en realidad podríamos perjudicarlos. El Señor nos ha enseñado la necesidad de fomentar la autosuficiencia. Aun cuando podamos ayudar, no debemos dar ni proveer lo que ellos pueden y deben hacer por sí mismos. Dondequiera que se ha intentado, el mundo aprende los males de la asistencia gratuita. En verdad, Dios sabe lo que es mejor.”
— Élder Stanley G. Ellis, entonces Setenta Autoridad General, conferencia general de abril de 2013, “La manera del Señor”
El élder Stanley G. Ellis nos recuerda que la compasión y el deseo de ayudar, aunque sean nobles, deben ir acompañados de sabiduría divina. El Señor, en Doctrina y Convenios 104:16, declara: “Mas es preciso que se haga a mi propia manera”. Con ello establece un principio doctrinal: la verdadera caridad no consiste solo en dar, sino en edificar, fortalecer y ayudar a otros a valerse por sí mismos.
La enseñanza es clara: si ayudamos de manera incorrecta, podemos terminar dañando en lugar de bendecir. La asistencia que sustituye el esfuerzo propio genera dependencia, debilita la dignidad y entorpece el crecimiento espiritual. En cambio, la ayuda inspirada por el Señor siempre busca restaurar la capacidad del individuo para actuar, elegir y progresar. La autosuficiencia, entonces, no es un simple ideal económico, sino un principio espiritual que guarda relación con el albedrío y la identidad divina de cada persona.
Narrativamente, podemos imaginar a un padre que enseña a su hijo a caminar. El padre podría cargarlo siempre en brazos, pero sabe que hacerlo lo privaría de aprender a andar por sí mismo. Así, con paciencia, le da la mano y lo sostiene solo lo suficiente para que el niño desarrolle fuerza y confianza. Ese equilibrio entre apoyo y exigencia es exactamente lo que el Señor espera de Su pueblo al ayudar a los necesitados.
El mensaje del élder Ellis, por lo tanto, no busca endurecer los corazones, sino orientar las manos generosas hacia la manera del Señor: dar sin destruir la responsabilidad personal, socorrer sin apagar la dignidad, sostener sin anular el albedrío. Al hacerlo, no solo se satisface una necesidad inmediata, sino que se prepara a las personas para una vida plena y autosuficiente, capaz de contribuir también al bienestar de los demás.
En otras palabras, la verdadera ayuda no consiste en reemplazar el esfuerzo ajeno, sino en fortalecer la capacidad de cada hijo de Dios para levantarse y caminar por sí mismo hacia la autosuficiencia y la salvación.
Preparación y autosuficiencia por obediencia
“La fe, la espiritualidad y la obediencia producen un pueblo preparado y autosuficiente. Al obedecer el convenio del diezmo, se nos protege de la necesidad y del poder del destructor. Al obedecer el ayuno y dar generosamente para cuidar de los demás, nuestras oraciones son escuchadas y la fidelidad familiar aumenta. Bendiciones similares llegan cuando obedecemos el consejo de los profetas y vivimos dentro de nuestras posibilidades, evitamos las deudas innecesarias y apartamos lo suficiente de las necesidades de la vida para sostenernos a nosotros y a nuestras familias por lo menos durante un año. Puede que no siempre sea fácil, pero hagamos todo lo posible y nuestros depósitos no fallarán: habrá ‘lo suficiente, y de sobra’ (Doctrina y Convenios 104:17).”
— Obispo Keith B. McMullin, entonces segundo consejero del Obispado Presidente, conferencia general de octubre de 2005, “Estad preparados… sed fuertes desde ahora”
El obispo Keith B. McMullin subrayó un principio que une fe, convenios y previsión temporal: la verdadera autosuficiencia nace de la obediencia espiritual. No es simplemente el resultado de una buena administración o de acumular recursos, sino la consecuencia de vivir de acuerdo con los mandamientos y los convenios que Dios ha revelado.
Cuando se guarda el diezmo, se reconoce que todo proviene del Señor y que Él puede multiplicar lo que queda en nuestras manos. Esa obediencia protege no solo de la escasez material, sino también del “poder del destructor”, es decir, de las fuerzas espirituales y temporales que buscan desestabilizar nuestra paz. De manera semejante, al obedecer la ley del ayuno y dar generosamente, se abre un canal de bendiciones que fortalece tanto la relación familiar como la comunión con Dios. La autosuficiencia, entonces, no se limita a lo material; es también un estado de fortaleza espiritual.
El consejo de vivir dentro de nuestras posibilidades, evitar deudas innecesarias y preparar reservas refleja la sabiduría práctica del evangelio. Estas acciones, aparentemente sencillas, se convierten en expresiones de fe porque requieren disciplina, sacrificio y confianza en que el Señor suplirá lo que falte. La promesa de Doctrina y Convenios 104:17 lo confirma: “lo suficiente, y de sobra”. No se trata de acumular por acumular, sino de vivir de modo que nuestras necesidades estén cubiertas y podamos ayudar a otros en sus tiempos de dificultad.
Narrativamente, podemos imaginar una familia que, mes tras mes, aparta con esfuerzo una pequeña porción de alimentos o ahorros. Quizás no siempre resulte fácil; a veces implica renunciar a un lujo o postergar un deseo. Pero con el tiempo, esa constancia se convierte en una red de seguridad y, lo que es más importante, en un testimonio vivo de que Dios cumple Sus promesas. Así, cuando llega la prueba —una enfermedad, la pérdida de empleo, una emergencia inesperada—, la familia no solo cuenta con recursos materiales, sino también con la paz de haber obedecido.
El mensaje es claro: la preparación temporal es un acto de fe. Al vivir de esta manera, el pueblo del convenio no solo resiste la adversidad, sino que se convierte en un refugio y una bendición para otros. Esa es la visión del Señor: un pueblo preparado, fuerte y capaz de prosperar, no por la abundancia en sí, sino por la obediencia que atrae Sus bendiciones.
Doctrina y Convenios 105
La unidad en Cristo: la clave para Sion
“Entre las razones que el Señor dio respecto de por qué los primeros Santos en Misuri no habían logrado establecer un lugar de Sion estaba que ellos ‘no están unidos de acuerdo con la unión requerida por la ley del reino celestial’ (Doctrina y Convenios 105:4). …
“La unidad con nuestros hermanos y hermanas en el cuerpo de Cristo crece a medida que atendemos el segundo mandamiento —inseparablemente conectado con el primero— de amar a los demás como a nosotros mismos. Y supongo que una unidad aún más perfecta se obtendría entre nosotros si siguiéramos la expresión más elevada y más santa de este segundo mandamiento que dio el Salvador: amar a los demás no solo como nos amamos a nosotros mismos, sino como Él nos amó.”
— Élder D. Todd Christofferson, del Cuórum de los Doce Apóstoles, conferencia general de abril de 2023, “Uno en Cristo”
El élder D. Todd Christofferson nos recuerda que el fracaso de los primeros Santos en establecer Sion no se debió únicamente a la persecución externa, sino a una falta interna: no estaban unidos de acuerdo con la ley del reino celestial (DyC 105:4). Esta observación es profundamente doctrinal, porque revela que Sion no es solo un lugar geográfico ni un proyecto social, sino una condición espiritual del pueblo de Dios. Sin unidad, no puede haber Sion.
La base de esa unidad es el amor. No un amor superficial o condicional, sino el amor que fluye de cumplir el segundo gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” El élder Christofferson subraya que este mandamiento está inseparablemente ligado al primero —amar a Dios—, lo que significa que nuestra relación con el Padre Celestial se refleja directamente en cómo tratamos a Sus hijos.
Sin embargo, el Salvador elevó aún más el estándar: “Amaos unos a otros; como yo os he amado” (Juan 13:34). Este mandamiento más alto trasciende la simple empatía o la reciprocidad. Amar como Cristo amó implica sacrificio, servicio desinteresado, perdón sin condiciones y disposición a dar la vida por los demás. Ese amor es el cemento que puede unir a un pueblo en verdadera Sion.
Narrativamente, podemos imaginar a los primeros Santos en Misuri: anhelaban Sion, soñaban con ella, pero entre sus corazones había divisiones, murmuraciones, egoísmos. El Señor les mostró que no bastaba con desear un lugar; debían transformarse en un pueblo celestial. Esa misma lección nos llega hoy: podemos hablar de Sion, cantar sobre Sion, pero no seremos Sion hasta que aprendamos a amarnos como Cristo nos amó.
Así, la invitación del élder Christofferson es tanto una advertencia como una promesa. La advertencia: sin unidad, Sion no puede levantarse. La promesa: si cultivamos el amor de Cristo en nuestras relaciones cotidianas, llegaremos a ser un pueblo uno en Él, y entonces se cumplirá la visión profética de una Sion que brilla en medio del mundo.
Tomar el nombre de Cristo: un camino de discipulado
“En las revelaciones modernas, el Señor se refiere a los templos como casas ‘edificadas a mi nombre’ (Doctrina y Convenios 105:33). …
“El proceso de tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo, que comienza en las aguas del bautismo, continúa y se amplía en la casa del Señor. Al estar en las aguas del bautismo, miramos hacia el templo. Al participar de la Santa Cena, miramos hacia el templo. Prometemos recordar siempre al Salvador y guardar Sus mandamientos como preparación para participar en las ordenanzas sagradas del templo y recibir las más altas bendiciones disponibles mediante el nombre y por la autoridad del Señor Jesucristo. Así, en las ordenanzas del santo templo tomamos sobre nosotros el nombre de Jesucristo de manera más completa y plena.”
— Élder David A. Bednar, del Cuórum de los Doce Apóstoles, conferencia general de abril de 2009, “Mantener honorable un nombre y una investidura”
El élder David A. Bednar enseña aquí una verdad profunda sobre el proceso progresivo de tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo. Ese compromiso no se agota en el bautismo ni en la Santa Cena, sino que encuentra su plenitud en las ordenanzas del templo, que son las que sellan de manera más completa nuestra identidad como discípulos y herederos del convenio.
En Doctrina y Convenios 105:33 el Señor llama a los templos “casas edificadas a mi nombre”. Esta frase conecta directamente el templo con el convenio de tomar sobre nosotros Su nombre. En el bautismo comenzamos esta senda: entramos en el redil de Cristo y recibimos Su nombre. Cada domingo, en la Santa Cena, renovamos esa promesa y afinamos nuestro corazón en preparación para algo mayor. Es como si cada paso de la vida en la Iglesia nos guiara hacia la Casa del Señor, donde la investidura y los convenios eternos nos permiten llevar Su nombre en un sentido más pleno y eterno.
Doctrinalmente, este patrón refleja un principio de progresión espiritual por medio de ordenanzas. El bautismo no es el final, sino el principio. La Santa Cena no es la meta, sino un recordatorio constante que nos impulsa al templo. Y en el templo, finalmente, tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo de forma total, comprometiendo no solo nuestras acciones externas, sino nuestra vida entera, nuestra lealtad y nuestro ser.
Narrativamente, podemos imaginar a un joven converso que entra a las aguas bautismales. Ese día, toma sobre sí el nombre de Cristo por primera vez. Años después, al participar semanalmente de la Santa Cena, mantiene viva la memoria de ese compromiso. Finalmente, al entrar en el templo, descubre que cada paso lo estaba preparando para recibir convenios mayores, promesas más elevadas y un vínculo más profundo con el Salvador. Lo que comenzó en el agua y se renovó en la mesa sacramental encuentra su culminación en la Casa del Señor.
Así, el mensaje del élder Bednar nos recuerda que tomar sobre nosotros el nombre de Cristo no es un acto único ni simbólico, sino un camino de discipulado creciente. Ese camino comienza en el bautismo, se renueva en la Santa Cena y se sella con poder en el templo. Allí, como verdaderos hijos e hijas del convenio, llegamos a ser “Suyos” de manera más plena y eterna.



























